lunes, 29 de octubre de 2018

CARTA A MARIANA, CON LAMENTO GASTRONÓMICO




Querida Mariana: No sé cuántos años llevo sin comer carne roja. Mi dieta “exige” carne de pescado. Una o dos veces al mes como filete de pescado a la parrilla o empapelado (con hoja de momón). El pescado debe ser fresco. Me cuentan que en Mújica llega el comensal y señala la mojarra que desea comer. El pescador la saca del estanque y la lleva directito a la cocina, en donde la preparan frita, que es como más la disfrutan los compas de estas tierras. ¡Claro!, acompañada de una Tecate bien fría, debajo de la sombra de un árbol.
El otro día encontré un libro de comida de la Costa de Chiapas y hallé la receta de “Los casquitos”, que son unas tortugas pequeñas, que están en proceso de extinción, precisamente por la desaforada caza para prepararlas en caldo. A mi primo Cuauhtémoc le encantaba la sopa de casquitos. Cuando fue presidente municipal de Huixtla, muchas gentes que deseaban quedar bien con él lo invitaban a comer a casa y le preparaban su platillo favorito.
Ya no recordaba el proceso de preparación. La receta indicaba que las tortuguitas las dejan sin comer dos o tres días y luego, ya listas para el caldo, ponen a hervir agua en una olla y cuando el agua está hirviendo meten a las tortuguitas en el agua. Las meten vivas. Las tortuguitas se queman antes de morir. No sé bien, pero parece que un proceso semejante ocurre cuando preparan las langostas y los langostinos.
Ay, Mariana, mi cuerpo se cimbró como si recibiera un latigazo con una cuerda mojada. Pensé que tal preparación es de una crueldad extrema. Recordé que una vez una mujer japonesa, que radicaba en Japón, y compró una de las cajitas que pinto y que vendía en el Bazar Los Sapos, en Puebla, me dijo que la tortuga es un animal muy respetado en Japón. No creo que allá coman tortuguitas en caldo.
Poco a poco le di una vuelta al recetario y constaté que era como un muestrario de tormentos de la Santa Inquisición.
Ya te conté que cuando era niño, en un cumpleaños de mi papá, llegó mi tío Ernesto, quien era experto en preparar barbacoas y demás chiverías. Mi papá dijo que el tío prepararía “la sangrita” de un borrego. A mí me encantaba la sangrita, con cebolla, chilito y hoja de hierbabuena. Colocaba una porción generosa en una tostada frita y la disfrutaba como creo que los rusos disfrutan el caviar. No sé qué me llevó a ir a la bodega. Lo que ahí presencié fue aterrador. El animalito estaba colgado de una viga, con la cabeza hacia abajo. El tío le había hecho una cortada en el cuello y por esa herida manaba la sangre que caía sobre una bandeja honda. Salí corriendo. ¡Jamás volví a comer sangrita!
Ay, Mariana, esta carta es como un repertorio de congojas. Ya te conté que en el sitio de la casa había conejitos, conejitos que hacían averías en todas las paredes, incluso las de los vecinos. Abrían huecos. Yo los veía correr, pararse, mover las colas, blanquitos, como bolas de algodón. Eran lindos. Una tarde me senté a comer y cuando iba a darle una mordida al guisado me enteré que esa carne había pertenecido a un conejito, cuando estaba vivo. Deseché el plato y le exigí a la sirvienta que me preparara dos quesadillas. En mi vida volví a comer conejo (ahora ya ni queso como, ni como queso ni tomo leche).
Amigos me han contado que el sacrificio de los cuches y de los toros es brutal. El chillido de los cuches a la hora que les ensartan la cuchilla es un lamento cruel. El pinchazo ocurre y todo el patio se llena de sangre. No sólo el patio, he visto las batas de los matanceros, sucias de tanta sangre seca. El olor es desagradable.
A mí no me gusta caminar por los pasillos del mercado donde están las carnicerías. Es una bobera lo que diré, pero pienso que por ahí huele a muerto, a cadáver. No resulta una experiencia agradable. Las cabezas de los cerdos están suspendidas de ganchos oxidados.
Bueno, con decirte que esa riqueza gastronómica que es el tsizim no tiene una forma muy cristiana de morir. En cuanto atrapan al tsizim lo meten en una cubeta en la que muere ahogado. Apenas está saliendo del agujero, ya no alcanza a ver la luz del sol.
¿Algún animal muere de manera decente? No creo. Pero lo que se me hace de crueldad mayor es lo que le hacen al animalito sagrado de Japón. ¿Cómo es posible que un animalito que no se mete con nadie lo sometan a morir quemado en agua hirviendo?
El otro día fui a comer un filete de pescado a la plancha y cuando el mesero puso el plato frente a mí, pensé en la forma en que murió ese pescado, murió asfixiado en medio del aire.
Posdata: Mi dieta “exige” el pescadito. Cuando vivía en Puebla, viajaba a la Ciudad de México y, en un criadero de truchas, elegía cuál deseaba para que me prepararan en la parrilla. El chef metía una red y sacaba el pez “elegido” y lo llevaba a la cocina. Me consuela (así lo pienso) saber que al pez no le dan macanazos para que muera ni le ensartan ganchos para que sangren. Los peces mueren al ser expuestos al aire, se asfixian con tanto oxígeno y dejan de vivir, de dar coletazos. Me duele pensar que para sobrevivir tengamos que matar a los animalitos.
Los venados son de los animales más bellos de la creación, pero recuerdo que cuando íbamos al rancho de Jorge y preparábamos una redada y Quique, con su puntería exacta, mataba un venado, la carne de este animal era un goce para mi paladar. Cortábamos la carne ya asada con un cuchillo, la colocábamos en una tortilla, le agregábamos una salsa picante y, acompañados de una Tecate, brindábamos por tal exquisitez. ¡Dios mío! Ya no como venado.