lunes, 8 de octubre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE HAY UN LAMENTO QUE LA MIENTA




Querida Mariana: vos sabés que me gusta leer, pero también me gusta el cine. Me encanta la experiencia de comprar un boleto, entregarlo y caminar por el pasillo de la sala donde, minutos después, la pantalla se iluminará y con ello se iluminará mi mirada.
Crecí leyendo y viendo cine. Parte de mi oxígeno actual son los libros y las películas. Cientos de comitecos recordamos con agrado la experiencia de acudir al Cine Montebello y al Cine Comitán, salas que estaban, una frente al parque central, y otra a media cuadra del parque central. Estas salas eran como los brazos del parque, abrían las manos y nos entregaban la savia cultural de otras regiones. Tal vez desde entonces aprendí que para conocer el mundo bastaba con abrir las ventanas del cine y de los libros. No hacía falta subirse a un tren, a un avión, a un barco o en el lomo de una mula, el libro y el cine eran los transportes ideales.
Pero no sólo me gusta la experiencia de ver una película en la sala de proyección o en la pantalla del televisor o en la pantalla de la computadora, también me gusta el glamur que rodea al cine; es decir, me dejo atrapar por el mito de la vida de los grandes actores, actrices y directores. Me gusta conocer qué películas obtienen el Óscar o el Goya o el Ariel. Disfruto ver, por televisión, la ceremonia de entrega de los premios y la previa alfombra roja donde está concentrado el reflector mayor. El jardín que rodea a la casa es decisivo para entender el concepto de hogar.
La industria cinematográfica sabe que los millones de cinéfilos del mundo adoramos esos salones donde hay deslumbres que abandonan lo cotidiano, que abonan luz en la penumbra diaria. Por eso, han inventado ese universo virtual, por eso nos dan esos panes y esos vinos que provienen del Paraíso prometido.
Por lo mismo me duele estar ahora con las manos vacías, con el espíritu seco, al comprobar que, cuando menos este año, no habrá entrega del Nobel de Literatura. Los inútiles de Estocolmo se unieron a los inútiles de Chiapas y, cuando menos por este año, anularon al Nobel de Literatura, así como los chiapanecos (hablo de las autoridades ineptas) cortaron de un tajo el Premio Chiapas. Los millones de lectores en el mundo somos también culpables por permitir esa afrenta; los chiapanecos también somos culpables por dejar que las autoridades hayan cortado ese árbol enormísimo que sembraron los antiguos, los que pensaron que era necesario honrar la inteligencia.
Los inútiles de Estocolmo (me refiero a los académicos que entregan el Nobel) fueron más allá de sus prerrogativas; no entendieron que sus decisiones sólo cumplen con el deseo (a veces frustrado) de millones de lectores. De igual manera, las instituciones convocantes del Premio Chiapas, CONECULTA y la Secretaría de Educación (simples títeres de la voluntad del gobernador) desaparecieron una presea que honraba a paisanos ilustres, presea que demostraba que la ciencia y el arte son materias decisivas para el mínimmo avance de este pobrísimo estado.
Posdata: El gobernador electo de Chiapas ha convocado para que los chiapanecos participen en la conformación del Plan de Trabajo. Bueno, yo sólo pido (¡exijo!) que el Premio Chiapas se reinstaure. No es justo que la cultura sea minimizada, erradicada; no es justo que el mínimo reconocimiento a la inteligencia sea cortada por las mentes simples y autoritarias.
Mientras tanto, querida mía, protesto por la cancelación momentánea del Nobel de Literatura. Leo cuentos de William Faulkner (Premio Nobel del 49) y cuentos de Isaac Bashevis Singer (Premio Nobel del 78). En estos tiempos tan estúpidos me refugio en la inteligencia.
Mientras tanto, mi niña, espero, con ansia, el estreno de “Roma”, la película de Alfonso Cuarón que representará a México en la entrega del Óscar y del Goya.
Mientras tanto, lamento la decisión de cancelar el Premio Chiapas. Lo lamento y la miento.