viernes, 10 de marzo de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN BOLERO

Querida Mariana: tuve compañeros que eran boleros. Iban a la escuela en la mañana y en la tarde tomaban sus chunches para ir a bolear al parque central. En ese tiempo no había restricciones, ni de la autoridad ni de la sociedad. Era común que un adulto llegara y un niño (un compañero mío) boleara los zapatos. Tuve compañeros que eran muy diestros en el oficio, conocían los secretos, el trapazo para dar el brillo final era de antología, no cualquiera. Y si digo no cualquiera pienso que nunca vi a niñas que hicieran este oficio. Hasta la fecha, si vas al parque hallás sólo varones ejerciendo la boleada. En el parque, ahora, ¡qué pena!, hay dos o tres mujeres (rápido las identifico) que se dedican a la prostitución, no es el lugar adecuado para que estas mujeres ofrezcan sus servicios, pero ahí están, bien tranquilas. En mis tiempos de primaria no había mujeres prostitutas en el parque. No me exijás que encuentre el símbolo de estos signos, así era: en mi infancia tuve compañeros que ganaban unas monedas ejerciendo el oficio de boleros. Nadie lo veía mal. Nadie decía: ¡cómo es posible que dejen que un niño trabaje! ¡Los niños deben jugar, no trabajar! No. Los niños boleros llevaban monedas para completar el gasto de casa, sus papás los alentaban a ganarse unos pesos, pocos, pero contribuían al sostenimiento familiar. Es motivo de discusión el tema, ¿verdad? Ahora, varios de esos compañeros comentan con profundo orgullo tal acción; ahora son hombres exitosos. Se acostumbraron al trabajo, a conseguir dinero gracias a su esfuerzo. Porque, ya dije, bolear zapatos era todo un arte. Ah, con qué gracia, mis compañeros, abrían la lata de la crema que da brillo y se pone al final, después de poner la grasa con color a través de una brochita. Tomaban la lata con la mano izquierda y con la derecha, usando los tres dedos medios, untaban con delicadeza la crema abrillantadora y luego, ah, los cepillazos precisos y, al final, con ambas manos, el movimiento que con una tela especial da el brillo perfecto, de espejo inalterable. Había compañeros que al dar los trapazos finales sacaban un sonido maravilloso, como de tren triunfante; otros, imitaban el sonido con su boca. Los boleros más expertos eran los que con el movimiento de maraqueros lograban que el trapo hiciera el sonido característico al dejar brillosos y relucientes los zapatos; los otros, los que hacían el sonido con sus bocas más bien tenían vocación de cantantes o de imitadores. Nunca vi niñas que hicieran este oficio, sólo varones. Los vi en muchas ocasiones en el parque, mientras yo (haciendo caso a lo que ahora dicen los defensores de derechos infantiles) iba a pasear el parque. Ellos llevaban bajo el brazo el banquito donde se sentaban y en la otra mano la caja, con la estructura sobresaliente donde el cliente ponía el zapato, con todos los aditamentos necesarios para ejercer el oficio. ¡Una genialidad! A mí siempre me sedujo la perfección de la forma del zapato hecha en madera. El pie caía perfectamente sobre esa forma y los compañeros boleros tenían cuidado en que el pie no saliera de esa horma; a veces, los vi, tocaban tantito el zapato para que el cliente pusiera el zapato más al centro. Ah, era un toquecito que ya conocían los clientes, movían tantito el pie que se estaba saliendo del centro. Era un lenguaje bien reconocido entre ambos participantes. ¿Yo? No, mi niña, ya sabés que fui un niño bien cuidado. Mi papá no habría permitido que su hijito estuviera chambeando en el parque. Tuve, sí, un cajón para lustrar. Lustraba los zapatos de mi papá y éste, generoso, me daba una moneda al final de la boleada. Era generoso, me daba una moneda de alta denominación. Esa era la forma de decirme que podía ganar dinero haciendo lo mismo que hacían mis compañeros, pero que yo debía permanecer en una burbuja diferente. Así fue mi historia, así la sigue siendo. Tal vez por esto me cuesta mucho el contacto con los demás. Ayer pensé que debo tomar mi caja de bolear e ir al parque a chambear para reunir dinero. Nunca he deseado dinero para comprar autos o casas o ropa de marca, pero ayer, algo como una golondrina nostálgica pasó por mi mente cuando, caminando rumbo al parque central, me topé con el siguiente letrero en la fachada de la que fue mi casa de infancia: “Se vende”. Dios mío, la casa donde crecí está en venta. ¡La compro!, pensé, pero luego el chubasco de la realidad me mojó y me devolvió a la realidad: ni tenés dinero (esa casa debe costar millones) y no la necesitás, con trabajo tenés para sobrevivir. Es cierto, pero pensé que alguien comprará mi casa de infancia y tal vez dejará de funcionar como estacionamiento público (como funciona ahora) y ya no podré entrar con toda la libertad como ahora entro y mi casa se volverá un espacio vedado. Bueno, la vida continúa su marcha irrefrenable. En esa casa, en esos corredores, mi papá subía su pie a mi cajoncito de bolear y yo, sentado en el banquito, le daba grasa y brillo a sus zapatos, y él, generoso, me daba una moneda, que me servía para comprar revistas de monitos, los maravillosos cómics que me dieron la patada inicial para mi oficio de lector. Posdata: doy gracias a la vida por darme la oportunidad de vivir a media cuadra del parque central y porque, ya en estos tiempos, podía entrar a mi casa como si siguiera siendo mía. Un día de estos, alguien comprará esa casa y tal vez ya no esté abierta al público, ya no podré entrar. ¡Tzatz Comitán!