lunes, 28 de abril de 2025
CARTA A MARIANA, CON TRENES
Querida Mariana: vi un tren de juguete, lo vi en una película. En pocas ocasiones he estado frente a un vagón, en la realidad. Tal vez la primera vez que vi un tren, subí y viajé fue cuando tenía dieciocho años, más o menos y mi mamá, mi papá y yo viajamos de México a Guadalajara. Recuerdo el andén con gente, maletas y una ligera bruma. ¿Estación de San Lázaro? ¿Así se llamaba el lugar?
Hay gente que adora los trenes. El tren de juguete que vi estaba en una habitación especial, en el centro del cuarto. Ya sabés, sobre una gran mesa, con el recorrido de las vías que es como una serpiente, con montañas, ríos, puentes, árboles, casas, tratando de emular un paisaje real. La particularidad era el contraste: las construcciones presentaban casas estilo Medieval y el tren era uno de esos súper modernos que circulan en Europa y en Asia en este siglo XXI.
El propietario del tren de juguete era una persona de más de cincuenta años de edad, millonario; cada noche, al llegar a su residencia, se quitaba el saco, se desanudaba la corbata, pasaba a la cocina por el vaso con güisqui y hielos, que le preparaba un sirviente al oír que llegaba el auto, un Corvette. Activaba el mecanismo y, mientras el tren pasaba por túneles y puentes, el hombre saboreaba su bebida y sonreía al ver su juguete.
A mí, de niño, también me sedujeron los trenes. Una vez, mi abuelita Esperanza, me trajo uno de regalo. Me senté en el piso, abrí la caja y ensarté las vías hasta completar el óvalo; prendí el vagón de enfrente (sé que tiene un nombre especial, pero no lo recuerdo) y jaló los tres vagones. El tren comenzó a dar vueltas, yo procuraba motivar la emoción inicial, pero no lo lograba, hacía lo mismo que el hombre de la película, pero comencé a aburrirme, después de unos minutos se me hizo el juego más tonto del mundo. Tal vez se debió a que mi tren de juguete era muy modesto, sin montañas ni puentes ni ríos, sin pueblos. Mi trenecito no hacía más que dar vueltas y vueltas, labor monótona, como de circuito de carrera de autos, sin la emoción de los rebases y de los accidentes. Mi trenecito de juguete ni siquiera se descarrilaba. Llegó un momento que lo cogí con la mano derecha y apagué su mecanismo, lo dejé sobre las vías y salí al sitio a jugar carritos, hice una carretera en la montaña de arena y disfruté mucho que mi mano inaugurara rutas. Tal vez el aburrimiento estaba en la repetición ad nauseam (ándale Gutmita, me aventé un latinajo, que significa hasta la náusea).
Vi el tren en la película y sentí lo mismo: era un entretenimiento solitario, casi triste. Pensé que el millonario tenía toda la paga del mundo para provocar alguna emoción: una carga de dinamita en algún puente o un dron que tirara un obstáculo para provocar un descarrilamiento, que obligara la llegada de ambulancias, paramédicos y enfermeras con birretes y minifaldas blancas.
Mi mamá recuerda que su niñez la pasó en trenes, de Huixtla a Tapachula y a México. Viajaba en clase Pulman, cuando el viaje era largo. Cuenta que su abuela siempre la llevaba de acompañante, mi mamá niña o adolescente dormía en la parte superior de la litera, dice que el viaje por tren le parecía una gran aventura muy cómoda, pasaba de uno a otro vagón, en la mañana iban al carro comedor.
Posdata: mi mamá dice que la terminal de Tapachula era una bodegota; en cambio la terminal de su pueblo era un edificio bellísimo, portentoso. Así lo recuerda. Creo que la terminal huixtleca aún está en pie. Ojalá.
¡Tzatz Comitán!