lunes, 27 de febrero de 2017

CASTIGOS (1)




El castigo presupone una falta. ¿Quién es el que impone el castigo? ¡El que detenta el poder! En mi infancia, mis papás y los maestros fueron los encargados de imponerme castigos. Yo, hasta la fecha, pienso que mis faltas no merecían castigos. Pero, parece que la vida se encarga de dar lecciones de manera injusta, porque (aseguran los sabios) la vida no es justa. Romeo, quien era hijo de un modesto albañil, siempre se quejó por haber nacido en un hogar humilde, siempre pateaba piedras con sus pies desnudos, cuando se quejaba de no tener dinero para comprar un par de zapatos. ¿Quién impuso ese castigo injusto a Romeo? Él quería ser como los demás niños de clase. ¿Por qué él debía andar con los pies descalzos?
¿Cuál es el castigo más distante que recuerdo y por qué me lo “gané”? No sé, pero imagino que, como cualquier niño, algún día debí tirarme al piso, patalear, llorar y hacer berrinche, porque quería algo, porque la vida me ponía frente a algún objeto de deseo; pero el primer castigo que recuerdo fue cuando tomé un “cambio” que hallé en la mesa del comedor. El comedor tenía una mesa para cuatro personas y una vitrina, con dos batientes con cristales, donde se conservaba la vajilla japonesa, comprada en la frontera con Guatemala. El cuarto no era grande. A mí me gustaba entrar y pararme bajo el dintel. En la izquierda estaba un hueco que daba a uno de los corredores. Desde donde yo me paraba miraba parte del patio central, que tenía arriates con flores y un tubo donde conectaban la manguera para regar los claveles. Ese tubo sobresalía por encima de las plantas, era como ese animal que llaman güet, como un periscopio de submarino, como el cuello de una jirafa en la sabana africana. Me encantaba mirar ese tubo, imaginaba muchas historias, de guerra, en las que un ejército de hormigas usaba ese periscopio para ubicar a los enemigos, que siempre era un ejército de cochinillas. Aquella tarde entré al comedor, como siempre me paré debajo del dintel y miré el patio y vi el tubo periscopio, pero luego mi mirada se dirigió hacia la superficie de la mesa (no me pregunten por qué designios del destino ocurrió así) y miré ese cambio. Eran varias monedas de veinte centavos. ¿Diez, doce? Formaban una torre al lado de un florero con flores blancas. Al lado de la torre de monedas había una alfombra mínima de pétalos que habían caído. Si yo hubiese albergado algún sentimiento de culpa no habría caminado con la tranquilidad que lo hice, no habría extendido mi brazo con la naturalidad con que lo hice, ni habría guardado las monedas con la certeza de que todo lo que había en la casa era mío. Porque yo era hijo único y si hallaba galletas sobre la mesa las tomaba y las comía y si encontraba un disco en la consola, prendía ésta y colocaba el disco y lo escuchaba y movía los pies con total libertad. Estaba en mi casa y entraba a los cuartos y hurgaba en las cajas que había en la bodega y sacaba las fotos y nadie decía algo que fuera contra ese impulso natural. Así que esa tarde (lo juro) tomé esas monedas sabiendo que, como estaban en casa, eran mías. Yo deseaba comprar un cohete al que se colocaba un fulminante en la punta, con lo que, al caer, accionaba el fulminante, que provocaba un sonido. Si yo le hubiese dicho a mi mamá que quería ese juguete estoy seguro que ella hubiese abierto su monedero y me habría dado el peso que costaba. Lo que tomé de la mesa me permitió comprar el cohete y como diez tiras de fulminante. Lo compré en la tienda de doña Angelita, local que siempre me fascinó por la cantidad de juguetes que tenía colgados de los estantes de madera. La tienda estaba contra esquina del templo del Calvario.
Cuando regresé a la casa encontré a mi mamá y a Sara, la sirvienta, en el comedor. Ella juraba que no había tomado las monedas. Yo, en acto reflejo, escondí debajo de mi suéter el cohete y las tiras de fulminantes. En ese instante (ahora lo sé) reconocí que algo había hecho mal. Mi mamá le dijo a Sara que saliera y luego me vio con una mirada que no era la misma que me lanzaba todos los días cuando me daba el beso de las buenas noches. La vi inmensa, casi casi como si fuese Goodzila, ese monstruo maravilloso que crearon los japoneses y que había visto en el cine. Me preguntó en un tono que era acusador: “¿Tomaste el dinero que dejé acá?”. ¿Qué decir? Hubiese sido muy sencillo decir que sí. Estoy seguro que mi mamá habría preguntado para qué y yo habría sacado el cohete que guardaba y ella me hubiese reprendido, pero, luego, botaría su mueca de cardo y sembraría su mirada luminosa de canario que usaba cuando me servía un pedazo del pastel que hacía, pero yo no saqué el cohete, al contrario, dije que no había visto las monedas. Mi mamá me creyó, pero yo sentí una opresión en mi pecho, como si una brasa me creciera y quemara. Pienso que ese fue el primer castigo que recibí. Un castigo tonto que no había llegado del exterior, sino de algo que brotaba en mi espíritu y que me hacía sentir mal, muy mal.