jueves, 30 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE DA CUENTA DE UN LIBRO GENEROSO




Querida Mariana: La madre Teresa de Calcuta y la poeta Socorro Trejo de Chiapas son lo mismo. La madre tuvo como consigna “Dar hasta que duela” y Socorro por ahí anda. Socorro, en una edición de Coneculta-Chiapas, acaba de publicar el libro “Universo poético de Chiapas. Itinerario del siglo XX”. Generosa, como siempre, publica a doscientos cuarenta y nueve poetas. Socorro incluyó a todas las voces, las más altas voces y las que, como ratoncitos, comienzan a sacar la cabeza.
Hace años apareció el libro: “Árbol de muchos pájaros”, una antología de poetas chiapanecos. Lo que Socorro ha hecho ahora es un “Enormísimo árbol de muchas ramas”. Algunas ramas son fuertes, otras son más endebles.
No falta. Ya las he escuchado, voces que dicen lo clásico: “No son todos los que están”. Pero a diferencia de lo que dicta la sentencia popular, acá sí puede completarse con que sí están todos los que son, así sean ramitas débiles.
Socorro, con este libro, ha sembrado, ya lo dije, un enormísimo árbol, cuyas raíces están contenidas con todos los poetas de Chiapas. La poeta Trejo, pienso, consideró que era importante hacer un compendio de todas las voces. Ella, en la introducción, recalca que el libro no es una antología sino un registro. Con eso acalla a los que dicen que al lado de voces mayores hay algunas menores. Sí, así es. Acá están todas las voces, desde el soberbio canto del cenzontle hasta el débil del garbancero.
Ella pepenó todas las piedritas y deja la tarea de la selección a los lectores y a los investigadores. Si el lector decide que fulano de tal no tiene la altura de sutano ya es decisión propia.
Acá, y esto es maravilloso, hay una tarea de decantación: Que sea el lector quien pase los textos por el tamiz de su intelecto y de su gusto literario, que conserve las piedritas de oro y que deseche las otras, si así lo desea, pero que sea bajo la luz del conocimiento.
No conozco un trabajo similar al de Socorro en el estado. El libro es gordo, enorme. ¡Cómo no ha de serlo si contiene el trabajo de doscientos cuarenta y nueve poetas! El libro tiene más de quinientas páginas.
Cuando tuve el libro entre mis manos hice lo que ya mencioné: Conté cuántos poetas están incluidos. Y luego, sólo como mero juego, hice el registro (siguiendo el método de Socorro) de los lugares de nacimiento de cada poeta. Esto me dio (¡ah, bendita estadística!) una gráfica de las ciudades donde han nacido más poetas (los incluidos en el libro) y hallé lo que, sin duda, vos estás pensando. Sí, querida Mariana, es Tuxtla, la capital política del estado, la ciudad más paridora de poetas (56); luego le sigue San Cristóbal de las Casas (21), y la medalla de bronce se la adjudica la ciudad de Comitán (20). Tapachula y Huixtla se quedan con el cuarto lugar (8 poetas en cada ciudad). ¿Mirás? La producción poética parece corresponder a la clásica mención de las cuatro ciudades más importantes de Chiapas: Tuxtla, Tapachula, San Cristóbal y Comitán (aunque acá, por la bendición de Roberto López Moreno, Eduardo Hidalgo y seis poetas más, Huixtla se cuela. Mi mamá está contenta, porque ella nació en esa ciudad plancha). Esto tiene cierta lógica. La concentración mayor de habitantes hace que la producción sea más prolífica. Esto no tiene relación directa con la calidad de lo producido, porque como ya dije (y Socorro nos lo reafirma en su registro enormísimo), hay lugares, como Ocosingo, que sólo tiene un poeta inscrito en este libro, pero ese poeta es, nada más y nada menos, que Efraín Bartolomé. Así que los habitantes de aquel lugar pueden dormir tranquilos porque están más que bien representados. Lo mismo puede decirse de Villa Comaltitlán, porque ahí nació Balam Rodrigo.
En fin, querida mía, el libro es un episodio de fe y un acto generoso por parte de Socorro, quien, igual que la madre Teresa de Calcuta, da hasta que duela. Ella entrega a todos las voces de todos. No escatima su esperanza en la palabra, deja que todo sea como un río que riegue todas las riberas.
Faltan voces. Tal vez en un día de este siglo alguna poeta, generosa como la de Calcuta y la de Chiapas, continúe la labor. Es preferible pecar de acción y no de omisión, tal parece ser el criterio de esas mujeres dadivosas.
Iba a anotar que falta, por ejemplo, Miguel Ángel Godínez (también falta su obra en el libro de cuentos que publicó Alejandro Aldana), pero no lo haré porque si a esas vamos, medio mundo comenzará a anotar nombres faltantes y la relación será infinita. Porque, en algunos pueblos hay más voces que no tienen la difusión que sí tienen los que habitan en la capital del estado.
Posdata: No hay “registro” en Chiapas de un registro poético como el que emprendió Socorro. Es una labor muy encomiable para trepar por ese árbol enormísimo, con el cuidado de pisar sobre las ramas más portentosas para no caer y fracturarse el occipucio del espíritu. Felicidades a Socorro y a la dirección de publicaciones de Coneculta Chiapas por sembrar esta ceiba en medio de las nubes de nuestra expectativa.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

DIEZ MINUTOS




Romeo tuvo conciencia del tiempo. Estaba en su cubículo, con ventanal al bosque, cuando Martha, su alumna del sexto semestre, entró. “Maestro, ¿me regala cinco minutos?”. Sí, dijo él, dejó el libro “Ortografía básica de la lengua española” que revisaba, y vio el reloj de pared. Eran las once con veinte minutos. A las once con treinta entraría al seminario de lexicología. Le dijo a Martha que se sentara, ella preguntó si podía cerrar la puerta, porque lo que quiero contarle es algo muy íntimo. Sí, dijo él, gracias, dijo ella. Se sentó y se inclinó hacia él. El maestro vio la curvatura de sus pechos, él se hizo para atrás. Ella, con voz de pajarito indemne, dijo que le quería contar un sueño que tuvo. Sí, dijo él. Vio el reloj, ya eran las once con veintidós minutos. En el bosque caminaban parejas de muchachos y volaban zanates sobre las frondas. Soñé con usted, estaba acá en su cubículo y yo le pedía que me besara, que, por favor, lo hiciera. El maestro colocó las manos sobre el escritorio, las retiró, dejó una mancha de sudor. Le explicaba, continuó ella, que nunca había tenido novio y que deseaba sentir la sensación de unos labios sobre los míos. El maestro sonrió, lo hizo con una ligera mueca, diríamos que con delicadeza para que su alumna supiera que la escuchaba con atención y respeto. Le preguntó si él, en el sueño, había tenido alguna respuesta a la petición, ella dijo que sí, que él se había acercado a ella y había dicho que no podía hacerlo, que agradecía la confianza, pero que, debía comprender, no era ético. ¿Por qué no intentaba esperar a que la oportunidad apareciera de manera natural, no forzada, o si, era mucha la necesidad (cuando lo dijo ella rio) buscaba la oportunidad de hacerlo con algún amigo, alguien de su edad? Ella dijo que no, no podía esperar, en las noches soñaba con un beso en los labios, sólo eso, no más, una boca cálida en diálogo húmedo con la de ella. Lo soñaba y lo deseaba. Y tenía que ser él, porque él era el único que podía ser discreto. Cualquiera de sus compañeros o pretendientes eran muchachos de boca floja.
El maestro sonrió, vio hacia el bosque, había una calidez en el ambiente, algunas hojas caían al suelo y matizaban con rojos quemados el verde del césped. El reloj de pared marcaba las once con veintisiete. En tres minutos debía estar en el aula magna. Apenas le quedaba tiempo para llegar. Esto le dijo a ella. Ella se acercó más a él y preguntó: ¿Qué dice, entonces? Él titubeó y cuando se recompuso preguntó si el sueño continuaba. No, dijo ella, ahora la pregunta es real, ¿me besa en los labios? Cuando lo dijo sacó tantito su lengua y la repasó sobre su labio inferior y avanzó su mano hasta rozar la de él. La dejó ahí, al lado de la mano del maestro. Él sintió un ligero temblor, un suave calor, como si una mariposa aleteara.
Vio el reloj: Las once con veintiocho. Se levantó, cerró el libro que leía, tomó su libreta de apuntes y se disculpó con ella. Ella le dijo gracias, gracias por oírme. Tenía que contarle mi sueño, tenía que decirle que no duermo pensando en el instante que usted me tome entre sus brazos y me bese en los labios. Me cuesta trabajo dormir porque pienso en ese deseo y mi labio se humedece y mis labios también se humedecen. Gracias, repitió, se paró y fue hacia la puerta. Al abrirla volvió la mirada, vio al maestro y repitió: gracias, es usted muy lindo. Gracias por escucharme. Y se retiró. El maestro vio que ya eran las once con treinta, salió corriendo, cerró la puerta de un golpe, se tropezó con ella, pidió perdón, la tomó de los brazos para evitar que ella cayera. Se vieron. Apenas habían transcurrido diez minutos. Él siguió corriendo, se le hacía tarde para llegar. Tuvo conciencia del tiempo.

martes, 28 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE VISLUMBRA UN CACHITO DE NICARAGUA




Querida Mariana: mi abuela Esperanza llamaba nicanora a la bacinica. La señora que llegaba a lavar ropa se llamaba así: Nicanora, y de cariño todo mundo le decía Nica. Como mi abuela le decía a la sirvienta que tirara los orines de la nica, doña Nica decidió llamarse sólo Nora.
Mi abuelo Enrique, en un juego de palabras, terminó llamando nicaragua a la nica, porque decía que ahí, en la nica, se vaciaban las aguas, las aguas de la vejiga. Cuando Joselino, el único nieto que ya se había recibido de licenciado en derecho, le reclamaba y le decía que era un grosero por llamar con el nombre de un país a la simple bacinica, mi abuelo hacía como que no escuchaba y hablaba de cualquier otra cosa, del clima o de la escasez de los aguacates en temporada.
Desde niño, entonces, escuché la palabra Nicaragua, mucho antes de escucharla en la escuela primaria. Y, al fin niño, la palabra era una palabra confusa en mi mente, tatarateaba, porque, el maestro no lo sabía, pero cuando mencionaba a Nicaragua, yo reía, porque recordaba lo que el abuelo designaba con tal palabra; y cuando el abuelo tomaba su nicaragua para hacer aguas, yo imaginaba que llovía sobre aquel país. Debo, querida mía, decir que nunca pensé que tal juego de palabras era un agravio para el país centroamericano, porque mi abuelo tampoco lo hacía de manera ofensiva, sino como un mero juego eufónico, así como mi abuela jamás quiso agredir a la lavandera, la buena de Nicanora.
Ya fue en la universidad, en la Ciudad de México, cuando tuve más acercamiento con el país centroamericano y fue a través de Cortázar, en su cuento “Apocalipsis en Solentiname”, donde aparece su amigo, el escritor Sergio Ramírez, quien, hace apenas algunos días, fue elegido como el ganador del Premio Miguel de Cervantes (premio que han ganado los mexicanos Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Octavio Paz y la Poniatowska). En ese texto (con tintes autobiográficos), Cortázar cuenta que viajó a Costa Rica y ahí encontró a Sergio y explica que él no es tico sino de Nicaragua. Fue mi primer acercamiento a Nicaragua y a Sergio. Ya luego, un poquito después, conocería al gran poeta Rubén Darío, que es el árbol mayor de aquel país.
Poco a poco más nicas se fueron incorporando a mi archivo y lo que había sido apenas un arrozal se convirtió en un bosque.
Todo esto te lo cuento, porque, ahora, tengo en mi mesa de noche un libro de cuentos de Sergio, el libro se llama “Antología personal. 50 años de cuentos”. En la introducción he hallado dos cosas que quiero compartir con vos: la primera: Sergio dice que su primer libro de cuentos (una edición de autor, con quinientos ejemplares) fue vendido a través de dos canales: su novia que lo ofreció de puerta en puerta; y algunas librerías donde el autor dejó unos ejemplares a consignación. Sergio iba cada fin de semana a preguntar en las librerías cómo había ido la venta y, con una ironía deliciosa, cuenta: “en una de esas ocasiones la propietaria de la librería Selva, que quedaba entre la avenida Roosevelt y la avenida Bolívar de la Managua que pulverizó el terremoto de la navidad de 1972, al contar los diez ejemplares que le había dejado, halló que había once”; y lo otro que quiero compartir es su declaración de principios, que retomó de Billy Wilder: “No aburrirás”, en tratándose de escritos para lectores. Lo primero no merece aclaración, desde siempre el arte de vender libros es de una apabullante dificultad (que me lo digan a mí); y respecto a lo segundo sí me parece pertinente decir que Sergio se une a Roald Dahl quien pregonaba lo mismo: La máxima responsabilidad de un escritor es escribir libros entretenidos.
El gran amigo de Sergio, Julio Cortázar, fue uno de los escritores más grandes, porque él demostró que la literatura podía ser un divertido juego, ajeno a los salones donde la pedantería es el centro de atención. Quien lee a Cortázar nunca se aburre, ¡al contrario!
Ahora, Sergio Ramírez, el nica, obtuvo el reconocimiento del Cervantes. Alguna tarde de éstas viajará a España para recibirlo de manos del Rey. Un cuentista nica recibe el Cervantes, autor que, se reconoce, es uno de los más grandes escritores, precisamente porque siempre escribió con inteligencia y humor. Sin duda que Cervantes, mucho antes que Wilder lo dijera, ya nos había legado la gran lección: ¿Sos escritor? Ah, bueno, entonces, tu primer mandamiento es: “No aburrás al lector”.
Posdata: Martín me dijo que Sergio estará en la FIL, en Guadalajara. Presentará su libro de cuentos “Antología personal. 50 años de cuentos”. ¡Ah, qué coincidencia! Este es el libro que tengo en mi mesa de noche. Espero no haberte aburrido con esta carta. Te quiero.

lunes, 27 de noviembre de 2017

EL PEDO DE X




Advertencia: Esta Arenilla no es para espíritus selectos, ya que contaré del pedo que mi amiga X se echó.
Ayer, Juan me dijo que los pedos deberían tener colores, a fin de que cuando alguien se eche uno, el otro pueda saber de qué orificio salió el soplado.
Yo pensé que sería bonito ver en un templo cómo el de la fila primera se echa uno (silencioso) y su nube de color amarillo pálido asciende hasta el techo de la nave; sería bonito ver la unión de dos pedos: un amarillo y un gris. ¡Ah, qué de tonalidades podría apreciarse!
Juan me contó que entró a un elevador en la Ciudad de México. Él subió en el piso doce, por lo que al subir halló a tres personas más: una chica hermosa y dos albañiles (dedujo que lo eran porque llevaban cajas de herramientas y vestían monos de mezclilla). La chica estaba recargada en la pared del fondo, era muy hermosa, con vestido entallado, cuyo color crema hacía juego con su cabello color plata y sus labios de un rojo intenso. Ella llevaba detenía un bolso contra su pecho. Juan se recargó en una lateral para, de reojo, observar a la chica. De pronto sintió un olor a perro muerto. Alguien, de los tres, se había echado uno. Quiso ver a la chica, pero el pudor se lo impidió. Miró a los dos albañiles, éstos seguían platicando como si nada. Pensó que uno de ellos debía ser el asqueroso, pero ¿y si había sido ella? En cuanto lo pensó, una corriente de energía lo abrazó, se excitó con la idea de que hubiera sido ella la que había soltado el gas. En cuanto lo pensó sintió que su miembro despertaba.
Juan me dijo que la pestilencia se diluyó. Vio a la chica. Ella, igual que los otros dos individuos, no había movido ni una de sus pestañas. Seguía con el bolso abrazado a su pecho. Piso cuatro. La chica pidió permiso, salió, una vez afuera, miró a Juan y le gritó: “¡Asqueroso!”.
Juan me preguntó: “¿Cómo saber quién es el pedorro en un grupo de cinco?”. Esto, me dijo, es más difícil que resolver un caso de asesinato, de esos que investigaba Poirot.
Fue cuando recordé el día que X se echó un pedo. R y ella me esperaban. Yo pasé a dejarles un ejemplar, a cada uno, de mi novelilla más reciente. X me había llamado y dijo que ella y R querían un ejemplar de “Siempre aparece un elefante llamado Doko”. ¿Podía llevárselos a su casa, el martes, a las cinco en punto? A las cinco en punto, toqué en la puerta. La sirvienta abrió, dijo que la señorita X me esperaba en la estancia comedor. Entré y saludé a ambos. R tenía una vendoleta en la nariz, como si le hubiesen hecho una cirugía. X, de pie, sostenida en el respaldo de la silla, me ofreció un pedazo de pay, dije que no, saqué la pluma y comencé a firmar sus libros. Ella abrió su bolso y me dio dos billetes. Hizo la silla para atrás y se sentó. A la hora que yo terminaba de escribir la i de Molinari, ella colocó las nalgas sobre el asiento y soltó un pedo tan sonoro que el perro que estaba a su lado despertó, ladró, ladró y salió al patio, pensando, tal vez, que alguien, con una bazuca torpedeaba la casa.
¡Y la peste! Segundos después del estruendo, un olor a albañal inundó mi nariz, con sus garras abrió mis belfos y se metió con su filosísimo puñal.
¿Y qué hiciste?, me preguntó Juan. Nada. Ni siquiera intenté taparme la nariz, porque X podía ofenderse. ¿No la viste? No. Juan dijo que debí verla. Porque a la hora que ella soltó el pedo, Roberto dijo: “Me saluda, porque me conoce”. Lo dijo como si hablara de un amanecer y tratara de seducir a una muchacha bonita. Y cuando la pestilencia inundó la estancia comedor, él dijo: “¡Ah, me encanta el aroma de la manzana!”. En realidad, el aroma era peste, como de manzana revuelta con ajo y cebolla.
Son unos guarros, tus amigos, me dijo Juan, así se excitan. No, dije yo. Sí, insistió. Les excitó esa escena. Están en el segundo paso. El primero es cuando están solos y se echan pedos y se huelen; el segundo es invitar a algún amigo y hacer esta guarrada.
Yo firmé los libros, con prisa, me paré, tomé los dos billetes y me despedí. Ellos, como si nada grave hubiese ocurrido, se despidieron. Vi que R se quitaba la vendoleta de la nariz y ella se colocaba detrás de él y lo abrazaba, más que de manera cariñosa, con pasión.

domingo, 26 de noviembre de 2017

DEFINICIÓN DE BARCO




¡Es genial! A veces el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española es ¡genial! Si uno busca la definición de barco halla, en su primera acepción, lo siguiente: “Embarcación de estructura cóncava y, generalmente, de grandes dimensiones.” ¡Sí, sí!, tienen razón, es una definición sin mucha gracia. La genialidad aparece cuando seguimos leyendo y hallamos, en su cuarta y última acepción: “Profesor benévolo al dar calificaciones”. ¿A poco no? ¿Verdad que esto linda con lo genial?
Claro, el diccionario aclara que se emplea de manera coloquial. Resulta una genialidad reconocer que, en México, barco también significa “Profesor benévolo”.
Resulta pertinente la aclaración, porque no faltan los alumnos que emplean la palabra de manera despectiva. ¿Cómo decirles que se fijen en la definición del diccionario? ¿Cómo explicarles que esta definición privilegia la palabra benévolo? La benevolencia nada tiene que ver con la gazmoñería. ¡No! La benevolencia es un valor sublime. Ya que andamos con definiciones de diccionario, acudamos de nuevo al de la Real Academia y leamos qué dice respecto a benévolo: “Que tiene buena voluntad o simpatía hacia las personas o sus obras”; es decir, un maestro barco es más grande que los maestros estrictos, porque estos últimos basan su sistema de medición en tasas estadísticas severas, despojadas de cualquier sentimiento.
¡Ah, cuántas veces hemos escuchado decir que fulano de tal es un maestro barco! Quienes lo dicen, lo dicen con la línea que refiere a un maestro tonto, del que no tiene el suficiente carácter para aplicar con severidad la norma de la evaluación.
No sé ustedes, pero a mí me parece genial que, por una parte, el diccionario haya contemplado tal acepción de barco (y de manera tan generosa) y, por otra parte, que existan maestros barcos. ¡Ah, qué vocación tal maravillosa! Los maestros barcos son aquéllos que surcan los más extensos mares, los que vencen todos los huracanes, los que bogan con libertad, los que, en última instancia, avanzan siempre.
No sé ustedes, pero a mí me parece genial que alguien sueñe con ser un barco y logre su deseo. ¿Cuántos profesores se quedan en simples piedras, en desnudas sandalias? ¡Ah, ser barco debe ser lo máximo!
¿Por qué no en todas las plazas del mundo se levantan estatuas con barcos para recordar las hazañas de esos maestros que, benevolentes, navegaron por la vida con el estandarte de la buena voluntad por delante?
Si alguien piensa que por culpa de los maestros barcos (que ponen ochos, nueves y dieces a alumnos que, supuestamente, no lo merecen) el mundo está plagado de profesionales mediocres, yo digo que eso no es culpa del maestro que los trató con benevolencia. Él les dio una lección al colgar en su verga dura la vela que podía llevarlos a buen puerto. Si ellos, los alumnos malhechos no entendieron la lección no fue culpa del viento sino de su espíritu chichina.
Por eso digo que debería erigirse una estatua en cada plaza del mundo para dejar constancia que, cuando menos, alguna vez, un maestro trató con benevolencia a la infecta cucaracha. Si comprendiéramos la lección una luz aparecería a mitad de la cueva, lugar donde la vulgaridad abona todos sus árboles.

sábado, 25 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE ALGO COMO UNA NIEBLA




Querida Mariana: Anexo una fotografía. A primera vista, tal vez, no verás lo que deseo señalar. Porque lo que primero salta a la vista es la casa, con su ventanal, con el medidor de luz y parte de la techumbre. Si uno insiste, la mirada comienza a ver ciertos detalles: el cordón de energía que se tiende como un cable para que los pajaritos jueguen al equilibrista, el moho que crece en la parte carcomida de la banqueta y la sombra de unos cables de luz que manchan el cemento de la calle. Pero, querida mía, hay algo más que deseo señalar. ¿Qué es? ¿Lo detectás? ¿Podés mirar de nuevo y ver si hallás algo extraño? Perdón, la foto no lo permite, pero, digamos, que es parte del juego.
Debo contar que esta fotografía la tomé un mediodía que caminaba por el barrio de La Pila o de la Pilita Seca. Los límites entre ambos barrios no están bien definidos. Era un mediodía plácido, no había mucho tráfico. Esto me permitió escuchar los sonidos del interior de las casas y mirar (juzgón) los patios cuando hallé una o dos puertas abiertas. De pronto encontré esta casa y miré lo que ahora quiero señalarte: Hacé favor de ver con atención la parte inferior donde está el medidor, debajo de esa regleta de cemento. ¿Mirás algo diferente?
Ayer leí parte de una novelita de Julio Cortázar, que se llama “El examen”. Es una novelilla que escribió en 1950. Trece años antes que apareciera su famosa novela “Rayuela”. Cortázar dice que la novelilla “El examen” fue rechazada por el editor, tal vez por cierta alusión al momento político y social que se vivía en Argentina. En la novelita medio mundo habla de una cierta niebla en la ciudad de Buenos Aires, que no es niebla, parece niebla, pero ¡no es niebla!
En esta fotografía hallé lo mismo. Hay algo como una niebla, pero que no es niebla. A pesar de lo soleado del día llamó mi atención esto que ahora te comparto: Debajo del medidor de energía eléctrica hay una celosía que está cubierta. ¿Ya lo viste? Se alcanza a ver la tradicional celosía hecha con ladrillos inclinados que formaban una serie de triángulos. En algún momento, el propietario de esta casa decidió cancelar esa celosía que permitía el paso de la luz y del viento y de las miradas de los curiosos que caminaban por la banqueta. ¿Por qué cancelaron esa celosía? No lo sé.
Vi esa pared completa y supe que había ocurrido algo trascendente, dentro de la simpleza del acto. Supe que era algo como esa niebla en la novela de Cortázar. Algo que está ahí, que afecta, que cambia el curso de la historia, pero que no se sabe bien a bien qué es.
Podrás pensar que esa cancelación de la celosía es una bobera, pero ¡no! Algo nos está diciendo a los que vivimos en Comitán en este 2017. Nos dice lo obvio: que antes, Comitán era un pueblo más generoso, en cuanto a la relación calle-casa.
Antes, Comitán era un pueblo con cielos transparentes, ahora, no lo percibimos de manera clara, pero el pueblo tiene algo como una niebla que, igual que en el libro de Cortázar, no es una niebla, pero afecta la mirada y, también, el espíritu.
Un día (¡Oh, Dios mío!) las puertas de las casas se cerraron, las bardas se hicieron más altas y se coronaron con gusanos de alambre con púas. Un día, las tiendas dejaron su barandal de madera y lo sustituyeron con rejas, como si fueran cárceles. Los compradores ya no tuvimos el acceso franco, fue necesario pedir el refresco o el kilo de azúcar desde la banqueta. Un día (¡Qué pena!) se tapiaron las celosías. Todo se fue dando poco a poco. Pocos percibieron esos cambios brutales que han modificado nuestro carácter y personalidad. La niebla avanza y reduce la luminosidad de antes.
¡Cómo no extrañar las casas que permanecían con las puertas abiertas! Las vendedoras, desde el zaguán, ofrecían sus ventas con el clásico cantadito y escuchaban las respuestas que brotaban desde los patios. “¿Mercasté chayotíos?”. “Sí, entrá”. Y la vendedora entraba y bajaba el canasto y dejaba que la señora de la casa eligiera los chayotes más tiernos.
Hoy, las canasteras han dejado de lado sus pregones y esto, niña mía, ha cancelado un coro que daba vida a este pueblo. ¿Podés imaginar un parque a las seis de la tarde sin la fiesta que hacen los pájaros en las frondas a la hora que se preparan para dormir? ¡Sería trágico!, ¿verdad? Bueno, pues en el instante que los comitecos comenzaron a cerrar las puertas de sus casas cerraron las bocas de esas tiucas cantadoras y el pueblo se llenó de una niebla que no es niebla, pero que oscurece el cielo.
¡Cómo no extrañar las entradas francas sin rejas! Hoy (mirá lo que digo) me apena ir a un tendejón a comprar un refresco, porque debo hacerlo a través de una reja. Siempre tengo cuidado en permanecer sin apoyar mis manos sobre la reja, porque este acto sería tanto como sentirme dentro de una prisión; sería tanto como sentir que la señora que me atiende es un pajarito enjaulado (un loro al que le cortaron las alas para que no vuele). Ir a una tienda es un acto miserable, en estos tiempos.
No sé si ya te conté que un día encontré que una tienda por la que pasaba todos los días en auto ya tenía reja. Mi Paty dijo: “Seguro que ya entraron a robar”, y cuando se enteró de la historia y me la contó comprobé su intuición. Un hombre había entrado una tarde y le había puesto una pistola en la cabeza a la dueña de la tienda y la había amenazado con disparar si no le entregaba el efectivo que tenía en la caja. ¿Cuánto pudo ser la cantidad robada? ¿Cuánto, si es una tiendita pequeña, en una colonia olvidada? ¿Mil? ¿Dos mil pesos? ¿Por esta cantidad es que ahora nuestro Comitán tiene que vivir como si fuera un campo de concentración?
La niebla ya nos rodea sin darnos cuenta. Igual que la pared de la fotografía, la mayoría no percibe que las celosías de nuestro espíritu han perdido esos huecos maravillosos donde corría el aire y la luz y la mirada. Ahora, nuestro espíritu tiene una niebla, que no es niebla, que quién sabe qué es, pero que nos jode.
Comitán, igual que muchos pueblos del mundo actual, está lleno de una bruma indecible.
El tío Andrés siempre nos recomendaba lo siguiente: “No se abrumen, porque no hay peor cosa que la bruma a mitad del patio”. Era como una anticipación de los tiempos que viviríamos. Hoy, no lo percibimos bien a bien, la bruma está colgada en nuestros árboles como plantas epífitas que nos corroe el carácter único.
Porque estos cambios en las casas han propiciado, también, cambios en nuestra personalidad. Ahora, el carácter afectuoso del comiteco se ha modificado. Andamos por las calles con un ánimo de bardas altísimas, de puertas cerradas, de sonrisas atadas con alambre de púas.
Y, para acabarla de joder, hasta el clima ha cambiado, también se ha llenado de una niebla, que no es niebla. ¿En dónde quedó ese orgullo nuestro que era decir que vivíamos en una ciudad de clima templado? Ahora, en muchas ocasiones escuchamos decir que tenemos un clima como si viviéramos en Tuxtla (por los calores agobiantes que sentimos) o como si viviéramos en San Cristóbal (por el viento helado que a veces nos abraza de manera inclemente).
¿En qué momento se jodió la cosa? Los conocedores nos hablan de calentamiento global y de consecuencias nefastas en el medio ambiente. ¿Quiénes nos hablan de celosías canceladas? ¿Quiénes nos refriegan en la cara la ingratitud de vivir en medio de rejas y de bardas coronadas con alambres de púas?
Cuando leí ese fragmento de la novela de Cortázar me aterré, pensé que vivimos en un pueblo donde la bruma nos está comenzando a abrumar. El patio de nuestro carácter está llenándose de una nata oscura que nos impide vivir la armonía que era proverbial en el pueblo.
¿Ya no hay vuelta de hoja? ¿Ya no es posible que una mañana el propietario ordene al albañil tirar los ladrillos sobrepuestos a fin de que la celosía retome su luminosidad? No es tan sencillo, ¿verdad? Pero, yo digo, que todos aquellos que suspiran por ser el presidente municipal de Comitán deben, desde ahora, trazar proyectos viables para que Comitán rescate, poco a poco, la luz que le fue característica. Las puertas se cerraron, las tiendas tuvieron rejas y las bardas ostentaron coronas de espinas por la inseguridad. ¿Qué proponen los candidatos para controlar la inseguridad galopante que es el pan nuestro de cada día?

Posdata: Un día fui al campo. Vi, a lo lejos, un bosque. Desde donde estaba, los árboles tenían dos tonalidades: una verde y una color plata. Era deslumbrante. Cuando me acerqué vi que el color plata era causado por un ejército de gusanos que había consumido parte del verde de las hojas y la había secado. De lejos, el bosque era soberbio; de cerca, era miserable. Cuando me acerco y veo, encuentro un Comitán menos luminoso, más lleno de bruma.

viernes, 24 de noviembre de 2017

HIJOS ÚNICOS ANÓNIMOS




Todos los hijos únicos del mundo deberíamos contar con una asociación semejante a Alcohólicos Anónimos, una agrupación en la que reconociéramos que nacimos con una desventaja con respecto a los hijos que tuvieron hermanos. Una institución donde pudiéramos expresar nuestros temores con gente que padece las mismas carencias.
Pero no podemos contar con tal agrupación porque ésta iría en contra de nuestro natural, en contra de nuestro carácter. Porque si bien los hijos únicos tenemos la desventaja de ser solitarios, tal desventaja también es nuestra gran fortaleza.
Los alcohólicos anónimos reconocen que su dependencia los ha rebasado y solicitan la ayuda de una potestad superior. El trago ha perjudicado su vida, su armonía. ¿Qué pasa con los hijos únicos? También reconocemos que nuestra condición de hijos únicos nos hace débiles ante la sociedad, una sociedad que nos impele a cada rato a “trabajar en equipo”, por ejemplo.
Los hijos únicos tenemos algo de príncipes, sin las ventajas que tienen estos nobles. Los príncipes (los verdaderos) reciben su educación en los propios castillos. Los reyes contratan a maestros para que lleguen hasta sus dominios y reciban la instrucción de la ciencia y del arte. Los príncipes verdaderos no tienen que reunirse con la plebe, con la broza. Los hijos únicos somos príncipes, pero, llegado el momento, debemos salir de nuestros “castillos” y entrar a colegios. Si bien nos va somos inscritos en colegios particulares, pero si la familia es escasa de paga, debemos asistir a escuelas públicas y ahí debemos “convivir” con compañeros que no son hijos únicos, sino que tienen más hermanos.
Los hijos únicos somos árboles impares, sembrados a mitad de un desierto. Los papás de los hijos únicos nos cuidan y nos sobreprotegen porque somos sus únicos asideros. Nos cuidan como cuidan a las niñas de sus ojos. Los hijos que no son únicos son bosques, los papás de ellos reparten sus cuidados y sus amores entre la bola de troncos que, en ocasiones, al ser tantos, ya no recuerdan ni cómo se llaman. A veces, una mamá que tiene doce hijos ya no recuerda cómo se llama el octavo hijo, el que ahora está trepado sobre una escalera cambiando tejas en el techo. ¿Algún padre olvida cómo nos llamamos los hijos únicos? ¡Jamás! Por eso somos únicos. Y esto es la gran desventaja de la vida, porque no podemos movernos tantito a la izquierda o a la derecha sin que los papás estén pendientes de que no resbalemos, de que no caigamos al vacío, de que no nos empujen a la alberca, porque no sabemos nadar. ¡Esto es! Los hijos únicos no sabemos nadar en el mar de todos los días. Porque afuera de nuestras casas, en las calles, en las plazas, en los campos, en los bares, en los prostíbulos, en los templos, siempre hay una mayoría de personas que no son hijos únicos, que crecieron acostumbrados a lidiar con los otros, a pelearse con los hermanos, a arrebatar la comida, a vestirse con los pantalones del otro.
Los hijos únicos tenemos pocos privilegios y éstos nos son escamoteados. Un privilegio es la posesión de juguetes, pero nunca faltan las voces de nuestras madres que nos dicen: “No seás egoísta, prestale tu carrito a tu amigo”. ¿Cómo? ¿Prestar lo mío? ¿Por qué? Los hijos únicos nos acostumbramos a no compartir, porque nos sabemos príncipes y sin embargo, a medida que crecemos, la sociedad nos exige compartir nuestras posesiones mínimas. Debemos prestar nuestros “juguetes” a los demás. Nuestro sentido innato de posesión se va afectando y esto nos hace miserables.
Los hijos únicos somos felices en nuestras casas, en nuestros territorios, donde la actividad de la vida está afuera, en la calle. Pero comenzamos a ser infelices a la hora que debemos salir. Pobres de aquellos hijos únicos que no recibimos una herencia jugosa para vivir de las rentas el resto de nuestras vidas; pobres los hijos únicos que tenemos que trabajar en oficinas donde debemos relacionarse, a todas horas, con la gente ventajosa que tuvo más hermanos, porque ellos, los no hijos únicos, están acostumbrados a arrebatar las pertenencias del otro y a defender, con puños y gritos, sus propiedades.
Los hijos únicos nos sabemos príncipes. No estamos acostumbrados a salir a la calle, a oler fritangas, a pelear con los otros. Los hijos únicos deberíamos tener una agrupación similar a la de Alcohólicos Anónimos, donde pudiéramos acudir a narrar nuestras desventajas y a recibir el apoyo de los otros, iguales a nosotros. Pero no podemos hacerlo porque iría en contra de nuestro carácter innato. Crecimos acostumbrados a estar sin los otros, a pensar que lo más importante del universo somos nosotros, así nos lo enseñaron nuestros padres que nos protegen y retiran, a cada rato, los gusanos que se trepan a nuestras ramas con el deseo de comer nuestras hojas. La plaga de los hijos no únicos nos carcome el espíritu. Ellos no tienen la culpa. Ellos sólo aplican su natural, su carácter gregario. Somos nosotros, los hijos únicos, los que nacimos con la desventaja de no saber cómo comportarnos en la plaza, acostumbrados siempre, a ver el mundo, desde el balcón central de palacio. Los hijos únicos no sabemos vivir fuera de nuestro entorno.

jueves, 23 de noviembre de 2017

¿CÓMO PUEDE DECIRSE UN GRACIAS A SABINES?




A Sabines el poeta, claro. Porque estoy seguro que en algún recital, alguna chica se acercó al poeta y le dijo ¡gracias!, gracias por escribir tan bonito. Así debió decirlo la chica de pantalones ajustados, y cabello con trencitas. La chica que llevaba un ejemplar con poemas de Sabines para que éste lo firmara. Y a la hora que el poeta firmaba el libro, ella, la chica de sonrisa de luna, le habría dicho: Gracias, don Jaime, gracias por escribir tan bonito. Porque ella, la chica bonita habría usado la palabra bonito, para sintetizar los poemas escritos por el poeta chiapaneco.
Siempre que leo el poema “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?”, pienso si alguien, en algún momento, agradeció a Sabines. Agradecerle, en nombre de todos los comitecos, que haya escrito ese poema “tan bonito”. ¿Alguien lo hizo? ¿Alguna muchacha bonita se acercó a él y le dijo: “Don Jaime, en nombre de todos los comitecos, le agradezco ese poema que dedicó a mi pueblo”? No, no creo que alguien lo haya hecho.
Es una pena, porque don Jaime debió saber que Comitán le agradecía ese ramo de palabras que es como una piedra lanzada al lago, de esas piedras que, por un instante luminoso, chocan contra el cristal del agua y forman círculos concéntricos que son como un grito de fiesta que se expande y trepa a lo más alto de los tapancos.
Es una pena. Alguien, alguna muchacha bonita, debió acercarse al poeta una tarde para decirle ¡gracias, poeta! Pudo haber sido una tarde de esas que caminó por Comitán, de esas tardes en que, en compañía de su amigo Gustavo Armendáriz, iba al restaurante Nevelandia y tomaba un trago (porque a don Jaime le encantaba echar trago). La chica debió acercarse (con libro o sin libro) y, nerviosa, titubeante, pararse al lado de la mesa donde los dos amigos reían. Don Gustavo debió sorprenderse tantito con la presencia de esa chica y estar a punto de decir: No, no queremos; pensando que ella se acercaba a ofrecerle un cachito de lotería o a venderle un boleto para la rifa de una imagen, cuyos fondos se emplearían para arreglos del templo de la Virgen del Rosario, en Yalchivol. Don Jaime, al contrario, acostumbrado a la presencia de jóvenes, después de recitales, levantaría la cara y diría ¡Qué tal!, y, varón de ojos azules, soltaría una sonrisa seductora. Y la chica tomaría valor y diría: “Don Comitán, en nombre de Jaime…” y se pondría roja y así, colorada como agua de temperante, recompondría: “….perdón, Don Jaime, en nombre de Comitán…”, y soltaría el agradecimiento que tenía enredado desde la primera vez que leyó ese poema tan bonito que comienza diciendo: “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?, ¿en mayo, en la quietud, en la frescura, en el aire?...”
Porque en Comitán todo mundo agradece a Roberto Cordero Citalán la canción de “Comitán” que, dicen los entendidos, ya con tres rones entre pecho y espalda, que es el himno de esta ciudad. ¿Y quién agradece a don Jaime ese poema que es un verdadero canto de amor para este pueblo?
En el vestíbulo del auditorio de la Casa de la Cultura (auditorio que se llama Roberto Cordero Citalán) hay un cuadro de madera que tiene grabada la letra de la canción que don Roberto regaló a este pueblo. ¿Y la letra del poema de Sabines, en dónde está? ¿Por qué no aparece, también, grabada en un cuadro para que los comitecos la lean como una oración, como una bendición?
“Comitán, Comitán de las flores, donde están mis amores, donde quieren de verdad (…) siempre tendré presente este recuerdo, la esperanza divina de mi vida…”, cantan los comitecos, en los patios de las casas tradicionales o en el desasosiego de los departamentos de alguna ciudad lejana.
¿Quién reza el poema de Sabines, ese atado de palabras que son como agua bendita? “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?, ¿en mayo, en la quietud, en la frescura, en el aire? ¿Cómo amanecer en el aire?, ¿qué es el aire?, ¿el aire de Comitán en la frescura del amanecer en el aire?...” Y cuando alguien la dice, la palabra se vuelve un papalote y vuela por Nicalococ y extiende su sonrisa blanca de tenocté y da la mano al espíritu tierno.
¿Alguien agradeció a Sabines este poema? ¿Este racimo de aire fresco? ¿Esta arena formadora de un altísimo árbol?

miércoles, 22 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA EN FUTURO DEL PASADO




Querida Mariana: “¿Y si tuviéramos dieciocho en este diecisiete?”. Fue la pregunta que Roberto me hizo. Se refería a la posibilidad de que fuéramos unos jóvenes de dieciocho años en este dos mil diecisiete. Era un simple juego, un imaginar que nosotros, viejos de sesenta y sesenta y dos años (yo soy el más joven), pudiéramos regresar en el tiempo. Era un simple juego, pero yo me aterré. Sin saber bien a bien por qué (si solo era un juego) comencé a sudar y, por un instante, imaginé tal posibilidad y sentí miedo, un poco como si el genio apareciera y me preguntara si quisiera volver a ser joven y yo, sin pensarlo, dijera que ¡no!, que ¡no!, por favor, que no me hiciera eso, que ya había pasado esa aduana y que no deseaba regresar al infierno.
Tal vez exagero, pero ahora soy feliz en mi vejez. El juego simple de Roberto me hizo pensar sólo en dos temas y, con ello, reafirmar que estoy viejo y que el sosiego es la única planta que crece en mi jardín. Los dos temas fueron: la música y los libros. A pesar de que nunca he sido aficionado a la música, me dio escozor pensar que crecería escuchando a Arjona, cuando crecí escuchando a Joan Manuel Serrat, por ejemplo. Y con respecto a los libros pensé que fui un afortunado por crecer leyendo a Miguel de Unamuno y Robert Louis Stevenson y no a Carlos Cuauhtémoc Sánchez o a Paulo Coelho.
Ayer, en un texto introductorio de un libro de la Szymborska, poeta enormísima, leí que ella se definía como “una persona anticuada” y creía que “leer es el pasatiempo más bello creado por la humanidad”.
Hay personas que pensamos igual que ella y somos felices siendo personas anticuadas. Un poco, regresando a la música, a tono con la canción del autor brasileño, Roberto Carlos, quien dice: “Yo soy de esos amantes a la antigua” y concluye diciendo: “El amor es para mí siempre lo mismo”.
Creo que la tragedia de la búsqueda de la eterna juventud es la posibilidad de ser joven en tiempos novísimos. Los viejos cargamos la memoria de los años jóvenes y eso es un lastre lleno de nostalgia.
¡No!, le dije a Roberto. No puedo imaginar tener dieciocho en este diecisiete. Yo tuve dieciocho en setenta y cinco y, si Dios lo permite, tendré setenta y cinco en el treinta y dos.
No puedo imaginar, no quiero, tener menos años de los que tengo. Porque a los dieciocho, lo sabemos los viejos, lo ignoran los jóvenes, no hay la capacidad suficiente para discriminar entre lo bueno y lo malo. Los perversos dictan qué camino deben tomar los jóvenes y estos lo toman sin hacerse cuestionamiento alguno. Basta con que el camino esté lleno de luces artificiales y música estridente para que el joven crea que esa es la vida, un poco como si todo mundo fuera un spreen breaker perenne, donde lo que importa es la seducción del cuerpo y no la del espíritu.
¡No! Agradezco haber cumplido los dieciocho años en la década del setenta, cuando, en lugar de escuchar a “Los cuisillos” escuchaba a Barry White y su Love Unlimited Orchestra. Digo, sin ser experto en música, sé que hay un mundo de diferencia.
Agradezco haber cumplido los dieciocho años en la Ciudad de México y haberlo celebrado yendo a la Cineteca Nacional (en el viejo edificio, antes de que se incendiara). Esa tarde, después de recibir la llamada de mis papás desde Comitán con su felicitación, me puse un suéter, salí de la casa de huéspedes, tomé un autobús y fui a Churubusco a ver “Amarcord”, de Fellini.
Si, siguiendo el juego de Roberto, cumpliera dieciocho en este diecisiete no me quedaría más que ir a ver una comedia boba como “Guerra de papás 2”.
¡No! Ni en juego acepto la posibilidad de regresar en el tiempo. Crecí escuchando a Joan Manuel Serrat y viendo películas de Fellini. ¡Así estuvo bien! ¡Muy bien!
Posdata: Ahora vivo feliz mis sesenta años. Sigo escuchando, en Youtube, a Joan Manuel y, en Gandhi, compro películas de Fellini y, como oso despreocupado, me echo en el sofá de mi casa y disfruto este maravilloso dos mil diecisiete, que (debo decirlo) está lleno de prodigios tecnológicos que, cuando teníamos dieciocho años, jamás imaginamos. Son gloriosos estos tiempos. Los disfruto siendo viejo. Me encanta ser como la poeta polaca, “una persona anticuada”, porque, igual que ella, pienso que “leer es el pasatiempo más bello creado por la humanidad”. Si en este diecisiete tuviera dieciocho no leería todo lo que ahora leo; es decir, no fuera tan feliz como ahora lo soy.

martes, 21 de noviembre de 2017

SIN TETAS NO HAY PARAÍSO




Desde que vi un par de pechos en el cine Comitán supe que ahí había una vocación. Una tarde, Armando me dijo, emocionado, enjugándose las manos, que, desde su ventana, miraba a la sirvienta de la casa vecina. “Le miro las tetas”, me dijo y contó que la sirvienta acostumbraba, a la hora que lavaba la ropa de los patrones, mirar hacia todos lados para comprobar que no había nadie cerca, subirse la blusa y lavarse los pechos. Armando no sabía por qué ella los lavaba todas las tardes. Tomaba, con las manos, un poco de agua de la vasija y se la echaba en los pechos y luego se masajeaba las tetas. Tomaba sus pechos por la parte de abajo y se los subía, y los pechos eran como montañas a la hora que el sol se oculta. Armando decía que, sin duda, la sirvienta se lavaba sus pechos porque siempre estaba muy caliente. La sirvienta (que quién sabe cómo se llamaba) era chaparrona, con trenzas, con chamorros casi como columnas y con un par de pechos que eran como tecomates para que el deseo flotara en ríos turbulentos. Armando se paraba al lado de su ventana y desde una esquinita, hincado, con un catalejo miraba lo que hacía la sirvienta de la casa vecina. “¿Querés mirarla?”, me dijo y yo dije que sí, ¡por supuesto! Desde la tarde en que vi los pechos de “La venada”, en la película “Viento negro”, supe que ahí había un camino de vocación y debía seguirlo, aunque fuera preciso ocultarse detrás de árboles o trepar a las azoteas y, con riesgo de ser confundido con un maleante, esconderse detrás de los tinacos de asbesto, con tal de ver a una mujer con el torso desnudo. Los pechos, ya desde entonces, eran como frutos jugosos.
Dos días después del cine, doña Virginita, antes de refregarnos la historia podrida del pecado original, nos había contado el origen del universo y de cómo Dios había dicho que no era bueno que el hombre estuviera solo y, de una costilla del hombre, había formado a la mujer, ¡a la mujer!, con su agregado maravilloso del par de tetas, porque servirían para amamantar a sus hijos y entenados. ¡Ah, qué prodigio! ¡Claro! El cuerpo del hombre y el cuerpo de la mujer eran la mayor creación divina. Estábamos hechos de cuerpo y alma y ambos debíamos consentirlos y apreciarlos y admirarlos y mimarlos. Supe que ahí estaba el nudo para mi vocación: admiraría y glorificaría los pechos de todas las muchachas bonitas: los exuberantes y los mínimos, los redondos y los pupuses, los erguidos y los cabizbajos.
En la casa de don Elpidio había un sitio muy grande, con muchos árboles frutales. Los niños caminábamos por el frente y mirábamos los duraznos, las granadillas, las granadas, los jocotes y las limas de pechito, ¡de pechito! Don Elpidio, parado en la puerta de su casa, fumando su pipa, nos miraba y decía: “Pueden ver, pero no agarrar. Los mirones no pecan, los ladrones ¡sí!”.
Supe que don Elpidio tenía razón, era la mejor definición del deseo. Yo podía ver y con ello no pecaba, no hacía daño a alguien. Todas las muchachas de mi pueblo, las muchachas bonitas que pasaban frente a mí, orgullosas, hamaqueando sus tetas ante mi vista, eran como los frutos del sitio de don Elpidio. Yo miraba esos frutos riquísimos que pendían de los árboles de mis amigas y de los cientos de desconocidas y sabía que podía ver, pero no agarrar, porque los mirones no pecamos, al contrario de los ladrones. Supe, desde entonces, que esa vocación era inocente, audaz pero honesta. Y lo fui descubriendo, poco a poco, cuando miraba que las muchachas bonitas se ponían blusas con escotes generosos para que yo, y la caterva de mirones, nos solazáramos con sus pechos, de igual manera que lo hicimos los espectadores que vimos la película “Viento negro”. ¡Cervatillos asomando su carita por encima del escote!
Tres tardes más tarde sucedió ¡el prodigio! Armando me invitó a su casa, subimos a su recámara y desde el ventanal nos pusimos a esperar el momento en que la sirvienta apareciera con el montón de ropa para lavar. Armando había colocado una cobija en el piso para que nuestras rodillas no se lastimaran y había hecho palomitas. Yo me sentí como en el cine. “Ahí viene”, dijo Armando y me dio el catalejo (que era un obsequio de su abuelo Ramón). Coloqué el catalejo en la esquina inferior izquierda de la ventana y miré. Miré a la sirvienta poner el bulto de ropa en una mesa, sacar una serie de camisetas (tal vez del señor de la casa) y echarles agua en el lavadero. Con una palangana vertía agua en forma generosa. Tal como Armando me había dicho, hubo un instante en que suspendió la labor, miró hacia todos lados y, con la mano izquierda, se subió la blusa y dejó al descubierto un par de pechos magníficos (la sirvienta superaba a la venada. La sirvienta tenía unas tetas magníficas, con areolas luminosas). Tomó un poco de agua con la mano derecha y la vertió sobre sus pechos. Comenzó a hacerse un movimiento circular. Vi que cerraba los ojos. Hice lo mismo, por un momento. Cerré los ojos para conservar esa imagen para siempre. De pronto escuchamos el sonido de una sirena, tal vez de una ambulancia en alguna calle. La sirvienta bajó su blusa y siguió echando agua a las camisetas. Supe que la función había terminado, pero no lo lamenté. Había sido una tarde espléndida. Mis manos y todo mi cuerpo tenían cierto temblor y un calorcito que me hacía pleno. Agradecí que Armando no me pidiera el catalejo para que él también viera, como sucede en muchos casos de amigos envidiosos. Armando, esa tarde, permitió que la escena fuera solo mía. Cuando la mamá de Armando nos llamó para cenar, mi amigo me codeó cuando entró la sirvienta y nos sirvió dos quesadillas a cada uno. A la hora que ella se inclinó mostró sus pechos. No eran tan bellos como los de la vecina, eran más pequeños, pero mostraban una ternura sin igual. Armando se acercó y me dijo: “Lo malo es que María siempre usa brasier”. Fue cuando caí en la cuenta que la sirvienta de la casa vecina los mantenía sin sostén, libres debajo de su blusa, por eso, cuando echó agua a las camisetas se le movían con gracia sin igual.
Desde entonces he recorrido esa senda llena de sugerencias. Lo he hecho de manera limpia, sin absurdos cargos de conciencia, lo he hecho con la alegría del niño que caminaba frente al sitio de la casa de don Elpidio y miraba los jugosos duraznos colgando de las ramas más altas, más sublimes.
Pero, ayer, Elena me puso una trampa. Estábamos en el parque de San Sebastián y ella decía que también disfrutaba ver a las mujeres caminando. “A los hombres hay poco que verles”, dijo y sonrió. De pronto me dijo: “No me vayás a salir con que las dos. Tenés que elegir una y sin pensarlo mucho. ¿Qué elegís: Libros o tetas?”. Y me urgió a responder. En ese momento pasaba una muchacha bonita con una blusa bien ceñida que dejaba ver un par de pechos espléndidos. “Libros”, dije. Elena sonrió. Dijo que sabía que esa iba a ser mi respuesta y agregó: “Para vos, sin libro no hay Paraíso”, y supe que había respondido con la convicción de mi vocación perenne.
Pero, como la vida es generosa, sé que me permite aliar esas dos vocaciones, porque no se contraponen. En el parque abro el libro, leo, y, cuando escucho un taconeo, alzo la vista y pido que sea una muchacha bonita con un par de jugosos frutos. La miro, la disfruto, la huelo, la bebo y, cuando ella se retira, continúo con mi lectura.
Pero, si la encrucijada de Elena fuese la única alternativa; si la vida me obligara a elegir un solo camino ¡no dudaría!, elegiría a los libros, porque en ellos está contenida la vida y ahí hay miles de muchachas bonitas con pechos, que son como el más jugoso fruto para alimentar mi imaginación.

domingo, 19 de noviembre de 2017

ESCRITORES DE CHIAPAS




Cuentan que Carlos nació en Comalapa; cuentan que su ficha biográfica así lo consigna. Dicen que, de niño, viajaba a Comitán. Se maravillaba ante la tienda que vendía revistas de monitos, los hoy llamados cómics. Dicen que, de ese tiempo, conserva una imagen que nunca olvida: la de su tía, leyendo, en su casa del barrio de San Sebastián.
De igual manera cuentan que, ahora, aquel niño es un excelente poeta. Los que saben ¡lo corroboran!
Una tarde de noviembre de 2017 estuvo en Comitán y participó en el Festival “Escritores de Chiapas”, que organizó el director del Centro Cultural Rosario Castellanos.
En la charla que ofreció, Carlos recordó aquel pasaje de su niñez. Uno, si agrega una pizca de imaginación, puede imaginar el arrobo del niño Carlos ante la oferta de revistas ilustradas y el encantamiento ante la imagen de la tía, sentada en el corredor de la casa comiteca, con un libro entre las manos.
Pero las personas no sólo cuentan los viajes de Carlos niño. También cuentan que una tarde, el poeta Efraín Bartolomé llegó a Comitán en viaje de avioneta, desde Ocosingo. Niño también, en tránsito hacia San Cristóbal. Efraín niño también bebió los cielos y el aire comitecos.
Pero no sólo fueron Carlos y Efraín. La gente dice que una tarde, Sabines (¡el poeta!) anduvo por estas tierras y bebió, junto al trago compartido con amigos, la esencia de las madrugadas de este pueblo.
Y no sólo fueron Carlos, Efraín y Jaime. Los que saben dicen que también en las calles comitecas anduvieron, de arriba para abajo, de abajo para arriba, Rosario Castellanos y Raúl Garduño. Ellos, con la misma disciplina y pasión de Carlos, pepenaron las piedritas lingüísticas que la gente de a pie siembra en las calles empedradas.
Ante tal evidencia, los mayores cuentan del prodigio de este pueblo que ha cobijado a Carlos, a Efraín, a Jaime, a Rosario, a Marirrós, a Raúl, a Óscar y a muchos poetas más; cuentan que en este pueblo, que es como orilla del río de Dios, la gente siembra palabras en la piedra y ellas, semillas benditas, crecen tan alto como el más alto cielo.
Y Carlos regresó a Comitán y recordó a la tía leyendo. Leyendo, yendo de acá para allá, como papalote, en el aire fresco de la palabra. Y, tal vez, puso en la balanza lo que el destino colocó en sus manos: en un platillo la imagen de la revista ilustrada y en otro platillo el vuelo de la palabra en los ojos y corazón de la tía.
Los mayores cuentan que en Comitán no hay poetas debajo de las piedras, en este pueblo, los poetas caminan al lado de Juan y de Elisa, lectores. En Comitán, los poetas son como flor en los jardines, pero no flor de un día, sino flor perenne.
Los comitecos dicen que, desde un balcón, han visto a Óscar, Raúl, Marirrós, Rosario, Jaime, Efraín y a Carlos, caminar las calles de Comitán. Los han visto cuando, en las tardes floridas, han detenido tantito su lectura y han dejado el libro sobre su regazo. Han detenido su lectura porque escuchan un ligero rumor de olas de mar, de relinchos, de pies en puntillas, de palabras abriendo huecos en la pared del alma. Los lectores, desde sus mecedoras, han visto cómo ellos, los poetas, hurgan a través de los ventanales de las casas comitecas. ¿Ahí está la luz? Cuentan que sí. Porque “yo no lo sé de cierto”, pero Sabines nunca escribió un poema especial para su ciudad natal como sí lo hizo con Comitán al preguntar “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?, ¿en mayo, en la quietud, en la frescura, en el aire?”
Carlos llegó una tarde de noviembre y respiró el mismo aire donde nadaban las palomas de la fuente. Llegó y recordó que, de niño, viajaba con sus papás desde su natal Comalapa y corría a comprar revistas de monitos e imitaba a la tía que, en su mecedora, en el corredor lleno de helechos, leía libros. Y Carlos soñaba que, un día, también sería un pájaro cantando mil poemas, un delfín saltando sobre el mar del tiempo, un caracol subiendo con lentitud hacia la montaña más alta.
Carlos estuvo en Comitán. Y refrendó la vocación de este pueblo donde los poetas caminan de día y noche, de noche y día y siembras palabras en las piedras y estas piedras florecen a mitad del amanecer, según el agua del vaso de Sabines.

sábado, 18 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UNA LECHERA TRAMPOSA




Querida Mariana: Doña Lolita Albores contaba que muchos niños, en los años sesenta, jugaban canicas con los chíos que caían del árbol sembrado en el parque central. Entiendo que ese árbol aún existe. Está más o menos frente al restaurante “Acuario”, que atiende don Alex. Los llamados chíos son las semillas de la ¿frutita? que da el árbol y que son redondas.
Recuerdo que muchos niños jugaban canicas cuando estudié la primaria en la Matías de Córdova (en el viejo edificio, por donde ahora está el Museo Rosario Castellanos, que, ¡por fin!, qué bueno, ya está abierto). Recuerdo que los más aventajados en el juego tenían una canica especial que le llamaban “su tiradora”, era como una especie de amuleto que, según ellos, les permitía ganar las partidas. Un compa podía tener cien canicas, pero su “tiradora” era la canica más valiosa, un poco como si dijéramos la consentida.
Los niños de hoy juegan canicas, pero no con la frecuencia de aquellos años. Es comprensible, en aquellos tiempos no había juegos electrónicos ni celulares. Los niños se divertían con juegos sencillos que permitían la convivencia. Uno de los juegos más recurridos era, precisamente, el juego de canicas. Juego que, como todos los juegos, tenía sus reglas.
Aparte de la “tiradora”, a mí siempre me llamó la atención una en especial: “La lechera”. Este tipo de canica era de cristal, de un color sólido, que tenía semejanza con el color de la leche de vaca. Las lecheras eran como exclusivas de los niños ricos. Los pobres jugaban con canicas “morrocas” o con chíos.
Una mañana, a la hora del recreo, salimos al patio y, mientras unos jugaban básquetbol o carreras, otros nos dirigimos al fondo de la cancha y, al lado de la pared, Juan instaló su changarro, porque (¡ah, qué maravilla!) él montaba la “Timbirimba”, que era un prodigio de equilibrio. Aquella mañana sería recordada, tiempo después, como una mañana especial. Con sus manos, Juan reunía cuatro canicas, que no sé cómo se mantenían reunidas, y luego, en un movimiento de magia, colocaba una encima de ellas, justo al centro, con lo cual hacía un montículo de cinco canicas. Juan caminaba con pasos de garza pata larga y al dar el cuarto paso pintaba una raya con el gis que había robado del salón y, como si fuese un merolico de feria, invitaba a jugar: “¡Tiren, tiren! Si le dan a la timbirimba, se llevan cinco canicas.” Todos metían las manos en las bolsas del pantalón y sacaban las canicas “morrocas” (porque morrocas eran las que Juan colocaba en sus montículos) y, con un ojo cerrado, apuntaban hacia la pirámide y tiraban. La distancia de los cuatro pasos era como de tres metros y a esa distancia era difícil atinar. Creo que no hay necesidad de decir, querida Mariana, que cada vez que un jugador no atinaba, Juan corría para tomar la morroca y la metía en la bolsa de tela de color gris que siempre llevaba y que era donde conservaba su caudal de canicas. Los que participaban en el juego sabían que el anzuelo era precisamente ese: Si le atinaban a la timbirimba ganaban las cinco canicas. Juan siempre, como un sagaz comerciante, decía: “Cinco por una”, lo que no decía es que él, de una en una, les bajaba las canicas a todos los chambones que no le atinaban al montículo.
Digo pues entonces que esa mañana fue especial, porque se acercó Matías, se abrió paso entre la bola de muchachitos que miraban el juego de la timbirimba y dijo que quería jugar. Juan le dijo que sí, que le entrara. Matías metió la mano a la bolsa y sacó una canica lechera, dijo: “¡Con mi tiradora!”
La tiradora servía para jugar el juego normal, el del óvalo o el del hoyito, pero jamás se empleaba para jugar a la timbirimba, porque (como ya dije) en este juego el dueño del changarro (Juan en este caso) tomaba la canica y ya era suya. Todo mundo jugaba timbirimba con canicas morrocas.
Cuando Matías sacó su tiradora y apuntó a la timbirimba, Juan se paró frente a él y le dijo lo que ya todo mundo sabía: “Oí, pero si fallás, tu tiradora será mía”. Todos los que estábamos ahí vimos a Matías, esperando que guardara su tiradora y sacara una morroca. “Ya lo sé”, fue la respuesta contundente de Matías. Levantó el brazo, cerró un ojo y apuntó al montoncito de cinco canicas. Juan pensó que Matías no había comprendido bien e insistió: “Es a un tiro”. “Ya lo sé”, volvió a decir Matías y, moviendo las manos, le indicó a Juan que se hiciera a un lado para que tirara. A estas alturas más muchachitos se habían acercado al círculo que, expectante, esperaba el momento en que Matías ejecutara esa hazaña, dictada por su intrepidez o por su seguridad de jugador de excelencia, porque todo mundo de la escuela reconocía que era un jugador excepcional, pero jugar su “tiradora” en un lance que podía fallar era un reto que rebasaba las expectativas, a tal grado que Ramón le pidió que detuviera el tiro para hacer una apuesta. Matías dijo que estaba bien, se metió las manos a las bolsas del pantalón y esperó que Ramón comenzara lo que no estaba contemplado: Apuestas de lechera contra lechera. Ramón apostaba a favor de que Matías fallaría el tiro, ¿había alguien dispuesto a apostar lo contrario? Muchas manos se levantaron, Ramón abrió la mano y pidió que pusieran ahí las lecheras como señal de apuesta. Después de uno o dos minutos, Ramón contó y dijo que tenía doce lecheras y, como si estuviese en el palenque de gallos, dijo: “Apuestas cazadas” y, con la mano, le indicó a Matías que podía hacer su tiro. Ya para este momento la noticia, como si fuese balón de basquetbol, había corrido por todo la cancha y el partido se había suspendido y todos los jugadores se habían reunido en torno al changarro de Juan y, mordiéndose las uñas algunos, otros retorciéndose las manos, esperaban el desenlace. Todos sabían que Matías se jugaba más que su tiradora. Si él fallaba en el tiro, perdería su canica especial y echaría al basurero su prestigio de jugador de excelencia. El trato era totalmente desigual. Juan sólo perdería cinco canicas morrocas, en caso que Matías atinara. Pero, si el tiro de Matías fallaba, él, como si tomara entre sus manos la copa Fifa, levantaría entre sus manos la tiradora del campeón. Era un trato desigual, pero Juan no tenía culpa alguna, Matías, de pronto, había dicho que jugaría y Juan le había dejado muy en claro lo que pasaría en caso de fallar y Matías había aceptado.
Matías apuntó y antes de hacer el tiro se escuchó el sonido de la campana que tocaba el maestro en el patio central, indicando el final del recreo. Algunos muchachos se inquietaron, como gallinas al llamado del reparto del maíz, pero el maestro Beto, que era el titular del tercer grado y que se había incorporado al círculo de mirones, dijo que no se preocuparan, que él autorizaba dos o tres minutos más a fin de que la jugada se realizara y pidió a todos los niños que hicieran silencio. Apenas se escucharon las carreras de los demás niños que no estaban en el círculo de las canicas y que se apuraron a entrar a los salones o a ir al baño a desahogar la vejiga antes de entrar al aula. En el círculo de las canicas se hizo un silencio pesadísimo, como de piedra lunar. Matías se acuclilló, apuntó con su tiradora y soltó la canica con un movimiento veloz del pulgar derecho que lanzó la canica con dirección a la timbirimba. La canica, en un segundo, salvó la distancia de tres metros, más o menos, y se impactó a dos centímetros del lugar donde estaba el montículo. Algunos aplaudieron, otros se acercaron a Matías y le colocaron una mano en el hombro, como si le dieran los pésames. Había perdido ¡su tiradora! Juan se agachó, tomó la tiradora de Matías y la levantó como si fuese un trofeo. Sólo un muchacho dijo: ¡Puta madre!, fue uno de los que habían apostado con Ramón. Ramón elevó la mano y mostró las doce canicas que había ganado.
A mí el nombre de tiradora no me llamaba tanto la atención. A mí me gustaba la palabra lechera. Lo de tiradora parecía estar acorde con lo que significaba esa canica: Era la canica favorita del jugador para hacer el tiro. Pero, ¿de dónde los niños habían sacado la idea de bautizar con el nombre de lechera a una canica de cristal opaco? Siempre pensé (lo sigo haciendo) que la leche no podía condensarse a tal grado que tomara la consistencia que tenían aquellas canicas. Sí, al contrario, pensaba que el tío Eugenio había bautizado muy bien a aquella vaca suiza que tenía en su ranchito de Pamalá y que llamaba “La lechera”.

Posdata: Muchos años después me enteré que Ramón y Matías eran unos cabrones. La canica lechera que Matías usaba para jugar timbirimba no era “su” tiradora, era una canica lechera común y corriente. Su juego perverso consistía en lo que Ramón conseguía a través de las apuestas. Aquella mañana inolvidable, de un solo tiro, Ramón y Matías consiguieron doce lecheras, mientras Juan ganó más canicas, pero todas eran morrocas. La única lechera que consiguió no fue la tiradora que todos creyeron.
Nunca vi que alguien aceptara chíos en los juegos de las timbirimbas. Los chíos servían para jugar hoyito en el parque central.
Hoy ya nadie juega ahí, a pesar de que el árbol de chío sigue ufano, al lado de donde los boleros hacen su chamba.

viernes, 17 de noviembre de 2017

DEFINICIÓN DE MOTEL





Inocencia era lo que su nombre indicaba. Cuando su novio Casto, que era todo lo contrario de lo que su nombre revelaba, le dijo que la llevaría a un “Cinco letras” ella se emocionó, lo abrazó y le dijo que sí, que eso era lo que había deseado toda su vida. Inocencia se sorprendió tantito cuando Casto puso la direccional del auto y entró a un corredor donde había una serie de cortinas de plástico de color rojo. Al principio, todavía con la sonrisa que tiene la niña cuando recibe una paleta de dulce, pensó que eran los vestidores de la playa, pero la plancha de cemento no era presagio de arena. El lector ya intuyó que cuando su novio Casto le propuso ir a un “cinco letras” ella interpretó: Playa, y no Motel como era la sana intención del inmaculado perverso.
En México la palabra motel halló su sinónimo en la acepción “Cinco letras”. Elena siempre se ha molestado con tal tratamiento pues insiste que su nombre tiene cinco letras y nunca ha servido para lo que sirve el “cinco letras mexicano”. ¡Qué tonto!, dice, y remarca el tonto, como para indicar que también esta palabra tiene cinco letras.
El maestro Jorge diría que el nombrar como cinco letras al motel es un eufemismo, dictado por el complejo del mexicano que no se atreve a llamarle pan al pan y vino al vino.
Es que cuando no hay la suficiente confianza, a los mexicanos les cuesta trabajo sugerir, a la chica en turno, ir a retozar un poco en ese espacio.
La definición que aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española emplea más de cinco letras, lo cual demuestra que la sabiduría popular usa una lógica más rotunda. El diccionario dice que motel es: “Un establecimiento público, situado generalmente fuera de los núcleos urbanos y en las proximidades de las carreteras, en el que se facilita alojamiento en departamentos con entradas independientes desde el exterior y con garajes cobertizos para automóviles, próximos o contiguos a aquéllos”. ¿Qué? Estoy seguro que el lector ahora se hace la pregunta: “¿De verdad esto dice el diccionario?”. El diccionario aclara todo menos lo que debe aclarar. En realidad, los moteles no sólo están fuera de los núcleos urbanos, en la actualidad están en pleno centro urbano; además, el diccionario no indica cuál es el uso que ahora se le da al motel. ¿Por qué los académicos no mencionan que los “cinco letras” se emplean para que los Castos del mundo jueguen juegos de cama con las Inocencias?
Es maravilloso constatar que el simple cambio de una letra provoca una diferencia abismal. Las parejas “decentes” se hospedan en hoteles; las “indecentes” se hospedan (por horas) en moteles. La hache es honrosa, la eme es maléfica.
Un diccionario más realista debería decir que motel es sinónimo de “cinco letras” y que un cinco letras es sinónimo de relación ocasional y que relación ocasional es sinónimo de aventura y aventura es sinónimo de peligro y…
La palabra motel tiene mil sinónimos, con excepción de la palabra inocencia y de la palabra casto. Inocencia lloró, dijo que estaba decepcionada, pero, después que Casto la abrazó, dijo que no era el acto sino el lugar. Casto entendió, salieron del motel y fueron a su departamento y ahí Inocencia abandonó su castidad en un acto glorioso, lleno de murmullos y jadeos.

jueves, 16 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA FOTOGRAFÍA INUSUAL




Querida Mariana: Jorge llegó a Comitán para hacer un reportaje de la comida regional. Conocí a Jorge cuando estudié en la UNAM, en los años setenta. Ahora se dedica, de manera profesional, a realizar videos. Estuvo sólo una mañana. Un día antes me avisó, dijo que deseaba verme, que yo le diera mi novelita más reciente. Le llevé un ejemplar autografiado. Por teléfono le pregunté en dónde estaba. Dijo que había hecho una visita a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez y me esperaría en la entrada. Ahí te veo, le dije. Salí de la oficina y dejé el auto en el estacionamiento que funciona donde fue mi casa de infancia, casa hermosa que antes que mi papá la rentara albergó el Colegio de Niñas que, en este 2017, cumple setenta y cinco años de fundado (Hoy se llama Colegio Regina y es una institución educativa de gran prestigio en la región. Setenta y cinco años se dice rápido, pero es toda una vida de servicio. Me encantó saber que, como parte de los festejos, eligieron, entre las ex alumnas, a la Reina del septuagésimo quinto aniversario).
Caminé por el parque. Hacía un poco de frío (ya comenzó el viento helado que viene de La Ciénega), pero había un sol generoso. Eran las once de la mañana. Desde la esquina del Teatro de la Ciudad vi a Jorge, parado en la puerta. En uno de los balcones del Teatro estaba parado Óscar Bonifaz, veía el movimiento del parque central. Ramiro dijo en una ocasión que Óscar sale para ver el busto de su amiga Rosario, porque sueña con tener uno de él al lado del de ella, para que los amigos estén en un diálogo eterno.
Jorge me abrazó y yo le dije que me daba mucho gusto verlo y le extendí mi librincillo. Dijo que lo leería. Lo dijo con esa sonrisa que es, desde siempre, como un hilo de luz en su rostro.
¿Y?, le pregunté. Siempre me cuesta trabajo iniciar una conversación (continuarla también me provoca un cierto sarpullido mental). Entonces él señaló hacia la banqueta de enfrente y, como si me estuviera enseñando un río de oro, dijo: “Me encanta tu pueblo. Esta es una maravillosa instalación artística a mitad de la calle”. Volví la mirada y encontré un grupo de maniquíes (bustos, no de bronce como el que Óscar sueña, sino hechos de fibra de vidrio). Mientras los comitecos pasábamos al lado del grupo de maniquíes sin hacerle mayor caso, mi amigo Jorge lo consideró como una genial instalación artística que abría una serie de interpretaciones. Dijo, por ejemplo, que cuando una instalación se coloca en la calle, es como si el arte le diera la mano al peatón, al que, de manera ocasional, acude a un museo.
Cuando vio mi cara de auto descompuesto, dijo que comprendía que el propietario de la tienda de ropa no había sacado los maniquíes con la intención de provocar una mirada estética, pero, me explicó, el objetivo de una instalación artística es tomar un objeto cotidiano, sacarlo de su entorno y presentarlo de manera novedosa, de tal suerte que sea como un diálogo inusual. Y me explicó que el genio de Gabriel Orozco, uno de los artistas mexicanos más reconocidos a nivel mundial, toma objetos normales (como bicicletas, por ejemplo) y los presenta de una manera novedosa. Sólo a Orozco pudo ocurrírsele hacer una mesa de billar en forma circular, cuando el sentido común y práctico indica que las mesas de billar deben tener la forma que tienen: rectangular.
Jorge había hecho una serie de tomas fotográficas y en video de esa “instalación” que estaba expuesta sobre una banqueta comiteca.
Me obligó a que viera la serie de bustos y que considerara el motivo por el que estaban ahí. Jorge tuvo razón. Vi que uno de los bustos veía hacia afuera, como si fuera el único que no había sido castigado, porque los demás, como clásicos niños malcriados, veían hacia la pared. Pero luego reí. ¿Qué veían si ninguno de los maniquíes tenía rostro? Jorge dijo que ahí había una senda por explorar. Los maniquíes, como los clásicos tres monos sabios, no podían hablar, ni ver, ni escuchar. ¿No era acaso un símbolo de la sociedad actual? Jorge fue un poquito más allá, dijo que esa instalación artística era como un grito de protesta frente a la casa donde vivió el héroe Belisario Domínguez, el hombre que halló la muerte al decir su palabra valerosa. Frente a la casa que recuerda uno de los actos más patrióticos que confirma el valor de la palabra libre, una serie de maniquíes recordaba cómo la mayoría de la sociedad civil da la espalda a la realidad y prefiere mirar la pared, donde sólo hay humedad y sombra.
Le dije que eso que decía era una genialidad, estilo Gabriel Orozco. Dijo que no era para tanto, pero que eso era la pretensión de las instalaciones artísticas y que, aunque esta serie de maniquíes había sido colocada en la banqueta, tal vez para evitar la humedad, era una posibilidad de lectura.
Bueno, dijo, llegó el momento de despedirnos. Me abrazó y volvió a decir que leería con atención mi novelilla. En ese instante se detuvo una camioneta blanca frente a nosotros y, en voz alta, dijo: “Les presento a mi amigo Alejandro” y dos muchachas que estaban en la parte de atrás me saludaron (una de ellas tenía unos labios gruesos, maravillosos) y el chofer dijo: Hola, mucho gusto. Jorge subió a su camioneta y, con el brazo en la ventanilla, dijo: “Tu pueblo es genial. Ya te avisaré cuándo se exhibe el documental”. Me quedé en la banqueta, viendo cómo se alejaba la camioneta. Vi la serie de maniquíes y supe que sí, que esa mañana, fuera de su entorno, habían provocado un estímulo diferente. Recordé lo que dicen del efecto mariposa y reí. Esto era el efecto busto. Caminé hacia el estacionamiento. Vi hacia arriba, Bonifaz ya no estaba en el balcón. Sólo el busto de Rosario parecía hablarme esa mañana, porque, a diferencia de los maniquíes, ella sí tiene rostro, un rostro con vacíos donde juega el aire, porque, supe muy bien, los artistas provocan miradas inusuales, inéditas. Si Luis hubiese moldeado un bronce completo, el rostro de Rosario no permitiría la innumerable serie de caminos que provoca en los espectadores.
Posdata: Cuando entré a la casa donde dejé mi auto y que fue mi casa de infancia, cerré tantito los ojos y traté de escuchar las voces de las niñas que ahí, antes que yo, corrieron y jugaron por esos corredores. ¡Setenta y cinco años del Colegio Regina! ¡Qué felicidad! ¡Qué lujo para Comitán!

miércoles, 15 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE DAN LOS BUENOS DÍAZ




Querida Mariana: Hoy quiero contarte que una vez vi un letrero. He visto miles de letreros en mi vida. Me he topado con ellos en las cantinas, en las terminales de tren o de avión o de autobuses; me he topado con cientos de letreros en las calles. Los letreros, vos lo sabés, son de mil formas y están hechos sobre diversos materiales.
Cuando espero un camión o cuando viajo en él es cuando más letreros veo. Hoy se habla de un término que en los años setenta no era común: Contaminación visual. Hoy, todas las ciudades del mundo están plagadas de anuncios. Los anuncios, lo sabe medio mundo, les sirven a los publicistas para vendernos algo, para crearnos necesidades. Cuando espero en la parada de los autobuses me dedico a leer los anuncios; cuando voy arriba del autobús veo decenas de letreros, de anuncios. Ahora existen los llamados espectaculares, que son letreros gigantes que, como elefantes, están sentados en las azoteas de los edificios.
En el Comitán de los años setenta era muy común hallar pintado un letrero en las paredes de las casas y de las negociaciones que decía: “Prohibido anunciarse aquí”. Con tal letrero, los propietarios casi exigían que se respetara la propiedad privada. Como en aquellos años todo mundo se conocía, la gente era respetuosa de tal aviso, porque pegar algún anuncio en esa pared significaba dejar una huella digital del atrevido.
Pero decía al inicio de la carta que te contaría de un letrero especial. El letrero estaba colgado en la entrada del restaurante. Era una tabla de madera de pino, pintada con fondo rojo y letras negras. Las letras estaban escritas con letras mayúsculas, lo que le daba una rotundez al mensaje, difícil de no ver. El letrero estaba muy bien escrito, con una letra bellísima, como si hubiese sido pintado por uno de esos monjes copistas que, en el siglo XV, realizaban, con hoja de oro, las ilustraciones de los libros. Pero, ¡oh, Dios mío!, parecía un letrero con las infaltables faltas ortográficas, que tan a menudo aparecen en los letreros realizados por rotulistas que apenas terminaron el tercer año de primaria. El letrero servía como anuncio de bienvenida en aquel restaurante que era muy visitado porque servían riquísimos tacos de canasta. A mi amigo Alfredo (con quien había ido esa mañana) le encantaba comer ahí, siempre pedía tacos de papa y tacos de chicharrón. ¡Ah!, pedía cinco de chicharrón y dos de papa. Era obvio que prefería los de chicharrón.
Esa vez fue la primera vez que entraba y me sorprendió el letrero que decía: “BUENOS DÍAZ”. Alfredo sabe que si algo me molesta son las faltas de ortografía en los textos. Los odio, como decía el ratón Crispín, que interpretaba Luis de Alba, ¡con odio jarocho!
Le dije que ya se me habían ido las ganas de desayunar.
Alfredo dijo que no era para tanto.
Sí, dije yo. Cuando empiezo a leer un texto y hallo un error ortográfico ¡dejo de leer!
Pero no dejes de comer, dijo él.
Alfredo rio, me jaló hacia la mesa, llamó al mesero y pidió: “Cinco de chicharrón y dos de papa, para mí, y lo mismo para mi amigo, el escritor que odia los errores de ortografía”. Volvió a reír. Yo estaba serio (Cuando me propongo echar a perder mi día lo hago con mucha pasión).
“Los Buenos Díaz se refieren a los hermanos que crearon el negocio”, me dijo Alfredo y me enseñó la carta. Ahí explicaba el origen del letrero. En redacción especial para los “quisquillosos del lenguaje” explicaban que los hijos de los creadores rendían un homenaje a sus papás: Los buenos Díaz.
Me paré y regresé a ver el letrero. Al lado estaba una fotografía donde aparecían Carlos, Eduardo y Martín Díaz, fundadores de la famosa taquería.
Cuando volví a la mesa, Alfredo ya comía los tacos de chicharrón, me dijo: “Te pedí un agua de tamarindo. ¡Está riquísima!”. Sí, los tacos y el agua estaban deliciosos. En un momento, Alfredo levantó su vaso y brindó: “Por los buenos Díaz”. ¡Por ellos!, dije yo y tomé un sorbo del agua de tamarindo.
Posdata: Desde entonces me volví un poco más tolerante con los letreros. A veces me topo con algunos que, en apariencia tienen un error, pero que, viéndolos con atención son propositivos.

martes, 14 de noviembre de 2017

ASÍ ERA




Admiro al maestro Heberto Morales Constantino. Lo conocí cuando dio un taller de preceptiva en el Centro Chiapaneco de Escritores.
Sé que ahora radica en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, ciudad que se honra en tener a uno de los más prestigiados intelectuales de Chiapas.
Ayer me topé con el nombre del maestro Heberto. Curioseaba en los anaqueles de la biblioteca “Maestro Jorge Gordillo Mandujano”, del colegio Mariano N. Ruiz, institución donde laboro; curioseaba y hallé un libro prodigioso: “¡Así era Chiapas!”, editado por la Universidad Autónoma de Chiapas, durante el periodo en que Morales Constantino fue rector. ¡Ah, esa fue una época brillante de la máxima casa de estudios del estado!
Pensé que ese prodigio de libro no podía ser editado en otra época. Tenía que ser en el lapso que el maestro fue rector. Esa alianza de nombres señeros: Miguel Álvarez del Toro (autor del libro “¡Así era Chiapas!”) y del maestro Heberto no es mera casualidad, es la reafirmación que los grandes honran a los grandes, porque la publicación del libro de Álvarez del Toro fue un reconocimiento a su genio y al aporte que dio a Chiapas.
Recordemos que el zoológico de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez lleva el nombre de Álvarez del Toro también en reconocimiento a la herencia que nos dejó.
Digo que desde el taller de preceptiva comencé a admirar la obra y el genio del maestro Heberto. Cuando, en 2014, recibió el Premio Chiapas pensé que el maestro honraba al premio y no al contrario; es decir, el Premio Chiapas era concedido a un humanista de excepción. El maestro Heberto bien pudo seguir caminando sin ese flotador, pero el Premio recibía un puñado de oxígeno para caminar con más dignidad. Ese acto de dignidad duró poco, porque ahora, las instituciones convocantes (el gobierno del estado, a través de la Secretaría de Educación y del Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas) de un plumazo borraron ese hilo que tanto prestigio daba al estado (bueno, debe uno reconocer que hubo épocas negras, como cuando le concedieron el premio a un pianista ejecutante de melodías populares, pero debe reconocerse que hubo un tiempo en que el premio fue concedido a personas de la talla de Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Andrés Fábregas Puig, por sólo mencionar a tres grandes intelectuales). Es una pena que este gobierno, además de mil desaciertos más, será recordado por eliminar el Premio Chiapas, ya que en 2016 no se entregó y en lo que va de este 2017 no hay humo blanco aún.
La tarde que el maestro recibió el premio me dio gusto y con alegría acudí al Auditorio Belisario Domínguez (en mi pueblo) para darle un abrazo y para escuchar, maravillado, el mensaje que leyó esa tarde, una pieza oratoria de excelencia, que sirvió para refrendar lo atinado de su designación.
Desde esa tarde no he vuelto a ver al maestro. Pero ahora, bendita coincidencia, hallé el libro de otro chiapaneco grande (por adopción, ya que nació en Colima, pero realizó una obra generosa en Chiapas) y tal hallazgo fue como si me topara con el maestro Heberto. Lo recordé con su palabra mesurada y con la mirada atenta a las cosas del mundo.
Por fortuna, el libro de Álvarez del Toro ya fue reeditado, porque la primera edición, la que se hizo en tiempos que el maestro Heberto fue rector de la UNACH, se agotó. Y digo que es una fortuna la reedición, porque el libro es muy disfrutable. De la mano de don Miguel hacemos un recorrido impresionante por las selvas de Chiapas. El título no es casual. Cuando don Miguel nos dice que “¡Así era Chiapas!”, nos habla de un bosque y de una selva que se fueron agotando, así como se está agotando el valle de nuestra historia actual.
Chiapanecos inteligentes como don Miguel y don Heberto hacen que este árbol aún tenga renuevos, a pesar de la tala inmisericorde que han hecho los políticos de estos tiempos. La estulticia de los políticos recientes ha quitado ramas al alto árbol del espíritu chiapaneco, pero confío en que gente de la talla de los nombrados hará que esa poda permita el renacer de la grandeza de este pueblo.
“¡Así era Chiapas!” refiere también a la grandeza de otros tiempos, cuando hombres y mujeres luminosos abonaban a la tierra fértil y hacían crecer la altísima planta de maíz de donde provenimos y a la que nos debemos.
Ayer me topé con el libro de don Miguel y cuando leí el nombre del rector fue como saludar a don Heberto y hallarlo como es: un hombre limpio y excelso, envuelto en la sencillez más diáfana.

domingo, 12 de noviembre de 2017

DEFINICIÓN DE IMPRESORA




Cambiaron los tiempos. Los abuelos no pudieron saber que, en el siglo XXI, existiría un chunche electrónico que serviría para hacer impresiones y que el mundo llamaría impresora.
Los abuelos llamaron impresora a aquella mujer que se dedicó a hacer folletos, revistas y libros en una imprenta. La mujer impresora era una mujer sublime, porque sublime fue el oficio de impresor.
En la actualidad, cualquier persona piensa en “un dispositivo electrónico que imprime”, cuando escucha la palabra impresora.
¿Dónde quedó la oficiante de la imprenta que ejercía el oficio de impresora?
Los chiapanecos reconocemos la figura de María Hernández Zarco, porque ella imprimió el memorable discurso de Belisario Domínguez, donde, con valor civil, dio cuenta precisa de la situación lamentable que guardaba la nación, bajo la presidencia del chacal Victoriano Huerta.
Los chiapanecos reconocemos que ella fue la impresora de tan valioso documento; es decir, hubo un tiempo en que la palabra impresora remitía a la mujer que ejercía el oficio.
La biografía de María Hernández Zarco (una de las seis mujeres mexicanas que han merecido la medalla Belisario Domínguez) narra que ella aprendió el oficio de “cajista de imprenta”; es decir, ella colocaba las letras de plomo en las cajas, que servían para imprimir los textos en las hojas. Era una labor delicada, porque se colocaban las letras con el sistema de espejo.
Cambiaron los tiempos. Ahora, nadie piensa en el oficio de la impresora. Cuando alguien menciona la palabra la relaciona con el objeto que, conectado a una computadora, imprime hojas a una velocidad que nunca imaginaron las impresoras de aquellos tiempos.
¿Cuánto tiempo empleó doña María Hernández en imprimir el discurso de Belisario? La impresora contó que Belisario Domínguez se acercó al jefe de Zarco para pedirle que le imprimiera el discurso, pero el impresor se negó, al ver de qué se trataba. Fue cuando María Hernández se acercó al senador y le dijo que ella, a escondidas, le haría el favor. Dijo que lo imprimiría en la noche y que a la mañana siguiente ya lo tendría listo.
Del testimonio histórico se entresaca que el documento fue impreso en no más de doce horas, pero, tampoco, en menos tiempo. Uno puede imaginar a la mujer eligiendo las letras de plomo y colocándolas en la caja, para luego colocar ésta en la prensa y hacer el tiraje en plena madrugada. ¿Cuántos ejemplares tiró la impresora? Tampoco se sabe.
Si algún lector ha llegado a esta línea puede comprender el acto de grandeza que tuvo la impresora. Sin duda que el discurso de Belisario no hubiera logrado la trascendencia si el documento no hubiese sido impreso.
Reconforta tantito acercarse al diccionario de la Real Academia de la Lengua Española y leer en la segunda acepción que impresora es “una persona que imprime o realiza esta actividad como oficio”, y es en la cuarta acepción que se menciona al chunche. Pero (debemos ser realistas) en la vida cotidiana ya hay poquísimas mujeres impresoras y cada vez el mundo se inunda de dispositivos electrónicos.
Llegará algún día que la palabra impresora dejará de existir para nombrar a las mujeres que, en imprentas, se dedicaban a componer las cajas para impresión.

sábado, 11 de noviembre de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DEL MEMBRILLO



Querida Mariana: Vos conocés a Cheno, sabés que es alburero, un juguetón de la palabra. Siempre que escucho la palabra membrillo, recuerdo cuando de chicos albureaba a sus primas diciéndoles: “¿Quieren ate de miembrillo?”. Lo decía así: miembrillo, como referencia al miembro masculino. No faltaba la inocente prima que, gozosa, decía que sí, que sí quería un pedazo del ate que Cheno ofrecía. Las risas no se hacían esperar, brotaban como tsizim en temporada de lluvia. El Cheno sigue igual, nada ha cambiado, sigue siendo un molestoso, un exquisito juguetón con la palabra.
El otro día recordé a Cheno y le llamé por teléfono. Él agradeció que le llamara, dijo que se henchía de gusto por la llamada y antes que le comentara que había leído la palabra membrillo en el libro más reciente de Amín Guillén, el muy canijo me dijo: “Mi miembrillo espiritual se hincha de gusto al escucharte”. Te digo, el Cheno sigue siendo un molestoso.
Una de estas tardes fui a la casa de Amín y le pedí que me vendiera un ejemplar de su libro más reciente: “Cántaro y yagual”. Él me invitó a pasar al patio lleno de luz, entró a su estudio y salió con un ejemplar. Me lo obsequió.
Tuve un interés personal en conseguir un ejemplar de su libro desde que me enteré, tal como lo menciona el subtítulo, que trataba de “Apuntes para la historia del agua en Comitán”. Intuí que iba a ser un libro muy importante para nuestro legado cultural. No me equivoqué.
Amín ya tiene una extensa bibliografía. Los últimos años los ha dedicado a estudiar documentos antiguos para atar hilos de la identidad comiteca. Su labor ya es fundamental para la historia local. Como siempre sucede, hay algunos libros que son más brillantes que otros. Aún no termino de leer el de “Cántaro y yagual”, pero puedo decir que es, al momento, el libro más interesante, porque el tema así lo impone. Uno de los problemas más severos de los tiempos recientes es el del agua. Los comitecos padecen una escasez que se ha recrudecido a tal grado que hay colonias y barrios que tienen meses de no recibir el agua entubada. Ya no se trata de recibir agua potable, se trata, cuando menos, de recibir un pringo de agua entubada para satisfacer las necesidades mínimas (no la del consumo, porque el agua tiene un grado alto de contaminación).
Siendo así un tema que toca de manera directa al ánimo de los comitecos, el libro de Amín se convierte en un referente histórico de importancia. ¿Qué rollo con la historia del agua en Comitán? ¿Cuál ha sido la traza cultural, desde los orígenes del pueblo que están contenidos en la leyenda del león de la pila, hasta estos días en que la autoridad municipal no logra resolver el problema del abasto? El libro de Amín da un puntual seguimiento a esas huellas del mítico león.
La otra mañana me topé con Amín (después de un mes que me obsequió su libro, en el patio de su casa, donde uno de sus nietos tocaba en guitarra una canción de un grupo norteamericano). Me topé con él en el auditorio de la Casa de la Cultura, donde se efectuaba un foro de periodistas chiapanecos. Le dije lo que ahora te digo. Cuando termine de leer completo su libro haré un comentario más en extenso, pero que no variará en mi opinión: es, hasta el momento, su mejor libro, porque es como un arcoíris en medio de la lluvia, en medio del agua que, desde siempre, ha bendecido el suelo comiteco.
El próximo encargado del sistema de agua potable de Comitán (¿Potable? ¡Qué buen chiste!) deberá, antes de sentarse en la silla, leer con atención este libro de Amín. ¿Y el próximo presidente municipal? Sin duda. Ojalá no nos salga como Peña Nieto. Es más, creo que todos los suspirantes deben conseguir desde ya el libro de Amín y darle una vuelta muy atenta para tener los antecedentes de la historia del agua en Comitán y de porqué es un problema que requiere una atención inmediata, inteligente y definitiva.
Sería una bobera insistir en lo que los grandes pensadores han dicho acerca de que las próximas guerras a nivel mundial serán por la posesión del agua. Pero tal vez no sea ocioso decir que esas guerras iniciarán en las localidades. Las personas pueden unirse y reclamar el derecho que tienen a recibir agua. Todo mundo sabe que el Senado de la República aprobó una reforma que dice: “toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”. Está muy claro, ¿no? ¿Qué pasa en Comitán con este derecho constitucional? Pucha, pareciera que la autoridad lo entendió al contrario, en nuestro pueblo el agua es insuficiente, insalubre, inaceptable y nada asequible.
En fin, digo que en otra carta te contaré las bondades de la investigación de Amín, a quien ya felicité, por la atingencia de su estudio. Ya contaré de qué habla el libro de Amín. Sólo para que te dé curiosidad diré que nos habla de la cueva de Tío Ticho, del Tanque de los Caballos, del Plano Hidráulico, del Reloj Hidráulico, del Río Grande (que ahora está casi seco), en fin, el libro está lleno de jícaras que, juntas, llenan la olla hasta el desborde y mojan las orillas de nuestra historia común.
Pero decía que, en la primera página del libro, Amín (con su estilo a veces barroquísimo) dedica este trabajo a las mujeres que llevan sobre sus cabezas el cántaro y el yagual y escribe: “Las encontramos en esas calles enlodadas, donde dejaron tanta historia. Memoria de caites junto a las del jumento cabizbajo, amagado con vara de membrillo…”. Cuando leí eso de vara de membrillo recordé al Cheno y recordé cómo antes, en las escuelas, había maestros que tenían, al lado de sus escritorios, una vara de membrillo, con la que castigaban a los alumnos mal portados.
A mí no me tocó algún maestro de esos, pero tengo amigos de mi generación que cuentan recibieron castigos cruelísimos a punta de varazos. ¿Por qué la vara de membrillo? No sé, pero según entiendo, la vara de membrillo es flexible, difícil de quebrar y aguantaba cientos de varazos en las piernas o en las nalgas de los estudiantes. Hoy, cuando es imposible que un maestro toque con un pétalo a algún estudiante, sorprende saber que antes era práctica común. De ahí el dicho: “La letra con sangre entra”.
¡Ah!, tan sabroso el ate de membrillo (el de membrillo, no el del miembrillo del malcriado del Cheno). Lástima que para muchos, la palabra membrillo remite al castigo escolar desmesurado. Por eso, también es una pena que dicha madera sea recordada de tan fea manera. ¡Qué no diera el árbol de membrillo en tener el prestigio que tiene la ceiba!, por ejemplo, que es considerado el árbol sagrado de los mayas. ¡Ah!, qué no diera el árbol de membrillo de tener el ascendente que tiene el hormiguillo que es el árbol que da la madera para la marimba. El membrillo también sacaba notas, pero de dolor. Los niños, por más que deseaban evitarlo, gemían y lloraban a la hora que los maestros les metían sus varazos sin compasión. Qué diferencia de las notas que regala el hormiguillo, notas que invitan a mover los pies y a aventarse al patio para echar un bailongo sabroso.
De esto me acordé cuando leí lo que Amín escribió en la dedicatoria de su libro. Él dijo que el burrito que trotaba cabizbajo era amenazado con una vara de membrillo para que le echara julepe a su trote. Los burritos de los años sesenta eran azotados con vara de membrillo. Por esto, tal vez, los burros de los maestros azotaban a los alumnos “burritos”.
Por fortuna, yo nunca recibí azotes con vara de membrillo. Y no porque fuera aplicado, sino porque no me tocaron maestros membrilleros. Lo que sí me tocó, ya en sexto grado de primaria, fue dos o tres reglazos en las manos. Creo que dolían igual que aquellos azotes. En secundaria lo que me tocó fue un borradorazo que esquivó el compa al que iba destinado. El compa hablantín vio que el borrador volaba y se agachó, como yo estaba sentado detrás de él, me tocó el borradorazo, sin deberla. Todos los compañeros rieron, a mí no me quedó más que sobarme y agacharme para recoger el borrador y entregarlo al maestro victimario. Eran tiempos en que los alumnos éramos dóciles.

Posdata: En el libro de Amín, ¡faltaba más!, hay mención de los burritos de La Pila; de los tiempos en que los habitantes del centro compraban el agua que ofrecían los burreros en barriles. Cuentan que en los patios de las casas había enormes ollas de barro donde los burreros volcaban el agua contenida en los barriles.
Juan fue burrero. Hace años me contaba anécdotas de su oficio. Un día le pregunté si sabía leer y escribir, si había ido a la escuela. Me dijo que no. Su familia era pobre, por lo tanto, desde niño tuvo que trabajar. Lamenté que no hubiera ido a la escuela, dije que, probablemente, su situación hubiese sido diferente, dije que, tal vez, con el estudio pudo dedicarse a un oficio menos difícil. Juan dijo que sí, que tal vez con estudio su vida hubiese sido diferente, pero un minuto después me sorprendió al decir: “Aunque, la verdad es que estuvo mejor que no fui a la escuela, mi compadre Armando me contó que la escuela era muy aburrida y que el pinche maestro los cuereaba y los vareaba”. Lamenté escuchar eso. Así era la vida, antes, en tiempos de Cheno.