lunes, 30 de diciembre de 2013

LA CIUDAD MÁS GRANDE (carta a mí mismo)





Cuando uno vive en una ciudad de cien mil habitantes no puede imaginar cómo es una ciudad con más de diez millones de habitantes. Más de diez millones de habitantes viven en la ciudad de México, una de las ciudades más grandes del planeta. Es difícil pensar que todo Comitán cabe en el Estadio Azteca; es difícil pensar que se necesitan más de cien estadios para recibir a la población del Distrito Federal.
Por esto, el día que viajaste a la ciudad de Zacatecas e hiciste escala en la ciudad de México, decidiste no salir de un espacio delimitado, porque, para el extraño, es una ciudad abrumadora. Viviste en ella en los años setenta y no viviste mal, porque, a pesar de que era una ciudad inmensamente grande no era el monstruo que es ahora. En aquel tiempo, junto a Enrique, Jorge, Miguel, Roge, Rodolfo y César, entre otros compas, la ciudad se mostró afectuosa con ustedes. Lograron sobrevivirla. A veces, en medio de la nostalgia por el pueblo que los vio nacer, se sintieron bien en esa ciudad e incluso tuvieron sueños de quedarse a vivir ahí y alcanzar ese conejo tan resbaladizo que se llama fama.
El día que hiciste escala (la tarde más bien dicho) te hospedaste en un hotel a media cuadra de La Alameda y no saliste de ese perímetro. Cualquiera podría decir que tenías todo al alcance de la mano. Claro, no tenías al estadio Azteca, pero como no sos aficionadísimo al fútbol te sentiste bien, porque entraste a Bellas Artes y a dos librerías sobre Avenida Juárez. El Palacio de Bellas Artes estaba repleto de soldados, muy bien presentados, con traje de gala. Preguntaste y un hombre de saco (empleado del Palacio, sin duda) te dijo que era la conmemoración de los Cien Años del Ejército. En un acto privado, la Orquesta Sinfónica de la Sedena ofrecería un concierto. Te hubiese gustado entrar y conocer el interior del Palacio, porque, mientras viviste en la ciudad, jamás entraste a conocer el interior, nunca tuviste el deseo de escuchar un concierto. Pero el acto era privado, especial para integrantes del Ejército. Luego recordaste que meses antes, el Secretario de la Defensa Nacional envió a Chiapas a la Orquesta y tocó en San Cristóbal, Tuxtla Gutiérrez y Comitán.
Entraste a la librería Gandhi y a la Librería El Sótano. Ahí compraste algunos libros. Compraste uno que tenías pendiente: “La bomba de San José”, de Ana García Bergua. Te habías enterado que a Ana le habían concedido el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, precisamente por esta novela. Lo tenías pendiente porque Ana es una de tus escritoras favoritas, haz leído de ella algunos cuentos y la columna que publica en el periódico La Jornada.
Caminaste un rato por La Alameda y luego, antes de oscurecer, regresaste al hotel y te encuevaste en la habitación 304. Prendiste la televisión y pusiste un canal con música; rasgaste el papel protector de la novela y comenzaste a leerla. Te había causado una mala impresión la portada. Pensaste que era una mala jugada que la editorial le había hecho a la escritora. La portada te pareció infame, muy por debajo de la calidad literaria de Ana, pero cuando leíste la novela pensaste que el diseño de portada era como una premonición del contenido. Tuviste muchas expectativas y éstas no se cumplieron. Vos también le hubieses otorgado el Sor Juana a la Bergua, pero por su obra y no, en específico, por esta novela. En fin. Al día siguiente te levantaste temprano y te despediste de la enorme, monstruosa, alucinante y maravillosa ciudad de México. Bueno, de ese mínimo territorio por donde caminaste.

sábado, 28 de diciembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA RAMA SE DOBLA PERO NO SE QUIEBRA





Querida Mariana: los síndromes son malos. Un síndrome significa que el cuerpo o la mente andan deschavetados. El tío Ramiro murió odiando a los japoneses. No vayás a creer que era por motivos políticos, ideológicos, religiosos o por envidia tecnológica. ¡No! El tío odiaba a los japoneses porque -decía- los turistas japoneses no sabían viajar, sólo viajaban para tomar fotografías, como si el interés de viajar fuese ese nada más. Lo simpático del caso es que su odio nació a raíz de ver fotografías donde se veía a japoneses tomando fotografías. “¿No te lo dije?”, me decía, “estos pinches japoneses retratan todo. Tienen el Síndrome del No Me Acuerdo”.
Como en ese tiempo yo era joven le hacía caso a todo lo que el tío decía, y a cada rato repetía lo que el tío señalaba. A mí, también, me parecía una locura lo que los japoneses hacían. Siempre andaban con su cámara réflex colgada al cuello y al menor pretexto la subían y tomaban una foto.
Ahora que lo pienso bien, digo que el tío no andaba tan deschavetado, porque mucho antes que el mundo mencionara lo del Alzheimer, él ya había inventado lo del Síndrome del No Me Acuerdo. Y ahora que lo escribo creo que este Síndrome del No me Acuerdo no es dañino y nos pega a todos.
El otro día, mi primo César Luis Vives Bermúdez subió una fotografía de los años sesenta. Ahí se aprecia la zapatería que atiende su familia (Zapatería Nueva). Muchos recordarán que ahí distribuían el calzado Canadá. ¿Existe esta marca todavía? Esta foto no es de alguien que padeció el Síndrome, pero que sí fue aficionado a la fotografía en término moderado. Porque antes, mi niña bonita, no todo mundo tenía cámaras (como ahora). En estos tiempos todo mundo tiene cámara y tiene teléfono. En los años sesenta no existían los celulares, la comunicación telefónica se daba a través de teléfonos fijos residenciales y sólo los ricos y gente de clase media tenían línea. En la Central Telefónica trabajaban telefonistas (mujeres) cuya labor era hacer la conexión solicitada. No sé bien a bien cómo era el asunto, pero he visto algunas fotos de esos tiempos en donde las telefonistas están sentadas frente a un enorme panel con una serie de clavijas y enchufes. El trabajo de ellas consistía en colocar el plug en la terminal del número solicitado. Las telefonistas tenían una diadema con el audífono y el micrófono. Cuentan que podían enterarse de todas las conversaciones, cuentan que ¡se enteraban de los chismes de medio Comitán! Si en una fiesta una telefonista, desde el otro lado de la mesa, te miraba y sonreía de manera pícara era porque ya estaba enterada que andabas con querida. Circula la anécdota de la señora que al momento en que la telefonista le contestaba ella decía: “Enchufeme’sté con mi comadre Elena”. Bueno, de igual forma, las cámaras eran objetos que tenían muy pocos comitecos.
Si el tío Ramiro viviera no sé qué pensaría de estos tiempos. Ahora no sólo los japoneses padecen el famoso síndrome. Ahora todo mundo (es literal), todo mundo tiene teléfono y cámara y todo mundo toma millones de fotografías. Los japoneses nos contagiaron y nadie, ahora, puede resistirse a ese tsunami. Hoy, muchos bendicen estos tiempos digitales, donde todo mundo tiene la posibilidad de comunicarse con medio mundo y tiene posibilidad de tomar todas las fotografías que desee. El futuro tendrá un registro impresionante de nuestras actividades actuales. Los analistas dicen que esto provocará que, en el futuro, nadie tenga privacidad. Todo mundo estará expuesto a ser exhibido. Yo “platico” con algunos amigos y amigas a través del inbox, del Facebook. Ahí queda registrado mi juego imaginativo. Alguna tarde, alguien usará esas conversaciones como prueba de mis “perversiones” y desvaríos.
Como en los años sesenta, era escasa la toma de fotografías, ahora los comitecos (e imagino que la gente de otros lugares) aprecian ver una fotografía de esos tiempos. Para quienes vivimos los años sesenta nos devuelve una luz ya casi apagada. Una fotografía antigua es como una vela que exorciza la oscuridad de la memoria, porque nuestra memoria necesita bujías para alimentar la luz. ¡Qué bueno que ahora todo mundo lleva un registro de imágenes! La memoria del hombre (en la mayoría de casos) es endeble y tiende a olvidar, tiende a contagiarse del Síndrome del No Me Acuerdo. Por esto, digo que es bueno que ahora todo mundo tome fotografías y las conserve en álbumes digitales, aunque corramos el riesgo de que, como advierten los chamulas, cualquier tipejo nos robe “el espíritu” y luego nos anden balconeando en el youtube.
En la foto de César Luis aparecen tres edificios emblemáticos. Dos de ellos aún siguen de pie y otro “cojea”. La Zapatería Nueva sigue como en sus mejores tiempos; La Comiteca, igual, sigue oronda. Pero (ay, Dios mío, cuántos recuerdos), el edificio que está al fondo ya cambió su vocación. En esta fotografía se ve el letrero del Cine Montebello, la entrada principal y una cartelera, así como dos balcones de la planta alta. Ahora, este edificio alberga el Teatro Junchavín. La foto que César compartió, sin duda, hizo luz en la memoria de muchos comitecos. Ya te conté que en los años sesenta el cine era la principal diversión de nuestro pueblo. El otro día, don Rafa Pascacio, gerente de los Cines Comitán y Montebello, regaló a Comitán su testimonio de ese tiempo. Dicho testimonio fue publicado en la Gaceta Kujchil, gaceta oficial de la Dirección de Cultura, del Honorable Ayuntamiento Constitucional de Comitán de Domínguez 2012-2015. Don Rafa recordó lo que una vez te conté: el cine Montebello tenía los sanitarios a los lados de la pantalla. ¡Dios mío, nunca lo propusimos para el Record Guinness! ¡Hubiese ganado! ¿En dónde se ha visto que un cine tenga los sanitarios a los lados de la pantalla? ¡En Comitán! ¡En el Cine Montebello! La gente miraba la película, tranquilamente, pero de pronto cuando alguien abría la puerta del sanitario y una línea de luz iluminaba la butaquería. Todo el mundo dejaba de ver la pantalla y miraba quién entraba al baño. ¡Dios mío, qué pena! A mí me gustaría saber qué pensaban las muchachas bonitas de esos tiempos. Tal vez alguna amiga de ese tiempo pueda contarme uno de estos días.
La foto de César me iluminó. Bendigo a todos los que se contagiaron con el Síndrome de los japoneses. Hoy hago lo mismo. Me encanta que los jóvenes, los viejos y los niños jueguen con sus cámaras y compartan las fotografías. Una vez, el maestro Julio Avendaño (hijo del maestro Rey) y yo estuvimos en la casa de Marirrós, ella sacó un álbum y vimos algunas fotografías de su papá. Maestro Julio dijo: “a mí me gusta mucho ver fotografías”. Eran unas fotografías en color sepia. No creo que exista alguien en el mundo que no disfrute ver fotografías. No sólo las fotos que aluden a nuestro pueblo o a nuestra gente cercana. ¡No! A la gente le gusta ver fotos de cualquier índole. Ahora, en el Facebook vemos fotos de todo, realmente ¡de todo! El otro día vi la foto de un compa que andaba orinando, detrás de un carro. Sus amigos le tomaron la foto y la subieron al Facebook. El pie de foto decía: “Estaba tan bolo, que este perro confundió el carro con un árbol”. Ah, se volvió la botana del día.
Lo bueno del síndrome de los japoneses es que ha alentado a muchos a convertir la fotografía en arte. La mirada ha dado el salto de un mero pasatiempo a una pretensión de arte. En Comitán ha proliferado el entusiasmo de los jóvenes por hacer exposiciones de fotografías con una mirada diferente. Ya incluso, Fredy Culebro inauguró un Estudio Profesional para que los fotógrafos puedan hacer fotos con calidad.
La revolución tecnológica modificó nuestra vida cotidiana. Ahora, la gente no tiene necesidad de asistir a una sala cinematográfica, basta colocar un devedé en casa para ver el cine en una súper pantalla plana, con sonido de excelencia. Creo que hemos ganado. Ahora, cualquier cinéfilo puede elegir que ver. En tiempos del Cine Montebello nos chutábamos las películas que las distribuidoras proponían. Yo (debo confesarlo) siempre preferí el Cine Montebello al Cine Comitán, porque el Montebello exhibía películas extranjeras. No vayás a pensar que soy un malinchista. Fue cuestión de gustos. En la actualidad, en materia cinematográfica, sigo con los mismos gustos. De vez en vez veo una película mexicana, pero el noventa por ciento de las películas que veo son extranjeras: norteamericanas, inglesas, francesas, italianas. Sí, la verdad es que veo poco cine latinoamericano. No sé, algo pasa con el cine de nuestras tierras que no alcanza el grado de excelencia que sí alcanzan otras cinematografías. Hoy ¡soy feliz! Tengo la hermosa capacidad de ver el cine de los grandes autores de todos los tiempos. Pero, también debo confesarlo, extraño mucho el cine de mis años adolescentes. ¡Extraño al Cine Montebello! Por esto, cuando vi la foto de César Luis, de inmediato fui a buscar una lupa para ver los detalles. Ya sabés que tengo una memoria de corto circuito, por esto necesito alguna cinta de aislar que permita enredar los cables del pasado con mi presente (al contrario de su vocación, ella me une y no me aisla).
Recordé que mi maestro auxiliar de inglés, en secundaria, se paraba frente a esa cartelera que está en la foto y me decía que le llamaba la atención cómo los traductores cambiaban los títulos originales de las películas, y entonces ponía un dedo sobre el cartelón y leía el título en inglés (que estaba en letras pequeñas) y hacía una traducción literal. Recuerdo, por ejemplo, una maravillosa película (que volví a ver, en devedé, hace quince o veinte días) que, originalmente se llamó: “One flew over the cuckoo’s nest”, y que en traducción literal (decía él) debía ser “Alguien voló sobre el nido del cuco” se llamó “Atrapado sin salida”. Ahora sí que como dijera mi amigo Paco: “¡Que va del pulso al culo!”. Pero eso era una minucia. Lo importante era llegar a tiempo, pasar a taquilla y comprar el boleto. Subir una pequeña escalinata, abrir una cortina de color azul (del mismo color de las butacas) y sentarse, en la planta baja o en la alta. En el Cine Comitán había dos secciones: luneta y la llamada “gayola”. La gayola era más barata, en lugar de butacas individuales había planchones de madera donde la gente se sentaba. Esto provocaba (nunca lo pensamos así, pero así era) una división de clases sociales. Por esto, los de gayola aventaban olotes a los de abajo. En el Cine Montebello no existían estas divisiones clasistas. El costo de entrada era único. La sala tenía un plafón de triplay. De vez en vez se oía la carrera de los ratones. En una ocasión (es cierto, te lo juro) subí a la planta alta, cerca del fondo, al lado de uno de los balcones que daba a la calle (y que se logra ver en la foto), me senté, abrí la bolsa de cacahuates japoneses y disfruté la película de cowboys (tal vez una película con Gregory Peck o con John Wayne o con Glenn Ford o con Robert Taylor o con Juan de las esponjas). A la hora que los vaqueros iniciaron la persecución de los indios y la pantalla se llenó de polvo por el galope de los caballos, el “cielo” del cine también se cimbró con la carrera de dos o tres ratas (tal vez perseguidas por un gato) y una hoja de triplay se despegó del plafón. Mario juraba que vio una rata caer sobre la cabeza de una muchacha que estaba sentada dos o tres filas delante de nosotros. Yo esto no lo vi. Lo que sí vi es que la hoja se desgajó y nos bañó de polvo. La proyección se suspendió. Personal del cine subió para ver qué sucedía. Diez minutos después y cuando los espectadores nos habíamos pasado al otro lado o habíamos bajado, la proyección se reanudó. Cuando, dos o tres años, después, asistí a la proyección de una película, en la ciudad de México, en una sala con la novedad del “Sensorround” pensé que en Comitán, en el Cine Montebello, habíamos tenido estos dispositivos con mucha antelación.

Posdata: te pido, querida mía, que veás entre tus familiares si tienen por ahí alguna foto de la fachada del Cine Comitán. Por favor, te lo pido. Si la encontrás y me la compartís te daré un premio. ¿Qué cosa? Ah, luego te digo. ¿Sale?

viernes, 27 de diciembre de 2013

AHÍ VIENE LA A





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como un diccionario mojado y mujeres que son como la letra o.
La mujer letra o es una mujer políglota y sorprendente. No está en el mar, pero sí en la ola. Su deporte favorito es jugar bolos, pero odia a éstos cuando se quedan durmiendo sobre las mesas por exceso de güisqui.
Ella no canta, pero está en el canto; ella no danza pero está danzando. ¿Confuso? ¡No! Ella es mujer río de nubes sin contaminantes. Por esto digo que ella es sorprendente e inesperada. No está en la tecla, pero sí en el piano. No está en el yate ni en el tren, pero sí en el auto.
Ella (ya lo imaginó el lector) no es bulímica, al contrario, ella es redondita como una dona de chocolate o como una pulsera de oro. Por esto, sus amados la llevan en el corazón como se lleva una botella de agua, como se canta a la hora del karaoke, como se pone el antifaz en carnaval.
Se lleva bien con sus primas, las demás vocales. No le queda de otra. Ya lo dice el dicho que prima y mortaja ¡del cielo bajan! Tiene comportamientos atípicos. Ella no baja las escaleras, ella ¡rueda! Rueda como sonrisa en tobogán, como panza de orangután, como sombra de culo de botella, como ojo de ojal.
Ella, desde hace tiempo, emprendió una campaña de limpieza étnica lingüística. Su grito de batalla es que no haya una sola palabra con o que no tenga la forma perfecta del aro, del círculo y de la conferencia. Se le hace una burrada que ese estúpido flaco lleve una o en su estructura. ¿Cómo es posible que un flaco lleve esa letra tan gordita? ¿Por qué la luna no lleva una o en su nombre cuando está en su fase de luna llena? ¿Por qué el mundo es tan absurdo?
La mujer letra o es como un pez a la hora de la vigilia, como un cactus en medio del aire. Se asfixia a la hora que mira los árboles llenos de alas, a la hora en que el ángel se oxida a mitad de una carretera.
No tiene empacho en jugar a ser dedo sin ser dedal, en ser novia de un estrellado sin estrella. No tiene inconveniente en ser como los otros, siempre y cuando no tenga que ver hacia atrás. Ella es soberbia porque cuando el sol desaparece ella no se apaga, ella sufre ¡un apagón!
¿Quién es el mejor amigo de la mujer letra o? ¿Quién puede atreverse a decir algún nombre? No es el mar, ni la luna ni la estrella. No es la luz, ni la blusa ni la casa.
Le encanta mirar los edificios pero no puede caminar en las calles, ni en las banquetas ni en los puentes. Para disfrutar el viento, ella debe caminar por los ríos. Los ríos son su único territorio afable, su único cantón.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como resorte de calzón y mujeres que son como un sostén roto.

lunes, 23 de diciembre de 2013

LOS CAMINOS DEL SEÑOR





“Es lógico”, decía el tío Hermisendo, mientras fumaba un cigarro en el corredor de la casa. Para todo problema él daba esa respuesta como solución: “es lógico”. Por esto era lógico que mi prima Elena (la prima más bella de la región) heredara ese pensamiento y, desde niña, dijera que la vida tenía su propia lógica. El tío golpeaba el cigarro con su dedo índice y tiraba la ceniza adentro de una maceta, siempre que estaba a punto de decir la famosa frase. Ah, cómo se enojaba la tía Hermisenda. Al tío se le quitó la maña hasta la noche en que la tía, con una palita de madera, levantó parte de ceniza (revuelta con tierra) y las colillas y fue al cuarto del tío. Ahí, con cuidado, levantó las cobijas y esparció las cenizas y colillas sobre la cama del tío. ¡Santo remedio! Cuando nos enteramos en casa de esto, mientras todos reíamos, Mi prima, muy seria, limpiándose las manos sobre el mandil, dijo: “La vida tiene su propia lógica”.
Por esto, cuando mi prima se huyó con el novio (ah, cómo lamentamos todos los primos el suceso, porque nos dejó casi casi huérfanos de vida) todos dijimos que era lógico que huyera, porque la vida tiene para cada uno de nosotros ¡un camino lógico!
A la tía Hermisenda no le alcanzaron los setenta y cuatro años que vivió para llorar la ausencia de su hija (nuestra prima). No le bastaron porque ella no le encontraba la lógica a la acción, pero los demás (los primos) sabíamos que era lógico que ella huyera con el novio, cuando apenas había cumplido los trece años y estaba entrando en los catorce. Era lógico que lo hiciera porque mi prima Elena tenía eso que llaman chispa de vida. Se notaba en su andar que era como de paso de garza a mitad de una pasarela. Abría la puerta de calle, miraba cuánta gente caminaba sobre las banquetas y como si lo anunciara sacaba un pie. ¡No tenía cuerpo de niña de trece! ¡No! Por alguna razón su cuerpo era como de muchacha bonita, de la Costa, de diecisiete años, entrando en dieciocho. Sus muslos eran como dos velas dedicadas a San Nabor (el santo de luz y buen sabor) y sus pechos eran como dos racimos de nubes a punto de lluvia. Su piel siempre estaba húmeda, sin importar la estación del año. En invierno ¡estaba húmeda! El ligero sudor que emanaba de su cuerpo era un sudor cálido, como niebla de color azul. Nunca supimos por qué ella era así, pero sí intuimos que la vida había instalado su propia lógica en su cuerpo. Era llena de vida. Me da pena decirlo, pero la primiza era como una jauría detrás de ella. Nos gustaba estar con ella, era como bañarse en su luz. La jalábamos para todos lados, para ir a montar bicicleta, para ir a “La tapadera” a bañarnos, para ir a cortar moras, para ir a jugar quemados en el patio de la casa de tío Arnulfo, para subirnos a los árboles a cortar pomarrosas, para jugar a las escondidas, para ocultarnos debajo de las camas y oír cómo latía nuestro corazón, para sentir su cuerpecito húmedo junto al nuestro. Cuando el tío Hermisendo se enteró que su niña había desaparecido con el novio de veintidós años, golpeó de manera delicada su cigarro con el dedo índice (ya sobre un papel periódico que tenía sobre una mesita) y dijo: “Era lógico” y siguió leyendo el periódico. Ya dije que a la tía Hermisenda no le alcanzó la vida para llorar la ausencia de su amada hija. Y a nosotros, los primos, no nos alcanzará la vida, también, para lamentar la ausencia de nuestra amada prima. Nos dejó huérfanos en la mera edad en que la necesitábamos más. Después de su ida fuimos perros extraviados. Salíamos a la calle en busca de alguna sustituta, pero nunca la hallamos. Algunos nos casamos en intento absurdo de encontrar una compensación, pero todo fue inútil. La vida, lo sé ahora, tiene su propia lógica y, a veces, nos desbarranca o nos eleva a las alturas del cielo. Nosotros conocimos el cielo, pero luego nos desbarrancamos y llegamos a lo más profundo del pozo.
Nunca supimos qué fue de ella. Algunos, en Comitán, nos decían que la habían visto en Veracruz; nos decían que vivía en una casa enorme, al lado del mar y que tenía un yate tan grande como la nave del templo de Jesusito. Otros nos decían que la habían visto en un tianguis en Tepito, que vendía ropa íntima, hecha en China. Y otros, los más, nos decían que la habían encontrado en un tugurio de mala muerte, en Arriaga. Que se les había acercado y había ofrecido su cuerpo por doscientos pesos. Nos contaban que su cuerpo siempre estaba húmedo. Nosotros, los primos, creímos todas las versiones y no las creímos. Era posible. Era posible que así fuera, porque conocíamos a Elena (la prima más aire que todas las demás primas del mundo) y porque sabíamos que la vida tiene su propia lógica y era lógico que ella, ¡toda vida!, saliera a buscar la vida.

sábado, 21 de diciembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA NAVIDAD ES UN CANDADO





Querida Mariana: ¿vos pensás alguna vez en los candados? ¿Pensás en la navidad como un enorme candado?
El diccionario dice que el candado es un chunche que sirve para “asegurar puertas, ventanas, tapas de cofres, maletas y un largo etcétera”. Claro, como casi todas las cosas en la vida, el candado necesita un par de argollas para que funcione como tal. Mientras el candado está sobre la mesa para nada sirve. Es necesario que el candado se abra y luego se cierre alrededor de un par de argollas para que cumpla con su función de “asegurador”. Aún cuando esto es relativo, porque a las tres de la mañana un delincuente, con auxilio de una segueta, corta de tajo la vocación del candado.
Esto del candado parece una cosa intrascendente, pero no lo es. Hubo un tiempo en que bastó una cerradura para asegurar el negocio. En los años cincuenta, en Comitán (como en cualquier ciudad del mundo), bastaba “emparejar” las dos puertas del negocio y echar llave. Luego, con el aumento de la delincuencia, fue necesario colocar dos o tres cerraduras a la puerta. La tía Chabe decía “si van a robar ¡que les cueste trabajo!”. Conforme los índices de delincuencia aumentaron fue preciso llamar a un herrero para que agregara dos o tres pares de argollas que permitieran asegurar dos o tres candados (mientras más grandes y fuertes ¡mejor!).
Francoise (quien es un franchute avecindado en San Cristóbal de Las Casas) cuenta que en París hay un puente que se llama Pont des Arts (más bien debería llamarse el Puente de los amantes). Francoise dice que en algún momento a alguna pareja de amantes se le ocurrió sellar su pacto de amor cerrando un candado en uno de los barandales laterales. ¡El mito creció! Cuenta que ahora son miles y miles de candados asegurados en esos barandales. Francoise dice que es una pena que esos candados no sean campanitas porque sería hermoso cruzar ese puente sobre el río Sena y oír el tañer de miles de campanas. Pero, continúa Francoise, si el caminante pone atención escucha miles de historias que salen de esos candados.
A veces, sobre todo en esta temporada, pienso que la navidad es como un candado asegurado en el Pont des Arts que todos llevamos en el corazón. Porque el candado asegura que al delincuente le cueste trabajo entrar al local donde el comerciante vende celulares y Ipads; pero, también tiene la cualidad de apresar. El otro día todo mundo vio en la televisión la imagen del niño que durante tres años estuvo encerrado en un cuarto. Su mamá (enfermera) lo encadenaba a una de las patas de la cama. Para asegurarse que el niño no escapara, la mamá (obvio) aseguraba la cadena con un enorme candado.
La navidad, niña bonita, es un candado que nos asegura y nos encadena. Magú, genial caricaturista, tiene una serie de cartones donde el pavo (guajolote) es el principal protagonista. Con su humor característico, Magú nos refriega en la cara el lado oscuro de la navidad. Es decir, no todo es hojuela con miel. El pavo reniega de esta temporada donde lo pasan a joder. Si estas fábulas geniales de Magú las trasladamos a la realidad encontramos que la navidad es una etapa que, si bien fomenta la unión familiar, también pasa a joder otros segmentos de la sociedad. En esta temporada es cuando es más jodido ser jodido. ¿Qué hace el albañil cuando se entera que sus tres hijitos pidieron a Santa muñecas y bicicletas? Este albañil se debe sentir como el pavo de la caricatura de Magú.
En esta temporada (¡Dios mío!) tenemos que soportar los villancicos que nos avientan como cubetadas de agua helada. El padre Carlos odiaba esa cancioncita de “los peces beben y beben y vuelven a beber…”. ¿Sabés por qué beben los peces? ¡Por ver a Dios nacer! Pucha, es el mejor pretexto que inventó el hombre para beber. Y por esto, entonces, ahí tenés a miles de comitecos y tuxtlecos y turulos y coletos bebiendo sólo por ver “a Dios nacido”. Y parece que los miles de bolos se tiran plancha porque lo único que alcanzan a ver es a Lucifer metido en sus estómagos al otro día que padecen una cruda que no se la quitan ni con un buen cocido acompañado con chile siete caldos, ni con diez micheladas bien frías.
¡La navidad es un candado! La navidad actual nos encadena al tobogán consumista y a la avalancha de los excesos de todo tipo. Bueno, con decir que hasta de rezos quedamos hasta la coronilla. Yo no sé cómo Jesús pichito puede dormir con tanta tricazón y con tanta luz de bengala.
¿Y qué decís de los ponches con piquete? Yo, como Bora, respeto todas las ideologías y todos los modos de ser, pero no sé cómo a la gente le gusta tomar ponche de piña con pedazos de pan marquezote remojado. Llega el momento en que el pan se deshace y la infusión se convierte en un agua pastosa. ¿Los jóvenes se burlan de los viejos porque comen el pan “shopeadito”? Bueno, ni se preocupen, en esta temporada se convertirán en viejos a la hora de tomar ponche. A mí me parece más digno el ponche de frutas que preparan en el centro de México. Pero, bueno, en gustos se rompen géneros y piñatas. Porque no hay posada que pueda llamarse tal si carece de un buen par de piñatas para romper. Los niños y jóvenes disfrutan las piñatas. Tal vez ahora es mejor que ya no existan piñatas hechas con cántaros de barro. Recuerdo (ingrato recuerdo) una posada en que hicimos la rueda en torno a una piñata suspendida en un lazo detenido de dos pilares del patio de la casa de Ramiro. Todo era algarabía, a una niña que levantaba el dedito, la tía Romelia la jaló al centro del patio, le colocó un pañuelo como venda en los ojos, le dio un palo de escoba y comenzó a darle vueltas, unas para la izquierda, otras para la derecha. Todo mundo expectante, risueño. Una vez que la niña de vestido rosa y calcetas blancas estuvo mareada. La tía Romelia la colocó frente a la piñata y comenzó a dar palmadas con sus manos y a gritar: “dale, dale, dale, no pierdas el tino”. Todos hicimos lo mismo. Mis amigos estaban con el pie izquierdo adelantado, como si fuesen corredores de los cien metros en pista olímpica. La niña comenzó a dar palos de ciego contra el aire. Un hombre, detrás del poste, jalaba la cuerda y elevaba la piñata para que ésta no fuese golpeada por la niña. Yo, mi niña bonita, pensé que era una crueldad lo que los adultos hacían y los niños no nos percatábamos. Sentí pena por la niña. Había levantado el dedito, era cierto, nadie la había obligado a tal tormento. La habían vendado de los ojos; le habían dado vueltas una y otra vez hasta marearla; había caminado de manera torpe, como en cubierta de barco a mitad de un huracán; y, ahora, la engañaban, porque, sin ella saberlo, le movían la piñata. ¿Era este un juego honesto? ¡No, no lo era! ¿Por qué los adultos le hacían esto a la niña? Luego, muchos años después, entendí que esos son los juegos de la vida. Pero nadie, nadie de los que estaban a mi lado, se dieron cuenta de esto que te cuento. Todo mundo reía, palmeaba y gritaba eso de “no pierdas el tino”. Hubo un instante (siempre es así) en que el hombrejalacuerda se equivocó y la niña logró darle un golpe a la piñata que se desgajó al piso: tepalcates, dulces, limas, mandarinas y cacahuates se precipitaron al piso. Mis amigos corrieron al centro y se aventaron, hicieron una casita con sus brazos y jalaron las frutas y cacahuates para contenerlos con sus pechos. Vi a la niña, parada en el centro, como si fuese una virgen con la multitud a sus pies, quitarse la venda y sonreír. Entonces (ya sabés lo que pasó, mi niña), el estúpido jalacuerda movió ésta para hacer que el residuo de la piñata cayera al suelo y un tepalcate, como meteorito, fue a dar a la cabeza de la niña del vestido rosa. Ella, igual que una mandarina, se desgajó también y cayó al piso. La mamá acudió pronto, se hizo paso entre la multitud que le valía madres el suceso ingrato, la cargó entre brazos y corrió hacia la puerta. Imagino que la llevó con un doctor. No lo sé. En mi cabeza seguía el sonsonete de “dale, dale, dale, dale…”. Yo miraba todo desde el corredor, recargado en un poste de madera. Hasta ahí llegó Víctor y me dijo que agarrara un dulce del bonche que llevaba abrazado. No quise. ¿Quién iba a ser tan ingrato como para tomar un dulce en ese instante? ¡El tío Armando! Víctor me había ofrecido a mí, pero el tío alargó la mano, tomó una mandarina y comenzó a pelarla.
Mi Paty dice que soy un anormal. Así lo dice. Dice que soy como el viejo Scrooge, personaje inolvidable de Charles Dickens, que odia la navidad. Los jóvenes dirían que soy un Grinch, que es un personaje más reciente que, entiendo, trata de robar la navidad. ¡No, no es para tanto!
De esta temporada me disgusta la retahíla de villancicos que, tal vez a fuerza de tanta repetición, he llegado casi a odiar. No soporto el abrazo de medio mundo. Como, según parece, es una época en la que hay que dar “amor”; medio mundo me abraza. El tipejo que anduvo jodiéndome todo el año cree que tiene el derecho de seguir jodiéndome, me detiene en la calle y, con su sonrisa de mico desenfrenado, me jala y me abraza, mientras me dice: “¡Que Dios bendiga esta navidad!”. Es cuando pienso en los pavos de Magú. Es cuando digo que ese tipejo me vio cara de guajolote y que, en realidad, sus intenciones son verme deshuesado. ¡Es imposible, mi niña, que alguien pueda, de la noche a la mañana, cambiar de paradigmas! Estos tipejos jodones no saben bien a bien en qué consiste el amor ni la paz. ¿Cómo se atreven a prodigar abrazos por doquier cuando todo el año se pasan jodiendo al prójimo? ¡Esto último sí lo saben hacer muy bien! Y, sobre todo, no soporto ese afán consumista de estas temporadas, propiciada por las grandes cadenas comerciales. El otro día fui a Aurrerá y con lo primero que me topé fue con una montaña, sí, una montaña, de pantaletas rojas y amarillas. Yo, que sabés que soy perverso y un poco fetichista, me sentí abrumado ante tanta lencería barata, corriente. El rojo era un rojo de boca de prostituta de burdel de tercera y el amarillo era un amarillo de Lago de Montebello en temporada de lluvias. Medio mundo femenino (cuenta el primo de un amigo) debe ponerse un calzón rojo (la última noche del año) para que tenga amor durante el próximo, y un calzón amarillo para que tenga mucho dinero. ¿En eso se resume el afán de vida? ¿En amor y en dinero? Cuando, todo mundo lo sabe, el amor es un concepto huidizo y, tal vez, inexistente. Porque si una mujer se pone un calzón rojo quiere indicar que el amor está colocado en la entrepierna. Entonces no está deseando amor, está pidiendo ser una caliente cuyo cuerpecito en todo el 2014 no tenga sosiego. Pensé en una pantaleta de color discreto, en una lencería fina, en un color dorado, en un rojo granada apenas en etapa de maduración. La montaña de pantaletas rojas y amarillas de Aurrerá era una ofensa al gusto. Y ahí estaba frente a mí, diciéndome ¡cómprame, cómprame! Y supe que la montaña lograba su efecto hipnotizador, porque dos mujeres buscaban, en medio de la montaña, una de su talla. Bueno, era tan de mal gusto, que ni siquiera pensé en decirle a una de ellas si quería que le ayudara a probársela.
No soy un Scrooge ni un Grinch. Me gusta ver el cielo en esta época. Disfruto ver la alegría de los niños la mañana del veinticinco que juegan con los obsequios que les dejó el viejito de la nochebuena. Pero no puedo evitar un cierto hilo de nostalgia que abre un hueco en mi espíritu. ¿Qué pasa con la hijita del albañil que no recibe juguetes? ¿Qué pasa con la mamá del borracho que sigue al pie de la letra esa estupidez del Maratón Guadalupe Reyes? Voy a una posada y a la hora que cuelgan la piñata y los niños hacen la ronda, no puedo evitar la imagen de la niña del vestido rosa y entonces me jodo. Me jodo porque veo cómo es el mundo y todo lo veo extraño y raro y perverso. Y todo tiene un sabor de ponche de piña, frío, pastoso, con los cuadritos de pan ya hechos pasta como caca de gallina.
No me gustan los abrazos. No me gusta todo lo fingido, odio el árbol de plástico. Sólo los nacimientos me gustan. Los nacimientos comitecos con carneritos de algodón y lagos hechos con pedazos de espejos sucios. No me gusta estar atado, con un candado, a esta época navideña. Lo siento, no puedo evitarlo.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

LA COSTUMBRE





Mi mamá decía, a cada rato: “¡Cierra la puerta!”. Lo decía porque la puerta “se abría” a cada rato. Juan decía que era el viento y Rosacruz (quien en el nombre llevaba colgado el misterio) decía que no era el viento, decía que eran los fantasmas chocarreros que a cada rato cruzaban de un cuarto a otro. La cosa es que la puerta, por más que yo la cerraba volvía a abrirse. Rosendo decía que era porque no tenía chapa de seguridad, era una puerta abatible con mosquitero, hecha de madera, de madera liviana. Por esto, Rosendo decía, la puerta se abre a cada rato. ¿Por qué papá no le ponía un pasador a la puerta? Nunca lo supe, pero yo pensé que era para que mi mamá no se encerrara, era para que la puerta siempre estuviese abierta. La cosa es que yo, a cada rato, tenía que levantarme para cerrar la puerta.
La puerta era un simple marco de madera de pino, sin barnizar. Mi papá le había puesto una tela de mosquitero, de color verde. Con el tiempo el extremo inferior izquierdo se había abierto y mostraba un hueco por donde pasaba “Fedo” (que era el perrito mascota de Lupis). Yo advertía que la puerta tenía un cierto desnivel que provocaba que la puerta se abriera. Una vez, Lupis puso un cartón entre el marco de la puerta y la pared a fin de que la puerta permaneciera cerrada, pero el roce del cuerpecito de Fedo hizo que el cartón cayera. Entonces todo fue más complejo, porque la puerta siguió abriéndose y desde donde estaba sentado miraba que el cartón se movía en el suelo. Juan decía que el viento movía el cartón, pero Rosacruz insistía en que un fantasma chocarrero lo pateaba. “¡Miren, miren!”, decía y nosotros veíamos que el cartón se movía unos treinta o cuarenta centímetros. Yo quería creerle a Juan, pero advertía que en ese cuarto el viento no entraba. Tal vez Rosacruz era quien tenía la razón y algún fantasma chocarrero era quien hacía la travesura.
Cuando mi papá murió, mi mamá, al día siguiente del entierro, llamó a Emilio, el carpintero del barrio. Emilio llegó con una caja de madera con martillos, garlopas y formones. En menos de diez minutos desmontó la puerta con mosquitero y los cincuenta minutos restantes de la hora los destinó para montar una puerta de cedro con un pomo dorado maravilloso. Toda la familia presenció el cambio de puerta. Mi mamá entró a la cocina y bajó el pomo donde guardaba unos billetes. Regresó y le pagó a Emilio, quien se guardó el billete, tomó su caja de herramientas y dijo que estaba a las órdenes. Mi mamá probó la puerta, tomó el pomo con la mano derecha, le dio vuelta y jaló la puerta. ¡La puerta se abrió de manera generosa! No hizo ruido alguno (debo decir que la otra puerta, la del mosquitero verde, hacía ruido cada vez que se abría). El tío Rubisendo aplaudió y celebró el cambio. Fue a la cocina y regresó con una botella de comiteco. Repartió unos “pitutazos” servidos en pequeños dedalitos de plástico. Todos brindamos (hasta los niños). En eso oímos el ruido de la puerta (el mismo de la puerta con mosquitero verde) y vimos que la puerta nueva estaba abierta. “Es que no la cerraste bien”, dijo Juan, pero Rosacruz, sentado en el esquinero más oscuro, dijo: “No sean necios, ya se los dije, son espíritus chocarreros”. En el instante que lo dijo, el cartón se movió en el piso, se movió como treinta centímetros, como si fuese una culebrita. ¡Y no había corriente alguna de viento! Todos tomaron el trago de comiteco, de manera apresurada, mientras la tía Romelia decía: “¿Y ahora, por dónde pasará Fedo?”.

lunes, 16 de diciembre de 2013

CUANDO LA LUZ SE HACE





Imaginá que te llamás mirada. Imaginá que sos mirada. Podés ser mirada de muchacha bonita, de esas que se posan en los ojos de los muchachos. Ya luego (dicen las expertas) la mirada se dirige hacia el pecho del amado y, en tercer lugar, en el trasero. La mayoría de miradas se dirige, en primer lugar, hacia la otra mirada. Y es que si sos mirada serás privilegiada, porque, ya lo dice el dicho, “la mirada es el reflejo de las intenciones”. Si sos mirada de hombre perverso, entonces sí, te posarás de inmediato en los pechos de una muchacha bonita o en su trasero y andarás trepada en las azoteas, detrás de los tinacos, mirando las ventanas donde las muchachas bonitas se desnudan en sus cuartos. A medida que la muchacha se quite la blusa, el sostén, la falda y la pantaleta, en esa misma medida te irás calentando, te pondrás roja por la inyección exagerada de sangre y correrás el riesgo de un derrame. Irás a esas salas oscuras, de terciopelo rojo, donde exhiben películas XXX. Harás el esfuerzo para que tus ojos no se cierren y estarás pendiente de las butacas de al lado, donde una prostituta, como si calentara tostadas en el comal, acaricia el pene erecto de su cliente.
Pero, podés ser mirada de anciano y tus ojos tendrán la misma piedra que tienen las columnas del templo de Éfeso. Si sos mirada de anciano, tus ojos se acostumbrarán al blanco de los pabellones y de las enfermeras. Verás las bacinicas con aguas y flemas verdosas. Te contagiarás del paso de auto descompuesto de los viejos y caminarás como si la velocidad de la luz tuviera trabada la palanca de velocidades.
Si sos mirada podés elegir ser mirada de niña a mitad del patio, de niño jugando a los carritos, de oficinista envuelto en humo, de maestro que pinta en el pizarrón electrónico y añora el blanco del gis. Si sos mirada estarás expuesto a las miradas de los demás, de los que dan vueltas en los parques, de los que juegan billar, de los que meditan en los cuartos tapizados de madera. Podrás ser mirada de muchacha virgen, de esas niñas que jamás han visto un pene erecto; podrás ser mirada de niña que carga el cántaro de agua todas las madrugadas, envuelta en la niebla.
Lo bueno de ser mirada es que podés desaparecer en cualquier instante. Bastará que cerrés los ojos para eclipsar al mundo. Pero si mantenés abiertos los ojos podrás confundirte porque el mundo, lo sabés, no sólo contiene cosas bonitas. El mundo está lleno de horrores, lleno de telas negras, lleno de puertas izquierdas con marcos apolillados. La historia del mundo está escrita por las miradas de todos los hombres y de todas las mujeres que han padecido el horror de la guerra, de la violación, de la sangre untada sobre los muros. Las miradas, cuando son blancas, tienen el vuelo de las palomas, pero cuando son como claraboyas inundadas tienen el cordel del condenado a muerte.

sábado, 14 de diciembre de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIAJE ES LA CUERDA DEL MUNDO

Querida Mariana: el viaje es la cuerda para que el reloj de la vida funcione. Te parecerá extraña esta declaración, porque vos sos de estos tiempos de relojes digitales. Antes, los relojes funcionaban con un sistema de engranes y era necesario darles “cuerda”. Si alguien olvidaba dar cuerda al reloj éste dejaba de funcionar y se convertía en un objeto inútil, porque la función del reloj es dar la hora y, antes, para dar la hora era preciso que las manecillas se movieran. Ahora, los relojes ya ni manecillas tienen. Es más, ahora los relojes tienden a ser objetos en extinción, porque todo mundo consulta la hora en el teléfono celular. ¿De qué viven los relojeros? ¿Qué componen?
Vos, apenas tenés veinte años y ya conocés varios países de Europa, de Centro América, Norte América y América del Sur. Y como tu sueño es Japón decís que ya andás cebando el cochinito. ¿Yo? Me conocés, no he pasado de Chacaljocom (bueno, es un decir).
Existen personas a quienes les encanta viajar, en cuanto tienen un chancecito de puente ¡lo cruzan! A mí no me sorprende esta vocación. El hombre de la antigüedad tuvo el impulso inicial del viaje. La mayoría (explicaba el maestro Luis Vila, en el salón del sexto de primaria, en la escuela Matías) era nómada. Los sedentarios somos minoría.
No hay gran diferencia entre el viajante de la antigüedad y el viajante contemporáneo. Bueno, por supuesto que no hay punto de comparación entre los medios de transporte. Antes viajaban a pie y ahora lo hacen a través de aviones supersónicos. Pero, en sentido estricto, en el ánimo imperante, el mismo asombro aparece en la mirada del hombre de estos tiempos que en la mirada del hombre de la antigüedad.
Los abuelos platican de los viajes que realizaban. Antes, para viajar a la ciudad de México, los comitecos dejaban firmado su testamento y, en compañía de una recua de mulas, viajaban a Arriaga para abordar el tren que los llevaba a la ciudad de México. Era un viaje que tardaba semanas. Ahora ¡todo es distinto! El otro día, Manolo tuvo necesidad de realizar un viaje urgente a la ciudad de México, el día miércoles. A las diez de la noche, del martes, subió a su estudio, prendió la computadora y compró, en Internet, un boleto redondo. Al otro día, muy temprano, de madrugada, se bañó, condujo su auto y llegó al aeropuerto de Chiapa de Corzo. Antes de solicitar su pase de abordar pasó a la cafetería y pidió un café. Le tocó el asiento 3A. Después de una hora de vuelo llegó a la ciudad de México, subió al Metro y bajó en la estación de Bellas Artes. Caminó, subiéndose el cuello de la chamarra, por la Alameda, porque dos cuadras más allá está la oficina que debía visitar. Entró al edificio y luego al elevador panorámico (sube y baja por el exterior, lo que permite ver la calle llena de gente que camina de acá para allá), entró a la oficina y una señorita, con traje sastre azul, le ofreció un café. Diez minutos después se abrió la puerta del despacho del Licenciado Quiroz y éste le dio un abrazo, le ofreció asiento y colocó, en el escritorio, los documentos que Manolo debía firmar. Manolo salió, pasó a la librería Gandhi, compró el libro que le pedí (“Clases de literatura”, de Julio Cortázar), subió al Metro y llegó al aeropuerto. Ahí, ya en la sala para abordar, tomó un café, leyó el periódico y cuando el sonido local anunció su vuelo, él subió al avión. Total que, a las nueve de la noche, del mismo día, ya estaba de regreso en su casa de Comitán. Al día siguiente, me llamó por teléfono y me dijo que pasara a su despacho por el libro (no aceptó que yo le pagara, me lo obsequió).
En “Cartas a Ricardo”, libro que consigna parte de la correspondencia que Rosario Castellanos le envió a Ricardo Guerra, quien fue su marido y es papá de su hijo, leemos la descripción exacta, graciosa y difícil del viaje que Rosario realiza en compañía de su amiga la poeta Dolores Castro. Rosario y Dolores parten de México y, en barco, viajan a España, donde hicieron estudios de estética y filosofía. ¡Fue un viaje de muchos días, con vómito incluido!
Ahora, la gente realiza viajes de placer en trasatlánticos, pero, difícilmente, alguien toma un barco en Veracruz para viajar a España. Quienes necesitan hacer este viaje, por placer, por negocios o por alguna inquietud del corazón, van al aeropuerto de la ciudad de México y doce horas después, más o menos, ya están en Madrid.
Y digo que no hay una gran diferencia entre el viajante de la antigüedad al de estos tiempos porque el impulso de viajar es el mismo. Viajamos porque sabemos que ahí está el motor de la vida. Recordá que todo aquello que no se mueve ¡se enmohece!
El otro día, en las gradas del lado de la fuente, me topé con David Esponda, el Director del Archivo Municipal. David, mientras como gato limpio se pasaba las manos por la cara, me dijo que viajaría a Guadalajara. “¡Voy a la Fil!”, me dijo, emocionado. Diez o doce días después me topé con él, a mitad de uno de los corredores del parque, y me platicó, igual de emocionado, cómo le había ido en su viaje. ¡Miles y miles de libros, en medio de miles y miles de visitantes a la Feria Internacional del Libro! Esta feria, me explicó, está considerada ya como la segunda feria de libro más importante del mundo. La más importante del mundo es la que se realiza en Frankfurt, Alemania. La emoción de David se debe, sin duda, a que él venció al Goliat que jode a medio México: ¡la hueva lectora! Las estadísticas revelan que los índices de lectura en México son escasos. David es un gran lector, desde siempre, y sabe que el viaje que realizó a Guadalajara, de manera especial para acudir a la Feria Internacional del Libro, fue, en realidad, un viaje doble, porque el final del viaje no fue Guadalajara. Este espacio apenas fue el inicio del gran viaje: ¡el libro! Cuando un lector toma un libro y lo abre ¡inicia el viaje! El viaje más fabuloso que alguien jamás haya realizado. Millones de viajantes han viajado a París, a través del tiempo, pero todos esos millones de viajantes tienen una sensación de vacío porque saben que tienen territorios vedados. Vos -disculpá que sea insistente- ya conocés dos o tres ciudades de Francia y algún día lograrás tu sueño de conocer algunas ciudades de Japón, pero, jamás, oilo bien, tendrás la experiencia suprema de subir a una nave para llegar a la luna. Julio Verne, en su novela “De la tierra a la luna”, nos cuenta cómo (en tiempos en que pocos creían que el hombre llegaría a la luna) se planeó un viaje hacia el satélite.
A pesar de que casi no he salido de casa ¡he viajado mucho! Lo he hecho, desde mi casa, gracias a los libros. Cada vez que abro un libro lo hago con el convencimiento de que realizaré un maravilloso viaje. No caigo en la rutina, siempre realizo el ritual del viajante experto. Cuando alguien prepara un viaje, no sólo prepara la maleta, también prepara su ánimo. Hay un cierto nerviosismo en todo viajante que no tiene comparación. El viajante hace el viaje con el convencimiento de que hallará cosas novedosas en otras tierras. Y así sucede. María Girasol dijo el otro día que el libro permite ampliar nuestro entorno. Los seres humanos no tenemos más que una vida, y, en la mayoría de los casos, ésta es limitada y sin muchas perspectivas. La lectura nos permite ser un poco “otros” y vivir otras vidas.
Para llegar a París vos tuviste que viajar horas y horas, primero en auto y luego en aviones. A mí, me ha bastado abrir un libro de Julio Cortázar para, de inmediato, instalarme frente al río Sena y mirar los paquebotes que lo recorren. Me ha bastado leer unas cuantas líneas para viajar y conocer el Pont des Arts y ver los clochards que, abrigados en medio de cartones, y con las manos adentro de las chamarras gruesas, escuchan los pasos de la gente de “arriba”. Pero la magia del libro es que me permite conocer un París que es único e irrepetible. Si, en la televisión, veo un documental que me enseñe París podré tener una visión cercana de la ciudad, pero no una tan precisa como la tuviste vos cuando caminaste esas calles con empedrados de sueño. Los viajantes viajan porque nada hay como tocar el muro para sentir el muro. Por esto, la televisión nos ofrece una imagen parcial de la realidad. Pero, el libro, ¡ah, el libro!, está más allá de la realidad. El París que yo camino cuando leo un libro es otro al que caminás vos cuando leés el mismo libro. Este París mío se formula en la medida que yo lo creo, en la medida que yo lo construyo.
Los seres humanos no somos digitales (bueno, bueno, mi prima Margot parece que sí, porque ella usa un dedito para provocarse placer). Los seres humanos somos como relojes antiguos, necesitamos “darnos cuerda” para estar en movimiento. El viaje es la cuerda con mayor fortaleza. Por esto, el hombre viaja a la menor provocación. Los jóvenes siempre están buscando pretextos para irse de reventón. Hace poco, mi primo Alfonso se tituló de médico general y el festejo fue un viaje grupal a Cancún. Parece que está en los genes del hombre el ansia del vuelo, la revelación del viaje.
Yo, gato casero, seguiré viajando a través de los cuentos y de las novelas. Me encanta esa posibilidad de vida doble. Me encanta estar sentado en una banca del parque de Comitán e ingresar a otro espacio a través de un libro. Ayer fui al parque, me senté y abrí el libro que Manolo me trajo. De inmediato, como si el libro fuese un pasaje, entré a un salón de la Universidad de Berkeley. Desde la puerta vi al hombre que, sentado ante un escritorio y con un pizarrón a su espalda, daba una charla acerca de literatura. Sí, supe, desde el principio que ese hombre era Julio Cortázar. Tenía puesta una playera con cuello mao, cabello largo, barba ochentera. Tenía la mano (enorme) sobre la barbilla, porque escuchaba la pregunta que una muchacha bonita le hacía, desde su asiento. Esta es la otra posibilidad del libro que me encanta, la posibilidad de llevarme a otros tiempos. El libro me traslada desde un espacio en tiempo presente, a un espacio que puede estar en tiempo pasado o en tiempo futuro y todo al mismo tiempo. ¡Uf, qué maravilla!

Posdata: todos somos viajantes, en tiempo y en espacio. Los espacios los decidimos nosotros, el tiempo lo decide ¡el propio tiempo! No puedo detener el avance de un segundo, pero sí puedo, en cambio, decidir qué entorno deseo. El viajante sube al tren, se sienta al lado de la ventanilla y mira a través de la ventanilla. Desde que el tren comienza a deslizarse por la vía una serie de imágenes inéditas comienza a aparecer: pueblos lejanos cuyas casas tienen las luces encendidas; nubes que se evaporan en la penumbra; montañas que son como cuerpos en reposo; y reflejos que muestran a los pasajeros dormitando en los asientos de madera. Estoy hablando de los trenes viejos, de esos trenes que aparecen en el cuento de Eloy Martínez y que son los que llegan al pueblo que se llama Ventana, y que es el lugar donde vive la mujer que Esteban (el protagonista) busca para entregarle el brazo amputado de su amado.
Los amantes auténticos, los que están más allá del mero rejuego del cuerpo; los que saben que la gloria está instalada en el erotismo, también son viajantes y viajan a través del cuerpo de sus amadas. Todos los seres humanos, desde que nacemos, no hacemos más que viajar. Algunos dicen que el viaje tiene un destino y la última estación se llama muerte; otros, más listos, creen que esta estación es apenas una más en el largo trayecto de lo infinito. Otros, los sabios verdaderos, dicen que las terminales son lo de menos. Lo importante de este viaje es ¡el trayecto! Cada instante del viaje lo debemos pepenar, como se pepenan los peshpenes, y lo debemos untar en nuestro corazón. Mentira que regresemos a Itaca, ¡mentira! La vida tiene terminales, pero no tiene retornos, todo es como el viaje de un cometa. Tal vez volvamos a pasar por acá dentro de mil millones de años, pero esto ya será otro espacio y otro tiempo.
Para dar cuerda al reloj antiguo bastaba tomar la perilla con los dedos pulgar e índice y darle vuelta. Era tan simple, tan sencillo, pero había gente que se olvidaba de hacerlo y el reloj se paraba. La vida también es simple y sencilla: basta viajar para darle cuerda, si no ¡la vida se para!

viernes, 13 de diciembre de 2013

PORQUE NO TODO ES UNA TINA





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como una cuerda de ring y mujeres que son como una pulsera de mano.
La mujer pulsera de mano ama las muñecas, aunque sean de trapo. La puerta que le sirve para hallar el camino al bosque es aquella que tiene bisagras de aire. Danza, cuando tiene nostalgia de sillón de abuelo ¡danza! Lo mismo hace cuando su amado cree que todas las mujeres son teclados expuestos en una tienda de bisutería. ¡Ah, qué tontos los hombres! A veces creen que todos los lobos del desierto están ahí para hacer sus ventas de garaje. Porque, de veras qué fiesta tan irreal y tan confusa ¡la venta de garaje! La gente que realiza ventas en el garaje de su casa vende sólo chunches a punto de deshacerse, por el polvo, por la herrumbre o por el color de anciano a punto de desgajarse desde la silla más alta de la rueda de la fortuna. En una venta de garaje todos hallamos pianos con polilla y con la dentadura incompleta; hallamos patinetas sin ruedas (¿para qué sirve una carreta sin yunta y sin ruedas?); hallamos la pipa que fumó el tatarabuelo de Pancho Villa; la maxifalda que usó la tía de Verónica la noche en que fue por primera vez a la disco en los años setenta. Hallamos un par de focos de carretera de camioneta todo terreno (fundidos). La venta de garaje es como una sala del Louvre donde las esculturas son los brazos que le faltan a la famosa estatua. En una venta de garaje hallamos una pantalla de computadora de los años noventa del siglo pasado, un paso de baile, un grano de arena, la sonrisa de Macarena, los labios de una medusa y el cuello del primer hombre que fue guillotinado.
A la mujer pulsera de mano le gusta el hombre que tiene tatuado el pecho, el que tiene pecho de pared grafiteada; el que ostenta su pecho como si fuese un cuaderno de niño de preescolar o que recuerda los dibujos que las estrellas realizan en los cielos de Comitán todas las noches. De esta pasión viene su afición por hacer barquitos de papel o de formar estrellas con palillos sobre la mesa. De esta pasión también viene su afición de sentarse en la orilla de la cama sin sostén en su cuerpo, sólo con su pantaleta. De ahí también viene su deseo de caminar por los lugares más oscuros de la patria, por los callejones donde el delincuente es como un lobo al acecho.
Si su amado la invita a caminar en una azotea, ella, la mujer pulsera de mano, mueve sus manos como si fuesen alas, como si fuesen piernas sobre una pasarela, y acepta la invitación como si fuese un reto para deshojar los gajos del sol o las espinas de la luna.
Sus ojos tienen el embrujo del neón o de la raya que el albañil pinta sobre el cemento; su sonrisa tiene la sordidez del árbol que se estrella contra la jaula del canario; sus palabras son las del cantante de bar, las del merolico que ofrece niñas bonitas en patines. No recuerda quién le dijo que el mar no es un buche de agua; no recuerda quién le dijo que el lodo es bueno para recuperar la lozanía del cuerpo, pero deja que su amado la acueste y unte sus pechos y su vientre con lodo, con lodo sacado de la bolsa del origen del Universo.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como ventanas trabadas y mujeres que son como pasos de baile en madrugada.

lunes, 9 de diciembre de 2013

EN TIERRA COLORADA (1)





No recordarás quién te sugirió conocer la ciudad de Zacatecas. Sí recordarás, en cambio, el día que hiciste caso a la sugerencia. Será lo único que recordarás: ¡el día! No sabrás si fue el tío Armando, con sus botas sucias de minero y su saco negro con manchas de aceite, quien dijo: ¡Sí, mi hijo, Zacatecas es un paraíso!; o si fue la tía Hermisenda, quien, moviendo sus manos como palomas desorientadas pero felices, dijo: ¡Ay, hijito, Zacatecas es un paraíso! El tío Armando lo decía porque el estado es el mayor exportador de migrantes hacia Estados Unidos y “sus mujeres se quedan solas, requieren quien les caliente el fogón”, decía con mirada de tiuca inquieta; mientras la tía decía: “caminás sus calles y la vista se te llena de gusto con esas fachadas de piedra que tienen el color del piñón o el color de las mejillas de tu prima Arturita cuando se sonroja”. Antes que la tía, ya López Velarde había dicho que era “tierra colorada”. Y cuando estuviste en Zacatecas, la primera tarde, viendo a la gente con bufanda, chamarras y guantes en las manos, llevando un café caliente o un champurrado, comprobaste que la ciudad es muy bella. Zacatecas es muy bella y si Cuco Sánchez hubiese tenido oportunidad de elegir habría hecho su cama de piedra, pero de piedra de cantera rosa, de esa piedra que pareciera salir de la carne rosada de alguna virgen.
Caminarás sus calles y entrarás a un local con sillas acojinadas de dos colores, local sin más gracia que la anunciada en el frente: “Gorditas doña Julia”. Verás que la mujer, con mandil blanco, blanquísimo, toma, con sus manos como tamalitos grasosos, una de las gordas de la parrilla de metal y, con un cuchillo, le abre la pancita para rellenarla con nopales aderezados con chile pasilla. Y entrarás al local no porque tengás hambre, sino porque desde ahí verás la fachada del frente: una casa con marcos de cantera rosa y balcones de hierro forjado. Desde ahí nadie podrá decirte algo, nadie podrá pensar que estás hurgando en vidas ajenas o que sos un delincuente midiendo los pasos de los habitantes de esa casa. Pedirás dos gordas, pero no las probarás. Sólo mirarás la casa con los marcos de cantera rosa y pensarás que esa piedra fue tallada por unas manos que hoy, segurísimo, ya no están vivas. ¿Cuántas manos para hacer este prodigio de ciudad, nombrado Patrimonio Cultural de la Humanidad? Y no comerás las gordas porque ni la gula ni la lujuria son pecados veniales. Cuando mucho, si es que la pasión (como a cualquier hombre) te gana ¡una y flaca! Por esto, sonreirás cuando entre el hombre, con sombrero y chamarra azul con cuello de borrega, y pida: “Deme dos gordas para llevar”. ¡Ah, qué maravilla! -pensarás-, los zacatecanos son bien prácticos y bien machos.
Caminarás, vos que te acostás temprano, caminarás a las ocho de la noche y llegarás a un lugar llamado “Pulgatorio”, sólo para saber, a la hora que mirés a las muchachas bonitas zacatecanas, que entran al lugar como si estuviesen ofreciendo una manda, que de esas pulgas no brincan en tu petate, porque vos ni a petate llegás y tus brincos ya son de viejo caimán en plena orilla. El purgatorio -por decreto de la Santa Sede- ya no existe. Pero a Zacatecas los viejos edictos papales les hace lo que el viento al cerro de La Bufa y acá, frente a algo como una alameda está “El Pulgatorio” que es más que una estación entre el cielo y el infierno, es (así lo aseguran los que lo conocen) un espacio donde la vida tiene aroma de aire y de viento con una temperatura de 4 grados.

lunes, 2 de diciembre de 2013

IMAGINÁ QUE TE LLAMÁS NADA



Con un abrazo respetuoso a la familia González Moreno,
por la ausencia física del maestro Juan Manuel.



Imaginá que te llamás Nada, que sos la Nada. Al principio dudarás, dudarás porque, se supone, el fin último del ser es el Ser y si sos Nada ¡nada sos! Pero, como dijera la taza “contengo y sólo tengo un asa”. El asa, a pesar de que está llena de vacío, deposita su ser en el dedo que la apersoga como se apersoga la liana a la rama.
Imaginá que te llamás Nada. Imaginá que todo el Universo está contenido en vos, porque si sos la Nada sos el mayor Agujero Negro. Sos quien concentra el Todo y, como si fueses un molino para moler granos de café, todo lo hacés polvo. Y recordá la sentencia bíblica de que “somos polvo y por eso nadie nos limpia”.
Imaginá que un día te integrás al infinito y toda la familia te busca. Comienzan llamándote a gritos. Van y te buscan en el cuarto, abren el ropero para ver si (travieso) estás jugando. Después de una hora todo mundo se alarmará y la “alarma” correrá como gamo en la sabana. Dos horas después de tu transformación todo mundo dirá que estás extraviado. La abuela, con el rosario entre las manos, rezará y le pedirá a su Dios que conceda el milagro de tu pronta aparición. Pero (pensarás vos) ¿por qué se alarman si acá estoy al lado vuestro? Pero nadie te verá, porque -¡Dios mío!- ¿qué mortal posee el prodigio de tocar a la Nada, de ver a la Nada? Estarás al lado de ellos, como está el aire, como está el rayo de luz, como está cada célula del Universo y no te verán. ¡Qué contradicción! Pensarás de qué te sirve ser la Nada suprema si nadie es capaz de tocarte, de intuirte. Seguirán buscándote y al día siguiente ya todo Comitán correrá el chisme de que has desaparecido. Sí, dirá medio mundo, desapareció de la Nada. ¡Tontos, mil veces tontos! ¿No ven que es al contrario? No desapareció de la Nada, al contrario. Pero, bueno, vos sabés cómo es la gente. No puede ver lo obvio. ¿No mirás que a cada rato andan queriendo, como Santo Tomás, metiendo el dedo para ver si el deseo existe en la entrepierna de la muchacha bonita?
Imaginá que sos como una columna de galletas que un niño construyó sobre la mesa. Imaginá que basta un pequeño golpe en la superficie para que la columna se tambalee. Así es la vida de los seres normales, de todos aquellos que imaginan Ser a través de la posesión de chunches materiales. ¿Has visto cómo los hombres se sienten importantes a la hora que suben a un BMW? ¿Los has visto cómo se pavonean cuando aparecen en las páginas de sociales del Síntesis o, ya de perdida, del Diario C, en su sección de Elvira Morales? ¡Pobres! Juegan a que son el Todo, sin saber que las galletas de la columna construida por el niño se tambalean, lean, lean.
Imaginá, sólo por un instante, que sos Nada. Cerrá los ojos y hacé el esfuerzo de concentrarte en el Todo, en integrarte al Universo y luego, como si entraras a un río de aguas tibias, dejá que tu cuerpo sienta ese vaho de café caliente, esa línea que dibuja el infinito. Dejate consentir por el Todo y pensá que es muy fácil integrarse a eso que, después de todo o de nada, es la Nada, la Nada fundamental, la rotunda, la que, como todo mundo ignora, es el espíritu del Todo. Y ahora, ya puestos en esta línea, pregunto: ¿cuál es la esencia más importante del Ser? ¿Acaso no es el espíritu? Bueno, entonces, ¿ya miraste por qué es importante que jugués a ser la Nada? La Nada, ya lo dijeron los sabios, es el espíritu del Todo. ¡Uf, qué importante serás si Nada sos!

domingo, 1 de diciembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL GATO RESGUARDA SU FORTALEZA





Por primera vez se publica una fotografía que muestra parte de la Fortaleza de Misha, el gato lector.
Si el lector observa con atención verá en el extremo izquierdo una pila de cojines, con un estampado a rayas doradas, negras y blancas (los colores del blasón del gato, que tiene ascendientes japoneses y egipcios); en el extremo derecho se ven dos juguetes que pertenecen a la perra llamada Pigosa. Estos juguetes son los residuos de las batallas que ambos enfrentan. La Pigosa (dueña del territorio vecino) se sube al sillón y desde ahí avienta, como en catapulta, los “pús” a fin de distraer al gato, pero éste jamás pierde de vista su territorio y sus posesiones.
Como todo mundo sabe, Misha es el único gato en el mundo que lee libros. Supera con mucho la media nacional que apenas es de dos libros al año. Misha no sólo lee, sino también es un cinéfilo empedernido. Los biógrafos de Misha mencionan que su abuelo, el viejo Hipólito, fue gato del cine Comitán, en los años setenta. Su abuelo y otro gato, de nombre Celeste, eran los encargados de andar de día y de noche por el escenario y por en medio de la butacas para que los ratones no hicieran suyo un territorio que debería ser exclusivo de los amantes del cine. De ahí, tal vez, su gusto por ver cine de arte.
En el estante de su Fortaleza apenas hay una muestra mínima de su colección exclusiva de devedés. Sólo para demostrar cómo Misha es un buen cinéfilo doy una probadita de tres de los títulos que tiene en ese estante: “Amour”, de Michael Haneke; “Fanny y Alexander”, de Ingmar Bergman; y “Cinema Paradiso”, de Giuseppe Tornatore. El día de su cumpleaños número dos, mi Paty le obsequió la película “Beethoven”, sí la del perro San Bernardo. Por causas aún no determinadas, dicha cinta desapareció al siguiente día. Cuando Paty le preguntó a Misha dónde estaba el regalo, el gato levantó una manita y señaló hacia el territorio de Pigosa, pero Pigosa subió a lo alto del respaldo del sofá, levantó la carita y se quedó como la Esfinge, sin decir ni guau.
La sombra fantasmal que se aprecia en la fotografía es de Pigosa que se atrevió a ingresar al territorio gatuno para robar el libro favorito de Misha (se aprecia cómo el gato lo ha leído tantas veces que ya algunas hojas están desgajadas del lomo). Misha, en el instante en que la foto fue tomada, se apresta a salir de su aposento, la manita derecha ya la tiene en posición de avance, como destacado samurái, mientras la manita izquierda (escondida) saca las uñas para dar el zarpazo que, a final de cuentas, obligó a Pigosa a correr a refugiarse en su sofá y, cuando menos esa mañana, no volvió a hacer intento de incursión.
Pigosa es una perrita analfabeta. Su pasión por los libros de Misha sólo está en relación con sus ganas de joder. La verdad es que le daría lo mismo un libro que un devedé o un hilo azul. Pero no sucede lo mismo con Misha. Si Pigosa se lleva una cinta azul, el gato se hace “tacuatz” (también posee ese don de convertirse en otro animal, ya se ha dicho hasta la saciedad que también ¡araña!) y deja que la perra se crea triunfante. Pero lo que no permite el gato es que le toquen uno de sus libros o de sus películas. Se entiende, no a todos los gatos del mundo les gusta ver cine o leer a Murakami o a Fabio Morábito o a Óscar Oliva o a Eduardo Hidalgo.