lunes, 30 de noviembre de 2015

RELECTURA




Un día leí “Palinuro de México”. Ese día, en un departamento de la ciudad de México, entendí lo que era la desmesura. Estaba recostado en la cama, dejé el libro por un instante, me paré, fui a la ventana y miré la calle. Esa calle (Campeche, de la colonia Roma) era muy diferente a las calles de mi pueblo y, sin embargo, era tan semejante. El paso de los autos y camiones era constante. Desde el quinto piso del edificio donde vivía miraba a la gente como si fueran hormigas yendo de un lado a otro. El sonido de los pregones y los ruidos de los vendedores de gas o de los que ofrecían frutas subían desde la calle y llegaba hasta mis oídos, como si fuese una niebla levantándose.
Decir que un día leí Palinuro de México es una desmesura. Ningún lector agota esa lectura en un día. Es sólo una forma de decir que comencé a leer el libro en ese mismo espacio donde la novela se genera, porque Palinuro es de México, aunque, ese primer día, me enteré que fue España el primer país donde se publicó tal novela, porque los editores mexicanos no le dieron su aval. ¿Qué pensaron los editores mexicanos de esta novela? ¿Que era la desmesura total?
Cuando avancé en la lectura y apareció la Plaza de Santo Domingo, abrí el closet, saqué un suéter, dije: Vuelvo más tarde, subí a un camión urbano (que aventaba toneladas de humo) y llegué hasta el centro mismo del corazón de esa inmensa ciudad. Caminé por calles, traté de estar pendiente de los ruidos que definían a esa ciudad, traté de pepenarlos y embarrarlos en mi memoria. Al llegar a la plaza supe que ahí, en ese mismo espacio donde estaba parado, Palinuro había caminado y, tal vez, sólo tal vez, Fernando del Paso había estado ahí también, tal vez haciendo la misma operación que yo hacía: ver y oír, pero él (sabio) no siguió la recomendación de la nana Chilita de ver, oír y callar. Fernando no calló, habló como si el tiempo del Apocalipsis estuviese a la vuelta de la esquina (ahí donde un hombre, en el sillín de la bicicleta, tenía una canasta con tacos, los famosos tacos de canasta. Ah, qué ricos los tacos de chicharrón con salsa verde). Fernando pensó que debía ver, oír y no callar, debía hablar como si el fin del mundo fuese una nube cerniéndose sobre el mundo a punto de vomitar el silencio infinito de donde brotó un día el Big Bang. Y entonces Fernando fue la desmesura total, porque no puede contrarrestarse el silencio eterno si no es con el bombardeo continuo de la palabra, de la palabra que es como una lanzadera en telar de madera. Siempre es sorprendente ver cómo la simple lanzadera va tejiendo arcoíris sobre la tela. Y ahí, parado a mitad de la plaza entendí la desmesura de este país y de sus habitantes. Porque fue necesario que leyera “Noticias del imperio”, del mismo Fernando del Paso para que entendiera la historia de México, de este nuestro país que, pareciera, nació signado por el infortunio y la miseria. Ahí, en esa plaza, parecía estar concentrada la esencia de nuestro espíritu. Yo había escuchado que si alguien deseaba un título sin pasar por el aula universitaria podía acudir a ese espacio y los magos de la impresión podían elaborar, en cosa de minutos, un documento que avalara la mediocridad que es signo indiscutible en esta patria. Acá, en este país, la desmesura es cosa de todos los días, siempre y cuando no se manifieste en el talento. La desmesura es aplaudida, siempre que esté aplicada a la corrupción y a la medianía. Vivimos en la desmesura de la palabra falsa. La palabra de Fernando, quien recientemente fue reconocido con el Premio Cervantes, es el fuego de artificio que se da en los cielos de las plazas a la hora del festejo; es la palabra arrastrada, pero jocosa, que pronuncian los bebedores en las pulquerías.
Un día, es un decir, releí “Palinuro de México”, y al estilo del papá del poeta Óscar Oliva, que avisaba el número tal de la relectura de El Quijote, salí a la calle y dije que, ahora, emprendería una nueva lectura, ahora, ya lejos de la ciudad de México, sólo para hacer el contraste, sólo para decir que en todos los territorios de la patria la desmesura es como un pájaro que debemos perseguir, no para cortarle las alas, sino para echarlo a volar por los más altos cielos.

domingo, 29 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL CIELO ES UN JARDÍN




Al estilo de José Martí, esta pared podría decir: “Flores en mis manos crecen”. Tal vez esto es algo como una enseñanza. La pared acusa debilidad y arrugas, ya extravió su lozanía de juventud. ¡Quién sabe cuántos años tiene! No obstante, en compensación, como si le creciera una mata de cabello, las flores la orlan a modo de corona. ¡Ah, qué juego de danzarines a la hora que el viento juega con esas flores! La inmovilidad de la pared (inmóvil por siempre, hasta que un temblor o un pico de albañil le hagan la travesura) hace un prodigio de espejismo. No todo es estático, su aparente inmovilidad hace que el movimiento de arriba sea más visible, un poco como sucede cuando estamos estacionados sobre un auto y el auto que está al lado comienza a moverse: tenemos la sensación de que es nuestro auto el que se mueve.
El piedrín y las piedras más grandes del suelo juegan el mismo juego de “encantados” que juega la pared. Las piedras tienen la particularidad de poder modificar su vocación. Imaginemos a un niño (un niño que se llame Alejandro y que es hijo único) que va al traspatio de la casa y juega solo en ese espacio donde la pared recibe, como madre generosa, los nidos de flores. En un momento determinado podrá levantar una piedra pequeña, apenas del tamaño de una canica y la lanzará contra la pared, imaginará que esa pared no es una pared simple sino que es el muro de un castillo, porque esta pared se rebela en la aceptación de ser una pared modesta, por eso tiene torreones al estilo de las almenas de castillos. El niño (Alejandrito) imagina que está en la orilla de un foso lleno de cocodrilos, pero debe seguir aventando piedras, como en catapulta, porque es la única forma de abrir las defensas del enemigo. Pero Alejandro, ¡qué pena!, termina triste y se sienta en una de las piedras grandes, olvida el foso y olvida el castillo, porque fue incapaz de hacer algún daño en esa trinchera adversa. Alejandro no puede mover las otras piedras, lo único que puede hacer es levantar guijarros y aventarlos a determinada distancia, distancia muy breve, porque sus brazos son débiles, nunca como los de Arturo que, en la escuela, es el representante del lanzamiento de bala en los concursos deportivos de zona.
Pobre Alejandro, lo que él no alcanza a ver es que la inmovilidad de la pared (el muro del castillo) es aparente. También se mueve a la hora que el viento mueve las flores que nacen en su cima. ¡Ah, qué bonito movimiento de esas flores! Se mueven como si fueran integrantes de un ballet ruso. ¿Cómo es que tanta flor nació ahí arriba? ¿A poco la corona del muro es algo como un arriate? Por lo regular, las plantas tienen la vocación de la tierra, pero a éstas, insolentes, les gusta la altura. Lo bueno es que no tienen a alguien que les prohíba subir. Ahí, cerca del cielo, se sienten bien. Estas flores saben que cuando están sembradas en la tierra se vuelven tan indefensas como las piedritas, cualquier niño las corta. Alejandro ha visto a Margarita cortar flores y hojas para jugar a la comidita. Qué contradicción tan grande. ¿Cómo es posible que alguien que tiene nombre de flor corte las flores?
Tal vez estas flores no pertenecen a la tierra, tal vez son del cielo; tal vez sólo se pararon ahí para descansar un rato; tal vez son nietas de un papalote.
Alejandro escucha el grito de su mamá desde la cocina: “Vení ya a cenar”. Alejandro se limpia los ojos con la manga de su suéter, no quiere que su mamá vea que tiene los ojos rojos, le preguntaría y Alejandro, como ha aprendido a no mentir, tendría que decir la verdad, que ha estado llorando porque no pudo debilitar las defensas enemigas y nunca se sabe la respuesta de la mamá, porque ella lo quiere mucho, pero es una adulta y se sabe que los adultos no entienden las gestas heroicas que realizan los niños en los traspatios de las casas.

sábado, 28 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE LA




Querida Mariana: me gusta la palabra Polisemia. La polisemia nos enseña que hay palabras que tienen varios significados. Por ejemplo, llama mi atención la palabra banca, porque puede ser ese objeto sencillo de los parques donde las parejas se sientan, se toman de las manos y bordan un futuro común; pero también puede aludir a esas instituciones soberbias donde prestan dinero con intereses exagerados. El padre Carlos nos enseñó en secundaria que poli significa muchos, por eso polisémico significa que tiene muchos significados. Martín, en la escuela, molestaba a Leopoldo, a quien de cariño le decíamos Poli, siempre que alguien lo llamaba: “Poli, Poli, vení”, Martín decía: “Pero no vengás solo, traé a todos los muchos”. Ah, el Martín era muy molestoso.
La polisemia permite muchos juegos, incluido el albur. A veces imagino la cara de los visitantes cuando llegan a Comitán y, a la hora de la comida, les ofrecen “una pellizcada”. Ellos no saben que la “pellizcada” es una tortilla dorada en el comal que lleva “asiento”. ¿Mirás qué revoltura tan sabrosa? Una mente lógica se rendiría. ¿Cómo a una tortilla se le puede agregar un asiento? En término estricto, asiento es “la parte de un mueble donde se asientan las nalgas”. Si un extranjero aplicara sus conocimientos de diccionario rechazaría tal ofrecimiento. La muchacha bonita relacionaría la palabra pellizcada con nalga y concluiría que el tipo le ofrece coger entre sus dedos una nalga hasta retorcerla de manera inclemente. Por fortuna, en Comitán sólo hay pellizcadas con asiento. En algunas otras regiones de México a los sopes también se les llama pellizcadas o picaditas y los preparan con chorizo o con huevo. ¡Padre eterno! Mi tía Eusebia mojara con agua bendita a todo aquel que le ofreciera una picadita con chorizo y el tío Eugenio rechazaría el ofrecimiento de una “pellizcada de huevo”.
Yema puede ser lo que acompaña a la clara en el huevo o puede ser la parte de un dedo. La tía Maruca, siempre que venía a Comitán, procedente de la Ciudad de México, me decía que la llevara al mercado a comprar “africanos”, los dulces hechos con yema de huevo. Compraba diez y ahí mismo, frente al puesto, dejaba la bolsa de papel, sacaba un africano y se lo llevaba a la boca. Mientras lo comía, entrecerraba los ojos, y, como si fuera paloma, zureaba. Yo disfrutaba verla disfrutando. En cuanto terminaba, con los dedos se limpiaba las comisuras de los labios que habían quedado con residuos y decía: “Ah, me encanta comerme a un africano”, y el comerme lo subrayaba. Yo sabía a qué se refería. ¿Por qué los africanos se llaman así? ¡Quién sabe! En nuestro archivo colectivo la imagen de un africano corresponde a un hombre negro, el dulce comiteco es ¡amarillo! Le quedaría más bien el nombre de “chino”. No creo que en Sudáfrica, por ejemplo, exista un dulce que se llame “mexicano”, porque ambos países están muy distantes, ¿cómo, entonces, un nombre de aquellas tierras distantes del continente africano vino a quedarse entre nosotros? En nuestro pueblo no hay datos históricos que demuestren la residencia de algún habitante de aquel continente. Acá hay personas que tienen ascendientes franceses, italianos, norteamericanos, canadienses, pero parece que no hay alguien descendiente de africano. En la primaria tuve un compañero que tenía apellido chino: Chong. Siempre imaginé que uno de sus tatarabuelos había llegado en la famosa Nao de China, imaginé que él había sido cocinero en ese barco. No sé por qué. Creo recordar que mi compañero vivía por el barrio de San Agustín, jugaba en un equipo de básquetbol que formamos y que tenía como escudo un águila (tal vez el equipo se llamaba así: Águilas). Un día, ya no sé cuándo, Chong se fue de Comitán. Desde entonces no he vuelto a saber de alguien que radique acá y que tenga un apellido oriental. Tal vez mi compañero Chong había llegado desde la costa de Chiapas. Mi mamá me cuenta (ella nació en Huixtla) que por aquella región viven muchos descendientes de chinos. Basta mencionar al poeta Óscar Wong.
De la cocina comiteca lo que más me gusta, tanto por sabor como por su significado así como por su eufonía, son los “paquitos”, que son tortillas suaves, dobladas a la mitad, rellenas con chorizo con huevo o frijoles refritos o papa. Ah, los paquitos son el platillo especial para llevar al día de campo. Desde que el osito Bimbo hizo su aparición por estas tierras, los paquitos pasaron a un segundo plano y extraviaron su lugar de privilegio. En los años sesenta era tradición que las mamás se levantaran temprano a preparar los paquitos que se llevarían al paseo a Los Lagos de Montebello. Uno entraba a la cocina y el aroma del chorizo dorado en aceite se instalaba en nuestras narices (nunca advertimos que también se estaba repegando a nuestro corazón, para siempre). La mamá, con cuidado, tomaba las tortillas calientes, les untaba frijol molido con un cuchillo o con una cuchara les regaba un poco de chorizo con huevo. Ah, qué movimiento tan elemental pero tan esclarecedor: el doblado de la tortilla. Al término de cada doblado, la mamá colocaba el paquito sobre una manta. Cuando el itacate estaba completo, la mamá lo colocaba en un canasto bordado con palma y, el último acto del preparativo, era ponerlo adentro de la caja de cartón que llevaba más canastos, servilletas, pomos con salsa verde molcajeteada, termos, vasos de cristal y chiles siete caldos. Al llegar a Los Lagos todos pegaban un brinco, bajaban de la camioneta, mientras la mamá extendía un mantel sobre el suelo lleno de hojas secas y ofrecía los paquitos que todo mundo desayunaba con emoción y gusto. ¿Paquitos? Sí así se llaman esas sencillas tortillas dobladas que eran compañeros inseparables a la hora de ir al campo. Claro, en México, Paquito también es el trato afectuoso que damos a los que se llaman Francisco. Por eso, cuando tío Paco tomaba entre sus manos un paquito hacía que los demás guardáramos silencio y decía: “Atención, señores y señoras, en este momento ustedes presenciarán un acto de antropofagia: Paquito se comerá a sí mismo”, y, de una tarascada, mordía la mitad de un paquito, cuando terminaba, se chupaba los dedos y agregaba: “Si me los chupo no es por ser grosero, sino porque ya es hora del postre: ¡chupar dedulces!”. A veces pienso qué diría la tía Maruca cuando yo le ofreciera un paquito. Tal vez haría el mismo ritual que hace cuando come un africano, se limpiaría los labios con delicadeza y diría: “Ah, qué sabroso resulta comer un Paquito”.
Digo que los paquitos son mi platillo favorito, no sólo por sabor, sino por lo que simbolizan. Después de una larga caminata, desde la colonia Francisco Sarabia hasta la zona arqueológica de Tenam, cuando Fito sacaba los paquitos que había preparado su mamá, el mundo parecía detenerse y se concentraba en esa manta modesta llena de modestas tortillas dobladas. Fito tomaba un chile siete caldos, lo metía en una bolsa de plástico llena de sal y le daba una mordida al chile después de morder un paquito. Ahí, adentro de su boca, los sabores se mezclaban y el chile era la prolongación del gusto, porque Fito movía la mano derecha y tronaba sus dedos. Nosotros entendíamos que estaba enchilado, pero no de enojo, sino de alegría. ¿Cómo -¡Dios mío!- un guiso tan elemental era tan rico, más rico que el mejor platillo servido en el Maxim’s?
¿Quién, padre eterno, en sus cinco sentidos, aceptaría el ofrecimiento de un dulce llamado “quiebramuela? ¿Quién, sin ser acusado de pendenciero, acepta dos “trompadas”, que también es un dulce?
Ya te conté cómo en una ocasión invité a un primo proveniente de Hermosillo a tomar un vaso de jocoatol, en el mercado. Al probarlo, en voz baja, me dijo: “No lo tomes, está agrio”. De igual manera, mi tía Sofía, quien nació en Los Ángeles, California, disfrutó mucho cuando le invité una orden de chalupas. Con la risa como sol en el horizonte, dijo que una semana anterior había estado en Xochimilco y Herlinda la había invitado a subir a una barca llamada chalupa y ahora, acá en Chiapas, andaba comiendo chalupas, ¿quién lo diría?
En Comitán comemos africanos, paquitos, trompadas, quiebramuelas y chalupas. Siempre pienso en los aprendices de la lengua española. ¡Deben hacerse unas bolas que para qué te cuento!
Posdata: me gusta la palabra polisemia, porque me indica que en la vida no sólo hay un camino. Una misma palabra puede usarse para designar varios objetos o acciones. Sería muy fácil inventar palabras nuevas a fin de que no existiera esa confusión que genera el hecho de que la palabra recado, en Comitán, no sólo se usa en su acepción de mensaje, sino también como el mole con que se sazona un guiso de carne. Pero aceptamos tal encrucijada de caminos porque el lenguaje nos recuerda la posibilidad de juego. Si alguien en Colombia nos ofrece papaya ¡no nos está ofreciendo un plato de fruta! Si alguien en México dice que le encantan las palomitas, probablemente no está hablando de aves.

viernes, 27 de noviembre de 2015

VALORES ENTENDIDOS




Caminábamos por el barrio del Cerrito Nitre, cuando Mariana me llamó y dijo que leyera el mensaje. El mensaje estaba escrito en la pared de un lote baldío. Ella rio y dijo que, a partir de ese instante, no orinaría más, porque de lo contrario debía pagar la multa de dos mil pesos. Nos sentamos en un tronco y coincidimos que para completar el sentido de la oración le faltaba una palabra, porque escrito así como estaba parecía una prohibición general. ¿Nadie debía orinar? Pero, era un valor entendido. Quien escribió el letrero lo hizo pensando en que se entendía que, quien se orinara ahí, en ese espacio, se haría acreedor a una sanción.
Mariana se veía linda, la sombra de la fronda de un pino matizaba su rostro. Dijo que nunca le había gustado la siguiente frase: No tirar basura. En término estricto todo mundo debe tirar basura, no hacerlo significaría hacer acopio de basura. Dijimos que el pintor del letrero se refería, igual, a que nadie debía tirar basura en ese lugar, porque ahí no era un basurero. Algunos mensajes aclaran: Favor de no tirar la basura en este lugar.
Pero luego nos detuvimos en el dibujo que parecía la imagen de un chinchibul, pero el pintor escribió la palabra pato. Mariana se hizo para atrás, acomodó su cabello y dijo que a ella le gustaba ese tipo de juegos y recordó que uno de los cuadros que más aprecia es un cuadro de René Magritte, que muestra la imagen de una pipa y un mensaje al lado: “Esto no es una pipa”.
Mariana, ¿ya dije que se veía linda?, dijo que, a veces, se piensa cuadro de museo. Le fascina la idea de ser como la Gioconda y que cientos de personas, con la boca abierta, se paren frente a ella y la observen con emoción. Dijo que le gustaría ser un cuadro donde estuviese su retrato y tuviera el letrero: “Esta no es una muchacha” y, al estilo del pintor del chinchibul le agregara “Es la semilla de un pino”. ¿Por qué un pino?, le pregunté. Dijo que el pino es un árbol humilde, que (siguiendo el juego), Dios si fuese un pajarito elegiría un modesto pino para hacer su nido.
Estaba sentado al lado de Mariana, me paré y me senté en el piso, frente a ella. “Sos un pato”, le dije. Ella sonrió. Dijo que si fuese un animal le gustaría ser una luciérnaga. Me preguntó qué me gustaría ser: un tsizim, dije. “No, ya en serio”. Le dije que era en serio. Un tsizim, ¿por qué? Porque los tsizimes salen después de que llega la lluvia. Siempre es bueno renacer en el instante posterior a un suceso maravilloso de la naturaleza. “Qué raro”, dijo y recordó que me disgusta mojarme. Por eso, dije, el tsizim no vuela en medio de la lluvia, no hay una sola ave que se atreva a volar al través de una tormenta. Las alas son fantásticas, pero todo elemento fantástico tiene su kriptonita.
Mariana se paró, caminó de un lado para otro, en un terreno muy breve, digamos un metro hacia la izquierda y luego de regreso. Se paró frente a mí y dijo que cómo le hará el dueño del predio para detectar el momento preciso en que alguien orina en su terreno o tira basura, vio hacia uno y otro lado y, traviesa, puso un dedo en su barbilla, y dijo que le cumpliera un deseo. ¿Ya dije que la membrana de sol filtrada en la fronda la hacía verse linda? ¿Qué cosa?, casi grité, cuando ella dijo su deseo. ¿Orinar acá? ¡Cómo creés! “Sí, ahora nadie viene”. Le dije que no tenía ganas. “Por favor”, dijo ella. Caminé entonces por una brecha y me escondí detrás de un matorral y ¡oriné! Oí como ella reía en su lugar, cuando regresé hasta donde estaba, me tomó de la mano y dijo que corriéramos porque en su monedero no tenía más de veinte pesos. Cuando llegamos a la esquina, acezando, dijo que ¿cómo le hará el hombre que es atrapado y le exigen dos mil pesos de cuota y en su cartera no lleva más de veinte pesos?
“Caminemos como patos”, dijo ella y yo levanté los brazos y los moví como si fuese una luciérnaga, cada vez más intenso, cada vez más emocionado. Ella hizo lo mismo, dijo: “Estamos pintando un cuadro donde dos luciérnagas no son luciérnagas sino vacas que vuelan”, y movió sus brazos como si fuese un molino de viento, de esos que cuenta El Quijote había en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse. Mariana tenía en sus ojos el reflejo del Mediterráneo.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

JUEGO PARA CUANDO HACE FRÍO




El juego era muy sencillo: decir dos palabras y elegir una. Margot fue al estante y sacó una película en devedé: “Luna de papel”, clásica película con Ryan O’neal y su hija Tatum (por cierto que esta niña obtuvo el Óscar de ese año, por su actuación). Margot dejó la caja sobre la mesa de centro, al lado de la taza de café y del trozo de pay de queso, abrió las manos y, como si sus palmas fueran los platillos de una balanza, mostró la izquierda y dijo: Luna; luego mostró la palma de la mano derecha y dijo: Papel. Por supuesto que nada llevaba en las manos, pero Elena dijo: “Luna”, extendió su mano izquierda y, con los dedos índice y pulgar, hizo como que si tomara la palabra, la llevó a su pecho y la untó. Por supuesto que nada había sobre su blusa blanca con hilos de oro, pero Margot acercó su rostro, abrió tantito los labios y, como si ahí, sobre el pecho de Elena, hubiese una luna hecha en papel, tomó la palabra entre sus dientes y fue a depositarla en la taza de café. Nada existía, pero yo, que era testigo presencial de juego, casi casi vi que la luna de papel flotaba sobre el café, como si fuese una barca, como si estuviese hecha de papel impermeable.
El juego era muy sencillo: decir dos palabras y elegir una. Salí de la casa de Margot, me subí el cuello de la chamarra y caminé por la subida de Guadalupe. El viento proveniente de la Ciénega golpeaba mi cuerpo. Apresuré el paso para ver si algo de calor comenzaba a circular por mi pecho friolento. Ya eran las siete de la noche. Iba a mitad de la subida cuando una muchacha bonita (le calculé diecisiete o dieciocho años), con un vestido raído, apareció de un remetido y me dijo: “Una moneda” y extendió la mano. Lo dijo con voz apenas audible, como si fuese un pajarito desprotegido y la madre no le hubiese llevado el gusano del desayuno para dejárselo en el pico. Eran dos palabras: una y moneda. Ahí, con el frío inclemente y en la penumbra, porque la lámpara alumbraba la esquina, le mostré mi palma izquierda y dije: ¡una!; luego enseñé mi palma derecha y dije: ¡moneda! Ella se quitó un mechón que tapaba su cara, tomó mi mano derecha y la llevó a su pecho, cubrió mi mano con su mano y la mía quedó cubriendo su pecho izquierdo. Sentí su respiración, su pecho subía y bajaba como si fuese un caballo de tiovivo. Ahí dejé mi mano un buen rato. Un auto asomó en la esquina de abajo y sus luces iluminaron la escena, volví la mirada y miré que la chofer me veía, se detenía tantito, como para comprobar que era yo y que mi mano estaba sobre la teta de la muchacha bonita. ¡Asqueroso!, gritó. No había posibilidad de elección, sólo había dicho una palabra: ¡asqueroso! La chofer siguió su camino, aún la vi que husmeaba por el retrovisor. Mi mano seguía acunando ese pecho adolescente, sentía una tersura y un calor que estaba lejos de todas las demás partes de mi cuerpo que seguía expuesto al viento helado de La Ciénega. No moví mi mano derecha, dejé que fuera como un pajarito en su nido, en su nido cálido. Metí mi mano izquierda a la bolsa del pantalón, abrí la cartera, vi que tenía dos billetes, uno de quinientos y otro de veinte, le dije a la muchacha bonita que tomara el billete de veinte. Ella tomó un billete, me besó en la mejilla y, donde había estado mi mano, se metió el billete, en ese movimiento infinito que hacían las mujeres del mercado a la hora que buscaban el monedero para dar cambio. Ella hizo sus pasos para atrás y quedó en el remetido oscuro, apenas podía verla. Adiós, dije. Ella no respondió. Seguí subiendo hasta llegar al templo de Guadalupe. El frío era intenso, pero mi mano derecha estaba tibia, como si la hubiese puesto sobre el fogón donde la abuela ponía a calentar las tostadas.
Llegué a casa, entré al baño y me lavé las manos. Busqué mi cartera, la abrí y me di cuenta que no estaba el billete de quinientos que llevaba, sólo estaba el billete de veinte. Me vi en el espejo, me vi perfectamente porque los focos dejaban ver mi rostro en su totalidad, abrí los labios y dije: ¡Pendejo, pendejo! Eran dos palabras pero no había elección.

lunes, 23 de noviembre de 2015

EL GATO QUE ERA PRIMO DE UN TACUATZ




¿Qué le vamos a hacer? El cine tiene más penetración que la literatura. Ahora, gracias a la película, El Principito ¡está de moda! Si bien es cierto que de este libro se han vendido más de cien millones de copias en todo el mundo, también es cierto que si no hubiese sido por la película mi sobrina Paulette no sabría de la existencia de ese niño proveniente de un asteroide. A Elena jamás se le ocurrió pensar que la historia que cuenta el libro podría interesarle a su hija de siete años de edad. La película es bella por dos conceptos: primero: la historia principal tiene adosada una historia que refuerza el mensaje de apego; y segundo: la historia de El Principito está realizada en un fantástico trabajo artesanal de ilustración.
Y digo que está de moda, porque el otro día que fui a su casa, Paulette se paró frente a mí y dijo: “Dibujame un cordero”. Ay, Dios mío, yo tenía en una mano la taza de té y en la otra una galleta de avena. Mi sobrina me había puesto la libreta y el plumón frente a mi cara. Elena dijo: “Niña, no estés molestando a tu tío”, pero ella insistió. ¿Qué hacer ante tal petición? ¿Caer en el lugar común y dibujar una caja con tres agujeros y decir que el cordero está adentro de la caja y que los agujeros le permiten respirar? Paulette tomó la taza con el plato y lo dejó en la mesa de servicio y me puso la libreta y el plumón en esa mano. “¡Apurate! -me dijo- Porque ya se hizo de noche y corre un viento frío y el corderito puede enfermarse”. Sí, pensé, dibujaré el lugar común. Me metí a la boca el trozo de galleta, coloqué la libreta sobre mis muslos y dibujé la famosa cajita, la cajita con agujeros más conocida del mundo. Le entregué el dibujo a Paulette y ella sonrió: “Sí, ahí adentro está mi cordero”. Vaya, pensé, no estuvo tan mal. “Ahora -dijo- dibujame a Jedys”, y me entregó la libreta de nuevo, jaló una silla y estuvo pendiente de lo que iba a realizar. Elena también se acercó, pareciendo olvidarse de su recomendación de que la niña no me molestara. “¿Un Jedy, de la Guerra de las Galaxias?”, pregunté y mientras hacía la pregunta trataba de recordar la imagen cinematográfica. “No, tontito, Jedys es un gato, un gato delincuente, ¿verdad, mamá?”. Y la mamá explicó que el abuelo Ernesto le había contado a Paulette la historia de Jedys, un gato que entraba a las casas y robaba las galletas de avena y luego, como si fuese Robin Hood o Chucho, El Roto, las repartía con todos los ratones del vecindario (¡Uf, pensé, qué historia! Un gato que se preocupa por ratones). ¿Y si hacía el mismo truco? Podía dibujar una caja más alta y decir que adentro estaba el gato y con esto quedaría resuelto mi problema, le pondría cinco agujeros. Antes de que pintara la primera raya, Paulette me dijo: “¡Ah, pero no vayás a pintar otra caja y decirme que adentro está Jedys!”. Uf, estaba en un predicamento. Entonces dibujé algo que no tenía mucha forma del animal que ella me estaba exigiendo, a medida que las líneas comenzaban a dar forma al dibujo, mi sobrina movía la cabeza de un lado a otro, en señal de desaprobación y de fastidio. Antes de entregarle el dibujo le dije que Jedys no sólo robaba galletas de avena. Entonces, ¡bendito Dios!, logré que pusiera una carita de intriga: “¿Qué más roba?”, preguntó. Yo dije: roba gallinas, porque Jedys es primo hermano de un tacuatz que vive por el barrio de Los Sabinos. Mi sobrina sonrió. Entonces, ya más seguro, dije que una noche, sin saberlo, Jedys entró al sitio de la casa de un búho, que era un brujo. A la hora que el gato robó una de las gallinas y salió huyendo, el búho hizo un conjuro y decretó que, en lugar de cola, el gato tendría plumas, y entonces le enseñé el dibujo. “Sí, mirá, mamá, Jedys tiene cola con plumas” y volvió a sonreír. Me dio un beso y dijo: “Si vos hubieras sido el piloto, seguro que le habrías dibujado un cordero más bonito a El Principito”.
Mi sobrina salió de la sala, volví a tomar la taza con el plato, pero Elena dijo que ya estaba frío, que calentaría otro poco y fue a la cocina. Yo estiré mis piernas y pregunté si ya le había comprado el libro a Paulette, Elena sacó la cabeza y dijo que no, que para qué, si ya había visto la película. ¿Qué le vamos a hacer? El cine tiene más penetración que la literatura.

domingo, 22 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON MENSAJE PARA NECIOS




¡Ay, la necedad de algunos! ¿De verdad, los necios no entienden? El dueño de este local comiteco debió colocar un mensaje dirigido a los necios que no entienden que esa grada del negocio no es para sentarse. Ya imagino la escena con los necios. Y la imagino, porque esta negociación está al lado de un local donde venden hamburguesas. Es fácil imaginar la escena: la señora, entrada en kilos, con un trasero respetable, se acerca al carrito y pide una hamburguesa doble a la mujer, igual de rechoncha, sudada, que prepara las hamburguesas. La parrilla está llena de grasa, los olores de la carne son como niebla y van de un lado a otro de la calle. Los vegetarianos y las embarazadas se tapan la nariz porque el olor es desagradable; los carnívoros se soban el estómago y dicen que tienen hambre. Quienes son débiles en voluntad, igual que la señora, se acercan al carrito y piden una hamburguesa hawaiana, con un trozo de tocino.
Cuando la hamburguesa de la señora, entrada en kilos, está lista, la cocinera la coloca en un plato de unicel y, a cambio de veinte pesos, la entrega. La señora pide un refresco y, como en acto reflejo, busca dónde sentarse. Y he aquí que, por obra de San Wich (que, dicen los irrespetuosos, es el santo abogado de los gordos), la mujer advierte esa grada que pareciera dispuesta para que ella pueda asentar su trasero desparramado. Se le hace tan natural y de tan buen gusto que, saluda al propietario del negocio, y se sienta así, como si estuviese en el andador San José y se sentara ante una mesa del restaurante La Techumbre. Y es que es tan agradable comer frente a la calle, porque se puede ver la gente que por ahí camina y los carros que transitan. Mientras la mujer le da la primera tarascada a la hamburguesa que escurre aceite por todos lados, el propietario del negocio le dice que ahí no puede sentarse, que está prohibido, que ese espacio es la entrada para su negocio y que la señora interrumpe el paso. La mujer pronuncia algo que suena como Mmmm, sí, mmmm, pero no se levanta. La esposa del dueño del local, con esa clásica ironía de las mujeres comitecas cuando están enojadas, dice (viendo hacia otro lado): “Vamos a mandar a llamar a la grúa para que la saquen”, pero la mujer (que tiene cabús de tren que transporta cerdos) sigue dándole con fe a la hamburguesa. La mujer no sólo ha manchado con aceite sus manos y parte de su blusa, sino que también ha manchado el piso (con losetas amarillas), porque a la hora que el aceite se ha escurrido en todos sus dedos, ella, con indiferencia fingida, ha limpiado su mano sobre el piso. Esta acción ha aceitado el piso y llenado de polvo la mano de la mujer que, con fruición, sigue entrándole a la hamburguesa que ya está a punto de ser consumida en su totalidad. “¡Qué necia es la gente!”, dice la esposa del dueño del local, en voz alta. La mujer come hamburguesa que se ve no se crió en buena cuna habla con la boca llena y dice algo que suena como “Sí, la gente es muy necia y pendeja, no deja comer a una con tranquilidad” y se lleva a la boca el último fragmento de la hamburguesa, se chupa los dedos y luego vuelve a limpiar sus manos sobre los mosaicos amarillos de la negociación; se levanta, se alisa la falda y lanza un eructo que, en la cultura árabe significaría un acto de satisfacción, pero que en la cultura comiteca significa una afrenta que obliga a la esposa del dueño a lanzar la última imprecación: “¡Necios!”.
Sí, la necedad es la madre de todos los hijos que no entienden. Por esto, el dueño del negocio se vio precisado a colocar un mensaje, escrito en comiteco para ver si así ¡lo entienden!: “Entendé, respetá. No te sentés”. Pero ya se sabe que ante una prohibición, el deseo de infligir la norma se apodera de los espíritus más zafios.
¡Ah, la necedad! Los necios son muy firmes en sus comportamientos ingratos. Acá se nota que si bien un tipo no se sentó, pasó a dejar la lata vacía del jugo que tomó, sólo como mofa. El espacio lo convirtió en un basurero. ¡Ah, qué pena!

sábado, 21 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ES UNA MUCHACHA COJA




Querida Mariana: la vida no es perfecta. Nunca lo ha sido, nunca lo será. La vida se mueve, como si fuese una novela de Tolstoi, entre “La guerra y la paz”. Existe el ideal de paz porque existe la realidad de la guerra. La paz es una utopía, mientras que la guerra es una certeza. Tal vez por esto La Biblia nos narra un territorio ideal llamado El Paraíso. En el Paraíso ¡todo era perfecto!, pero Dios expulsó a Eva y a Adán y ellos entraron a un mundo imperfecto, donde, a la vuelta de la esquina nos enteramos que sus hijos: Caín y Abel se olvidaron de la solidaridad consanguínea y uno mató al otro. Esto, dicen los estudiosos, es el símbolo que reinará en todos los tiempos: el aniquilamiento entre hermanos. ¿Qué otra cosa es lo que sucede cuando nos dicen que los Sirios atacan a los Franceses y éstos bombardean a aquéllos?
El tío Eusebio decía que “La vida es una muchacha coja”, lo decía en cualquier instante y siempre que alguien (en la mesa de cantina o en el café) comentaba algo acerca de un horror sucedido, que bien podía ser algo a nivel internacional, por ejemplo, el accidente de un avión que dejaba trescientos dos muertos, o algo a nivel local: el accidente automovilístico donde morían cuatro personas en un choque en la carretera de San Cristóbal de Las Casas a Tuxtla. “¿Ya se enteraron?” decía la comadre Alicia, en tono alarmista. “No, no, contá”, decía tía Elena, mientras servía más café a las tazas. Y la comadre Alicia contaba que en uno de los carros iba su sobrina Isabelita, acompañada por sus papás y un sobrino. Isabelita iba a tomar el vuelo a la Ciudad de México porque tenía una conexión con Air France para ir a París. Isabelita había ganado una beca para estudiar el idioma francés en aquel país y, ¡oh, el destino!, a mitad del camino ¡el accidente! Un camión de pasajeros rebasa en curva y se da de frente con el auto de los papás de Isabelita. Los cuatro murieron. Al decir que murieron los cuatro decimos que cuatro sueños se esfumaron. ¿Cuántos sueños se destrozan en un bombardeo? En ese momento, el tío Eusebio dejaba la taza de café sobre la mesa y decía: “Siempre lo he dicho, la vida es una muchacha coja” y ponía su cara de cuervo empapado.
Siempre que el tío decía tal cosa yo pensaba en aquella muchacha bonita que una vez vi en el metro. Enrique y yo habíamos ido al Palacio Nacional a ver los murales, luego comimos unos tacos de canasta y, por último, nos dirigimos a la feria del libro que ponían en el pasillo de la estación del metro Pino Suárez. Mientras recorríamos los stands llenos de libros y yo revisaba “El príncipe”, de Maquiavelo, y Enrique compraba un libro maravilloso que narraba los vericuetos de la Revolución Cultural China, decretada por Mao Tse-Tung, vi una muchacha bonita que revisaba un libro de poesía francesa, ella estaba a mi lado, podía oler el aroma de bosque que exhalaba su cuello. ¡Ah!, la muchacha era bella, vestía una blusa blanca con bordados de flores y tenía una cinta de cuero alrededor de la muñeca de su mano derecha. Quise, en ese momento que la vida me regalaba, ser como Ramiro que tenía la capacidad para romper el hielo en un dos por tres; quise no ser el tímido más tímido del mundo y poder decirle algo, no sé (¡qué voy a saber!), de tal suerte que ella volteara a verme, sonriera y comenzara a platicarme de poesía o de su escuela o de cómo ella ya había leído “El príncipe” y que le gustaría comentarlo conmigo. Pero ¡no!, yo soy incapaz de iniciar una conversación y sólo me conformé con cerrar tantito los ojos y aspirar su aroma. ¡Ah, olía tan a aire limpio de La Marquesa! Enrique vio mi torpeza y dedujo que era por la cercanía de esa muchacha, se inclinó tantito a mí y dijo que ella era muy bonita. Sí, alcancé a balbucear. Ella dejó el libro sobre la mesa, buscó en su bolso un billete y dijo que se lo llevaría, el dependiente, un muchacho con barba bien cuidada, le dijo que era tanto, tomó el libro y lo metió adentro de una bolsa de papel. Ella entregó el billete y el dependiente lo tomó, el muchacho dijo que a él le encantaba la poesía de Paul Éluard y ella sonrió, dijo que también le encantaba, entonces el muchacho, de memoria, comenzó a recitar unos versos de Éluard, ella volvió a sonreír y, después de dos o tres líneas, comenzó a decir en voz alta los mismos versos que el muchacho proclamaba. Todo esto sucedía mientras decenas de personas caminaban de un stand a otro, viendo libros y comprando. El bullicio de las personas que caminaban o platicaban parecía haber cesado y yo sólo escuchaba esos versos que sonaban como un río de agua limpia. Cuando terminaron de decir el poema ambos rieron. El muchacho le dio el cambio del billete y un papelito, le dijo que ahí en ese papelito estaba su número telefónico, agregó: “Llámame, cuando quieras salimos a tomar un café”. La muchacha leyó el número y dijo: “Yo me llamo Rocío”, extiendo la mano y agregó: “Mucho gusto, Manuel”. Sin duda que el tal Manuel, a su número telefónico había agregado su nombre. El nombre de ella tintineó en mi corazón, casi casi (bobo) como si ella estuviese platicando conmigo y no con el muchacho lector de Éluard, Mallarmé, Baudelaire, Rimbaud y quién sabe cuántos poetas franceses más. Recordé que yo tenía un libro de poetas franceses en casa, casi estuve a punto de decirle a Rocío que yo tenía un libro de poetas franceses en casa, casi a punto de decirle que se lo prestaba, a punto de darle un papelito con el número telefónico del departamento y con mi nombre, pero ¿cómo iba a decir eso si yo era el tímido más tímido del mundo y además ella estaba bien emocionada platicando con el muchacho de pelo ensortijado y ojos azules? Sin duda que ella, a la hora que le dijera eso, voltearía a verme y como si yo fuese un mendigo pidiendo una moneda me diría que dejara de estar molestando, ¿no veía que ella estaba hablando de poetas franceses? Enrique pagó el libro de la Revolución Cultural China con el otro dependiente, un señor vestido con un overol de mezclilla, al estilo de los que luego vería usar a Chico Che. El señor le dijo que si ponía el libro en una bolsa, pero Enrique dijo que no, luego mi amigo me preguntó si iba yo a comprar “El príncipe”, dije que no y puse el libro cerca de donde Rocío tenía puesta la mano, mi mano rozó tantito la mano de ella, volví a cerrar los ojos. Ella le decía al tal Manuel que sí, que le iba a marcar al otro día, a ver si salían el sábado. Sí, dijo Manuel, el viernes termina la feria acá y hasta el lunes nos iremos a Morelia. Rocío preguntó a qué iban a Morelia y Manuel dijo que a otra feria del libro y comenzó a narrar que ellos, su papá y él, visitaban diversas ferias de libros en el país. Enrique me jaló, me dijo que siguiéramos viendo los stands, pero yo me resistí, tomé el libro de “El principito”, de Saint Exupery (parece que estaba empecinado en tener tratos con la nobleza, porque Rocío también era como una princesa) y extendí un billete, lo hice con aplomo, un poco como para ver si ella me miraba y decía: “Ah, El Principito, es una novela divina” y dejaba a Manuel con la palabra en la boca y se ponía a hablar conmigo y decía la famosa cita del libro: “Sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible para los ojos”. Yo estaba seguro que en ese momento ella vería lo esencial en mí y olvidaría los ojos azules y el pelo ensortijado, bien bonito, de Manuel. El hombre del overol me dio el cambio y me preguntó lo mismo que le preguntó a Enrique. Yo, con tal de prolongar un poco más el tiempo para estar al lado de esa muchacha bella, dije que sí, que pusiera el libro en una bolsa de papel. En el momento que el dependiente metía el libro en la bolsa, Rocío se despidió de Manuel, confirmando su llamada del día siguiente. Enrique, en voz baja, me dijo: “Ahora nos toca a nosotros, la sigamos”. Mi corazón se aceleró, pero sólo un segundo, porque supe que la persecución se iba a concretar a eso: a seguirla, a verla de lejos, a abrir mis belfos para continuar aspirando su aroma, se concretaría a ser un mero perrito faldero, pero justo cuando ella caminó por el pasillo con rumbo a la estación “Zócalo” del metro, Enrique y yo vimos que ella rengueaba, la pierna izquierda la tenía más pequeña y esto la obligaba a hacer un movimiento de florero bamboleante en medio de un lago. Enrique dijo: “Es coja”, lo dijo como si con eso le restara puntos a la belleza perfecta de la muchacha, un poco como si se pusiera de mi aliado y dijera que no valía la pena, que para Manuel estaba bien, pero que para nosotros, que éramos de la nobleza (no por algo llevaba “El Principito” en mis manos), no era digna. Conforme caminó la vi que su renguera era más intensa, cada vez que aceleraba su paso su movimiento de barca zozobrante era más notorio. Sí, le dije a Enrique, es coja. Lo dije en voz alta, como para terminar de convencerme que ella no era la muchacha bonita perfecta que yo había imaginado.

Posdata: Hasta la fecha, querida mía, cuando cierro los ojos y pienso en Rocío recuerdo la cita de “El Principito” y sé que lo esencial es invisible para los ojos. Olvido su renguera y digo que ella era la niña más bonita del universo y yo estuve cerca de ella.

viernes, 20 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON EQUIS




Martha, cuando algo le resulta intrascendente, dice: “Es equis”. Los jóvenes usan la equis para resaltar lo trivial. En mis tiempos de universitario la equis era importante, en las ecuaciones matemáticas uno tenía que encontrar el valor de equis. ¿En qué momento la equis se volvió algo sin importancia?
En esta fotografía hay una equis, una equis pintada como al desgaire. Debe ser una equis que forma parte de algún signo más grande, pero en esta fotografía se quedó sola. No se trata, como en mis años de universitario, de una incógnita, ¡no! Ahora, en consonancia con los signos de los tiempos, esta equis es como las equis que menciona Martha: no tienen ningún valor, es casi como un cero a la izquierda.
En la parte baja de la fotografía hay una línea formada por una valla de hierba, como si tal valla sirviera para enmarcar lo que en la parte de arriba observamos: una pared que, en gran porcentaje, está ya sin el estuco y deja ver su interior hecho de adobe; asimismo, esta fotografía está coronada con un balcón mínimo. La baranda de madera está hecha con tal cuidado que parece un barandal de una casa de muñecas, en donde las muñecas no son simples plebeyas sino dignas representantes de la nobleza. Y es de una casa de muñecas porque a la hora de abrir los ventanales ¿qué mortal podría asomarse por ahí? Uno debe recordar que la vocación principal del balcón es la de permitir que los moradores de las residencias se pavoneen, como guajolotes, y salgan al exterior para ver qué sucede en la calle. Este balcón (si se tomase como tal) traiciona tal vocación y no es más que una burda imitación de un ventanuco, porque las ventanas sí tienen como tradición el simple entretenimiento de husmear. Quien mira a través de la ventana no tiene posibilidad de salir, simplemente abre el postigo y observa desde su privilegiado punto de vista. Este balcón no puede corresponder a una vocación real, pero sí puede pertenecer al mundo en el que las muñecas son la posibilidad del sueño y de la vida.
Acá, entonces, hay un juego en donde la x es el signo de la intrascendencia real, es un poco como si la mano anónima hubiese dicho que ese balcón es insignificante para la vida real, por esto, el muro ya también, como víbora, está mudando de piel. Esta pared, una pared equis, ha comenzado a dejar de ser parte de la realidad, para convertirse en elemento del sueño, por ello, el balcón toma la importancia de lo fantástico. Acá (es muy fácil imaginarlo), cuando la princesa escucha los sonidos del tambor y del pito y la cohetería que anuncian una entrada de velas y flores con rumbo al templo de la Virgen del Rosario, en Yalchivol, abre las puertas, se asoma, con su vestido azul y un ramo de rosas en las manos, y deja que quienes caminan en la calle, abajo, suban la mirada y se regodeen con la visión suprema de su belleza. Ella, ¡ah, qué dignidad!, camina de un lado a otro del balcón y deshoja pétalos que deja caer como si fuese confeti, como si ella fuese la diosa de la lluvia y bendijera a los caminantes que vienen de lejos y que, en un acto de lealtad, la ven, se quitan el sombrero y hacen una pequeña reverencia.
La caída del estuco no es casual, lo provocó el grafitero anónimo a la hora que marcó la equis. Ese simple trazo hizo que la pared se convirtiera en algo insignificante; es decir, que perdió el significado. Los historiadores cuentan que lo mismo sucedió con los complejos arqueológicos, un día el estuco de las pirámides comenzó a desintegrarse, quedó sólo la estructura de piedra y los árboles se abrazaron a esas construcciones y las comenzaron a asfixiar. Lo mismo está sucediendo acá, la valla de hierba ha comenzado a levantarse y abraza, poco a poco, a esa columna de adobe que, sin su vestimenta se irá consumiendo con las bofetadas del viento y de la lluvia.
Cuando Martha dice que fulano de tal es equis está señalando lo mismo, lo está enviando al vacío, ahí en donde la luz no tiene cabida, ahí en donde todas las cosas se consumen y quedan en los puros huesos.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON ESPEJO




La lectura es muy sencilla: es preciso contar con columnas para sostener los edificios, los edificios materiales y los espirituales. Esta es una foto de esas que se llaman casuales, la selfie para el recuerdo. Se impone, no es poca cosa el edificio que está detrás: el Palacio de Bellas Artes, en la Ciudad de México.
Acá se ve una serie de columnas (tres cuando menos). Ah, qué columnas tan sublimes. A pesar de la dureza y frialdad de sus materiales trasmiten una sensación de calidez, como de agua tibia o de aire a la orilla del mar. Las vetas que muestran son como estrías suaves sobre el cielo.
Como si fuese una columna más aparece una base que sostiene una escultura, también en mármol. Como si fuese una columna más, porque sostiene ese andamiaje espiritual del que ya se habló. El ser humano construye edificios para protegerse de las inclemencias, pero, además, les concede una luz especial a través del arte. Por eso, la gente de bien agrega elementos artísticos a las paredes y a los entremetidos, a fin de que las obras de arte sean como lámparas perennes para evitar la oscuridad del alma. El ser humano también construye espacios para el disfrute del espíritu, el Palacio de Bellas Artes es uno de ellos.
La pareja de mujeres que toma la fotografía del recuerdo, trata de abarcar la escultura, esa escultura que, también, muestra una pareja de mujeres que son como un tributo infinito para la vida. Porque nadie podrá negar que acá está concentrada la vida (eso fue lo que Jaime Córdova me confió al enviarme la foto que acá se ve y que no sé si él la tomó).
Más que la triada (formada por las columnas), lo que acá se ve es el par. El par como eje fundamental del universo. El lector avezado podrá distinguir en el pecho de la mujer que carga el suéter un par de lentes (en uno de los lentes aparece un destello). Por la hora y por el lugar en que están colocadas estas dos mujeres se nota la sombra del par de lentes sobre la blusa de la mujer. Tal vez ella necesita usar los lentes de manera permanente, pero para la fotografía se los quitó. Lo hizo para que el destello del sol no opacara la nitidez de la fotografía. Las mujeres de atrás (las de la escultura) no llevan lentes. Por lo regular las mujeres de esculturas no usan lentes. Si hiciéramos una revisión del arte escultórico veríamos que los lentes sobre los rostros son casi inexistentes. Esto es comprensible. Todo mundo sabe que los ojos son el reflejo del alma y lo que los escultores pretenden es dar vida a sus creaciones, y esto sólo es posible cuando el espectador logra ver la mirada de la imagen. Ahí está como ejemplo la obra de Modiglianni, el artista que, a través del vacío de los ojos, logra transmitir el río más profundo de cada uno de sus modelos.
Los lentes de la mujer del suéter en el brazo nos dan la esencia de esta fotografía. Todo está en el reflejo. De hecho, las mujeres de la selfie (mujeres del siglo XXI) no son otra cosa más que el reflejo de las dos mujeres de la escultura que, desde el siglo pasado, están de pie en la entrada del Palacio. Las mujeres del siglo XXI estuvieron apenas unos instantes en ese lugar. Puede decirse que en cuanto se tomaron esta fotografía caminaron hacia otro lugar, tal vez entraron al Palacio, subieron el graderío y vieron el mural de Tamayo o caminaron hacia la derecha y entraron a la librería y hojearon, tal vez, un libro con pinturas de Modiglianni o uno de Picasso. Tal vez compraron un suvenir para que, cuando regresen a su lugar de origen, entreguen a la prima que no pudo acompañarlas en el viaje.
Ellas, no lo saben a ciencia cierta, lograron fijar el instante en que el universo hizo el prodigio. ¿Cuándo volverán a estar en ese mismo lugar? ¡Nunca y siempre! Nunca, porque cuando vuelvan, si es que regresan a ese lugar, no sabrán el lugar exacto en donde se pusieron; pero siempre, porque desde ya, y para la eternidad, la imagen que acá vemos quedó impresa en ese muro que resguarda el aire de todos los tiempos. Algún día, un investigador dilucidará la fecha de esta fotografía, lo hará a través de las claves que ahí quedaron plasmadas: la cámara del celular, los zapatos tenis, los pantalones, el bolso y, sobre todo, el par de lentes y la sombra. Así como un experto logra determinar el año de la escultura, de igual manera será posible establecer el año de la fotografía tomada en blanco y negro. ¿Por qué el fotógrafo eligió esta tonalidad cuando este siglo XXI está dominado por la imagen a todo color? Tal vez porque la oscuridad de atrás, igual que el par de lentes, también muestra un reflejo de la sombra y ésta nos habla de los tiempos actuales que vivimos.

lunes, 16 de noviembre de 2015

MUJERES QUE SON LIBROS




No cualquiera lo advierte. Hay millones de hombres que sólo ven a una mujer cuando están cerca de una mujer. Pero hay hombres que cuando ven a una mujer advierten que en ella hay algo como una luz que transforma su ser. Jaime Sabines dijo en un poema: “Me tienes en tus manos y me lees lo mismo que un libro”; es decir, el poeta también sabe que hay mujeres que no sólo ven a un hombre cuando están cerca de uno. A veces hay hombres que son poetas, que es como decir que son árboles en medio del desierto, que son pájaros volando en el fondo del mar.
Hay mujeres que son como libros, ¡que son libros!; mujeres cuya piel tiene la vocación del colibrí. En el hombro derecho de esta muchacha bonita puede leerse una línea. No es un tatuaje lo que lleva, ¡no! Por favor, que nadie se confunda. Ella es una mujer libro y cuando, como sueño, está a punto de iniciar el vuelo, su piel transpira palabras y quienes están a su lado pueden leer líneas que son como versos, que forman poemas, que llueven libros, que forman alas para el vuelo.
Una película de Peter Greenaway (The pillow book) muestra cómo una mujer puede ser el soporte de la escritura. La piel de esa mujer es como un pergamino que recibe, generosa, la tinta china, como si el pincel fuese una flor que regara agua bendita.
¿Qué puede escribirse en la piel de una mujer? Ahí (esto lo saben los amantes expertos) puede escribirse todo lo visible en el Universo y aún lo invisible, lo que ya está dado y lo que está por brotar. En la piel de una mujer libro se puede, asimismo, leer todas las historias habidas y por haber. ¿Qué frase está escrita en el hombro de esta muchacha bonita? ¿Qué palabras están escondidas detrás de su cabello que cae como caen los pétalos a la hora de la lluvia?
En todo escrito hay un mensaje oculto, un mensaje que sólo puede descifrar el amante que tiene el don de traducir los mensajes escritos en braille.
Los hombres que son como videntes, los que poseen el prodigio de leer entre líneas, saben que la mujer puede ser un libro, un libro donde el tiempo escribe las palabras apenas pronunciadas en susurro. Cada vez que un amante experimentado siembra caricias en el campo de su amada, los árboles que crecen son palabras que vuelan como palomas. Infinita es la extensión de sembradíos, infinitas la siembra y la cosecha.
Si La Biblia es la palabra de Dios, ¿qué palabra es la que asoma en el libro de la mujer, la mujer de todos los tiempos, la que brotó, no de la costilla de Adán, sino que nació de la mano de Dios?
La línea que esta muchacha bonita lleva en el hombro, ya se dijo, no es un tatuaje. Si tuviese que decirse que una mano la escribió la mano fue el aire. A la hora que ella sale de casa y camina por las calles llenas de flores y de gente, el aire le cuenta historias y éstas quedan impregnadas en su piel, para siempre. Porque, se sabe, hay mujeres libros que son eternas, que sirven de inspiración para los otros.
Hay mujeres lagos, mujeres árboles, mujeres pájaros; hay mujeres nubes, mujeres abismos, mujeres estrellas; hay mujeres redes, mujeres piedras y mujeres libros. Todas son como hilos para bordar, pero las mujeres libros son las que contienen a todas las demás.

domingo, 15 de noviembre de 2015

PREGUNTA Y MEDIA PARA ALEJANDRO HERNÁNDEZ




Estimado Alex, ¿qué es la asfixia? ¿Qué es esa sensación de falta de aire? ¿Sólo la padecen los papalotes a la hora que no encuentra asidero y se desgajan como frutas maduras y caen destripados al suelo?
¿Has sentido alguna vez esa sensación de que tu globo espiritual se apachurra por falta de aire? Porque, no sé si sea cierto, la tía Eduviges juraba que el alma se alimenta de aire. Ella decía que una vez, en la poza de Uninajab, se andaba ahogando y en la falta de aire sintió que se “le fue el alma”. ¿Por qué?, preguntaba la tía, de forma inocente, su alma estaba ¿abandonando su casa, que era su cuerpo? ¡Fácil!, porque le faltaba aire. Lo bueno, terminaba de contarme, es que tu tío, cuando vio que me faltaba el aire, tiró el vaso de cerveza que bebía y, con todo y ropa, se aventó para rescatarme. Ya miraba, cerca del fondo de la poza, la cara de mi mamacita y de mi papacito, difuntos ambos, cuando sentí la mano de mi Hermilo, ah, la mano que tantas veces me había acariciado mi cabello, ahora me pegaba un jalón así como si fuera yo una potranca desbocada, pero gracias a ese jalón es que todavía cuento el cuento. Me llevó a la orilla donde ya estaban amontonados todos los compadres. Mi compadre Melitón me agarró de un brazo y, entre los dos, me subieron a la orilla. ¡El alma se me estaba yendo, hijo! Por eso digo que el alma también, igual que el cuerpo, se alimenta de aire.
Alex, cuando me enviaste la foto sentí una sensación de falta de aire. ¡Dios mío, pensé! ¿Por qué ese árbol lo metieron al apando? ¿Qué falta cometió? Cualquiera pensaría que los constructores de este espacio fueron respetuosos con el árbol y, en lugar de talarlo, le hicieron como un corralito para que sobreviva. ¿De veras? ¿Hay que aplaudir lo que hicieron con este árbol? ¿Hay que colocarles una placa que inmortalice su acción por siempre? No sé, pero cuando vi las raíces de este árbol pensé en un absurdo, pensé que a este árbol le habían quitado la posibilidad de caminar, como si los constructores le hubiesen quitado los zapatos y lo dejaran descalzo o, peor, que le hubiesen cortado los pies. ¡Pobre árbol! Pobre, porque es como un niño que sólo puede asomarse por encima del techo y desde ahí ve la calle, desde ahí ve cómo los demás niños reciben el viento, el sol y la lluvia mientras brincan sobre los charcos. Este pobre niño está impedido a hacerlo, no puede caminar, está atrapado en esta celda, ahogado en cemento. Pero no lo talaron. ¡Ah!, qué agradecida está la humanidad con estos constructores conscientes.
Perdón, Alex, pero cuando vi la fotografía observé el tronco del primer plano y miré, de veras lo vi, un rostro, vi el par de ojos, la nariz y la boca y vi que la boca la tenía torcida, torcida de la misma forma en que mi sobrina Karina tuerce la boca cuando su mamá no le da permiso para ir a La Plaza. Y supe que ese rictus era eterno. ¿Cuál es el destino de este árbol enjaulado? ¡Es el mismo destino del canario que canta todas las mañanas encerrado en la jaula colgada de la pared pintada en color azul pálido! El destino de este árbol es el mismo destino del presidiario indígena que, por robar un par de gallinas, le impusieron una pena de diez años de cárcel.
¿Qué es la asfixia, Alex? ¿Qué es esa sensación en que abrimos la boca una y otra vez sin poder jalar el aire que insufle nuestro pulmón? ¿Qué siente el hombre que, sin una gota de agua en la cantimplora, a medio desierto, con un calor que hace hervir a las piedras, mira el horizonte y no encuentra signo de vida?

sábado, 14 de noviembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON PASOS PRECISOS




Querida Mariana: a veces alguien pregunta cómo se escribe tal palabra y el supuesto experto dice: “Como suena”. La tía Emilia decía: “Pucha, ni que fuera marimba la palabra”. A mí siempre me ha llamado la atención tal respuesta: “Como suena”. La respuesta es medio tramposa, porque no siempre se escribe como suena. Pongo un ejemplo, si alguien dice “Karla canta” y el “experto” responde que se escribe como suena, el dudoso seguiría con la duda. Nadie podría reprenderlo si escribiera: Carla con ce y no con K tal como lo dicta su acta de nacimiento. Llama mi atención tal respuesta porque no despeja dudas. Quien pregunta lo hace para recibir una respuesta clara y contundente, que le ayude a terminar con la incertidumbre.
En la zona de Comitán es común, asimismo, la respuesta: “Acá ‘tras lomita”, cuando alguien pregunta en dónde está el rancho fulano de tal. No hay una distancia certera, porque nadie sabe bien a bien cuánto significa ´tras lomita.
Al tío Romualdo le gustaba la precisión. Siempre que alguien le preguntaba la distancia entre San Cristóbal de Las Casas y Comitán daba el kilometraje exacto con metros y centímetros incluidos. ¡Era un exceso! De igual manera se subía la manga del saco y, viendo el reloj, decía que el trayecto duraba una hora con tantos minutos y tantos segundos. La gente disfrutaba ese afán de precisión y, a veces, se burlaba. El tío contaba que en una ocasión viajó a Alemania y quedó sorprendido por la precisión del pueblo alemán. Un contacto lo llevó a una estación de tren y le dijo que ahí donde estaban parados llegaría el tren a tales horas con tantos minutos y se abriría la puerta para abordar. A la hora indicada el tren llegó y justo frente a él se abrió una puerta para abordaje. ¡Genial! Trató de tomar ese ejemplo y ser preciso y ser puntual y ser organizado. Un día lo fui a visitar, estaba sentado en una poltrona, en el corredor de su casa. Se cubría con una manta y bebía una taza de café. Me invitó a sentarme. Me senté y, abusivo, pedí a la sirvienta que me preparara un té de limón. El tío con cierta sorpresa, como si viera un iceberg a punto de resquebrajarse por el calentamiento global, me preguntó qué hora era. Saqué mi celular y le dije. El tío tomó un sorbo de su café y dijo que le gustaba ver a los pajaritos que jugaban en el patio. Intuí que algo le pasaba. Nada, nada, dijo él, nada me pasa, y me pidió que le sirviera más café. Abrí el termo y le serví. La sirvienta llegó y dejó la taza de té sobre la mesa de servicio. Entonces, como si abriera una válvula, el tío dijo: “Los mexicanos nunca seremos como los alemanes”. Dijo que allá, después de la segunda guerra, debieron reconstruir el país. Las carreteras las construyeron para que duraran muchos años, tenían refuerzos con camas de varilla. Hasta la fecha no logro entender bien a bien, pero sí advierto que el tío me quería decir que en nuestro país todo se hace sin pensar en el mañana. La precisión no es algo que esté en nuestra cultura. Llegamos tarde a todas partes. El ejemplo de la puntualidad del tren alemán es imposible de imaginarlo. Acá en Comitán tenemos el ejemplo del transporte urbano: a veces hay hasta cuatro camiones estacionados en la esquina de Banamex y en ocasiones no hay uno solo y los usuarios deben esperar más de diez minutos. Mi amigo Andrés cuenta que en Inglaterra los camiones tienen establecido un horario y funcionan casi casi como funcionan los trenes alemanes. Los usuarios saben con precisión a qué hora pasará un camión, porque los choferes tienen establecidos una ruta y un horario. ¿Acá? ¡Ay, Dios padre! Ya te platiqué el otro día la costumbre de algunos choferes que van con dirección al Reclusorio, cien metros antes preguntan: “¿Alguien va al reclusorio?” y si nadie responde afirmativamente, dan la vuelta en u y se dirigen al Hospital Materno. ¿Todo bonito? ¡No! ¿Qué sucede con el usuario que, en el reclusorio, espera el camión? Ahí se quedará hasta que un chofer, más o menos responsable, cumpla con la ruta predeterminada.
¿La palabra se escribe como suena? Es muy aventurado responder así. Si viviésemos en España, tal vez no habría motivo de confusión. ¿Cómo se escribe la palabra precisión? ¿Como suena? En Comitán y en todo el país no tenemos una diferencia vocal con respecto a la ce, la ese y la zeta. En España no sucede así, la ce, la ese y la zeta las pronuncian con una ligera, pero notoria, diferencia. Así que, en España, las personas sí podrían asegurar que se escribe como suena, pero acá no puede haber “precisión” en el lenguaje. En nuestros dialectos latinos ¡no se escribe como suena, porque todo suena igual! El ejemplo de la ce, de la ese y la zeta también se aplica para la v (labiodental) y la b (labial). En nuestro país decimos b de burro y v de vaca. En España no hay necesidad de tal explicativo, porque en España se pronuncia la v de manera diferente a la b. En este nuestro México, lindo y querido, no somos precisos ni siquiera en el uso del lenguaje. Cuando alguien hace la distinción entre v y b a la hora de pronunciarlas pensamos que el tipo es un pan que se está pasando de tueste. ¡Nada nos gusta! Si hubiésemos continuado con la tradición heredada y pronunciáramos las palabras como lo hacen los nietos de los tataranietos de nuestros conquistadores no tendríamos tanto problema con la escritura de las palabras, tendríamos menos errores ortográficos. Imagino que cuando es España alguien dice: “Ya vengo, voy de caza”, todo mundo lo escribe sin errores, porque la pronunciación especial de la zeta es como una pista que indica cómo se escribe.
¿Cómo se escribe Cotz? ¿Se escribe como suena? Nosotros lo hemos escrito con ce, pero algunos amigos que conocen algo del idioma tojolabal me explican que en este abecedario no existe la ce, por lo que, en términos estrictos, deberíamos escribir la palabra con k: Kotz. Para quienes son puristas del lenguaje, para las muchachas que se ofenden con mensajes mal redactados, tal vez les molestara hallar el siguiente mensaje: “Primorosita, vonós a echar Kotz”. Tal vez declinaran la invitación, sólo porque cotz está mal escrito.
¿Por qué cuando alguien pregunta cómo se escribe tal palabra el otro dice que como suena? ¿Cómo se escribe tambor? ¿Como suena?; es decir: ¡tam, tam, tam! ¿Cómo se escribe agua? ¿Como suena? El agua suena diferente si está estancada o si se avienta desde lo más alto de una cascada y suena diferente si es agua de la Cascada de El Chiflón o es agua de la Cascada del Iguazú. ¡Ah, qué estruendo tan lleno de chirimías alocadas el agua que se desgaja en las Cascadas del Niágara! ¿Cómo se escribe paso? ¿Como suena? El paso de un niño suena diferente al paso de un anciano y suena diferente al del hombre que lleva prisa porque ya se le hizo tarde. No escribimos las palabras como suenan, porque las campanas del espíritu a veces suenan a pavana y a veces a oda.
¿Cómo debemos escribir Comitán? ¿Como suena? ¡Ah!, qué complejo. Comitán no tiene sólo un sonido. Comitán suena a aire brincoteando en los tejados, suena a grito de bolo a media noche, suena a cohete espolvoreado en el cielo, suena a canto de cuna de un pichito. Comitán tiene sonidos especiales que lo hacen un pueblo especialísimo. ¿Cómo escribir Comitán? Puede escribirse como suena el chisporroteo del anafre de la vendedora de elotes; como suena el bordado que teje la marimba; como suena el papel de china a la hora que el cumpleañero rompe la reja.

Posdata: Dije ¿cómo se escribe paso? ¿Como suena? ¿Con huarache o con el pie desnudo? ¿Cómo se escribe Del Paso? ¡Ah, Del Paso se escribe con mayúsculas! Ya sabés la noticia que me dio mucho gusto. Fernando Del Paso, escritor mexicano, obtuvo la distinción del Premio Cervantes, el premio más prestigioso de la literatura en lengua española. Me encanta que se reconozca a los escritores grandes, a las voces mayores. Del Paso es un escritor desbordante y desbordado en imaginación. Así como la Academia Sueca premió con el Nobel de Literatura el trabajo realista de la periodista Bielorrusa Svetlana Alexiévich, Del Paso obtiene el Cervantes por su trabajo desmesurado en donde la imaginación es la columna vertebral. Del Paso hace que la palabra camine con pasos precisos, que vuele muy alto, que transforme la realidad real en una verdadera apología del encantamiento que se logra a través del verbo. Vos sabés que releí hace poco “Palinuro de México” y hace días comencé a entrarle a su celebrada “Noticias del Imperio”. ¡Qué bueno que se reconozca la grandeza de los grandes, de lo auténticos creadores! A veces, qué pena, se premia la mediocridad y se ensalza lo torcido. ¿Cómo se escribe Fernando del Paso? ¡Como suena! Así de excelso, con sonido de iceberg desplazándose en el territorio de los osos que duermen en hamacas y caminan como si fuesen pingüinos en el sol del mediodía.

viernes, 13 de noviembre de 2015

CON EL CORAZÓN EN LA MANO




A Rocío le gusta Chayanne, le gusta como canta, le gusta como baila, le gusta como se mueve. Ella tiene un cartel de Chayanne en su recámara, justo frente a su cama, al lado del espejo de cuerpo entero. Imagino que en las noches, a la hora que Rocío se pone el pijama y se recuesta, ve la imagen y sueña. ¿En qué sueña? No lo sé. Igual que Rocío sé que hay miles y miles de mujeres que aman a los cantantes de su preferencia: Luis Miguel, Miguel Bosé, Julio Iglesias (éstas deben ser ya betabeles de mi generación). Imagino que también hay mujeres que aman a Vicente Fernández y no faltará la que se sube a la cama y brinca al ritmo de “Oh, qué gusto de volverte a ver…”
¿Por qué ahora saco a bailar a Rocío y a Chayanne? Porque ayer escuché una declaración de este cantante, en el sentido de que cada vez que él se presenta en un escenario sale “con el corazón en la mano”. ¡Ah!, ahora sé por qué Rocío tiene ese cartel donde, con el torso húmedo, el artista le sonríe con una sonrisa de playa, sin muros, sin ventanas falsas.
“Con el corazón de la mano”, dijo. Y luego pensé que la mayoría de los bien intencionados hacen lo mismo arriba de un escenario. Puede ser un vocalista, pero también puede ser un pianista. Si digo pianista algún lector irónico (nunca falta) dirá que no puede ser, porque el corazón quedaría aplastado sobre el teclado, pero (se sabe) el corazón es el órgano más dúctil. Con el corazón en la mano se presenta, también, el escritor humilde que presenta su libro. La imagen me remite a la figura que Julia Estévez dijo una noche en la Librería del Sótano: “Vengo con flores en mis manos, quiere sembrarlas en su corazón”. ¿Ven? Los creadores honestos abren sus manos y riegan luz. Pareciera que el sinónimo del corazón de Chayanne es la luz, la flor, el aire, el agua limpia, el ramito de menta.
Rocío dice que Chayanne es un artista limpio, que no está enredado en la caca que sí ensucia las carreras de muchos artistas. Por ello, quiero pensar, cuando sube al escenario ofrece un corazón puro. Mi amiga llega al extremo de decir que su deseo más vehemente es conocerlo en persona. Ha acudido a conciertos de él, en la Ciudad de México, pero lo ha visto de lejos, tan cerca como le ha permitido su boleto general de quinientos pesos. Yo le digo a Rocío que ahorre mucho dinero, para que, cuando menos, una noche de concierto esté en las primeras filas, para que lo vea de cerca, para que pueda sentir un poco de su aliento, para que se ilumine con alguna gota de sudor que el cantante lance a la hora que mueve los brazos en el movimiento exacto.
Sí, a veces voy a una lectura y me toca ver al poeta (al verdadero poeta) abrir las manos y ofrecer su luz prístina (¡qué palabra tan de domingo de insomnio! ¡Prístina! ¡Dios nos libre de otra palabra semejante!).
Sé que quien acude a un concierto de Chayanne va porque, igual que Rocío, es admirador de su trabajo musical. ¿Qué sucede con quien acude a una presentación de libro o a una lectura de poesía? Hay algunos que sólo van para ver las posibles piedras a mitad del camino. Entonces sucede un fenómeno singular: el poeta ofrece su corazón, pero el escucha lo recibe con el hígado. Porque así como hay hombres que al saludar ofrecen su mano envuelta en alambre de púas, hay personas que suben a la palestra y ofrecen el hígado o algún otro órgano no muy agradable. He sido testigo de cómo, algunos oradores, colocan sus manos en el borde del pódium y la madera se humedece con un líquido viscoso.
Respeto a quienes, igual que Chayanne en sus manos, abren la boca y ofrecen su corazón a través de las palabras. Hay muchos que ofrecen la vesícula llena de piedras. ¡Qué pena!
En alguna ocasión vi a Chayanne en la tele. Lo vi bailar, cantar. No recuerdo qué canción interpretaba, ni recuerdo si me gustó la letra de lo que cantaba. Recuerdo, en cambio, el ritmo de su baile, la alegría con la que se desplazaba de un lado a otro del escenario. Recuerdo las luces que iluminaban su cuerpo y la destreza con que trazaba figuras instantáneas con sus pies. Tal vez esto fue lo que hizo que Rocío se enamorara de él. Tal vez Rocío vio que el artista le ofrecía su corazón y ella, siempre bonita, lo recibió y lo conserva como en un altar y lo cuida como se cuida un árbol recién plantado.
Sé que hay muchos escritores que cuando presentan su obra lo hacen “con el corazón en la mano”. ¡Que Dios los bendiga siempre!

miércoles, 11 de noviembre de 2015

EÑE O PE QU




“¿Ya viste?”, dijo la niña y la mamá respondió: “¿Qué dice?”. Ahí se lee: Entrada vehicular. Nadie falta a la regla. El propio abecedario lo consigna: …eme, ene, eñe, o, pe, qu…; es decir, cu cu rru cu cú, paloma, pudiera escribirse, de acuerdo a la fonética de la letra, así: qu, qu, rru, qu, qú, paloma. Cuando a la qu se le agrega la e es que suena qué, mientras tanto, sola la q, suena cu. ¡Dios mío, qué complicado!
El rotulista empleó su lógica de estudios máximos de tercero de primaria. Tal vez hizo un análisis como el precedente. El gerente de la Terminal le pidió “Un letrero bien bonito”, le dictó lo que iba a decir y el rotulista escribió: “Entrada vehiqular”, lo escribió tal como lo escuchó, tal como lo aprendió sentado en el pupitre del tercer grado de primaria. Lo escribió, además, con gran estilo y corrección, porque le agregó la hache que lleva vehículo (llegó a tanto que incluso, cuando hizo la asociación le puso tilde a la palabra vehículo para que no sonara mal: vehiculo).
Los niños aplican la lógica cuando están aprendiendo a hablar. Una vez, Amalia (niña de escasos tres años) me dijo: “Ya me estoy dormiendo”, su mamá la rectificó: “No se dice dormiendo, hijita, se dice durmiendo”. La niña dijo: “No, mami, mi maestra me dijo que el verbo es dormir, no durmir”. ¡La lógica maravillosa!
Rosalinda decía que las cuestiones del lenguaje son complicadas. En efecto. Sara, quien durante muchos años fue sirvienta en mi casa, procuraba no hacerse bolas. Mi mamá le decía que pusiera a cocer la carne y luego, en la tarde, le indicaba que cosiera las playeras de mi papá y las mías. Ella, con gran propiedad, en cuanto terminaba la primera acción decía: “Ya cocí la carne”, y cuando las camisetas quedaban listas, entraba a la sala donde mi mamá bordaba y decía: “Ya terminé de costurar”. Lo decía, no lo escribía; lo hacía para no confundirse. Ella empleaba el verbo cocer para la actividad culinaria y el verbo costurar para las labores de aguja. ¡Usaba su lógica! Tal vez ella creía que era una bobera aplicar la misma palabra para dos actividades diferentes, porque sonaba igual. Desde entonces, yo también procuro aplicar lo que llamo la Lógica de Sara. El rotulista de este anuncio también empleó la Lógica del Diccionario. Está mal escrito, pero suena bien. Si ahora escribo Cirqular ¿qué lee el lector? (Perdón, es sólo como un ejemplo).
El otro día llamó mi atención la palabra recaudo. Una estudiante de secundaria explicaba una receta de cocina y empleó la palabra recaudo como sinónimo de aderezo para condimentar; luego dijo: “… y el recado se echa…”, y corrigió: perdón, recaudo. En Comitán, la palabra recaudo aún se emplea en su acepción gastronómica, pero mucha gente mayor emplea la palabra recado, así no es difícil que una abuela, a la hora que trasmite la receta a la nieta, le diga: “Y, al final, le echás el recadito”, algo así como el mole. Si alguien ajeno a estas tierras oyera la palabra recado, pensaría, sin duda, en su acepción de mensaje. “Y al final le ponés el recado”. ¡Ya lo quiero ver! Ya quiero verlo escribiendo un mensaje y agregándolo como si el guiso fuese una paloma mensajera.
El lenguaje es complicado. Ahora, nuestras amigas feministas insisten en eliminar la carga machista al lenguaje y lo están complicando más. Una amiga escribe Amora en lugar de escribir Amor. Cuando el amado llega a casa y saluda: “Hola, amor”, ella insiste en decir que el amado debe decir: “Hola, amora”, porque la destinataria del saludo es una mujer. ¿Es lógica de niña o lógica de rotulista?
Si el mundo aplicara esta lógica, cuando alguien llegara a casa del abuelo tendría que decir: “Ya llegue a caso”, porque el hogar es de un hombre. En fin, el lenguaje ¡es complicado!

lunes, 9 de noviembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECE LA MITAD DE UNA PAPAYA




No sé qué formas tienen las frutas. Mi maestro Luis decía que La Tierra tenía forma de naranja. Desde entonces, siempre que pelo y como una naranja pienso que me como La Tierra. La Tierra con mayúscula, porque comer tierra con minúscula ¡cualquiera! Armando, hormota de chinculguaj mal armado, disfrutaba cuando hacía “comer tierra” a sus oponentes. Es que Armando, hormota de comal con hoyo, siempre fue muy busca pleitos. A mí me tenía amenazado, debía darle un peso cada semana para que no me golpeara.
El otro día, una feminista a ultranza me sorprendió. Furiosa había despotricado en contra del lenguaje machista. Fue tanto su furor que dijo: “¡A ver, a ver, por qué sólo hay plátanos machos y no plátanos hembras!”. Ramiro, hormota de tamal de bola mal amarrado, que siempre la molesta le dijo que era obvio, las mujeres no tienen plátano. Ella se enojó más, empujó el plato, se levantó de la mesa y aventó la silla que fue a dar a mitad del patio. Los que nos quedamos en la mesa seguimos platicando. Sabíamos que al rato se le bajaría su coraje. Ramiro, hormota de limón sin semilla, dijo: “Se enojó. Ahora que regrese le diré que ya estamos a manos. Para que no se enoje ya no diremos la silla, sino el sillo”. Todos reímos. Ah, los seres humanos somos crueles.
¿De verdad La Tierra se parece a la naranja? Mónica me sorprendió la otra tarde que tomábamos un café en casa de su mamá. Mónica se acercó y me preguntó: “Tío, ¿en dónde están las estrellas?”. Le dije que en el cielo. La mamá de Mónica asomó la cabeza por la puerta de la cocina y dijo: “También hay estrellas en las playas”. Mónica sonrió. Pensé que ella se había maravillado con la respuesta de su mamá. A mí, así de primera intención, no pensé en las estrellas de mar. Pero luego me di cuenta que Mónica sonreía porque nos habíamos quedado cortos de imaginación. Ella dijo que también en las papayas había estrellas. Ahora fui yo quien esbocé una ligera sonrisa. Pensé: ¿Cómo en las papayas? Como creí que Mónica jugaba dije que sí, que en el rancho del tío Eusebio había un árbol de papaya tan grande que llegaba al cielo y que jugaba con las estrellas. Mónica me vio y ahora ya no sonrió, en su cara puso una cara como diciendo: “Ay, tío Alejandro, hormota de contacto sin energía eléctrica, qué bobo sos”. Mónica entró a la cocina, salió corriendo y me enseñó la papaya cortada que acá se ve. Yo no podía creerlo. Jamás imaginé que una papaya conserva estrellas en su interior.
Por esto digo que no sé qué formas tienen las frutas. Hermilo decía que María tenía un culito como de manzana y, con su codo, me movía cuando María se sentaba delante de nosotros y podíamos ver su trasero espléndidamente desparramado sobre el asiento. Yo le veía más bien forma de pera, pero Hermilo decía que no, que el trasero de María se parecía al de una manzana y que era la manzana del cuento de Blanca Nieves. Yo no insistía, pero entonces a Hermilo le miraba hormota de enano con sombrero de hongo insípido.
Jamás imaginé que una papaya conservara una estrella en el interior. Si esto lo supiera Hermilo, hormota de chayote con la pepa de fuera, diría que toda mujer conserva estrellas en el interior de sus papayas y que, por eso, los hombres siempre somos aventureros en todas las galaxias del universo.
Si La Tierra se parece a una naranja, ¿a qué se parece El Universo? Tal vez tiene forma de papaya, en constante expansión. Tal vez las semillas negras de la papaya son los planetas y todos éstos conforman un mandala maravilloso que es como una estrella.
Mónica dice que las estrellas también asoman en las luces de las luciérnagas; dice que, cuando va al rancho de su abuelo, se sienta en una mecedora en el corredor y espera que anochezca; dice que donde está el macollo de rosales brota un racimo de luciérnagas y que su luz forma estrellas de cinco picos. Yo nunca he visto el deslumbre de una luciérnaga. Debe ser cierto lo que Mónica me cuenta, porque jamás creí que la papaya conservara estrellas en su interior y ¡ya me lo demostró!

domingo, 8 de noviembre de 2015

PRESENTACIÓN DE NOVELILLA BREVE




El pasado viernes presenté mi más reciente novelilla. Lo hice en la Librería Lalilu, un espacio prodigioso que abrió sus puertas en Comitán. Esa noche leí un texto que ahora comparto con los lectores de la DIEZ.

Buenas noches.

Agradezco a Samy y a Sol por la generosa posada para que mi niño nazca en este Belén; agradezco a mi jefe, el Maestro José Hugo Campos Guillén, Rector de la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar, institución que es mi casa, por la mano generosa siempre tendida; y agradezco, mucho, a cada uno de ustedes por acompañarme en este acto de presentación.

Un personaje de Rosario Castellanos, en su novela “Rito de iniciación”, pregunta: “¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: “Creo que no. Ya hay muchos”.
Y el personaje de Rosario va más allá, dice: “Si se para uno a considerarlo bien, hay muchos libros. Se tropieza uno con ellos a cada paso. Acechan a la vuelta de los más ocultos recovecos…”.
Creo que todos coincidimos con esta opinión. Hay millones y millones de libros en todas las lenguas, de todos los tamaños, de todos los temas. Hay muchos libros. Tantos que no alcanza la vida para leer ni el punto cero uno por ciento. ¿Cuántos libros leemos en nuestra vida? Los lectores expertos no alcanzan a leer más allá de unos cuantos miles. Entonces, la pregunta del personaje de Rosario puede formularse de nuevo: ¿Vale la pena escribir un libro?
Acá, en este espacio prodigioso de la Librería Lalilu, estamos adentro de una burbuja hecha con libros. ¿Cuántos libros hay acá? Algunos miles. Si un lector se propusiera leer todos los libros que hay aquí, sólo tendría una certidumbre al acometer tal empresa: ¡la vida no le alcanzaría para agotar todos los estantes! Y esta librería es pequeña, apenas gatea. ¿Cómo serán aquellas librerías que existen en ciudades como Buenos Aires, París, Nueva York? Yo no alcanzo ni siquiera a imaginarlas. Mi mente no da para tanto. No alcanzo a imaginar cómo es la Vía Láctea, que es una minúscula fracción del universo. Bueno, de igual manera no alcanzo a imaginar cómo serán esas librerías que contienen miles y miles y miles de libros. ¡Uf! Hay muchos libros. ¿Para qué, entonces, el Molinari insiste en escribir libros, publicarlos y compartirlos? Mis lectores saben que pretendo imitar a Woody Allen, quien, año con año, presenta una nueva película. Hasta hoy he cumplido mi propósito. El año pasado, Coneculta-Chiapas publicó mi novelilla “Historia triste de un cuentahistorias”. Hoy presento ante ustedes la novelilla que corresponde al 2015: “La tarde que conocí el cine” y ya escribo la que, primero Dios, presentaré en el 2016: “Libro para regalar un día de cumpleaños”.
¿Cuál es mi obsesión? ¿Cuál mi terquedad? ¿Por qué la insistencia? Escribo y publico para compartir con ustedes. Quiero pensar que el mundo se construye a través de las palabras y las que reúno son palabras que nunca han sido dichas. Mis palabras arman (es mi modesta pretensión) una nueva figura en el Mandala universal. Escribo para que mis lectores completen su propio círculo. Los lectores, ¡ustedes!, son la materia prima en este eslabón. ¡No lo sabré yo que he sido lector de cientos de libros! No lo sabré yo que soy lector apasionado y espero seguir siéndolo el resto de mi vida.
¿De qué va mi más reciente novelilla? Es un homenaje al cine a través del juego, a través de la imaginación. Es un homenaje a la imaginación. A la usanza clásica podría decir que si alguna escena se corresponde con la realidad ¡es mera coincidencia!
Si ustedes lo permiten leo una pequeña parte de la novela, para que sepan por dónde camina. Con ello podrán determinar si vale la pena comprar el libro o hacerse tacuatzes y pensar que, I’m sorry, perdieron unos minutos de su valioso tiempo.
“¿Tú crees que vale la pena escribir un libro?”. La respuesta es: Sí, a pesar de que hay muchos, tal vez uno nuevo acomode de otra manera el universo.
Va fragmento:


Nunca imaginé que quince o veinte minutos después iba a toparme con Santo, el enmascarado de plata, “en persona”. Salimos de la tienda y yo salí feliz con mi máscara. ¿Por qué doña Angelita, la tendera más seria de la comarca, me había regalado esa máscara? Doña Angelita, como si confesara algo, hizo que me acercara y dijo: “Tené, te la regalo”, me dio la máscara del Santo y regresó la de Blue Demon a la bolsa. Mientras yo, con una sonrisa de atardecer, repasaba con mis dedos los contornos de los ojos de la máscara, ella agregó: “Vas a ser un luchador de grande”. Ya no recuerdo si di las gracias. Estaba feliz. Mi mamá no salía de su asombro. Cuando salimos, mi mamá y yo caminamos por la avenida central, estábamos a una cuadra del cine. ¡La tarde estaba espléndida, recién bañada! Mi mamá me acarició la cabeza con el movimiento que siempre hacía, me despeinó tantito. ¡Ah, qué plenitud! Le pregunté a mi mamá si podía usar la máscara y ella dijo que sí. Nos paramos en la banqueta, yo me quité el gorro de lana y ella me ayudó a anudar la cinta detrás de mi cabeza, yo acomodé tantito la máscara para que mis ojos coincidieran con las aberturas y caminé, de la mano de mi mamá, con gran emoción. Los niños que pasaban a mi lado ¡me miraban!, dejaban de ver su camino y me veían con sorpresa y con envidia. Yo era Santo, ¡Santo, el enmascarado de plata! Supe que la máscara lograba un prodigio, el prodigio de convertirme en otro. Nadie reconocía al que estaba debajo de la máscara, nadie sabía que yo era yo, yo era Santo, uno diferente, uno por encima de los demás. Ah, caminé orgulloso. Pensé: si Pepe me viera, se moriría de envidia.
La calle estaba animada, igual de luminosa que yo. Varios niños, también con bufandas y gorros tejidos con estambre, agarrados de las manos de sus mamás, se detenían ante el aparador de la tienda de ropa de Las Ancheyta. La escena del aparador era una escena más bien pobre, pero como era la única vitrina arreglada con motivos navideños, todo mundo la miraba con admiración. Los niños, de mi edad o un poco mayores, señalaban con sus manos y, emocionados, descubrían el tren que daba vueltas y vueltas sobre una montaña pintada de azul y gris, como si la tarde fuera de plomo. Al fondo, un sol, con una boca sonriente, iluminaba una choza donde un niño Jesús era más grande que el buey y el burro. Las figuras eran de pasta. Al lado de la Virgen María (una imagen también de yeso) había un grupo de ovejitas hechas con algodón y unos pastorcitos que en el pueblo llamaban “chujitos”, porque representaban a indígenas de la raza Chuj, raza milenaria que habitaba en las cercanías del pueblo. ¡Todo iluminado! Casi tan iluminado, como iluminada la marquesina del Cine, como la vitrina donde estaban pegados los carteles de las películas que se exhibirían en la semana. Mi mamá y yo habíamos seguido caminando, pasamos por donde una mujer tenía un anafre sobre la banqueta y ofrecía elotes asados, que servía en una hoja de maíz, con una mitad de limón y un poco de Polvo Juan, que era una mezcla de tostada molida con chile. Mi mamá me había hecho a un lado para que no me quemara y habíamos seguido caminando y ya estábamos frente a la vitrina del cine, ahí donde se mostraban los carteles con los próximos estrenos: carteles con escenas de hombres a caballo, con armas al cinto (casi casi como si fueran Pepe y yo jugando a los vaqueros e indios en el sitio de la casa). Mientras mi mamá me llevaba de la mano, yo miraba esos carteles tratando de aprenderme de memoria cómo los vaqueros jalaban la rienda del caballo o cómo miraban hacia donde estaba el horizonte; cómo entraban a los bares, cómo daban un empujón a la puerta abatible; cómo caminaban una vez que estaban dentro del bar, cómo se acercaban a la barra donde el dueño, con una jerga, limpiaba la superficie y temía que algún bebedor hiciera para atrás su silla, sacara su pistola y encarara al nuevo parroquiano: el delincuente que había cometido el robo del banco en el pueblo vecino. No podía registrar todo en mi mente, porque mi mamá llevaba prisa por llegar a casa. ¡Había tanto qué hacer! Pero, de pronto sentí que cesó la presión de mi mamá sobre mi mano, sentí cómo se enfrió la suya, como si la metiera en una cubeta llena de hielos. Desde mi altura subí la mirada y la vi, la vi como aquella bíblica estatua de sal. ¡Su cara había perdido el color y era como un cartel de cine que hubiesen limpiado con cloro! La presión de su mano sobre mi mano se hizo más intensa, me apretó como si su mano fuese una tenaza y me jaló, me jaló ¡para adentro del cine! Me sentí como un papalote en medio de una tromba. Segundos después ya estaba en el vestíbulo del cine. ¡Fue la primera vez que estuve ahí! Estábamos frente a la taquilla, y yo, sorprendido, escuché cómo mi mamá pedía dos boletos, ¡dos!; estaba alelado. Mi mamá colocó la bolsa con los hilos debajo de su axila, abrió el bolso, pagó y recibió los dos boletos, ¡dos!, y me exigió que la siguiera, que la siguiera a la entrada, donde el boletero extendió la mano para recibir los boletos y los metió adentro de una urna de madera, los metió como Pepe y yo metíamos las monedas en la alcancía de barro con forma de cuch, las monedas que nos daba mi mamá cada domingo y que nosotros, precisamente en la temporada navideña, rescatábamos al abrirle la panza al cuch con un martillazo. Un minuto antes caminábamos en la banqueta, mi mamá me llevaba de la mano, caminaba con el paso apurado, porque en la casa había tanto qué hacer y, de pronto, ella se puso fría como raspado y me jaló hacia el interior del cine. Ella me jaló, ella que decía que el cine no era apropiado para niños. Ahí estábamos ¡adentro! Lo hizo porque en la esquina había visto a mi papá. Yo no lo conocí en ese momento, yo no lo conocía. Si mi mamá y yo hubiésemos seguido caminando de frente nos habríamos topado con él. Ahí estaba: parado con su sombrero de fieltro, la bufanda roja que le había regalado mi mamá cuando eran novios, con un pie recargado en la pared, con un cigarro en la mano, con su sonrisa de nube dorada. ¡Ahí estaba con su descaro de mil siglos, después de años de no verlo, desde que él se enteró de que mi mamá me esperaba y yo era su hijo, desde que se atrevió a llegar a la casa para ser amenazado por uno de los e! A mi mamá no le quedó más que esconderse en el cine. Minutos después, mi papá entró al cine, nos buscó y provocó el mayor disturbio que el pueblo tenga memoria.
Mi mamá pensó que en la oscuridad de la sala podríamos escapar de las garras del ogro. Nos sentaríamos en un extremo de la sala y en cuanto el monstruo, con sus pies como aletas de pez fisga, abriera la puerta abatible (como sheriff en el bar del pueblo), mi mamá, casi agachada a mi tamaño, me jalaría (de nuevo) y saldríamos y correríamos, correríamos, mucho hasta llegar a casa, donde metería la llave con prisa, abriría la puerta y la cerraría después que hubiésemos entrado. Se recargaría contra la puerta y, hasta entonces dejaría escapar toda la tensión contenida, exhalaría como si fuese una ballena y yo la vería desinflarse como un globo agradecido. Pero no fue así, porque cuando entramos a la sala aún no había comenzado la función y la sala, enorme, tan enorme como el sitio de la casa, ¡mucho más!, estaba iluminada con mil focos, con mil reflectores. La gente estaba sentada en las butacas y se oía un rumor como de mar. ¡Así debía ser el mar, así de hermoso, así de intenso! ¡Me enamoré del cine, en ese instante! Sentí un chispazo que me cimbró todito, como si fuese el último latigazo de un temblor y me iluminara por dentro. ¡Mil reflectores me iluminaron! ¡Así que esto era el cine! ¡Por esto, entonces, mi mamá decía que no era para niños! ¡Tenía razón, esto no era para niños! Acá, como en el sitio de la casa, un niño podría extraviarse y ser hallado muchos días después o nunca. Porque cuando la proyección inició ¡el prodigio aumentó! Esto era mucho mejor que la vida de afuera. Afuera todo era tan plano, tan cotidiano, tan de tendejones donde un viejo dormitaba y de vez en vez movía la mano para espantar las moscas. ¡Esto era para adultos que pudiesen resistir el embate intenso e inadvertido de una avalancha! La sala del cine era enorme. Al fondo estaba la pantalla; y las butacas, como en el oratorio, dispuestas para ver al frente. Ahí, sobre esa pantalla enorme, blanquísima, proyectarían la película. Todo estaba dispuesto para que eso ocurriera.
Mi mamá buscó donde sentarnos y eligió las butacas al lado de dos señores con bigote, como si ellos crearan un campo de fuerza que nos protegiera. Mi mamá no veía la pantalla, como sí lo hacían los demás, quienes, expectantes, esperaban el inicio de la función. Mi mamá veía la puerta, con la insistencia de un foco intermitente. Esperaba que de un momento a otro entrara ese hombre; yo estaba fascinado con la enormidad de la sala. ¿Cómo no iba a estarlo si la sala de la casa apenas tenía siete sillas individuales de madera, un asiento donde se sentaban tres personas bien apretadas, una mesa de centro (siempre con un florero) y dos esquineros que (de igual manera) siempre estaban coronados con dos maceteros de florecitas amarillas y rojas?
Las luces comenzaron a apagarse, lo hicieron como si fuesen pájaros sobre ramas y cerraran sus ojos poco a poco. Los espectadores se acomodaron en las butacas, doblaron los periódicos y, con un movimiento como de elefante enano sobándose contra un tronco, desparramaron las espaldas contra las curvaturas de los respaldos. Mi mamá seguía vigilante, volvía la mirada hacia la puerta abatible de la entrada. Sostenía su monedero como si alguien fuera a arrebatárselo. Yo, emocionado, como nunca, con las manos sobre el respaldo del asiento delantero, casi sentado al filo de la butaca, miraba la pantalla. ¿Qué sucedería? ¡Sucedió el prodigio! Cuando las luces se apagaron por completo, un haz cruzó el aire y se proyectó contra la pantalla y ésta tomó vida, con un movimiento como de mar embravecido. Doña Angelita había convocado los espíritus, porque mi mamá, con una voz de tiuca temerosa, dejó de ver la puerta, por un instante, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Mirá, hijo, es una película del Santo”. Yo, emocionadísimo, miré la pantalla y vi cómo aparecían letras, una tras otra, encima de la imagen de un castillo que parecía hecho con cartón. La música era triste, como la música que doña Amanda escuchaba en su radiola, cada vez que uno de sus hijos abandonaba la casa; triste era también la escenografía, toda hecha de cartón; apareció un vampiro, voló de un lado a otro, sostenido por hilos que lograban descubrirse. Estuve pendiente, no podía perderme el instante en que apareciera el Santo; es decir, yo. Era la primera vez que estaba en el cine y ya había logrado un prodigio, algunos espectadores me habían visto entrar con la máscara puesta, algunas señoras habían sonreído y más de dos niños me señalaron y yo reconocí en sus caras la mueca de envidia que siempre acompañaba a Pepe cuando le platicaba alguna hazaña que él no había realizado antes.
Esto era superior a la radio, era superior a todo lo que había conocido en mi corta vida. Cuando llegara a casa le platicaría a Pepe.
Mi mamá seguía viendo la puerta. Sentí ese temblor que movía los dedos de sus manos, que los volvía casi autónomos. “¿Qué pasa?”, pregunté, pero un señor que estaba sentado en la butaca de adelante se volvió y, con un gesto de gárgola, pidió que me callara. En ese momento yo no sabía bien a bien la causa del desasosiego de mi mamá. Tenía la misma cara de la mujer que apareció en pantalla. La película era “Santo contra las mujeres vampiro” y la primera escena era la de una mujer que salía de un sarcófago apoyado contra la pared, una pared llena de telarañas y de polvo. El rostro de la mujer era como si tuviese una mascarilla de lodo seco. Yo estaba maravillado. La mujer dijo que tenía doscientos años de estar encerrada en ese sarcófago. Pensé que la pantalla era como el sitio de la casa, las personas podían extraviarse. Volví la mirada tantito para ver a mi mamá, cada vez que alguien abría la puerta abatible y entraba un rayo de luz del vestíbulo, apretaba mi mano con más fuerza. La tensión sólo disminuía en el instante en que comprobaba que quien entraba no era mi papá.
A la hora que, en la pantalla, la mujer vampiro abrió los brazos como alas, la figura de mi papá apareció en la puerta de entrada. Como no se apuró a cerrar la puerta y el rayo de luz interrumpía la oscuridad de la sala, el señor que estaba a nuestro lado se volvió y dijo: “Cierren la puerta”, lo dijo tan fuerte que otro hombre, sentado más allá, gritó: “Cállense”. Mi papá cerró la puerta y todo pareció volver a la normalidad. Mi vecino se calmó y continuó viendo la pantalla, donde la mujer vampiro despertaba a un ejército de más mujeres. Todas se movían como la mujer del sitio cuando llegó a casa. Mi mamá se tiró al piso y comenzó a gatear, buscando el pasillo de la derecha. Se detuvo. Al ver que yo estaba embebido en la pantalla me jaló del pantalón y dijo, en voz como de rata afónica: “Vení” y yo me tiré al piso y la seguí. El hombre del periódico se sorprendió y preguntó: “¿Se le perdió algo?” y prendió un cerillo. Mi mamá sopló. Siguió gateando. Me volvió a jalar. Al llegar al pasillo, mi mamá me paró, me agarró de la mano y echamos a correr. Yo trataba de ver qué sucedía en la pantalla, mientras mi mamá trataba de ubicar al hombre que tanto temía y que corría detrás de nosotros. Las luces de la sala se prendieron y los espectadores protestaron, silbaron y se pusieron de pie para ver qué sucedía. Mi mamá y yo ya habíamos llegado al escenario donde estaba la pantalla y subíamos por una escalinata de madera, mi papá corría detrás de nosotros ya a mitad del pasillo. El cácaro no dejó de proyectar la película, así que cuando mi mamá se acercó a la pantalla para protegerse, yo vi cómo una mujer vampiro caminaba a mi lado. Un niño (apenas un poco mayor que yo), que estaba sentado en la primera fila, se levantó y gritó: “¡Ahí está Santo!”. Yo busqué en la pantalla, pero sólo vi a las mujeres vampiro, caminando como si fuesen zombis, como si fuesen las primas hermanas de la chapina. Mi papá ya subía la escalinata de madera. Varios espectadores ya corrían detrás de él, porque al grito de una mujer: “¡La va a matar, lleva un cuchillo!”…

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