sábado, 29 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, ÚLTIMA CARTA




Querida Mariana: Esta es la última carta del año. Un año que tuvo de todo: bueno, regular y malo, como por lo regular es la vida. A mí, como a medio mundo, me encanta ver el término de un ciclo como la inmensa posibilidad de iniciar otro. El tío Enrique, a quien todos los amigos y familiares le decíamos tío Quinquenio, porque así nos había enseñado, no vivía como los demás. Él, más o menos cuando tenía veinte años, comenzó a contabilizar su edad por quinquenios, no contó su vida por ciclos anuales, sino por ciclos quinquenales. Todos pensamos que fue casualidad cuando murió a la edad de sesenta años, pero él hubiese jurado que era, simple y sencillamente, una consecuencia de su pensamiento. Falleció cuando tenía doce quinquenios de vida. Todo mundo, al enterarse de la noticia, comentó que había hecho su gusto, porque no murió de cincuenta y nueve o de sesenta y uno o sesenta y dos, ¡no!, murió en los justos sesenta para que sus cuentas fueran exactas: ¡doce quinquenios! Morir en una fecha que no tuviera la cifra quinquenal hubiese significado un fracaso en la vida del tío. Casi casi vimos que moría satisfecho, porque moría en una cifra exacta, según su pensamiento. ¡Ah, qué ganas de doblar la rama del destino! Así pues, el tío Quinquenio, sólo por joder, cada fin de año se burlaba de nuestros afanes para cerrar bien el ciclo. A las ocho de la noche, del treinta y uno de diciembre, entraba a la cocina y preguntaba por qué tanto alboroto, ¿qué no pensábamos dormir? Cuando alguien de la familia le comentaba que estábamos en preparativos de la cena de fin de año, él se botaba de la risa, nos abrazaba uno a uno y se despedía (hubo años en que este ritual lo hizo ya vestido con su pijama, sólo para que su broma tuviera más efecto). De esta manera, el uno de enero (salvo cuando la fecha coincidía en domingo) pasaba a las recámaras a las siete de la mañana y nos despertaba, decía que ya se nos estaba haciendo tarde para ir a la escuela o para el trabajo. Todos abríamos los ojos y, con una mano titubeante, le decíamos que dejara de joder. Él reía y comentaba: “Ah, muchachos flojos” y salía del cuarto y se pasaba al otro para molestar. Así era el año uno, el año dos, el año tres y el año cuatro, porque el año cinco, desde las cinco de la tarde del día treinta y uno de diciembre se integraba al rebumbio de la cocina y ayudaba a hacer los tamales, alisaba las hojas de plátano y les colocaba una pizca de sal como si las estuviera bautizando. Se colocaba un mandil blanco y un gorro de esos que usan los chefs y era el hombre más feliz del mundo, cantaba, saltaba sobre un pie, abrazaba a todos (sobre todo a María, que era una de las sirvientas que estaba de muy buen ver y de mejor tocar). A las ocho de la noche entraba a su cuarto y media hora después salía vestido con traje oscuro, corbata dorada, zapatos perfectamente lustrados y con aroma de un perfume francés que le había traído Damiana del viaje que hizo cuando cumplió quince años. Al entrar a la sala se paraba en el centro y comenzaba a tocar un villancico con una violineta (armónica), la tocaba con tal intensidad que su cuerda emotiva nos contagiaba y terminábamos cantando, palmeando y haciendo un círculo en torno a él.
La historia del tío Quinquenio fue una historia singular. Las demás vidas se rigen por ciclos anuales. Cada ciclo comienza el uno de enero y concluye el treinta y uno de diciembre. Así contamos nuestras edades. De hecho, ahora que digo que el tío murió a la edad de sesenta años traiciono su memoria, ¡él murió a los doce quinquenios! Cuando alguno de los sobrinos estaba con ganas de molestar le decía que su método era una bobera, porque así sólo celebraba su cumpleaños una vez cada cinco años, sólo recibía regalos y abrazos cada cinco años. Era una bobera. Pero él como si pasara una mosca, no hacía caso a tales comentarios, se concretaba a decir que era especial, que no había permitido que la fuerza de la costumbre lo atrapara como sí lo hacía con todos los demás seres del mundo, porque, a ver, ¿en qué parte del mundo hay alguien como yo? El burlón tenía que callarse, se quedaba sin argumento, porque, en realidad, el tío Quinquenio era un ser excepcional. Con esa idea loca había hecho todo un sistema de vida excepcional.
Parece una bobera, querida Mariana, pero escucho, cada vez con más intensidad, comentarios en el sentido de que ¡el año se fue volando! Sí, los ciclos anuales ¡vuelan! Hace apenas un rato que era enero del 2018, y ahora ya estamos casi al final del año y andamos con un pie en el nuevo año. El tío Quinquenio no padecía esta asfixia, este apremio, ¡no!, él, ¡uf!, vivía con una gran calma, porque el quinquenio le duraba bastante. Cada vez que alguien decía: “Se fue volando el año”, él tomaba el vaso con cerveza, le daba un sorbo, viendo hacia el cielo, lanzaba un ¡ah! satisfactorio, estiraba las piernas, colocaba sus manos debajo de la nuca y cerraba los ojos. Sin duda pensaba: “El quinquenio lo lleva tranqui, tranqui”.
¿Cómo ves? Es muy difícil seguir el modo de tío Quinquenio. ¡Dificilísimo! Nosotros, los simples mortales seguimos la rutina del ciclo anual, todo en el mundo funciona así. El mundo decidió que los años corresponden a una vuelta de la tierra al sol. No sé, porque no soy experto en astronomía, qué sucede con otros planetas de este sistema solar, ni qué sucede en los millones de planetas del universo. Si pensamos que es una soberbia extrema creer que somos los únicos seres en el universo, podemos pensar que hay planetas en los que el ciclo anual tarda mucho, casi casi los quinquenios del tío o más, porque, sin duda, existen órbitas que tardan más tiempo en dar la vuelta a los soles de la galaxia fulana de tal. Tal vez, en algún planeta hay millones de seres vivos que, igual que el tío, celebran quinquenios de vida, no porque así lo hayan decidido, sino porque así lo dicta su ciclo orbital. De todos modos, es difícil que existan seres como el tío Quinquenio, quien, por decisión, modificó la rutina de los demás seres humanos. Ahora bien, tal vez ahora estás preguntando qué fue lo que ganó y qué lo que perdió con tal cambio. Los sobrinos le advertíamos que se perdía los regalos de cada año en su cumpleaños, los abrazos, los festejos con marimba. En cambio, lo que ganaba, ya lo comenté, era la posibilidad infinita de ver que “su” año tardaba bastante, no tenía el apremio que tienen los años que contabilizamos nosotros. Él vivía conforme su idea. Sólo cuando aparecía el quinto año es que funcionaba igual que los demás mortales, en el quinto año él celebraba la navidad y demás celebraciones “anuales”, y daba regalos a los sobrinos el día de su cumpleaños (a la hora del abrazo, nos decía: “Feliz quinquenio, hijo”).
Para no caer en la confusión nosotros ignorábamos su modo de ser y seguíamos su juego cada vez que él anunciaba que estaba en el quinto año del ciclo. Pretendíamos ignorarlo porque es complejo convivir con alguien que tiene un modo de vida diferente. ¿Qué hacer con la tía Eulogia, quien (por su edad) llegó al momento de modificar el ciclo, no del año, sino diario, al trastocar el horario nocturno por el diurno? Ella comenzó a dormir de día y a vivir de noche (un poco como si fuera personaje de la novela “Palinuro de México”, de Fernando del Paso). ¡Ah, qué difícil convivir con personas así! La tía Eulogia se ponía a lavar trastes a las dos de la mañana, hora en que colocaba discos de Pedro Infante en la consola, a volumen medio, como si fueran las dos de la tarde. Quienes estábamos ya acostados, teníamos un sueño irregular, despertábamos a cada rato, porque a la tía le encantaba tomar a la escoba como pareja a la hora de barrer el patio y de cantar a dúo las canciones del tal Infante. Todos los de casa supimos que la tía había muerto, cuando la madrugada del dos de marzo de 1996, dejamos de oír sus pasos. El disco quedó dando vueltas en el último surco, haciendo un ruido como de tic tac descompuesto. Todos (sin proponérnoslo) nos sentamos en la cama y tratamos de ubicar algún ruido que nos dijera que la tía estaba ahí. Aguzamos nuestro oído para escuchar algún ruido de trastos o un quejido en el baño o un chorro de agua que nos indicara que regaba los helechos del corredor, pero nada oímos. Nos sentamos en la orilla de la cama, nos calzamos las pantuflas, nos echamos encima la bata y salimos al corredor. Todos los sobrinos nos descubrimos en las puertas. Ninguno de nosotros dijo algo, sabíamos que estábamos en busca de la tía. Sólo nuestros pasos se oyeron a las tres de la madrugada. Prendimos las luces y comenzamos a buscar a la tía, primero en silencio y con pasos titubeantes, luego llamándola, poniendo nuestras manos frente a la boca, como bocina: “¡Tía Eu!, ¡tía Eu!”. Comenzamos a correr por uno y otro lado. Después de entrar a todas las habitaciones llegamos al sitio de la casa, ahí, en medio de la luz que emitía una luna cómplice, vimos tirado un cuerpo. Sentimos una corriente helada como punzones sobre nuestro cuerpo. Nos quedamos parados un segundo, al siguiente corrimos. Ya nada podía hacerse. Uno de nosotros, no recuerdo quién fue, vio su reloj y dijo que había muerto a las tres de la madrugada, pero todos lo vimos, sabiendo que no era cierto. Ella había modificado su horario, para ella, esa hora eran las tres de la tarde, había caído a mitad del sitio, al lado del árbol de durazno, justo a la hora que el sol tatemaba todas las plantas.
Posdata: No es fácil modificar los ciclos que dicta la naturaleza. Nosotros vivimos ciclos anuales, por esto digo que esta carta es la última del 2018. ¡Uf, cómo vuela el año! Apenas ayer era enero y ahora ya estamos en la antesala del próximo. ¡Feliz año 2019, Comitán! También el 2019 se irá como agua.

viernes, 28 de diciembre de 2018

DEFINICIÓN DE POSIBLE




Hay palabras que son honestas y que rondan por la orilla del cinismo, posible es una de esas palabras. Si tomamos un diccionario vemos que posible es: “Lo que puede suceder” y que en la mayoría de los casos positivos ¡no sucede! Sucede lo no deseado. ¿Los deseos se hacen posibles? ¡Imposible!
Siempre que alguien le preguntaba al tío Eugenio si podía hacer algo, él cantaba “Quizá, quizá”, decía que la palabra quizá era hermana de la palabra posible. Parece que tales palabras abren una ventanita en donde la posibilidad puede hacerse realidad, pero lo cierto es que es apenas una hendija que se cierra al instante.
“Papá, ¿me vas a dar permiso para ir a Huatulco, a casa de mis primos?”, preguntaba Elisa, cuando todos comenzaban a colocar festones y adornos navideños. El tío dejaba el martillo sobre la mesa, hacía una bocina con sus manos y cantaba: “Quizá, quizá, quizá”. Elisa tiraba el festón sobre el piso, abría la puerta de su cuarto de un envión y se tiraba a la cama a llorar. Cualquier persona ajena podía preguntar qué es lo que sucedía. Todo mundo de casa sabía que la respuesta del tío era un no rotundo. Jamás el quizá del tío había significado la posibilidad de la realización. El quizá del tío era un no que no se decía.
He conocido a dos o tres políticos que siguen al pie de la letra la consigna del tío Eugenio: jamás dicen no a alguna petición ciudadana. “Ya lo estamos viendo. Es posible que la próxima semana tengamos respuesta”, dice el político. Pasa la semana, una más, y el interesado insiste. “Sólo falta una firma. Tú despreocúpate”, dice el político. Y así pasan los días, las semanas y los meses. Cuando el ciudadano, ya molesto por tanta dilación, le dice al político que si no va a ser posible resolver su petición que mejor se lo diga de una vez, el político, en lugar de sincerarse y decir no, dice: “¡Quince días a lo sumo y tenemos una respuesta!”.
El tío jamás dijo que no, pero en el instante de cantar la de quizá, quizá, todo mundo sabía que la posibilidad se diluía con la misma intensidad que el sol se oculta todas las tardes. Muchos políticos también evitan decir la palabra no, y todo lo adoban con la palabra posible, que, si lo vemos bien, es un sinónimo de la negativa.
A veces, cuando escucho en el estadio de fútbol el grito de ¡Sí se puede!, advierto que hay un resabio de imposibilidad. Los campeones jamás gritan tal sentencia, no lo hacen, porque saben, muy en lo íntimo, que su desempeño se basa en la certeza y no en el columpio del azar. La palabra posible es hipócrita. ¿Cuál es el antónimo de posible? De inmediato pensamos en imposible, con lo que esta palabra parecería ser, en realidad, el antónimo de posible; es decir, si lo que no puede realizarse está en un extremo, en el otro hallamos (por lógica) lo que sí se realiza, pero resulta que lo posible no es certeza sino duda.
Quien se monta en la grupa de lo posible se monta en un buey penco con posibilidades de ser Pegaso. ¿Puede nuestra patria alcanzar un desarrollo económico que beneficie a las capas sociales más desprotegidas? ¡Es posible! Es posible.

jueves, 27 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECEN COSITAS RICAS




Querida Mariana: ¿Qué pensás cuando oís la frase Cositas Ricas? Hice un sondeo con ocho jóvenes (cuatro muchachos y cuatro chicas). Los muchachos respondieron lo que estás pensando, algunos fueron tibios en su respuesta y otros fueron más explícitos. Las cuatro chicas fueron románticas. Ninguno de los ocho, debo decirlo, hablaron acerca de gastronomía. ¿Quién piensa en comida cuando alguien dice Cositas Ricas? Tal vez los niños sí piensan en dulces, en paletas de chimbo o en chocolates. A mí me encanta que doña Mary, la del sabor tradicional, emplee esa frase para referirse a los guisos que prepara. Una cosita rica, según doña Mary, es un tamal (de bola, de mole, de verdura, de chipilín, de raja, de momón o pitaul). ¿Mirás cuánta variedad? Los tamales, en todo México y en otros países latinoamericanos, son como el complemento perfecto para un festejo. Hay actos en los que continúa viva la tradición. Muchos de mis amigos y compañeros de escuela hicieron su primera comunión cuando yo era niño. Me invitaban. Muy formalito me vestía con un pantalón de color claro, camisa blanca y zapatos bien boleados y, después de la misa, en la que el compañerito se había hincado con una vela frente al sacerdote para recibir, por primera vez, la hostia, llegaba a la casa del festejado con un regalo envuelto con papel de china entre mis manos. Era predecible el abrazo, la entrega del regalo y el juego con los demás compañeros, mientras en el corredor los familiares preparaban la mesa para el desayuno.
Por lo regular, los juegos de la niñez eran de antología y si no había un desayuno de primera comunión, los niños preferíamos demorar el juego en el sitio, pero cuando había tamales y chocolate calientito en la mesa con mantel blanco, el juego era intermitente, todos esperábamos el momento en que la mamá del festejado dijera: ¡Ya, niños, a desayunar! Todos hacíamos fila en el baño para lavarnos las manos y corríamos a sentarnos en las sillas de madera, plegadizas, de color azul o verde. ¡Ah, qué emoción, qué ricura! En la mesa estaban las charolas con tamales humeantes, tamales de bola o de mole y de manjar. Estoy hablando de los años sesenta. Lo mismo contaba mi tía Elena y ella hablaba de los años cuarenta. Lo mismo cuenta mi sobrina Pau y ella está hablando de los primeros años de este siglo; es decir, la tradición continúa viva, sin modificación alguna. Los niños de estos tiempos hacen lo mismo que hacíamos nosotros. ¡Claro!, los juegos son otros, ahora se quedan en la sala y juegan videojuegos, pero esperan con ansia el momento en que la mamá (como desde siempre) les dice que vayan a lavarse las manos, porque el desayuno ya está preparado. Las “cositas ricas” que están sobre la mesa son las mismas que hemos comido desde tiempos inmemoriales: ahí están los tamales de bola, los de mole y los de manjar. Ahí está, en recipientes pequeños, el chile en vinagre, de ese finito, bien picado. Ahí está, en tazas blancas, el riquísimo chocolate, tan caliente, que quema las lenguas de los avorazados.
Sí, doña Mary (la del sabor tradicional), quien tiene su tienda en la cuarta avenida oriente sur, en el barrio de San Sebastián, sigue manteniendo viva la tradición. Ella, igual que muchísimas mujeres comitecas, continúa ofreciendo las recetas de siempre, sigue haciendo las “cositas ricas”.
Bueno, los muchachos de hoy también disfrutan las cositas ricas de la vida. Los muchachos que respondieron a mi pregunta no pensaron en comida, pensaron en otras “cositas”; ellos se fueron por el camino oscuro y luminoso del sexo; ellas caminaron por la senda del romanticismo. Una de las chicas, cuando le pregunté qué pensaba cuando oía la frase de “cositas ricas”, respondió: “En el aire de mi rancho cuando estoy sentada debajo de un árbol de jocote”; otra, mientras chupaba, bien erótica, una paleta de chimbo, en el parque de San Sebastián, dijo que cosita rica era su perrito orejón “Dumbito”, a la hora que se acostaba en su cama. Ellas fueron tiernas, ellos fueron más elementales, siempre es así, los varones son de Marte, son más perros de cama; las muchachas, nos han explicado, son de Venus, son más gatas de cocina.
Posdata: Doña Mary prepara “cositas ricas”. Los de Marte pueden pensar en otras cosas. Pueden pensar, por ejemplo, cuando ella, doña Mary, ofrece que en el pedido de una charola grande incluye, como mojol, un “huesito”, que el huesito es como el clásico que esperan quienes se acercan al gobernador. ¿Un huesito? ¡Pucha, ni que fuera yo perro!, diría un extraño. Lo que este ajeno no sabe es que en Comitán así le llamamos al chamorro y que este guiso es una verdadera delicia, es ¡una cosita rica!

miércoles, 26 de diciembre de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Un ventanal, una mesa con libros, un micrófono que nunca se usó, el brazo de una silla de plástico y el conferenciante: Roberto Culebro Jiménez.
El micrófono no se usó porque el espacio de la librería Lalilu es íntimo, muy cercano; Roberto consideró que su voz podía escucharse sin dificultad y así fue.
Si los lectores ven con atención advertirán que la fotografía fue tomada instantes previos a la charla. Es el instante preciso de un instante antes. Roberto (comiteco, con estudios de maestría en literatura mexicana) platicó acerca de la obra de Sergio Pitol, escritor mexicano que falleció en abril de 2018.
Hace años, el escritor chiapaneco Jesús Morales Bermúdez impartió un taller de ensayo en la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez. Roberto Culebro asistió a ese taller. Al término, Jesús Morales opinó que Roberto era un joven muy talentoso.
La noche en que Roberto compartió su conocimiento (la del viernes 21 de diciembre de 2018) no hizo más que reafirmar la opinión de Jesús (de Jesús Morales): Es un joven muy talentoso.
Esa noche, Roberto platicó el tema con gran conocimiento y con una gran calidez. Sin poses, sin tufos soberbios, en su charla, los destellos de la obra de Pitol brotaron como brotan los renuevos en los árboles de durazno o como brota el agua en un nacedero.
¿Qué libros había sobre la mesa? Tres libros de Sergio Pitol. El libro que está sobre el atril de acrílico es “El mago de Viena”. Roberto, esa noche, sin ser de Viena, hizo magia con la palabra. Siempre sucede así con lectores inteligentes. Roberto lo es. De la chistera del vacío, el conferenciante fue sacando conejos que, sin ser el de Alicia, la del País de las Maravillas, llevó a la audiencia a los países maravillosos en los que Pitol abrevó y redactó parte de su obra.
Si el lector ve con atención advierte que el ventanal muestra una cuadrícula de fierro que invita a jugar gato o a llenar los cuadros con letras a manera de palabragramas. No fue casualidad que esa noche, el ventanal fuera una retícula de cinco cuadros horizontales y cinco cuadros verticales; no fue casualidad, porque lo que hizo Roberto esa noche fue colocar las letras que forman el apellido de Sergio en cada uno de los cuadros. Al final de la exposición oral, los asistentes hallaron lleno el ventanal con las letras P, I, T, O y L. Pitol de izquierda a derecha, Pitol de arriba abajo. Al término de la charla, todo mundo supo que el juego había sido completado, había sido un éxito, había sido un lujo para Comitán. Porque, seamos honestos, no siempre el pueblo tiene el privilegio de contar con la presencia de sus mejores hijos, que llegan en vacaciones dispuestos a disfrutar de su familia y de Comitán, pero que, además, comparten su conocimiento, para que el árbol de Comitán también presuma sus renuevos.
Y Roberto charló por más de treinta minutos sin necesidad de emplear el micrófono, porque cuando está uno en una reunión de amigos nadie usa micrófonos, bueno, a menos que sea hora del karaoke, hora de beber la cerveza; pero, esa noche, todos los asistentes no bebieron cerveza, bebieron la palabra, sin vaso, así nomás, como se bebe el aire, ¡la vida!
Y Roberto contó que Pitol tuvo tres influencias: Reyes, Vasconcelos y Gabriel Vargas (autor de la Familia Burrón); contó que Pitol comentaba que su humorismo no provenía de los grandes autores literarios ingleses, por ejemplo, sino de la modesta, pero enorme, riqueza cultura popular de don Regino y de doña Borola Tacuche; Roberto contó que la generación de Pitol ya no sólo recibió influencia de la literatura, sino también del cine, de la televisión y de las revistas de monitos (el actual cómic).
La plática fluyó como vuelo de gaviota, como canica desplazándose de proa a popa en barco trasatlántico. Los asistentes fueron de la Rusia de todos los zares a Xalapa, pasando por la sublime Pitolfrontera polaca.
Fue una noche de lujo para Comitán. No todos los días, el pueblo recibe a sus mejores hijos y recibe lo mejor de ellos. Roberto, ya lo dijo Jesús Morales una tarde de hace varios años, es un joven talentoso.
¿Qué se necesita para tener una conferencia llena de guiños inteligentes? Basta un ventanal palabragrama, una mesa sostén de libros, una silla de plástico, tres libros de Pitol, la sala de la librería Lalilu, un micrófono que no se usa y un conferenciante dispuesto a compartir luz.

martes, 25 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE LA PROPUESTA DE LA CREACIÓN DE UNA RETRATERA




Querida Mariana: La canción es sencilla y simpática. Su letra dice: “Tu retratito lo traigo en mi cartera…” ¿Dije simpática? Ay, no sé lo que digo. María vomitaba la canción. Si alguien la silbaba, ella, con el trapo que limpiaba los platos, le daba en la boca al silbador. ¡Que no la fueran a cantar, porque se convertía en un monstruo jala cabellos! Cuando estaba de buenas comentaba que era una asquerosidad que el fulano de tal llevara el retrato de la novia en la cartera, ¡en la cartera! ¿Para qué se había inventado la cartera? ¡Para llevar dinero!, decía ella, billetes asquerosos. ¿Cómo, entonces, el fulano se atrevía a mezclar billetes con la fotografía de la novia, con “el retratito”?
Además, explicaba, lo de cartera era un absurdo. El objeto para guardar billetes se llama billetera, y movía las manos para hacerlo más evidente: billetera. Ah, decía, benditos los españoles que sí emplean bien el idioma que ellos inventaron. En México, y volvía a mover las manos, todo lo cambiamos para mal, a la billetera le llamamos cartera. ¡Cartera era la bolsa donde el cartero llevaba cartas!, casi gritaba María.
Cuando su cara ya estaba colorada del coraje, como si se hubiera quemado de sol o se hubiera echado tres buches de tequila, decía que debía existir la palabra retratera, para designar el chunche especial para guardar los retratitos de las novias. Era lo menos que podían hacer los fulanos para demostrar su amor y su respeto a la mujer amada. Cartera, ¡mis huevos!, decía y se llevaba la mano a la entrepierna y reía, reía, porque su mano cogía el vacío.
María siempre estaba activa, regaba las plantas del corredor, lavaba los trastes, hacía las camas, arreglaba la sala, levantaba todo lo que los niños dejaban tirado: juguetes, ropa y libros. Sí, ella era la sirvienta de la casa. A las tres de la tarde tocaba una campanilla que estaba sobre el tocador y decía, con voz de locutora: “María se declara en receso”, comía apurada, tomaba sus libros y libretas y salía corriendo para la escuela, donde estudiaba la preparatoria. Siempre nos sentimos orgullosos de ella en casa cuando nos enseñaba sus calificaciones, brillantes, que oscilaban entre el ocho y el diez, más de éstos que de aquéllos.
Una vez que, por alguna razón no fue a la escuela, se sentó con nosotros en la sala a tomar té y a contarnos un poco de su vida. Esa tarde conocimos la razón de su odio a la canción. Él se llamaba Juan, Juan era novio de María, tenía los mismos dieciocho que ella y era de la misma comunidad, estudiaba en la Escuela Normal y su mayor ilusión era ser maestro en su propio pueblo. Ella lo alentaba. Una tarde, Juan le pidió una muestra de amor y ella, inocente (o nada pendeja), le dio una fotografía, tamaño infantil, con la siguiente dedicatoria: “En la noche más oscura mirá el cielo, ahí hay una estrella que te alumbrará. Te quiere mil montones, tu María”. El tal Juan recibió la fotografía, sacó su cartera y la puso en el lado donde había una mica que permitía ver el “retratito”. María le dijo que no le gustaba que él colocara su fotografía en el mismo objeto donde colocaba los billetes sucios. Él, por toda respuesta, comenzó a cantar la de “Tu retratito lo traigo en mi cartera…” y abrió la billetera en el lugar donde estaban los billetes con los retratos de Hidalgo y de Morelos. María sintió una corriente eléctrica en todo su cuerpo que la llenó de coraje contenido, poco a poco ese coraje, como si fuera gas, comenzó a expandirse y a salir por las orejas y por las fosas nasales y amenazaba con salir por todos los orificios del cuerpo de María, que funcionarían como válvula de escape, porque supo que si ese coraje no hallaba canales de expulsión ella explotaría y en la explosión llevaría a su Juan de corbata. Trató de ser tolerante, se apropió de toda la calma del mundo y le exigió, de buena manera, que le regresara la foto. Juan guardó la cartera en la bolsa delantera de su pantalón y silbó la famosa cancioncilla. María empujó a Juan, quien se hizo para atrás y trastabilló hasta dar con toda su humanidad contra el piso; María se hincó y, en lugar de ayudarlo a incorporarse, metió la mano en la bolsa, sacó la cartera y buscó su fotografía. ¡Ah, nunca lo hubiera hecho! Bien dice que quien busca ¡encuentra! Ella buscaba su fotografía infantil y halló la de otra mujer, una con labios gruesos, ojos grandes y con el cabello trenzado. Leyó la dedicatoria: “Para mi Juan, el hombre que me enseñó a ser mujer. Petra.”
Nadie dijo algo, cuando María terminó de contar la historia. Ella tenía las manos sobre su vientre y jugaba, nerviosa, con las barbas del chal.
Uno de nosotros dijo que sí, que ella tenía razón, que era una estupidez conservar las fotografías de las amadas adentro de una cartera y que su propuesta era muy aceptable: el mundo debía inventar un objeto que se llamara Retratera para que los muchachos conservaran ahí los retratos de sus amadas.
Posdata: Pero esto que cuento fue en tiempos antes de estos chunches electrónicos. Ahora, no creo que alguna muchacha regale fotografías tamaño infantil a sus amados. Ahora todo mundo baja las fotos a su computadora o las conserva en su teléfono celular; ahora, muchas muchachas, en lugar de enviar fotos de sus caritas bonitas, mandan el pack. ¡Ah, benditos tiempos!

lunes, 24 de diciembre de 2018

IMAGINÁ QUE TE LLAMÁS NOCHE BUENA




Podés ser la realización esperada de muchachos ansiosos y de muchachas hijas de la pasión; asimismo el deseo frustrado de viejos rabos verdes que sobreviven como ranas en estanque seco. Pero no sólo podés ser la rama del árbol de las ambiciones reprimidas o inalcanzables; también podés ser la noche en que los niños y niñas reciben los regalos que los papás -disfrazados de Santa-conceden los regalos que aquéllos solicitaron en sus cartitas.
Imaginá que te llamás Noche Buena, que sos la Noche Buena. Que sos la noche más esperada del año, la noche en que la familia se reúne y bebe sidra o champaña, dependiendo del bolsillo. Imaginá que podés ser el perfecto pretexto para que los hijos que radican en poblaciones lejanas regresen a sus pueblos de origen, pueblos en los que siguen viviendo sus padres, ya viejos, ya cansados, ya viviendo sólo de la memoria que se ha convertido en un mero hilo de agua cuando, en su plenitud, fue tan arrasador como el Río Grijalva antes que su furia vital fuera ahorcada en un vaso de presa.
Imaginá que te llamás Noche Buena, que sos Noche Buena, y que, para celebrar tu existencia, en la casa colocan festones y luces de colores y pintan las paredes y limpian las ventanas y barren los corredores y colocan un mantel blanco sobre la mesa para la cena. Imaginá que, a partir de las ocho o nueve de la noche, el timbre de la puerta toca constantemente y las hojas de la puerta se abren como abrazos para recibir a los invitados que llegan con regalos y con botellas de vino en las manos y dejan sus abrigos en los percheros y saludan a todos los amigos y familiares y dejan los regalos en el pie del árbol y aceptan el ponche que les ofrecen y piden que a la taza le agreguen un chorrito de brandi para que el espíritu comience a entrar en calor, porque la noche (¡vos!) merece todos los honores. Imaginá que sos la noche en que el mundo (al menos el de occidente) celebra el nacimiento de un niño que llegaría a ser el hombre más influyente del mundo. Imaginá que, por vos, todo en tu nombre, el mundo canta villancicos, desde aquel hermoso que dice que un burrito sabanero va camino de Belén, hasta el odioso que berrea aquello de que los peces beben y vuelven a beber. ¡Letra escrita por una bestia beoda acomplejada!
Imaginá que te llamás Noche Buena y que tu cuerpo necesita un chocolate bien calientito, con harta espuma, acompañado con un pedazo de la rosca que hace la abuela. Imaginá que todo tu cuerpo tiene el aroma afable del incienso y la luz de las bengalas. Imaginá que vas por la calle, con bufanda y un gorro, lleno de regalos sencillos, como campanas de amaranto, como almohadas con aroma de menta, como alhelíes que cantan en tardes de lluvia, como rayos de sol que se ablandan al contacto con la piel de los venados, como lianas de agua que llueven a la hora que la abuela reza el padrenuestro, como tigres que maúllan como loros, como caballos que cabalgan sobre puentes hechos con carrizo, como alondras que no reconocen la hora del ángelus.
Imaginá que la vida es un instante y que el instante sos vos: la noche buena, el único momento en que el abrazo se convierte en un rayo azul para el sueño. Imaginá que todo gira alrededor de vos, como si los demás fueran planetas y vos fueras el sol infinito, eterno.
Imaginá que podés hacer realidad el sueño de todos. Imaginá que sos la cáscara que no tuvo el fruto anhelado, que sos la añorada conversación con el abuelo ya muerto, la canción que no cantaste en la ventana de tu amada, el beso que dejaste sobre un papel, la mano que quedó extendida y que canceló la caricia ya apergaminada.
Imaginá que sos la Noche Buena, la que cancela todas las malas, la que es como un conjuro contra la noche en que la mascota no alcanza a respirar o la noche en que todo parece hacerse mierda. Imaginá que sos como un bálsamo, como un tarrito de hierbabuena, como un dulce de miel o como un chimbo o como un vaso de temperante o como un grupo de niños que salta la cuerda o como un libro de poesía que derrama sus palabras en la laguna de tu mejor deseo.
Imaginá que sos la Noche Buena, la noche afable, la mejor noche de la vida.

sábado, 22 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON SABOR A NOSTALGIA



Querida Mariana: Tengo muchos amigos en las redes sociales. Muchos de ellos hacen el favor de leer las Arenillas y me envían un abrazo virtual o un saludo. Algunos otros emiten breves comentarios, pero, a veces, asoma alguien que se explaya. Esto me da mucho gusto, porque significa que mi comentario tocó alguna fibra en su recuerdo. Esto sucedió la semana pasada, Iván Daniel Ramírez Román escribió largo y tendido, y lo hizo con una fabulosa descripción. Su testimonio es un puntual recuerdo. Ahora que está de moda la película “Roma”, de Alfonso Cuarón, muchos cinéfilos y críticos han alabado, entre otras virtudes de la cinta, el cuidado que el famoso director tuvo en los detalles. Se sabe que en el detalle está la diferencia. Cuando leí el testimonio de Iván Daniel pensé que es una persona que tiene una gran capacidad para apropiarse de los mínimos detalles, esos que hacen la diferencia en un relato. Me asombró su memoria. Pensé: ¿Cómo alguien, a muchos años del suceso, puede recordar con tal nitidez? Bueno, tampoco es inusual, doña Lolita Albores (nuestra amada cronista) tenía una memoria prodigiosa, lo mismo puede decirse, por ejemplo, sólo como ejemplo, del maestro Jorge Gordillo Mandujano, de doña Bety Mandujano y del maestro Cuauhtémoc Alcázar Cancino, porque cuando éstos hablan de su niñez o de su juventud o de su edad madura los rostros se iluminan con la misma intensidad con que brilla la lámpara de su memoria. ¡Ah, bárbaros, qué manera de hilar recuerdos! Con su palabra bordan chales luminosos que preservan nuestra identidad cultural.
El otro día, don José Soto, un destacado comiteco que radica en otro lugar, escribió lo siguiente en las redes sociales: “Yo sigo creyendo que el cronista de Comitán no es más que el TEMOCH Alcázar (el maestro Cuauhtémoc Alcázar Cancino)”. Entiendo lo que dice José, pero no lo justifico. El maestro Óscar Bonifaz tiene el nombramiento oficial, vitalicio, de cronista de la ciudad; además, en cada administración municipal se nombra a una serie de cronistas que conforman el Consejo Ciudadano de la Crónica. Pero esto que menciono son nombramientos oficiales (incluyendo el de cronista municipal). En este pueblo, como en todos los pueblos del mundo, hay cronistas naturales, quienes, sin necesidad de papeles oficiales y oficiosos, ejercen este género literario, porque se les da en forma originaria. Comitán, por fortuna, tiene muchos cronistas valiosísimos. Entre todos elaboran el tejido que ayuda a comprender nuestro complejo entramado social. Entiendo que don José Soto tenga especial afecto por lo que realiza el maestro Temo y respeto su punto de vista; lo que no se vale es que su comentario sea excluyente. En la crónica de los pueblos intervienen muchísimos actores y, repito, todos hacemos la historia. Recordemos, sólo para precisar, que los propios ciudadanos son quienes realizan los actos que, conforme pasa el tiempo, se convierten en los hilos de la identidad. ¿Qué hace una cocinera cuando, en una charla, comparte una receta, legado de su abuela? Elabora una crónica oral y la transmite. Bueno, pues así como este ejemplo hay miles de ejemplos. Las crónicas están plagadas de testimonios de personajes de los pueblos. Pienso que el propio maestro Alcázar reconocería que hay más comitecos que hacen la crónica de Comitán. Y digo esto, porque ahora pasaré copia de lo que Iván Daniel escribió en las redes sociales. Lo que Iván escribió es un testimonio riquísimo en detalles. A Iván le pedí permiso para incluir su escrito en esta carta que hoy te envío. Estoy seguro que el testimonio de Iván te seducirá y tendrás más elementos para amar las tradicionales casas comitecas. Va pues, a continuación, lo que escribió Iván Daniel Ramírez Román:
“Yo me crié y crecí en una casa comiteca tradicional, la casa de mi tía Tere Ramírez, conocida por muchos comitecos de antaño. La casa está ubicada en pleno centro, frente al restaurante “El Greco”, restaurante que ahora creo es un bar, con música moderna y bebidas embriagantes, que hace que los clientes sean como títeres que se tambalean de un lado a otro. La casa de mi tía Tere tiene un gran sitio (o tenía, porque con el paso de los años se ha ido reduciendo por diversas razones). Ahí jugaba y trepaba en los árboles, cortaba naranjas, nísperos y aguatatíos chiquitíos, que mi mamá y mis tías llamaban tzitz, o algo así.
“Alguna vez, mi tía Lupe (Q.E.P.D.) sembró un tapesco de chayote. Yo también ayudé un poco en su construcción. Después también sembré varias veces matas de chayote. Cabe señalar, y dicho sea de paso, que a mi tía Tere siempre le han gustado mucho los chayotes hervidos con sal. No la culpo, ¿a quién no?, si son tan sabrosos.
“En el frente de la casa hay un corredor amplio, que, cuando era niño, estaba lleno de macetas con plantas de todo tipo, y como mi tía Lupe las regaba con manguera, siempre había un olor a húmedo o mojado, que conforme pasaba el día se iba secando poco a poco con los rayos del sol. También había un patio grande, en el que había rosales muy bonitos. Tía Lupe cortaba las rosas y las colocaba en el comedor y en la sala, también las colocaba en una ventana que tenía el comedor. En el otro extremo del patio había una buganvilia enorme que daba flores muy bonitas. Por ahí donde estaba la buganvilia, recuerdo que, alguna vez, vi patos. En otra parte de la casa había té de limón, manzanilla, ruda, romero, cilantro, epazote y muchas hierbas de olor o medicinales, para el momento que se ofreciera.
“Cuando era fin de año, las comidas o cenas se hacían en la sala, con la mesa del comedor y una tabla rectangular que servía de extensión, al igual que una o dos mesas chicas más. Todo ¡era muy alegre!, con los cantos navideños para pedir posada. Luego, era tradición que escondían al niño Dios que estaba por nacer. Quien lo encontraba lo llevaba en sus brazos al nacimiento, donde cantábamos y rezábamos para que naciera en noche buena.
“Me gustaba mucho pasear por los cuartos, sentía que la casa era inmensa y se podía recorrer toda, desde el último cuarto hasta el baño o hacia el comedor y la cocina, ya que la casa tenía muchas puertas y uno entraba por una y salía por otra, y era el cuento de nunca acabar.
“Sin embargo, todo pasa, se va y acaba, de manera fugaz y efímera como la vida misma. Ahora, aunque estoy relativamente joven, ya con cuarenta y dos primaveras en mi haber, vuelvo la vista atrás y no sé en qué momento todo se pasó tan rápido. Ahora vienen a mi mente tantos pasajes, recuerdos y añoranzas, que me puedo pasar horas y horas en describirlos. Sólo diré, para concluir, que hoy en día vivo en Medellín de Bravo, Veracruz, en un edificio de condominios. Nos tocó vivir en el segundo piso (tomando en cuenta el condominio de abajo como planta baja y luego el primer piso), algunos lo ven como el tercer piso. En fin, la realidad es que es un multifamiliar de seis condominios, cómodo, acogedor y funcional, pero (debo decirlo) un tanto reducido para de dónde vengo y crecí. Posdata: ¡Viva la familia!”.
¿Cómo lo mirás? ¿Verdad que es una genial descripción, una crónica selecta de una casa comiteca? Iván radica ahora en el estado de Veracruz, pero lleva, igual que don José Soto, la savia pepenada en las raíces comitecas. No sé cuántos años radicó Iván en Comitán, no lo sé, pero puedo afirmar por la última línea de su testimonio, que el pueblo es para él un recuerdo enormísimo, tan enorme como la ceiba que crece en el corazón de cada comiteco. ¿Verdad que juntos hacemos la crónica del pueblo? Sí, la hacemos con los testimonios de todos. Gracias a esos testimonios, los cronistas; es decir, quienes redactan los textos tienen la posibilidad de engarzar los hilos que dan sustento a nuestro vestido común. El recuerdo de Iván es nítido, pero además, está compartido con nuestra esencia. ¿Leíste cuando dijo que cortaba aguacatíos chiquitíos? Ah, cualquier corrector de estilo sugeriría eliminar tal elemento cacofónico. El pobre corrector no sabría que en Comitán nos vale una pura y celestial nube negra la reiteración. Nosotros, los comitecos somos afectuosos en extremo y todo lo expresamos en diminutivo y si es necesario, como en este caso, decimos aguacatío chiquitío, porque si gritáramos que cortamos un aguacate pequeño, todo mundo confundiría nuestra identidad, porque todo mundo dice aguacate pequeño, pero sólo en Comitán, maravilloso pueblo, decimos aguacatío al aguacate pequeño, y en el extremo de la afectuosidad le agregamos el chiquitío, por si alguna duda hubiese quedado de la pequeñez del aguacate.
Posdata: Tengo muchos amigos en las redes sociales. Agradezco al destino tener amigos como Iván. ¡Enorme, enormísimo, el testimonio que Iván nos regaló del recuerdo de su casa, la casa que habitó de chiquitío! Sé que ahora tenés más elementos para admirar y querer a este pueblo que es mi casa y la tuya y la de todos los verdaderos amantes de Comitán.
Una tarde muchos comitecos se enojaron porque quienes hicieron la restauración de la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez destrozaron el antiguo patio central, le quitaron las piedritas bolas que tenía y le pusieron losetas posmodernas, pero lo que más molestó fue el cambio de plantas. Las plantas anteriores estaban más cercanas a nuestra identidad. ¿Mirás qué recuerda Iván? La manzanilla, la ruda, el romero, el cilantro y el epazote eran parte del paisaje cotidiano. Ahora, Iván no puede sembrar esas hierbas de olor, esas especias. ¡Ah, vive en un condominio cómodo, acogedor y funcional, pero no tiene la oportunidad de trepar a un árbol para cortar nísperos! La posdata de Iván es pertinente: ¡Que viva la familia! ¡Que viva Comitán!

miércoles, 19 de diciembre de 2018

DESDE UNA ALTURA MÍNIMA




Nos asomemos sobre la barda, decía Micaela. Nos lo decía siempre que jugábamos en el sitio. A ella le encantaba trepar sobre un montón de tierra que había al lado del árbol de jocote y mirar la calle por encima de la barda. Ese era su gusto. Y tenía razón, porque uno de los deleites más hermosos de la vida es ver la vida desde una posición de privilegio. En Comitán, las casas antiguas de dos pisos tienen balcones en la parte superior. Los privilegiados dueños de esas residencias salen al balcón cuando hay un acto relevante, como un desfile militar o desfile de carros alegóricos o para fisgonear cuando hay una marcha. En aquel tiempo salían a ver la recepción del candidato a gobernador, quien caminaba por la calle llena de juncia y festones.
Nosotros, los primos y hermanos de Micaela, éramos más modestos. La casa de los tíos no tenía balcones, pero, en cambio, tenía una barda rematada con un copete hecho con ladrillos; y el sitio tenía un montón de tierra que permitía que nosotros subiéramos hasta el borde de la barda. Desde ahí, Micaela colocaba sus manos sobre el copete y husmeaba lo que sucedía en la calle. Le encantaba ver cómo se movía el pueblo sin que los caminantes advirtieran su presencia. Ella, niña bonita, la menor de todos, había sido muy puntual en su exigencia: ninguno de nosotros debía molestar a los que pasaban por la calle. Porque, lo habíamos visto, había en la cuadra niños que, desde los balcones del segundo piso o desde las azoteas molestaban a los peatones, algunos, incluso, tenían la mala costumbre de aventar globos (vejigas, les llamábamos) con agua. Los peatones, todos mojados, tocaban a la puerta con los llamadores de metal y, enojados, acusaban a los niños con los papás, quienes se disculpaban, sin hallar más que hacer. Los niños de la cuadra eran llamados por sus papás y aquéllos se bajaban los pantalones para recibir cinturonazos o cuerazos con fuetes que servían para azuzar caballos. Pero, las travesuras volvían y era un cuento de nunca acabar. Nosotros no nos comportábamos así, porque Micaela nos había enseñado a ver la vida desde una óptica diferente. Ella sabía que lo que pasaba en la calle exigía un gran respeto, porque ahí se estaba manifestando lo mejor de la vida: el movimiento. Nosotros jugábamos en el sitio, a veces jugábamos a Tarzán y subíamos al árbol de jocote y, con un lazo como liana, nos descolgábamos. La tía se moría de la risa, porque decía que más que Tarzán parecíamos Chita, chimpancé que siempre acompañaba a Tarzán. Nosotros, hombres mono o monos jugando a hombre, jugábamos a matar cocodrilos en el río que era de arena y de piedras; a veces jugábamos los carros y hacíamos carreteras y puentes y, con los soldados de plástico (unos de color verde y otros de color gris) y con triques que comprábamos en la tienda de doña Angelita, dinamitábamos los puentes para que el convoy enemigo no pasara a nuestro territorio; a veces jugábamos a la comidita y, junto a Micaela, con ayuda de las corcholatas hacíamos tortillas con hojas del árbol de limón. Los pétalos de los tréboles nos servía no para la buena suerte sino para mitigar el hambre después de regresar del trabajo que hacíamos en la mina de oro. Micaela era nuestra novia, la novia de sus dos hermanos y de los tres primos. No había problema alguno. Nuestra convivencia era muy de mente abierta. Ella abría la puerta de la casa, improvisada debajo de un tapesco, nos saludaba a cada uno y nos servía las tortillas que había echado al comal y nosotros, mientras le enseñábamos las pepitas de oro que habíamos extraído del fondo de la mina, comíamos las tortillas hechas con los pétalos de los tréboles; el sabor era un poco ácido. A veces extraño ese sabor, lo extraño tanto como extraño aquellos días en que, a la hora que el sol comenzaba a bajar para ocultarse, nosotros trepábamos sobre el montón de tierra y asomábamos nuestras caras por encima de la barda. Ahí nos estábamos hasta que la tía nos llamaba para que fuéramos a cenar y, después, los tres primos nos despidiéramos para ir a nuestras casas. En la calle veíamos lo que se veía en el Comitán de entonces, las señoras con chal que caminaban de prisa para ir a misa de seis, los niños que salían del turno vespertino de la escuela, el nevero que volvía a su casa llevando el carrito ya vacío, los compadres que, abrazados, salían de la cantina, ya un poco bolencones. Una tarde vimos un hombre que tenía toda la cara ensangrentada, pasó corriendo frente a nosotros, de vez en vez volvía la mirada aturdida, como buscando si alguien lo perseguía, acezaba como venado asustado. Los perros del vecino se aventaron a la puerta de metal y ladraron con fuerza; más tarde, el tío, a la hora de la cena, desde su sillón en la cabecera, dijo que habían matado a un muchacho que trabajaba en una cantina. Nosotros nos vimos con la mirada del que comparte un secreto, casi estuvimos seguros de que habíamos visto al asesino, pero nada dijimos, porque si decíamos algo sabíamos que la tía nos prohibiría subirnos al montón de tierra para ver la calle desde lo alto de la barda.
A veces paso por casas que todavía tienen la misma forma que tenía la casa de los tíos. Y digo esto porque muchas casas ya han perdido su esencia. Ahora veo muchas casas que tienen orugas de alambre de púas en lo alto de las bardas para que no entren los delincuentes. Así, pienso, los niños de ahora no pueden ver lo que sucede desde la seguridad de los sitios. Bueno, ya ni muchos sitios existen.
Micaela fue una niña prodigio, siempre muy juiciosa. Ella nos enseñó a ver lo que pasaba en las calles de Comitán. Yo le agradezco mucho ese conocimiento, porque eso me ayuda en mi oficio de escritor. Siempre procuro estar en un lugar donde todo sea como aquella barda.

martes, 18 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN LETRERO EN TURNO



Querida Mariana: Este letrero está en un aparador de la Farmacia Luz, que en Comitán todo mundo conoce como la Farmacia de Cirito, porque su propietario, desde hace muchos años, es don Cirito López, quien la compró a su dueña original: Luz Ortiz.
El anuncio es histórico, porque es del tiempo en que las farmacias de Comitán llevaban un rol de servicio nocturno. Para la atención de urgencias de medicamentos, una farmacia estaba de turno, esto significaba que, mientras las demás farmacias laboraban con horario normal, la de turno atendía veinticuatro horas al día, con lo que los comitecos que necesitaban un medicamento en la madrugada buscaban la farmacia en turno y se dirigían a ella.
En los años setenta se acostumbró colocar una pizarra en el pasillo exterior del palacio municipal en donde escribían el nombre de la farmacia en turno. Este anuncio ya es de tiempos más recientes, porque es un anuncio luminoso. Cuando la farmacia de Cirito estaba de turno, el conocido farmacéutico prendía el anuncio para enterar a todo el pueblo, que durante esos días estaría atendiendo a los afligidos clientes las veinticuatro horas del día.
El otro día pasé por ahí y Maribel dijo que le tomara una fotografía, que era un elemento histórico, porque ese rol ya no se acostumbra. En la actualidad, muchas farmacias dan servicio todo el día y, algunas, tienen servicio a domicilio. Basta que una persona solicite las medicinas por teléfono para que, tiempo después, un motociclista lleve el pedido hasta la dirección proporcionada.
Maribel dijo que lo mismo sucede con las pizzas, con los tacos al pastor, con las hamburguesas y con las botellas de licor. Una de las innovaciones de estos tiempos son los servicios a domicilio. Bueno, con decir que ya no hay necesidad de ir a las tortillerías; no hay necesidad porque ahora existen motociclistas que distribuyen las tortillas de casa en casa.
La traviesa de Maribel (la conocés) dijo que el letrero bien pudo servir para otros locales, y rio como vos sabés que lo hace cuando hace alguna leperada. Dijo que no fuera mal pensado, que pudo colocarse en un confesionario, por ejemplo, y describió cómo cuando alguien entrara al templo de San Sebastián podría ver el letrero encendido y así sabría que podía hincarse frente al sacerdote y soltar la retahíla de pecados. Bueno, dije yo, también podía estar en una vinatería, para que los bolos sepan que ahí hay venta de trago durante las noches y durante las madrugadas. Maribel rio, dijo: Vos querés que yo diga el lugar que estás pensando, pero no lo diré.
Sí, querida mía, el letrero luminoso podría estar en muchos lugares: en una taquería que da servicio nocturno o en una talachería, de esas que hay en carreteras llenas de polvo.
Cuando llegamos al parque de San Sebastián, después de pasar por las talabarterías, con su inconfundible olor a piel curtida, Maribel dijo que su mamá siempre había tenido (sin tenerlo) un anuncio luminoso en su corazón, porque había sido mamá de tiempo completo. Jamás apagó su letrerito. Y cuando nos sentamos en una banca del parque y, mientras ella comía una paleta de chimbo y buscábamos las ardillas en las frondas de los pájaros, dijo que el letrero también pudo estar prendido en la resbaladilla del patio que había en casa de los tíos Armando y Nube, porque, cuando nos quedábamos a dormir ahí, a veces, Maribel me despertaba y decía que fuéramos a jugar, y nos poníamos las pantuflas y tomábamos una chamarra y, sin hacer mucho ruido, corríamos el cerrojo de la puerta y salíamos al patio que estaba iluminado con esa luz de plata diluida que provoca la luna y, agarrándonos de los tubos laterales, subíamos a lo alto de la resbaladilla y ahí soltábamos nuestros cuerpos. Nos resbalábamos levantando los brazos. Lo que nos habíamos prohibido era reír en voz alta o emitir grititos. Jugábamos como si fuéramos mudos. Cuando ya habíamos entrado en calor, regresábamos, sudados, felices, a la recámara.
Sí, pensé, la resbaladilla de la casa de los tíos, bien podía tener el letrero de “En turno”, porque estaba en servicio todo el tiempo, sin importar la lluvia, el frío o el ardiente sol. Era un objeto que podíamos emplear las veinticuatro horas. Por esto, el tío Armando decía que prefería los chunches que no usaban energía eléctrica, porque decía: si la luz se va, el refrigerador, la televisión y la radio se mueren. La resbaladilla siempre estaba en turno, igual que los carritos, que el balón de fútbol, que las muñecas de Maribel y que nuestros juegos que jugábamos cuando ella se pasaba a mi cama.
Posdata: Y cuando se iba la luz, preguntó Maribel, ¿cómo la gente sabía que la farmacia de Cirito estaba de turno? Yo, como juego, dije que él amarraba una lámpara de mano en un poste dirigida hacia el letrero. Maribel rio, dijo que la luz era como de mushcac. Cuando vi que iba a preguntar qué hacía Cirito a la hora que la lámpara agotaba las baterías, le dije a Maribel que ya se nos había hecho tarde. Nos paramos y corrimos a subirnos al camión urbano que nos dejaría en el centro de Comitán.

sábado, 15 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON UN EDIFICIO VERTICAL




Querida Mariana: Los niños y jóvenes no saben del paso del tiempo. Esas etapas de la vida tienen el rostro de la infinitud. La vejez les parece muy lejana, por esto, los jóvenes olvidan a los viejos, porque los sienten muy lejanos, muy aire de otro cielo.
Pero el tiempo es inclemente, sin que se note comienza a treparse sobre los cuerpos y a medida que los años avanzan se convierte en un costal que al principio parece de nubes pero que está lleno de roca pesada, pesadísima.
La edad no es una niña bonita, ¡no!, es una vieja arpía que coloca estrías en el cuerpo, que hace que los músculos se atonten y que comienza a llenar de huecos la memoria. Como dice Chaín, hay un momento en que en lugar de tener una pachita de güisqui y condones en la gaveta del buró la comenzamos a llenar con pomadas y con pastillas, es síntoma evidente que ¡envejecimos! Y esto, te lo digo yo que ando en estos campos, llega de improviso. Muchos dicen que la vida es ¡un instante!, y esto es cierto. Cuando venimos a ver ya pasamos de la infancia a la adolescencia y de ésta a la madurez y de ésta a la ancianidad. ¿Recordás la película “La sociedad de los poetas muertos”? Ahí, el maestro (¡maravilloso maestro!) nos recuerda que debemos aprovechar el instante, porque somos alimento para los gusanos, por ello recomienda que pongamos en práctica la famosa frase latina de Carpe Diem, que significa: “Aprovecha el día”, porque el día cumple su destino; es decir, se va al basurero del tiempo.
A mí no me preguntés, pero apenas me di cuenta del paso del tiempo. Ahora (que ya ando en los sesenta y dos años de edad) no sé en qué momento, como agua, se me diluyó la infancia, la adolescencia, la adultez; no sé en qué momento me instalé en la edad de los viejos. Ahora, cuando me veo al espejo por las mañanas, descubro que el cabello se está cayendo como si mi cabeza fuera un árbol en temporada de otoño.
Todo mundo dice que ¡viejos los cerros y todavía tienen palitos! Otras personas comentan que la vejez es un mero estado de ánimo. ¡Ah, ya los quiero ver con sus teorías cuando tienen dolor de huesos en temporada de frío y las rodillas y canías se doblan a mitad de la subida de San Sebastián!
La vida se consume más rápido que el aguinaldo. Una mañana volví la mirada y vi que mi infancia se había ido, lejos quedaron las mañanas en que iba al sitio a jugar carritos o me sentaba en el corredor a leer revistas de monitos. Lejos las tardes en que subía a la rueda de caballitos en la feria de Santo Domingo o que iba al cine Comitán y comía una orden de tacos dorados, mientras veía una película en blanco y negro de Santo, el enmascarado de plata. Vi que mi adolescencia había quedado atrás, ya no estaban las visitas a la Proveedora Cultural para comprar los libros de la Colección Básica Salvat, ni estaban presentes las vueltas al parque, los domingos, cuando, con los amigos veíamos a las niñas bonitas que nos gustaban; ya no estaban los corredores de la escuela preparatoria llenos de muchachos ni las escapadas para ir al billar de “Nevelandia” o al café Intermezzo. Lejos los tiempos en que íbamos en plebe a tomar la cerveza en “El apolo”, “El camechín” o “La jungla”, lejos las madrugadas en que salíamos del Club de Leones, olvidadas las noches frías en que acompañábamos a Javier en la vigésima serenata a su muchacha bonita. Lejos los años en que fuimos a la Ciudad de México, a estudiar en la UNAM, el tiempo en que cambiamos los sonidos cotidianos de nuestro modesto pueblo, por los sonidos fascinantes de la gran ciudad: el humo, el smog, los claxonazos, los afiladores, las ambulancias, los pregones, los gritos de la gente a la hora que la Cobra Muñante anotaba un gol a favor de su equipo Los Pumas, en el estadio Azteca. ¡El estadio azteca! Estadio en el que cabían sesenta mil aficionados; es decir, toda la población de nuestro Comitán. Lejos, lejos, los años de noviazgo, el matrimonio y la llegada de los dos hijos; y luego la mudanza a Puebla y los años de destierro, que fueron luminosos, pero que tenían la niebla de la ausencia del pueblo amado; y luego el regreso a Comitán; y en este recuento se fue la vida. Un año aquí, otro allá, fueron sumando indefectiblemente y la suma hace lo que hoy soy, un hombre que, sin saber cómo, ha recorrido un trayecto largo, en un tiempo agua.
¿Qué se hizo todo ese tiempo, qué se “fizo”? ¿Qué se “fizieron” esos años luminosos, llenos de vida? Se “fizieron” polvo, ¡nada! Y acá estamos, ya en el cuarto de lo que ahora llaman tercera edad.
Llama mi atención que muchos amigos de mi generación hablan de que ya están en el sexto piso de un edificio que no tiene pisos bien definidos. Llama mi atención porque ellos se asumen como en un multifamiliar o en un rascacielos. Están instalados ya muy por encima del piso que los vio nacer. Ahora todo lo ven desde una altura indecible. Ellos usan esta imagen, tal vez en un intento de que la vida es un acercarse al cielo, al contrario de lo que nos enseñaron los mayas, quienes dictaron que la vida es un permanente acercamiento al inframundo. Tal vez mis amigos tratan de evitar una imagen apocalíptica en la que Dante los guía a los círculos subterráneos del infierno. Mis amigos están en las alturas, ya llegaron al sexto piso, se cuidan o se descuidan en ese caminar que los conducirá al séptimo piso, al octavo. ¿Al noveno?
Muchos de mis amigos están en el sexto piso (título que es hermoso para la editorial). Yo nunca he visto mi vida en un tercer o cuarto piso, ¡no! Siempre he caminado por el suelo. Conmigo ha imperado la tradición comiteca. Mi casa es horizontal. No tiene la propensión actual de los edificios verticales, que se dan por la carencia del espacio. A mi vida la veo como un recorrido por una antigua casa comiteca. Comencé en el zaguán, elemento arquitectónico en penumbra. Cuando tuve seis o siete años estuve instalado en el patio central. ¡Ah, con qué alegría recibí el sol desparramado! Luego caminé por los corredores húmedos y llenos de helechos de la pubertad y entré a los cuartos donde estaban escondidos los fantasmas de la adolescencia y de la madurez. Mi vida ha tenido la misma traza de aquellos antiguos cuartos que estaban intercomunicados, en los que uno pasaba de la sala a la recámara sin salir al corredor. Hace cinco o seis años llegué a la cocina, lugar en el que las manos mágicas de las cocineras preparan las más sublimes combinaciones en las que la cebolla convive al lado del curry, del ajo, del chile morrón, del caldo de gallina, del pan francés, de la sal y del azafrán; lugar en donde los aromas se abren como flores y nos tocan el espíritu.
Y ahora estoy en el sitio de la casa, el lugar en el que jugué tantos juegos de niño. Ahí, en el sitio, la luz del sol no tiene la rotundez que alcanza en el patio central; en el sitio, la luz pasa por un colador de hojas, frondas y bardas. En el sitio puedo esconderme debajo de un tapesco de chayote, para ponerme a leer o escribir o dibujar o pintar o imaginar la silueta encendida de Dios. Ya no hay más patio que el sitio, he llegado al final de la casa. No hay, tampoco, la oportunidad de regresar. Conforme fui cruzando puertas, éstas se fueron clausurando. La casa que, de niño, imaginé inmensa se me ha revelado en su real dimensión: La casa de la vida es breve, muy breve, tan breve como aquella cajita de zapatos en la que mi prima Marisol guardaba hilos, piedritas y botones, con los que jugábamos. ¡Ah, la vida es una cajita, sencilla, hecha de cartón!
Posdata: En muchos cuentos aparece la imagen del personaje que busca, con ahínco, la fórmula de “La eterna juventud”. Muchas personas desean ser inmortales. La verdad es que a mí eso se me hace un anhelo absurdo. Me encanta la frase que dice que nada es para siempre o aquella que señala que todo principio tiene un fin. Los científicos dicen que, incluso, el universo se contraerá en algún momento dentro de miles y miles de años, ¡el universo! (bueno, el otro día, Hugo Fritz dijo que esto no será así. Ni él ni yo estaremos para verlo). El otro día estuve en casa de doña Paz, que es una señora maravillosa que cura de espanto. Ella, en algún momento, dijo: “Somos de la muerte”. Pues sí, todos vamos para el panteón o para volvernos polvo a la hora de la cremación. Pero mientras llega ese momento ¡somos de la vida!, aunque ésta sea muy breve. Los de mi generación llevamos más de sesenta años vividos. Algunos se quedaron en el camino, tomaron un atajo y se fueron a otra dimensión, los demás seguimos acá. Mis amigos están en el sexto piso, yo estoy en el sitio de la casa. Ya no hay manera de regresar al zaguán donde viví mi infancia, pero eso no me impide ser como un pichito y tomar la vida como si fuera un vaso de jugo de lima de pechito.

viernes, 14 de diciembre de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Los elementos son sencillos. Se aprecia parte de una banqueta, la parte trasera de un auto (Chevrolet) y un letrero bien comiteco: “Un tu sopapo querés”.
Bueno, para quienes no son comitecos habrá que decirles que esta es una forma coloquial del habla comiteca. “Un tu” y “Un mi” son posesivos ultrarreforzados. En Comitán no basta decir tu casa o tu carro o tu café, ¡no! El comiteco de hueso colorado (hueso de tío Jul, con salsa hecha con chile ancho) dice “Un tu café” cuando ofrece una taza al amigo. ¿No basta el posesivo tu? ¡No! Esto es en otros lugares, en otros países. En Comitán hay que agregarle el un. De igual manera, cuando alguien solicita un café, dice: “Dame un mi café”. ¿No basta decir, como señalan las normas del buen decir: Dame un café? Ya dije que no. En Comitán hablamos y escribimos (¡faltaba más!) como lo señala el letrero de este auto: “Un tu sopapo querés”. Si este letrero estuviera escrito en otra ciudad, digamos la Ciudad de México, diría lo siguiente: “Un sopapo querés” y eso bastaría para darse a entender.
¿Qué estoy diciendo? ¡Falso! En la Ciudad de México se necesitaría una traducción, porque los habitantes de aquella desquiciada y maravillosa ciudad no hablan ni escriben así. Los que hablan y escriben así son los argentinos, millones de argentinos dicen querés. En la Ciudad de México dirían (o escribirían): “Un sopapo quieres”, porque esta es la traducción de “Un tu sopapo querés”. Nuestro pueblo, ya lo dije al principio, refuerza el posesivo con un tu o un mi. Le decimos al niño a la hora de darle el postre: “Tené un tu chimbo, pichito”; y, a la hora de ir con los amigos a la cantina (que ahora ya se llama restaurante familiar), pedimos a la mesera bonita, que lleva un mandil rojo y viste una falda a mitad del muslo: “Deme’sté una mi cerveza, bien fría”. Los comitecos somos tan generosos y tan desprendidos que regalamos palabras encimadas. El maestro Óscar Bonifaz cuenta una anécdota al respecto, dice que en una ocasión viajó con su grupo de teatro de la Preparatoria a otra ciudad para hacer una representación. Recomendó a los muchachos que fueron juiciosos y que procuraran expresarse de manera correcta. Les dijo que no usaran el mi a la hora de pedir un platillo en un restaurante y puso el ejemplo: “No vayan a decir: Yo quiero un mi vaso de leche. Basta con que digan: Quiero un vaso de leche”. Hechas las indicaciones, entraron a un restaurante, se sentaron y revisaron la carta y comenzaron a pedir. Conforme los muchachos solicitaban el platillo, el maestro se sentía orgulloso: “Por favor, deme una orden de tacos”, dijo uno; “Para mí, una torta de pierna”, dijo otro, y así, hasta que la mesera llegó al asiento donde estaba Pedro, quien, muy ceremonioso dejó la carta sobre la mesa y, con voz de locutor de la XEW, dijo: “Por favor, deme una lanesa”. Le quitó el mi. ¡Tan tan!
Acá, el mensaje es rotundo. Todo mundo lo entiende. En realidad, nadie quiere un “su” sopapo. ¿Quién es el masoquista que anda buscando que le suelten una bofetada? ¡Nadie! Pero nunca falta el que anda de molestoso, el que anda de sácale punta. Para los jodones, el argot comiteco tiene hecha la frase: “Un tu sopapo querés”; es decir: Te estás ganando una bofetada guajolotera.
Si el conductor que va detrás está muy cerca o toca y toca el claxon o roza la defensa del Chevrolet de paquete, nuevecito, está buscando una bofetada. Para él está dirigido este mensaje muy comiteco: “Un tu sopapo querés”, así, con el posesivo remasterizado.
A veces, a la muchacha bonita que está molesta y está con los labios sublimados; es decir, está bien trompuda, el comiteco le pregunta: ¿’tas enojada o querés un tu beso?
Los elementos de la fotografía son sencillos: una banqueta, la parte trasera de un auto y un mensaje bien comiteco.

jueves, 13 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECIÓ UNA FEISBUCADA




Querida Mariana: Marisol lloraba. Frente a la ventana veía llover y lloraba. Juan se acercó, la abrazó y le preguntó por qué lloraba y Marisol dijo que por una “feisbucada”. Juan no entendió, Marisol explicó que se había emocionado hasta las lágrimas, porque el Facebook le había enviado un recordatorio en el que aparecía una foto que había subido tres años antes, era la fotografía de un viaje que realizó a Madrid, viaje en el que, gracias a uno de esos dispositivos que venden en cualquier farmacia, se enteró que estaba esperando a su primer hijo. Marisol dijo que Facebook tiene a nuestro corazón en su puño y hace lo que quiere con él. Nosotros, los usuarios del Face, subimos instantes, comentarios y fotografías que, a la vuelta del tiempo, olvidamos, pero las redes sociales, con toda la alevosía de que son capaces, se encargan de colocarnos ante un espejo olvidado y volvemos a vernos, distantes, diferentes, pero en el fondo los mismos; volvemos a sentirnos eternos ante el polvo azul del infinito.
Este juego de emociones, antes estaba reservado a nuestra voluntad. Alguna tarde lluviosa, íbamos a la cocina, nos servíamos café, regresábamos a la sala y hojeábamos el álbum de fotografías y el blanco y negro o sepia del papel nos catapultaban a los callejones antiguos, pero era a voluntad. Ahora, el Facebook, sin decir agua va, nos suelta el alud de recuerdos, en el momento menos pensado, en el instante mismo de entrar a esa bodega llamada red social, donde están colgados cientos de fotografías en la pared de nuestra vida.
Ayer, o antier, ya no recuerdo bien, en cuanto prendí la computadora, el Facebook me recordó que Sonia y yo cumplimos cinco años de amistad. ¡Ah, qué prodigio! Antes del tiempo de las redes sociales, sólo los novios y los esposos celebraban aniversarios. Yo no recuerdo haber celebrado un aniversario de amistad, porque, la verdad, nunca he recordado el instante exacto en que el destino me abrió la casa de los que ahora son mis amigos. Pero, el Facebook es preciso y es generoso, nos recuerda el momento en que la flor de la amistad se abre frente a nuestras ventanas. Sonia y yo cumplimos cinco años de amistad, así a distancia; y el Face lo recordó con esta fotografía. Fotografía que, en efecto, tiene cinco años de haberse colgado en nuestro corazón. Ahí está Sonia y su compañero de vida, el maestro Óscar Oliva; ahí estoy yo y ahí está el poeta e investigador Mario Nandayapa. La fotografía fue tomada en el aeropuerto de Zacatecas, ciudad a la que nos trasladamos, desde Chiapas, para presenciar el acto, soberbio, emotivo, en el que el poeta Óscar Oliva recibió el Premio Internacional de Poesía Zacatecas 2013.
Celebro los cinco años de amistad virtual con Sonia; celebro la oportunidad de vivir aquel instante prodigioso, en que la luz del poeta chiapaneco alumbró la cantera rosa, indescriptible, arrogante y humilde, de los edificios zacatecanos. ¡Ah!, qué alegría sentí en el momento en que Óscar Oliva recibió el galardón en el Teatro Fernando Calderón; ¡ah!, qué emoción cuando, minutos antes, Oliva, con una enorme tijera hecha con cartón, de un metro y medio de largo, cortó el listón inaugural de la feria del libro realizada en el vestíbulo de dicho teatro; ¡ah!, qué contentura al ir en camión (con todos los poetas participantes en el Festival) a Jerez, tierra de López Velarde, para visitar su museo y recorrer las calles de un pueblo mágico de México; ¡ah!, qué deleite caminar por las animadas calles de Zacatecas e integrarse a los grupos que por las noches realizan callejoneadas y beben el bendito mezcal; ¡ah!, qué divino goce llenarse con el agua de la vida. Trasfusión de savia ha sido la amistad con Sonia, con el maestro Óscar, con Mario. Mario, quien hace apenas unos cuántos días regresó a Zacatecas para participar en el Festival Internacional de Poesía de este año; Mario, quien hace cinco años, andaba de un lado para otro (“primo, estoy nervioso, mi hija está a punto de nacer”); Mario, quien, hace apenas unos días, andaba de un lado para otro, porque (¡qué pena!) allá recibió la notificación que su papá, el premio Chiapas Ingeniero Mario Aguilar Penagos, estaba grave. En 2013, Mario estaba en Zacatecas en espera de una noticia halagüeña; en 2018, Mario no esperaba recibir la noticia ingrata que recibió. Todo esto me puso frente al rostro el recuerdo del Facebook. La vida es un edificio de cantera, a veces la cantera es luminosa, a veces es gris.
Posdata: Celebro los cinco años de amistad con Sonia. Ella es generosa en todos sus actos. Los amigos son esto en esencia: generosidad. ¡Que Dios ilumine con cantera rosa sus caminos! ¡Que Dios los bendiga con el agua bendita del río Grijalva!
Marisol lloraba de felicidad esa tarde. Su hijita ya cumplió tres años. El Facebook le recordó el instante que, en Madrid, supo que recibiría la bendición. Pucha, casi casi como si las redes sociales fueran un redivivo ángel Gabriel. Pucha, qué emoción.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

DE UNA A OTRA ORILLA




No sé. Tal vez tenía seis o siete años. Fue el primer viaje que hice a Guatemala, capital. Cuando salimos a pasear por el centro, vi, asombrado, sobre mi cabeza anuncios enormes que casi iban de una a otra banqueta, abarcaban toda la calle. En el Comitán de ese tiempo, los letreros comerciales estaban adosados a las paredes o sobre las azoteas. Los letreros de bandera eran escasos. En Guatemala, capital, al contrario, los anuncios se mostraban sin recato, como si quisieran decir lo que eran: anuncios que debían verse a toda costa. Tal vez exagero, pero yo los vi ir de un extremo a otro de la calle. Me sorprendí. Pensé que un ratón podía, perfectamente, cruzar de una banqueta a otra, no por el piso sino haciendo de equilibrista sobre esos anuncios, porque si había algún hueco a la mitad, podía, perfectamente, dar un salto, como había visto que hacían los ratones en las caricaturas. Creo que ese fue uno de los grandes descubrimientos de mi viaje a Guatemala (el otro, como era temporada navideña, fue la profusión de luces y juguetes que había en las vidrieras de los grandes comercios). Cuando regresamos de Guatemala (mi tía Emelina, mi mamá y yo), lo primero que conté a mi papá, mientras cenábamos tamales de bola y café con leche, fue lo de esos anuncios tendidos que parecían sostenerse en el aire. Mi papá sonreía a todo lo que le contaba, me sabía emocionado, por el viaje y por el recuerdo.
Tal vez desde entonces me aficioné a ver los tendidos de cables y alambres. Ahora, en Comitán, la profusión de alambres es una abusiva telaraña. De extremo a extremo hay cables de luz, de teléfono, de señal de televisión. Por fortuna, aún las señoras no cuelgan la ropa ahí para que se seque, pero falta poco, porque la gente cuelga de todo, incluso tenis y zapatos.
Hay de todo en los tendederos del señor. A mí me encantan los tendales de papel de china, cuando se celebra algún festejo. Por ejemplo, cuando es fiesta de la virgen del Rosario, en el barrio de Yalchivol, tienden cuerdas con adornos de papel; lo mismo sucede cuando se celebra la famosa entrada de flores del diez de febrero, en honor a San Caralampio. No se diga en la celebración del doce de diciembre de la virgen de Guadalupe, en la cual, la subida a su templo se llena de banderitas. Antes, cuentan los mayores, sucedía lo mismo en los festejos cívicos. Ahora, éstos han perdido esencia. ¡Vayan ustedes a saber el motivo! Permanece la tradición religiosa.
Los guatemaltecos sabían que el espacio de la calle entre casas es un territorio donde, como pájaro, se posa la mirada. Hay (lo sabemos) un sentido religioso que nos hace ver hacia arriba. Pensamos que ahí hallaremos señales divinas. Pues bien, los publicistas guatemaltecos, nos dieron dioses fácilmente consumibles, se adelantaron a estos tiempos de globalización y de mercadotecnia atroz. Mientras caminé por las calles chapinas, mis ojos y mi cerebro recibieron nombres japoneses que no correspondían a personas sino a televisores, radios y demás chunches electrónicos. Esos nombres me han acompañado desde entonces. Cuando tuve necesidad de comprar un radio, de manera automática brincaron esos nombres.
Los pájaros, desde siempre, juegan en los alambres. Romina siempre pregunta por qué las aves no se electrocutan cuando se paran en los alambres que conducen la energía eléctrica. No sé qué decir. A pesar de que estudié en la facultad de ingeniería en la UNAM (la universidad mexicana más importante) no aprendí este conocimiento, tal vez es tan elemental que se aprende en el kínder y no en la universidad.
Así pues, el otro día me sorprendí al caminar por la calle que sube a la Cruz Grande, al llegar cerca del pueblo hallé estos canastitos colgados. Imagino que los vecinos prenden los focos durante las noches y la calle se viste con luz de luciérnaga arrecha. Es por festejos navideños. Entiendo que es una decisión de vecinos. Ellos, sin duda, se pusieron de acuerdo y dijeron: “Adornemos nuestra calle”, y tomaron un modelo que por ahí habían visto y treparon a escaleras y tendieron lazos y colgaron lamparitas, bien chiapanecas, con listones, a la usanza de los sombreros que usan los indígenas de los Altos de Chiapas. Dijeron: “Adornemos nuestra calle”, que fue como decir: “Adornemos nuestra vida de estos días”.
Muchos mexicanos opinan que esta famosa Cuarta Transformación comenzará en la sociedad. ¡Claro! La sociedad fue la que hizo el cambio gracias al voto. Estos vecinos de la Cruz Grande, en Comitán, han demostrado que si los vecinos se ponen de acuerdo, el barrio puede ser más habitable, más digno, más lleno de luz.

martes, 11 de diciembre de 2018

LA SOMBRA DE LA LUZ




Éramos jóvenes. Tal vez por eso nos burlábamos de tío Andrés. Había ocasiones en que tío Andrés salía de su cuarto justo al mediodía y, en lugar de sentarse en la silla del corredor, se paraba a mitad del patio con losetas de cemento, ahí donde estaba un arriate, con azulejos, en el que la tía Hermila había sembrado rosas y un árbol con florecitas blancas que nunca llegué a saber su nombre, pero que cuando uno caminaba por ahí sentía el aroma como de limón partido a la mitad. “Ay, ya le dio su mal otra vez”, decía Emilio cuando mirábamos al tío parado como güet, que es ese animalito con patas flaquísimas, como de flamenco. Nosotros reíamos, nos burlábamos, entrábamos al comedor, nos sentábamos y bebíamos agua de temperante con hielo, mientras, por el ventanal, veíamos al tío parado como poste de luz. Al terminar de almorzar, dejábamos los platos sucios sobre la mesa e íbamos al sitio a cortar jocotes y limas de pechito, entrábamos a la sala y, mientras comíamos las limas de pechito, que olían riquísimo, leíamos revistas de monitos y escuchábamos música de los Beatles, she loves you, ¡yeah, yeah! En algún momento, Roselia dejaba la revista sobre la mesa de centro, se paraba, abría los brazos y comenzaba a dar vueltas al ritmo de la música. ¡Ah, era bello verla bailar! Ver cómo levantaba sus piernas con calcetas blanquísimas, ver cómo sus mejillas se iban cubriendo de un matiz de durazno, y nosotros coréabamos ¡yeah, yeah! Mientras nosotros hacíamos todo esto, a mitad del patio seguía el tío parado como un zopilote en la punta de un tronco. Así, una hora, dos horas, hasta tres horas, recibiendo los rayos del sol, desde las doce del día hasta las dos o tres de la tarde. La tía le ofrecía una limonada sin azúcar y él la recibía y la bebía; la tía le ofrecía un paliacate y él lo pasaba por su cuello y por su rostro, bien sudados; la tía le ofrecía una silla -te va a dar dolor de columna-, pero eso sí no aceptaba. Así, una hora, dos horas. El sol caminaba por la senda del cielo, desde el cenit hasta bajar como en tobogán hasta que el techo de la casa se robaba la luz del sol y proyectaba una inmensa sombra que alcanzaba al tío; entonces, el tío sacaba otro pañuelo de la bolsa trasera del pantalón, se secaba la cara y regresaba a su cuarto. Nosotros nos burlábamos, pero él no nos hacía caso. Cuando todo mundo hubiese pensado que regresaría fastidiado, deshidratado, deshecho como vara de carrizo, él silbaba y lo veíamos más feliz que nunca.
Muchos años después, cuando regresé a Comitán fui a verlo a su casa, la misma casa con zaguán húmedo, con dos corredores con pilares de madera y piso de ladrillo, con un patio con losetas de cemento, y le pregunté, mientras tomábamos sendos vasos de limonada sin azúcar, por qué hacía lo que hacía, y él me dio el secreto de su proceder. Y pensé que nosotros habíamos sido unos muchachitos pendejos, porque, en lugar de burlarnos, debimos preguntarle lo que le pregunté y habríamos recibido una gran enseñanza, que no sé si la hubiésemos recibido y comprendido, pero que, sin duda, habría sido como una herencia para cuando el desasosiego asoma. El tío se sentó en la poltrona, reatacó su pipa con tabaco, la prendió y me preguntó qué pensaba acerca del sol, cuando vio que titubeé en la respuesta, él dijo que el sol, igual que el agua, igual que el aire, era la vida y que no sólo era la vida, sino que era el gran maestro y dijo que cuando él se sentía achicopalado, por algún problema, físico o emocional, salía a mitad del patio y se paraba dándole la espalda al sol, justo al mediodía. Conforme el sol avanzaba hacia su entierro diario, la sombra del tío se iba alargando sobre el piso. Me dijo el tío que conforme la sombra se alargaba él entendía la lección. Su ánimo comenzaba a crecer con la misma intensidad, como dijera el poeta, en que su sombra se convertía en “una sola sombra larga”. Entendí: Si la sombra que es símbolo de oscuridad se hacía grande gracias a la luz del sol, ¿por qué no la luz del hombre podía hacerse una sombra de luz inmensamente grande? Sí, el tío recibía un verdadero baño de energía, no tanto por la luz del sol sino por la sombra proyectada, por el agigantamiento de la sombra, de la luz hecha misterio.
Ah, pendejos muchachitos. Nos burlábamos del tío, no sabíamos que ahí, en su espíritu juguetón, estaba una verdadera clave, sencilla, simple, pero enorme, que decía cómo la vida puede volverse “una sola sombra larga de luz”.

lunes, 10 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON DESEOS DE BUENA NOCHE




Querida Mariana: Así como en Día de Muertos aparece la flor que llamamos Cempasúchil, la flor que domina el escenario en temporada navideña es la nochebuena.
A mi tía Alondra le encantaba la temporada de navidad, iba al mercado a comprar muchas nochebuenas y con ellas hacía un caminito desde la puerta de calle hasta la puerta de acceso de la casa. Ella llamaba Flor de fuego a lo que nosotros conocemos como nochebuena. En la noche, prendía la serie de focos que iluminaban la flores y con ello provocaba un hermoso camino lleno de fuego.
El otro día pasé por una calle con rumbo a Yalchivol y hallé este letrero: “Venta de noche buena”. El letrero, de inmediato, jaló dos recuerdos: el de mi tía Alondra y el de mi amiga Romelia.
Por cosas del destino, mi tía falleció un dieciocho de diciembre, plena temporada de nochebuenas. Ramón y Rodrigo, dos de sus hijos, fueron al mercado, mientras Jaime, otro de sus hijos, se dedicó a solucionar los trámites del panteón y de la funeraria. Ramón y Rodrigo compraron muchas nochebuenas, muchas, y con ellas adornaron la sala de velación. Los dolientes caminaron hasta llegar a la capilla donde estaba el cajón por en medio de un camino lleno de fuego. Doña Olimpia, comadre de mi tía, comentó: “Ah, qué bonito, cuando yo me muera háganme también un caminito como éste”.
A Romelia la conocí en Xalapa, ella estudiaba artes plásticas en la universidad y yo me había inscrito en un taller de pintura, en donde acudía gente externa, ya mayor (yo tenía más de cuarenta). Tuve cinco compañeros en el taller: cuatro mujeres y un hombre, quien, en cuanto llegaba, ponía la tela que estaba trabajando sobre el bastidor y se dedicaba a ver su obra, se hacía para atrás, movía la cabeza de un lado para otro, hacía encuadres con los dedos (así como lo hacen los fotógrafos y los directores de cine) y, después de dos horas, tomaba la paleta, ponía dos o tres gusanos de pintura al óleo y daba cuatro o cinco pinceladas, sacaba un pañuelo, se secaba la frente y suspiraba como si hubiese hecho un gran trabajo y daba por terminada su labor. Así todos los días, de lunes a jueves, que eran los días que funcionaba el taller. Las cuatro compañeras restantes sí trabajan con pasión y de manera regular. Yo decidí imitar a mis compañeras e ignorar al compañero, quien, el primer día me invitó a unirme a su club huevón, porque comenzó a hacerme plática durante dos horas.
En una de esas mañanas apareció Romelia, muchacha de diecinueve años. Entró al taller, saludó y comenzó a darse una vuelta viendo las obras que estábamos trabajando, se detuvo ante el boceto con dos o tres brochazos del compañero y luego pasó al bastidor donde yo pintaba. Vio el cuadro que estaba en proceso y dijo que le gustaba, que le gustaba mucho (tal vez tanto como a mí me habían gustado sus ojos con aroma de café y sus pechitos sin sostén, que asomaban discretos y sugerentes en medio de una blusa de mezclilla que tenía desabotonada la parte superior). Ella se quedó platicando conmigo un buen rato y cuando se despidió lo hizo como hace todo joven, con un beso en la mejilla. Yo me ruboricé, porque vengo de otros tiempos y soy tímido y estoy lleno de complejos y el simple contacto con una muchacha bonita me provoca un calorcito agradable que parecería delatar un cierto grado de ardor erótico. Tres días después la encontré sentada en el piso en un pasillo. Me acuclillé y ella me jaló para saludarme con el beso en la mejilla, yo puse mi mano sobre las losetas para no caer sobre ella. “Estaría bien, ni pesas tanto”, dijo ella cuando lo comenté. Fuimos a la cafetería, ella pidió una cerveza y yo una limonada. “¡Ay, qué seriecito!”, dijo. Ese día me uní al club del pintor, porque ya no fui al taller, caminamos y ella me invitó al cine, en una sala pequeñísima (también extensión de la universidad) que había en un nivel inferior del parque central. Casi al llegar al parque vimos un letrero con el mismo anuncio del de Yalchivol: “Venta de noche buena”. Romelia me abrazó y repegada a mi oído dijo: “¿Cuánto por una noche buena?”, se separó y sonrió. Dijo que muchos pagarían toneladas de dinero por una noche buena y así evitar las grietas que a veces asoman en lo más oscuro de una noche y comenzó a enumerar, lo hacía con un feliz desparpajo, con la limpidez con que el pájaro vuela los cielos: “Un enfermo con muchos dolores en el hospital; un alpinista que cayó a un abismo en la montaña helada; un padre de familia a la hora que espera, en el frío pasillo del hospital, el resultado de la operación de su hija; un hijo que vela a su madre fallecida horas antes; un pájaro recién nacido que se cayó del árbol y se congela en medio de la tierra húmeda, un funcionario que debe entregar un trabajo urgente en la próxima mañana, cuyo incumplimiento le causaría un despido; un automovilista al que se le ponchó la llanta en medio de una serranía”. Llegamos a la sala, ella compró los boletos, yo compré dos refrescos. Ya había comenzado la película, caminamos agarrados de la mano, yo, con mi mano izquierda, me apoyé en la pared, mientras daba un paso dubitante en cada escalón. Nos sentamos. Ella se puso los lentes, se acercó a mí y, con la misma voz con que Marilyn Monroe le cantó las mañanitas a Kennedy, me dijo: “Te ofrezco una noche buena.”
Posdata: A mí me gusta más el nombre de Flor de Fuego que el de Nochebuena. El primer nombre se abre más. El fuego es eterno, en cambio, la noche buena define apenas un instante que se diluye en la cercanía del día. Aunque, uno debe reconocer que hay noches buenas que son más que el fuego.

sábado, 8 de diciembre de 2018

CARTA A MARIANA, CON UN ELOGIO A SARAMAGO Y AL FOTÓGRAFO




Querida Mariana: Por favor, mirá con atención la fotografía que ilustra este libro. Sí, en efecto, el personaje que ahí aparece es José Saramago, escritor portugués, que ya falleció y obtuvo el máximo galardón mundial al que puede aspirar un escritor: El Premio Nobel de Literatura.
Tal vez algún día, un escritor comiteco (escritora) obtenga el Nobel. Bueno, primero dicho escritor debe ganar premios menores (pero mayores), como el Nacional de Literatura y el Cervantes. No sé si ya nació este escritor, puede ser que sea ya un pichito que anda jugando carritos en el sitio de su casa y se asombra cuando sale a la calle con todo lo que este pueblo, pequeño, pero inmenso, nos provee a los que acá vivimos. Por eso, querida Mariana, muchos compas insisten que en Comitán debemos abonar a la creatividad de los niños, porque sólo así se logrará abonar cultura en la tierra fértil que ellos son.
En cuanto vi el libro llamó mi atención la fotografía de portada. ¿Sabés por qué? Por la serenidad que se aprecia en la mirada de Saramago. Quien conoce algo de la vida y obra del escritor portugués sabe que él fue un hombre columna, jamás se dobló ante el viento que quiso cambiarlo de camino. Uno puede estar de acuerdo o no con su pensamiento, pero debe reconocer su integridad y fidelidad hacia su propia ideología; es decir, fue hombre de palabra, en los dos sentidos, en la rectitud de su proceder y en el manejo del verbo hecho pensamiento, hecho acción, hecho libro.
Pero no sólo aprecié la serenidad de Saramago, también aprecié (respeté, debería decir) la dignidad del fotógrafo. ¿Sabés por qué? Porque respetó al personaje, al ser humano.
¿Por qué digo lo que digo? A ver, miremos cuál es nuestra costumbre cuando vamos a tomar una fotografía, ¿a poco no decimos: Digan güisqui? ¿Verdad que sí? ¿Por qué? Ah, bueno, porque se supone que entonces todo mundo, cuando menos, sonríe.
Una vez, Lulú comentó al ver una fotografía donde todos sonreían o reían: “Ah, es tan bonito mirar sonreír a la gente”. Pues sí, pero cuando la actitud es natural. Hay personas que siempre miran la vida con una sonrisa en los labios. Hay otros, como Saramago, que ven la vida con un rostro de asombro, de reflexión. Lo que digo, querida Mariana, es que cada persona tiene su personalidad y esto debe respetarse. Hay muchos fotógrafos que no lo hacen, que no son respetuosos de la individualidad. Ya te conté que en una ocasión me hicieron una entrevista en un periódico de circulación estatal y el fotógrafo (con muy buen ojo) terminó enojándose y me dijo: “Le he tomado diez fotografías y en todas sale igual, por favor, sonría”. Yo, ya me conocés, no varié mi cara de piedra. Al final, cuando vi el resultado me encontré, porque en esas fotografías estaba reflejado mi carácter. Las fotografías fueron excelentes, pero el fotógrafo insistía en que mostrara mi dentadura chueca y llena de caries.
Acá, en esta fotografía está Saramago. Él ve hacia donde el sol se oculta, hacia donde el horizonte es una línea chueca, porque el mundo es así.
Digo, querida Mariana, que Saramago fue un hombre de palabra. Él se asumía como un hombre de buena voluntad. ¡Lo fue! Él no era creyente, él fue un ateo irreversible (en el Internet circula un texto cuya autoría la adjudican a Saramago, pero que no es de él, porque en el texto aparece la palabra Dios, empleada en términos muy afectuosos.) ¡No! Saramago, no creía en Dios. Ah, pero qué descreído tan hermoso fue. Siempre estuvo pendiente de los oprimidos (de los olvidados de Dios) y siempre procuró crear condiciones para que ellos tuvieran condiciones dignas de vida. Cuando vino a Chiapas fue a visitar las comunidades indígenas. Siempre estuvo lejos del espacio de boato, aunque su condición de gran escritor lo colocó frente al rey de Suecia cuando recibió el Nobel de Literatura.
En esta fotografía hay un gran respeto, del personaje retratado ante la vida y del fotógrafo ante la reflexión del escritor. ¡Nada de: diga güisqui! ¡Nada de vea hacia el pajarito! ¡Ah, qué falta de respeto del fotógrafo y de los papás de la criatura con el álbum de caritas! ¿Por qué la necedad de retratar al niño en provocados diversos estados de ánimo? ¿Por qué la mamá juega con una sonaja para que la niña ría? ¿Por qué el papá se pone una máscara de monstruo para que la niña llore? ¿Por qué el fotógrafo y los papás no respetan a la criatura y la dejan ser? Las mejores fotografías de todos los tiempos son aquéllas que muestran un profundo respeto por la vida, por el instante. Me encantan las fotografías donde el instante es sagrado, donde no hay una pose, donde las personas son como aves en vuelo o en sosiego, donde no hay actuación. Me encantan los hombres y mujeres que son hombres y mujeres de buena voluntad.
En Comitán, como en todas las demás ciudades del mundo, hay muchos hombres y mujeres de buena voluntad, son quienes, con su trabajo diario, con su reflexión, contribuyen a que este mundo no se vaya directo al basurero. Si el mundo se sostiene es gracias a esas personas que no están para la fotografía en pose, para la fotografía plástica, la irreal.
¡Cómo no sentirse chento ante una comiteca que durante años ha procurado la esterilización de cientos de perros para evitar la sobrepoblación! ¡Cómo no admirar a la maestra que coloca macetas en las banquetas para que las calles siempre estén llenas de flores! ¡Cómo no aplaudir al abuelo que construye carritos de madera a sus nietos y los lleva, aún en estos tiempos, a volar papalotes en el campo! ¡Cómo no sentirse pleno ante el muchacho que, aún en estos tiempos, le regala dibujos a su novia! Ellos y muchos más son seres humanos de buena voluntad, ellos son los que hacen más digno este mundo lleno de mierda, porque ante estos seres de buena voluntad están los que envenenan a los perros callejeros, los que dejan su basura en las macetas, los que rompen los juguetes de los niños, los que golpean a sus muchachas bonitas. Hay mucha escoria en el mundo, pero, ¡bendito Dios!, hay personas como Saramago y miles y miles más que son hombres y mujeres de buena voluntad, que son desprendidos, que velan por sus semejantes. No es preciso ser creyente, se precisa ser humano, humanitario.
Saramago contó que en una ocasión estaba fuera de su casa y un auto se detuvo frente a él, el conductor le preguntó por una dirección, el escritor le señaló que llegara hasta el final de la calle, entonces, el chofer lo vio con atención y le preguntó si él era José Saramago, éste dijo que sí. El hombre sacó la mano y le dijo: Gracias. Con esto quedó dicho todo. Sin duda que el automovilista había leído en algún momento unas líneas escritas por Saramago y había sentido que el mundo tenía sentido y había hecho mejor su mundo. Gracias. Sí, siempre debemos ser agradecidos con los hombres y mujeres de buena voluntad, porque, por ellos, el mundo aún tiene instantes prodigiosos.
El escritor vino a Chiapas y estuvo con los zapatistas y conoció de cerca la miseria. Un Nobel de Literatura se ocupó de estas tierras. No sé qué tan precisos sean los datos de Saramago, pero él, el 22 de enero de 1998 escribió que Chiapas “además de ser el primer productor de café y plátanos, el segundo de miel y cacao, el cuarto en el sector pecuario (…) a pesar de estas riquezas, el 60 por ciento de la población (casi un millón de habitantes) no tiene ingresos o gana menos que el salario mínimo, el analfabetismo alcanza el 30 por ciento, variando entre el 50 y el 70 por ciento en las áreas indígenas. ¿Adónde va, entonces, el dinero, si no ha sido puesto al servicio del desarrollo de Chiapas? ¿Qué papel representan los indígenas en todo esto? Un funcionario del Gobierno Mexicano, un tal Hank González, a quien tenemos que reconocer el mérito de la franqueza, aunque brutal, si no preferimos antes denunciar su cinismo, acaba de dar la respuesta: “Sobran cinco millones de campesinos”, ha dicho”.
¿Mirás, querida niña? En estas líneas Saramaguianas está fotografiada la síntesis de la vida. Hay personas de buena voluntad y personas de voluntad maligna. Vos, ¿a quién invitarías a tu casa? ¿A Saramago o a Hank González? (Ambos ya están muertos.)
Posdata: Mientras los hombres y mujeres de buena voluntad sigan abonando, Comitán tiene esperanzas de salvación. Muchos amigos insisten en que la llamada Cuarta Transformación no se alcanzará si no hacemos actos valientes en pequeños espacios. Saramago hizo lo que su conciencia limpia le mandó hacer. Gracias a su mirada prodigiosa tenemos, sus lectores, motivos de reflexión. Hace veinte años dijo: “¿Adónde va, entonces, el dinero, si no ha sido puesto al servicio del desarrollo de Chiapas?”
Chiapas es un estado con grandes riquezas materiales, culturales y humanas. ¿Por qué, entonces, tenemos tal miseria, tal carencia?