sábado, 31 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA CALLE ES MEJOR QUE LA AVENIDA





Querida Mariana: la traza de las ciudades está dividida en calles y avenidas. Cuando menos, las que conozco tienen esa división. Los automovilistas reconocen que las avenidas llevan preferencia. Esto fue así hasta que se implementó el uno por uno. Esto del uno por uno vino a aligerar el tráfico. La fórmula es sencilla, pasa un auto y luego pasa el otro. ¡Todo bonito! ¡Todo muy civilizado! Pero (ya sabés que nunca falta el famoso pero) hay ocasiones en que no resulta así y ¡el accidente aparece! ¿Por qué? Porque el compa que ve pasar un auto por la calle cree que ya, en automático, tiene la preferencia y pasa como Pedro por su avenida, sin precaución, asumiendo que el otro ya pasó y ahora “me toca a mí”. De acuerdo con las leyes de la física, cuando dos cuerpos se entrecruzan existe una colisión. ¡Elemental mi querido Watson!, pero algunos no lo ven así. Creen que el uno por uno los convierte en invisibles y pueden traspasar el otro cuerpo. ¿Nadie les ha dicho que en toda esquina que existe el uno por uno deben hacer casi el alto total? ¡Qué complicado! Cuando alguien choca acusa al otro de “animal”. Ahora es moda relacionar todo con los pobres animalitos. Si algún político hace un acto de magia y pasa del erario a la bolsa personal unos cuantos “quintolines” le llaman rata. Si una muchacha bonita es generosa le llaman zorra. Y si alguien hace el ridículo, decimos que hizo “el oso”. ¡Por Dios! En mis tiempos un oso era un animal que habitaba regiones muy distantes. En Comitán habitaba el tacuatz, el tapacamino y uno que otro burro (sin aludir a alguien en especial). El oso aparecía sólo cuando venía un circo o una caravana de húngaros y lo ponían a bailar al son del pandero.
Como todo mundo, como en casa de jabonero, cae o resbala, todos nos acordamos de “los osos” que hemos hecho. Cuando lo recordamos, así haya pasado hace mucho tiempo, todavía nos da una “chiripiolca” mental y nos chiveamos (nos ponemos colorados, pues). Todos estamos expuestos a “regalarla”. ¿No digo? Antes sólo se regaban las plantas del jardín.
El tío Enrique aún se sonroja cuando recuerda el mayor “oso” que cometió en su vida. Cuenta que un día lo llamó el Presidente Municipal y lo comisionó para integrar el Comité de Recepción que daría la bienvenida al Gobernador Aranda Osorio, en una gira. Un día antes del día señalado fue con sus compas a echar unas cervecitas. Como es sana costumbre en nuestro pueblo, las cervecitas estuvieron acompañadas con su respectiva “botella a consumo” (que dice Javier y corrobora Fernando Manzo, Doctor en Derecho, es la más grande mentira jamás inventada, porque la tal botellita siempre acaba y es preámbulo para la siguiente, por lo que, al final, los de la mesa acaban como cucarachas después de ser rociadas con baigón). Pero no sólo la botella de ron circuló esa tarde, sino, también, su respectiva “botanita”: chanfaina, barbacoa, olla podrida, chorizos, longanizas, chicharrón de hebra, hueso asado, sangrita, caldo de hongos con epazote, chiles de relleno, quesillo con jugo de limón y rodajas de chile verde y, para rellenar el hoyito de la muela, pellizcadas con asiento. “¡Ah, no te cuento, al otro día -cuenta el tío-, a las tres de la madrugada, me empezaron los ajigolones del estómago! Una ruidazón como de agua hirviendo, y ahí me tenés levantándome para ir al baño a cada rato. A las nueve me levanté, me puse mi traje café y me anudé la corbata. A la hora que apreté el nudo, sentí como exprimiera yo el vómito. Caminé, rogando a todos los santos que el té de cáscara de granada, que me preparó tu tía, funcionara como tapaculo. Caminé por el parque central con paso de garza real, no quería levantar mucho las piernas para que no me sucediera un accidente. Llegué a la presidencia, justo a la hora que el gobernador entraba por la entrada principal. Me formé en la fila de los integrantes del Comité de Recepción, al lado de mi compadre Mateo, quien tenía lentes negros, para disimular la cruda. Mi compadre se acercó y me preguntó cómo estaba la cruda. ¡Cruel!, le dije, tengo diarrea y vómito. Él se acomodó los lentes y se tapó la nariz, como si la simple mención de esas palabras generara un humo apestoso.
El Gobernador entró al Salón acompañado del Presidente y de la esposa de éste. Se acercó a la fila donde estábamos y saludó a cada uno. Con alguno bromeaba, sonreía y daba una palmada afectuosa en el hombro. Cuando se acercó a mí, sentí un retortijón como de piquete de víbora, me incliné tantito, como si él fuese un Rey, extendí la mano y no dije más porque sentí un líquido en mi boca que me la infló. El gobernador sonrió y luego se hizo tantito hacia atrás, nada dijo. Extendió la mano a mi compadre y yo tragué, pero no pude evitar cerrar los ojos. Así permanecí uno o dos segundos, tiempo en el que agradecí a los santos que el gobernador ya hubiera pasado y que el vómito había abandonado mi boca. Dios mío, qué equivocado estaba, cuando abrí los ojos vi que el gobernador me miraba, regresó y, tomándome del brazo, me preguntó: “¿Tú eres el que se casó con Chonita, verdad?”. Sentí de nuevo cómo mi boca se hinchó. Moví la cabeza para afirmar y él sonrió. “Claro -dijo y me dio una fuerte palmada en el hombro-. ¿Y cómo está ella?”. Yo no pude más, la palmada del gobernador funcionó como émbolo e impulsó el vómito. Para no manchar al gobernador me volteé y la bocanada la eché sobre el traje de mi compadre, que de inmediato gritó: “mierda” y se echó para atrás. Como si yo fuese un toro, todos se hicieron para atrás, como abanico. Me llevé la mano a la boca para evitar el vómito, pero mi mano hacía un movimiento de aspersor. Corrí hacia una de las paredes de la presidencia, me apoyé con ambas manos y vomité. El esfuerzo hizo que yo no tuviera control sobre mi cuerpo y también ensucié mi pantalón, por la parte de atrás. No, hijo. Eso fue una bacanal. Al otro día no quería salir, pensé, incluso, en comprar un boleto de camión y huir de la ciudad, pero un telefonazo del Presidente, si bien no me consoló, detuvo la pena que estaba a punto de explotar en mi cabeza y en mi corazón. El presidente me dijo que la había regado, pero que el gobernador lo había tomado con buen sentido del humor. Preguntó cuál era mi nombre y cuando lo dijeron comentó: Sí, Enrique, cómo no. Bárbaro. A la hora que le pregunté cómo estaba Chonita él vomitó. Sin duda que este Enrique no le da buena vida. Ah, si se hubiera casado conmigo otra vida llevaría. Y volvió a reír y todos quienes estaban en el salón también celebraron el buen humor del gobernador. Los de limpieza debieron desmancharon tres veces el piso y luego regaron una botella de cloro”.
Hay de accidentes a accidentes. Los que se dan por azar no los podemos controlar. Uno sube a un avión y no puede controlar el vuelo. Eso está por encima de nuestra voluntad. El otro día oí en un noticiario de la televisión que en el país muere mucha gente por causa de los rayos. Un alumno de la escuela donde laboro murió por un rayo. Jugaba fútbol llanero y, de pronto, sin aviso previo un rayo cayó sobre él. El tío Epaminondas le llama Lluvia en seco a ese fenómeno en que hay gran actividad eléctrica en el cielo sin que caiga una sola gota de agua. Lo que sí podemos controlar es lo que está al alcance de nuestra mano o de nuestro pie. En la primaria nos enseñaron que uno por uno es ¡uno! En Comitán, algunos insisten en hacer mal la sencilla operación matemática y cuando leen uno por uno dicen ¡dos!, y ahí andan queriendo que pasen dos autos a la vez.
Y esto, hablando de autos. Porque el dichoso cartelito dice que en Comitán el Peatón es Primero. Si esto fuese así, los automovilistas detendrían sus autos (en calles y avenidas) y antes de “pelearse” por pasar primero, otorgarían paso al peatón. Mi tío Eusebio se enoja porque dice que, incluso, los conocidos son unos maleducados. “En lugar de dar paso, te dicen adiós, con sus manotas asquerosas”, dice el tío.
Hubo un tiempo en que las calles y avenidas de nuestro pueblo fueron tranquilas, los autos no eran tantos como son ahora. La tía Romina es simpática. A veces voy a verla a su casa. De inmediato me dice que me siente en una de las poltronas que tiene en el corredor, al lado de las macetas con helechos y me ofrece una taza de café o un vaso de agua. Antes de que yo conteste va a la cocina y sale con un vaso de agua, con una servilleta. Ella sabe que no tomo café. Su ofrecimiento es mera fórmula de cortesía. Me siento y, siempre, como si fuese la primera vez, me dice, por enésima ocasión: “¡Qué tal! Los comitecos estamos mal. Dicen que este año celebramos 200 años de haber recibido el título de ciudad. ¿Y cómo lo celebramos? Reculando porque ahora volvimos a ser pueblo, pueblo mágico, pero pueblo. ¡Ay, Dios mío!”. Son puntadas de la tía. Y te cuento esto, porque ella también dice que si de verdad volvimos a ser pueblo, ¿por qué no rescatamos la tranquilidad de antaño? ¡Que prohíban que los carros circulen en el centro!, dice, mientras se abanica, aunque no haga calor. Está bien, insiste, si vamos a ser pueblo ¡lo seamos!, pero lo seamos con dignidad. El centro de nuestro pueblo parece el centro del distrito federal, con contaminación y miles de coches que se te vienen encima. ¡Cierren el centro y caminemos! Yo nada digo, tomo un sorbo de agua, pero pienso que no es mala idea. Bueno, ya los urbanistas expertos han insistido en que el cierre para circulación de vehículos en los centros históricos de las ciudades permite una calidad de vida superior. Las familias transitan de manera tranquila y armoniosa. Cuando hay andadores que prohíben el tránsito de vehículos todo cambia. En fin, algún día, sin duda, las autoridades tomarán esta medida y eso hará que Comitán sea la ciudad digna que todos queremos.
“El venado” es el hombre a quien su mujer le pone el cuerno. “Burra” es la niña que no estudió y sacó cinco en el examen de inglés. “Tacuatz” es el muchacho que hace como que la Virgen le habla y no pone atención a lo que le indican sus superiores. Si un señor huele a llanta quemada dicen que huele “a león”. “Velo aquél está cuch de bolo”, dicen cuando un modesto practicante del arte de la bebida queda tintintop sobre el suelo.
¿Mirás, niña de mi bebida, digo, de mi vida? Estos tiempos son tiempos de andar agarrando a los pobres animales para hacer comparaciones tristes. Nadie quiere ser venado, nadie quiere ser burro, nadie quiere ser cuch, nadie quiere hacer osos. Se entiende, el que lee y escribe es ¡un ser humano! Nunca he visto que un burro maneje (ah, pues, no te riás, estamos chupando tranquilos); nunca he visto a una burra que presente un examen de inglés. Parece entonces que tenemos cierta confusión y esto hace que no nos pensemos seres humanos pensantes, porque si nos asumiéramos como tales respetaríamos la señal tan sencilla que dice que en Comitán el peatón es primero y que los automovilistas, cuando hay el uno x uno, deben hacer casi alto total y ver si viene un auto o no. Es tan sencillo.

Posdata: vos sabés que la Quinta Avenida es, tal vez, la avenida más famosa de Nueva York. Por esto, cuando mi primo Gonzalo me preguntó dónde vivía y le dije que en la quinta avenida, rió y luego me dijo: “no, pues, en serio, ¿dónde vivís?”. ¿Cómo le explicaba que vivo en la quinta avenida, avenida que lleva el nombre de Dolores Albores en memoria de quien fue cronista de Comitán? Vivo en la quinta avenida, pero de un pueblo hermoso que se llama Comitán. Vos sabés que no cambio el parque de San Sebastián por Central Park, ni cambio una tarde en los Lagos de Montebello por unas horas embobado frente a los aparadores de Tiffany. ¿Vos cambiás un hueso de tío Jul por una súper hamburguesa de McDonalds? ¿Cambiás una tarde sosegada del parque central por una tarde apocalíptica en una avenida de Manhattan? Yo no. Yo vivo tranquilo acá, en este pueblo que, ahora, en el mes de octubre conmemorará doscientos años de haber recibido el título de ciudad. ¿Cuál es el mayor “oso” que has hecho en la vida? ¿Me lo contás mañana en la tarde cuando nos miremos en nuestra banca del parque central? No lo digás con nadie, pero te quiero, te quiero.

viernes, 30 de agosto de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON COMPLEMENTO





Los artistas exponen sus propuestas estéticas. Los artistas dicen que cada obra de arte está incompleta, hasta en tanto no la complemente la lectura del espectador. ¿Es cierto? Para comprobar lo anterior, una tarde de éstas ¡jugamos! Él, muchacho irreverente y juguetón de diecisiete años, se colocó del otro lado de la mampara y “completó” el cuadro. Ahora, los espectadores tienen una imagen que juega con la idea. El lector puede seguir el juego e imaginar que el hombre del grabado ya encontró el par de piernas y pies que le faltaban. Tal vez, al hombre del dibujo le creció la nariz porque decía muchas mentiras a la hora de dar respuesta acerca de la carencia de pies. ¿Por qué no tienes pies?, preguntaba la niña y el hombre del cuadro ¡mentía! Porque, ¡seguro!, ni él sabe bien a bien porque no tiene pies. El artista lo pintó incompleto para que no huyera. Se sabe que, en muchas ocasiones, la obra toma vida y camina por caminos insospechados. Tal vez el artista que pintó esta imagen la dejó como encerrada para continuar con el control.
Ahora, si al espectador le gusta jugar el juego de la imaginación puede imaginar que el hombre comenzará a caminar con los pies prestados (¿o es al revés y los pies caminarán con el torso prestado?). La parte superior de este cuerpo está cubierta con algo como una armadura, por eso el hombre se ve tan rígido; por eso, su inmovilidad creó ramas alrededor de su cara. Ahora, con el par de tenis con “cordones” verdes y pantalón de mezclilla, podrá caminar con total libertad y con gran desenfado en medio de jóvenes juguetones. Al principio creará cierta curiosidad. No es común ver hombres pinocho caminando por el parque; no es imagen común toparse con un hombre gris, en blanco y negro, que camina por los pasillos con tenis modernos.
Esto fue un simple juego, pero acá está la imagen que abre otras ventanas. Abre las ventanas de la imaginación. ¿A poco no es esto lo que pretende el arte? El arte se expone en museos o al aire libre a fin de que los espectadores jueguen e imaginen que otro mundo puede construirse. Acá, en esta imagen, lo único que está oculto es el par de manos y el sexo. Si continuamos con el juego podemos jugar a adivinar si las manos están adentro de las bolsas del pantalón o juegan con su sexo. Podemos jugar a adivinar si el sexo también está cubierto con ramas. Jugar a adivinar si su sexo crece cada vez que dice una mentira. Su sexo es parte del hombre en blanco y negro o es parte del muchacho de pantalón de mezclilla. ¡Dios mío! ¿Y si jugamos a imaginar que este hombre es único y especial y tiene dos sexos, uno del hombre en blanco y negro y otro del muchacho de la mezclilla azul?
El rostro del hombre en blanco y negro está como sorprendido. Sus ojos, como claraboyas llenas de oscuridad, ven hacia donde la rama va creciendo. Parece preguntarse por qué el árbol crece, hasta dónde llegará.
Tal vez, digo sólo que tal vez, en algún momento, el muchacho de diecisiete años, también pensó en que es posible tomar otra personalidad y complementar algo que, en la adolescencia, es como un hueco. ¿Es bueno tener una rama como nariz? ¿Tiene ventajas saberse dueño de una planta productora de oxígeno? ¿Es bueno pensarse refugio para pajaritos?
El muchacho preguntó si ya el fotógrafo había logrado la toma y cuando oyó que sí, entonces, salió del “cuadro” y, en compañía de su amiga, caminó hacia el parque. Atrás sólo quedó esta imagen, una imagen que ahora ya perdura.

miércoles, 28 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AGUA SE DEJA EMBOTELLAR





Querida Mariana: ¿cómo le hacían los conferenciantes en los años sesenta? Ahora, las botellas de agua aparecen en todas las mesas de los conferenciantes. Cuando la boca de la Poniatowska o de Efraín Bartolomé se seca ellos se refrescan con un buche de agua. La Poni toma la botella con la mano izquierda (no creo que tenga algo que ver con su filiación política, más bien es por reflejo instintivo) y, en movimiento sincrónico, con la mano derecha (insisto) da vuelta a la rosca de plástico y toma un trago de agua libre de sales. ¿Qué hacían los conferenciantes en los años sesenta? ¿Antes de que el agua se dejara embotellar?
En mis tiempos juveniles nunca vi una mesa de honor tapizada con botellas de agua. Lo más que vi fueron mesas tapizadas de botellas de agua mineral, refrescos de cola y botellas de tres cuartos de un trago llamado Presidente. Esto lo vi en mesas de fiestas de quince años. Ahora ya ni eso. Ahora los meseros sirven las “cubas”.
Cuando hay una reunión de trabajo veo las mesas llenas de botellitas de agua (ahora hay unas bien bonitas, chiquitías, como de cien mililitros, que sólo alcanzan para un buche). Veo a esas botellas como soldaditos o como pinos de boliche y me entran ganas de jugar con ellas. Me gustaría ver cómo van cayendo ante el avance de la artillería enemiga o cómo se doblan ante el tiro certero de una bola de boliche. Pero el Alejandro solemne reprime al Alejandro juguetón y le explica que esa reunión está a punto de transformar el mundo, así que exige orden y seriedad.
Tal vez, los conferenciantes de los años sesenta hacían lo que Julio Gordillo Domínguez hace. Julio es muy hábil. Cuando lleva más de veinte minutos “aventándose” un choro oratorio y sus labios comienzan a pegarse por la sequedad y su boca se convierte en un territorio chicloso, donde hasta una 4x4 se atasca, él, en movimiento certero, mete la mano en la bolsa derecha de su pantalón y saca un limón partido a la mitad, aprieta y chupa el limón. No hace cara alguna, chupa el limón como si el jugo de éste fuera incoloro, inodoro y, sobre todo, insaboro. ¡Ya con esto tiene para seguir con su choro durante otros veinte minutos! La poeta Mirtha diría que Julio es “mero vivito”.
Yo, niña mía, ¡qué pena!, vengo de un tiempo en el que, como ya dije, las mesas de los conferenciantes no tenían botellitas de agua. En los años sesenta ya alcancé a ver la mesa con una jarra de agua y vasos de cristal. Era un agua, supongo, con sales, porque esa agua era agua del tubo, con dos hervores. En una ocasión, un conferenciante extranjero (lo vi desde mi asiento) se sirvió agua, alzó el vaso, lo vio a contraluz y no bebió. Tal vez le encontró algún bichito nadando como si estuviese en el Río Grande actual. El conferenciante extranjero cuidó no caer bajo el influjo de “la venganza de Moctezuma”.
Como vengo de tiempos A.C. (antes de la cordura), a veces pienso que en algún lugar del mundo el protocolo de la botellita de agua no lo respetan y en la mesa del tipo que dicta una conferencia en Chiapa de Corzo ponen jícaras llenas de pozol, con hielitos; tal vez, en San Cristóbal ofrecen un ponchecito caliente, con piquete. Si el conferenciante diserta a la una de la tarde, en la infernal Tuxtla, mi demonio interior dice que no sería mala idea que la mesa estuviese con dos tecates sudadas. Claro, exigir botana, ¡ya sería un exceso!

lunes, 26 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA PARED ES INESTABLE





Querida Mariana: las paredes son inestables. No me refiero a su fragilidad ante cualquier temblor. Me refiero al carácter. Eduardo me sorprendió el otro día al decir “Estoy jodido, me siento como pared”. Al principio no entendí, pero luego supe que sentirse pared no es una sensación agradable. Las paredes pueden estar húmedas, escarapeladas, grafiteadas, pintarrajeadas, bofas o sin repello. Además, si se mira bien, las paredes son elementos constructivos necesarios pero molestos. Impiden el paso de la luz y del aire. Son elementos delimitadores. Sólo los hombres invisibles pueden pasar a través de las paredes. Los simples mortales nos sentimos mal cuando una pared nos recuerda que hay límites. Para nuestra vanidad humana esto resulta un mazazo. Al final de cuentas entendemos que somos igual de frágiles que los muros.
Y digo, niña mía, que las paredes son inestables porque no se sienten bien en ningún momento. ¿Qué piensa una pared cuando le meten un clavo? ¿Qué cuándo un bolo, a medianoche, la riega con un potente chorro de orín? ¿Qué siente una pared cuando un delincuente la burla y la deja en ridículo? Y no sólo se trata de los actos indignos, también debe ser frustrante servir sólo como colgadero de un cuadro de Picasso valuado en cincuenta millones de dólares.
Los muros ciegos deben estar tristes por el destino oscuro que les tocó, pero los muros con ventanas deben sentirse mal porque cualquier voyeur rompe su intimidad.
Eduardo tiene razón, sentirse pared es estar muy jodido, es sentirse atado, sentirse con grilletes, adosado a la cintura del tedio.
¡Pobres, las pobres paredes! Su única posibilidad de vida está amarrada al movimiento telúrico. Cuando la tierra se hamaquea, la pared también pareciera tomar vida y ella imagina que puede alzar el vuelo, pero un grado Richter más derrumba su sueño y quiebra su columna vertebral. ¡Todo se va al suelo! Sentirse pared es como sentirse atado al piso, como simple soporte de una losa. ¡Jodido, pues!
Días después hallé a Eduardo, sentado en una silla de plástico, frente al bulevar, tomando un coco, afuera del local donde los venden. Lo miré bien. Le pregunté cómo estaba, sonrió, y dijo que ya no estaba tan jodido. Después de todo, dijo, todos los hombres somos un poco paredes. Tal vez, pensé, el chiste sea elegir qué tipo de pared desea uno ser. Tal vez, en lugar de ser una pared hecha con bloc, valga la pena ser como una pared de bajareque o de adobe. Estas últimas paredes no son tan resistentes como las que tienen estructuras metálicas, pero son más de la tierra, más del cielo.
Ya lo dijeron los sabios: la vida no es sencilla ni fácil, pero puede hallarse ciertas compensaciones: ser pared de aire. Hay gente que lo logra. Los afanes del hombre deben estar puestos en ello.

sábado, 24 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL HUECO ESTÁ HECHO CON MUROS LLENOS DE VACÍO





Querida Mariana: contame un cuento. Alex dice que su hijito, de apenas un mes de edad, espera que él le cuente un cuento. No importa el tema, ¡importa la voz! Parece que la criaturita disfruta la voz del papá, así como la de la mamá. Además, dice Alex, el niño llora cuando él le quita la música. ¡Tal vez será un Bocelli cualquiera! (hago votos porque jamás escuche a Arjona).
“Contame un cuento”, así me decía mi sobrina Pao, hace muchos años. Yo llevaba mi cerveza (en ese tiempo bebía bien sabroso), sacaba un libro del librero de caoba y me sentaba al lado de su cama. Mi sobrina Pao tenía cuatro o cinco años de edad. Era una niña bella (sigue siendo bella, pero ahora, como dijera el perverso de Manuel: “ya alcanza el timbre”). El otro día, con sus dieciocho años de edad, llegó, me abrazó y dijo: tío, contame un cuento. Yo estuve a punto de decirle: Ay, niña bonita, como que ya estás grandecita, como que mejor te lo cuente tu novio. Pero, por fortuna, callé y dije que sí, que ¡claro!
“Contame un cuento” es una frase que ha existido desde siempre. A veces pienso que el hombre comenzó a hablar porque tenía necesidad de contar un cuento.
Dicen que ahora se ha perdido esa hermosa costumbre de contar cuentos a los niños. ¡No lo creo! Sé de muchos papás que se acercan al buró, prenden la lámpara de noche, mientras sus niños se ponen el pijama y una vez que los críos están en cama, bien cobijados, abren un libro y les leen un cuentito clásico o un cuento moderno.
A veces, en el salón de clases de la Universidad, reúno a mis alumnos en torno mío, como si fuese un viejo abuelo, y les leo un cuento. ¡Lo disfrutan! A veces, empleo la técnica de dejar incompleta la lectura. Compruebo que dos o tres se acercan y me preguntan dónde pueden conseguir el libro para terminar la lectura. Quedan “picados”.
Mis papás no fueron grandes lectores. Mi mamá, por las tardes, prende la televisión, toma un par de agujetas y teje, teje mucho. Pero, mi papá se sabía dos o tres cuentitos, de memoria, y me los contaba. Disfrutaba mucho ese acto. Ahora mismo que lo escribo algo como una sonrisa aparece en mi espíritu. Recuerdo la luz ambarina, el piso de madera, el conejito de felpa en el buró, un cierto aroma a belladona (ungüento para golpes) y veo a mi papá, sentado a mi lado, contándome cómo el conejo veloz, pero huevón y confiado, fue vencido por la tortuga lenta. ¡Un clásico! Un clásico inspirador, porque el oyente sabía que dicha fábula contenía una gran enseñanza: si eres un conejo nunca subestimes al otro ni te envanezcas de tus fortalezas; si eres una tortuga lenta recuerda que paso a paso una oruga puede subir a la cima de una montaña (tal vez un día te salgan alas). ¡Ah, qué maravillosas noches, cuando mi papá y mi mamá, a mi lado, me contaban cuentitos!
No sé qué prodigio tenían esas historias que no me bastaba oírlas una y otra vez. Siempre pedía más. Las mismas historias repetidas llenaban mis noches. Como si fuesen canciones, pedía que las repitieran. Cuando uno crece (¡qué estúpido!) llega a decir, fastidiado: “ya me lo contaste” y deja a los papás sentados en el sofá, sin escucharlos. Perdemos el gusto de la repetición, del acto vuelto a cincelar. Nos deslumbra lo novedoso, sin saber que el gusto de la vida está en el acto maravilloso de lo infinito. Y lo infinito es la misma historia contada una y otra vez, hasta “la infinitud”.
Agustín Lara dijo: “solamente una vez amé en la vida, solamente una vez y nada más”. Siendo adolescente siempre llamó mi atención tal aseveración. ¿Solamente una vez? ¡Ah, qué jodida es la vida de este compa!, pensaba. Ahora, después de recorrido un buen trecho de vida creo que, en efecto, sólo se ama una vez; así como el artista pinta un solo cuadro, así como el escritor escribe un solo libro, así el hombre sólo vive una sola historia de amor. ¡Claro, en diversos capítulos y en diversos escenarios y con diversos amores! ¡Un solo amor! Este amor inicia el día del nacimiento y termina al morir. El hombre sólo ama a una mujer en mil mujeres y lo mismo sucede con la mujer: sólo ama a un hombre en mil hombres.
¿Cuántos novios has tenido? ¿Tres? ¿Cuatro? Tendrás más hombres y todos esos amores serán, si me permitís el término, los gajos de tu amor, las nubes que, a final de tu vida, constituirán el cielo de tu amor. Así como la vida es única repartida en millares de instantes, así el amor es una secuencia finita.
De igual manera, todos los cuentos que me han contado forman el gran libro personal. Me fascina la idea de que cada ser humano realiza su libro personal. ¿Qué cuentos te platicaba tu papá cuando eras niña? Cada uno de esos relatos se ha ido integrando a tu libro personal ¡único! Los niños de Buenos Aires, Argentina, escuchan, aprenden y viven historias muy diferentes a las que escuchan y viven los niños de París, Francia. Pero lo que acabo de decir es una generalización, lo correcto es decir que cada niño de Buenos Aires y cada niño de París ha escuchado, aprendido y vivido historias únicas.
El otro día le pedí a Gabriel que me hiciera la relación de libros que había leído. ¿Todos?, preguntó. Bueno, dije yo, todos todos ¡no! (no creo que haya un ser en el mundo que tenga la relación exacta de los libros leídos). Una relación cercana, dije. Meses más tarde, Gabriel me entregó la relación: ¡quinientos doce libros! ¡Pucha! ¡Qué maravilla! Comencé a palomear los libros que yo, también, he leído. No más de cuarenta. Pero, en mi lista aparecieron libros que él nunca ha leído. Cada hombre va pepenando libros diversos y, a final, la hoja de vida contiene una relación muy personal.
“Te cuento un cuento”, dijo Sherezada al Rey y cuando éste aceptó, Sherezada le contó mil y un cuentos; y, en lo íntimo, creo que ella pudo contar un millón y uno más, pero se detuvo para no agotar el género; se detuvo para que vos, yo, y los demás, continuemos la tradición.
Nadie debe contar más de mil un cuentos, sería una “soberana” soberbia. Hay algunos mortales (los que se “mueren” por romper los record Guiness), que se empecinan en contar de más. En el pueblo, niña gaviota, abundan los chismosos; abundan los que se levantan de madrugada con el simple objetivo de contar más que el día anterior. ¡Son unos pesados!
Los cuentos, niña agosto, alientan la imaginación. Los cuentos infantiles no aceptan límites. Cuando alguien expresa esa frase común y sobada de que “la realidad supera a la ficción”, yo sonrío. Es una frase tonta, frase favorita de quienes “tienen los pies bien puestos sobre la tierra” y les falta alas para imaginar. ¡Qué tontitos! La imaginación es fruto del árbol mayor y si la realidad no es tan jodida es gracias a los seres que imaginaron un mundo mejor. Todo invento tiene su semilla en ese pozo que se llama imaginación. El hombre común, a pesar de su ingenio y de su saber, no ha logrado inventar algo tan fantástico como una alfombra voladora. Hay aviones, helicópteros y mil chunches alados más, pero no hay un petate volador que vuele sin combustible. Esto sólo es posible a través de la imaginación. Por lo tanto, la imaginación supera a la realidad todas las veces que vuela sobre un petate volador. La mujer más fantástica de toda la historia del hombre es Sherezada. Cuentan que Cleopatra fue una mujer que, con su belleza física, logró derretir a más de un hombre poderosísimo. Sherezada logró hipnotizar a un rey con el atributo más sencillo que posee el hombre: ¡la palabra!
“Contame un cuento”, me pedía mi sobrina, hace años. Cuando lo hacía lo hacía a través de la palabra y, a través de esta misma, yo lo contaba. Cada vez que un papá o una mamá cuentan un cuento a sus niños lo hacen con esa antorcha que nos legaron los hombres antiguos, los que ya son polvo. Todo lo que los antiguos nos dejaron como herencia se ha desgastado, se ha enmohecido, se ha empolvado, se ha consumido. Lo único que nos queda con el mismo brillo, acaso con un poco más de luz, es ¡la palabra! El brillo de la palabra sigue iluminando la conciencia y el espíritu de la humanidad. ¿Has pensado alguna vez que, cada segundo, se emiten millones de palabras? ¿Has pensado en el poder de ellas? ¿Has pensado en el prodigio de que estas palabras, hilvanadas en forma magistral, producen unos bellos tejidos que se llaman cuentos? ¿Y has pensado en los cuentos como el puente más prodigioso que ha tendido el hombre para consumir el tedio y llenar nuestros mundos con la luz de la imaginación? La calidez de esa herencia sigue abrazando el corazón de los niños cada vez que los papás se acercan a la cama, acomodan las colchas alrededor de sus hijos para que estén calientitos y, amorosos, cuentan un cuento. Es maravilloso ver cómo los críos van cerrando sus ojos, poco a poco, mientras los papás bajan la voz a fin de que el sueño abrace el alma de los niños; es prodigioso ver cómo los papás se levantan, apagan la luz del buró y caminan en puntillas para no despertar a sus hijos. ¿Has pensado alguna vez en la magia que produce un cuento en el sueño de un niño?

Posdata: Julio Cortázar, en la primera cátedra que impartió a los alumnos de la Universidad de Berkeley, en 1980, dijo que dos atributos de un buen cuento son: la tensión y la intensidad.
Quienes cuentan cuentos, tal vez no ponen mucha atención en esos dos elementos de la estructura de una narración, pero para quienes desean escribir cuentos para que éstos sean contados, de generación en generación, deben tomar en cuenta estas dos sugerencias de un gran maestro del cuento mundial. ¿Qué es la intensidad? ¿Qué es la tensión? Cuando oigo la palabra intensidad pienso en las manos de Límbano Vidal a la hora de interpretar la marimba. Cuando oigo la palabra tensión pienso en la liga que jugábamos de niños, con las dos manos la estirábamos poco a poco, el juego era llegar a tensarla al máximo sin que se rompiera. A medida que la liga se estiraba, de igual forma se estiraba nuestra emoción. Tal vez por ahí está el secreto de un buen cuento.
Cuando Pao, hace pocos meses, me volvió a pedir que le contara un cuento no dudé. Tomé un cuento de Julio Cortázar y se lo conté, casi de memoria. Vi cómo su carita se iluminó. Como si volviera a ser la misma niña de hace años, ella cerró sus ojitos y se dejó guiar por los caminos que las palabras de Julio iban abriendo. El verso del poeta que enuncia “no hay camino, se hace camino al andar” se aplica perfectamente a la emoción de la palabra. No hay senderos. Los senderos los hacemos los hombres en la medida que hablamos, en la medida que contamos. Marianita de todos mis cielos ¡contame un cuento!, mientras yo bebo un té de limón (es más sabroso que la cerveza). ¡Contame el cuento que cuenta la historia del hombre que se dobló un tobillo en el instante que estaba a cien metros de la meta! ¡Contame el cuento de la niña que despertó en medio de una carretera por donde pasaban autos que corrían a velocidades de cien kilómetros por hora! ¡Contame el cuento de Juan Pirulero! ¡Contame del uno al millón y decime que yo sí puedo contar con vos!

viernes, 23 de agosto de 2013

CUANDO TODO MUNDO QUIERE SER SÚBDITO





Doña Lily dice: “la que de amarillo se viste ¡en su belleza confía!”. Bueno acá está la prueba. Esta niña linda, lindísima, no tiene inconveniente en vestir de amarillo. Está cerca del oro, de la pedrería. El fondo es como una selva, como un bosque retorcido de árboles retorcidos. Más al fondo (Dios mío, pues ¿cuántos fondos tiene el fondo?) se ve un techo plagado de tejas cafés, que son como gusanos en medio de los árboles retorcidos. En primer plano ¡Yami!, quien resultó Reina electa de la Feria Comitán 2013. Yami saluda a sus súbditos. Dios mío, qué palabra, qué concepto. Da pena que en pleno siglo XXI se emplee la palabra Reina y la palabra súbdito, pero cuando el pueblo hace una pausa en el trayecto de todos los días y se mete al mar de la fiesta, las olas se hacen pequeñas y el mar se nos hace chiquito. Sí, decían los jóvenes al ver pasar a Yami, sí, mi reina. Y ella, con la sonrisa como de agua de chía, saludaba. Acá, incluso, casi podemos advertir el gritito que está a punto de dar. Sí, sabemos qué palabra brotará de su boca para bendecir a todos los que admiraban el desfile. ¿Ya vieron los rostros de quienes ven a la Reina, ahí, en la orilla inferior de la fotografía? Están a la espera de que Yami voltee y, con la otra mano, con la izquierda, también (perdón por la irreverencia) otorgue su bendición, porque ella (ya lo dijo doña Lili) confía en su belleza, en su gracia natural, en su cuerpo de árbol dador de vida, en su sonrisa de cielo comiteco, en sus manos que son como chupamirtos para regar la miel.
Todo mundo, ante la presencia de Yami, se siente bien. La condición de súbdito no rebaja la dignidad, al contrario. Ella, en su condición de Reina, nunca camina por las alturas. El día de la fotografía, por cuestiones de protocolo y de jolgorio, debió estar en un carro alegórico, cerca del oro y cerca de las nubes, pero, cuando el desfile terminó ella bajó y estuvo al lado de sus súbditos, entendidos éstos como sujetos a su autoridad, pero sujetos por vocación y por voluntad propia. Quien no deseó estar a disposición de sus deseos, pudo, en completa libertad, volar como zanate. Pero, ¡Dios mío!, ¿quién es el mortal que se resiste a estar al lado de Yami? ¿Quién resiste acudir a su llamado? Yami, por la gracia universal, tiene el prodigio de la palabra fácil, del trato comedido. Si alguien me obligara a sintetizar el don de ella diría que es una auténtica comiteca. Las comitecas, lo sabe medio mundo, son mujeres bellas y sencillas. La sencillez es una fortaleza que destroza la soberbia y la gazmoñería. Las niñas bellas de este pueblo no son gazmoñas ni son soberbias. Yami, la Reina de la Feria Comitán 2013, es una niña que es como un árbol de nubes, erecto, que mira al cielo, pero cuyas raíces están cimentadas en los abrazos de su gente.
Ese día, algunas personas que estaban en el parque central vieron cómo la farola que está justo debajo del saludo de Yami se sintió apenada. Era tan bella la luz que recibía que se olvidó de prenderse ella misma. Ese día sólo Yami brilló, con su vestido amarillo, bellísimo, como de jirones de sol, como de jirones de ríos de luz. ¿Quién se resiste a ser bendecido por la gracia de la Reina? ¿Alguien? ¿Quién se resiste a ser tocado por el don de su majestad? ¿Quién no está dispuesto a ser súbdito de una niña tan bella? ¡Que viva la realeza por un instante! A final de cuentas todo mundo tiene una aorta por donde la sangre azul revolotea cerca del cielo.

miércoles, 21 de agosto de 2013

EL ATORÓN





Roque Gil es periodista; Roque Gil es cronista. Vive en Comitán, aún cuando nació en Tonalá. Presume de su abuelo, Miguel Lara Vasallo, autor de la música del Himno a Chiapas. Roque Gil me ve raro cuando le pregunto por qué es su abuelo si él es Marín Vasallo y los descendientes de don Miguel, por lógica, debieran llevar el apellido Lara. Roque Gil me explica que hubo un entrecruzamiento de apellidos y que en realidad don Miguel era Vasallo Lara. Lo veo y río. Él se pone serio. Se pone tan serio como cuando dice que Rosario Castellanos no escribió “Balún Canán”. Roque Gil dice que Rosario se pirateó la novela; que en realidad, el autor de la novelilla es Agripino Gutiérrez.
Como los lectores ya se dieron cuenta disfruto mucho la plática de Roque Gil. Se ha vuelto un personaje real maravilloso de Comitán. Siempre está sentado en una banca del parque central, frente a donde se colocan los boleros. Cuando alguien desea decirle algo a Roque Gil o dejarle un papel y no está en “su oficina”, basta con pedir favor a los boleros, para que él reciba el recado. La banca del parque es como su sillón, y el parque, ¡todo!, es como su oficina. Por esto, cuando tengo un tiempito ¡lo busco! Lo busco porque, después de corajes y enconos por nuestras posiciones ideológicas opuestas, terminamos botándonos de la risa. A veces su risa es como un río desbordado y no puede aguantar la seriedad que le imprime a sus postulados (lo hace así para que uno crea que de veras es verdad lo que dice).
¿Por qué Roque Gil “inventa” tantas teorías? No lo sé. Bueno, sí lo sé. Es su manera de enfrentar a la sociedad. Él me cuenta que de niño fue un niño rebelde. Nunca ha dejado ese lado de rebeldía. En Comitán hay gente que no puede verlo. Yo sí. Yo lo busco. Me divierto mucho con su plática. El otro día me contó una anécdota de un burdel de Tonalá. Burdel al que, sin duda, él frecuentó ya muchachoncito, porque él comenzó a “callejonear” desde muy temprana edad. El nombre del burdel era “El atorón del sapo”. Cuando me lo dijo pensé que ese era el nombre más fantástico del mundo. Ahí sí salimos perdiendo los comitecos. Acá no tuvimos más que Tía Lola y Tía Maty. Nombres comunes y corrientes, corrientes de tan comunes. Cuando la posmodernidad llegó a Comitán, los continuadores de la obra beatífica de Tía Lola le impusieron un nuevo nombre al burdel: “Crazy Horse”. ¡Dios mío, qué poca imaginación! ¡Qué afán tan acomplejado de andar imitando lo de otros mundos!
En Tonalá no tuvieron caballos locos. Allá tuvieron un patio que era el “estacionamiento” de los caballos de quienes iban a gozar del cuerpecito en “El atorón”. Ahí, me cuenta Roque Gil, llegaban campesinos y pescadores, los fines de semana. Amarraban los caballos, entraban al local, pedían cervezas, tomaban, entraban a los cuartos con las putas, se emborrachaban, se mentaban la madre y salían al patio a darse de mandarriazos. Ahí, los “contertulios” subían a los caballos (sin importar si eran los suyos) y se dirigían al río Zanatenco (de zanate, dice Roque Gil, y me indica: escríbelo con zeta. Va. Gracias, digo).
En Comitán no tuvimos más que un río Grande. En Tonalá tuvieron un río Zanatenco. ¡Qué nombre más decidor! Por esto, y por más, disfruto la plática con Roque Gil. Hay mucha gente que no puede verlo, porque es rebelde, cabrón. Yo disfruto su plática, la gozo, termino botado de la risa con sus puntadas. Él, lo miro en sus ojos de cabro, también disfruta contándome esos hilos de polvo de su tierra natal. Un día le preguntaré más acerca del “Atorón del sapo”. El nombre es genial. No creo que haya en el mundo un nombre así. Si Gabriel García Márquez lo hubiese descubierto antes de escribir sus Cien Años de Soledad, seguro que lo habría incorporado a Macondo. ¡Ah, qué nombre más genial! ¡Genial en sus mudencadas es el tal Roque Gil! ¡Tipo bravo, difícil, rebelde, injerto de hierba y palmera! Cuando está en “su oficina” miro una bola de zanates y entonces pienso en el río y pienso en el burdel y miro a Roque Gil ahí, a mitad de la noche, en medio del calor, agobiado por el polvo y por las mujeres que sonríen a través de una sonrisa roja, inmensamente roja.

lunes, 19 de agosto de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ LA MUCHACHA MÁS BONITA DEL MUNDO





Ella está debajo de un arco. Al fondo se ve un muro de piedra. El murete donde está sentada también es de piedra. Perdón, pero, de igual manera, el arco que se abre encima de ella ¡también es de piedra! Un nostálgico de los años sesenta diría que “de piedra ha de ser la cama y de piedra la cabecera”, pero ella mira el horizonte como si estuviese sentada sobre una cama de nubes, como si nubes la rodearan. Si el lector ve con atención podrá ver cómo el prodigio hace que las piedras del fondo se conviertan en nubes, nubes que cruzan por encima de su cabeza.
Ella no sólo es la muchacha más bonita del mundo, también es la niña más inteligente. Sabe que no es bueno pensar adentro de un cuarto. Cuando alguien piensa encerrada en cuatro paredes, las ideas chocan, como si estuviesen en un acelerador de partículas, y crean el caos. Las ideas (adentro de un cuarto) se topetean entre ellas, chocan contra el techo, contra las paredes, contra la puerta del sanitario, contra la puerta de la cómoda (que se vuelve incómoda), contra los zapatos y contra los brasieres olvidados en la silla de plástico. Por esto, la muchacha más bonita del mundo, cuando desea liberar sus pensamientos, toma su bolso negro, sale de su casa y se sienta en el corredor frente al parque. Ahí, debajo del arco, mira el horizonte y deja que su pensamiento vuele, que sea como zanate o como tiuca o como mariposa; deja que juguetee en la fuente, encima de los árboles. Sus pensamientos son como palomas que picotean sobre la piedra del piso. Las palomas también saben que las piedras no son piedras sino nubes. Picotean las nubes, comen luz. Ella, la muchacha más bonita del mundo, con su mirada picotea el cielo y el aire. Como si fuese un alcatraz se abre a la mirada de los otros, de los caminantes, de los que pasan por la calle y, como niños, la señalan como si fuese un papalote, como si fuese una mujer que levitara. Porque hay niños que entrecierran tantito los ojos y ven que ella, con las piernas cruzadas, en posición de lama, levita, vuela por encima de la miseria diaria. Ella sale de su casa y se sienta en el corredor frente al parque ¡para bendecir el día! Lo hace para liberar sus pensamientos, pero, también, para decirle al mundo que el mundo no es la basura cotidiana de todos los días y de todas las horas; se sienta ahí, frente a todos, para recordar al mundo que el prodigio es posible, que las piedras son nubes y que el cielo es también la morada para los que creen que todo es una línea de luz sin tregua.
Ella, la muchacha más bonita del mundo, mira el horizonte, como si mirara un barco que se aleja, como si viera el juego de las gaviotas, como si escuchara el último acorde de una serenata. Pareciera estar sentada sobre nubes, pareciera levitar. Ella, como si fuese reencarnación de Remedios, la bella, de “Cien años de Soledad”, espera el instante supremo para iniciar el vuelo. Mira el horizonte, ahí donde el pueblo de Comitán es como un árbol lleno de aire. ¿Con qué se riegan los árboles de aire? ¿Con qué se riega la luz del mediodía? Ella, como si fuese un jardín, mira cómo el día se desprende del aire; mira cómo el aire se desprende de su mirada. Es un espejo. Es, igual que cada una de las comitecas, la muchacha más bonita del mundo. Por ello, está debajo del arco. Todas las niñas bonitas del mundo caminan por ahí y se sientan es ese mismo lugar. Una leyenda cuenta que quien se sienta ahí se convierte, en automático, en la muchacha más bonita del mundo. Ahí donde todo fluye libre, donde nada es piedra de muro, piedra de cimiento; donde todo es un sembradío de agua limpia.

sábado, 17 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL PASADO SE TRANSPARENTA EN EL PRESENTE





Querida Mariana: estamos llenos de transparencias. No las vemos, pero basta tocarnos el pecho para advertir ciertas excresencias de cristal. Es el pasado que, como polvo, nos cubre a manera de suéter o de saco.
El otro día, Rosy De León subió una foto de 1975 al facebook. ¡Dios mío! En esa fotografía se ve parte del parque central que ahora ya no existe. Un día, de mil novecientos setenta y tantos, por órdenes de Jorge De la Vega Domínguez, gobernador de Chiapas en ese momento, una horda de albañiles se dedicó a tirar las casas de la Manzana de la Discordia y a modificar la traza de nuestro parque central. Los jóvenes de ese tiempo, y los no tan jóvenes, lamentaron la decisión. Hubo gente (me contaron) que se paró en una esquina del parque y lloró. Lo entiendo. Vos no podés entenderlo, porque tu parque es el parque actual. Vos, cuando salías de clases (en el bachillerato) ibas con tus compas a guasear en las gradas frente a la fuente. El parque de ahora es un parque muy cercano a ustedes. Los viejos añoramos el parque de antes, el que tenía bancas de granito y lienzos de madera en el respaldo. Bueno, con decirte que en el parque anterior había una estela maya. En ese tiempo no había un museo donde colocar las piezas mayas y usábamos el parque como Sala Maya. En una de las jardineras estaba la pieza del siglo saber qué, periodo clásico o posclásico. Sin que nadie prohibiera podíamos acercarnos a la pieza y tocarla. Hoy tenemos que entrar al Museo a ver esas valiosas piezas; en aquel entonces todo estaba al aire libre (ahora pienso que también la gente era más decente. Porque a ningún saqueador se le ocurrió hurtarla para, después, venderla en el extranjero. Pesaba un buen bonche de kilos. Tal vez por eso ningún estafador se atrevió).
La foto que Rosy subió propició muchos comentarios. Quienes pasearon en ese parque; quienes se sentaron en sus bancas o en las cadenas que rodeaban al monumento central; quienes ahí se citaron para enamorarse; quienes dieron vueltas (los hombres en un sentido y las mujeres en otro), hicieron comentarios plagados de nostalgia. Hubo quien se acordó de La Nevelandia; hubo quien se acordó del restaurante Rincón Brujo (antes, cuando la violencia no era cosa de todos los días, el restaurante bar se volvió famoso por la muerte de un parroquiano. Todo mundo propaló el rumor: “mataron un hombre en el Rincón Brujo”. La gente se arremolinó para ver cómo sacaban el cadáver. Tal vez fue motivo de una riña, porque el famoso restaurante vendía bebidas alcohólicas y a algunos se les pasaba la mano y comenzaban a discutir, lo de siempre: “soy tu padre” o “a esa me la eché”, y resultaba que “la esa” ahora era la esposa del aludido).
Alguien, al ver esas bancas de granito, con respaldo de listones de madera, dijo que ahí su novio la había enamorado. Tal vez, digo que sólo tal vez, ahí el amado se atrevió a tomarle la mano (en ese tiempo, niña bonita, todo era un proceso con pausas y ligeros acercamientos. Tomar de la mano a una chica costaba, ¡vaya que costaba! Hoy, todo es más simple, la mano de la niña es la que se posa en el “ese” del niño, y esto dos días después de haberse conocido). Tal vez, ya siendo novios, se sentaron en el centro del parque, ahí donde estaba la estatua de Belisario Domínguez (la misma que ahora está en el bulevar, a la entrada de Comitán) y se besaron (se besaron de “piquito de gallinita”, como decía un amigo), porque, ¡Santo de todos los enmascarados de plata!, lo de beso francés, de lengua, nana y nenepil, no se acostumbraba. Bueno, no en público. En lo oscurito, ahí ¡era otra cosa! Otro compa decía que ese parque sí le gustaba, más que el actual. ¡Es comprensible! Los seres humanos nos encariñamos con lo vivido. Somos reacios al cambio. Y el cambio de aquel parque al actual, fue un cambio que no sólo botó paredes sin también muros del espíritu de muchos comitecos.
Estamos llenos de transparencias. Un día, hace como dos o tres años, Miguel me dijo: “No, Alejandro, no, ahora este cielo es diferente”. Estábamos sentados en una banca del parque central, frente a donde se colocan los boleros. Yo miré hacia arriba y vi el maravilloso cielo de este maravilloso pueblo. No entendí la diferencia. Él, casi gruñón, dijo que cómo era posible que no notara la diferencia. “Antes -dijo- el cielo era más pequeño, como un llaverito. Por esto lo guardábamos en la bolsa de nuestro corazón”. Ah, dije, pero seguí sin entender. Tal vez Miguel se refería a la misma emoción que tuve en el patio central del jardín de niños, cuando tenía tres o cuatro años. La directora nos sacó al patio y nos formó. Mientras la mayoría de compañeritos “baboseaba” y se empujaba o metía las manos en las bolsas de su pantalón, yo, osado, me atreví a alzar la vista y miré el más hermoso cielo. Estaba en un lugar que me permitió ver el cielo como un cuadrado, limitado por las tejas de los corredores. Las tejas eran como olas de barro y delimitaban un cielo mar espléndido, sin mancha alguna. El cielo era completamente azul y uno podía imaginar que después de eso no había más. Tal vez Miguel se refería un poco a esto. A que el parque de antes era más pequeño, más comiteco. Nuestra ciudad es sencilla y no posee grandes edificaciones. Sus espacios no son de estadio, sino de oratorio de casa.
Yo también viví ese parque. Nunca (dado mi carácter), nunca, me declaré a alguna niña bonita. Las miraba de lejos. Los sábados por la tarde me reunía con los amigos. A mí me gustaba sentarme, no en la banca de granito sino en el lienzo superior de madera. Mis pies pisaban el asiento de granito. Ahí chanceaba con los amigos, mirábamos a las niñas que pasaban frente a nosotros, las que, coquetas, lanzaban una ligera mirada y se hacían las desentendidas. Recuerdo una niña que me gustaba mucho, vestida con falda a tablones (un poco arriba de las rodillas), con una blusa rosa cuello mao, una cadena que sostenía una medalla de la virgen de Guadalupe y oscilaba entre sus pechitos, el pelo corte príncipe valiente, calcetas blancas y zapatos negros. Me encantaba. Ramiro me decía que le hablara, que no fuera coyón. Ella pasaba y sonreía, pero éramos más de cinco los que estábamos en la banca. Yo estaba seguro que esa sonrisa no era para mí, pero los otros cuatro aseguraban que no era para alguno de ellos. Bah, así me pasé meses y meses y meses y años y siglos. Mis amigos sí tenían novias, así que como a las cinco de la tarde, ellas (por quién sabe qué misterio) aparecían en las gradas de un extremo, subían y cuando mis compas las reconocían se despedían de mí. A las cinco con diez minutos yo quedaba solo. Los miraba irse con sus niñas amadas. No me quedaba más que bajar de la banca, caminar, bajar por las gradas donde habían subido las amadas de mis amigos y caminaba a la tienda de don Rami para mirar revistas y comprar un libro de aquella famosa Colección Salvat. Ahí, en esas páginas, también leía de otros amores que sucedían en otros pueblos del mundo. Mucho de mi vida lo he pasado enterándome de amores ajenos, como si fuese un espectador del mundo viendo a través de una ventana o de una cerradura. Mi destino, lo supe desde el principio, fue ser voyeur.
Y ese parque nos fue tan cercano que lo convertimos no sólo en el patio de recreo, de confidencias, de intentos amorosos, de rupturas, sino que también fue el espacio para nuestra feria mayor, la de Santo Domingo. A finales de julio las calles que circundaban el parque se llenaban de zacatecas, de chingolingos, de expendios de ckocomilk, de la lotería de don Quique Constantino y de juegos mecánicos. A veces llegaban teatros que daban funciones de títeres (espectáculo maravilloso). En ese tiempo no había ventas de micheladas ni locales donde hicieran tatuajes. La feria de ese parque era más inocente. Frente a la calle del palacio colocaban la rueda de la fortuna y la rueda de caballitos. Los jóvenes compraban “huevos rellenos de confeti”. ¿Mirás la inocencia? Los huevos se quebraban en la cabeza de los amigos y amigas.
Me conocés, tengo una memoria endeble, como de rama de árbol seco. Por esto no recuerdo todos los locales de la manzana de la discordia, la que estaba frente a ese parque. Tengo amigos que hacen un recuento puntual. Apenas recuerdo que, contra esquina del parque estaba el consultorio del doctor Armando Gordillo; luego recuerdo un local que era atendido por don Arturo Rivera Alfaro que tenía como razón social las iniciales del nombre del propietario: Dulcería ARA, ahí, en algunas ocasiones compré chocolates; también recuerdo un negocio que aún continúa y que es como un monumento a esos tiempos ocultos en la transparencia de los siglos: El Ciclista. Ahí comprábamos los discos con los cantantes de moda: José José, Roberto Carlos (con aquella famosa canción de La Distancia), Juan Gabriel (que era un jovencito, medio amanerado -hoy está completamente amanerado- que no tenía dinero ni nada que dar) y Napoleón (artista que César admiraba y cantaba “no he oído otra cosa más triste que el canto de un grillo”). Luego recuerdo el local de Nevelandia, con la estación de radio XEUI, en la planta alta. Mi recuerdo camina al lado del Café La Pantera Rosa y el bar La Marinera, la mítica cantina de Tío Tavo, donde preparaba las macharnudas y los panes compuestos de chicharrón de hebra más ricos de todo el mundo. En la esquina de ese portal el edificio de mis papás, que fue conocido durante mucho tiempo como Casa Yanini (después que cerraron esa tienda de electrodomésticos, mi mamá abrió su tienda de estambres que atendió durante muchos, muchos años). Cuando tiraron la manzana, mi papá compró un local en el Pasaje Morales y ahí mi mamá tuvo su tienda. Ahí, los cielos se hicieron más breves todavía. Del cielo íntimo del antiguo parque pasé a la franja disimulada del Pasaje. Estos cambios han modelado mi carácter. Ahora disfruto el parque actual, pero igual que Miguel, igual que muchos, añoro el viejo parque, ese parque menos presuntuoso, ese parque que era confidente de nuestros amoríos y testigo fiel de nuestro crecimiento. Ahí, en ese viejo parque, los chavos de aquel tiempo pasaron de un pantalón de tubo a un pantalón acampanado. Sé que no podés comprender lo que eso significó. Fue un gran cambio. Mi generación vivió cambios importantísimos. Tan drásticos que aún no terminamos de entenderlos y de trascenderlos. Los chavos de ahora (clavados en pantallas) no advierten los cambios que sí advertimos nosotros. Los cielos, dice Miguel, han cambiado, ahora son más rotundos, más amplios. La mirada, dice, tarda más tiempo en abarcar el cielo. Antes bastaba alzar la vista para apropiarse de ese espacio que nos correspondía.

Posdata: niña bonita, estamos llenos de transparencias. La imagino como un espejo limpísimo, de esos que se camuflan con el aire. El día que vi esa fotografía de 1975, yo caminaba tranquilo por las calles del 2013, cargaba mi costal con cincuenta y seis años, bien vividos, silbaba una canción de Michael Bublé, comía un halls de menta (no sé cómo logro silbar y comer dulce). De pronto, sin aviso previo, choqué con un cristal limpísimo: ¡el pasado!, y caí sentado sobre una banqueta de laja. Entonces, por esos prodigios del instante, pensé que, en efecto, estaba en 1975, y caminaba por una banqueta de laja, en el barrio de San Sebastián.
La transparencia es un saco lleno de lamparones que aún nos cubre. El pasado está a la vuelta de la esquina y cuando menos lo esperamos nos asalta a medianoche o a mediodía o en la madrugada; lo topamos en cualquier calle, comiendo un durazno o aspirando el aroma de una bengala en nochebuena. Y los comitecos, ¡Dios mío!, no podemos evitar llenarnos de este pueblo en otros tiempos, los tiempos de nuestra niñez y de nuestra adolescencia. En ese parque, donde ahora toca la Marimba Orquesta Municipal, los jueves y domingos, hubo un tiempo en que colocaron un puesto de curtidos, en una feria de Santo Domingo, y yo, muchacho tímido, me atreví a invitar un curtido a una niña bonita que me gustaba. No recuerdo si ella aceptó. Y si no lo recuerdo es porque, segurísimo, ella no aceptó. Yo, como siempre, me quedé solo, con las manos adentro de las bolsas del pantalón, pensando en alguna transparencia que, de manera permanente, me impedía cruzar al otro lado.

viernes, 16 de agosto de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN CRUCE DE CARRETERA





“Arre que llegando al caminito…” El hombre ve a la izquierda, por si viene algún auto con trescientos caballos de fuerza. Mide su fuerza, porque él tiene sólo un burro de fuerza. Luego verá a la derecha, por si ahí viene un auto. El hombre del sombrero, cada vez que realiza este acto, debe ver hacia los dos lados. La carretera no es el camino más adecuado para el burro. Nunca lo ha sido. Acá, ambos, deben cruzarlo para llegar a la parcela donde el hombre siembra su milpa. El burro le ayuda a cargar sus cosas. Antes, los burros comitecos (sin alusión a alguien en especial) acostumbraban cargar barrilitos llenos de agua o cajas de refrescos (las famosas gaseositas verdes de don Jorge Soto). Ahora, los burros cargan otros objetos. El de la fotografía lleva un balde todo lleno de hollín (sin duda que lo ponen en la brasa para calentar el agua). Del otro lado lleva un tanque fumigador. Casi podemos asegurar que el tanque va lleno de alguna sustancia matazacate.
El hombre ve hacia un lado y luego hacia el otro. Si no viene carro, azuza al animal para que avance. “Arre, burro”, dice y lo jala con la cuerda. El burro, siempre obediente, avanza. Nunca entendí por qué a los niños tontitos les ponían orejas de burro en los salones de clase. Nunca lo entendí, porque los burros, siempre, atienden las órdenes de sus amos. A veces necesitan un jalón de cuerda, pero avanzan o se detienen. Los burros, al menos en Comitán, han ayudado en muchos oficios. Siempre cargan. Ese es su destino. Pareciera que la estructura de estos animales estuviese hecha para cargar. Cargan leña, cargan costales con barro, cargan el mandado, cargan hombres y mujeres. Una vez, en un rancho, me tocó cabalgar sobre un burro. Los demás caballos eran briosos y yo, penco, necesitaba una bestia ídem.
Pobres burros. Van a donde los llevan. Por esto, el símil sí es correcto cuando se aplica la palabra burro a un hombre que se deja conducir por otro. Aquéllos que no tienen opiniones propias y que son fácilmente manipulables sí merecen el trato de burros. Los que, en la escuela, no saben cuánto es dos más dos, no deben recibir ese trato. El trato de burros debe ser aplicable sólo a personas mayores, sin criterio. Aunque María, quien, todo mundo sabe, es una juguetona deliciosa y le encanta el albur y la dulce perversión, dice que su amante es un burro, pero por otras cositas que lo hacen distinto al común de los mortales.
El hombre, nada tonto, lleva un sombrero. Sus jornadas de trabajo le exigen estar expuesto al sol. Con el sombrero se cubre. ¿Con qué se cubre el burro? Pobre burro no tiene modo de atemperar los rayos del sol. Por esto, si el lector ve con atención la fotografía advertirá que las patas del burro están lesionadas. ¡Dios mío, no tiene una sola pata que esté limpia de heridas! El burro no se queja, camina, cuando el hombre jala la cuerda.
¿Será que entre los objetos que carga hay una bolsa que lleve algo de alimento para él? ¿Será que no sólo el hombre lleva su bola de pozol blanco, tortillas, sal y chile para su alimento? ¿Qué trato le da al pobre animal? La fotografía no puede decir más. Sólo advertimos que el hombre está a punto de dar el paso y jalar al animal para cruzar la carretera.

miércoles, 14 de agosto de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DE DÍA DE FERIA





El 4 de agosto se celebra la feria de Santo Domingo, en Comitán. Esta fotografía fue tomada a las siete de la mañana, hora en que medio mundo prepara el festejo. Al fondo, el verde de los árboles, el azul del cielo (también la naturaleza siempre realiza el previo para la celebración de la vida. Siempre, a las seis de la mañana Comitán se viste de luz). En el medio plano: sillas para el Encuentro Internacional de Marimbas; juncia para vestir de lujo el patio de la casa; carpas para recibir a los comensales que disfrutan de la Muestra Gastronómica (en la mañana tamales de bola y de hoja; atol de granillo y jocoatol, bien calientitos. A mediodía un vaso de temperante con hielo, hueso asado y chanfaina. Para la merienda: panes compuestos y huesos, con un rico café, pero ¡con pan!). Si el lector ve con atención descubrirá el vestido de la fuente. Toda la periferia la cubrieron con mazos de nubes y el agua se llenó de pétalos de rosa. De nubes, claro, ¿de qué otra manera podía estar vestida la fuente de un parque en Comitán?
El piso de laja fue lavado una noche anterior, para que a esta hora ya estuviera seco y limpio. Para no resbalar. El piso de laja es resbaladizo, pero con cuidado, la gente camina como si fuese oruga a punto de volverse mariposa.
Siempre fue costumbre estrenar ropa el día del festejo. Aún sigue esa tradición. Cuando no es posible, buscamos nuestras mejores ropitas y nos la ponemos. El comiteco del primer plano camina chento, desde las siete de la mañana, emocionado por el festejo. Sus zapatos están bien lustraditos y viste un traje de color verde. Camina con rumbo al templo de Santo Domingo, pero, de soslayo, mira hacia la fuente para ver cómo va el arreglo, un poco como si él fuera el dueño del festejo y comprobara que sus órdenes están siendo cumplidas. Parece que todo va conforme lo diseñó. Mira que el cielo está matizado con banderitas de papel de china, papel picado. Comprueba que el viento tenga la dirección correcta y que mueva el papel en la orientación indicada. El traje le queda un poco grande. Sí, sus manos desaparecen debajo de la manga, pero debe ser, también, una estrategia para esquivar el viento helado que a esa hora corre por el parque.
Es hora de ir a misa. Después pasará a tomar un vaso de jocoatol, bien calientito, en un vaso de unisel. Pedirá un tamal de bola y se lo servirán en un plato de unisel, la cuchara será del mismo material. El hombre no hará requiebros. Sabrá que estos tiempos son otros, pero son los mismos. Antes, el vaso era de cristal y el cubierto de metal, pero, bueno, la luz sigue siendo la misma. ¿Cuántos años ha vivido esta tradición, este comiteco? Uno puede contar los años siguiendo la ruta de su frente, el camino que se eleva sobre la cabeza. Camina con gusto, checando que todo esté tal como él lo indicó, como le hubiese gustado mandar. El pie derecho avanza. Mira que el muchacho de la gorra y la chamarra de mezclilla al hombro, también dará el paso con el pie derecho. Todo empezó con el pie derecho. ¡Bendito festejo a Santo Domingo! Cielo lleno de papelitos volando, de verdes y azules en plegaria infinita. A partir de las diez, esos pies que ahora avanzan, se moverán al ritmo de la marimba. El cuerpo tendrá gusto, se moverá como si fuese un papelito volando a mitad del cielo.

lunes, 12 de agosto de 2013

UNA PIEDRA POR ENCIMA DEL ZAPATO





Un experto me cuenta que el secreto está en la piedra del centro. El arco mayor se sostiene por la piedra central. Si esa piedra se quita, el arco se derrumba. Hay personas que son como esa piedra. En Comitán he oído el comentario: “murió Don César y la familia se derrumbó”. Don César, entonces, era como esa piedra central. Hay gente que es como arco. Este símil me gusta mucho más que el trillado de “cimiento de la casa” o el no menos sobado de “las raíces que sostienen el tronco”. Me gustan las personas que son como “la piedra que sostiene el arco”. Los escritores que tienen el secreto de la piedra para que la estructura literaria no se caiga.
Los hombres raíz o cimiento son hombres maravillosos, pero tienen el inconveniente de vivir en la oscuridad, en el subsuelo. En cambio, el hombre piedra de arco es, por esencia, hombre del cielo. Respira aires libres y juega con los rayos del sol.
Cuando Don César murió sus hijos se ofendieron uno a uno por motivos de herencia. Al poco tiempo habían dilapidado sus trozos de herencia. Volvieron a quedar con una mano detrás y otro delante. Uno de ellos se divorció y los otros dos huyeron del pueblo. Ahora, cuentan, viven en colonias proletarias de la ciudad de Guadalajara y de Celaya, cuando antes, en vida de su papá, gozaron de una casa hermosa, típica casa comiteca con amplios corredores y patios llenos de luz.
Hay hombres que tienen sobre sus hombros la responsabilidad de ser el sostén de sus familias; hay otros, en cambio que esa responsabilidad no la llevan en sus hombros sino en su espíritu. Estos últimos son los que poseen el secreto de la piedra.
Nunca, por más que me lo expliquen, he logrado entender el prodigio de esa piedra central. ¿Cómo es posible que sostenga un arco y que toda la curvatura esté contenida en su centro? Dicen que el secreto está en la forma. Su consistencia es la misma de las otras, pero su forma hace la diferencia. Todos los hombres estamos hechos de la misma sustancia. No he conocido un ser humano que no tenga huesos y carne. No obstante, hay algunos que son como esa piedra. No hacen mucho esfuerzo para brillar, para saberse poderosos y únicos. Su misión en la vida es ser del centro y ser el Centro.
Me gustan esos hombres y mujeres que sostienen los arcos del mundo. Los arcos donde juega el aire y el sol. Los arcos que son el dintel de los corredores y pasillos. Algún día escribiré acerca de esas mujeres que son como pasillos llenos de plantas y que tienen el piso de ladrillo. Algún día escribiré acerca de mujeres que son como cielos al amanecer. Por hoy rindo homenaje a la mujer que es como esa piedra que da sostén al arco. ¡Qué prodigio de mujer!

sábado, 10 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL DESTINO ES UN HILO MUY DELGADO



Con un abrazo para mi amigo Rogerio Román,
por su cumpleaños.



Querida Mariana: ¿te gustan las cocinas? Digo, la cocina de tu casa. ¿Acudís con frecuencia? De niño casi casi vivía en la cocina. Sé que los niños de todos los tiempos visitan con frecuencia la cocina, pero ahora lo hacen por ratitos, sólo para abrir el refrigerador y sacar un pedazo de jamón o para tomar agua o para trepar en una silla y bajar la caja de cereal. En mis tiempos, los niños permanecíamos en la cocina mucho tiempo. A las seis, a la hora que la tarde “entraba” a la casa, iba a la cocina. La cocina estaba en la zona limítrofe entre la casa y el Sitio. Debía pasar un zaguán húmedo y algo oscuro, con piso de ladrillo, para llegar a la cocina, que era un cuarto grande, también con piso de ladrillo, con un fogón al centro de la estancia. Ahí, con Sara, la sirvienta, y Víctor, su hijo, permanecía una o dos horas, todas las tardes. Escuchaba lo que Sara platicaba, los sucesos del día y alguna que otra leyenda. Claro, en ese tiempo no había televisión, así que uno debía buscar en qué entretener las tardes. Me gustaba que Sara me diera una taza de peltre llena de café, calientito, y una tostada dorada en la brasa del fogón.
Cuando leí “Como agua para chocolate”, una novelilla regular de Laura Esquivel, entendí porqué la cocina me seducía. El aroma es un elemento esencial en la vida. Quienes disfrutan el café, disfrutan el aroma que se produce a la hora que comienza a hervir y esparce el aroma, como si fuese una mano generosa regando pétalos.
Cuando leí “El perfume”, de Süskind (mejor novelilla que la de la Esquivel), entendí por qué estamos hechos de aromas. Un amigo mío se quejó siempre que su esposa usaba el mismo perfume de la mamá de él. “Lo hace para confundirme”, decía mi amigo y lo decía enojado, realmente enojado. Como si fuese un chucho de Pavlov, mi compa olía el perfume y, de inmediato, pensaba en su mamá.
Mis amigos, cuando estudiábamos en la ciudad de México y compartíamos un departamento en la Avenida Cuauhtémoc, de la colonia Narvarte, decían que yo olía a “pichito”. Debe ser porque casi no sudo. Enrique me refregaba mi toalla y decía: “Olé”. Yo, nada olía, pero él insistía en que mi olor le remitía al cuarto de un bebé. ¡Me soportaban! Así como me soportaron todos los años que fumé. No sé cómo la gente resistió ese suplicio. ¡Yo, ahora, no soporto a la gente que fuma! Cuando modifiqué mis hábitos de alimentación y de conducta, los aromas se convirtieron en detonantes. Ahora no soporto a gente que fume cerca de mí, odio a los hombres y mujeres que tienen aliento alcohólico y vomito cuando huelo un pedazo de carne sancochada. Me he vuelto muy “delicadito”. Juan dice que me volví “mamón”, pedante. ¡No es así! Lo juro. Pareciera como si mi sentido de olfato se hubiese sensibilizado más. Además de que los olores de estos tiempos han cambiado. Los olores de mi infancia eran más afectuosos. Una vez, sólo una vez, acompañé a unos amigos a la Ciénaga. Ellos acostumbraban ir todos los sábados a cazar pajaritos y a meterse en el agua para sacar culebras inofensivas. Yo (pichito) nunca había ido. Esa vez fui y disfruté el cielo azul, limpio, y el aroma del aire, también limpio. El otro día recorrí un arroyo cercano y mi olfato se ofendió: ¡todo huele a mierda! El propio Centro Histórico, ya lo dijo un experto el otro día, tiene una carga ofensiva de contaminantes. Esto agrede a nuestro olfato. Me ofenden, perdón, los puestos de tacos callejeros. Antes los ignoraba, eran como la caca de paloma, ni olían ni hedían; ahora no, ese olor me resulta repulsivo. Sí, tal vez Juan tiene razón, me he convertido en un mamoncito. Porque no sólo los olores fétidos me ofenden, también los aromas “exquisitos”. Tengo un amigo que se derrama un pomo de perfume todas las mañanas. ¡Oh, Dios mío! Lo saludo de lejitos. Hay gente que al darme la mano, pareciera que está jugando “la roña” y me dicen “tú la traes”, porque dejan mi mano “infectada”.
Por fortuna, gracias a Dios, la cocina de la casa sigue oliendo a los mismos aromas de mi infancia. Dios me concede la bendición de que mi mamá sigue cocinando y ella guisa con las mismas esencias y especias de antaño. Pone un vaso de agua a calentar y le agrega una raja de canela. El aroma es reconfortante. Casi casi puedo ver cómo esa línea cruza el espacio y llega a mi nariz. ¡No me ofende! Mi mamá prepara duraznos en miel y el aroma, de igual manera, es exquisito, acariciador.
Por fortuna, gracias a Dios, tu aroma es un aroma de bosque limpio. Gracias por no usar perfumes franceses ni latas de desodorantes. Tu aroma es el aroma natural de una niña recién bañada en agua de pétalos de aire limpísimo.
Entraba a la cocina, me empapaba de sus aromas, pero jamás hice el intento de guisar. Ya te conté en otra carta que me gustaba mucho entrar a un cuarto donde estaba un costal lleno de chiles de Simojovel. Me gustaba meter mis manos y sentir el tacto de esos montones de arenitas rojas. Me gustaba abrir el cuarto y recibir la bofetada suave del aroma del chile de Simojovel. Cuando, a veces, camino por la Central de Abasto y paso por el puesto de las semillas y los chiles secos, siento como si me quitara el saco de la vejez y caminara con la camiseta del niño que fui. Nunca guisé, hasta que, en Puebla, cambié paradigmas y modifiqué todos mis hábitos alimenticios. Entonces entré al buscador de Internet y busqué cómo hacer pan integral y comencé a hacer mis pinitos en tal materia. Entonces descubrí el encanto de amasar, de integrar cada elemento de acuerdo a un orden; entendí que el orden de los factores ¡sí altera el producto! No sólo el orden sino la cantidad. Una “pizca” es esto y no otra cosa. Un gránulo de más o de menos altera el resultado. Aprendí a reconocer qué significado tenía eso que se dice de muchas cocineras y de muchos chefs: “tiene buena mano”. Los primeros panes que hice me salieron como piedras. Pero me sentí satisfecho. Por primera vez, había dejado de lado mi inutilidad y lo había intentado. Desde ese día miré con respeto a la gente que se dedica al maravilloso oficio de preparar alimentos. Me emocioné al ver a una niña partiendo cebolla y haciéndola menudita (y si no lloré fue porque no estaba cerca de la pinche cebolla). Aspiré los aromas que se desprenden de cada fruta cada vez que se abre. Me sedujo, como nunca antes, el aroma del mango y el del durazno (este aroma me remitió, de volada, a San Cristóbal de Las Casas, a uno de los terrenos de mi padrino Ramiro Ramos, quien me llevaba a cortar los duraznos más jugosos que probé en mi vida).
Entendí por qué muchas abuelas decían que “el amor entra por el estómago” (la perversa de María dice que el amor entra por otro lado, pero bueno, eso dice ella). Mi tío Mario era molestoso y al término de la comida le pedía a mi tía “un dulce, para quitar el mal sabor de la comida”, aún cuando mi tía es una excelsa cocinera.
No sé, la verdad no sé, cuántas horas se pasan las cocineras en esos espacios, pero veo que lo disfrutan. Los artistas de la cocina todo lo convierten en un ritual. Es la única manera de invocar la gentileza de los Dioses para realizar los manjares que logran.
Mi tía Emelina, siempre que venía de la ciudad de México, traía unos pastelillos deliciosos que compraba en la calle de Madero, del centro de México. Mientras nosotros disfrutábamos esos bocadillos, ella, como si todo se tratase de un trueque maravilloso, disfrutaba los tamalitos de elote que le preparaba mi mamá.
Tal vez el amor no entra por el estómago, pero lo que sí es cierto es que la gastronomía es una muestra de amor. Si alguien te quiere te prepara los alimentos con delicadeza. Mi mamá siempre hizo los pasteles de mi cumpleaños; siempre hizo los pasteles para los cumpleaños de sus nietos y de su nuera. Tal vez, por esto, nunca festejé los pasteles que me obsequiaron amigos, aún cuando esos presentes fueran de “El Globo”, afamada pastelería de México.
Cuando entendí la maravilla de la cocina supe porqué a una mujer en Comitán le decían “María sabrosa”. Cuentan que el Lic. Jorge De la Vega, cuando fue Secretario de Comercio, en el gobierno federal, el día de su cumpleaños mandaba un avión particular para que Doña María Sabrosa fuera a prepararle el banquete ofrecido a sus amigos. No sé si esto sea verdad, pero puedo creerlo.
El jueves pasado fue cumpleaños de Roge y, si hubiese estado en mis manos, le ofrecería como presente dos “bauces” y dos “popochis”, que eran dos antojitos exquisitos de un local ubicado en avenida Universidad, de la ciudad de México. El local siempre estaba lleno. Nosotros, estudiantes comitecos, vivíamos en la casa de doña Rome y el negocio nos quedaba cerca. ¡Ah, qué maravilla de disfrute! Para que alguien me entienda diría que era tan sabroso como si comiéramos dos panes compuestos y un hueso de El Foquito. Roge los disfrutaba enormidades.

Posdata: mis amigos me molestan. Cuando vamos a comer a “La tablazón” y el mesero sirve los platos con chicharrón de hebra; quesillo con chile verde, limón y sal; chorizos y longanizas asadas, grasositas; y costillitas con chile seco y jugo de limón, ellos piden un “plato de pasto recién cortado”, para el Molinari. ¡Me molestan! Algunos, incluso, me ven como si fuese yo un faquir hindú y no comiera más que aire. ¡No es para tanto! Como, como lo que Dios me envía. Deseché comer carne, embutidos, enlatados y productos que tengan conservadores. Procuro, en lo posible, comer productos naturales y orgánicos (pero con el agua de mierda del Río Grande es difícil comer una verdura limpia).
Me gustan las cocinas. Cuando voy a casa de un amigo me entrometo. Sé que es de mala educación andar hurgando por estancias tan íntimas como las recámaras o las cocinas. Los amigos nos reciben en las salas o en esos lugares que no esconden su vocación: recibidor. Yo, qué pena, no me conformo con esos espacios. No me llama el morbo. Me llama la curiosidad. Hay casas que aún conservan hornos viejos; patios en donde aún se arraciman los tercios de leña. Hay casas donde aún existen los aromas de lavanda, de agua limpia, de nube blanquísima, de cintas de menta. Aún puedo admitir que no todo huele a pescado ni a podrido. Hay aromas que son como fuegos de artificio que explotan al ritmo de un jazz o de un sabroso merengue. Hay aromas que son como papalotes que se extienden en el aire y que nos bendicen con su mano generosa. Hay olores que son fuertes, como los de las talabarterías, pero son aromas que me remiten a mi infancia y doy gracias a Dios por ellos.
El juego de mi maestra Elsa Ordaz era hallar el color de las ciudades. Yo siempre juego a hallar el aroma de las ciudades. Las ciudades de las costas son fácilmente identificables en sus aromas de sal y de palmera. ¿A qué huele Comitán? ¿Qué aromas son los que seducen a sus habitantes y a los visitantes? No sé. Nadie se atrevería a lanzar una teoría. Pero, tal vez, mucho de su seducción está escondido en sus cocinas. De lo que de ahí rezuma los propios y extraños se enamoran. Cuando viví en Puebla dije que podía tener todo de Comitán. Me bastaba cerrar los ojos para retrotraer sus calles, sus vientos, sus sonidos, sus mujeres (mis mujeres) y sus colores. Pero, ¡Dios mío!, cómo podía apoderarme de un vaso de jocoatol, cómo sentir el aroma de unos picles bañando un hueso de Tío Jul. ¡Imposible! El aroma me estaba negado y esto significaba estar manco del espíritu. ¡Nunca, tampoco, logré sintetizar el aroma de la juncia! ¡Nunca!

viernes, 9 de agosto de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA PALABRA MUJER SE ESCRIBE CON K





¿Tiemblan las fotografías? Kamila se acercó a la ventana, lo hizo sólo por curiosidad. Nunca imaginó que, del otro lado, estaba una cámara fotográfica que se acciona de manera automática a la hora que recibe la luz. Kamila empujó los postigos de madera para ver qué había del otro lado, bajó la mano y, en ese instante, vio que un flash se accionaba y su imagen era detenida para siempre.
Ella, entonces, se acercó más y trató de investigar quién tomaba la fotografía. Nadie. Encima de un tripié ¡la cámara! ¿Quién acciona el dispositivo? ¡Nadie! Ya se dijo que esta cámara se dispara de manera automática en contacto con el más leve rayo de luz. ¿Adónde van esas fotografías? ¿Quién las posee? ¿Para que las emplea?
¿En dónde está ahora Kamila? ¡Quién sabe! La cámara sólo sabe del instante en que alguien o algo abren la ventana y es atrapada en el mismo instante. Las fotos de esta cámara siempre parecieran temblar, como si fuesen agua de laguna, como si fuesen cristal de edificio de veinte pisos; como si fuesen papelitos volando.
Kamila mira sin asombro (hay algunos rostros que luego se sorprenden ante lo intempestivo de la luz del flash). Kamila se muestra como si estuviese acostumbrada a abrir ventanas y toparse con lo real maravilloso. La persona que sabe vivir sabe que detrás de una ventana siempre hay algo. ¿Por qué algunos se sorprenden por hallar algo? Detrás de las ventanas siempre hay muebles, niños jugando, lámparas prendidas, hombres durmiendo en sofás, ancianas bordando el hilo del tiempo, mujeres siendo amadas, radios empolvados, cortinas de tela roída, imágenes iluminadas con veladoras, oscuridades que alimentan fantasmas, crucifijos de Cristos negros. Detrás de cada ventana siempre hay luces u oscuridades. Como Kamila sabe eso, ella no se sorprendió. Su vestido de rayas verticales y horizontales no se inmutó a la hora de recibir la luz, aunque también parece temblar, como tiembla su piel, el cabello y sus labios que parecen a punto de abrirse para decir una palabra.
¿Tiemblan las fotografías? Y no me refiero al temblor que derriba muros. ¡No! Me refiero al temblor que provoca el entusiasmo por la vida. Hay fotografías que, en cuanto las vemos, sentimos un estremecimiento, como si tuviesen una línea de luz que nos acariciara el alma.
Acá, en esta fotografía, nadie puede preguntarse: ¿qué mira Kamila? Ella mira la cámara que está a mitad de la habitación detrás de la ventana. Ella se acercó, empujó tantito los postigos, éstos se abrieron y cuando la cámara recibió el impacto suave de la luz accionó el flash y tomó la fotografía. La fotografía de la mujer de tonos rojos, tonos cálidos como de amanecer de sandía, como de letrero en stop.
Ella parece a punto de abrir los labios para pronunciar una palabra. Sus labios tiemblan por la emoción de la vida; su cabello tiembla por el influjo del aire. ¡Aire a mitad de la estancia donde ella está! ¡Aire también en el cuarto donde la cámara, arriba de un trípode, toma fotografías que eternizan instantes! ¿Dónde Kamila en este momento? Acá y allá, donde está, donde estuvo y donde estará.

miércoles, 7 de agosto de 2013

EL VIAJE (segunda y última parte)





Después de rezar, Raymundo se colocó el entramado de explosivos en el pecho y luego se cubrió con un saco largo. Entró a la cocina y le dijo a su chofer que ya era hora. Dos de los mozos subieron las maletas a la cajuela del BMW. Su secretario, en la puerta, le informó que los invitados ya estaban en el hangar, lo esperaban. Antes de subir al auto, Raymundo miró la fachada de su mansión, suspiró, entró y dijo al chofer que avanzara.
Mientras tanto, en el hangar los nueve invitados ya estaban, en fila, esperando a su anfitrión. Todo mundo chanceaba. El tío Eusebio estrenaba lentes oscuros y una camisa con botones de madera. Joaquín parecía el más contento, guaseaba con todos; le preguntaba al tío Asunción, en medio de una risa como de regadera, que qué hacía para conservarse tan bien y le jalaba el talguate de la parte baja del camote del brazo izquierdo. El tío Asunción, sabiendo lo jodón que era Joaquín, se concretaba a sonreír, mientras trataba de encender un cigarro. Era la primera vez que viajaba en avión y sus manos temblaban.
A las nueve en punto, el auto de Ray llegó al hangar. Todos se apresuraron a saludarlo. El chofer abrió la cajuela y llevó las maletas hasta donde un empleado de la Compañía Aérea lo recibió. ¡Todo estaba listo! Ray no permitió que alguien lo abrazara. Se concretó a dar la mano y luego a dar una palmada en el hombro de todos, incluida la prima Rosaura. Con una gran sonrisa se colocó al inicio de la escalerilla e invitó a los nueve a subir al avión que relucía, como si fuese una tajada de sandía plateada, en medio de un frutero.
El piloto se acercó y preguntó si ya podían iniciar el vuelo. El vuelo tardaría cuarenta minutos. Ray dijo que iniciara, se sentó al lado de Joaquín y éste le agradeció, porque, como ya dijimos antes (en la entrega anterior), a pesar de que lo había chingado mucho (así lo dijo) ahora se mostraba comprensivo. No, hombre, faltaba más. Todo está perdonado. No, no, no todo está perdonado, dijo Joaquín, alzando la voz, tanto que los demás se levantaron de sus asientos y otearon por encima de los asientos. No, cabrón, dijo Joaquín, mientras el avión ya alcanzaba una altura considerable. Tú te “carranceaste” la herencia de la abuela, la parte que nos tocaba (se desabrochó el cinturón, se paró y se recargó contra el respaldo del asiento) ahora nos la quieres regresar en migajas. Rosaura dijo que se calmaran y el tío Asunción pidió compostura, mientras masticaba un cigarro como chango. Pero, los demás, comenzaron a mover la cabeza aprobando lo que decía Joaquín. Sí, agregó, el tío Eusebio, sí, tú nos quitaste la parte de herencia que nos tocaba. El grado de inconformidad subió de tal forma que hasta Rosaura se acercó a recriminarle. Ray, con los brazos cruzados, como si abrazara los explosivos mantenía silencio. A final de cuentas, pensó, en la muerte de nada sirve el dinero. ¡O nos regresas la parte que nos corresponde o acá te lleva la chingada!, dijo Joaquín y se abrió la chamarra con las dos manos y mostró una retícula de explosivos amarrada a su pecho. La escena era impactante, pues Joaquín (todo mundo lo sabe) es un hombre que casi alcanza los dos metros de altura y todas las mañanas levanta pesas en el Gimnasio de don York. ¡No, Dios mío!, gritó Rosaura. ¡Estás loco! En ese momento, Ray se desabrochó el cinturón, se paró a mitad del pasillo e imitando a Joaquín abrió su chamarra y mostró la telaraña de explosivos y, por fin, habló: ¡a todos nos llevará la chingada! Y tú, dijo Raymundo, dirigiéndose a Joaquín, ahora no me vas a ganar. Yo detonaré primero y accionó el botón del dispositivo que tenía en la mano derecha. Todos se ocultaron detrás de los asientos. Rosaura trató de rezar pero ningún rezo acudió a su mente. Los segundos pasaron, Rosaura, como lagartija, se atrevió a alzar la cabeza por encima del respaldo del asiento. En el pasillo nadie había. Joaquín y Raymundo ¡no estaban! ¿Adónde se fueron?, gritó Rosaura. Los primos y tíos salieron de sus escondrijos. El tío Romualdo caminó por el pasillo hasta llegar a la cabina, vio por debajo de los asientos y nada halló. Pareciera como si la tierra se los hubiese tragado, dijo. Rosaura, en medio de su nerviosismo, se atrevió a decir un chistorete: como si el cielo se los hubiese tragado. Cuando lo dijo todo mundo hizo silencio. Oyeron el ruido de una puerta que se abrió y vieron a Joaquín, quien, limpiándose las manos, como si se quitara el polvo, dijo ¡listo! Sirvan el champaña.
Una vez en la playa de Huatulco, Rosausa, bebiendo un coco con ginebra, juró que vio por la ventanilla el estallido, pero Joaquín dijo que no, que no era cierto. ¿Cómo crees?, dijo, el cabrón de Raymundo no tuvo tiempo de más. Joaquín platicó, mientras bebía un güisqui en las rocas debajo de un parasol, que cuando el dispositivo falló, él abrazó a Ray y lo llevó hasta la salida de emergencia. Bastó, así lo contó, abrir la puerta y empujar a Ray, que salió volando como pajarito enfermo.
Al final, Joaquín volvió a ganarle, pero si algún escritor lograra entrar a la mente de Ray en el momento en que era lanzado al vacío, hubiese descubierto que disfrutaba la caída. Tal vez, pensó, esta es la mejor manera de suicidarse. Abrió los brazos y dejó que el viento lo azotara como burro en trapiche.
El objetivo era suicidarse y lo logró. Lo otro, lo de la venganza era como un agregado que, inicialmente, no había considerado. Cuando logró ver las montañas casi al alcance de la mano corrigió su pensamiento y logró su última voluntad: intentó de nuevo y el dispositivo accionó la explosión. Tal vez Rosaura tenía la razón.

lunes, 5 de agosto de 2013

EL VIAJE (primera de dos partes)





No es el lugar ni la hora para explicar porqué Raymundo decidió suicidarse. El lector sabe que hay mil motivos para tomar una determinación similar. Tal vez sí sea conveniente decir que Ray lo hizo no por una decepción amorosa ni por motivos económicos; era rico y nunca tuvo una relación amorosa estable. Cuando el suicida potencial ya tomó la decisión, debe (¡qué pena!) revisar el abanico de posibilidades. ¿Se corta las venas? ¿Se avienta a las vías del tren? (si es que hay tren en su ciudad) ¿Toma matazacate? ¿Se avienta desde la azotea de un edificio de quince metros de altura? Ray decidió rentar un jet de diez plazas y hacerlo explotar a medio vuelo. Cuando su tío Eusebio se enteró del viaje a Huatulco le recriminó ser “boca sola”, así se lo dijo. “No, tío querido, ¿cómo crees? Serás mi invitado de honor, con todos los gastos pagados”, dijo Ray. El tío le debía una. No era mala idea vengarse, no en la vida, sino en el dintel de la muerte. Bueno, pensó, ya que me llevaré al tío Eusebio conmigo, puedo llevarme algunos más.
En el pueblo dicen que cuando alguien ve burro se le antoja viaje. En cuanto se supo que el tío Eusebio haría el viaje gratis, medio mundo se acercó a Raymundo, y después de regalarle quesos o carpetas bordadas en crochet, le deslizaban la posibilidad de compartir el privilegio del viaje. Así, Raymundo tuvo el disfrute de seleccionar a quienes le acompañarían en su suicidio y no lo dejarían solo en el último instante. En la relación mental que hizo eliminó a los intrascendentes. La tía Toña no merecía morir y, aún cuando ella le suplicó en memoria del tío “que tanto te quiso y te ayudó en los momentos más difíciles de tu carrera”, Ray no cedió. El agravio mayor que la tía Toña le había hecho fue negarle los mil pesos para la compra de medicina en la operación de apendicitis de su mamá, en tiempos en que el dinero escaseaba en casa. ¡No, la pobre tía miserable no merecía morir en un vuelo de primera clase! En cambio, el primo Joaquín fue aceptado de inmediato. Pobre pendejo. Él no lo podía creer. “A pesar de lo cabrón que me he portado con él, me dijo que sí, de inmediato y me abrazó. Bah”. Pinche Joaquín, pensó Ray, me pagarás una por una de junto. Le pediría a Joaquín que se sentara con él y cuando estuvieran acercándose a Huatulco, cuando el horizonte azul se derramara en sus ojos, él se descubriría el torso y le mostraría el acordeón de explosivos que accionaría segundos después. ¡Ah, la cara que pondría! Esto de suicidarse así resultaba muy gratificante. Sí, sí, Joaquín merecía morir así, creyéndose en el cielo, mientras bajaba a los infiernos.
El día elegido, Raymundo se levantó temprano, prendió una veladora en el oratorio de su mamá y rezó la oración del ángel de la guarda que ella le había enseñado de niño. Cinco horas después estaría muerto. Sólo que no moriría de acuerdo a sus planes. Los lectores saben que las historias tienen, como la propia vida, finales inesperados. Si ya dijimos que Joaquín era un cabrón, no podía renunciar a su vocación de la noche a la mañana.

sábado, 3 de agosto de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AGUA PERMITE SER EMBOTELLADA





Querida Mariana: hace años que dejé de tomar coca cola. Tengo varios amigos “cocadependientes” (hablo del refresco, aún cuando también tengo un compa poeta que le entra a lo otro y mira chinchibules con mezclilla cuando anda en el pasón). Veo cómo disfrutan al beberla, pero, como si fuera cigarro o grasas saturadas, tienen complejo de culpa al consumirla. Saben que estas aguas negras no hacen bien.
Lo de la coca cola es como una muestra de lo perversos que podemos ser los humanos. ¿Cómo el hombre logra aliar lo bueno con lo malo? El agua natural, buena por naturaleza, se convierte en un peligro para la salud a la hora que el hombre le agrega elementos químicos nocivos. Bueno, de igual manera, el hombre ha hecho que la naturaleza (buena por esencia) se convierta en un factor de riesgo para la sobrevivencia del hombre.
Vos sabés que casi no viajo, pero cuando salgo a los alrededores de Comitán me topo con riachuelos llenos de botellas de plástico. Bueno, para no ir tan lejos, el otro día di una vuelta por el Cbtis 108 y el afluente que está al lado lo vi contaminadísimo.
Mis amigos me molestan, porque soy vegetariano. Cuando vamos a comer a “La casa al final de la calle” o a “La Tablazón” me pasan enfrente el plato de chicharrón de hebra o las longanizas relucientes de grasita. “¡Te lo estás perdiendo!”, me dice Quique. En realidad nada me pierdo, porque disfruto las verduritas que prepara mi mamá en casa. Pero, el otro día, el maestro Huguito me enseñó unas fotografías de las huertas regadas con aguas del Río Grande. “Pura caca estás comiendo”, me dijo. Marirrós dice que como kilos de gramoxone. Si como carne ¡malo!; si como verduras ¡malo! “Pendejo -dijo Memo- tragá aire”. Parece que no es mala sugerencia, pero, Dios mío, apenas Memo lo dijo cuando vimos un camión echando toneladas de humo.
El agua es generosa y se desparrama como milagro por todos los valles. El hombre coloca diques, pero el agua, astuta (dije ¡astuta!), busca hendijas y corre como caballo desbocado. Sólo en los envases es atrapada. Cuando fui niño me sorprendí la primera vez que vi un “vitrolero” lleno de agua de sandía. Vi a la mujer cortar los trozos de sandía y echarlos al agua limpia. El agua no tardó ni un segundo en ponerse chapeada, como cachete de niña inocente. Es una bobera lo que te diré, pero, me sorprendió ver cómo el agua se acomodaba al vitrolero y se repegaba a cada una de las paredes transparentes del cristal. Ya en Secundaria el prodigio fue explicado en clase de física: el agua toma la forma del recipiente que la contiene. ¡Ah, ah!, pero cuando tenía seis o siete años, la física no me explicaba la maravilla del mundo. Ahora, viejo ya, con cincuenta y seis años de edad, me sigue sorprendiendo esa capacidad del agua. El agua es sabia, se acomoda a cualquier situación: corre libre cuando es lluvia, cuando es orín, cuando es río, cuando es llanto; pero, también se acomoda cuando el hombre la aprisiona en un vitrolero, en una botella o en una bacinica. El agua no sufre, no reclama.
Esa mañana de mi niñez, mi mamá pidió dos vasos de agua a la mujer que despachaba. La mujer colocó dos vasos limpísimos sobre la carpeta de plástico del mostrador y metió el cucharón en la superficie del agua de sandía. Perdón, es una simpleza, pero vi que de ese mar infinito que estaba en el vitrolero, el agua se redujo a la forma circular del cucharón y luego, sin ninguna dificultad, se acomodó, como se acomoda el recién nacido, en la cuna del vaso de cristal. Perdón, sé que ahora me mirás como un tontito, pero a mí me sorprendió esa capacidad de acomodo.
Sólo el aire tiene más capacidad de adaptación que el agua. Todos los demás objetos del mundo son necios, tercos. Después de tomar el agua fresca miré el vaso y vi que no se acomodaba a la forma de mi mano, tampoco mi mano se acomodaba a la forma del vaso. Mi mano y el vaso seguían conservando su forma. Sólo el aire que rodeaba al vaso, al mostrador, a mi mamá, se acomodaba a la forma de ellos y retozaba como niño en columpio.
Desde entonces, perdón por la insistencia, el agua y el aire se convirtieron en las esencias de mi mundo. Vi con mucho respeto al aire y al agua. Nunca aprendí a nadar, por esto nado en el aire. Una vez, con Adolfo y su Paty fuimos a Chukumaltic. Adolfo me asustó en el camino. El sendero estaba cubierto con maleza, tan alta que nos llegaba hasta la cintura. Él dijo que era territorio de culebras, algunas venenosas. Yo, te juro, tutuldioso como soy, caminaba de prisa, y alzando los pies como güet, como flamenco inquieto. Chukumaltic, vos conocés, es un espacio hermoso. Dicen que es un cenote. Don Milito decía que la oquedad se hizo por la caída de un meteorito. ¡Andá a saber si es cierto! La transparencia de sus aguas es proverbial. A mí me encanta acercarme en la orilla y ver la lamita que crece. Dicen que a mitad del cenote, a cierta profundidad, hay una formación geológica que forma algo así como una mesa de piedra. Esto sólo lo pueden ver los buzos. En fin, viendo esa maravilla olvidé el temor de las serpientes. Paty y Adolfo se pusieron sus trajes de baño y se metieron. Nadaron hasta llegar al centro y los vi dueños del universo. Cuando salieron del agua, Adolfo insistió en decirme que entrara, aunque sea con unos flotadores, me dijo. No podés perderte la sensación que produce, concluyó. Yo abrí los brazos y le dije que esa sensación la tenía en medio del aire. ¡No, no!, dijo él. El agua no tiene comparación. ¿De verdad? Debe ser cierto, pero en mi caso no lo es. He visto hombres que se ahogan en la vida, que no saben nadar en el aire. Yo, gracias a Dios, soy un experto nadador en el aire. Tal vez esto hace la diferencia. Cada que abro los brazos a mitad del parque central o en medio de un campo cercano a Comitán estoy como Adolfo y Paty, en el centro del cenote. Siento cómo el aire se acomoda a mi cuerpo y toma su forma. Soy como el agua que se acomoda al recipiente que lo contiene o al revés.
El mundo, qué pena, como agua negra, se ha acomodado al recipiente ideado por la Coca Cola. Millones de refrescos se consumen en nuestro país. Es comprensible. Millones de anuncios nos refriegan a toda hora que la coca es “la chispa de la vida”.
Carlos me dijo el otro día que los chorros de La Pila ya se hicieron viejos. ¡Imposible!, le dije. Sí, replicó él. El agua no envejece, dije. Pero él, quien no es amigo de discutir nimiedades, me invitó a que fuéramos a La Pila. Pasamos por el Mercado Primero de Mayo, por el Colegio Regina, por un negocio de tacos y llegamos al parque. El parque, como siempre, tenía el rostro armonioso, el viento acariciaba la fronda de la Pochota. Llegamos a los chorros y Carlos metió las manos en uno de ellos y se lavó la cara. Alzó su rostro y dejó que el viento lo secara. Vi que Carlos era feliz en ese instante. La felicidad es eso, apenas un instante. ¿Ya viste?, me preguntó. Los chorros, dijo, están disminuidos y ya orinan como viejos. Tuve que admitir que el agua no envejece, pero los manantiales acusan disminución y esto provoca que el goteo sea como acordeón sin aire.
El agua fluye libre por todos lados. Cuando llueve es atrapada en vasijas, en ollas o en albercas. Cuando llena los recipientes recupera su libertad, reboza y fluye libre buscando alguna hendija para regresar a los manantiales originales. Todavía de viejo me seduce el fenómeno de la evaporación. A veces, sólo por travesura, sólo por curiosidad, pongo a calentar agua. Lleno el recipiente hasta la mitad y pongo la flama a la máxima intensidad. Admiro el instante en que el agua comienza a tomar vida y se llena de burbujitas, ¡ah, cómo hierve! Dejo que el “burbujerío” baile de forma intensa. Es una maravilla ver cómo el agua abandona la placidez y comienza a invisibilizarse. Llega un momento en que toda el agua ¡desaparece! De acuerdo con las leyes de la física el líquido toma otro estado y se convierte en vapor. Como soy medio inútil para cuestiones de ciencia ¡todo me sorprende!, y hago relaciones de primer grado.
Me sorprende ver, después de la lluvia, cómo los charcos comienzan a desaparecer cuando el sol coloca sus manos sobre ellos.

Posdata: me sorprende ver cómo crecen los árboles. Bueno, no sólo me sorprende el crecimiento de los árboles, me sorprende, sobre todo, el crecimiento de los niños. Recién nacidos son como semillitas de maíz, pronto se estiran como si fuesen sueños en madrugada.
Los árboles crecen al amparo del agua. Cuando alguien siembra un arbolito de esos raquíticos de vivero si no se cuida, si no se riega, ¡se seca! El árbol necesita del agua y del aire. Tal vez, por esto, siempre me he pensado como un hombre árbol. A veces dejo que alguna chinita haga su nido en mi fronda; a veces dejo (ni modos) que algún perro alce la pata y me orine; a veces (qué pena) algún papalote se enreda en mis ramas. Soy un árbol, algo enclenque, pero soporto los columpios que, a veces, algunas niñas amarran en mis ramas más bajas. He soportado vientos fuertes, porque, gracias a Dios, mis raíces se han fortalecido.
Cuando fui pequeño, tan pequeño como una varita indefensa, mis papás me regaron con agua buena. No les era difícil hallar el agua limpia; no tenían necesidad de caminar por caminos polvosos, ya que el agua de su corazón les bastaba.
Crecí, un poco torcido (por fortuna, mi amigo Fabio Morábito, poeta de excelencia, siempre dice que es bueno que el hombre no crezca enhiesto, si no de qué hablaría después). Crecí, y sin tener gran altura, sé que mi destino no es el de la tierra. De la tierra es la serpiente que se ocultó la tarde que acompañé a Adolfo y a Paty a Chukumaltic. Mi destino no es la altura, pero tampoco la caverna. Parece que mis nubes tienen la gracia del vapor, del agua que juguetea después de la lluvia y cuando el sol aparece ¡levita!
Por esto, niña bonita, decidí ser escritor. El oficio de escritor vuela tantito, camina por todos los callejones y patios del mundo, pero, luego, toma alas de papel y vuela tantito, como papalote, como avioncito de hoja de cuaderno.
Me pierdo cosas en la vida. Nunca seré un barquito. Admiro y respeto el agua, pero no estoy hecho para el agua. ¡Estoy hecho para el aire, para el viento! Por esto, cuando bajo a La Pila, a la hora que me paro en la plaza, alrededor del arriate que circunda al árbol mayor, a esa hora cierro los ojos, abro los brazos, levanto mi cara y siento que nado, que nado en el aire. Lo mismo hago a la hora que bajo del parque y cruzo la calle y llego hasta la proximidad de los chorros: cierro los ojos, meto mis manos debajo del chorro y oigo cómo el agua habla con mis manos, con mi cuerpo, con mi alma.
Sé que el agua sólo es la esencia que me murmura sus historias. El aire, en cambio, parece llenarse en mí. Cuando me lleno de aire, Dios hace que hierva y se convierta en vapor. En ese instante es cuando soy feliz.
Los científicos insisten en hallar agua en planetas distantes, dicen que eso sería prueba de vida. Yo no busco el agua, busco, siempre, ¡el aire! El aire de tus brazos, el aire de tus palabras. En el aire no me ahogo. En el aire hallo la nube que viaja, la nube que bebe los corazones, la nube que llueve, que llueve la vida.