miércoles, 30 de mayo de 2012

PARA LA ALACENA




I.- Don Elías se acostó, sin cenar. La noche era fresca. Su esposa le colocó una cobija y le dio un beso. Don Elías comenzó a soñar. Soñó el patio de una casa, soñó que había un guateque: marimba, juncia, parejas bailando y bebiendo. Su compadre Armando lo llamó. La mesa tenía un mantel blanco y estaba llena de viandas y una botella de tequila, de cinco litros. Don Elías se sentó al lado de su compadre, sonriente. Su comadre Esperanza le sirvió un plato rebosante, con frijoles charros, chicharrón de hebra, dos chiles rellenos, rodajas de butifarra, chorizo y dos tortillas con asiento. ¡Salud!, dijo su compadre y él bebió, de un solo trago, el caballito de tequila. Comió y bebió como si no lo hubiera hecho en mucho tiempo. Terminó el plato y pidió más, le sirvieron otro plato rebosante y siguió comiendo y bebiendo. Entonces, por esas veleidades que tienen los sueños, soñó que estaba adentro de un cuarto, trastabillante se recostó sobre un catre, su durmió y soñó. Soñó que sentía una aflicción muy grande, como si toda la comida le subiera a la cabeza. A la mañana siguiente su esposa entró a despertarlo y lo encontró muerto. El médico llegó diez minutos después y dijo: ¡murió de una congestión! “Pero -balbuceó su esposa- si no cenó”.

II.- Juanito es inventor. Ayer se le ocurrió inventar una máquina de sueños. Pedro le dijo: “¡Ah, eso no es novedad, ya en Japón te ganaron la idea!”. Juanito explicó que su máquina sería novedosa porque crearía sueños para terceros. Explicó: vos metés un billete de quinientos pesos y decís, en un minuto, el sueño que querés y anotás la dirección de la persona a quien se le enviará el sueño. ¿Mirás?, dijo emocionado, el sueño no será para vos sino para tu novia, para un amigo o para algún enemigo. Pedro dijo: ¡Ah, así cambia la cosa!
Cuando todos los de vecindario se enteraron aplaudieron la idea de Juanito y lo conminaron a terminar pronto el invento. Sí, dijo, doña María, yo haré que mi Pablo sueñe conmigo y sea un sueño bien bonito, donde estemos en la playa y me acaricie y me bese como cuando éramos novios. Juana dijo que programaría un sueño para su hijita Alondra, para que sueñe un baile de quince años ¡fabuloso!, como si fuera real. Así, todo mundo pensó en alguna persona amada para que soñara lindos sueños. Sólo doña Eugenia se puso triste, dijo que le hubiera gustado que esa máquina hubiese existido cuando su hijito Pancho estaba vivo. El muchacho murió hace dos meses en intento de cruzar al otro lado. Ah, dijo, a mi Panchito le hubiera gustado soñar con el mar y las gaviotas de este lado.

III.- Existe un país cuya moneda de cambio son los sueños. Los sueños sirven para adquirir todos los bienes y servicios. Es un país con pobladores felices (las pesadillas valen el doble).

IV.- Padecía de insomnio, porque como nunca fue a la escuela no sabía contar borreguitos.

V.- “Que tus sueños se cumplan”, le deseó el maestro a la alumna recién graduada. Ella sonrió, pero en su interior le mentó la madre, porque sus sueños siempre eran pesadillas.

lunes, 28 de mayo de 2012

PORQUE UNA PLEGARIA ES COMO UNA PIEDRA EN EL RÍO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como una cinta para el cabello, y mujeres que son como un canasto sobre la cabeza.
La mujer cinta (que no en cinta) es como un casete de los años setenta; es preciso usar un bolígrafo para enrollar sus deseos. A veces, ¡qué pena!, se revienta. Es necesario usar un pedazo de diurex para restañar sus heridas. Ya no suena con fidelidad. En el tramo recuperado existe algo como un bache, algo como una bolsa de aire que impide el limpio vuelo.
Los hombres de estos tiempos creen que la mujer cinta es hueco de otro siglo, que su rostro alberga los tonos sepia; por esto, la moda impone a la mujer devedé y toda caricia es como un lector de rayos láser, como un impoluto escaneo.
Le gusta citarse con sus amados en callejones con apenas una lámpara en la esquina; le gusta cantar arias de ópera antes de descubrir sus secretos más íntimos en cuartos húmedos de moteles. Como su tradición viene de los años sesenta le gusta bailar ritmos de música disco; sus deseos se funden en la voz de los Bee Gees y su horizonte tiene el brillo de Cat Stevens.
Su principal divertimento es dibujar sobre hojas de papel bond o caminar por bosques tupidos de pinos. En ambas actividades siempre busca el origen del arco iris; siempre busca el hilo donde se cuelga la luna.
Le gusta que su amado la despoje, lentamente, de sus prendas más íntimas. Su corazón es como una pirámide donde un espejo llora la caminata de los infieles. Su sabor favorito de nieve es el de fresa con chicle y sus cielos siempre están llenos de globos rojos y de sonrisas para madrugadas.
Las luces que alimentan su espíritu son aquellas que están alejadas de escenarios, son aquellas que son hijas de la flama de la vela y del quinqué. El color favorito de su cabello es el de la vaina que cuelga de los árboles en primavera a punto de invierno.
Su nombre lo escribe con iniciales. La k es una de las iniciales favoritas, porque Kasete, dice ella, se escribe con k, con k de kometa, de kalandria, de kasta, de kama.
Para ella, estos tiempos son tiempos de lockers y de venas con neón. Para ella, estos sueños son sueños de piedras encaramadas sobre nubes. Le gusta que su amado la tome del mentón y le diga que el corazón de la almohada está en el sueño de madrugada.
Si le dan a elegir entre una isla de bongó o una calle de palmera, ella elige la ventana sin ausencia. Por esto, a la hora que el reloj del palacio municipal, marca las cuatro de la tarde, ella se sienta en una mecedora de madera de cedro y se cubre el rostro con encajes heredados por la abuela. Abre la ventana y escucha al ciego que toca la guitarra mientras el abuelo se hinca en un reclinatorio y a Dios pide la varita mágica que elimine todas las nubes negras.
Si alguien le da a elegir entre el camaleón que sube al campanario de Santo Domingo o la pared que abre sus ladrillos de veladora, ella elige el balcón donde la flama se convierte en deseo o la zapatilla que abandona el pie para sentir la lluvia del tiempo.
Cuelga jaulas en sus ventanas, jaulas sin aves, jaulas sin barrotes, sin celdas ni celadores. Cuando está excitada se cuelga cinturones de cangrejos y teje collares hechos con pantallas de los aplausos en un concierto de Madonna.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como chamarras de cuero, y mujeres que son unos cueros cuando se quitan la chamarra.

sábado, 26 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VUELO SE SUSTENTA EN LAS ALAS




Querida Mariana: el escritor Carlos Fuentes murió. Murió días antes que Comitán se llenara de tzizimes. La semana pasada todo mundo de acá salió a recoger hormigas aladas.
Uno de los libros fundamentales de Carlos Fuentes es “El espejo enterrado”. ¿De qué habla este libro? Es un libro de ensayos que habla de nuestra identidad, de cómo los espejos de obsidiana de nuestra cultura siguen enterrados.
¿Por qué ahora relaciono el “espejo” de don Carlos con la aparición de las hormigas? Bueno, lo hago sólo para resaltar la coincidencia de que Fuentes murió días antes de que brotaran los tzizimes. Digo brotar porque esto es lo que hacen los tzizimes. Como si la tierra fuese una fuente las hormigas fluyen como chorros de agua alada. El territorio natural de las hormigas es la galería subterránea, pero, por esas cosas prodigiosas de Dios, cuando las primeras lluvias aparecen ellas salen de la noche y vuelan en busca de la luz.
¿Mirás, niña mía? Por esto relaciono “El espejo enterrado”, de Fuentes, con la aparición de los tzizimes. Los mexicanos, igual que las hormigas aladas, deberíamos salir de las galeras oscuras, donde está enterrado nuestro espejo de obsidiana, y volar hacia la luz.
¡Ah, qué maravilla ver a todo un pueblo pepenando hormigas! Niños, adolescentes y adultos se agachan y recogen los animalitos, los meten en botes o en las bolsas de sus chamarras. Los niños se convierten en un peligro para los automovilistas, porque en cuanto ven tzizimes a mitad de la calle corren sin preocuparse de los autos. Los niños llevan a las hormigas a la escuela y a la hora de clase de matemáticas, mientras el maestro explica la regla de tres, ellos sacan a los animalitos y casan apuestas. Mientras el maestro escribe en el pizarrón, los niños colocan a los tzizimes en el suelo (ya sin alas) y, como si fuesen perros o gallos, los impulsan a pelear, a que se muerdan con sus tenazas implacables, que son como tijeras podadoras.
Nunca fui lo que se llama un niño normal. Como fui niño de casa, jamás participé en una “colecta” de tzizimes. El otro día fui testigo de un acto sorprendente. En una comunidad rural miré cómo una familia abría un enorme agujero para “sacar” a los tzizimes. Fue un día antes que lloviera y las hormigas salieran por sí mismas. Un hombre con una pala comenzó a abrir el agujero. “¿Cómo saben que ahí está el nido de los tzizimes?”, pregunté, la señora sonrió y se limpió el rostro con un pañuelo. Entendí que fue una pregunta tonta. Cuando las galerías quedaron al descubierto, el hombre se metió al hueco y, con la pala, regó tierra y hormigas sobre la superficie. Con destreza tendía en la superficie una fina capa de tierra revuelta con hormigas y los muchachos (2 hombres y 3 mujeres) recogían las hormigas aladas y las metían en cubetas llenas de agua. Una de las mujeres tenía botas de plástico y las dos restantes se cubrían las piernas con bolsas de plástico amarradas con lazo. “Es que las hormigas muerden bien duro”, dijo la señora y volvió a limpiarse la frente. Ella, mientras estuve ahí, jamás intervino, era como la directora del acto.
Esther dice que las hormigas muerden y no despegan la mandíbula, prenden sus tenazas en la piel. Es doloroso. Además, dice, a ella no le gusta el olor de las hormigas y en su mente siempre ronda la idea que le injertó su abuela. Dice que su abuela odiaba los tzizimes, porque en su juventud vio a unos hombres levantar las hormigas en el terreno del panteón municipal. Ella había llevado flores a la tumba de su papá, cuando vio que dos hombres sacaban las hormigas de un hueco. Esther, cuando lo cuenta, hace caras de asco. Imagino lo que piensa: que esos tzizimes han crecido en la cercanía de las fosas donde están enterrados los muertos.
Los tzizimes crecen en el inframundo y salen a la luz. Las chicharras frotan sus alas e invocan la lluvia antes que el prodigio del tzizim suceda. Los humanos no tenemos alas, entonces no nos queda más que danzar o cantar para pedir la lluvia. Los niños hacen rondas en los patios de las casas, bailan alrededor de los pilares de madera: “¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva!”. Mientras lo hacen, mientras somatan sus piecitos sobre el piso, las hormigas alimentan sus alas y crecen en medio de la oscuridad. Ahí, el “espejo” de Fuentes alimenta la paradoja: los espejos viven en la medida que la luz los alimenta. Los espejos son como las cámaras fotográficas. Los tzizimes, de igual manera, encuentran su vocación a la hora que salen del hueco donde crecieron y vuelan en busca de la luz. ¡Qué jodido destino! Los hombres no podemos entender cómo una hormiga se pasa “enterrada” horas y días para terminar con el culo dorado en un sartén.
Mi amigo Crispín es alemán de origen, le pregunto si en Alemania comen algún insecto. Me dice que no. Luego hablamos de cervezas alemanas y le pregunto si ha probado una quesadilla con tzizimes acompañada con una cerveza bien fría. Dice que come tzizim. Tal vez sigue el precepto de que “al pueblo que fueres haz lo que vieres”. Pero, en lugar de tomar cerveza mexicana toma cerveza alemana. Me cuenta que en “Sams” venden cerveza alemana y ahí la consigue; asimismo me cuenta que en Alemania es de muy mal gusto servir cerveza en lata, allá, en las casas, se bebe cerveza en botella o de barril. Acá, a Crispín no le queda más que consumir cerveza en lata.
En Europa no comen insectos, pero en Asia sí lo hacen, en la India o en Nepal comen todo lo que se mueve. Acá no cantamos mal las rancheras. ¡Hacemos bien! El tzizim es rico y el tzatz (gusano que comen en el Norte del estado) ¡es riquísimo!
Pero en medio del guateque, en medio de las carreras de los niños por pepenar las hormigas aladas; en medio de la felicidad de los niños que, al amanecer, salen de sus casas con cubetas llenas de agua y van hacia la lámpara de la esquina en donde se amontonan los tzizimes, Esther dice que los seres humanos somos crueles. Ella dice que muchas hormigas no mueren adentro del agua, “quedan como atarantadas”, así que a la hora que las ponen sobre el comal es la hora en que se achicharran. ¡Dios mío, muchos tzizimes aún están vivos a la hora que los tiran sobre el comal que arde! “¿Te has quemado alguna vez al tomar una cosa caliente?”, me pregunta Esther. Yo frunzo el seño y otras cosas. ¡Uf! Los seres humanos somos crueles, dice Esther. Lo mismo hacemos con las tortuguitas llamadas “casquitos”, lo mismo hacemos con los langostinos, los metemos vivos en agua hirviendo.
Los arqueólogos han encontrado espejos enterrados. La intención de estos entierros (según cuenta Fuentes en el libro mencionado) era el de “iluminar” el camino de los muertos por el inframundo. Los antiguos no sabían que el espejo necesita de la luz para ser. Al lado de esos espejos oscuros, muertos, crecen los tzizimes. ¿Desde cuándo en Chiapas comemos estas hormigas? Es maravilloso pensar que esta secuencia cultural es ancestral. Cuando los niños de este 2012 salen a buscar tzizimes no hacen más que continuar con la tradición; no hacen más que buscar el espejo enterrado. Nuestra memoria viene de la tradición. ¿Por qué en Alemania no comen bichos? Porque ellos nunca enterraron sus espejos. Su tradición cultural es otra. Mientras allá toman cerveza con salchicha, acá bebemos cerveza con tzizim de botana. Otros son nuestros modos de ser.
No sólo los niños pepenan tzizimes. Ahora que el cielo y tierra comitecos se llenaron de hormigas vi a muchas mujeres y hombres mayores agacharse para pepenar tzizimes. Su memoria los obligó a este acto inconsciente; su inconsciente colectivo los forzó a inclinarse.
En temporada de lluvias, en temporada de tzizimes, los comitecos apenas vemos al cielo. Todo mundo de acá mira hacia el suelo, hacia el inframundo, hacia donde está enterrado el espejo.
Por eso, Esther no come tzizimes. Dice que es un animalito que tiene el estigma de Lucifer. Dice que los tzizimes crecen en la oscuridad y recuperan sus alas perdidas. ¡No es para tanto!, le digo, pero ella se tapa la nariz mientras recorremos los pasillos del mercado y vemos los canastos llenos de tzizim. “¿Cuánto cuesta la medida?”, pregunto y la mujer me dice el precio. “¡Pucha, qué caro!”, dice Esther. Ella no sabe la friega que significa abrir el hoyo y someterse al martirio de ser mordido por una arriera, no sabe lo que significa que la piel quede atrapada en medio de esas diabólicas tenazas. ¿Caro? Muchos comitecos dicen que el tzizim es nuestro caviar y, gustosos, compran la medida al precio que les piden, pues siempre será más caro un Beluga. Tal vez no están tan despistados estos paisanos, pues si juntamos puro culito de tzizim tiene una gran semejanza con el caviar.
El doctor Abarca Arias dice que en esta temporada las enfermedades gastrointestinales aumentan y dice que el tzizim es causante de un gran porcentaje del padecimiento. ¡Saber! Yo veo a niños y adultos entrándole con fe y corazón a este animalito. Si alguien hiciese un sondeo descubriríamos que más del cincuenta por ciento de la población lo consume. Esther no lo puede ver ni en pintura.

Pd. Carlos Fuentes murió. Sus cenizas fueron depositadas en un panteón de París, junto a la de sus hijos: Carlos y Natascha. Sus restos reposan lejos de México, lejos de los espejos enterrados, lejos de las galerías donde crecen las hormigas y pepenan sus alas para emprender el vuelo. Resulta contradictorio saber que uno de los escritores mexicanos que más reflexionó acerca de los hilos culturales de esta patria nació en Panamá y descansa en Francia. ¿Quién sembró junto a sus cenizas una vela que le sirva de guía en su viaje al inframundo? ¿Sus hijos son los espejos? ¿Ellos son como los tzizimes que, algún día, en temporada de lluvias, volarán en busca de la luz? ¿Tiene algo de tzizim el alma del hombre? ¡Ah, saber! Lo único cierto es que nosotros, los comitecos, a la hora de la comida agarramos una tortilla recién salida del comal, le ponemos un puño de tzizimes, la regamos generosamente con una salsa hecha en molcajete, le añadimos unas gotas de limón, una pizca de sal y la comemos. Con ello brindamos por la vida, esta vida generosa donde los humanos somos crueles con los animalitos. ¿Las corridas de toros son crueles? ¡Eso es cosa de niños! Crueldad, crueldad, es lanzar un puño de hormigas medio vivas al comal ardiente. ¡Así son nuestros espejos! Nuestra tradición nos dice que a los dioses ofrendábamos corazones de guerreros vencidos.

viernes, 25 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA BRINCA LA CUERDA




Querida Mariana: en Comitán, como en todos los pueblos del mundo, crecemos escuchando modismos y regionalismos. El otro día, el maestro David Castillo me dijo que nació en Tuxtla, lugar donde, según él, dicen: “Mirá, vos”. ¿Cómo lo emplean? Imagino que lo usan como los comitecos usamos el “¡Ah, pucha!”.
En el regionalismo tuxtleco el verbo mirar asume un significado novedoso, un tanto alejado del sentido de la vista. Es como la afirmación de un acto. Cuando A dice: “Y la Marvin Arriaga ya no será candidata al gobierno de Chiapas”, B, con cara de asombro, puede decir: “Mirá, vos”.
Mi mamá nació en Huixtla, cuando llegó a Comitán, en los años cincuenta, se asombraba cuando Sara, la sirvienta, le decía: “¡Qué piensa’sté!”. Mi mamá, ignorante de dicho regionalismo, se molestaba. Con una comadre comentaba: “qué le importa a ella qué pienso”. Fue necesaria la explicación de la tía Elenita para aplicarle el sentido exacto a lo sin sentido.
Yo, que nací en Comitán, crecí en el centro de esos términos y los uso en automático. “Qué pensás, fijate que el día de ayer…” decimos. El “qué pensás” no lo usamos para preguntar acerca del pensamiento del otro, sino como mera llamada de atención, un poco como si prendiéramos el foco ámbar preventivo; es como tocar el hombro al interlocutor.
La abuela hacía pan en la tarde. Los niños jugábamos en el patio, mientras ella metía las charolas brillantes de manteca con las “trenzas” que comíamos con café endulzado con panela. A veces, por veleidades del balón, una pelota quebraba la maceta del corredor y ya que estábamos en el corredor nos volvíamos ¡corredores! Como alma que tatema el fuego echábamos la carrera hacia los cuartos, mientras la abuela, enojada, nos amenazaba con su bastón y gritaba: “¡Ay’juela!”. Nosotros subíamos, nos escondíamos debajo de las camas, llevábamos nuestras manos al corazón en intento de que escondiera sus traqueteos, mientras oíamos los pasos de militar de la abuela recorriendo el pasillo. Dos horas después la abuela nos llamaba, nosotros sabíamos que el coraje se le había bajado y nosotros también bajábamos a la cocina y cenábamos los ricos panes que hacía. Su corazón, después de todo, era como la brasa del fogón donde reinventaba el pan. Sara olvidaba tomar el vaso de peltre con un trapo y se quemaba: “¡Ay’juela!”, gritaba y se llevaba el dedo a la boca y lo chupaba.
Crecimos con esa palabra. Ahora, querida mía, a mis cincuenta y cinco años (pucha, qué lento soy), descubro que eso significa: “¡Ay, hijo de la…!”. ¿Mirás? Algo que pareciera una interjección simpática e impoluta se convierte en rima terrible de impoluta. Miguel me cuenta que su abuela, en el Distrito Federal, cuando los nietos hacían una travesura en el patio de la vecindad, se asomaba en la ventana de su departamento y les gritaba: “¡Ay, hijos de las mil putas!”.
Dios mío, niña mía, ahora descubro que las mamás de nuestras mamás no eran unas lindas viejecitas. Bueno, digo yo, cuando menos las nuestras, las comitecas no eran tan directas. Parte del carácter del comiteco es el empleo de palabras sucedáneas, de esas que no suenan tan fuerte. En el Distrito Federal la gente es más directa, no emplea eufemismos. Al pan le llama pan y al vino le llama hijo de las mil putas.

miércoles, 23 de mayo de 2012

PARA LA ALACENA



I.- A Mariana le gusta la palabra “Eminencia”. Dice que le suena como suena el agua en un jardín japonés. La aplica en cada espiga y en cada piedra donde está la sonrisa de Dios. Ah, pero eso sí, la vomita cuando escucha que alguien la usa para referirse a un obispo de iglesia católica. ¡Guácala!, dice. Entonces, la palabra “guácala” no le suena tan mal.

II.- Hubo un pueblo que cambió el horario, pero no se conformó con adelantar o retrasar una hora. Le dio un giro de ciento ochenta grados. Así, las seis de la mañana fueron las seis de la tarde. Todo funcionó bien, hasta que la gente del pueblo vecino se quejó, porque llegaban a las doce del día (doce de la noche) y encontraban a los pobladores haciendo el amor en las bancas del parque, sobre los mostradores de los tendejones y en las camas de los cuartos, pero con las ventanas abiertas. Los vecinos dijeron que ese comportamiento libidinoso era un mal ejemplo, pero los pobladores del nuevo horario ganaron la demanda porque comprobaron que a esa hora los niños del pueblo dormían en el regazo de su ángel de la guarda.

III.- Mariana y yo jugamos a las palabras. Ayer, ella propuso que jugáramos a inventar palabras que comenzaran con “ese” y las definiéramos. Como siempre lo hace, ella puso el ejemplo: “Sara”, dijo y, antes que yo dijera que esa palabra existía, que era el nombre propio de mujer, ella la definió: “Es un verbo que significa ‘amor limpio’”. Sonrió. Acepté su juego y comenzamos a jugarlo. Después de dos horas de juego, ella dijo: “Basta”. Y salimos a comer. Algo como una niebla atenazaba nuestro corazón. A pesar de que nos habíamos divertido mucho, habíamos comprendido lo inútil de inventar palabras. ¿Quién puede, con honestidad, conjugar el verbo Sara?

IV.- “¿Inventamos palabras?”, propuso la alumna. Sí, dijo el maestro. La niña trepó a una silla, alzó los brazos y dijo: “Azzu” y ¡desapareció! Desde entonces está prohibido subir a una silla, alzar los brazos y gritar: Azzu (Si el lector nota ahora cierto temblor en su ojo derecho debe evitar leer la palabra, porque puede comenzar a volverse invisible).

V.- ¿Cuál es la palabra que mejor define a la vida? ¿Vida?

VI.- “¡Denme una A!”, gritó el animador en el templete donde esperaban al candidato. La multitud gritó “¡A!”. “¡Denme una B!” y la multitud gritó. Cuando el acto terminó la BA iba mentando madres. Desde entonces, el alba amanece trunca.

VII.- “¿Inventamos palabras?”, propuso la alumna. Sí, dijo el maestro. Entonces el hombre trepó a una silla, alzó los brazos y dijo: “Azzu”. Al otro día lo metieron a la cárcel acusado de haber desaparecido a su alumna.

VIII.- El escritor se animó y escribió: Azzu…


lunes, 21 de mayo de 2012

PORQUE NO HAY MANERA DE DECIR AGUA DE OFICINA




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como una calle empedrada, y mujeres que son como el segundo piso del Periférico.
La mujer calle empedrada es como un fruto verde. Su tono es sepia y en su corazón guarda el rumor de una carreta con toneles de agua.
No sabe de ritmos modernos. Si alguien la obligase a escuchar un rap ella dejaría su corazón sobre el dintel de una ventana. Porque un balcón es la blusa que viste a diario.
Sueña que escucha a Jagger en tardes de lluvia y deshebra cintas de guitarras eléctricas en la madrugada.
Odia los antros, porque ella viene de una cuerda que se amarraba a otras estancias: la disco, por ejemplo. Por esto, cuando oye que Donna Summer murió, ella mete cientos de luciérnagas en un frasco transparente, sale al patio de su casa y baila, baila, baila, como si su cuerpo fuese un reflector intermitente en la carretera.
Le gusta pintarse el cabello, porque algo de Van Gogh lleva en su piel, algo de Modigliani en sus ojos, algo de Picasso en las areolas de sus pechos.
Quien desee amar a una mujer calle empedrada debe recordar que hubo un tiempo en que París fue un atelier para la creación y que México fue un callejón para el deseo.
Le gusta, ¡por supuesto que sí!, el cine en blanco y negro. A veces, en tardes en que las luces de neón son el hipo de la ciudad, ella prende el lector de devedés y mira Casablanca o El Halcón Maltés.
No le gusta reconocer que las manos son simples extensiones del cuerpo; le encanta imaginar que son miembros autónomos y que se meten en las hendijas que el cuerpo abre para que su espíritu respire.
A la hora que se acuesta, prende la lámpara del buró y sueña: sueña con una caricia que huele a lluvia en septiembre; sueña con una taza de té que contiene el zumo de la pared que sirve para dividir dos terrenos; sueña con un diario que escribe un hombre solitario; sueña con una mecedora que olvidó el deseo del abuelo.
A la hora que despierta encuentra una gota de vino sobre sus pechos y sabe que el fuego de la chimenea sigue encendido.
No hay manera de evaporar sus lágrimas, porque éstas le sirven para dar vuelta al cilindro del autobús. No hay manera de evitar sus ventanas, porque ellas son los durmientes para sus trenes. No hay bocina para sus pasos, porque la arena es alfombra para su mirada.
A veces sale a caminar sólo para sentir la huella en su pie; sólo para descubrir el arco del puente sobre su cabello; sólo para pintar el ladrillo en sus muros.
¿Cuántos cielos le están reservados? No lo sabe. Por esto, para ella la vida es como el gozne de una puerta, como la niebla para el lago.
Mientras para la mayoría la vida es como una revolución, para ella es como una imagen en cámara lenta, como una fotografía adentro de un cristal opaco.
Que nadie se queje si ella, a la hora de tomar el café, habla como si caminara sobre el agua, como si convirtiera en vino el agua.
A la hora de amar le gusta despeinar a su amado, como si ella fuese un arado y el territorio de su hombre el vientre de la semilla.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una señal en rojo, y mujeres que se sonrojan ante cualquier señal.

sábado, 19 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ESTÁ A LA VUELTA DE LA ESQUINA




Querida Mariana: el ayer está a la vuelta de la esquina. En cambio, el futuro está tan lejos como Comitán está lejos del mar. Nadie puede hablar del futuro en tiempo pasado, nadie puede hacer la travesura de modificar la linealidad del lenguaje y la linealidad del tiempo. Se escucharía raro si dijera: “mañana fui a verte”. Y digo esto porque he pasado muchos años de mi vida escondiendo objetos, ocultando sentimientos, ayer y hoy.
Por fortuna, la escritura permite que miremos atrás como si fuera apenas ayer, apenas hoy. Somos niños, de los años sesenta, y Comitán es apenas una semilla. Salimos de la casa y corremos para ir a comprar revistas de monitos en “La Proveedora Cultural”, que está ubicada en la manzana frente al templo de Santo Domingo. En La Proveedora venden unas libretas grandes de portada roja que usan los contadores; venden cartulinas donde dibujamos el mapa de Chiapas; venden figuritas con las que intentamos llenar los álbumes, si los llenamos don Rami nos dará un premio a cambio, que a veces es una máscara de Blue Demon o una pelota roja; venden libros y revistas. A nosotros nos gusta comprar “Memín Pingüín” y “Tawa”, también compramos “Los Súper sabios”.
Querida Mariana, algo sucede en nuestra conciencia cuando nos damos cuenta que nos pasamos la vida escondiendo objetos.
Somos niños, de los años sesenta, y Comitán es apenas una flor que se abre al sol. Llegamos al parque central, siempre rodeado por los portales, con sus pilares de madera y sus tienditas donde venden “jocotío” verde con polvojuan. Sonreímos, somos felices, chupamos el papel de estraza donde queda el juguito del jocotío, pero lo hacemos con cierto resabio, porque nuestras mamás nos han dicho que no comamos jocote verde, porque luego nos dolerá la panza. Por esto, cuando llegamos a la casa “escondemos” la historia de los jocotes. Nada decimos.
No nos damos cuenta, pero desde pequeños escondemos una piedra que se llama Verdad. Y lo hacemos porque los adultos no nos entienden. “No se junten con gente del mercado”, advierten nuestras mamás, pero todos nosotros somos amigos de Manuel, que es hijo del carnicero. Somos amigos de él, porque, a pesar de que es cinco años más grande que nosotros, él nos lleva el “polvito” de chicharrón que tanto nos gusta y luego, me da pena decirlo, lleva a la escuela revistas “para adultos”, y nosotros, nerviosos, sudorosos, las vemos escondidos en el tapanco.
Somos niños de los años sesenta. Comitán apenas es una línea en el universo. Nos sentamos en la escalera del parque, donde está la fuente con el relieve del león que ahora está en El Tanque de los Caballos. Nos encanta estar ahí, porque la gente que baja no puede hacerlo con libertad, las señoras se enojan, nos pegan en la cabeza con sus bolsos mientras alzan sus piernas como aves zancudas. Nosotros reímos.
Manuel llega, con un caderazo se hace un lugar. Chancea y dos segundos después se levanta la camisa. En la cintura tiene una de las revistas que acostumbra leer. La víbora del nerviosismo se regodea en nuestros cuerpos, como araña sobre hamaca va de los pies a la cabeza y se detiene, no sabemos por qué, en la parte central de nuestra columna. Ahí se enreda con más ganas y nos hace voltear a todas partes. ¡Nos morimos si alguien nos ve! Nuestros papás están en la casa, pero pueden salir a la calle y bajar por donde nosotros estamos. ¡Dios mío!, imploramos, que nadie nos cache. Manuel ríe, sus dientes son un teclado de marimba, amarillos por la nicotina del cigarro que fuma.
Mientras los demás miran la revista; mientras los demás sueltan una risa nerviosa, yo pienso: lo que hacemos es pecado. ¡Dios mío, si mis papás me cacharan! El padre Carlos, en el púlpito, nos ha dicho, somatando el barandal con su puño cerrado, que nos achicharraremos de por vida si vemos revistas de viejas encueradas, si juramos en nombre de Dios en vano, si deseamos a la mujer de nuestro prójimo (¡pucha!). Si mentimos, ha dicho el padre, nos pudriremos en el fondo de los infiernos. Descubro que me he pasado la mitad de mi vida escondiendo objetos, mintiendo a los demás, mintiéndome a mí mismo, mintiendo a Dios. ¡Oh, señor!
Pero no sólo hemos sido los niños. Los adultos también, los vemos desde el balcón donde jugamos carritos. Ellos también ocultan cosas. Las mamás se enojan porque ellos andan con queridas. Y también ellas, dicen algunos en el billar, andan enredadas con amantes. Pero todo se oculta. Lo hacen a la hora que el sol alumbra y lo hacen metidos en la oscuridad, pero siempre lo hacen en escondidas, como si fuesen niños y jugaran; pero ellos no quieren ser descubiertos.
En este pueblo todo mundo juega el juego de escondidas, el juego donde nos ocultamos, donde ocultamos los objetos. Así son todos los pueblos del mundo, así son todos los hombres.
Ahora ya no somos los niños de los sesenta, ya somos los viejos del año 2012 y descubrimos que nos hemos pasado la vida ¡ocultándonos y ocultando los objetos y las acciones a la vista de los demás!
Nos preguntamos: ¿en dónde están las fábricas que hacían los mosaicos? ¡Nos las ocultaron! Un día, en la televisión, Christian Bach, la actriz Argentina más bella que llegó a estas fronteras, con una sonrisa de temperante, nos dijo que las losetas Interceramic eran la novedad y ahora todos los pisos comitecos están revestidos con las mismas losetas que hay en todo el mundo.
Un día, igual, nos ocultaron nuestro modo de hablar. Antes, los niños de los sesenta escribíamos sin pudor, con alegría, la palabra “Cotz” en las paredes. La travesura la hacíamos con el mismo sentimiento que aparecía cuando mirábamos revistas para adultos.
Ahora, mi niña bonita, nuestro lenguaje, igual que los mosaicos, igual que nuestros tejados ¡los ocultamos! y, con pena, como si fuésemos pecadores, los llevamos debajo de un manto. ¿Por qué nunca hemos podido mostrar nuestras cosas a la luz del sol? Existen, todavía algunas muchachas bonitas que siguen escondiéndose para comprar condones o para entrar a moteles. Es una pena que todo tiene que hacerse “debajo del agua”, todo “en lo oscurito”.
Por esto, mi niña, el otro día me sentí bien cuando vi un “cotz” soberano en una playera. Y no sólo el cotz sino también muchos modismos nuestros. Vi nuestro lenguaje pavoneándose con todo orgullo en el pecho de una muchacha bonita. La niña caminaba por el parque, vestía una playera roja con el siguiente letrero: “De Comitán para el mundo COTZ”. ¿En dónde conseguiste esta playera?, pregunté y ella me dijo. Fui al negocio de Julio César Culebro (frente al Hotel Hacienda de Los Ángeles). Ahí encontré un bonche de playeras con palabras que se habían ausentado de nuestro espíritu. Leyendas como: “¿Quién sos pue vos?” o “Vos todo te puede” aparecen en las playeras. Me dio gusto ver que, poco a poco, como Niurka, hablamos con nuestra verdad.
En la medida que, con orgullo, enseñemos nuestras particularidades, en esa medida le diremos al mundo que no nos avergonzamos ya más de lo que somos.
A mí, te lo juro, mi niña, me cuesta trabajo tirar el lastre. Sigo cargando piedras y complejos rejuntados desde niño. ¡Dios mío, a mis cincuenta y cinco años! Aún meto en medio de un folder una revista “Playboy”; aún me da pena entrar a la farmacia y pedir un condón; aún me pongo colorado cuando alguien me pregunta qué película compré (la llevo en una bolsa negra, porque es una película erótica). Casi estoy seguro que vos también ocultás cosas, como si ellas no fuesen parte de la vida. Yo conozco una amiga que se siente incómoda al ir al súper a comprar toallas sanitarias (¡Dios mío, en estos tiempos!).
Como los niños de los sesenta crecimos con ese tonto complejo de culpa, tal vez contagiamos a nuestro pueblo (o fue al revés) y muchas cosas de Comitán las vamos escondiendo. Ya te conté que una vez, sin darme cuenta, llegué cantando a mi casa una cancioncita que había escuchado en la escuela: “Dame tu cu, dame tu cu, dame tu cubeta de agua, para mi ve, para mi ve, para mi verde jardín” y mi papá me dio un zape soberano. Yo, inocente, la canté porque me gustó la tonada y jamás, ¡jamás!, asocié la letra con un doble sentido. Hoy lo sé, pero ahora, gracias a Dios, la escribo a la luz del sol porque sé que vos tenés la mente limpia y el corazón sin mancha.
En la medida que escondemos objetos, en esa medida nos vamos haciendo perversos. Tengo un tío que compraba el “Playboy” y lo dejaba sobre la mesa de centro de la sala de su casa. Mis primos llegaban, la hojeaban (y la ojeaban) y nunca se volvieron unos depravados. Al contrario, diría yo, son seres libres y sanos de mente (hasta donde el término lo permite, porque todos los seres humanos somos rengos del cerebro). Laurita comenta que arrastramos un complejo desde Adán y Eva: nos ocultamos, porque nos han dicho que venimos del pecado original.
Me dio gusto ver a la niña portando su playera comiteca. Me da gusto que el cotz no esté ya proscrito para el uso diario (digo, la palabra).

Pd. Somos niños de los años sesenta y Comitán apenas es un hilo de Dios sin torcedura. Somos niños inocentes, en la misma forma que nuestro pueblo lo es. Pero, debajo de esa agua limpia, hay una niebla que nos hace esconder los objetos para que no lo vean los adultos y ellos, también, esconden objetos para que no los veamos nosotros. ¿Esto es una relación limpia? ¡No, no lo es! Lo mismo sucede con nuestro pueblo: le escondemos cosas que le pertenecen y el pueblo, también, nos esconde parte de su luz. ¡Ah, nuestros complejos! Nos hacen mucho daño. Por esto, qué bueno que en las playeras podemos decir, a cielo abierto: “Soy cositía de corazón. COTZ”. ¿El ayer? Si queremos ¡está a la vuelta de la esquina!

viernes, 18 de mayo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HABÍA UN CHORRITO QUE SE HACÍA GRANDOTE Y SE HACÍA CHIQUITO




Querida Mariana: la muerte invoca el lugar común. Carlos Fuentes murió hace dos o tres tardes y las palabras negras volvieron a volar los mismos cielos. Alguien por ahí dijo que es “una pérdida irreparable”, lo dijo como si descubriera el agua tibia. ¡Un lugar común absurdo! Siempre que decimos que la muerte de alguien es una pérdida irreparable convertimos a la persona en un simple chunche. ¿Qué se repara? Se repara un objeto descompuesto. ¿Carlos era un objeto? Por supuesto que no. ¿No podemos reparar la pérdida? La muerte es una grieta en el tiempo.
¿Por qué los lectores lamentamos la muerte de Carlos? Tal vez porque al ser lectores de su obra nos sentimos cercanos al autor. Cientos de miles (¡y no exagero!) hemos leído “Aura” (a pesar del coraje sostenido de Abascal, que Dios lo tenga en su gloria impoluta). Esta cercanía nos emparenta con Carlos. Por esto, cuando en la televisión, en la radio, en el celular, brincó la noticia de su muerte, también algo en nuestro corazón ¡brincó! El martes, Dora Patricia y yo llegamos al programa de radio “Crónicas de Adobe”, que ambos conducimos en radio IMER, y al término del noticiario nacional (ya a las tres) nos enteramos de la noticia. Nos vimos y algo como una hoja seca voló por nuestros cielos.
¡Murió Carlos Fuentes!, dijo el conductor y fue como decir que “La región más transparente” también es un territorio lleno de smog y mierda. Porque, esto sí, querida Mariana, los mexicanos nos arrugamos ante la muerte, aunque andamos presumiendo que “la vida no vale nada” y en Día de Muertos nos la comemos en calaveritas de azúcar.
Murió Carlos Fuentes, pero, para sus lectores, la mera verdad, no significa una pérdida irreparable. Es una ausencia física que lamentamos, porque ya no volverá a escribir. Pero su obra continúa y continuará por los siglos de los siglos. El lazo que nos une a Carlos es el mismo que nos une con Cervantes y con Saramago, ambos escritores ¡cadáveres dignísimos!
A partir del martes, como a las doce y feria, Carlitos se unió a esa indefinible lista de cadáveres exquisitos que siguen ¡vivos y coleando en las páginas de sus libros!
El hilo que une a los autores con sus lectores es un hilo irrompible, ¡eterno!
Cada vez que abramos un libro de Carlos Fuentes lo volveremos a encontrar de la misma manera en que siempre lo hicimos. Porque, la mera verdad, Marianita, nosotros, los lectores, somos ajenos al Carlos de carne y hueso. Julio Gordillo Domínguez dice que fue uña y tierra con él (¿terra nostra?), pero nosotros jamás estuvimos ni así de cerca con él. Al menos yo no recuerdo que algún día haya llegado a casa a tomarse un vaso de limonada conmigo.
Si jugamos con su apellido diremos que Carlos tuvo el designio Divino desde siempre. Carlos es mil fuentes, mil surtidores de agua y de luz. Esa agua y esa luz siguen, están ahí, permanecen. Sus aguas nos siguen mojando y lo seguirán haciendo. Su cuerpo, hoy, es como un “espejo enterrado”, pero el reflejo de su inteligencia es territorio de nubes y de cielos.
Hoy llueve. Llueve en este territorio que es, por siempre, “la región más transparente”: ¡el espíritu! Así que ¿cuál pérdida irreparable?
La ausencia física cubre como nata a Silvia Lemus, su esposa. Sólo a ella. De la misma manera que la cubrió cuando sucedió la muerte de Carlos, su hijo, cuando, ¡Dios mío!, su hija Natasha también murió. ¡Pobre Silvia, los seres humanos somos frágiles! Mientras ella sufre, nosotros, los lectores de Carlos seguimos navegando en sus mares y en sus ríos, brincando en el chorrito que continúa haciéndose grande y chiquito. ¡Eterna vida a Carlos! ¡Eterna vida a todos los escritores, cadáveres exquisitos, que nos ponen de frente a la vida, “la hermosa vida”!

miércoles, 16 de mayo de 2012


PARA LA ALACENA

I
Porque la palabra es un río, salimos a pescar un día. Pescamos la palabra río y la palabra día. Cuando volvimos -descalzos, por una brecha, con la compañía de un sol triste- nuestras mujeres nos reclamaron. Sólo los rostros de los niños fueron como un sol. Sabían que, entre manos y corazón, tenían muchos días para el resto de sus ríos.

II
Los niños lloran. ¿Qué buscan entre piedras? ¿Hierbas o lagartijas? Los niños abren huecos. Sólo los miserables reconocen en el hueco su destino. Entonces, ¿son miserables los niños? No lo saben, mientras tanto, crecen, lloran.

III
Los hombres construyeron sus casas en el cielo. Suspendidas, como nubes, las casas se sintieron más cerca de Dios. Los hombres no resistieron. Como kamikazes pegaron sus brazos al cuerpo y se aventaron al vacío. A los impuros, la cercanía del sol ¡los quema! Hoy las casas están vacías. Son como globos. Vuelan.

IV
Ella siempre piensa en comida. Por eso confunde las palabras. La otra tarde quiso entrar a su correo y me dijo: “Mi cuenta es de Hotcakes”. Yo traduje: sí, Hotmail.

V
Marianita siempre juega con las palabras. La otra noche me preguntó cómo se llamaría la nueva sección de Arenilla. Cuando le dije, ella sonrió y me dijo: “No, tontito. No le pongás Alacena. Llamala Aladesayuno o Muslocena”. ¿Cómo decirle a ella que soy tímido hasta en el uso de las palabras? Tal vez algún día vuele, con sus alas, con sus muslos.

VI
El tío Eusebio siempre se opuso a poner bardas a su casa. Le parecían una afrenta al viento. Ayer, a las seis y cuarto de la mañana, un conductor borracho se metió al terreno, destrozó los rosales del jardín y tiró una de las paredes de su dormitorio. Por suerte él, a esa hora, estaba bañándose, porque el carro quedó encima de la cama. Todos pensamos que ahora sí se animaría a bardar. Cuando lo fui a ver me dijo: “Te lo dije, Alejandro, el viento está encabronado. Ya entendí que tampoco quiere paredes en mi cuarto”, prendió un cigarro y se quedó tan tranquilo.

VII
¿Cómo se dice “te amo” en el lenguaje de los mudos? ¿Jugamos a que somos mudos?, le dijo ella a él. Él (que era medio mudo) le escribió una carta en braille; ella (que era una muchacha bella) se consiguió otro amante, uno que sabía perfectamente el lenguaje de las manos.

lunes, 14 de mayo de 2012

PAPELES CONTRA EL OLVIDO

En casa todos están alarmados. Manuela ya se contagió de la peste Garciamarquiana. El tío Evodio lo vaticinó: “Esta niña terminará mal”. Nunca lo imaginamos. Cuando Nely cumplió siete años pidió, como regalo, un libro de cuentos de Gabriel García Márquez. María fue a la “Proveedora Cultural” y buscó un título. Halló “Ojos de perro azul”. María, quien siempre ha sido ingenua como paloma sobre pretil, sonrió y pensó que era un título muy bonito y dijo: “Ojos de perro azul. ¡Ah!, como los ojos de Dervik” (Dervik es el chucho, alaska malamute, que Don Alfonso regaló a Ponchito, el día de su cumpleaños). Manuela recibió todos los regalos con agrado, participó a la hora de la piñata, se dejó cubrir los ojos con un pañuelo y, con risa de bisagra, golpeó el viento con un palo hasta que logró darle a la piñata. Cuando los invitados se despidieron cargando los patzitos y el pedazo de pastel en platos desechables, ella se encerró en su cuarto y destrozó todos los regalos, con excepción del libro. Cuando María descubrió, a la mañana siguiente, el regadero de los fragmentos y lo mostró al tío Evodio, éste dijo: “Esta niña terminará mal”. Todo el día andaba con el libro. Mientras con una mano cuchareaba la avena, con la otra sostenía el libro; mientras bajaba los escalones y con la mano izquierda se apoyaba en la baranda con la mano derecha sostenía el libro. Era una obsesión. Durante todo el año anduvo con el libro de arriba para abajo. Se lo aprendió de memoria. Entonces comenzó a contar los cuentos a todos los que pasaban por la calle de la casa. Le dio por sacar una silla y sentarse debajo de un parasol amarillo y contar los cuentos de Gabo, en voz alta. Era preciso que, a las diez de la noche, la mamá la atara con una cuerda y como si fuese un perro maltratado la condujera al comedor y, a la fuerza, la obligara a cenar su plato de avena. El tío Evodio se asomaba por la ventana y decía: “Esta niña terminará mal”. Cercano el día en que Manuela cumpliría ocho años pidió un libro de regalo. Lo pidió con todos los tíos, su abuela y su mamá. Dijo que no recibiría otra cosa que no fuera un libro de Gabo. “¿Cuál?”, le preguntaban todos. “El que sea, pero que sea de García Márquez”, respondía ella. “¿Qué cosa dice la Nelita que quiere?”, preguntaba la abuela y el tío Evodio le decía: “¡El veneno para su corazón y para su mente!”. El día de su fiesta, igual que el año anterior, gozó cada instante de su fiesta. Jugó a las escondidas, dejó que su primo Eusebio la impulsara en el columpio y aceptó que Maricela pusiera su mano sobre su cabeza a la hora que todos pidieron que mordiera el pastel. Se limpió la cara con una servilleta, rió y dijo a todos los que estaban parados y comían su pedazo de pastel con cucharitas de plástico: “Ustedes recordarán este instante para toda su vida, de acá en adelante”. Todos rieron y aplaudieron lo que consideraron era una gracejada. Sólo el tío Evodio dijo: “Esta niña ya está mal”. Ahora, a punto de cumplir nueve años, todo mundo en casa está alarmado. Desde hace dos días, la Nely ha escrito su petición de regalo, en un pizarrón colgado en el zaguán. Con letra de hoja seca ha escrito: “Quiero que me regalen las alas que pertenecieron a Remedios la Bella”. Nadie ríe. Todos saben que ella habla en serio. “¿Alas de qué quiere mi Nelita?”, pregunta la abuela. El tío Evodio le coloca su chal azul y le dice: “Alas de pollo”. “¡Ah!”, dice la abuela y sigue pintando “las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” sobre la tela que le regalará a la nieta.

NOTA

NO SÉ POR QUÉ LAS ENTRADAS APARECEN COMO CHORIZOS. POR RESPETO A MIS LECTORES DESEARA NO SUBIR LOS TEXTOS, PERO POR EL MISMO RESPETO LOS SUBIRÉ. ESPERO QUE ALGUIEN PUEDA AYUDARME A CORREGIR ESTE ERROR. GRACIAS.

lunes, 7 de mayo de 2012

DE RUIDOS Y OTRAS NUECES

“¡Son muy escandalosos!”, dice mi abuela y, con una escoba, nos corre de su cocina. Es cierto, nosotros somos escandalosos, pero porque jugamos a que somos objetos. ¿Cómo María no va a gritar si a ella le toca ser un vaso de cristal? Cuando Jorgito la empuja, ella se quiebra y ¡cra,cra,cri,cra,cra!, grita como si fuese ambulancia, se tira al suelo y se hace pedacitos. El juego de los objetos nos divierte mucho, pero tiene el inconveniente de que son ruidosos. Todos los objetos son así. El tío Eusebio nos cuenta que a él le divierte mucho levantarse a las tres de la madrugada porque los objetos hacen ruidos. Los cuartos están llenos de silencio y, de pronto, la televisión hace un ruido. ¿Por qué los objetos se quejan? Nadie lo sabe. Hay objetos, como las puertas, que pueden “silenciarse” con unas gotas de aceite. Cuando el carro de la tía Eugenia comenzó a chirriar como si fuese un durmiente soportando un tren, ella tomó una botella de aceite de girasol, pero el tío Mario impidió que la tía cometiera tal aberración, le quitó la botella, le gritó una malcriadeza y, más tranquilo, le explicó que el traqueteo de los carros se evitaba con grasa y le obsequió un bote con grasa de mecánico. Ahora, el tío Mario cuenta -y cuando lo cuenta se bota de la risa- que la tía cocina con grasa de mecánico para evitar el ruido que hace la carne cuando se expone al fuego. Porque el fuego es uno de los elementos que más ruido hace a la hora de arder. Por esto, un día, María, Jorgito y yo jugamos a hacer un fuego y a caminar sobre hojas secas, para ver cuál era el elemento que hacía más ruido. No pudimos llegar a una conclusión porque la abuela nos sacó de la casa a la hora que los bomberos llegaron. El médico, horas más tarde, nos llamó a los tres niños y, con tono sentencioso, dijo que si continuábamos con nuestras travesuras la abuela moriría de un paro cardiaco. Como nosotros somos traviesos, pero no somos malos y queremos mucho a la abuela, hemos decidido portarnos bien. Por esto, para que la abuela no se enojara hemos decidido jugar a objetos que no hacen ruido. María jugó a ser tijera, pero cuando se dio cuenta que al cortar papel sonaba como un pez nadando renunció al juego. Sólo quedamos Jorgito y yo. Toda una tarde estuvimos buscando nombres de objetos que no hicieran ruidos, pero no logramos conseguir ninguno. Entonces tuvimos que cubrirnos la boca con las manos porque entramos en estado de shock y nos dio el telele de gritar. Descubrimos que en la tierra no existen objetos silenciosos. Entonces concluimos que la abuela tiene razón: somos muy escandalosos. Jorgito me dice que ya no debemos jugar a los objetos. Juguemos a ser mudos, me dice, y comienza a hacer señas con sus manos. Reímos (sin carcajearnos) y vamos a la cocina donde la abuela saca un pastel del horno. Coloca el pastel en el centro de la mesa, nosotros nos sentamos y nos frotamos las manos, luego Jorgito comienza a decirme -a señas- que el pastel se ve riquísimo, yo, con las manos, digo que sí, que está buenísimo y entonces -a señas- le pido un pedazo grande, grandísimo y Jorge hace lo mismo. La abuela nos ve y nos pregunta por qué no hablamos y nosotros le decimos -con señas- que estamos jugando a ser mudos para que ella no se altere. La abuela nos queda viendo, nos zangolotea y cuando nosotros seguimos el juego de mudos, ella corre hacia la puerta y grita: ¡Mario, Mario, los niños han quedado mudos! Celebramos que nuestro juego sea un éxito, pero lamentamos no jugar el juego escandaloso que, parece, la abuela ha iniciado.

sábado, 5 de mayo de 2012

Con un respetuoso abrazo a la familia Cancino Meza, por la ausencia física de don Jorge. CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL SILENCIO ES UNA HOJA DEL ÁRBOL MÁS PRODIGIOSO Querida Mariana: “…estoy en el rincón de una cantina”. Vine a este espacio para recordar a los cantineros comitecos; pero, ya desde esta mesa del rincón, comencé a extrañarte, mucho (¿Cuándo regresarás? ¿Qué jodidos estás haciendo en Guadalajara? Regresá ya, niña bonita, por favor. Vos no tenés idea del vacío que provoca la nostalgia en un hombre de cincuenta y cinco años). “Estoy en el rincón de una cantina”, pero no bebo. En una libreta anoto mis recuerdos y te escribo, porque ahora (lejos) vos sos mi mejor recuerdo. Comitán nunca ha tenido un cantinero escritor, como si lo tuvo Tuxtla Gutiérrez. En nuestro pueblo, los cantineros más famosos se dedicaron a otras vainas. Ya te he contado que tío Tavo se hizo famoso por sus “macharnudas” y porque cuando alguien le pedía más botana decía: “Es botana ¡no es comida!”; don Tono Gallos fue famoso porque en su cantina concertaba peleas de gallos; y el dueño de “La Jungla” se hizo famoso porque siempre ponía discos de La Sonora Santanera y canciones interpretadas por Fernando Fernández, mientras su mirada se perdía quién sabe en qué horizonte (hipócrita, perdida o arrabalera, eran algunas de sus canciones favoritas. ¡Pucha!). Pero en Tuxtla, ¡qué maravilla!, hubo un cantinero que se llamó Ulises Mandujano Nájera, “El Che Garufas”, que fue un buen escritor. Como El Che siempre anduvo alejado de los reflectores donde aparecen los famosos que sí buscan la luz del escenario (como Laco Zepeda, por ejemplo) su obra no tuvo mayor trascendencia. Sus textos, como los de cualquier escritor, bambolean entre los buenos y los regulares tendiendo a malos, pero existen unos que son ¡muy disfrutables! Textos que merecerían más difusión, pero como fueron escritos por un sencillo cantinero, pues por ahí andan extraviados. Pero como no todo mundo se trepa al escenario hay gente que reconoce a los sencillos. A final de cuentas -como una vez dijo el narrador y poeta Miguel Ángel Godínez- la literatura chiapaneca está conformada por las catedrales y por las capillitas. Capillita digna, limpia, cachonda, aventurera y anti solemne es la obra del Che Garufas. Por esto, cuando vi la convocatoria del Concurso Estatal de Cuentos Ulises Mandujano “Che Garufas”, me dio mucho gusto. Sentí gusto porque un grupo de jóvenes, a través del concurso, honra la memoria de quien dedicó su vida a darle calor al cuerpo (mediante el traguito) y a calentar el espíritu (a través del juego infinito de la palabra). Porque, igual que en el templo, en las cantinas está la esencia de la palabra. A la hora que los creyentes, a coro, dicen: “Padre Nuestro que estás…”, la palabra se sublima, es como una luz que sube y se pierde en los terrenos de lo infinito; pero, la mera verdad, es en las cantinas donde la palabra muestra su mejor cara. Ah, qué bello es el lenguaje en el fogón de las cantinas. A la hora que los bolencones hablan o gritan o sollozan o mientan madres, a esa hora, la palabra se convierte en una flama que alumbra, que quema. Tal vez por esto a veces el convivio termina en tragedia. Es comprensible, los hombres estamos acostumbrados a la palabra titubeante de la cotidianidad. Cuando nos enfrentamos a la palabra desnuda, sin afeites ¡nos da miedo! Nos da miedo ver de frente el torbellino de la palabra. Por esto, algunos se duelen y responden con golpes o con balazos, en la cantina. Es tan fácil distinguir la palabra encubierta. Ahora que estamos en campañas electorales, escuchamos la palabra artificiosa de los políticos de todo México (incluyendo los nuestros: el Verde Ramírez Aguilar, el Colorado Constantino Kánter y el Amarillo Víctor Guillén). En estos tiempos, la palabra desborda, como agua en represa, e inunda todas las parcelas; en estos tiempos, la palabra extravía su esencia. Tal vez la grandeza del carácter del cantinero tuxtleco fue señalado desde su bautizo: Ulises, nombre que nos recuerda el personaje cimero de La Odisea. El Ulises chiapaneco, a diferencia del griego, no necesitó trepar a un navío para regresar a Itaca y desenrollar los hilos de Penélope. El Ulises chiapaneco abrió un bar y, de mesa en mesa, buscó su Itaca interior. Sabía que en la palabra de los bolos está el retorno al espíritu. Ahí, en las mesas metálicas, con anuncios de Sol, brinca la palabra como si fuese pepita sobre comal. De ahí, sin duda alguna, El Che pepenó las palabras que luego, como Penélope, bordó en una buena cantidad de cuentos. Hace años, querida mía, leí un cuento de El Che: “El Dandy Pérez”, un cuento que narra la historia de un oscuro empleado bancario que, en una borrachera, se le ocurre (¡pucha!) concertar un pleito a diez rounds para subir a un ring a darse de moquetazos con un boxeador profesional. Ya podés imaginar en qué termina el cuento: le dan una soberana golpiza al empleado bancario. Te cuento el final, porque, como en los buenos cuentos, el final es lo de menos. La sabrosura del texto está en la forma como lo cuenta, en el sonido de las palabras que es como la caída del agua de los chorros de La Pila. Ah, qué sabroso suenan las palabras, sin afeite, sin solemnidades, sin impermeables. La maravilla de la palabra está en la palabra que se tumba sobre el césped y recibe el sol y mira el azul infinito y espléndido. Cuando leí la convocatoria me enteré que estaba dividido en tres categorías: A, de una a tres cuartillas; B, de cinco a diez cuartillas; y C, de quince a veinte cuartillas. Ahora te pregunto: ¿quién es el guapo que escribe cuentos de quince a veinte cuartillas? Sólo el que es escritor profesional. Los que inician en el arte de la escritura escriben cuentos breves. Entonces pensé: ¡yo quiero ganar el Premio Estatal de Cuento Che Garufas! Ah, qué soberbia, dirás. ¡No, no! Era un sincero deseo para honrar la memoria del Che. Si los muchachos convocantes del concurso lo honraban con ponerle su nombre al Concurso, yo podría honrarlo, de manera permanente, cada vez que escribiera en mi ficha biográfica el siguiente dato: “Molinari es Premio Estatal de Cuento ‘Ulises Mandujano – Che Garufas’”. Entonces ideé un plan con maña. Era muy difícil que los escritores profesionales le entraran al Concurso, por la simple razón de que la convocatoria no prometía un estímulo económico (los escritores profesionales reservan su obra para someterla a concurso donde el premio promete cincuenta mil pesos o más). Estaba seguro que esa categoría tendría pocos participantes. ¿Recordás el textillo que andaba escribiendo y que -según yo- estaba destinado a ser el inicio de una novela breve? Pues ese textillo lo recorté, le di un final y lo convertí en un cuento de dieciocho cuartillas. Lo titulé: “El terremoto”. Imprimí tres tantos, los engargolé y los envié a la dirección señalada en la convocatoria. “El terremoto” (Dios es grande en su grandeza) narra la historia de un hombre que tiene un bar. Así pues, el tema también resultó un homenaje a esos hombres que pasan sus instantes adentro de esos espacios sagrados. El trabajo de un cantinero no es sencillo, requiere pasar todas las tardes y parte de las noches, atendiendo a hombres y mujeres que son ángeles que, poco a poco, pierden las alas. El trabajo de un cantinero no es grato, porque no es agradable ver cómo un hombre pierde, poco a poco, esa nube que se llama dignidad. Un buen cantinero nunca debe emborracharse, acaso convivir tantito para que no se sienta un extraño en su propia tierra. “El terremoto”, resultó, entonces, también, un homenaje a El Che Garufas, hombre que pasó muchos años de su vida adentro del bar. Ahí, sin duda, ahí, en la barra, o en la mesa metálica, El Che escribió sus cuentos. ¿A qué hora? Sin duda fue a la hora en que los bolos ya habían ido a su casa; a la hora en que alguien (¿quién, Dios mío?) levantaba los platos, los vasos, los envases vacíos, limpiaba el vómito de los sanitarios y hacía el corte y guardaba los billetes arrugados para, al día siguiente, pagar al que llevaba el hielo y los cartones de cerveza. “Estoy en el rincón de una cantina…”, pero no bebo. Desde la mesa del fondo veo a los hombres que levantan la botella y brindan; veo a dos amigos que se abrazan y se hacen confidencias (tal vez hablan de una mujer, porque uno de ellos tiene la mirada triste, a punto de llorar). Veo para otro lado, para donde está la puerta. Allá afuera está un mundo ajeno a éste; afuera camina la gente que sale del trabajo o que va de compras, algunos estudiantes ríen, bromean; una pareja va tomada de la mano, ambos ríen (sin duda están en la etapa del enamoramiento, cuando todo parece ser novedoso). Afuera hay un mundo ajeno a éste, que es como una célula aparte del Todo. Miro la calle y te extraño, ¡jodido!, cómo te extraño, niña mía. ¿Qué voy a hacer cuando te vayás a estudiar a la Universidad? ¿Qué voy a hacer? ¿Voy a venir a la cantina a escuchar esta palabra de bolo que es como un rezo, como un lamento, como un árbol que pierde sus hojas poco a poco? Nunca pensé que a mis cincuenta y cinco años yo anduviera tentaleando paredes en busca de tu presencia. Pd. Ayer dieron a conocer el veredicto: En la categoría A, ganó Roger Alcázar, con el cuento “Destello”; en la categoría B, el Primer Premio lo obtuvo Marcelino Champo, con el cuento “Perry Ellis”, y en la categoría C, sí, bonita, el Premio fue para el cuento “El terremoto”. Dios me concedió mi gusto. A partir de hoy, cuando me soliciten mi ficha biográfica escribiré: “Alejandro Molinari, Premio Estatal de Cuento Ulises Mandujano “El Che Garufas”. Y sonreiré, porque será mi homenaje permanente a un buen cantinero escritor. Espero que regresés pronto (la próxima semana, ¿verdad?). Espero que vayamos al parque, nos sentemos en nuestra banca favorita y, en medio del brillo de la tarde, dejés que yo te lea el cuento ganador. De hoy en adlente, igual que los organizadores del Concurso, honraré a Ulises Mandujano cada vez que lea “El terremoto”, cada vez que algún lector se acerque al cuento y lo lea.

viernes, 4 de mayo de 2012

PARA ILUMINAR LOS CALLEJONES

Con un abrazo para mi querido amigo Memo del Castillo, por su cumpleaños. A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como una escalera para incendios, y mujeres que son como una mano iluminada con neón. La mujer mano observa todo como si el mundo fuese una camisa de color rosa. Le encanta aparecer sobre las fachadas de todos los hombres (incluyendo los palacios chinos). Su corazón tiene un ventilador que le ayuda a airear el misterio de los lentes oscuros. Su bebida favorita es el “comiteco”, no en las rocas, sino en las playas de Cancún. La única cadena que resiste es la que el amado le obsequia para su tobillo del pie derecho. Porque ella, desde siempre, se levanta con el pie derecho y baila sobre el escenario con calor del cristal transparente. No usa teléfono móvil, porque no le gusta estar disponible a cualquier hora; prefiere que el amado recorra kilómetros o suba mil escalones para alcanzar el horno de su piel. Sus mesas favoritas son las que se desarman en las caderas de los hombres. No puede evitarlo, le gustan los amados que usan sombrero y un pañuelo rojo en la solapa. Adora caminar por las calles de noche, lo hace para mirar las ventanas iluminadas y ver a las mujeres que preparan la cena; para ver a los hombres que se sientan en la sala, abren el periódico y se duermen, como se duermen los soldados en la trinchera, sin saber por qué están en guerra, sin saber por qué esperan al enemigo. Le gusta colocar un lienzo fino y transparente sobre la lámpara del buró, porque esa indefinida niebla luminosa define su espíritu. Su comida es frugal, por esto coloca cadenas en los refrigeradores de casa, por esto coloca hielo en la entrepierna de sus amados. Su entretenimiento favorito es mirar a través de las cortinas. Le gusta ver lo que los hombres y mujeres hacen en las plazas y en los parques, lo que hacen en las esquinas y adentro de los locales, como estéticas o restaurantes. Le fascina advertir los movimientos leves que las mujeres hacen debajo de las mesas; le emociona ver la reacción de los hombres que se sorprenden ante el pie que sube por su muslo o la mano que resbala por debajo de la cintura. Se sube a las mesas, pero cuando todo mundo cree que se quitará las zapatillas y bailará al ritmo de una bachata, ella juega a que es el viento y se esfuma detrás de las montañas, detrás de la mecedora donde, por lo regular, dormita el abuelo. El abuelo que tanto la amó de niña, el viejo que le contó historias de callejones iluminados con anuncios de neón, de moteles y de cafés de chinos. Sus labios siempre tienen el ritmo de un grifo que gotea y el color de la escoba que barre el salón de baile; sus ojos tienen el aroma de un rap, y el color de su cabello posee la tibieza de la mujer que saca un pecho para alimentar a la hija del fuego. Es la mejor compañía para una noche de fuga, y es la mejor luz para el silencio de la tarde. Para todos aquellos que aspiran a tener a una mujer mano neón en su lecho, les confío un secreto: a ella le encantan los hombres que usan corbatas de color blanco, así como los hombres que, de manera sosegada, avientan al abismo sus lienzos intrascendentes. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que mueven las manos como si fuesen tortugas a medio mar, y mujeres que para amar mueven el sueño y medio de la tortuga.

miércoles, 2 de mayo de 2012

INSTRUCCIONES INICIALES PARA ESCRIBIR UN CUENTO INOCENTE

-¿Ya cerraste la puerta? -Sí. -¿Con seguro? Rosy siempre comprueba si puse seguro. Ella entra primero a nuestro cuartito, como gatito se pone en cuatro patas sobre el piso de madera del pasillo, mueve la colita y avanza con lentitud, maullando, como si quisiera poner sobre aviso a un posible ratón que estuviese escondido en una esquina. Yo la sigo, como si ella fuera la locomotora y yo el cabús del tren. Ella mueve su cabús como si fuese una de esas mujeres que vemos en las esquinas cuando regresamos del teatro, por la noche. Yo la veo como veo que los hombres miran a esas mujeres, mientras fuman cigarros y beben cerveza, sentados sobre la barda que separa la plaza del patio trasero del convento. Mis manos se apoyan sobre las huellas que ella va dejando con sus pies, enfundados en sandalias. Chucuchucu, chucuchucu, canto. Ella mueve la cola como una gatita y yo soy el cabús del tren. Chucuchucu, chucuchucu, canto, en voz baja, para que ella no vaya a descarrillar, como descarrillan los trenes en la India, donde los vagones se llenan de personas, como teteras rebosantes. Nosotros no permitimos que a nuestro tren suban los que huyen de su patria. Los durmientes son tan frágiles. Chucuchucu, chucuchucu. Entramos. El cuarto es muy pequeño, tan pequeño como la cáscara de nuez. Una vez lo medimos. Ella se acostó a lo largo y yo a lo ancho. Dos veces cupo mi mano entre su cabeza y la pared. Una vez cupo su mano entre mis pies y la pared. De este tamaño es. Nosotros somos niños de ocho y nueve años. El cuarto es pequeño, nosotros también somos pequeños, somos del tamaño de nuestro cuartito. Una vez pregunté: ¿dónde jugaremos cuando seamos grandes?, y Rosy lloró, quedito, para no despertar a sus papás y dijo que nosotros no creceremos. ¿No he visto los cipreses que circundan la casa? ¿No he visto que tienen años de estar del mismo tamaño? Nosotros seremos como cipreses. Nuestro cuartito se parece al baño de aquel hotel de Acapulco al que fuimos de vacaciones. Aquel estaba lleno de cucarachas y sus paredes con papel tapiz parecían sudar como sudábamos nosotros. Nuestro cuartito no tiene cucarachas pero tiene el mismo olor de aquel cuarto de hotel. Es muy caliente. El cuarto sólo tiene una mesa. Nosotros jugamos debajo de la mesa. La primera vez que Rosy me invitó a jugar adentro del cuartito, abrí la puerta y me topé con un muro de cartón. Ella luego me explicó que su mamá colecciona cajas de cereal. El cuartito, que de inicio estaba destinado a ser el comedor del abuelo, se convirtió en el coleccionador de cajas. La mamá usó la mesa para guardar las cajas. Llegó el momento que las torres fueron tan altas que llenaron el espacio superior de la mesa. Fue tanto el cartón de este mar que el foco se ahogó y sólo de puro instinto la mamá prendía el foco cuando metía una caja. Sólo el espacio de debajo de la mesa quedó libre. Por esto, cuando Rosy pidió permiso para que jugáramos en el cuartito debajo de la mesa, la mamá nos amenazó con retirar el permiso si tocábamos sus cajas. ¿Ya cerraste la puerta? Me pregunta siempre y yo, siempre, le digo que sí, que ya lo hice. Pero ella, siempre, desconfía y prueba con su mano si ya tiene seguro la puerta. Adentro está totalmente oscuro. Hace calor como si fuera un temazcal, como si fuera el baño de la casa de la tía Romelia, de Tonalá. Apenas entramos comenzamos a sentir ganas de quitarnos la ropa. Está totalmente oscuro, como si fuese un horno para hacer pan. Rosy mete una vela y una caja de cerillos. Cuando la puerta está cerrada ella, a tientas, busca la vela y los cerillos. A veces siento su mano sobre mi rodilla y me pregunta: ¿Acá está la vela? Su mano sube por mi muslo, lo recorre con el temblor del ciego sobre la pared. Yo cierro los ojos. No sé para qué si todo es un oscuro total, como de antes de la creación del Universo. Su mano se detiene. Ella mueve la caja de cerillos en mi oreja y ríe. Acá están los cerillos, dice. Prende uno y busca la vela y hace la flama. Con la vela de lado chorrea unas gotas de cera y pega la vela al suelo. Entonces es el instante en que debemos hablar quedo y movernos lo mínimo a fin de que nuestro viento no apague la vela, porque (es nuestra regla) cuando la vela se apaga el juego termina. A nosotros no nos gusta que se apague la vela, no nos gusta que se apague nuestro juego. Afuera oímos que María barre el pasillo. Un poco de polvo entra por debajo de la puerta. Reímos. Hace tanto calor que pensamos que estamos en el desierto, arriba de una duna y una tormenta de arena nos amenaza. No lo decimos, sólo lo pensamos. Instintivamente nos llevamos los dedos a los ojos y nos limpiamos. Ella acerca un dedo a la pared del fondo del cuarto y lo levanta. La flama bailarina hace que el dedo también juegue sobre la pared. Es la señal para que comience el juego. Ahora juguemos al gusanito y a las adivinanzas bobas, me dice, en voz baja, casi casi en susurro. Yo, apenas entreabriendo los labios, digo que sí, que ese juego me gusta. Sudo. Hace tanto calor adentro. Afuera, María sacude los libros que están en el librero del pasillo. Silba, mientras, pasa la franela sobre el lomo de los libros. Una vez a Rosy le sugerí que apagáramos la vela, que lo hiciéramos como habíamos visto lo hacían sus papás cuando, desnudos, se metían debajo de las sábanas de su cama. Lo dije en voz baja, casi casi jadeando, como oía que jadeaba la mamá y el papá, bajito, para que los niños no nos enteráramos y ella, Rosy, lloró. Me dijo que no quería ser grande, me dijo que le gustaba la luz de la vela. Pero luego vi que sonrió, se limpió las lágrimas con la manga de la blusa y sopló la flama. Todo quedó oscuro. Ella siguió llorando, bajito. Me dijo que no volvía a jugar conmigo. Abrió la puerta y, con sus pies, me empujó hacia afuera. Cerró la puerta. Yo me recliné contra la pared y esperé que saliera. ¿Me perdonas?, dije. Claro, tonto, me dijo. Pero no vuelvas a pedirme eso. Me da miedo la oscuridad. ¿Sabías que duermo con la luz prendida del velador? Y me contó que, más niña, un lobo había entrado a su cuarto, había entrado porque estaba oscuro y el lobo huyó por la ventana sólo cuando la mamá entró corriendo al cuarto y prendió la luz. Los lobos malos, osito mío, me dijo, aparecen cuando todo está oscuro. ¿Entiendes? Yo dije que sí y prometí no volver a pedirle que apagáramos la vela.