lunes, 28 de noviembre de 2011

COMO SI FUESE EL GUGGENHEIM




Fui al Centro Cultural Jaime Sabines, de la ciudad de Tuxtla. Esa mañana el clima estuvo condescendiente con mi aversión al calor. Estaba casi fresco. Bajé por la escalinata principal que da acceso al Centro. A mi izquierda vi un grupo de jóvenes sentados en los escalones. Ellos, con mochilas, en mangas de camisa, con playeras de colores fuertes, con pantalones de mezclilla, zapatos sin lustrar o con tenis, bromeaban. Una muchacha bonita, recargada sobre un murete me vio y sonrió. Estuve a punto de acercarme a ella para preguntar qué hacían en ese maravilloso espacio cultural, pero mi ancestral timidez lo impidió. Trastabillé tantito y seguí bajando los peldaños (me puse colorado sólo de pensar que hubiese yo trastabillado de más, caído y rodado al suelo. ¿Cómo los tímidos solucionamos una situación ridícula?). Me encaminé a la librería. Otro grupo de jóvenes (apenas doce o quince) estaba al lado de unos paneles. Entré al local. Un muchacho acomodaba libros en un estante, una muchacha anotaba algo en una libreta en el área del pago.
Mientras revisaba la mesa de novedades, pensé en los dos grupos de jóvenes. El de la escalera parecía gozar de ese ocio bendito que se comparte con los amigos; el de los paneles transmitía la misma sensación, pero algo los diferenciaba. ¿Qué?
La muchacha de la librería me dijo que no, que el libro de poemas de Hernán León, no estaba a la venta. ¿Y el de Yolanda Gómez Fuentes?, pregunté. Tampoco, me dijo, después de teclear y revisar la pantalla. Iba a preguntar por mi librincillo “Conjuros”, pero me contuve. Sabía la respuesta de antemano.
Elegí una novelilla de Isaura Contreras y un poemario de Claudia Posadas (“hay que consumir lo que Coneculta produce”, pensé y luego sonreí tantito). Pagué. Salí. No sé por qué siempre que voy al Centro lo veo oscuro. Pero, de pronto, algo sucede y la luz se hace. Esa mañana también ocurrió el prodigio. Al fondo, estaba mi amigo Gustavo Ruiz Pascacio, desmontaba una exposición de pintura. Me acerqué, lo saludé y, dos minutos después, también se acercó alguien a saludarlo (luego supe que era la Licenciada Sonia Canedo, de la Coordinación de Vinculación de la Universidad Maya). Ella comentó a Gustavo que ya habían instalado la Muestra “Mirada UM”, serie de trabajos realizados por los alumnos de la Licenciatura en Mercadotecnia y Publicidad, y que, en petit comité cortarían el listón. Ella se despidió y tres minutos después hice lo mismo. Caminé con rumbo a la salida y vi a los estudiantes de la Universidad Maya, en la ceremonia inaugural de su exposición. Eran pocos. ¿Qué trascendencia de ese instante en el tiempo del universo? Tuxtla seguía su caminar frenético. Pero ellos, los alumnos de la Maya, habían formado una pausa en el Centro, como si fuese un Mandala. Pausa que fue interrumpida por el aplauso de todos (apenas doce o catorce) a la hora del corte del listón. Y luego un bocadillo y la visita a la expo y los comentarios. Y pensé que más tarde, horas después, los frecuentadores del Centro se pararán frente a las mamparas y verán los trabajos expuestos. Un poco como si ese espacio fuese el Guggenheim y los alumnos jugaran a ser Jackson Pollock o Andi Warhol.
Quise ir por los muchachos que estaban sentados en las gradas, pero, ustedes saben, mi timidez. Ambos grupos de muchachos gozaban de ese ocio bendito que da luz al corazón, pero algo los diferenciaba. ¿Qué?
Di una vuelta por la exposición y luego subí las escaleras para salir del Centro. Busqué a la muchacha bonita del murete, estaba sentada al lado de un muchacho, él le besaba el cuello. Ella me vio, sonrió. Yo me puse colorado. Salí. Las hojas de los framboyanes apenas se movían, pero estaba fresco.

viernes, 25 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA POSEE MIGAJAS DE SOL




Querida Mariana: ¡vivimos gracias al aire!
La palabra es el aire para nuestra memoria y para nuestra inteligencia.
“A ver, chitirís -me decía doña Chonita-, dejá de respirar un ratitío y mirá qué te pasa”. Y yo jugaba, me cubría la nariz con los dedos índice y pulgar hasta que no podía más, retiraba mis dedos y, abriendo la boca, jalaba aire, ¡mucho aire! “¿Qué sentiste?”, preguntaba la mujer, mientras se secaba las manos con el delantal. ¡La muerte, doña Chonita!, decía yo y ella lo celebraba: “¡Ah, ya lo miraste!”, y convertía su boca en una rebanada de sandía. Con la tranquilidad de quien posee la verdad, Doña Chonita seguía cortando el palmito, bien fino, sobre una tabla de madera, para echarlo al pomo donde estaban las demás verduras para el chile en vinagre. Me gustaba ese instante en que la asfixia me oprimía y yo, desesperado, volvía a jalar aire, era como tener plena conciencia de un acto que repetimos cientos de veces al día y lo ignoramos.
No valoramos el prodigio del aire. De igual forma, a veces, ignoramos a hombres y mujeres que son aire para nuestro espíritu.
Elena, el otro día, me dijo: “Extraño mucho a mi abuelita” y me contó todo lo que ella había significado en su vida. La abuelita murió hará cosa de dos o tres años. Elena me dijo: “Mi abuelita era ¡mi aire!”. ¿Mirás cómo hay seres que son como el viento? Basta subir a su montaña y abrir los brazos para recibir el latigazo afectuoso de la vida. Pero, ¡es una pena!, con frecuencia olvidamos esas cimas luminosas. Estamos tan metidos en este arguende que llamamos vida (trabajo, oficios de casa, escuela, pantallas de computadora, lecturas de tvnotas, películas, series de televisión) que nos olvidamos del sencillo acto de intercambio de palabras con nuestros mayores, con nuestros padres y abuelos; nos olvidamos de esa trasfusión de aire ¡tan necesaria! Por esto, el otro día me dio mucho gusto toparme con doña Bety Mandujano de Ruiz, una comiteca bellísima que, sin proponérselo, preserva mucho de nuestra identidad en libretas. En la libreta que me prestó encontré muchas bombas comitecas, palabras comitecas en desuso y una extensa relación de apodos comitecos. Esa libreta es como uno de los salmos para nuestra identidad.
Por fortuna, para el candil de mi vida, pepené muchos hilos que doña Chonita me regaló. Mientras ella hacía las bolitas de masa para las tortillas yo escuchaba, sentado en una silla bajita, todas las anécdotas que me contaba. Su palabra era como el aire que abrillantaba la brasa de mi fogón. Mientras sus manos hacían soles con la masa yo sembraba árboles de palabras en mis ventanas.
En ese tiempo no sabía que la mujer hacía un tachilgüil con las palabras, porque mezclaba las que nos heredaron los españoles con aquéllas que fuimos tomando prestadas de lenguas indígenas cercanas; tal vez: tojolabal y chol. Esta mezcolanza es lo que hace tan particular a nuestro lenguaje comiteco. Nuestras palabras vuelan a gusto por ambos cielos y borran esas líneas estúpidas que se llaman frontera.
Los académicos dicen que nuestra lengua española contiene unas 80 mil palabras. ¡Uf, qué prodigio!; pero a la vez afirman que, actualmente, usamos muy pocas, debido a que los medios de comunicación sólo emplean un oleaje mínimo de ese mar. Cada vez nuestros arrecifes reciben menos zarandeadas. Los jóvenes (dicen los mismos académicos), emplean no más de trescientas palabras para comunicarse. Óscar Bonifaz cuenta que dos estudiantes llegaron a verlo y cada vez que decían algo comenzaban con: “Lo que pasa es que…”
Y sí, lo que pasa es que nos hemos ido quedando sin palabras porque cada vez nos alejamos más de las fuentes donde mana el agua.
Los comitecos (lo hemos dicho muchas veces), al tiempo que hemos reducido nuestro bagaje lingüístico español, hemos ido botando nuestra herencia dialectal indígena.
Antes, muchas personas se ponían pandos del coraje cuando miraban un “cotz” pintado en la fachada de su casa. ¡Ah, cómo se enojaban! Si alguien les hubiese dicho que años después sus fachadas estarían pintadas con grafitis que saber qué dicen, estoy seguro habrían cambiado de actitud. El “cotz” era nuestro, en cambio, el grafiti es algo ajeno a nuestra identidad. Los jóvenes de hoy se han apropiado de algo que, tal vez, no tienen mucha conciencia acerca de su simbología, pareciera que es un mero acto de imitación. Hoy, el “cotz” ya se perdió (bueno, Marianita, digo que se perdió la palabra, porque los comitecos siguen siendo muy arrechos con eso de darle gusto al cuerpecito).
En la libreta que me prestó doña Bety encontré muchas “bombas” (que no lo vayan a saber en la Casa Blanca porque son capaces de acusarnos de terroristas y enviarnos un comando “rápido y furioso”).
Quién sabe si en las fiestas actuales “echan bombas”. Antes, cuentan los mayores y doña Bety lo corrobora, en los guateques era costumbre que la marimba hiciera una pausa para que uno de los bailadores, a mitad del patio lleno de juncia y debajo del manteado, dijera una bomba. “¡Bomba, bomba! Cuando vayás al mar / no te metás en lo hondo, / porque vienen los pescados / y te pican lo hediondo.”, y la gente aplaudía, zapateaba de la risa y se metía un su pitutazo de comiteco.
Pero no sólo bombas tiene apuntadas doña Bety, también aparece un glosario que dice: La mayoría de la juventud presente no conoce:… y viene una relación amplia de palabras que los comitecos empleaban y que ahora ya no son usadas.
Si, como digo, Marianita de mis salvadillos, las palabras son nuestro aire, nuestros globos cada vez están más como condón usado. ¡Nos hace falta aire para respirar, para llenar de luz nuestros cielos!
Algunas palabras que son el pan de mi mesa las aprendí de doña Chonita. Si seguimos al ritmo que ahora tenemos, llegará el día en que los encargados de trasmitir las palabras no tendrán qué dar, abrirán sus manos y sólo hallaremos un lenguaje reducido a su mínima expresión.
Los académicos (¡de nuevo!) dicen que para incrementar nuestro baúl de palabras es preciso leer, leer mucho y bueno. Yo agregaría, mi niña bonita, que también se vale recuperar esas veladas donde, al amparo de la brasa del fogón o en la penumbra del sitio, debajo de un árbol, escuchábamos maravillados los relatos de los abuelos. Éstos nos contaban leyendas y cuentos de nuestras tierras y lo hacían con el aleteo de nuestros modismos y regionalismos. Los chiquitíos de esos tiempos, con las manos adentro de las bolsas de la chamarra, oíamos asombrados cuentos de fantasmas. Mientras la brasa de carbón hacía nacer luciérnagas en medio de la ceniza, nosotros sentíamos cómo la babosa del miedo nos recorría y untaba su baba en las palmas de nuestras manos. ¿Qué pepenábamos en esas noches? ¡Palabras! ¿Hay algo más valioso que la palabra? La palabra hace al objeto, a la persona. Si ahora digo, por ejemplo, Reynaldo Avendaño, de inmediato, quienes lo conocieron evocan al maestro de la escuela secundaria y preparatoria que impartía la clase de Ejercicios Lexicológicos y, tal vez, lo recuerden vestido con su traje café oscuro y con su caminar calmado; tal vez lo recuerden con el libro en la mano, dictando: ¿Cómo como? ¡Como como como! Por esto dije, querida mía, que la palabra es como el aire para nuestra memoria y para nuestra inteligencia. La palabra llena los huecos que el tiempo insiste en abrir. Por esto, lo que hace doña Bety es infundir aire a nuestros pulmones y a nuestros corazones. ¿Hay algo más importante que compartir vida? Fuera bueno que el Consejo Ciudadano de Cultura de nuestro pueblo, ahora que José Antonio Aguilar Meza, nuestro presidente municipal, -¡en buena hora!- está publicando una serie de librincillos de autores comitecos, propusiera que estas piedritas brillantes, preservadas por doña Bety, se publicaran en la Serie La lectura, más cerca de ti. ¡Fuera bueno!
Doña Chonita murió hará cosa de dos o tres años (igual que la abuelita de Elena). Ya no está para trasfundir aire a las palabras. Ya no está para decirme que juegue a que me hace falta el aire.
¿En dónde, Marianita, están los jicalpextles para tomar nuestra palabra?
Pd. Fuera bueno que los directores de las escuelas primarias invitaran a los mayores. Fuera bueno que los invitaran para que en los patios de las escuelas, ellos se sentaran debajo de un árbol (si es que hay) o se recargaran en una columna para contar cuentos. Que los niños se sentaran en el suelo y rodearan al abuelo para oír leyendas. Por ahí, Mariana bonita, por ahí se colarían las palabras nuestras, las que nos dan identidad; por ahí, algunos de esos niños pepenarían algunas de esas palabras y las restregarían en su corazón para siempre. ¡Nos hace falta oírnos! Ahora oímos muchas palabras de gente ajena (que a fuerza de costumbre nos han querido decir que son nuestros). En la televisión oímos las palabras de los artistas y comediantes de estos tiempos. ¿Y cuándo, y a qué hora, oímos las palabras de los nuestros, de nuestros viejos comitecos? Fuera bueno que abriéramos nuestros corazones al agua de nuestros ríos. Sigue siendo agua limpia, sigue siendo oxígeno para nuestra imaginación, ¡aire para nuestro espíritu!

YO TAMBIÉN ME LLAMO CHIAPAS


Al bajar del camión que me trasladó de Tuxtla a Comitán, fui a la casa de Manolito. Manolito Alcancía es un niño de trece años que anuncia a viva voz los avisos en el barrio. Él cobra cien pesos por hora. “¿Qué debo avisar?”, preguntó y tomó lápiz y cuaderno. Me senté y, mientras él escribía sobre la mesa del comedor, le dicté: “Alejandro Molinari avisa a todos sus lectores que ya recibió respuesta a la Carta Abierta que dirigió a la Directora de Coneculta Chiapas”. Manolito abrió la mano y dijo: “No es desconfianza, pero si puede pagarme de una vez, lo agradezco”. Le pagué los doscientos pesos de las dos horas contratadas. Él se persignó con el billete y luego entró a la cocina para entregarlo a su mamá.
Mis lectores saben que dirigí una carta a la Licenciada Marvin Lorena Arriaga Córdova donde solicitaba diez minutos para que las autoridades de Coneculta leyeran el inicio de mi novelilla Yo también me llamo Vincent. En caso de que tal texto tuviese el mínimo de calidad solicitaba, atentamente, con el derecho de creador chiapaneco que me asiste, la publicación en papel (mil ejemplares, con portada e interiores decentes). Si en tal lapso de lectura consideraban que la novelilla no reunía la calidad mínima debían botarla al basurero (nunca fuera de éste para no contribuir a la contaminación). Al final de la carta solicitaba, asimismo, una respuesta.
El pasado 14 de noviembre recibí un correo electrónico de parte de la Licenciada Liliana Liévano, Secretaria Particular de la Directora: “En atención a su Carta Abierta publicada en El Heraldo, con fecha 7 de noviembre del presente año, la Licenciada Marvin Lorena Arriaga Córdova, Directora General del Coneculta, le ofrece con gusto una audiencia”.
El oficio de Manolito es pararse a mitad de la cuadra y, con voz fuerte, dar a conocer los avisos que los vecinos del barrio le encargamos. Luego se para en las esquinas y hace, con placer, su labor de vocero. Es un personaje que se ha vuelto muy cercano a todos los vecinos. Si el aviso es de júbilo pone su cara de campo lleno de Sol; cuando el aviso es fúnebre, por ejemplo, su rostro se convierte en ala de zanate.
Nunca solicité una audiencia, pero consideré un honor ir a recibir la respuesta a mi petición en voz de la encargada de la cultura del Estado. Así trepé a mi camión el martes (día de bloqueo magisterial) y, por la carretera antigua de San Cristóbal a Tuxtla, bajé a la capital. Me presenté diez minutos antes de la cita y (cosa que agradezco) todas las personas que me atendieron fueron muy amables. De manera especial, la Directora me concedió un trato con amabilidad y respeto, casi afectuoso, diría yo.
A la hora acordada, entré a la oficina de la Directora y supe que, no sólo me dedicó los famosos diez minutos solicitados, sino que destinó más tiempo, a mi obra y a mi persona. “Me comprometo a publicar tu novela y a subirla a la página del Consejo, en archivo pdf, para que los lectores de todo el mundo la puedan bajar”, dijo.
En esta ocasión la atenta solicitud que hice tuvo respuesta positiva. Al salir del encuentro pensé que se había valorado la obra de un creador, sin influencias ni compadrazgos. Fue un acto donde expuse el derecho que me asiste al ser un escritor que solicitó apoyo de la instancia gubernamental cuya misión fundamental es, precisamente, la de respaldar la creación.
Por lo anterior, llegando a Comitán le encargué a Manolito avisara a mis lectores que, contra la apuesta de varios amigos que dijeron mi petición sería ignorada, tuve respuesta. Alguno de estos días, mi novelilla estará a disposición de los lectores que prefieren esa cercanía con ejemplares que se ponen a la venta en librerías (¡Dios bendiga estos espacios, siempre!) y pueden llevarse de un lado a otro, debajo del brazo.
Dos días después, Manolito tocó en mi puerta. En cuanto abrí dijo: “Dos personas me regañaron, porque no pude decirles cuál era la respuesta. Pero, yo les dije que Usted nada más me había pagado por decir lo que dije. Además, yo no doy información, sólo avisos. Ya enojado, les dije que si querían saber la respuesta que usted recibió pues que leyeran El Heraldo de Chiapas”.
Por eso, ahora, para esas dos personas interesadas, escribo esta Arenilla, donde, con gusto redoblado, digo que Yo también me llamo Chiapas, como Chiapas se llama cada uno de los habitantes de este maravilloso estado.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

LAS PAREDES DE ENFRENTE




Uno de estos días falleció Raymundo Jiménez Guillén. Dos veces, tal vez, me topé con Raymundo en la calle, pero nunca hablamos. Supongo que él fue para mí lo mismo que yo fui para él: un rostro conocido. Él y yo fuimos como esas fachadas de casas que nos son cercanas porque caminamos por sus calles, pero a las que nunca entramos. Raymundo, me cuentan, fue una casa con zaguán luminoso. Los comitecos somos casas con patios y sitios llenos de Sol. Es más, los de la generación de los cincuentas somos casas con portón abierto, porque crecimos con esa costumbre. En nuestros tiempos las casas permanecían con las puertas abiertas porque la gente era muy respetuosa y no existía la inseguridad actual. Pero, la casa de Raymundo me fue ajena. La vida nunca provocó esa causalidad que genera el encuentro; sin embargo, el destino hizo que, recientemente, entrara a la casa de su hermana Malena, quien es la Coordinadora del Consejo Ciudadano de Cultura de Comitán. Ella condicionó la aceptación del encargo, dijo que aceptaba si yo la apoyaba como Secretario Técnico. Entonces, Malena y yo coincidimos y un día me platicó que su hermano estaba enfermo, que en múltiples ocasiones lo trasladaban en ambulancia a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez porque estaba malísimo y toda la familia se preparaba para el desenlace, pero él, “muerto” de la risa, volvía a la vida y regresaba a Comitán, campante, y pedía que le celebraran su cumpleaños, con marimba, con traguito, con harta comida, para recibir dignamente al bonche de amigos. Y todos sus hermanos, generosos, le cumplían su deseo y él se hamaqueaba de la risa.
Por eso ahora, que me enteré del fallecimiento de Raymundo, miré a la ventana y lo vi como uno de esos pájaros que llegan a picotear los cristales y hacen que uno interrumpa la lectura del libro o la escritura de un cuento, un poco molesto; pero dos segundos después, cuando el pájaro ya voló, uno se queda viendo el árbol o el cielo y entiende que ese picoteo era un mensaje.
Por esto, ahora escribo de él. Si el lector ve con detenimiento la fotografía verá el río que fue su vida. El día que lo enterraron muchos de sus amigos asistieron. Yo, desde lejos, los miré apesadumbrados, pero los vi alegres, como se ven esos patos que acaban de retozar en las aguas transparentes de una poza.
Esta Arenilla, más que palabras contiene la imagen de la fotografía que comparto. Las palabras no logran extender la sonrisa como él, a manera de red, la tiraba sobre la laguna de su corazón para pepenar quién sabe cuántos peces, saltarines, plateados.
Malena me contó que él siempre fue así, con una mezcla de despreocupación ante la vida, porque qué le puede preocupar al hombre que recibe el viento confiado en que es un árbol, una montaña, un fragmento de cielo.
El día de su entierro estuvieron presentes todos sus hermanos (Raúl, quien fue mi compañero en la Preparatoria, voló de Tlaxcala para estar ahí). Estoy seguro, porque así lo advierto, Raymundo seguirá con ellos. Y seguirá con ellos porque ésta es como una ausencia falsa; como un viaje a Tuxtla. Ahí está él con su sonrisa de pescador, gozando del viento, del agua, del dulce zangoloteo que le provoca su hijo cada vez que se trepa sobre su panza, llena de tubos, y cabalga. Porque, en la vida real, también, muy cerca de nosotros, existe El Cid, que sigue ganando corazones aún después de muerto.
Un abrazo a doña Adriana, a Malena, a Raúl y a todos los hermanos y familiares; con un agradecimiento por dejarme entrar a su casa y conocer, aunque haya sido un instante, el patio generoso de Raymundo.

LOS EXTRAÑOS DE LA MONTAÑA

Llegaron una mañana. Eran las once con veinte.
Armando, que había ido a tomar fotografías a la montaña, vio el destello en el cielo y, como si siguiera una orden, miró su reloj, en lugar de tomar su cámara y enfocar. La línea de fuego desapareció detrás del Monte Manogoch. El fotógrafo pensó que era un meteorito.
En el pueblo pocos se dieron cuenta. La mayoría estaba en sus actividades. La gente caminaba con rumbo al mercado; el afilador, montado en su bicicleta, tocaba el silbato, mientras las mujeres se asomaban en sus ventanas. Apenas José, el campanero del templo de San Caralampio, vio algo a lo lejos, lo vio perderse detrás del horizonte.
A la hora que llegaron, Pedro, en su casa, desgranaba maíz. Levantó la cara cuando escuchó un ruido como de cacerolas golpeándose en el viento, dejó la mazorca sobre la silla de madera, se levantó y fue a la ventana de la cocina. Alcanzó a ver una línea, como esas que dejan los aviones a chorro.
Los esperamos desde siempre, pero cuando llegan pocos lo advierten. Julio Cortázar escribió que la noticia del siglo será el derrumbe de la Torre de Pisa; pero Andrés de la Cortina lo niega y asegura que la noticia más impactante será la llegada de ellos. Y esto, de acuerdo con los testimonios, sucedió en Comitán a las once con veinte de la mañana del 4 de abril de dos mil diez ¡y nadie -salvo Armando, José y Pedro- lo presenció! (sin duda, este suceso se ha dado en el transcurso del tiempo, pero no está registrado en algún documento. Acá en Comitán hablan de gente especial que un día llegó y se quedó a vivir. Sus bisnietos caminan ahora por estas calles).
Llegaron y se dispersaron. Activaron el botón desintegrador y la nave, que (ellos lo sabían) era una chatarra tomada del campo Sisoustux, se volvió polvo.
Ese día, a las tres de la tarde con veintidós minutos, dos extranjeros llegaron a la casa de don César y pidieron ver la casa que estaba en renta; asimismo, dos mujeres de piel blanca y ojos azules, se registraron en la Posada Mesón de los Ángeles y luego fueron a comer al Restaurante Alis.
Los cuatro estuvieron viviendo en Comitán, hasta el día de ayer en que desaparecieron. Las mujeres vivieron en una casa de por el rumbo de Los Magueyes.
Un día, Pedro preguntó: ¿a qué se dedicarán esos hombres y mujeres que llegan al pueblo y no hacen más que caminar por las calles, con vestimenta similar a la que usaban los hippies de los años setentas y que hablan con cierto seseo, como si fuesen españoles? Unos dicen que son espías de la CIA. ¿Tantos en el mundo? Porque el suceso del cuatro de abril fue un acto que se repite en todos los lugares del mundo, con frecuencia. Cada vez que alguien asegura haber visto algo en el cielo, algo que no es un avión, ni un satélite, ni un meteorito, ni los restos de una lluvia de estrellas, sin saberlo ha sido testigo del arribo de ellos.
En todo el mundo, llegan, desintegran la nave y se dispersan. Tal vez ellos conocen un mecanismo para volver a integrar todas las partículas y regresar a su lugar de origen, porque a veces, sin motivo aparente abandonan la ciudad y nunca más se sabe de ellos. Los del cuatro de abril se fueron ayer. ¿A qué vinieron?

viernes, 18 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA IDENTIDAD ES UN ÁRBOL SIN PODA




Querida Mariana: mi mamá dice: “Dios da para todos”. “Sí -dice Alondra- pero no da parejo”. A algunos les da más, a otros menos. La convicción de mi mamá es que todo mundo recibe.
Pareciera que Dios no está en relación directa con las cosas materiales, sus dones pertenecen al mundo de lo verdaderamente trascendente. Así, todo mundo recibe el aire, el Sol, la lluvia y el aroma de la menta ¡a manos llenas!
En cualquier esquina compramos un mejoral para paliar un dolor de cabeza, pero ¿en dónde compramos eso que se llama armonía o eso que se llama plenitud? Estos “productos” sólo se adquieren en el changarro de Dios, que es un poco decir ¡nuestro interior!
En los años setentas, en la vieja cancha “Pantaleón Domínguez”, donde jugaban básquetbol, era costumbre decir: “¡Andá a comprar puntería en la tienda de doña Mariana!”, a la hora que un jugador fallaba el enceste.
Jorge asegura que cada uno recibe de Dios lo que merece. Como a mí no me gusta polemizar en temas religiosos, abro la mano y recibo lo que buenamente Dios me concede y, al tiempo, abro mi corazón, de manera generosa, para agradecer los dones. En medio del agradecimiento pido que Comitán no se nos deshaga en las manos, en la misma forma que otras ciudades han perdido su identidad, por abandonar lo suyo e ir detrás de lo que el resto del mundo ofrece.
Héctor Cortés Mandujano, talentoso narrador y dramaturgo chiapaneco, impartió un taller de narrativa en fechas pasadas. Él me dijo que no conoce la Proveedora Cultural. Le platiqué que es una librería que tiene más de cuarenta o cincuenta años sirviendo a Comitán. Pocas librerías en México han tardado tanto tiempo. ¿Cómo le hace la Proveedora para seguir firme en ese camino? Me atrevo a decir que la diversificación ha hecho el prodigio. Si fuese sólo librería ¡hace años habría pasado a mejor vida! Don Ramiro Ruiz Alfonzo, en los años sesentas, tuvo la visión para convertir su negocio en lo que hoy es cosa de todos los días: una tienda departamental. No a la altura de Aurrerá o de Wal-mart, pero sí a la altura de aquella mítica tienda llamada La Popular, de don Abraham Gutman, que vendía de todo. Mi papá me contaba que la tienda de Tío Víctor Domínguez, en San Cristóbal de Las Casas, también era una negociación donde vendían muchos chunches. Mi papá trabajó ahí, de niño y de adolescente.
Pero, en nuestro pueblo la mayoría de tiendas es “especialista”, que quiere decir “poquititera”. Los tendejones y misceláneas venden dos o tres chunches, ¡no más! ¿Cómo Dios envía su ración a estos sus hijos? La gente que acude a los grandes consorcios comerciales siempre argumenta que ahí “encuentra de todo” y esto es así porque son emporios económicos. ¿Cómo doña Elenita puede llenar sus estantes si apenas tiene para comprar unas tostadas, unos turuletes, unos cuantos refrescos, cajetillas de cigarros (de los más baratos) y dos o tres latas de sardinas?
Héctor me cuenta que tiene una costumbre. Una costumbre que a mí me sorprendió y me hace reflexionar. Al pueblo que llega pregunta por las librerías y visita una o dos (por su oficio de escritor viaja a muchas ciudades impartiendo talleres o presentando obras teatrales o presentando libros). Visita aquellas librerías que no son famosas. En cada una de ellas compra uno o dos libros. Dice que lo hace para que los dueños no se decepcionen. Lo que Héctor hace sirve para alentar a los pequeños comerciantes, ¡los magníficos sobrevivientes de estos tiempos de globalización!
Tal vez sea esa la manera que Dios tiene para repartir. A unos les da mucho para que éstos abran sus manos y den a otros. Después de todo eso es la mística del comercio y de los servicios.
Si es cierto lo que mi mamá dice ¡Dios ha otorgado dones a todas las ciudades del mundo!, pero ha sido más generoso con este pueblo que se llama Comitán. Basta mirar sus calles, sus patios y las manos que se abren como flores en los mercados, para entender que los comitecos somos sus consentidos.
Los cronistas dicen que desde 1950, con la construcción de la carretera internacional, ¡Comitán se abrió al mundo! Desde entonces, este pueblo recibió influencias ajenas. En los últimos tiempos, nuestras costumbres comerciales recibieron un impacto fuerte: la llegada de los grandes consorcios comerciales provocó un cierto olvido a la tienda de la esquina.
La llegada de las grandes tiendas debemos entenderla como parte del desarrollo normal de los pueblos. Pero tal apertura no debe significar el cierre de los negocios comitecos pequeños. Insisto en que la llegada de la hamburguesa no puede desplazar al pan compuesto. Los comitecos estamos hechos de panes compuestos, de turuletes, de taquitos de papa y de chimbos. Si los comitecos dejáramos de consumir la chanfaina, la butifarra y el chicharrón de hebra, ¿qué seríamos?
El problema económico de nuestros tiempos es la concentración de la riqueza en muy pocas manos. No existe una distribución equitativa. Cuando los comitecos compramos un kilo de azúcar, un refresco, unos cigarros, unos chimbos, un pan compuesto o una ensarta de chorizos en la miscelánea de toda la vida, contribuimos a que la paga llegue a unas manos que son nuestras, que son flor de nuestro propio fogón.
Cuando los comitecos acudimos a comprar al Supermercado San Luis, por ejemplo, contribuimos a que nuestras aguas se hagan más transparentes. Los comitecos exitosos que invierten su paga en nuestro pueblo merecen nuestro respaldo.
Hubo un tiempo en que el gobierno federal lanzó la campaña publicitaria: “Lo hecho en México está bien hecho”. Tal lema trató de hacer conciencia en la importancia de valorar lo nuestro. En Comitán nunca hicimos algo semejante; nunca dijimos “Lo nuestro es auténtico y original”; por esto, un día comenzamos a comprar zapatos chinos y dulces “extranjeros”. Es bueno que existan los helados Holanda, pero es más bueno que existan las paletas de chimbo y éstas sobrevivirán en la medida que nosotros las consumamos y las recomendemos con medio mundo.
Si, equiparando la buena costumbre de Héctor Cortés, entráramos a los pequeños tendejones, los que siempre han estado ahí a media cuadra de la casa, y a los negocios grandes de los comitecos que se la juegan con nosotros, fortaleceríamos nuestra economía local. Lo deseable es que nuestra paga se reparta y no se concentre en un solo lugar.
El fomento al consumo de lo nuestro y el apoyo a los comitecos que invierten su dinero en la propia tierra para incentivar el empleo ¡nos hace bien a todos!
Doña Carmen se enojaba, en los años setentas, cuando los muchachos de preparatoria llegaban a su tienda de dulces y pedían: “Vendame’sté un pijuy”. Se enojaba y les echaba agua a los malcriados porque ese era su apodo. Ahora ¿cuáles de estas bromas se hacen en Sam’s? Abandonar las tiendas de la esquina ha propiciado la lenta desaparición de ellas y ha enredado el hilo de nuestra identidad.
El otro día, doña Tony Carboney platicó de dos personajes comitecos: don Enrique Trujillo y don Ramiro Ruiz Alfonzo y contrastó el carácter serio y enérgico de don Enrique con el carácter bonachón y alegre de don Rami. Las tiendas pequeñas eran como extensión del corredor de la casa, porque permitían la cercanía. A la hora de pagar podíamos quedarnos platicando un buen rato. Ahora en la fila de Aurrerá esto no es posible; no lo es porque el de atrás demanda prisa y porque los empleados tienen prohibido platicar con los clientes. Cuando voy a una de estas tiendas departamentales me divierto adelantándome a lo que la señorita me dirá: “¿Puedo empezar a cobrar? ¿Encontró todo lo que buscaba? ¿Requiere tiempo aire?”. A veces pienso en la posibilidad de tener un diálogo que no se circunscriba al sí o no.
“¿Puedo empezar a cobrar?” No, espérese tantito. Soy supersticioso y ahora mismo son las trece con trece, ¿puede esperar dos minutos?
“¿Encontró lo que buscaba?”. ¡Fíjese que no! Busco una sonrisa de esas que se extienden como bosque. Una vez, en Xalapa, me topé con una muchacha bonita en los portales, frente al parque, y me dijo que esa sonrisa la había conseguido una noche que estaba en Comitán. Desde entonces he tratado de conseguir una igual, pero me han dicho que está agotada. ¿Usted no sabe si para antes de navidad tendrá disponibles sonrisas de bosque?
“¿Requiere tiempo aire? No, más bien ¡me gustaría comprar aire para mi tiempo! A veces siento algo como una opresión en el pecho, ¡no, no, no es flato ni eso que ahora le llaman estrés! Más bien es algo como una nostalgia por lo que se va. ¿Usted nunca ha sentido algo como una asfixia cuando alguien sube al camión y se aleja?
Pd. Marianita de mi vida, es bueno que las grandes tiendas departamentales estén en el sitio de nuestra casa; lo malo es que, de pronto, olvidemos a la tienda de la esquina. Aurrerá existe en mil ciudades de este país, pero ¿cuántas Lupitas del Veinticinco? ¿Cuántas Lupitas de El Foquito?
¿Mirás ese prodigio que decíamos? ¡Andá a comprar “puntería” a la tienda de doña Mariana! ¿Venden “puntería” en Aurrerá? ¿Venden “pijuy” en Wal-Mart?

LOS HILOS QUE NO PUEDEN AMARRARSE




Gustavo Ruiz Pascacio y Blanca Viridiana Chanona fueron testigos de lo que contaré. Debo decir que, en la vida, hay hilos que nunca logro atar; a pesar de que mi papá siempre me recomendó no dejar cabos desatados. No sé cómo le hizo él para atar todos, de manera brillante.
Ahora, a toro pasado, puedo atar los hilos de lo sucedido, pero (pido perdón) dejaré uno a la deriva.
Viri dio una conferencia en la Casa Museo, la tarde del viernes. Pasé a dejarlos en el carro. Hacía viento (la televisión dijo que era un frente frío). Llevé el carro al estacionamiento, a cuadra y media del Museo. Caminé apresurado hacia el lugar de la conferencia. Saqué el celular para ver la hora y luego saqué los lentes (ahí, ahora puedo decirlo, ¡perdí un lente!, uno que estaba flojo. No me di cuenta de ello). Seguí caminando. Llegué a la sala del Museo y escuché la conferencia, ¡magistral!, en el amplio sentido de la palabra.
Al término, prendí el celular para ver si tenía mensajes. Saqué los lentes y vi que una de las micas ya no estaba. Bromeé con una amiga, metí el dedo por el hueco del lente y le dije que no era alguna alusión sexual, sino simple constancia de que, a partir de ese instante, me podía decir “El Pirata Parchado”. Ella rió. Pensé que al día siguiente debería comprar otro par de lentes. Dos minutos después, el círculo de amigos sabía que sólo miraba con un ojo y, como siempre sucede, sugirieron iniciar una búsqueda, pero me negué. Ya había revisado mis bolsas, la banca donde estuve sentado, el corredor por donde había caminado. Ya había hecho una imagen mental de mi recorrido y no daba dónde pudo haber caído.
Viri guardó su laptop y a Gustavo le pregunté qué deseaba hacer: cenar, dijo. Sugerí panes compuestos. Aceptaron. Caminamos hacia el estacionamiento. Viri y yo, adelante; Paty y Gustavo, detrás de nosotros. Al llegar frente al parque, Viri subió el cierre de su chamarra. El viento nos pegaba de frente. Le pregunté algo acerca del trabajo presentado y ella iba a comenzar a explicar cuando Paty dijo: ¡Es el lente! Volví la mirada y ella se inclinó hacia su izquierda, en una rampa para discapacitados, y levantó ¡mi lente!
En ese instante ¡la luz se hizo! Recordé que en el camino hacia el Museo había revisado la hora en el celular. Todos reímos. Si no lo hubiese visto ¡no lo creería! “¿Qué? -a Paty le pregunté- ¿Vas por la calle buscando cosas perdidas?”.
Ahora que escribo este suceso tengo atados todos los cabos, menos el del azar. Este hilo siempre queda suelto. ¿Qué sucesos se intercalan para que el prodigio del encuentro o del desencuentro se dé? Cualquier lector podrá asegurar que esto que me ocurrió es una intrascendencia, pero si lo lleva al plano superior verá que en este ejemplo simple ¡se concentra la vida!
A lo largo de la vida, los seres humanos perdemos objetos o esencias que jamás volvemos a hallar. Pensamos que las ausencias son definitivas, que los extraviados lo serán siempre. Y así sucede, a menos que alguien, como Paty, sin buscarlo, vaya pendiente de lo que está tirado en el suelo o de lo que está colgado en el cielo. Por esto nunca me sorprendo cuando alguien me dice que estuvo a punto de abrir una puerta en el aire, una puerta que da a otros mundos.
A Paty le dije que eso era motivo para una Arenilla. Los lectores luego aseguran que mucho de lo que escribo ¡es falso! “No puede ser que te ocurra eso que contaste”, aseguran. Pero ellos son los que se equivocan. Gustavo y Viri son testigos de este acto, aparentemente arena, pero ¡nube de luz!
Nunca me río cuando Alfonso comienza a silbar, porque, asegura, silbándoles ¡aparecen los objetos! Paty no silbaba esa noche, platicaba con Gustavo. El viento era frío y los árboles del parque se movían como si fuesen olas. Estábamos en Comitán. Íbamos a donde estaba el carro, para que ellos cenaran panes compuestos. Ella no buscaba algo, pero halló.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

LAS LUMBRERAS DEL MUNDO

No soy poeta, me asumo como narrador. No obstante envío poemarios a concurso. A veces me otorgan Menciones Honoríficas. Con ello me honran y honran mi obra.
Soy lector de poesía. Por fortuna ¡no leo por concurso! Porque, parece, la competencia modifica la esencia de las cosas.
Con pena me enteré de la carta abierta donde los firmantes señalan anomalías en el desarrollo del III Premio Iberoamericano de Poesía Jaime Sabines. Con pena, porque ya se volvió costumbre enlodar el nombre de don Jaime cada vez que se pretende honrarlo. A los chiapanecos y a los amantes de la poesía nos duele que el nombre de nuestra Voz Mayor lo cancelen con esparadrapos de mediocridad.
Los firmantes (los poetas Lumbreras, Cerón y Fabre) sostienen que el jurado no respetó una cláusula contenida en la convocatoria.
Como no soy poeta, brinco de gusto cuando el jurado me otorga una Mención. Los nombres de los jurados, por lo regular, se omiten en la convocatoria. Se dan a conocer en el momento que los nombres del ganador y de la obra son revelados al público.
Lo anterior es una pena, porque en ocasiones (varias) en Chiapas (más pena) las autoridades llamadas culturales y convocantes de Premios nombran jurados a personas que no reúnen los mínimos requisitos para serlo.
Una vez, al revisar los resultados de un Premio en el que había participado me enteré de dos cosas: la primera fue que no había obtenido alguna mención (no me provocó ningún sentimiento mayor) y la segunda fue que dos de los jurados (a decir de muchos lectores) escriben obras menores comparadas con la mía (me provocó escozor en el clavicordio del oxímoron).
En Chiapas (y tal vez en muchos otros lugares del mundo) existe confusión. El jurado debería estar integrado, no por creadores, sino por críticos, por expertos estudiosos de la poesía. ¿Cómo es posible que un compa poeta que apenas silabea pueda emitir un juicio objetivo y cuidadoso?
Saco a colación lo anterior porque apenas me enteré del contenido de la citada carta hurgué en el Internet. Sólo como mero juego elegí dos versos de una poeta que fue jurado: Raquel Lanseros y luego, sólo para seguir con el juego leí dos líneas de uno de los concursantes inconformes. El fragmento de Lanseros dice: “Te quise. Me quisiste. Nos quisimos. / Qué fácil es decirlo cuando no queda nada”; y el de Lumbreras dice: “Y si un día la muerte te seduce, comienza, como un naturalista a ordenar la ebriedad de Dios en tu cabeza”.
Doña Raquel fue elegida para calificar el trabajo de Lumbreras (dentro de muchas más obras que, ¡otra vez!, el jurado cometió la torpeza y descortesía de dar a conocer de manera pública).
Nuestra poeta Ambar Past fue designada también para calificar libros de poesía, entre los cuales estaba uno de Efraín Bartolomé, por ejemplo.
No sé. Es una pena.
Las autoridades se creen unas lumbreras y no lo son. No alcanzan a ver que los pozos de luz están en otras manos, en otros corazones.
Fuera bueno que la poesía estuviera en manos de quienes poseen la brasa del fogón.
Qué bueno que no soy poeta. Me asumo como narrador. Por esto no someto mis libros de cuentos o novelas a concurso. Que me ignoraran otros más simples que yo, en el terreno de la narrativa, sí me provocaría retortijones en el clímalo de la anáfora.

lunes, 14 de noviembre de 2011

LAS MUJERES QUE NO VAN AL MANDADO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como cuerda de guitarra y mujeres que son como lazo para tender la ropa.
La mujer lazo es aliada del aire. Es pariente de las palomas y de los papalotes. Su cabello y sus sueños jamás están mojados. Sus ojos se inflaman con vida cuando mira que las sábanas alargan sus brazos en intento de vuelo.
Le gusta hacer pompas de jabón; le encanta que su amado le unte jabón y luego sople sobre su piel. Las pompas (las de jabón) vuelan como alcatraces en tiempo de lluvia.
Cuentan que en el Imperio Romano la mujer lazo tenía otra vocación, por esto los Césares saludaban con un saludo casi Hitleriano.
Sus juegos son los mismos juegos del jugador de ajedrez, porque, como si fuese personaje de Cortázar, en la cama se mueve como si fuese peón que se moviese como un alfil o como una reina.
Cualquier campo lo convierte en un salón donde las otras mujeres están llenas de tocados, porque la vida puede ser un mero juego de luces o una mesa para jugar póquer.
Siempre atada a un poste o a un clavo, envidia a aquellas mujeres que bailan a mitad de la calle; a las que conducen carros descapotables o aquéllas que miran a los hombres desde una ventana.
La lluvia de la tarde le limpia el polvo de las mañanas y descifra las luciérnagas de la madrugada. Si alguien desea llevarle serenata debe saber que su música favorita es el tango (no sabe por qué es así). “¿Cómo -se pregunta a veces- me gusta tanto una música que está tan lejos de mis bosques?” Piensa que, tal vez, la música de los boleros estaría más de acuerdo a su vocación y a su natural y canta alguna de Manzanero, sólo para descubrir que el tango “Uno” es el arriate para sus claveles.
Los hombres que se enamoran de ella corren el riesgo de confundirla con un simple hilo para amarrar sus zapatos o de enrollársela para siempre alrededor del cuello. Cuentan los mayores que muchos de los cadáveres que encontraron flotando en el agua del río Grande de Chiapa llevaban en sus brazos el olor de una mujer lazo.
Siempre está limpia y huele a nardos. Algunos inútiles la emplean para jugar a saltar la cuerda; otros la emplean para amarrar la vela a la verga de su barco; unos más le hacen nudos ciegos; otros -menos estúpidos- la usan como señuelo para atrapar peces voladores (en este caso es imprescindible untarle aceite de ballena).
Quienes le escriben cartas, deben anotarle notas al pie de página. Esta costumbre la heredó de su abuela Antártida que se congeló porque sus pies nunca tuvieron sosiego de luna.
Algunos perversos la llaman “asaltacunas” porque prefiere hombres a los que les doble la edad. Dice que es la única manera de tener al mismo tiempo a un amado y a un hijo. Su postre favorito es el pastel mil hojas de papel arroz; su película favorita es “Lo que el viento se llevó” y su autor de cabecera es Saramago, porque su chistera siempre está llena de algodones sin religión.
Si la invitan a una pastorela elige, antes que ángel o demonio, ser el tridente. Aborrece todo aquello que cubra el Sol, como los parasoles o los techos de las casas.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en mujeres que son como una bufanda y mujeres que son como chalecos.

viernes, 11 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO DE YALCHIVOL A LA CRUZ GRANDE SÓLO HAY UN PASO




Querida Mariana: los seres humanos tenemos necesidad de nombrar a los objetos. Es un poco como si lo no nombrado careciera de esencia. Por esto, todo en el mundo tiene su nombre. Claro, nuestra inventiva es limitada. Miles de sillas diferentes se llaman simplemente silla. Sería bueno que cada silla se llamara diferente, pero ello se antoja imposible. ¿Y si cada persona (los siete mil millones de la tierra) tuviese un nombre diferente? ¿Imaginás lo que sería el mundo sin nombres repetidos? Como cada individuo es único, sería genial que los nombres fuesen exclusivos. Tal vez, entonces vos no te llamarías Mariana, ni tampoco Cielo (porque ya habría un cielo), ni Azucena (porque así se llamaría una flor del patio de doña Axxemina). Tal vez te llamarías Yusasinet y así tendrías un nombre único. En el Internet habría un catálogo con todos los nombres de los hombres y mujeres del mundo, a fin de que no se repitiera un nombre a la hora de los bautizos. Los Parlamentos y Congresos prohibirían el uso de números intercalados en los nombres (las letras siempre han sido más humanistas que los números; por esto los robots tienen nombres como 3CPo).
¿Todos los colibríes del mundo hispano se llaman así? No, en los nombres existen ciertas diferencias dialectales, que –gracias a Dios- hacen más personales los nombres de las cosas. Acá en Comitán, por ejemplo, a los colibríes los llamamos “chupamirtos”. ¿Mirás qué genialidad? Quién sabe a quién se le ocurrió bautizarlos así, pero debió haber sido una mañana luminosa en que uno de esos animalitos alados libaba el néctar de una flor de mirto, al lado de una cerca de piedra en el sitio de alguna casa comiteca. ¿A quién se le ocurrió llamar rosa a la rosa? ¿A quién temperante al temperante? ¿A quién amor al amor, odio al odio, luz a la luz? ¿A quién se le ocurrió llamar Comitán a este pueblo maravilloso? Tal vez alguno de los cronistas pueda darnos luces acerca de esto último, pero no podrá decirnos quién fue el primero que llamó viento al viento.
Una tarde, mi tío Alfredo me dijo que la oscuridad se llamaba tal y desde entonces dicha palabra la embarré en mi cerebro y la uso ante la ausencia de la luz; de igual manera, porque alguien me dijo que lo contrario de la sombra es lo luminoso, amo el instante en que la claridad entra al cuarto y, como si fuese uno de los tres mosqueteros (bueno, cuatro), con su espada convierte en girones el vestido negro de la noche.
Cuando a algún fuereño, en los años setenta, se le preguntaba cómo se llamaba la pila, respondía: “Ray-o-vac”; sólo los comitecos sabemos que La Pila es ¡San Caralampio! (¿Será por esto que el santo es rete milagroso, porque tiene la pila bien puesta?).
Los nombres nos evocan a los objetos y a las personas. Cada pueblo tiene sus propios referentes para jalar el hilo de la nostalgia. A muchos comitecos no les dirá gran cosa el nombre del río Sena, pero revuelcan su corazón en juncia cuando escuchan el nombre del Río Grande, aún cuando éste es apenas una tripa sucia en comparación con aquel majestuoso río que lleva las aguas de Sartre, de Balzac, de los cubos alucinados de Picasso y de las gárgolas de la Callas.
¿Cuáles son los nombres que calientan el espíritu de los tuxtlecos, de los coletos? Así como ellos, los comitecos poseemos nombres de espacios que nos amarran cordeles de luz. El martes pasado, Alejandra Laguna Irecta, Ana Karina Ponce Morgan, Dora Patricia Espinosa Vázquez y yo jugamos a decir los nombres más cercanos a nuestras esquinas. Nos dimos cuenta que esos nombres son como faroles que iluminan nuestros cuartos, como luciérnagas que incendian nuestros fogones. Esa tarde te extrañé. Me hubiese gustado jugar con vos el juego de los nombres más cercanos a la ceniza de tu volcán. ¿En dónde andabas?
¿Cuáles son los nombres que están más en la periferia de nuestro centro? Cuando tocó mi turno, yo mencioné la casa donde viví de niño, lo dije como si dijera ¡París o Nueva York!, lo dije silabeándolo, con un ligero cantadito comiteco, como si bajara nubes, de poco a poco. Dije que la “casa de mi papá” era la brasa más querida. Y ahora que te escribo pienso que esa casa ni siquiera era de mi papá, porque era rentada; pero también pienso que fue más de mi papá que de alguien y fue más mía que de nadie (casi a diario, cuando paso por el frente de esa casa que está a media cuadra del parque central, me paro, miro la fachada, luego cierro los ojos y veo los balcones que ya no tiene; la duela de madera que ya desapareció; el ruido de las botellas de refrescos que ya cedió su espacio a otros lamentos. ¡La veo tal como era y tal como sigue eterna en mi corazón!) Ahora mismo te pregunto: ¿cuál es el nombre del espacio que más toca el patio de tu nostalgia, qué palabra te define como comiteca? ¿Me lo decís?
Luego a Paty le tocó el turno, a Ana K, a Alejandra y después la ruleta de nuevo apuntó su flecha hacia mí: ¡la escuela primaria Fray Matías de Córdova!, dije, sin dudar. Nombre que define el espacio donde me fue revelado el secreto para leer el mundo, para, a la vez, nombrarlo, borronearlo, modificarlo y, de vez en vez, convocarlo. Y esa tarde de martes se me reveló el patio del viejo edificio de mi querida escuela primaria y luego el nuevo patio, el que ahora está en la tercera calle norte poniente, allá por el rumbo de Importaciones Fox, donde a veces saludo a mi amiga Carito; por el rumbo de donde fue la casa de don Abelardo, el eterno sacristán de Santo Domingo; por el rumbo de la casa de mi tía Bety, donde comíamos pastel cuando era el cumpleaños de Gil; por el rumbo de la casa de mi tío Javier Bermúdez Tovar. Y si menciono estos lugares aledaños a mi querida escuela es porque esos patios también me son muy cercanos. Porque no sólo los nombres que señalan a las plazas y parques y edificios nos dan identidad. También los nombres de los lugares modestos nos otorgan un trozo del gran misterio. ¿En cuántas casas actuales existe el espacio llamado oratorio? En la casa de mi papá (la que construyó a una cuadra de donde ahora está la Matías de Córdova) existió un pequeño oratorio que era como una gran capilla. La imagen central era un grabado de La Santísima Trinidad y a los lados había una imagen de la Virgen de Guadalupe y de San Martín de Porres (tal vez por esto, mi mamá tiene la costumbre de ir a La Trinitaria, el primer día de cada año). Ahora digo ¡oratorio!, porque es un nombre cercano a mi espíritu cuando se arrodilla, porque a veces el espíritu es como una sombra de veladora.
Esa tarde de martes dijimos los nombres de los lugares más próximos a los árboles de nuestro jardín. ¿Cuáles son los nombres que definen los lugares más cercanos a los hombres de todo el mundo? Por lo regular no son los grandes nombres. Pienso que muchos parisinos no necesariamente dirán la Torre Eiffel cuando juegan el juego de los nombres; tal vez alguna calle solitaria o alguna buhardilla les dice más a la hora de franquear la aduana de la nostalgia. Lo mismo sucede con los comitecos. ¿Cuáles son los nombres que más nos identifican? Tal vez alguien por ahí diga que la “Manzana de la Discordia”, esa manzana que ya no existe porque Jorge De la Vega la mandó a tirar, y tal vez sea así porque ese alguien tuvo ahí su casa, porque ahí jugó de niño a las escondidas, a los quemados, a la obliga. Tal vez ahí trepó a los árboles y jugó al doctor y a la enfermera con alguna prima que siempre Dios manda para que jueguen los niños buenos.
Quienes fueron niños o jóvenes en los años sesenta tal vez dirán: “La Primavera” y a los jóvenes de hoy este nombre no les dirá algo, porque “Primavera” es el nombre de la margarina o una mera estación anual. Pero para aquellos niños de los sesentas, La Primavera es el nombre de un balneario que existía por el barrio de Yalchivol. Ahí, los niños y jóvenes llegaban a bañarse y era un poco lo que ahora es Uninajab.
Qué bueno que los comitecos de estos tiempos tengan a Uninajab; qué bueno que ya no repitan que dicho balneario es “el Acapulco de los pobres”, como algunos dieron en llamarlo, porque Uninajab es único. Hoy, me cuentan, el balneario tiene mucha semejanza con un vecindario de esos que abundan en la ciudad de México, porque, sin mucha sensibilidad, los propietarios no tuvieron la capacidad de preservar el aire natural que tenía, pero, de todos modos es bueno que ese espacio defina un poco el corazón de los comitecos. Quien llega a Uninajab recibe, sin saberlo bien a bien, la flama del quinqué de quienes, a principios y mediados del siglo XX llegaban a hacer “sus temporadas”. Cuentan que los paseantes improvisaban unos jacales que eran regados -generosamente- con juncia. ¿Mirás el prodigio de revelar los nombres más cercanos al corazón? A la hora que nombramos ¡invocamos!, y al invocar ¡bendecimos la palabra y bendecimos la memoria!
Pd. Una vez, hace varios años, jugué con un afecto el juego eterno de los nombres. Ella se llevó las manos al corazón y dijo: “Alejandro” cuando tocó su turno. Yo, riendo, le dije que ese nombre no era nombre de un espacio y ella me dijo: “Vos sos mi territorio más entrañable”. Uf, Marianita de mi corazón, mi ídem se paralizó por un instante, mientras los demás amigos, con sus risas y chanzas, obligaban a ponerme todo colorado. Ahora, con este recuerdo, recuerdo el recuerdo de su recuerdo y, sin importar en dónde esté o con quién esté, pido a Dios que bendiga todas sus parcelas y las llene de luz y de nombres tan afectuosos como los que los comitecos pronunciamos a diario.
Ahora estoy a punto de decir que tu nombre, Marianita de todas las juncias, es uno de los nombres más cercanos a mi corazón, pero no lo digo, porque ya mirás cómo somos los comitecos, luego, luego, comenzamos a hacer historias de más.

EL AROMA DE LA CANELA

La lectura no puede ser impuesta. Si alguien me impusiera jugar fútbol no lo permitiría. La lectura debe ser sugerida, como debe ser sugerido el fútbol y las demás actividades. ¿Cómo un niño comienza a jugar fútbol?
DIEZ, la Revista Digital de Comitán, publicó el número cien la semana pasada (puede consultarse en Internet en www.revista10comitan.com). Ese número fue un mínimo homenaje a don Ramiro Ruiz Alfonzo, dueño de la Proveedora Cultural. En esa tienda, los niños comitecos de los años sesenta comprábamos revistas de monitos (que hoy se llaman cómics). En esa tienda también había libros. Cuando entrábamos a mirar los cuentos colocados sobre una mesa larguísima y anchísima, nos topábamos con libros en los estantes. Sigo pensando que don Rami usaba una estrategia al estilo de la librería Shakespeare and Company.
Cuando veo fotos de la librería Shakespeare and Company o veo fotos de los andadores cercanos al Sena, en París, imagino la magia que sucede a la hora que los niños y adolescentes caminan por ahí. Como si fuesen frutos, los libros se desgajan de los árboles. Basta tender la mano para alcanzar un libro.
Así como ahora Wal-Mart nos hace caminar entre camisas, juguetes, películas, devedés y cientos de chunches plásticos para llegar a donde están las verduras que deseamos comprar, así don Rami nos hacía caminar entre bosques llenos de libros para llegar a las revistas de monitos. Tal vez de ahí, a muchos, nos nació el gusto por la lectura. Una tarde, sin presión, alguna portada llamó nuestra atención y tomamos un libro, ¡Dios mío, un libro! Tal vez leímos dos o tres líneas y el encanto de la palabra nos tocó. Y de ahí ¡para el real! ¿Cómo los seres humanos nos enamoramos de otra persona? No sé, esto es materia de enamorados o de expertos, pero imagino que el prodigio sucede cuando caminamos por el bosque y un helecho enreda nuestro deseo y pasión. Los hombres necesitamos ser tocados por los aromas para ser seducidos.
Hoy, los seductores están ausentes. Cuando caminamos por las calles las manos nos ofrecen pelotas, cigarros, condones, entradas para antros, noches de luna y drogas y alcohol, pero no existen las manos que, generosas y desprendidas, ofrezcan la flor de la luz.
Medio mundo ofrece la oscuridad que es la piedra que engendra los gusanos de la violencia. ¿En dónde quedaron los hombres que como mar llegaban hasta nuestras playas con la espuma de la esperanza?
El olor de la canela ya no retoza en nuestras mesas. Los aromas de la palabra sólo navegan en los ríos de Europa, en El Ebro, en El Sena y en El Támesis. El Río Grande de Chiapas sólo lleva basura en tiempo de lluvia y uno que otro lagarto con boca grande que ni lágrimas tiene. ¿Cómo los jóvenes se vuelven adictos al tabaco y al alcohol?
En Comitán, cuando sólo había una biblioteca en el pueblo y el mundo nos injertaba la música de los Beatles y la arena de la sicodelia y del amor y paz, don Rami nos tendía un libro, como tiende el águila el ala al viento. Don Rami, sin que lo supiéramos, nos injertaba aire para los papalotes de nuestro tiempo.
Don Rami nunca impuso algo, porque la lectura, igual que las demás actividades del hombre, no merece imposición sino sugerencia. ¿Cómo algunos hombres se aficionan a mirar el horizonte? ¿Cómo a sembrar renuevos, a bañarse en la luz?

miércoles, 9 de noviembre de 2011

PARA LOS SUEÑOS DEL AMANECER




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como la barba de San Nicolás y mujeres que son como bigote de Dalí.
La mujer Dalí está llena de cielos que se abren al mediodía; viste pantalones de piel de león con textura de elefante. Algunos la tachan de sadomasoquista porque lleva un látigo en las manos, no intuyen -pobres realistas- que tal chunche lo usa para cortar el viento. Sólo los surrealistas saben que el corazón del sueño necesita aire para volar.
Su amuleto favorito es la luna, por esto mira lunas por todas partes: en los pechos de las mujeres que la provocan; en los ojos de los hombres que sueñan con ella.
Como posee el don del aro mágico cree que el mundo puede recargarse en sus ventanas. Sus amados deben ser muy tolerantes antes sus impulsos de genio pues, a cada rato, les ofrece los clásicos tres deseos para cumplir los suyos. Si alguien le pide, por ejemplo, un árbol que, en lugar de manzanas, dé dinero, ella crea un bote de jalea de manzana envuelta en un billete de veinte dólares. Unta la jalea en un pan integral y usa el billete como servilleta.
Todos los instantes de su vida le sirven de pretexto para hallar la niña que fue. Si sube a una motocicleta imagina que está sobre la verja del jardín de la abuela; si sube a un auto imagina que viaja sobre la alfombra mágica que le regaló su tío Benjamín; si sube sobre el cuerpo de su amado imagina que vuela sobre la nube que le tejió su papá Armando. Gracias a esta capacidad de imaginación sus amados la nombran como la Reina de los Sueños Inconclusos. Es como un papalote que vuela muy alto, pero, justo en el instante que está por alcanzar la gloria, recuerda que su cordel está atado al suelo y cae en picada como si fuese un águila tras su presa. Esta propensión a la caída descontrola a sus amados. Se sabe que todos los hombres sueñan con estar arriba, siempre arriba. La mujer Dalí, igual que Jesús, tiene su reino en otros cielos, que no necesariamente está instalado arriba, a veces sueña con el centro o con estar abajo.
El cepillo de dientes le sirve para untar la mantequilla; la cuchara, boca abajo, para construir la casa de la cucaracha que corre por la mesa todas las noches; la noche le sirve para justificar la aparición del día; y el día le sirve de enchufe para conectar las baterías de las estrellas que brillarán por la noche.
Los domingos acude a los bazares a comprar chunches que tuvo de niña. En la mitad de su cuarto tiene un pupitre de madera; sobre la pared del baño, una pizarra para hacer dibujos con tiza blanca, mientras orina. Tiene sombreros que usa para atrapar mariposas, por la mañana, y murciélagos por la noche.
Cuando debe explicar un tema complejo usa el dibujo. Toma un lápiz y hace diagramas sobre servilletas. Cuando termina de dibujar pregunta al amado: “¿Entendiste?”, acto seguido se limpia los labios para eliminar los rastros del chocolate y del pay de queso. Sabe que los hombres son simples y no entienden la complejidad del universo, que es lo mismo que decir la naturaleza de las mujeres.
Le gusta abrir hoyos en la oscuridad sólo para el disfrute de hallar la luz.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son frías como un refrigerador vacío y mujeres que son tan calientes como un horno de microondas.

viernes, 4 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO DE MI ARTE A TU ARTE, PREFIERO EL ARTE DE TODOS




Querida Mariana: ¿por qué nos cuesta tanto acercarnos al arte? En Comitán, las estanterías están vacías de arte. Nuestras vitrinas están llenas de objetos comunes y de artesanías chinas. Es una pena reconocer que el arte está alejado de nuestros estantes; y es una pena reconocerlo porque esto significa reconocer que nuestro espíritu ¡también está casi vacío!
No lo reconocemos todavía, pero fue el Padre Carlos J. Mandujano quien se empecinó en sembrar algo de luz. Una mañana se le ocurrió encargar a su primo, el Maestro Javier Mandujano Solórzano, una serie de cuadros con imágenes de santos. El Maestro Güero fue un artista que estudió pintura en la Academia de San Carlos. De esta manera, poco a poco, las paredes y el retablo principal del templo de Santo Domingo se llenaron de color. Todos los que en los años setenta acudían a misa o entraban al templo a echarse una persignada de carrerita ¡fueron tocados por esos cuadros! No lo sabían, pero el arte les entraba por los poros. ¡No hay manera más efectiva para acercarse al arte que untarse en la piel los colores de las pinturas, los sonidos de la música culta y el agua transparente de la literatura! A falta de más espacios, el templo católico se convirtió en nuestra pinacoteca. Cuando yo era niño, asistía a los oficios religiosos y me deslumbraba ante esos cuadros enormes. Me gustaba entrar por las tardes y caminar, en medio del silencio y del juego de sombras de las veladoras prendidas, imaginando que en cualquier instante una de esas figuras se bajaría del cuadro o, cuando menos, me hablaría desde su soberana altura. Esos personajes parecían reales, mucho más reales que las imágenes de bulto. Las esculturas me parecían estáticas, artificiales; en cambio, las imágenes de las pinturas parecían a punto de hablar.
¿En dónde más los comitecos hemos logrado beber de esas aguas maravillosas? Nuestros pozos están secos y nuestras tierras son como esas donde sólo las piedras parecen crecer en medio del estío. Sí, ya sé, ahora estás pensando en el Museo de Arte “Hermila Domínguez de Castellanos”, pero ¿de veras siembra emoción estética en el corazón de nuestro pueblo?
Vos sabés que estudié la secundaria en el Colegio Mariano N. Ruiz (escuela que fundó el Padre Carlos). Tuve el privilegio de recibir su cátedra. ¿Sabés qué hacía el Padre Carlos, de vez en vez, a la hora de su clase? Los viernes llamaba a dos de sus alumnos consentidos (bien podían ser Carlos Conde y Marcolfo Guillén, dos alumnos de diez) y los enviaba a su estudio para ir por el aparato toca discos. Carlos y Marcolfo regresaban con el chunche y con discos. Conectaban el tocadiscos y el Padre Carlos nos sentenciaba: “Pobre de aquél que se ría”. Colocaba el acetato de 78 revoluciones, y la música de Dvorak, o de Bach, o de Mozart, o de Beethoven, ¡sonaba! El padre levantaba una batuta imaginaria y, con movimiento de cuatro por cuatro, movía la mano como si dirigiera a la orquesta (el Marcos García se tapaba la boca en intento de contener la risa). ¿Mirás qué privilegio, mi niña bonita? Ahora -pregunto- ¿qué maestro realiza esto en nuestro pueblo?
Un día, por orden obispal, el padre Carlos fue “corrido” del templo de Santo Domingo y llegaron el famoso padre Mejía y el no menos famoso padre Joel Padrón. Como estos sacerdotes ya traían los principios de la Teoría de la Liberación ¡quitaron los cuadros! y, en lugar de los Cantos Gregorianos que nos compartía el padre Carlos antes de misa, los fieles -sorprendidos- escucharon la música moderna de un grupo de jóvenes. El padre Carlos rescató algunos cuadros y los colocó en su nueva parroquia: San Sebastián. Hoy, dichos cuadros están regados en quién sabe qué lugares, muchos están deteriorados (basta entrar al templo de Jesusito y ver, en la pared izquierda, el lamentable estado en que se encuentra el cuadro de El Señor de las Maravillas. Si no por amor al arte, cuando menos por amor a lo que representa, los fieles debían hacer una “coperacha” y contratar a un experto para restaurarlo. En Puebla existe una gran veneración por El Señor de las Maravillas, mucha gente asegura que es rete milagroso. Acá en Comitán ¿cómo va a escuchar los lamentos de los apesadumbrados si El Señor está metido adentro de una niebla de moho?).
Ante la ineficiencia de las autoridades, llamadas “culturales”, ¿qué hacer para embarrar un poco de apreciación estética en el corazón de nuestros jóvenes? ¿Qué hacer para contrarrestar la avalancha que, a toda hora, les injerta una luz plástica en su corazón? ¿Qué hacer para decirles a nuestros jóvenes que el arte es un hilo que borda los más sublimes tejidos?
No lo reconocemos todavía, pero el padre Mejía y el padre Joel nos cambiaron nuestra modestísima Capilla Sixtina por paredes donde “pegaron” carteles de El Che. Trastocaron la esencia de un espacio que nos era común e íntimo. En esos años, todos mis amigos tenían una imagen del Che o un afiche con los jugadores del Guadalajara o del Atlante en la pared de su cuarto, pero nadie de ellos tenía alguna reproducción de Chagal, Picasso o Dalí. Lo dicho, mi niña bonita, ¡nuestras paredes, desde siempre, han estado ajenas al arte!
Hace como un año o un poco más entré a la casa de don Roberto Albores (el que fue gobernador de nuestro estado) y miré una pintura hermosa. Hace muchos años entré a la casa de don Jorge de La Vega Domínguez (también gobernador de nuestro estado) y, maravillado, me topé con un paisaje pintado por José Clemente Orozco. ¿En las casas comitecas de los acaudalados de este pueblo existe obra original de los grandes pintores de este mundo? ¡En pocas, en pocas! A veces he estado en casas de amigos con paga y veo, en las salas, cuadros de esos que se compran en oferta de dos por uno. ¡Dios mío!, pienso. Pero esto, mi muchacha de nube, es comprensible. Como no hemos tenido un acercamiento real al arte ¡lo ignoramos! ¡No sabemos que el arte es como una hoja de albahaca, como una ramita de hierba santa! No sabemos que quien compra obra reconocida ¡invierte! Carlos Slim no gasta a la hora que compra, por ejemplo, un cuadro de Monet, sabe que está haciendo un acto de inversión y, de paso, se llena de esa luz impresionista que aleja la oscuridad de la mediocridad y de la ignorancia. ¿Y los pobres, los de a pie, qué hacemos?
Muchos comitecos no tienen grata memoria del Padre Carlos. No era monedita de oro. Yo, que tuve el privilegio de estar muy cerca de él los últimos años de su vida, puedo decir que extraño mucho su presencia luminosa. Él nos enseñó el camino de la música culta, el camino de la pintura, el camino de la literatura (¡ah, sus clases donde nos hablaba de El Cid o de la Divina Comedia, aún resuenan en mi corazón!). Cuando él murió ¡una hoja de oro se cayó del retablo!
Por esto, porque nuestro árbol está seco, me dio gusto el otro día ver el esfuerzo de un grupo dirigido por Mario Escobar (director de IMER-Comitán y que, entiendo, tiene algo o mucho qué ver con este diario). El Ayuntamiento de Comitán 2011-2012, el grupo Puente Cultural del Sur-Sureste y Radio IMER invitaron a una exposición-venta íntima de pintura, en un domicilio particular. Lo que debería hacer el Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos, lo está haciendo un grupo de la sociedad, por el simple gusto de apoyar a los artistas locales y por sembrar colores en una región que está dominada por los grises.
Sé que Segundo Guillén y su Fundación Causas tiene el proyecto de colocar, en la parte posterior de sus autobuses, imágenes que apoyen a los artistas plásticos locales. Considero que es una idea que ayudará a que cientos de comitecos beban algo de arte. Ojalá pronto tal propuesta encuentre su camino.
El Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos ¿alguna vez ha programado talleres de apreciación artística? ¿Alguna vez ha invitado a un artista plástico de renombre para impartir un taller de creación? ¿Alguna vez ha ido a las escuelas primarias para hablar de arte? Lo dudo. Todo es mera ausencia dentro de la aparente presencia.
Es una pena decirlo, Marianita de agua limpia, en Comitán estamos jodidos en cuanto al fomento del arte. Nuestra paisana, la directora de Coneculta-Chiapas, Marvin Lorena Arriaga Córdova, no se ha interesado en abrir ventanas hacia la luz de la plástica. ¡Qué pena!
Pd. ¿Qué hacer ante este panorama “pishcul”? ¿Cruzarnos de brazos? ¿Dejar que las grandes televisoras nacionales eduquen a nuestros jóvenes y sus referentes sean: Paulina Rubio y Los Tigres del Norte, en música; y los libros de Yordi Rosado, en materia de lectura?
En la Carta Abierta que le escribí a la directora de Coneculta Chiapas le pedí una pantalla gigante para Comitán. Lo vuelvo a hacer, de manera respetuosa. A Marvin le pido una pantalla que pueda colocarse en el parque central y permita exhibir ¡arte! todos los fines de semana. Una pantalla que, a la hora que los comitecos estén sentados o den vueltas al parque, a la hora que coman su elote asado con polvo juan, disfruten de una lectura de poemas de Sor Juana o de Octavio Paz; o de un ballet; o de canciones interpretadas por Plácido Domingo; o de una exposición de pinturas en algún museo de París. Se lo pido, de nuevo, con respeto, por este pueblo, que es su pueblo. Mientras tanto, aplaudo las iniciativas de la sociedad que rebasan, con mucho, la desidia y la vergüenza institucionales.