miércoles, 30 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE CHIAPAS ES CÉLULA INFINITA





La muchacha bonita está sobre el respaldo de fierro forjado. La banca es imponente, rotunda y, sin embargo, es como papel de china picado que deja pasar el viento entre su costillar. Las bancas del parque de Comitán son como las esculturas de Luis Aguilar, bronce macizo que deja al aire jugar en medio de sus patios. La muchacha bonita no advirtió el escudo del respaldo de la banca: el escudo de Chiapas. Llama la atención que este Chiapas libre tenga como escudo oficial una rémora de la época colonial. El Chiapas libre actual tiene como escudo un escudo concedido por la Corona Española. ¡Ah, qué difícil cortar el cordón umbilical! ¡Qué difícil cometer el necesario parricidio! Mariano me dijo el otro día que los chiapanecos vivimos en la confusión porque tenemos un escudo de herencia española y un nombre de herencia náhuatl. ¡Señor, nada quedó de la grandeza de los abuelos originales! Mariano dice que deberíamos tener un nombre Maya. Pero, Mariano, le digo, ¡a estas alturas!
El edificio que está detrás de la muchacha bonita es el templo de Santo Domingo. Si el espectador ve con atención observará que la puerta está abierta. Bueno, no le demos más vueltas al hilo, porque puede romperse. Ese templo también es herencia española. En el frente (la muchacha bonita lo cubre) existe una placa que relaciona los nombres de los primeros evangelizadores llegados a estas tierras. La religión también nos llegó de otro lado. ¿Qué diría Mariano al respecto?
La muchacha bonita, la niña recargada sobre ese papel de china rotundo, atiende el celular. Tal vez curiosea en el Internet (en su muro del facebook); tal vez lee algún mensaje que alguno de sus amigos le envió. Se nota que es temprano, porque la sombra aún es tibia y ella lleva una bufanda gris enredada al cuello. ¿Cómo es el carácter de ella? Se ve armoniosa y sencilla (las cintas en sus brazos así lo advierten). Las cintas que lleva en “las muñecas” son cintas sencillas, pulseritas que no compiten en belleza con el cielo de Comitán. ¿Qué hacía ella sentada, tan temprano, en el parque? ¿A la hora en que los pajaritos están en búsqueda de un gusano para el desayuno? Si el lector observa con atención verá que la fronda del árbol que está detrás no tiene una sola ave. Todo mundo está en activo. También la muchacha bonita: ella ¡lee! Ya los sabios han dicho que jamás en la historia de la humanidad se leyó tanto como ahora. Es comprensible. El mundo tiene 7 mil millones de habitantes y muchos de ellos poseen un chunche como el que la muchacha bonita tiene entre las manos. Ya, también, el genio llamado Bill Gates nos dijo que el futuro de la tecnología está en el celular. El celular será el chunche que nos conectará con el mundo y, ¿quién lo sabe?, tal vez con el Universo. Esto lo sabe la muchacha bonita madrugadora, por esto atiende su chunche con tanta concentración. El mundo (el lector lo aprecia) se mueve, pero ella, la muchacha bonita está concentrada en “su mundo”.
Siempre que veo el escudo de Chiapas, con sus “leones rampantes” y la hendija llamada Sumidero recuerdo el verso de Enoch Cancino Casahonda: “Chiapas es en el Cosmos, lo que una flor al viento, célula infinita…”. Esta niña no lo sabe, pero se sentó al lado de un gránulo de esa célula de la cual también es parte esencial. Cada uno de los habitantes de esta tierra, más la puerta del templo, el ladrillo, la laja, la combi, el árbol, la nube, el cielo y las personas que esperan el transporte conforman esa célula que es como una flor al viento.

lunes, 28 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LAS MANOS SON COMO RAMAS DE ÁRBOL





¿Estética de “paisajito”? ¿Estética de altura? ¿Por qué la estilista está encaramada sobre la banca de cemento? Sí, ¡el lector tiene razón! Ella se paró ahí porque tiene vocación de árbol, ¡sus manos son ramas! Sí, por eso su peinado es como un nido de esas aves que se llaman “chinitas”. Por eso su blusa es verde, por eso su pantalón de mezclilla tiene estrías, que son como el recuento de los años del árbol. ¿Sus pechitos? Son como esas ligeras y seductoras protuberancias que tienen los árboles y que sirven para evitar la rutina del tronco. ¿imaginan troncos erectos, lisos, avaros en su geometría? Nada en la naturaleza tiene la pulcritud del cemento, la rutinaria pulcritud, la aburrida pulcritud de lo plano y lo planchado.
La muchacha bonita de la blusa azul turquesa se deja hacer, se deja consentir. Ella se sentó en la banca, en la plaza y sintió algo como manos de aire, caricias de viento. Se dejó consentir. Ella aún no sabe que es una estilista la que juega en el mar de su cabello, cree que los dedos de ella son delfines que brincan de una a otra ola. Todo mundo sabe que al final, la muchacha de blusa azul terminará con el mismo peinado de la estilista. Su cabeza será la fronda de un árbol para que las aves del sueño puedan hacer el nido sobre ella. La única manera de invocar a los sueños es proveerles de un territorio propicio para el aterrizaje.
El hombre de lentes que está en segundo plano ve para otro lado, se hace el desentendido. No quiere que alguien descubra que él también sueña con esas ramas y con esas frondas que juegan a mitad del día. Lo mismo hace la muchacha bonita que, generosa, da la espalda al espectador. Parece que todo mundo mira hacia un punto indefinido. La estilista mira hacia un hueco negro en el universo del cabello de la muchacha de azul; mientras ésta mira hacia el frente y se pone la mano en el pecho como si preguntara: “¿acaso seré yo, señor?”. ¿Hacia dónde mira la mujer que nos da la espalda? ¿Por qué esconde sus manos? Una de éstas la tiene adentro de la bolsa y la otra juega con su blusa de cuadros. Trata, lo sabemos, de decir que ella no quiere ser árbol ni refugio para aves; por esto, sus ramas las coloca detrás de su tronco. ¿Quién imagina a un árbol trunco? Por definición, los árboles tienen sus ramas extendidas como si fuesen nubes dispuestas a prodigar abrazos. Quien ya alcanzó su sueño de árbol es la muchacha de la blusa verde, la que está encaramada sobre la banca de cemento, por esto sus pies no están ahogados en zapatos sino que se derraman como raíces, para recordar que de la Tierra somos, pero que soñamos con alcanzar el cielo.
¿Y la muchacha bonita que está detrás de la muchacha de cuadros? ¡Ella es la incógnita! No sabemos qué piensa, ni cuál es su sueño. No podemos intuir si ella hace fila en esa fila inédita. ¿Es ella quien sigue en la estética de “paisajito”?
La muchacha de la blusa azul llegó y se sentó a mitad de la plaza. La muchacha de verde, parada ahí desde siempre, árbol de hojas perennes, bajó sus brazos, que es decir sus ramas, y comenzó a bordar el cabello de la muchacha que, sin saberlo bien a bien, será un nido para que se posen las aves que son las que dan la vida y llenan de algarabía las tardes de las plazas.

domingo, 27 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL VIGÍA CUMPLE SU MISIÓN





La parte de abajo está llena de vegetación que ha crecido de manera desordenada. De igual forma ha crecido la soledad: de manera desordenada. ¿Hace cuántos años que está abandonada esta construcción? A simple vista es difícil saberlo. Tal vez es preciso observar los detalles: la carencia de la cancelería; la ausencia permanente, por lo tanto, de cristales. La hierba ha crecido en el patio delantero con la misma profusión que ha crecido el silencio. Si el lector observa con atención verá que ese “hollín” que altera el blanco es causa de la humedad. El lector ¿alcanza a oler la humedad del ladrillo? Hay una nata que se pega a la nariz; hay una cuerda que ahorca los huecos con que respiramos. Es un ahogo que asfixia, no sólo el cuerpo sino también el espíritu. Las casas abandonadas siempre provocan nostalgia. El observador sabe que ahí se gestó una historia, historia que fue cancelada. Siempre una idea de guerra aparece en toda construcción abandonada. Siempre aparece una idea de derrota. Algo sucedió en esa casa que, como bota imperialista, canceló toda posibilidad de crecimiento familiar. Sólo crece la hierba, sólo el silencio, sólo la soledad. ¡Ah, cómo se desarrollan estos entes nauseabundos! ¡Cómo se divierten llenando todos los espacios que antes fueron plenos de sonrisas! El pretil rezuma humedad. El moho se apoderó de las muescas y ahora su sonrisa parece la sonrisa de un hombre desdentado. ¡Ah, qué malévolo es el tiempo cuando el hombre abandona su sueño! El sueño se convierte en una esponja trasnochada, en una lámpara con el foco fundido.
¡Sólo el vigía sigue impertérrito! ¿De dónde esta paloma saca el coraje para seguir fiel a su destino? ¡Nada la interrumpe en su vocación de vigilante! Tal vez (uno nunca sabe) esta paloma es tataranieta de aquélla que fue paloma mensajera en la Segunda Guerra Mundial. Tal vez ella está acostumbrada a esas ráfagas y a esas flautas llenas de Napalm que provocan los espantos y la muerte; tal vez ella cree que esos espacios vacíos, entre columnas, son los espacios para que la muerte no se instale para siempre. Ella está en su puesto de observación, en el punto más estratégico de la construcción: la esquina. Los más perversos la confunden con aquellas mujeres que, por las noches, también se ponen en las esquinas para la batalla diaria.
Nunca se escuchará un “cabo de guardia ¡estoy desarmado!”. Jamás. Esta paloma es mensajera y está acostumbrada a no abandonar su puesto. Siempre está armada. El mensaje más importante que nos envía es el de que la vida es etérea y volátil como nube.

sábado, 26 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL PROCESO DE CREACIÓN





Querida Mariana: ayer, Alfonso llegó a la casa y me encontró a punto de escribir mi columna periodística. Se sentó y cuando se enteró qué hacía me preguntó: “¿Y ya tienes sobre qué escribirás la Arenilla?”. La hoja estaba en blanco, pero mi mente ¡no! La mente de los seres humanos nunca está en blanco. El maestro Jorge cuenta que su tía Alicia fue a clases de yoga. El instructor, con pants blancos y una cinta roja en la frente, dijo a las alumnas que se sentaran en el piso y cerraran los ojos. “Ahora -les instruyó- dejen su mente en blanco”. ¡Imposible!, dijo la tía, mi mente es como un puto cine, un pasadero de imágenes.
Si, como dicen los científicos, el universo, en este instante, sigue en expansión, significa que el proceso de creación no es una cosa concluida. ¡Es algo permanente y no reflexiona en el acto! Dios no piensa en lo que crea, ¡crea y punto! Su infinita grandeza hace que sea perfecto. ¿Has visto últimamente alguna fotografía de una parte del Universo? Los chunches tecnológicos nos permiten ver ahora imágenes sorprendentes. El otro día vi una foto de Andrómeda y me maravilló su perfección y su infinitud. Siempre que veo esas fotografías de huecos divinos que están a millones de años luz y luego veo nuestro comportamiento arrebatándonos la vida por tener un buen carro o tener mucho dinero ¡siento pena por el género humano! Nada somos ante la magnificencia de la grandeza. Como dice Mafalda la naturaleza es humilde, porque no presume todas las mañanas la belleza de la salida del sol. Los hombres somos fatuos y soberbios. Aún no entendemos para qué estamos en la Tierra. ¿Para acumular oro? ¡No creo! Sería un absurdo infinitesimal.
Los escritores saben que el proceso de creación es un proceso continuo. Se dice que un escritor escribe una sola obra, con variaciones, en toda su vida. Tal vez esto es lo que llaman estilo. Todos los lectores de la obra de García Márquez identifican de inmediato que se trata de él, aún cuando en la portada no estuviese escrito su nombre. Por esto, los verdaderos lectores identifican los falsos García Márquez que aparecen en Internet. ¿Te acordás que hemos platicado cómo una película de Woody Allen tiene su sello? Sin saber que es de él, cuando andás brincando de un canal televisivo al otro y mirás una escena casi casi podés jurar que es de Woody. Lo mismo sucede con los escritores y lo mismo sucede con el universo. Cuando uno advierte la maravilla del universo reconoce la mano del creador.
En una entrevista que Julio Cortázar concedió a Elenita Poniatowska, aquél dice que desde niño fue un niño diferente, en lugar de ver las dos sillas como todos los demás niños, él veía el espacio entre las dos sillas. La mente del escritor funciona un poco diferente a las demás mentes. Mientras un compa mira el bosque y hace cuentas de cuánta paga obtendría si talara los árboles para hacer muebles, otro compa advierte que detrás de los árboles puede estar escondido un fantasma con cara de granada y nariz de uva madura. El proceso de creación está instalado en la diversidad.
A mí me basta mirar “el espacio entre sillas” para tener una imagen y de ahí escribir un cuento o el inicio de una novelilla. Una sola imagen acciona ese mecanismo maravilloso que hace que la mente de la tía del maestro Jorge sea “como un puto cine”. De acuerdo a Jung, el creador tiene una “hendija” en la mente que hace que, de forma inmediata, entre al inconsciente colectivo y pepene las maravillas del conocimiento total. Por esto, los creadores andan como “idos”. ¡Cómo no! Los creadores están mirando el espacio entre sillas.
Ana Karina dice que invento los personajes que pueblan mis textillos. ¡No! Muchos de ellos me los topo a media calle o afloran del inconsciente (y esto no lo invento yo). El inconsciente colectivo posee todos los personajes que han poblado, pueblan y poblarán la humanidad. El inconsciente es como un catálogo fantástico.
La otra noche fui a la Casa Museo Dr. Belisario Domínguez, a la presentación del segundo libro del Consejo de la Crónica de Comitán. Humberto Pedrero, Director de la Casa Museo, regó con juncia todos los corredores. ¡Ah, era un mar verde! Cuando caminabas por ahí el rumor del bosque se dilataba como Globo de Cantoya. En la entrada me topé con una periodista que recién tuvo su criaturita. Ella, mujer de excelencia, cumple con su trabajo sin abandonar a su criatura. A su hija (Fernandita) la envuelve en un chal de color azul y lo abraza en su seno. Lo lleva a todas partes. Estoy seguro que esa criatura crecerá como una dulce flama. Cuando entré al zaguán ella le decía a su criatura, de apenas unos cuantos meses de vida: “Huele, huele, es la juncia de tu pueblo”. Una cuerda de viento arañó mi corazón. ¿Mirás qué prodigio? “Huele, huele, es la juncia de tu pueblo”. De inmediato pensé en la frase que la nana le dice a la niña protagonista de “Balún-Canán”, de Rosario Castellanos: “El viento es uno de los guardianes de tu pueblo”. ¡Qué prodigio! Hace apenas unas tardes entendí que la juncia es otro de los guardianes de Comitán. ¡Su aroma nos protege de los olores fétidos que vienen de otras partes! Me lo enseñó esa madre amorosa e inteligente que, como si le enseñara a descifrar el mundo, le enseña a su criatura cuáles son las vainas de su árbol. “¡Huele, huele -dijo- es la juncia de tu pueblo!”. No sé si Ana Karina me cree, pero este personaje maravilloso parece sacado de una novela de García Márquez, pero no es así. Yo la vi y la escuché esa noche de presentación de libro. Pero, no sé qué pensarías vos, niña bonita, esta mujer bien puede ser un personaje maravilloso de una maravillosa novelilla. Asimismo, la criaturita también puede serlo. ¿Imaginás a Fernanda, de grande, cuando recuerde ese aroma de su primera infancia? ¿Es posible que alguien retenga los aromas de cuando fue niño? El personaje de una novela escrita por José Saramago recuerda el aroma del patio donde su mamá lo llevó a los cuarenta días de nacido. El aroma era el de la ropa recién lavada que estaba colgada en el jardín de la casa vecina. Pero no era el aroma de la ropa recién lavada, en realidad era un aroma especial, el aroma de la blusa de Margueritte (así, con doble t). Margueritte era una muchacha bonita que estudiaba en el primer año de bachillerato. Así que cuando el niño crece recuerda el aroma de la muchacha y comienza a buscarla como el amuleto que debe poseer para encontrar el sentido de su vida. Como si fuese un lobo o un jaguar olisqueando su presa (disculpá la comparación tan burda) él va al patio de su infancia, abre sus belfos y, en medio del aroma de las margaritas (las flores más profusas en el jardín) y de la humedad de la madera vieja con que están construidas las casas de ese vecindario, rescata, como si fuese una piedrita o una hojita de mirto, el aroma de la muchacha y lo persigue hasta dar con él. Ella, la muchacha bonita, tiene treinta y seis años e imparte el curso de Apreciación Artística, en la universidad pública más importante de la ciudad. El muchacho, quien se llama Augusto y ya tiene dieciocho años, se matricula en dicho curso y se convierte en el alumno más aplicado. La maestra Margueritte se emociona con el talento del joven y, poco a poco, van relacionándose. ¡Y hasta acá! Si querés saber qué sucede con la historia de Augusto y de Margueritte comprá el librincillo de Saramago. ¿Mirás cómo un aroma puede definir todo un destino? La literatura tiene su principal sustento en la vida y la vida está plagada de los personajes más sublimes. De la realidad (de ningún otro lado) brotan, también, los personajes imaginarios. Nada existe que no exista en la realidad o en la posibilidad de la existencia.
Por lo regular, a la hora que prendo la computadora y abro el procesador de textos, no tengo idea de qué escribiré. Basta una imagen para escribir la primera oración. De ahí en adelante todo es como aventarse al río y dejar que él me lleve de una a otra orilla, dando tumbos, esquivando las rocas, despeñándome en las cascadas hasta llegar al remanso donde la gente y las aves viven como en El Paraíso. La gente que está en la orilla del remanso me ve, deja de lavar la ropa o deja de cuidar el anzuelo y la cuerda y comentan entre sí. Se preguntan quién es ese extranjero que apareció a medio río. Tal vez preguntan ¿cómo logré sobrevivir? Sobre todo, considerando (se advierte en mi mirada y en el temblor de mis manos) que no sé nadar. Así es mi niña bonita ¡no sé nadar!, y sin embargo, cada día me aviento a las cataratas que son tan altas y rotundas como las del Niágara. Nadadores expertos son los que te mencioné: Cortázar, García Márquez, Saramago y muchos más como Günter Grass, Juan José Arreola, José Martínez Torres y una decena más de elegidos. ¡Son tan pocos los que cruzan el Canal de la Mancha y no se manchan el plumaje! Pero, necio, terco, me atrevo a escribir todos los días y lo haré mientras Dios me dé la vida.
Alfonso me preguntó si ya tenía el tema. No. Nunca me he preocupado por lo que muchos escritores se preocupan: “el tema”. Hay escritores que palidecen con la sola idea de quedarse “secos” y no tener de qué escribir. A mí nada de eso me preocupa. Javier me dice que escriba más acerca de temas comitecos. Se enoja cuando escribo temas como el que hoy explayo. Se encabrona porque dice que ando en las nubes. Javier no lo sabe, pero, en el fondo me está pidiendo lo mismo que yo me exijo: escribir de mi localidad, pero con un tono que se convierta en universal. Todos los grandes escritores buscan la sencillez y la cercanía. Hace días conocimos que el Nobel de Literatura le fue concedido a Alice Munro, una escritora canadiense que escribe cuentos. Los críticos literarios nos advierten que ella escribe de temas comunes y sencillos y, además, escribe acerca de su entorno canadiense, de pueblos de tres mil o cinco mil habitantes. En sus cuentos encontramos la vida de Ontario y de sus habitantes; hallamos las veleidades, misterios, alegrías, torpezas y dolor de los hombres y de las mujeres. En la literatura está contenido todo el universo que define el entorno del hombre. Javier tiene razón, pero, ya lo dije, no sé nadar. No nado como Alice. Una amiga de ella, crítica literaria, declaró en una entrevista que nadie escribe como la Munro, un poco para decir la grandeza que contiene sus escritos. Bueno, lo que intento en mi proceso de creación literaria es, también, hallar un estilo y que nadie, en el mundo, escriba como yo. No es sencillo. Es muy complejo. Dice el maestro Jorge que lo que natura non da, Salamanca non presta, que es como decir que hay unos cuantos privilegiados que ya traen el genio. A los otros, los necios, tercos, no les queda más que aplicarse para ver si por ahí logran algo de siete punto cinco o de ocho. Yo soy de estos últimos. Como ya sabés, la semana pasada envié a mis contactos de correo electrónico mi tercera novelilla breve que se llama “Historia triste de un cuentahistorias” (así, junto). Dije que les enviaba un presente, dije que no tengo otra cosa en las manos que palabras; dije que destino muchas horas en escribir y lo hago para compartir. Mi primera novelilla se llama “Dios también resuelve crucigramas” y la segunda se llama “Yo también me llamo Vincent” (ésta la publicó Coneculta-Chiapas y se puede descargar en PDF, en la página oficial de la máxima entidad cultural de nuestro estado).

Posdata: me olvidaba, niña papel. Acá te envío la dirección para que tu primo Máximo pueda leer la novelilla: http://issuu.com/revista10/docs/novela__historia_triste_de_un_cuent
Decile que si se le complica leer la versión que subí a Issuu, que me mande un correo y le envío la versión en PDF, con todo gusto.
Quisiera tener la capacidad que tuvo la periodista a la hora que le dijo a su criatura: “huele, huele, es la juncia de tu pueblo”; quisiera tener el talento para poder explicar cómo es el aroma de la juncia a la hora que las personas entran a un zaguán donde habrá fiesta. Pero, bueno, nunca aprendí a nadar y los ríos son profundos y violentos, tan violentos como, dijera Herzog, “la furia de Dios”.

viernes, 25 de octubre de 2013

RECOSTADA SOBRE UNA LÍNEA DE LA TARDE





Si estuviéramos en París esta muchacha bonita podría ser La Maga; y el barandal podría ser el barandal del Pont des Arts; y el arroyo vehicular podría ser el Río Sena; y esos carros serían las barcazas que navegan por el río; y ese pilar de piedra podría ser una columna del Louvre; y esa piedra del pilar podría ser la piedra que inspiró a Dumas a escribir Nuestra Señora de París. ¡No, no podría ser! Es decir podría ser todo lo que dije, pero la palabra que está escrita sobre la piedra no podría estar en París. La palabra no pertenece al francés.
¿Entonces? La muchacha bonita, la de la chamarra azul, la del moño en el cabello, la del arete coqueto, la de las nalguitas de cola de ardilla podría ser cualquier muchacha de cualquier ciudad de México o de Latinoamérica; el barandal podría ser el barandal de cualquier edificio del siglo XIX de Lima o de Morelia; la banqueta de laja podría ser de cualquier calle de Cuzco o de San Vicente; pero la palabra no la encontraríamos más que en Comitán.
De hecho, cuando un comiteco está en otra latitud y encuentra a un paisano en medio de una plaza se esconde detrás de un árbol y grita la palabra que está escrita sobre la piedra. El otro, emocionado, voltea a ver y busca al hombre que le gritó, pero no lo encuentra. No importa, sabe que ahí, en ese lugar tan distante de Comitán, hay ¡un paisano!
Esa palabra es costumbre gritarla en la madrugada. No se sabe bien a bien porque nace ese impulso, pero es algo que se transmite por la sangre, es un código no establecido. El comiteco nace con ese color de cielo, de la misma forma que nace sabiendo qué es chinculguaj y qué es posh.
El espacio de esta fotografía no puede ser otro que el de Comitán. El barandal y la piedra están en Comitán. ¿Qué ve la muchacha bonita? ¿Qué espera? Se dio cuenta de la palabra que tiene a la derecha. Ella no puede hacerse tacuatz, si es comiteca sabe perfectamente a qué alude la palabra. La palabra es conocidísima entre los comitecos. Aunque, habrá que decirlo, encontrarla en una piedra de muro ya es muy difícil. Antes, en los años cincuenta y sesenta, los muchachos traviesos la escribían en todas las paredes habidas y por haber. Un día, quién sabe a qué hora, los comitecos dejaron de escribirla (bueno, tampoco debemos confundirnos, dejaron de escribirla, pero no dejaron de practicarla. La palabra alude a algo en que los comitecos son expertos, porque, se sabe, los comitecos son bien arrechos y las comitecas ¡ni se diga!). Los comitecos dejaron de escribirla, pero no de decirla. Los muchachos de ahora (como los de todo el mundo) se contagiaron y, en lugar de escribir esta palabra sagrada, se dedicaron a pintarrajear grafitis, signos raros que no conforman parte de nuestra tradición. Las pintas de ahora han caído en el terreno de la globalización y cuando vemos un grafiti no sabemos si estamos en Comitán o en Buenos Aires o en Sofía.
Por eso la fotografía donde está la muchacha bonita de la blusa de color oscuro y mirada de ala de golondrina es relevante. Lo es porque no hay duda, el espacio es ¡Comitán! La palabra así nos lo confirma. ¿Ven -ahora- por qué es importante preservar esas nubes que son como piedras solares?

lunes, 21 de octubre de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA ESQUINA ES EL CENTRO

Querida Mariana: ¿cuál es el centro de una calle, de una manzana, de un barrio? Los matemáticos dirán que debemos buscar el punto equidistante. El centro de un círculo es el punto donde los demás puntos del aro están a la misma distancia. Es bonita esta figura; es bonito pensar que no importa el lugar donde estés siempre estás a la misma distancia de ese punto. Por esto, los que saben los secretos de la vida siempre están en búsqueda del centro, a fin de que, sin importar la distancia, nunca estén fuera del equilibrio.
Por lo tanto, esa pregunta que escribí al principio no tiene una explicación sencilla. Porque todo aquello que no es círculo es imperfecto. Tal vez vos ahora te botarías de la risa si dijera que el centro de una calle es una esquina. ¿Cómo es posible -pensarías- que el Polo Norte fuera el centro de la Tierra?
En los años sesenta, en el “Centro” de Comitán, hubo un edificio que estaba en una esquina. Mucha gente lo conoció como la Casa Yannini (debido a que don Vicente, comerciante de San Cristóbal de Las Casas, puso un negocio donde vendía electrodomésticos). En los años setenta, en la segunda planta, un grupo de jóvenes abrió un café que se llamó Intermezzo; así que el local pasó de ser “Casa Yaninni” a “Café Intermezzo”.
Siempre llama mi atención esa capacidad que tenemos los seres humanos de bautizar los edificios y, de primas a primeras, sin mayor preocupación, cambiarles su nombre. Los edificios “toman” su nombre del oficio de su vocación. El otro día entré a un hotel. Este edificio fue casa de una amiga. Caminé por el pasillo y al llegar al patio central un empleado me preguntó qué deseaba. “Nada -dije-, perdón, sólo estoy recuperando piedritas”. El empleado entonces (que tenía una casaca color vino y debía ser empleado de segundo rango) pidió a un muchacho de camisa blanca que, por favor, pasara una escoba por el patio y los corredores. ¿Cómo explicarle que mis piedritas eran metafísicas? El muchacho de camisa blanca, sin duda, era empleado de menor rango.
El edificio que fue Casa Yannini y luego Café Intermezzo fue un edificio propiedad de mi papá. Así que, comprenderás, para mí fue el Centro de mi río. Fue así porque un día don Vicente cerró su negocio y mi mamá puso un negocio con venta de estambres. Tres amplios mostradores delimitaban el espacio que correspondía a los compradores y a los pasillos donde estaban los estantes llenos de estambres. Los mostradores eran la línea que pintaba mi mamá para decir “atrás de la raya, ¡estoy trabajando!”. Ahí, al lado de la Joyería Escobar y enfrente del lugar donde se estacionaba el burro que cargaba las gaseositas de don Jorge Soto, ahí ¡estaba mi Centro! Era así porque, siendo adolescente, yo me dirigía a muchos lados, pero, siempre (no se si así es con toda la gente) pasaba por el “centro”. Así que a cualquier hora miraba a mi mamá chambeando. Siempre ha sido así, mi mamá ha sido una mujer muy trabajadora. Todavía ahora, con ochenta y tres años de edad, sigue tejiendo y haciendo pasteles por encargo. Esa esquina fue mi Centro. Lo sigue siendo.
La física diría que es imposible que un centro se traslade hacia otro punto. Einstein sostendría esta afirmación. Pero, tal vez no sea tan exacta esa imposibilidad. Tal vez, en el Universo sea cosa de todos los días. Ahora mi Centro ya no está en esa esquina; ahora mi Centro está en mi casa, en la esquina de mi corazón. Ahí donde vos también estás.

sábado, 19 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO MUCHOS LLEVAN UN HOYO EN LA SUELA DEL ZAPATO





Querida Mariana: los objetos se deterioran. No sólo los objetos, también los seres humanos. El otro día Ramiro me dijo que su tío Eugenio ya se moja los zapatos cuando orina. Azucena siempre dice: “dichosos ustedes, los hombres, porque cuando les gana la gana de orinar fuera de casa se paran detrás de cualquier camión, sacan su cosa y listo. En cambio, a nosotras, las mujeres, se nos vuelve un problema”. Lo que Azucena no sabe es que ustedes, las mujeres, tienen la ventaja de que no se deteriora su orgullo conforme la edad avanza. En cuclillas orinan sin mojarse los pies. El hombre recibe un impacto negativo cuando, como dice Azucena, saca su “cosa” y mira que ya no puede, como en la juventud, escribir su nombre con un potente chorro sobre la arena. Los objetos y “las cosas” se deterioran con el paso del tiempo.
Margot me dijo que el otro día fue a Wal-Mart. En el pasillo de galletas se topó con una amiga que revisaba una caja de galletas. ¿Qué haces?, preguntó Margot y la amiga dijo que revisaba la fecha de caducidad. Entonces la amiga vio a Margot con una cara como de árbol en otoño y dijo: “no lo vemos, pero también nosotros tenemos fecha de caducidad”, se acercó, le dio el beso de despedida y caminó a mitad del pasillo, mientras dejaba a Margot “clavada” enfrente de los rollos de galletas Marías. Dice Margot que esas palabras fueron como un palazo que la dejó fría, como en el fondo de un pozo de mil metros, oscurísimo. “Regresó” hasta dos o tres minutos después, movió la cabeza como si se quitara telarañas y caminó hacia el pasillo de alimentos para mascotas para comprar las croquetas de su “Terrible”.
Vos, ¿cómo acabás los zapatos? Todo mundo “gasta” los zapatos de manera diferente. Algunos acaban los zapatos de los lados, otros de los extremos. Conozco a un compa que los acaba del tacón. A cada rato está con el zapatero remendón para que le cambien los tacones a sus zapatos. Mis zapatos se gastan del centro de la suela. ¡Ay, Dios mío! Hace dos días tuve que abandonar para siempre el par de zapatos que tenía, color café, suavecitos. Esos zapatos me acompañaron (esta frase sí es literal) durante varios meses. Es el par de zapatos que más me ha tardado. Todo mundo dice que estrenar zapatos es un martirio. Nos acostumbramos tanto a los viejitos que cuando llega el momento de abandonarlos nos da tristeza. ¡No hay como un par de zapatos viejos, gastados! Se llegan a amoldar tanto a nuestros pies que se convierten como en una segunda piel (acá la frase también es literal, siempre y cuando no usemos zapatos chinos, porque éstos no son de piel sino de cartón).
Hace muchos años, antes de este boom de las cámaras digitales, hubo una fotografía muy famosa. La foto mostraba a un personaje importante, vestido con un traje de corte muy fino, sentado, con la pierna cruzada. Todo era de una gran elegancia, con excepción del tremendo hoyo a mitad de la suela del zapato. El tipo famoso “gastaba” los zapatos de la misma forma en que los gasto yo. La gente camina de manera diferente.
Yo soy un inútil. Nunca me acostumbré a caminar descalzo. Mi mamá nunca permitió que yo caminara sin zapatos. Por esto, ahora, debo confesar que me da cierta envidia la gente que camina descalza por el césped. Admiro a las mujeres que caminan por las calles empedradas con esas chancletas, sin tacones, que tienen una suela como de papel de arroz. La planta de sus pies siente todas las chibolas del camino. ¿Cómo le hacen para soportar las piedritas? Sé que ahora pensás que soy un snob porque hay millones de personas que, por motivos económicos, tienen que caminar descalzas. El famoso Mario “Mocoso”, en Comitán, caminaba descalzo. Es proverbial el recuerdo de los grandes pies que tenía. Dicen que Mario nunca calzó. Nunca calzó porque no había zapato tan grande que le cupiera. Caralampio, quien trabajó en la Ferretería Chiapas, de don Jorge Pérez, también fue un muchacho que nunca usó zapatos. Los pies de quienes no usan zapatos se vuelven como aplastados, como unos grandes lanchones. Mario tenía la capacidad de somatar los pies sobre el piso. Esto provocaba un ruido como de lonjas de cerdo cayendo sobre un piso mojado. Los niños se espantaban con ese ruido y los jóvenes lo celebraban. Mario, muy serio, somataba el piso cada vez que alguien le pedía que lo hiciera. Ese sonido era como de balazos soltados a mitad del desierto.
Cuando debo dejar un pantalón por deterioro, o una camisa, o una camiseta o un calzoncillo porque ya tiene dos hoyos, el de la bragueta y otro inexplicable en la parte trasera, no tengo mayor sentimiento. La prenda deteriorada la hago bolita y la tiro a la basura. A veces guardo las camisetas jodidas. Las uso como trapos para limpiar pinceles a la hora que pinto. Pero, ¡Dios mío!, cuando debo tirar un par de zapatos con hoyo en la suela ¡me duele, me duele mucho! Los zapatos son las prendas más queridas, las más añoradas, las más útiles. Te parecerá una exageración, pero como ya te conté, como mi mamá nunca dejó que anduviera descalzo, nunca he andado sin zapatos. Únicamente a la hora de acostarme y a la hora del baño estoy sin zapatos. Un día pensé que no sería mala idea acostarme con los zapatos puestos, pero luego, cuando me di cuenta que para bañarme debía quitármelos se me hizo un absurdo.
¿Por qué gasto los zapatos a la mitad de la suela? Un día descubrí que los zapatos más recientes se habían despegado de un extremo. Nunca me había pasado tal cosa. Revisé las suelas y los hallé sin hoyo. ¿Estoy cambiando de modo de andar? Fui con el zapatero remendón y le pedí que los costurara. El hombre (que tiene su changarro por la Proveedora Cultural) tomó el zapato jodido y dijo que costuraría ambos y que serían cuarenta pesos. Dijo que pasara por la tarde, ya estarían listos. Cuando regresé, mientras el hombre buscaba mis zapatos miré una fotografía colgada en una de las paredes. Los zapateros remendones tienen la costumbre de colgar calendarios y carteles en las paredes. Hay muchos changarros que tienen mujeres encueradas. Perdón, este término es inadecuado en esta carta, debí escribir: tienen mujeres “descalzas”. Cuando el zapatero me entregó el par (¡como nuevo!) vio que yo observaba la foto y me preguntó: “¿conoce usted al maestro Ángel, al maestro Chava Domínguez? Es papá de ellos, es mi papá”. No pregunté, sólo dije ¡ah!, pero intuí que el zapatero es medio hermano de los maestros mencionados. Ahí, como en todos los locales del mundo ¡hay una historia! Tal vez un día regrese y platique con él. Salí contento. Los zapatos me sirvieron durante dos o tres meses más. Pero la otra tarde descubrí que uno de los zapatos tenía el cráter tan odiado a mitad de la suela. Al ver el hueco sentí un escalofrío. Pensé que ahora que llueve tanto, cualquier tarde me mojaría la planta del pie. ¡Odio tener los pies húmedos! Además, a la hora de caminar, la pinche piedrita del camino se pone justo a mitad de la planta y me hiere. ¡No estoy acostumbrado a caminar descalzo! Ese hoyo ¡me descalza! Hace que sienta el frío del piso y esto me molesta mucho. Así que, con el dolor de mi corazón, tuve que botar el par de zapatos que me acompañó durante los últimos meses. ¡Me duele mucho deshacerme de un par de zapatos viejos! Pero, entiendo (no hay de otra), los objetos se deterioran. Los objetos tienen fecha de caducidad. Algunos (como los alimentos) llevan impresa la fecha. Otros ¡no! Los seres humanos, igual que los objetos (como dijo la amiga de Margot), tenemos fecha de caducidad. No lo vemos, pero ahí está. Como un par de zapatos viejos nos acompaña en el trayecto de la vida.
Antes (todo mundo lo dice) los objetos duraban más. Un par de zapatos era como esas pilas “Duracel” que tardan bastante tiempo. El otro día, compré en el mercado un par de baterías doble A, de color verde. Las compré porque eran muy baratas. ¡Ay, mi vida, ya sabés en qué acabó la historia! Tardé más en colocarlas en la lámpara de mano que ellas en agotarse. Hay vidas que (nunca he entendido por qué) son como esas pilas verdes. Se agotan pronto, muy pronto.
Hubo un tiempo en que los comitecos compraban los zapatos que fabricaban los zapateros de acá. Eran de auténtica piel. Ahora hay mucho zapato chino que está fabricado de cartón. A la primera “puesta” ya se anda despegando. Los zapatos de antes ¡duraban mucho! Pero, yo nunca usé un par de esos zapatos. No lo hice porque se me hacían de una gran dureza. Eran zapatos rudos. Miraba a mi tío Ramiro ponerse sus botines, pero los veía como fortalezas donde mis pies no estarían cómodos. A final de cuentas, los zapatos (tan fieles y tan amados) son unos pinches corsés que asfixian los pies. Debo admitir que no es la forma más cómoda para amar los pies. Los pies ¡tan fieles, tan nobles! Los pies nos llevan de un lado para otro. Son tan dóciles. Cuando uno de ellos avanza hacia un lado, el otro, sin rezongar, avanza también en la misma dirección. Los pies son muy obedientes. Las manos ¡no! Una mano se va para un lado mientras la otra se dirige al lado contrario. En cambio, los pies son maravillosos. Por esto, siempre he pensado (disculpá la comparación tan boba) que vos y yo somos como un par de pies bien dispuestos a caminar juntos por la vida. Vos sos el pie izquierdo y yo el derecho. Avanzamos en la misma dirección. Nunca el izquierdo abandona al derecho. Nunca uno va hacia el Polo Norte y el otro hacia el Polo Sur. Hay una imposibilidad física para que esto suceda. Podemos estar equivocados. Saber que nuestro destino era el Sur y sin embargo dirigirnos al Norte. Hemos decidido formular nuestro propio camino y lo caminamos en la misma dirección. Sé que el amor nada tiene que ver con los pies pero ahora meto la pata y digo que vos y yo somos dos pies. Claro (como dijera un diálogo maravilloso de una película del gran Emilio “El indio” Fernández), vos sos vos y yo soy yo. Por esto, ni modos, vos siempre andás descalza, sintiendo el rocío del césped. Vos siempre estás dispuesta a sentir la maravilla de la vida. Yo, en cambio, ni modos, así me acostumbré, camino con el pie calzado. Procuro que sea un calzado cómodo, que no fatigue de más a mi pie, pero, después de todo, lo llevo encerrado. Nunca, ¡qué pena!, he disfrutado el sol resbalando por mi pie desnudo. Vos sos vos y yo soy yo. Por esto te quiero. A pesar de que soy un hombre viejo, siempre abrazado por suéteres y chamarras y con los pies encerrados, vos me extendés tu mano desnuda y me sostenés a la hora que caminamos.

Posdata: la enseñanza de mi vida ha sido reconocer que debo cambiar zapatos cuando ya tienen hoyos en la suela. Mis zapatos rara vez se despegan de los extremos o se desgastan de otro lado. Cualquiera diría que esto es lógico. Si piso el suelo, pues lo que más se desgasta ¡es la suela! Pero no a todo mundo le sucede esto. Hay gente que gasta el zapato de otra manera. Estas diferencias notorias deben ser por la forma de andar. A mí me han mandado a andar de maneras diferentes, pero nunca les he hecho caso. Alguien, una vez, muy molesto, me mandó a chingar mi madre. No le hice caso. A mi mamá no debo molestarla. Ella evitó que yo andara descalzo y me mandó a la vida a caminar con zapatos. Me trazó un camino. En esto sí no le hecho mucho caso. A final de cuentas un día descubrí que, como dijo El Indio Fernández, yo soy yo. He caminado, siempre, con zapatos, por los caminos que pienso son los más afectuosos para mi espíritu. Hoy, gracias a Dios, camino por caminos llenos de luz. Sé que mis pies no reciben esa bendición luminosa y por ello me apeno. Pero, ¿qué puedo hacer? A esta edad ya no puedo cambiar ese paradigma. Ya no puedo sentir, como vos, el prodigio del césped húmedo al amanecer. Camino con mis pies ciegos, atrapados en esas cárceles horrendas que son los zapatos. Ni modos, así me acostumbré. Así, también, acostumbré a mis pies. Nunca, lo sé, seré como el personaje literario de “los pies alados”. ¡Ni modos! “Terrible” es el nombre de la mascota de Margot. No sé qué pensarían mis pies de este nombre. No lo sé.

viernes, 18 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN DEDO MUESTRA EL CAMINO





Un hombre de bigotito decide ir al parque. Se coloca una gorra y sale de su casa. ¡Va al parque! El parque es, todo mundo lo sabe, el espacio público por excelencia. Ahí llegan los niños a correr, los pájaros trepan en los árboles y bajan al jardín a buscar gusanos; ahí, en el parque, los muchachos con sus muchachas llegan a platicar y a fajar; los viejos se juntan y, como si la plática fuese una chamarra, recuerdan viejos tiempos para calentar el alma. ¡Ah, el frío de la vida es más demoledor que el de invierno!
El hombre de bigotito y camisa de mezclilla llega al parque y busca una banca libre. Una donde esté solo. Le gusta ver cómo pasa la vida sin apuros. Se cruza de brazos y mira, mira. No hace más que mirar. Su espíritu se llena de cristales y de nubes sin muletas. De pronto, casi casi como si fuese un trueno en seco o como si fuese un pájaro de buen agüero, aparece el hombre con el maletín, el celular (de última generación) y el libro en mano. ¡El libro en mano! ¡El gran libro! El hombre de la camisa blanca (impecable, casi casi como anuncio de detergente o como anuncio celestial que avisa de la inmaculada luz de Dios) se sienta a su lado y, con rollo chorero y mareador, le suelta las primeras palabras, casi casi palabras divinas. Porque el hombre (ya los lectores lo advirtieron) es un mensajero divino, encargado de propalar la palabra de Dios. El hombre de la gorra sigue con los brazos cruzados y escucha “la palabra de Dios”. Debe ser que esa mañana Dios lo envió ahí para recibir su mensaje.
¿Ya vieron el dedo del hombre de la camisa blanca? Bueno, bueno, tampoco se trata de imaginar milagros de tercera categoría. No pueden ver el dedo porque la pasta del libro lo impide. Pero sí podemos intuir que el dedo muestra el “caminito”. El hombre del bigotito sigue con atención el dedo que, como si fuese una draga, abre el surco donde brotará la luz.
El hombre de la gorra no imaginó que esto le sucedería. Él salió de casa para ir a sentarse al parque a mirar cómo la vida transcurre. Pero, ¡oh, prodigio!, el destino le tenía reservado toparse con un enviado de Dios (bueno, lo de toparse es una mera figura literaria, porque, en realidad, el hombre fue “abordado”, un poco como si él fuese una copia del tren que llaman “la bestia” y el hombre de blanco fuese un migrante que abordara el vagón al “vuelo”).
Los parques son espacios públicos y no pueden reservarse el derecho de admisión. Quienes acuden a sentarse sólo a mirar, a veces son abordados por limosneros, por borrachos, por impertinentes o por “enviados de Dios”. El hombre de la gorra acepta todo con serenidad, así lo indican sus brazos cruzados. Ahora sí que “se quedó con los brazos cruzados” y el hombre de la camisa blanca aprovechó y ¡arremetió!
Sé que el hombre de camisa blanca tiene una misión y la cumple. No lo hace en mala onda. Al contrario, el mensajero divino trata de indicarle al hombre de la gorra que hay un camino diferente en la vida y si, en ese instante lo decide, puede hallar un motivo de vida más importante. “Acá lo dice: el que confía en mí ¡no morirá!”. “¿Lo ve?”. ¿Qué piensa el hombre de la camisa de mezclilla? ¿Con la actitud dócil que muestra se irá por el camino que le enseña el dedo del hombre de la camisa blanca?
El hombre del bigotito llegó al parque para descansar un rato. Nunca imaginó que se iba a topar de frente y sin ninguna defensa con un enviado de Dios.
Sólo una vez me tocó ver a una muchacha defenderse como gata boca arriba. Un hombre de camisa blanca llegó, saludó, abrió el libro y le preguntó si podía compartirle la palabra de Dios. La muchacha se paró y le dijo, con respeto, pero con voz fuerte: “No, quiero estar sola. Vine al parque a escuchar el silencio de Dios. No, no quiero su palabra”, y se fue a sentar a la banca contigua. El hombre de la camisa blanca cerró su libro y fue a buscar otra “oveja perdida”.

miércoles, 16 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE APARECIÓ EL ESPÍRITU DE LA CASA





Raspar ¡es la consigna! Detrás de la fachada está la esencia. Este hombre raspa. Lo hace para pintar la fachada de la casa. Pero, en el proceso encuentra cosas. Un poco como si levantara un mueble y hallara las llaves extraviadas o el “pasador” de la abuela. El contraste es evidente. Está trepado en una escalera de aluminio, una escalera posmoderna. En el extremo inferior se lee la palabra videojuego, estampada sobre una lona también posmoderna. Pero el hombre, cuando menos en este instante, está empecinado en raspar, en hallar las huellas del tiempo, y éstas brotan como le brotan las alas a los niños inocentes. Casi sin percatarse encuentra letreros de hace mucho tiempo. Él cubrirá esas huellas, porque su cometido es raspar para pintar. Lo hace, entiendo, para que el nuevo recubrimiento se adhiera a la superficie. ¿Qué lección nos da? ¿Qué debe hacer un hombre para cambiar paradigmas, para decirle adiós al pasado? ¿Debe “raspar” su espíritu” para ver las manchas y luego cubrirlas? ¿De veras es así el proceso? Tal vez sí. Tal vez esta imagen nos demuestra que nada puede borrarse. Todo está debajo de la cáscara.
El letrero que brotó tiene más de cincuenta años. ¿Quién sabe cuánto tiempo estuvo oculto? De pronto, por el milagro del “raspado” apareció de nuevo. Apareció sólo por un instante. Tal vez sólo para que quedara consignado. Sólo para decir que el universo se expande y que tiene millones de años luz que inició su expansión. Hay capas, ¡lo sé!, que igual que este letrero están ocultos en los agujeros negros del espacio.
¿Alcanzan a leer el letrero? ¿Ven que dice “Fábrica de gaseosas”? La fachada de la casa corresponde a la casa de don Jorge Soto, quien fue el “visionario” fabricante de las gaseosas. Don Tono Villatoro dice que las gaseositas de don Jorge Soto eran de dos colores: rojo y verde. Yo sólo recuerdo las “verdes”, las gaseositas verdes de don Jorge.
Hubo un tiempo (el tiempo del letrero) que en Comitán existieron fábricas: de aguardiente, de triplay, de zapatos y de gaseosas. Hoy, todo es como una nueva fachada. Dejamos de ser productivos y sólo somos consumidores. ¡Ay, cómo consumimos! El Ingeniero Javier Utrilla me dijo el otro día que la tienda Aurrerá, de Comitán, es una de las que reporta mayores ingresos a la empresa, a nivel nacional. ¿Por qué es esto? Debe ser porque Comitán es área de influencia de muchos poblados cercanos y la gente de estos poblados acude a Comitán a hacer sus compras. Ahora todo mundo consume esa agua negra llamada coca cola. Hubo un tiempo (el tiempo de la fachada) en que Comitán consumió las gaseosas verdes de don Jorge Soto. Fue el tiempo en que don Jorge usaba burritos para ofrecer su producto. ¡Nada de camiones transportadores! ¡No! El burro soportaba dos cajas de madera, perfectamente diseñadas para “encajar” en el lomo, con pequeños compartimentos para contener las botellas de cristal. Recuerdo que, desde el balcón de mi casa, miraba los burritos pasar por la calle. De ese tiempo es el letrero que el otro día apareció ante mis ojos. Hoy, ¡ya lo vieron!, la casa ya no contiene la fábrica. Las fábricas ya son inexistentes en Comitán. Hoy, en la casa existe un salón de videojuegos que se llena de niños y jóvenes diestros en esas artes de la tecnología. Antes, debo decirlo, los niños y jóvenes, siguiendo el ejemplo de los adultos, “fabricaban” sus juguetes: “gallitos” y carretones. Los niños de hoy sólo consumen. Dejamos de fabricar nuestros sueños. Tal vez por esto nos va como nos va.

lunes, 14 de octubre de 2013

PORQUE LO IMPORTANTE NO ES LA CAÍDA SINO EL COLCHÓN





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como muletas y mujeres que son como una silla de ruedas.
La mujer muleta tiene una misión en la vida: ser sostén del inválido. Como el lector ya se dio cuenta, esta clase de mujer ¡abunda! Hay más mujeres muletas que mujeres mulatas.
¡Abunda!, porque todos los hombres son inválidos. Tal vez ahora algún lector hombre está a punto de suspender la lectura, molesto por este tipo de declaración, dispuesto a comprobar que ¡él no es inválido! Y yo digo “calmex es la marca de la sardina”. Sé que a este lector le duele, pero, la Historia ha comprobado que no hay un solo hombre maduro. Todos son como frutas cortadas antes de tiempo. Los hombres más poderosos, los más seguros de sí mismos, son la pura apariencia. En el fondo son como ositos necesitados de mamá osa. Y la mamá osa es la mujer que tienen al lado. Los más inseguros son los que tienen muchas mujeres. Así que con esto podrán comprobar que en México abundan los ositos inválidos, porque son millones los que andan, fuera de casa, buscando mujer que “les eche un lazo”. Y el lazo, pobres hombres, no les sirve para hacer un puente o una escala, sino para colocárselos alrededor del cuello. Y ahí vemos, en las plazas, en las cantinas, en los estadios, en los burdeles, en los templos, millones de hombres a punto de asfixia.
La mujer muleta puede ser de madera o de aluminio. La diferencia es notable. La mujer maleta de madera corre el riesgo de morir quemada junto con el hombre. La que tiene la estructura de aluminio debe llevar un soporte de fierro, para que no sea tan liviano. No es bueno que una mujer sea como papel o como nube. Es bueno que una mujer sea como el lecho de río que lleva agua entre sus venas, pero que tiene el fondo de piedra. Los hombres, por lo regular, están hechos de máscaras, la que ostentan es como esa que usan los parachicos, pero, debajo de ésta tienen una máscara de cartón que a la primera lluvia de llanto se deshace. Por esto, los hombres no soportan la soledad. No pueden caminar, creen (qué tontitos) que el camino es una línea en el vacío. Creen (¡qué ilusos!) que sus mujeres son prótesis que no tienen caducidad.
La mujer muleta es una mujer dispuesta al sacrificio. En intento de santidad sacrifica su propio destino. Lo hace para acompañar al hombre en la persecución de sus sueños guajiros. ¡Qué nobleza de corazón habita en su pecho! ¡Qué pecho tan noble habita en su corazón! Sobre todo, porque, el hombre (asqueroso, después de todo) siempre la culpa a la hora de un resbalón. El hombre no mira el hueco y cree que a la hora de la caída fue la mujer muleta quien equivocó el paso.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una mano dentro de la bolsa y mujeres que son como bolsas para guardar manos.

sábado, 12 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO NO FUI YO SINO TETÉ, ¡FUE TETÉ!





Querida Mariana: te mando una fotografía donde está Teté. Ella dice: “me conoce mucha gente”, lo dice con una sonrisa de porcelana que parece quebrarse con el contacto del aire. Es cierto lo que ella dice, ¡en Comitán la conoce medio mundo! Ella se llama María Esther Fuentes Utrilla. Si alguien le pregunta por su papá, ella, en automático, dice que su mamá tuvo “tres maridos: Emilio, José y Ricardo. Mi papá fue José, José Fuentes”.
Arturo, el hijo de Armando, ya cumplió ocho años. Cuando Arturo ve a Teté dice: “allá va Teté, Teté, tacita de té”. Armando presume a su hijo, dice que será poeta. ¿Quién sabe? Lo único que sí puedo asegurar es que el niño tiene idea de la doble erre literaria: la rima y el ritmo.
Teté es una mujer que ama la vida. Siempre ríe, ríe con su boca desdentada. El doctor José Antonio Alfonzo Pinto, quien es un hombre que sabe mil anécdotas comitecas, bien simpáticas, cuenta una de Teté. No te cuento qué cuenta el doctor porque la gracia está en el modo en que él la cuenta. Las mejores anécdotas no tienen su eje en el tema sino en la gracia de contarlas. Doña Lolita Albores fue experta en contar anécdotas, asimismo Óscar Bonifaz es muy bueno. José Antonio imita la voz y los rasgos de Teté. Quienes la conocen saben que ella tiene un timbre de voz muy especial, como de tiuca saltando sobre una liga extendida o como de zanate debajo de una lluvia delgada a medio día. Una de estas tardes te invitaré a ir a casa de José Antonio; después del saludo y de presentarte como la niña de mis ojos, le pediré que te cuente la anécdota de Teté, la de la botella de mezcal. Vas a ver qué sabroso la cuenta. Te vas a botar de la risa. Lo cuenta tan sabroso como sabrosa es la risa de Teté, como sabrosos los panes compuestos y huesos de tío Jul. Y si ahora saco a colación al tío Jul es porque Tavito, el mesero estrella de tío Jul, fue hermano de padre y madre de Teté. ¿Alcanzaste a conocer a Tavito? ¿No? ¡Ah, te lo perdiste! Era un personaje hermoso de este hermoso pueblo. Siempre andaba con un trapo en una mano y con un cigarro en la otra. ¿Cuántos cigarros fumaba al día? ¿Cuántos cigarros fumó en toda su vida? Yo espero que haya muerto de una enfermedad provocada por el tabaquismo. Si hubiese muerto de otra enfermedad sería algo vergonzoso. ¡Tantos años dedicados a la fumada exigen una muerte en concordancia con el tabaco! Mi tío Eugenio tomó trago desde los catorce años de edad y murió a los ochenta y tres. Cuando ya estaba muy enfermo, postrado en su cama, la gente llegaba a verlo y no faltaba el tipo que ponía cara de lástima y lamentaba la enfermedad que lo tenía postrado. El tío, como respuesta, buscaba debajo de la cama y levantaba, como un trofeo, una botella vacía de ron. “Pendejo -le decía al tipejo- ¿qué te duele? Bebí trago a lo galán. ¿De qué querés que yo me muera? ¿De una uña enterrada? No, pendejete, voy a morir en mi ley, de una cirrosis espléndida”. El tipo callaba y en la primera oportunidad salía por piernas de la casa y no volvía jamás.
Por ello, digo, espero que Tavito haya muerto por algo relacionado a la pasión que dedicó tantos y tantos años. Sus dedos estaban amarillos de tanta nicotina. Eran como tubos delgados forrados con pergaminos. Espero que la vida de Tavito haya terminado coronada con alguna hebra sacada del nefasto y galano ejercicio de la fumada.
Duele mucho enterarse que un corredor de autos murió porque se resbaló en la escalera de su casa; duele mucho enterarse que un torero murió en un accidente automovilístico. Los corredores de autos deberían morirse a mitad de una carrera, deberían achicharrarse adentro de sus bólidos; los toreros deberían morirse a mitad de la plaza, deberían morirse de una gran cogida de miura.
Cuando estábamos a solas, el tío Eugenio me pedía un curtido. Yo le daba un jocote encurtido y él, como niño, lo iba chupando poco a poco. Me contaba que el tío Artemio murió en su ley, tan murió en su ley que cuando fue a levantar el cuerpo lo encontró con una sonrisa como de abeja en panal. El marido de la amante del tío Artemio los cachó en la movida. El marido engañado no lo pensó dos veces, abrió el buró, mientras los amantes se cubrían con la sábana, sacó una pistola y le sorrajó al tío tres balazos en el pecho y uno más en sus partes nobles, que, a esa hora, ya habían perdido toda su nobleza y eran simples plebeyos venidos a menos. El tío Eugenio daba otra chupada al jocote y contaba que el marido engañado no soportó la afrenta y después de meterle dos balazos a su mujer, se puso la pistola en la sien y se despidió del mundo. Como en esa época el tío Eugenio no estaba tan enfermo permanecía sentado en una poltrona, así que a la hora que llegaba a esta parte del relato, se pegaba con los puños en ambas rodillas y decía que eso sí había sido un absurdo, decía que los maridos engañados no debían suicidarse; debían morir en un burdel, al lado de una prostituta bellísima, de piel de quetzal, el día que cumplieran ochenta años. Debían morir de un paro cardiaco, sudorosos, emocionados. Es una estupidez, decía, matarse por el engaño de una mujer, cuando hay miles de mujeres esperando una maravillosa historia de amor.
El tío decía que toda muerte debía estar en consonancia con la vida vivida. Que el zapatero remendón muera al tragarse veinte tachuelas en un estornudo; que el actor muera en pleno escenario a la hora que dice un parlamento de Otelo; que la puta muera en la misma esquina, debajo del farol, donde ofrece sus encantos; que el huevón muera de orquitis; y que los hombres y mujeres de espíritus sublimes mueran en sus camas, sin dolor alguno y en la paz de Dios. Porque a veces, ¡qué ironía!, los hombres buenos mueren en actos violentos; y los hombres malos mueren, ¡qué pendejada!, de congestión, en su cama llena de edredones con plumas de ganso.
La tía Evelia siempre dice: “tatitas, nadie sabe de qué va a morir”, lo dice mientras teje y se sube a cada rato los lentes que resbalan por su nariz sudorosa.
Lo que la tía no sabe es que los suicidas sí eligen su muerte, eligen el día, la hora y la forma en que morirán. Todo mundo piensa que Eulogio tuvo mala suerte al subirse a la avioneta que se desplomó. ¡Falso! Él decidió morirse de esa forma. Su mamá me contó, días después de su muerte, que él dejó una nota en su buró explicando la forma de su muerte. Eulogio contrató a un piloto que tenía una enfermedad terminal, por lo que él aceptó de mil amores el fajo de billetes y la escritura de la casa que heredó a su familia. El contrato de Eulogio fue como su seguro de vida. A las doce y media del día elegido (24 de octubre), Eulogio subió a la avioneta y le dijo al piloto que despegara. Eulogio, una vez ya a cierta altura, abrió una botella de ron, tomó dos tragos, se limpió los labios con el dorso de su mano y pasó la botella al piloto, quien, de igual manera, tomó dos buches de trago, devolvió la botella, se persignó y dijo: “A la hora que usted diga, patrón”. Eulogio cerró la botella, la dejó en el piso, al lado de su asiento, cerró los ojos y casi silabeando dijo: “A-ho-ra”. El piloto también cerró los ojos, movió sus manos hacia abajo y se enfiló contra el cerro. Pienso que don Eulogio decidió morir volando, porque, a decir de su mamá, nunca voló ni un papalote cuando fue niño. ¿Por qué se suicidó? Eso sí nunca se supo. En la carta jamás dijo el motivo. De lejos todo parecía normal en su vida, pero, bueno, a veces hay estados emocionales que son icebergs.
Teté disfruta la vida, le encanta el baile. Todos los domingos, por las tardes, va al parque central a escuchar la marimba orquesta municipal. A la primera insinuación del aire se levanta y se pone a bailar. Mueve su cuerpecito de trompo bailador y tataratero, al ritmo de un danzón o de una cumbia; mueve su cuerpecito de pececito en agua como si no tuviera más encargo en la vida. ¿De qué deberían morir las mujeres que aman el baile? ¿De qué deberían morir aquéllas que les “bailan los ojos y los pies” al primer bolillazo sobre el teclado de la marimba? ¿De qué deberían morir los hombres y mujeres que hipotecan su vida únicamente en vivir la vida?
Los aburridos, los que dudan, los que no se atreven, los solemnes deberían morir en un pozo de tedio, cercados por mil demonios con tridentes y lanzallamas. Los alegres, los atrevidos, los que ven la vida en mangas de camisa debieran morir en medio de un lago lleno de aire, ¡de aire!
La vida de Comitán, la vida cotidiana, la de todos los días, se llena con el arco iris de sus personajes entrañables. Teté es uno de éstos, por eso José Antonio, otro personaje maravilloso de este pueblo maravilloso, cuenta el cuento que no te cuento porque le quitaría toda la gracia. Un día iremos a casa de José Antonio y te botarás de la risa cuando él cuente cómo Teté toma el “dedalito” de mezcal que le ofrece la dependienta oaxaqueña y dice: “¡Ah, qué sabroso!”, relamiéndose la boca sin dientes. ¿El final de la anécdota? ¡Ah, el final es sublime! José Antonio lo sublima y entonces uno acaba debajo de la mesa, “muerto de la risa”. ¿De qué debieran morir los que viven “matándose de la risa”? No sé, pero un día leí en la prensa que alguien, no sé en dónde, había muerto de un ataque de risa. Rió tanto que no pudo parar y murió. Así deberían morir los payasos. Los payasos y los hombres risueños deberían morir de un ataque de risa.
Los escritores elegimos la forma en que mueren nuestros personajes cuando mueren. Tal vez por este contagio muchos escritores, en un instante determinado, deciden suicidarse. Casi como si fuesen personajes de su propia novela. No creo que esa sea la forma más digna en que un escritor debe morir. Me da urticaria cada vez que leo que Hemingway se puso el rifle en su boca y disparó. ¡Qué espanto! Los escritores, amantes irredentos de la palabra, deberían morir a la hora que escriban la palabra “fin” en la última de sus obras. Así, de igual manera, deberían morir los directores de cine. No hay palabra más definitiva y definitoria que la palabra Fin. Su brevedad es como una síntesis perfecta de lo que es la vida. La vida es breve, como grano de arroz. Además, la palabra fin tiene tres letras y quienes conocen de símbolos saben que el tres es número cabalístico, es número que define la esencia del Universo.

Posdata: en el panteón de nuestro pueblo hay una tumba que, en la fachada, tiene grabada la palabra “fin”. Siempre que paso por ahí me sorprende tal letrero. Amante del cine estoy acostumbrado a ver la palabra cada vez que una película termina (asimismo estoy acostumbrado al término inglés the end). Creo que ahora las películas contemporáneas ya no colocan tal palabra. Antes había una necesidad de decir que ya todo había terminado. Tal vez por esto el dueño de la tumba en cuestión tuvo necesidad de decir que su película ya había terminado. Hay hombres que procuran que su película sea una película de acción, que sea una película como documental, un largometraje. Hay vidas que son como cortos cinematográficos, vidas que son en blanco y negro, vidas que producen sueño. La vida de Teté es como un intermedio para ir a comprar palomitas. Ahora (¡qué pena, todo se pierde!) los espectadores tampoco tienen esa emoción del intermedio. Ahora entrás al cine consumís la película con efectos especiales y salís. Tampoco existe la permanencia voluntaria. Sí, ahora, qué pena, el cine se parece cada vez más a la vida. Después de la palabra fin ya no hay más. Antes, qué bonito, la gente podía permanecer en el cine al comenzar la segunda función. Ahora, qué pena, sabemos que la vida no tiene segundas funciones. Todo es esto que ahora nos acompaña. No hay más.

miércoles, 9 de octubre de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ LEOPOLDO BORRÁS

Polo Borrás estuvo en Comitán. En esta fotografía, Polo ríe. Cuando alguien supo que Polo estaría en Comitán dijo: “Polo estará en Comitán”; y otro “alguien”, con coraje de pájaro sin alpiste, dijo: “el Maestro Leopoldo dirás”. El segundo “alguien” reclamaba para el periodista un trato a la altura de su árbol. Yo nada dije, porque ambos tratamientos son justos. Él es Maestro, pero, asimismo, es Polo, porque sus amigos así lo tratan, con afecto. Es más, en Comitán es El Polo. Y uno no sabe si es el Polo Norte o el Polo Sur. La única certeza es que el Sur es el territorio de Polo. Aunque ha sido pata de chucho, hay territorios que le son más cercanos que otros, porque siempre es como un pájaro que emigra. ¿Qué busca? ¿Busca, acaso, el calor del Sur en la inclemencia de los climas nevados? ¿Busca la Fuente de la Eterna Juventud, que es como decir la Fuente de la Palabra Eterna? Porque, así parece, su vitalidad está enredada en el cordel de la palabra. Si el lector ve con atención observará que el cogote de Polo tiene una “mesa”. Vean con atención. Ahí, a mitad del cuello de la camisa, en su garganta, se forma una mesa que es, no lo duden, una catapulta. En la superficie de la “mesa” se forman las oraciones y saltan para hacer el desmadrito, para tirar todas las cosas de los cuartos, porque ¡cómo habla Polo! Si toma la palabra, la toma como si tomara posh y no lo deja hasta que ya, a medianoche, los que están a su lado se duermen. En el común de los mortales esa “mesa” que Polo tiene da paso a la clásica “manzana”, la del pecado original. Porque el pecado original no estuvo en el juego donde Eva seduce a Adán a través de una manzana. El pecado original estuvo en el atrevimiento de los primeros seres al pronunciar una palabra. Al principio Dios estaba contento porque Adán y Eva sólo se comunicaban a través de señas. Él les dijo: “no tomarán frutos del árbol del bien y del mal”, y ellos asintieron, con un simple movimiento de cabeza. Pero una tarde, Eva (mujer tenía que ser) llegó hasta Adán, se refregó en su cuerpo y le señaló un fruto del árbol. No, dijo a señas Adán, ¡no!, moviendo la cabeza, pero Eva lo tomó de la mano y le dijo, a señas, que si él cortaba un fruto del árbol le dejaría cortar, también, un fruto de “su” árbol. Y Adán (hombre tenía que ser), ya emocionado, movió la cabeza en sentido afirmativo y trepó al árbol, buscó el fruto más maduro y en cuanto lo cortó gritó: ¡eureka!, y desde entonces ya se sabe en qué acabó la historia. Dios oyó el retumbar de la palabra, pensó que soñaba, pensó que era un trueno extraviado, pero, en su infinito conocimiento, supo que Adán y Eva habían cortado un fruto del árbol del bien y del mal y los expulsó. Desde entonces, los hombres y mujeres cargan con el pecado original: ¡la palabra! La palabra que redime; la palabra que aniquila. Y Polo, irreverente de toda la vida, juega con ella de noche y de día.
En esta fotografía ríe. Tal vez siempre ha sido así, un hombre risueño, un hombre alejado de la solemnidad. Cuando le hace al conferenciante, su charla es como el brinco de un niño sobre un charco. Las gotas del agua salpican el césped. Los escuchas se divierten. Cuando el dato histórico parece un tren subiendo la cima, un tanto agobiado, Polo le imprime alas al vagón y éste se convierte en un tzucumo que camina gozoso por la rama.
Dije que el segundo “alguien” reclamaba para Polo un trato a la altura de su árbol. Dije, entonces, que Polo, que el Maestro, también es un árbol. Pero, también es una torre. ¿Ya vieron que uno de sus dientes parece una campana? La campana sobresale por encima de los demás dientes. Y esto es así porque ya está a punto de ir de un lado para otro. El badajo es la lengua. Por esto, tan tan, Polo asegura que es de Comitán; por esto, tan tan, las campanas hacen rín y hacen ran.
Polo campanudo, Polo campante, Polo badajo impulsor de la palabra, abracadabra.

sábado, 5 de octubre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN LIBRO TAMBIÉN PUEDE ESTAR HECHO DE NUBES





Querida Mariana: a veces sueño que soy un libro. ¡Dios mío!, ¿qué diría Freud acerca de mis obsesiones? Según don Sigmund, los sueños son deseos. No debe ser tan cierto, porque la tía Eduviges siempre soñaba que estaba muerta y vivió hasta la edad de ochenta y dos años. Se soñaba muerta, pero ¡vivísima! Sí, vivísima, porque siempre soñaba que estaba en fiestas. Me contaba que su sueño más recurrente era que había un gran guateque en el patio de su casa, con manteado y harta juncia y harto trago y harto hombre. Ella, muerta, estaba sentada a mitad del patio y todos (todos hombres, guapos, fornidos, con cuerpo de actor de cine) la rodeaban. A lo lejos oía una marimba que tocaba la pieza que a ella más le gustaba: La Bala. Esta de La Bala probablemente no la has escuchado, porque vos sos de Timbiriche y puntos intermedios, que es como decir Arjona y Espinoza Paz. “…la bala y la tienes que bailar…”, decía la famosa canción y todos, obedientes, la sacaban a bailar. Ella sabía que estaba muerta y los demás también, pero, por esos prodigios del sueño, disfrutaban lo que era consustancial a la vida. Los hombres hacían un círculo alrededor de ella, se tomaban de los brazos y, como si bailaran una danza griega, levantaban las piernas, ahora la izquierda, ahora la derecha y avanzaban en círculo y ella, muerta, pero vivísima, se repegaba a cada uno de los danzarines, olía el sudor que los cuerpos despedían, se recostaba sobre el pecho del más cercano, cerraba los ojos y movía el cuerpo al ritmo “de la bala, que la tienes que bailar / porque si tú no la bailas te la pueden disparar”. Dios mío, ¿a quién se le ocurrió hacer una canción con la bala? ¿Simpática, no? El autor tal vez fue algún Gandhi redivivo. Un poco como si dijera aquella famosa arenga de los años sesenta: ¡haz el amor y no la guerra! Acá, en esta canción, en lugar de que recibás la bala debés bailarla. Y la tía agarraba su falda con las dos manos y como si fuese una gallina de guinea se movía de un lado para otro, siempre rodeada por los “artistas mameyes”. Y hacía caso a todo lo que la letra de la canción decía: “Hagan un relajo” y gritaba; “paren el relajo”, y entrecerraba los ojos y movía la cabeza de un lado para otro como si estuviese invocando su sueño; pero lo único que invocaba era el siguiente verso de la canción: “abrazarse todos”, y dejaba su falda y con las manitas en alto, como si se abanicara la cara, pedía a todos que se acercaran, porque sabía cuál era el siguiente verso: “dense un besito” y paraba su boquita, como si fuese pececito coqueteando con el cristal de la pecera y besaba a todos. ¡Bueno, era su sueño!
“Vamos a bailar la bala”. ¿Cómo se puede bailar una bala? Bueno, como la bailaban en tiempos de la tía. Cuando fui niño, Sara, la sirvienta de la casa, regañaba a su hijo a cada rato y a mi mamá le decía que no sabía qué hacer con él, porque era “una bala”. Sara, tal vez, se refería a que su hijo andaba de un lado para otro y no tenía sosiego. Pero yo no entendía bien a bien porqué decía que Víctor era una bala, puesto que nunca infligió muerte. La vocación de una bala es segar la vida. Pero “la bala” de Víctor siempre fue llena de vida, de desmadrito; asimismo, la bala de la canción era una bala que hacía sudar a medio mundo, pero sudar de contento, no de temor. ¡Ah, qué maravillosa bala la bala que bailaba la tía bien muerta, bien viva!
Y esto del sueño de la tía salió porque te contaba que tengo un sueño recurrente: soy libro.
Siempre me he maravillado con la capacidad de los mortales para formular los sueños. ¿Sueñan las tortugas? ¡No lo sé! ¿Sueñan los gatos? Tampoco lo sé. Lo único que sé es que los humanos sí soñamos. Y el sueño es un prodigio. ¿Has visto con qué precisión soñamos? Todo es a color. A veces sueño algunas calles de Comitán, las sueño llenas de personas y esa multitud es una multitud precisa, exacta. ¿Cómo es posible que mi mente pueda formular tal cantidad de imágenes con tal precisión? ¡No lo sé!
Cuando sueño que soy libro no vayás a pensar que estoy lleno de hojas de papel. ¡No! Soy yo, con mi horma, pero, algo en mi mente me hace pensar que soy un libro. Esto es un poco complejo. No sabría cómo explicarlo. Soy yo con mi cara, con mi cuerpo, con mis manos, pero ¡no soy yo! ¡Soy un libro! Y la gente que pasa a mi lado me mira y yo no tengo algún empacho en que lo haga, porque ¡soy un libro! Y los libros están para ser tomados, para ser leídos. Rocío, quien, entiendo, sigue viviendo en la ciudad de México, era una mujer maravillosa. En dos ocasiones la acompañé a la librería “La casa del libro”, que andaba por la calle Miguel Ángel de Quevedo. Recuerdo un camellón con palmeras, un puesto de revistas en la esquina y un carrito de plátanos asados. Recuerdo el pitido del carrito de plátanos y recuerdo la mano fina de Rocío; recuerdo su manita rozando la mía. Y ahora recuerdo a Rocío, con la precisión de un sueño, porque era maravillosa su manera de disfrutar los libros. Nunca en Comitán había conocido una librería tan grande como esa. Acá, a lo más que llegábamos era a los cinco o seis estantes de madera y cuatro mesas (también de madera) que tenía don Ramiro Ruiz (en la Proveedora Cultural) donde exhibía los pocos cientos de libros que vendía. En la librería de México había miles de libros perfectamente colocados sobre estantes de metal. ¡Era como un Wal-Mart donde sólo libros había! En lugar de camisas, pantalones, pan bimbo, jamón, jabones, alimento para gatos, llantas, revistas y desodorantes, los estantes tenían libros. Miles de libros para elegir. Recuerdo que, en lugar de paredes, la librería tenía cristales enormes que servían como aparadores. Uno pasaba por la calle y miraba a través de los cristales ¡estantes llenos de libros! Habrás de comprender que para un amante de los libros eso era como el Paraíso. Las dos veces que con Rocío entré a la librería me sentí maravillado. Por la compañía de ella y por esa selva inteligente. Rocío, a la hora de entrar, cerraba los ojos y olisqueaba, como si estuviese arriba del Everest y aspirara un aroma inédito. Aspiraba igual que Ramiro lo hace a la hora de entrar a la taquería de El chaparrito. Hay gente que se alimenta de lo que desea y gente que se alimenta de lo que encuentra.
Tal vez, ahora que lo pienso, mi sueño reiterativo tiene que ver con Rocío. Ella era, en ese entonces, como ahora vos lo sos ¡mi niña bonita! Ahora que lo pienso, tal vez fue la niña que más me quiso. Ya te he contado de ella. Ella estudiaba en el Tec de Monterrey y era una niña muy talentosa. Ya te conté que la conocí en una fiesta celebrada en el departamento de un multifamiliar. Recuerdo que fui con Roge, él me invitó; recuerdo que subimos decenas de peldaños; recuerdo que la puerta del departamento estaba abierta; entramos en medio de una niebla de humo y de sudores; Roge buscó a la amiga que lo había invitado y yo fui a sentarme en un sofá donde estaba ella, mi niña bonita. Casi todo mundo estaba parado, con vasos en mano, con cigarros. Muchos bailaban en ese apretujamiento. ¡No, no, niña bonita! ¡No bailaban La bala! Hubiese sido imposible. Para bailar La bala se necesitaba los patios enormes de las casas comitecas, tal como el que soñaba la tía. Rocío (luego supe que así se llamaba) vestía un sencillo vestido azul, tenía las manos sobre su regazo. Su piel tenía el color de la arena fina. “¿Bailas?”, preguntó ella. “No”, dije. “Yo tampoco”, dijo. “¡Ah!”, dije y se hizo un silencio abrumador, en medio de la bulla de la música disco. Dios mío, pensé, si pudiese yo entablar una conversación normal. Refregué mis manos sudorosas sobre mi pantalón. Di, algo, Alejandro, di algo. Ella, entonces, como intuyendo que yo era un muchacho babas, un comiteco escaso, un introvertido, un tímido a la ene potencia, dijo: “hace calor”. “Sí”, dije y para comprobarlo le mostré las palmas de mis manos. Sudaban a mares, sudaban como si fuesen paredes de un horno o como si fuesen vasos conteniendo cerveza helada, pero caliente. “¿salimos?, preguntó. Y yo dije sí. Y salimos. Pedimos con permisito, con permisito y nos sentamos en la escalera. El bullicio quedó adentro. De vez en vez una pareja pedía con permisito, nosotros nos hacíamos tantito a un lado y la pareja pasaba, para entrar al departamento o para salir a la calle. Yo tenía las manos entrelazadas en las rodillas y ella jugaba con el cinto de su vestido. Azul, azul bellísimo. Su piel era como el mascabado. Rocío era la niña más bella del universo. Afuera hacía fresco. Mis manos dejaron de sudar. Entonces ¡me atreví! “¿estudias?”. Dios mío, me atreví, por fin, a hacer una pregunta y ella me dijo dónde estudiaba. Reculé tantito, porque no cualquiera estudia en el Tec. Los alumnos del Tec son niños ricos. Pero, un instante después algo como una brisa de sosiego me acarició. Dijo que estudiaba en el Tec gracias a que estaba becada al ciento por ciento, por su promedio. Vivía con su mamá y su abuela en ese mismo edificio multifamiliar, en un piso de abajo. No sé porqué sonreí. Me dio gusto saber que no era una niña nice, sino una niña pueblo. Y yo, pueblo también, le dije que estudiaba en la UNAM y que todos los días iba a la Biblioteca Central a leer cuentos y novelas. “Yo escribo cuentos”, dijo ella. Y yo me alegré. Me alegré porque dijo que acababa de publicar un cuentito acerca de un conejo, en la gaceta del Tec y que si quería lo podíamos leer. ¿Podíamos ir a su departamento? Sí, dije, dame chance. Busqué a Roge y le dije que estaría en el departamento de abajo, en el departamento de Rocío. ¿En serio?, preguntó con una mirada pícara y libidinosa. Sí, sí. No, no, no es lo que pensás, dije. Ah, luego te explico. Y entonces entramos al departamento. Me presentó con su mamá, que se asomó por la puerta de la cocina, y con su abuela, que escuchaba radio, sentada en la sala. Rocío entró a su cuarto y sacó la gaceta. ¿Te leo mi cuento?, preguntó y yo dije que sí. Dios mío, yo estaba como en un sueño. Quince minutos antes Rocío y yo éramos dos desconocidos y ahora era como si nos conociéramos de toda la vida. Ella estaba sentada a mi lado y yo me sentía muy bien. Maravillosamente bien. Eran las diez de la noche y era como estar en un sueño. Ella, ahora lo sé, era como mi libro, como el libro más cercano, mi consentido. Como ahora lo sos vos, ni niña amada.

Posdata: antes de que despertara, la tía Eduviges, volvía a sentarse. La marimba callaba y los “chambelanes” se evaporaban, como si ellos también estuvieran muertos. La tía me contaba que cuando todos habían desaparecido, cuando el patio estaba silencioso, aparecía un pajarito que se paraba sobre sus piernas y ella movía sus manos en intento de alcanzar al pajarito, pero éste, igual que todo lo demás, se evaporaba. La tía miraba cómo las paredes, los pilares y el piso, de igual manera se evaporaban. La misma silla donde estaba sentada ¡desaparecía! Ella quedaba como flotando, como entre nubes y tenía la certeza de que estaba muerta. Y entonces, dentro de su sueño, pensaba si eso era la muerte y oía una voz que le decía: “se te va a hacer tarde”, abría los ojos y veía al tío Armando, al lado de su cama, poniéndose la camisa, alistándose para ir a abrir la ferretería. La tía contaba que siempre le preguntaba lo mismo: “¿vos me dijiste se te va a hacer tarde?” y el tío, anudándose la corbata, juraba que no, que él nada había dicho.
“Se te va a hacer tarde”, decía la voz. Y ella, con cierto flato, hacía a un lado las cobijas, se sentaba en la orilla de la cama, se refregaba las piernas porque acusaban cansancio. Y entonces recordaba su sueño y sabía que las piernas le dolían por tanto baile. Se paraba y, con voz quedita, comenzaba a cantar: “vamos a bailar la bala y la tienes que bailar. Dense un besito” y se acercaba al tío Armando, por detrás, lo abrazaba y lo besaba. Y el tío, remolón, le decía que se le iba a hacer tarde y entonces la tía dudaba. Tal vez él le decía eso de que “se te va hacer tarde”, pero luego pensaba que no, porque ya cuando ella estaba lavando los trastes oía en su interior la misma voz, como si estuviese saliendo de su sueño. Soñaba que estaba muerta, pero vivió más de ochenta años. Tal vez el Freud andaba jodido con sus teorías del sueño y la tía no invocaba la muerte sino todo lo contrario. “¡Hagan una rueda!”.

viernes, 4 de octubre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY MUROS





Mi amigo Jorge Luis Rojas Irecta subió esta fotografía en el facebook. Cuando la vi, a mi mente asomó un latinajo: “carpe diem”. Nada sé de latín ni de latón, pero esa cita la aprendí de la película “La sociedad de los poetas muertos” y aún cuando no sé bien a bien qué significa entiendo que se refiere a la fugacidad de la vida. Quienes están acá fueron maestros de la Escuela Federal Dr. Belisario Domínguez, en Comitán. La mayoría ve a la cámara, otros, en pose de tres cuartos, se resisten y ven hacia su derecha, como si intuyeran que el futuro no está al frente sino de lado.
Si, imitando a los muchachos de la Sociedad de Los Poetas Muertos, acercáramos nuestro oído a esta fotografía, podríamos oír el murmullo de estos hombres y mujeres, podríamos escuchar el latido de su corazón; asimismo escucharíamos un ligero rumor pegado en las paredes: el tintineo de la campana y la bulla de los niños a la hora del recreo.
La mayoría ve al frente, pero hay dos o tres que ven hacia un lado. Como si, a la hora que el fotógrafo llamó su atención y dijo que vieran “el pajarito”, ellos, hubiesen escuchado otra voz. Y puede ser que esta voz haya sido la voz pegada en los muros, esa voz que siempre se descuelga cuando entramos a un patio vacío.
No sólo la película “La sociedad de los poetas muertos” apareció en mi memoria cuando vi esta fotografía. También asomó “Cinema Paradiso”. Asomó la escena cuando el director de cine entra a la sala vacía, ya derruida. De pronto, en medio del silencio y de la soledad, él escucha las voces de los niños que abarrotaban la sala de cine a mitad de la función, la chifladera y el trajín de las butacas. Todo espacio vacío está lleno, lleno de voces que, como manchas, permanecen inalteradas. Basta aguzar el sentido del oído para comenzar a escucharlas.
Luego pensé que era una pendejada relacionar este instante con películas famosas. Pero, un segundo después caí en la cuenta que si me remitía al cine fue porque esta fotografía es del tiempo en que Jorge y yo íbamos al Cine Comitán. Este blanco y negro, ¡tan lleno de vida!, era el mismo que nos recibía tarde a tarde en la sala con el piso recién regado con agua, con sus butacas rojas y con el niño que, cubeta en mano, ofrecía refrescos en toda la sala. Y entonces vi al primer maestro, de izquierda a derecha (el maestro Ernesto Cifuentes), y lo vi como un actor de cine, supe que era Johnny Weissmuller, el famosísimo Tarzán. Sí, era él, de traje, con un pañuelo blanquísimo en la bolsa del traje, haciendo una pausa a la Selva de su vida. Y entonces, ¡Dios mío!, a cada uno de los maestros de la fotografía los vi como grandes actores del cine. Supe que estaban representando un papel. Lo hacían con entusiasmo, deseando obtener el Ariel por Mejor Actuación. Por esto, los dos hombres parados que, en el centro, ven hacia su derecha, lo hacen porque la voz del director les dijo que debían ver hacia ese punto. “Todos los demás vean al frente”, dijo el director. Y ellos (maestros) como niños obedientes (actores) siguieron la indicación. Cada uno siguió el apunte, el rol que les correspondió. Por esto, también, el hombre del traje oscuro tiene las manos entrelazadas en la parte posterior; por esto, el maestro que está sentado, al frente y al centro, también enlaza las manos, para dar la nota de armonía del instante. ¿Qué historias hay enredadas en esta fotografía? Son 18 maestros, ¡dieciocho vidas! ¿Vive alguno de ellos? No lo sé. Yo, Jorge, apenas puedo acercarme a esta fotografía que vos compartiste y tratar de oír las voces que se desparraman de los muros y corren por el patio de ladrillos, ese patio donde los niños juegan canicas, trompo y una que otra lucha. ¡Es la vida, Jorge! ¡La vida apenas es un instante! ¡Carpe Diem!