miércoles, 30 de marzo de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE RENACE UN ÁRBOL




Acá no se aprecia bien, pero la niña, cada vez que trenzaba la palma sacaba la lengua, como si saboreara su labor. Se aprecia (es imposible no advertirlo) que la niña disfruta el instante. Tal vez (imagino) en su comunidad (Aguacatenango) sube a los árboles y corta frutos que come trepada en las ramas y luego baja y reúne de nuevo a todas las ovejas y regresa a su casa donde hace la tarea que entregará al día siguiente.
Llamó mi atención que llegó y se sentó en el arriate (sucio) donde crece (asfixiado) un árbol que se bifurca en dos, como si fuese una horqueta. Llegó y sacó del costal una palma, la hizo en tiras y comenzó a tejer esas líneas que eran como cuerdas de luz. Cada vez que tejía (incluso desde el momento en que sacó la palma del costal) sacaba y metía la lengua, lo hacía como si saboreara algo delicioso, no lo hacía con la rotundez con que el camaleón o el sapo lo hacen a la hora que atrapan a una mosca, ¡no!, ella sacaba la lengua, apenas la punta, como si ello le sirviera a hacer su labor con mayor tino. Este acto involuntario también lo hacía mi abuela Esperanza a la hora que, con la aguja en su mano izquierda, trataba de pasar el hilo por el hueco de la aguja. El hilo, titubeante, sostenido con los dedos índice y pulgar tatarateaba como bolo frente al zaguán de la aguja y mi abuela ponía la punta de la lengua entre los labios y eso hacía el prodigio, porque al segundo intento el hilo entraba como Pedro por su casa. Lo mismo hacía Tono el ojo apagado a la hora que jugaba billar en Nevelandia, se estiraba sobre la mesa a fin de impulsar con el taco la bola blanca que pegaría a la número ocho que estaba ya casi al borde de la buchaca, ya no necesitaba mucho, bastaría con un ligero soplido para que la bola ocho cayera en el hueco, pero Tono, ojo apagado, a la hora que daba el impulso al taco sacaba la lengua en medio de sus labios.
La niña llegó y se sentó en medio del arriate de lajas. Lo hizo instintivamente, como si buscara en medio de tanto cemento y de tanta laja algo que la acercara a su lugar de origen. Los elementos tierra y árbol fueron como el sustento, como el pilar de su casa. En cuanto se sentó sacó sus pies de los huaraches, los colocó encima para que el aire jugara sabroso por encima de sus pies, pero que éstos no tocaran la laja, porque hacía tanto calor en esos días que la laja quemaba. Sus nalguitas sintieron la bendición de la tierra, de la tierra tibia y ella se puso a tejer, como si fuese la cosa más natural del mundo, porque ella continúa con la tradición.
Cada vez que una de las tiras de palma era como un gusano que pasaba del otro lado ella mojaba sus labios, tantito, con su lengua que, juguetona, como si fuese también una tira entraba y salía haciendo un tejido de luz en su boca.
Ella permaneció recostada sobre el árbol, jugando a tejer la palma, a formar figuras. Porque en el costal, el hato de palmas no era más que un amasijo con una forma dictada por el universo, pero en las manos de esta niña, la palma tomó otra forma, una más cercana al espíritu del hombre. Y así como hizo una cruz bien pudo haber hecho un sueño con forma de libro o con forma de chapulín, porque cuando cumplió con su tarea, cuando terminó de hacer su dotación de cruces para vender, ella como si se subiera a un árbol o a una nube hizo una figurita que parecía un carnero. Mariana bajó del corredor de la Casa de la Cultura y le dijo que se la compraba. La niña dudó. No creía que Mariana quisiera esa figura, pequeña, apenas visible, apenas con forma, pero estiró el brazo con la figura de palma a la hora que Mariana sacó un billete de cincuenta pesos y le dijo: “Te doy cincuenta”. La niña hizo el intercambio y a la hora que recibió el billete sacó la punta de la lengua y yo la vi como una mariposa libando la miel de una margarita.

lunes, 28 de marzo de 2016

EL ELEFANTE DESAPARECE DETRÁS DE UNA IMAGEN INFLADA




Sé que nadie piensa en el Nobel de Literatura 2016. ¡Octubre está muy lejos! Pero, digo, si alguien quiere apostar ahora por Murakami puede hacerlo, porque una cosa sí es segura: el Nobel de Literatura 2016 no será para una mujer. Ya le tocó a Svetlana el año pasado, ahora le puede tocar a Murakami. ¡Nada que hacer!
Murakami nunca merecerá la máxima distinción, pero algún día la obtendrá. Porque ahora (quién sabe desde cuándo) el mercado editorial lo domina, más que el talento, la mercadotecnia. El escritor japonés nada tiene que hacer frente a, digamos, su compatriota Kawabata. Éste sí merecedor del reconocimiento.
Hace poco apareció el libro de relatos “El elefante desaparece”, de Murakami, con una portada muy atractiva (sí, ¡se trata de vender!). Es su libro más reciente, en español, pero resulta que no es su producción más reciente. El libro es una recopilación de textos ya antigüitos.
Los elementos extraliterarios siempre están presentes a la hora de vender la obra de Murakami. Por ejemplo, en un periódico español, una crítica literaria, propuso leer cada cuento acompañado por la música que algún protagonista escucha dentro del texto. Hay en youtube álbumes musicales con la música que ha aparecido en la obra literaria del escritor japonés. Hay muchísimas síntesis de sus cuentos, pero no existe un análisis serio acerca de la estructura. Sus cuentos (unos menos que otros) están bien escritos, pero son como cohetes que, al final, ya en la inmensidad del cielo, el lector no alcanza a ver el deslumbre de fuego de artificio que sí logran los grandes escritores. El artificio le alcanza, pero no el resplandor del genio.
Así como algún día logrará el Nobel, de igual manera sus relatos lograrán entrar a las antologías de cuentos mundiales, pero, en el lector de todos los tiempos quedará la sensación de que son cuentos fácilmente olvidables. No hay un solo cuento que, en realidad, toque el espíritu del hombre, todo es como desechable.
Su escritura tiene un tufo pretensioso. La pretensión la alcanza aquel que no posee alas e insiste en hacernos creer que vive en lo más alto del Parnaso. El verdadero escritor, quien sí posee alas, vuela con la misma sencillez con que lo hace el águila. Los pobres “garbanceros” no pasan de los aleros de las casas.
El otro día pasé a la librería de Samy y le pedí “El elefante desaparece”, cuando vi su cara de sorpresa agregué que mi oficio es leer y debo, también, leer de lo que hablan los demás. Llegué a casa, abrí el libro y leí los relatos que contiene. Reafirmé mi opinión: No es un gran escritor. Claro, igual que yo, millones de lectores en el mundo, hicieron lo mismo: llegaron a una librería, compraron el libro y lo leyeron. A diferencia de lo que yo digo, muchísimos millones de lectores son felices con la obra de Murakami. Él es feliz. Vende millones de libros. Algún día, sus relatos aparecerán en las nuevas antologías de cuentos mundiales; algún día recibirá el Nobel de Literatura y más lectores se agregarán a las multitudes que esperan (¿esperamos?) con ansias el nuevo libro de él.
Yo confieso que lo seguiré leyendo. Mi oficio es leer. No es bueno saber que junto a libros inteligentes debo leer algo que no trasciende, pero así es mi oficio, qué le voy a hacer.
Gracias a la mercadotecnia, Murakami posee el “pájaro que da cuerda al mundo”. Es una pena que millones y millones marchemos a ese ritmo. El mundo no funciona como debiera.

domingo, 27 de marzo de 2016

COMO UN HILO DE AGUA




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como gajo de deseo, y mujeres que son como chanclas del número ocho.
La mujer gajo del deseo, todas las tardes, saca la silla en la banqueta de su casa, se sienta y mira todo lo que pasa frente a ella. Ella sabe (es experta) que todo mueve al deseo, todo objeto, todo pensamiento, toda acción, toda palabra. Basta que el hombre que pasa en la banqueta de enfrente saque el pañuelo y se seque el cuello para que ella se sienta tocada. Así ha sido siempre, así es en cualquier lugar del mundo. La banqueta del pueblo sencillo puede ser el bulevar de París o los cafés al aire libre de Florencia o las dunas en el desierto de Gobi.
A la mujer gajo del deseo le molesta que alguien la interrumpa, le da dos vueltas de alambre de púas ver que alguien se acerca y pregunta si puede sentarse en el asiento vacío. ¡Estúpidos! ¿No se dan cuenta que ese asiento está vacío precisamente para que se sienta el hombre o mujer que ella elija?
Cuando la mujer gajo del deseo se sienta sobre la arena del desierto de Gobi y ve que un hombre monta un caballo, le basta ver el movimiento del jinete para saber que ahí está el fogón donde la brasa nunca duerme. Porque las dunas se parecen tanto al cuerpo humano, la más mínima curvatura alude a un pecho, a una nalga, al mínimo pliegue interno. El caballo extiende sus patas delanteras, como si fuese un río ansioso de agua. Hay tan poca agua en el desierto, el calor es tan intenso. La mujer gajo del deseo debe abrir sus piernas para que un poco de aire juegue en su entrepierna. Ella usa sus manos como si fuesen abanicos, coloca sus manos sobre sus rodillas y juega con ellas, mientras el jinete cabalga, en un movimiento de cámara lenta, sube, baja; el caballo extiende sus patas traseras y deja una estela de polvo y arena que nubla la visión y hace más bochornoso el ambiente.
A pesar del calor, la mujer gajo del deseo, se recuesta sobre la arena caliente. Su espalda y nalgas sienten esa mano de fuego que no quema, que es como una piedra de temazcal que suda con las gotas de agua que salen de su cuerpo.
La mujer gajo del deseo sabe que toda palabra despierta el fuego interno. Si está sentada frente a su amado, debajo de la sombrilla de un café al aire libre, y el mesero le presenta la carta, ella abre ésta y elige la primera palabra: ¡café!, y el mesero dice que tiene cappuccino y americano, pero la mujer está viendo por encima de la carta a su amado, sólo sus ojos aparecen como si fuesen dos lunas por encima del horizonte y el amado sabe que ella juega con él, le dijo: ¡café!, y él piensa, de inmediato, en el color de sus pezones abiertos como flor para la abeja. El mesero sigue con la libreta en una mano y el lápiz en otra, esperando que ella diga qué clase de café elige, se cambia de pie, mira hacia otra mesa. La mujer gajo del deseo cierra la carta, con ambas manos, la dobla como si orara y juntara sus manos, como si implorara la bendición para ese instante (porque ella sabe que todo es ritual, que todo alude al deseo), deja la carta sobre la mesa y sin dejar de ver a su amado dice: “cappuccino”. El mesero apunta, pero ya se dio cuenta que ella no le está hablando, que bien le puede pasar un té o un americano y ella no se fijará porque ella está viendo a su amado y le ha dicho, con voz de río lento: cappuccino, y él piensa en un monje, piensa que él viste como monje y que ella, con ambas manos, de la misma manera que cerró la carta, ahora las abre para que el milagro de la luz se dé.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un tenedor de plástico, y mujeres que son como un plato lleno de cáscaras de naranja.

sábado, 26 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN 8 DE 28




Querida Mariana: El Instituto Mexicano de la Radio festeja treinta y tres años. Dicen que treinta y tres es la edad de Cristo, pero IMER, así se ve, va por muchas más parábolas.
En Comitán, Radio IMER comenzó en 1983, año en que William Golding, escritor inglés, obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Así, pues, Comitán celebra veintiocho de los treinta y tres años de la radio pública y yo celebro 8 de esos veintiocho. Si me preguntaras por qué, no sabría responder cómo es que soy conductor de programas de radio. Siempre he dicho que no soy hablador, soy escritor. He comentado que los ritmos son diferentes, la oralidad posee un registro diferente. La escritura es como un pájaro sobre una rama, la oralidad es el viento que mueve la rama. No obstante que hablo como shuta tataratera y mi timbre está muy lejos de las grandes voces de la radio he conducido dos programas en radio IMER-Comitán. ¿Por qué? No lo sé.
Un año, en los noventa, le propuse a Mario Escobar, gerente de la radio, un proyecto titulado: “Imagina que te llamas”, un programa que jugaba con la imaginación. Mario aceptó y, con un equipo de amigos, lanzamos el programa que, semana a semana, tenía un invitado que jugaba con el concepto. Todo era sencillo y grandioso. El invitado jugaba a ser piano, balón, regla, radio, escenario, barra de cantina... Dependiendo de la profesión u oficio así era el juego, si el invitado, por ejemplo, era un actor de teatro, podía imaginar que se llamaba escenario, que era escenario. El programa duró dos años más o menos, porque fui a radicar a Puebla.
En el año dos mil diez, Mario me invitó a conducir un programa con la participación de varios cronistas de la ciudad. El proyecto nació a raíz de la celebración del centenario de la revolución y del bicentenario de la independencia. Al término del año, Mario me preguntó si continuábamos con el proyecto, ya sin la presencia de los cronistas, dije que sí, y en febrero de este año el programa “Crónicas de Adobe” cumplió seis.
La novela más conocida de Golding es “El señor de las moscas” (ya tiene su versión cinematográfica). Todo mundo sabe que la novela cuenta el accidente de un avión que cae a una isla. Los únicos sobrevivientes de la tragedia son los niños que viajaban en el avión.
Encuentro una similitud en lo que he escrito hasta ahora: la novela de Golding se desarrolla en una isla y sé que la radio, en su esencia más íntima, es eso: una isla en medio de un mar infinito. La radio es un espacio donde los locutores y comentaristas lanzan botellas al mar sin saber quién las pepenará. Las botellas que se lanzan desde la radio pública son de muchísimos tamaños y de diversos contenidos.
A diferencia de la novela de Golding, IMER tiene muchas voces masculinas y muchísimas femeninas. Muchos críticos han hecho la pregunta de por qué la novela no incluye a una sola niña. Tal vez el escritor pensó que incluir niñas en la trama dificultaría el proceso de socialización que se da en el momento en que los niños descubren que no hay un solo adulto entre los sobrevivientes y son ellos, los niños, quienes tienen que organizarse para sobrevivir. IMER es una radio pública que da voz a la inteligencia, sin distingo de género, ni de razas, ni de posiciones sociales, ni de religiones. IMER (toda la audiencia puede corroborarlo cada vez que prende su aparato receptor) cumple con su función. Por fortuna no es una radio oficial que se encargue de ponderar obras de gobierno. ¡No! IMER es una radio que se interesa por la cultura mexicana; es decir, por toda la sustancia que conforma nuestro ser. He escuchado, incluso, voces disonantes con el sistema. Por ello, creo, todo México celebra estos treinta y tres años del Instituto Mexicano de la Radio.
Una tarde de éstas, el cronista de Comitán: José Gustavo Trujillo Tovar, me preguntó si, después de seis años de conducir “Crónicas de Adobe”, me pagaban algo. No, nada me pagan. Religiosamente cada martes voy de tres a cuatro de la tarde a recibir a los invitados (quienes son los que hacen interesante el programa), voy con mucho gusto. Me paro a mitad de la isla y veo cómo los entrevistados permiten que platiquemos como si estuviésemos en la sala de casa (tal vez esto ha cautivado a la audiencia, porque es un programa sin poses, sin solemnidades. El programa se da de la misma manera que se da la cultura auténtica: como el vuelo de una mariposa).
La radio es una isla (una semejante a la que llegaron los niños de El señor de las moscas) y también los radioescuchas son islas. Me maravilla el instante en que el escucha prende la radio y oye un programa; a la hora que en la cocina mueve los pies al ritmo de la marimba, mientras corta las papas sobre el tablero de madera; a la hora que sirve el vaso de refresco en la mesa y comenta lo que, por ejemplo, en la radio está diciendo el maestro Temo Alcázar (quien acude cada mes a hablar de personajes y casas de Comitán). Los escuchas también son islas y si nos alcanzamos es porque hay un puente que lo propician las ondas de la radio.
Existen programas gubernamentales que han servido para el desarrollo positivo de nuestra sociedad, uno es el programa de bibliotecas públicas diseminadas en toda la república, otro es el programa de radiodifusoras del Instituto Mexicano de la Radio.
¿Hasta cuándo “Crónicas de Adobe”? El otro día le dije a Mario lo que siempre digo: Si sirve a nuestra sociedad ¡yo le sigo hasta que vos digas hasta acá!

Posdata: ¡Felicidades a IMER por los treinta y tres! ¡Felicidades a Comitán por los veintiocho!

viernes, 25 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE HAY DOS CONCEPTOS GENIALES: S D y R C




¿Y si jugamos, Mariana, a ver qué sensaciones te transmite esta fotografía de Grace Díaz?
La doctora Ramírez me contó que las niñas con Síndrome de Down también se les llama niñas con S. D. Me gustó. Siempre me han gustado las iniciales. Mi padrino Ramiro Ramos Ruiz tuvo un supermercado en el centro de San Cristóbal de Las Casas que llamó Las tres R. A mí, eso se me hacía una genialidad. Es como un acertijo determinar qué significa la I de Francisco I. Madero. Tengo una amiga que se llama Daniela y que yo le digo D. A veces, también, halló en cuentos o novelas nombres de personajes que ostentan iniciales como nombres, sólo letras. Cuando algún amigo me preguntaba en qué casa vivía en San Cristóbal, yo decía: En la casa de mi padrino RRR.
En esta fotografía está una niña S. D., al lado del busto de R. C. La escritora (no podía ser de otra manera) está seria y mira al frente; por el contrario, la niña sonríe y ve, coqueta, hacia un lado.
Esta fotografía la hallé en los pasillos del Centro Cultural Rosario Castellanos (C.C.R.C). Es fotografía de la fotografía (la original estaba más clara y más bella). Fue parte de una serie donde fotógrafos comitecos presentaron fotografías de niños y niñas con S.D.
Hubo una época (en serio, querida Mariana) que en Comitán, los papás que tenían niños con S.D. los escondían en casa, no permitían que ellos se relacionaran con los demás. ¿Por qué? No lo sé. Ahora, cada vez más (¡qué bueno!), hay organizaciones que apoyan a estos niños y niñas y nos ayudan a nosotros (quienes no tenemos S.D.) a acercarnos un poco al mundo de ellos.
La doctora Ramírez me dijo, una tarde que tomamos un café en T., que cuando los niños con S.D. reciben ayuda profesional a edad temprana se integran de mejor manera y viven más felices.
La tarde que inauguraron la exposición, M (así le llamaré, porque lo recuerdo como un rayo de mediodía), hijo de mi amiga Irene, se me acercó y (sin conocerme) me sonrió y me abrazó. Él tiene más de treinta años de edad y tiene S.D. Sentí su abrazo con una gran calidez. A mí, lo sabés, me cuesta mucho trabajo relacionarme con las personas, pero con M me sentí muy bien y sé que él también se sintió muy bien conmigo. Me platicó que toca la guitarra (Irene es una de las grandes cantantes de nuestro Comitán).
Y bueno, ¿qué sensación tuviste, Mariana, al ver esta fotografía de Grace? (Grace es periodista, muy reconocida en el pueblo).
El busto de R.C. está integrado al macizo de sombras que forman las frondas de los árboles, es como si su cabellera se extendiera en un oscuro infinito (parece que retrata muy bien el destino de nuestra escritora); en cambio, el rostro de la niña está pleno de luz. Más que recibir la luz del flash pareciera crear ese río de luz que se desborda en su vestido y en el halo que la rodea.
¿Ya viste con qué coquetería coloca su mano sobre su mejilla? ¿Ya viste cómo, igual que los vacíos en la escultura de Luis, la niña también deja huecos entre su rostro y su mano, que son los mismos vacíos por donde el aire juega?
La doctora Ramírez me dijo que esta fotografía hubiese sido imposible hace cuarenta o treinta años antes. Yo, ya me conocés, me quise pasar de gracioso y dije que sí, porque aún no estaba la escultura, pero la doctora hizo como que no escuchaba mi impertinencia e insistió en que ahora es maravilloso ver cómo los niños con S.D. se integran a la sociedad y cada vez más los otros vamos haciendo ese hueco en nuestro corazón que es como el vacío de la escultura de R.C. y es el lugar donde el aire juega, ya no a las escondidas, sino a brincar la cuerda.
¿Qué te dice esta fotografía, Mariana? He visto, en ese mismo lugar, tomarse la foto del recuerdo a muchos personajes importantes: por ahí han asomado los directores de Coneculta, algunos presidentes municipales, algunos diputados locales y federales, escritores famosos (Lolita Castro, por ejemplo, poeta que fue gran amiga de R.C.), pero ellos (en serio) han buscado el cobijo de esa enorme ceiba que fue Rosario. La niña de esta fotografía (no sé qué digas vos) no buscó cobijo, al contrario, ella le dio vida a ese busto, tan serio, tan formalito, tan “yo soy mucha pieza”; fue un poco como decir: “Ya, Rosario, quitá esa cara de solemnidad, bajá de tu pedestal y juguemos matatena”. Rosario se creyó mucha pieza, la hemos vuelto mucha pieza. Los niños y niñas S.D. son piezas fundamentales para entender la vida; además (gracias, querido M) ellos tienen el corazón más puro de la más pura niñez.
Ahora, cierro los ojos y recuerdo al hijo de Irene y recuerdo a Oskar, el protagonista de la novela “El niño del tambor”, de Günter Grass, que un buen día decide no crecer más y se queda en los tres años de edad. Dios, un buen día, dijo que M no crecería más y dijo que se quedara con el corazón niño para siempre y yo (¡bendito Dios!) la otra tarde recibí su cariño, como si yo también fuese un niño y nos encontráramos en el patio de su casa y dijera: vení, voy a tocar guitarra, y yo le preguntara si podía llevar a mi amigo, el niño del tambor, y él dijera que sí, que también su mamá (mi amiga Irene) estaría con nosotros y ella cantaría y él tocaría la guitarra y Oskar el tambor y… ¿y yo? Ah, diría él, vos chiflás o bailás.
Que Dios bendiga los ojos de los fotógrafos comitecos que, una vez al año, nos muestran las fotografías de este proyecto ATM.

miércoles, 23 de marzo de 2016

LOS NIÑOS DE CASA





¿Qué juegos jugaron los que nunca jugaron carretón? ¿Qué hicieron los que nunca jugaron una “cascarita” a mitad de una calle polvosa? Porque, todo mundo sabe, hubo niños de calle y niños de casa.
Todo mundo advertía que los niños de calle eran los niños más atrevidos, los que no tendrían problema en adaptarse al mundo. Los otros, los que eran niños de casa, los consentiditos, sufrirían al crecer, porque (eso advertían los adultos de entonces), los de casa no podrían permanecer siempre en los patios donde todo era menos adverso. Algún día deberían salir, porque crecerían y el mundo de afuera los reclamaría, tendrían que trabajar.
Ya también, en ese tiempo, en la calle era donde estaban los peligros, ahí, en los entremetidos de las casas o detrás de los cercos, estaban agazapados “Los enagüitas”, que eran un grupo de robachicos. Por eso, los de casa siempre salían a la calle acompañados por los mayores y no regresaban después de las seis de la tarde, porque cuando se hacía de noche era que este grupo de malvivientes salía y robaba a los niños de casa.
Cuando, en la sala, al amparo del quinqué, un niño de casa preguntaba por qué los robachicos nada les hacían a los niños de la calle, un adulto somataba sus manos sobre las rodillas y decía que era porque los de la calle eran unos pobres miserables; una señora, con un abanico frente a su cara, completaba: “Los enagüitas son papás de los niños de la calle”. Los niños de la calle eran parte del mismo terror, por eso no tenían problema en andar por las calles de Dios después de las seis de la tarde.
Los niños de la calle, entonces, eran los resentidos que envidiaban a los niños de casa y algún día se desquitarían. Porque los de casa tenían bicicletas, zapatos y, cuando iban de vacaciones, iban a lugares con nombres difíciles de pronunciar.
Y los vaticinios no se equivocaron, porque los niños de casa crecieron y son los que más resienten salir a la calle. A veces veo en el noticiario de la televisión algunas escenas de Tepito y veo que la gente de ahí (barrio bravo) no tiene inconveniente alguno en caminar por la noche. ¿Qué pasa con los niños de casa, los que viven en residencias en el Pedregal de San Ángel? Éstos no se atreven a caminar por las calles de los barrios de la periferia de la Ciudad de México. Los niños de casa (ya adultos) tienen perfectamente delimitado el área donde pueden moverse: las colonias donde vive gente de bien. Y cuando se atreven a andar, a medianoche, por lugares prohibidos, se suben a sus camionetas blindadas y se hacen acompañar por agentes de seguridad (que los otros, los de la calle, llaman guaruras). A los niños de casa les cuesta trabajo moverse en las calles, por eso no se bajan de sus autos y cuando vacacionan lo hacen en lugares exclusivos. Es raro ver a un niño de casa pasear por calles de pueblos abandonados. En temporada de vacaciones de Semana Santa, los niños de casa van a Cancún o a la Riviera Maya o a París o a Las Vegas. Evitan los lugares donde la multitud se mueve como un pulpo; siempre están en lugares exclusivos, como si supieran que los de la calle jamás podrán llegar a sus yates o a sus jets privados. ¿Y si algún día se decidieran a llegar?
Los agoreros no se equivocaron: los de la calle se mueven sin mayores dificultades por todos los espacios públicos. Ellos se sientan en los andenes de trenes y observan con cuidado a los pasajeros, tratan de descubrir quién es de casa, quién se mueve con temor, quién lleva las manos adentro de las bolsas del pantalón y, con la mano engarrotada, cuida su cartera. Los de calle se mueven como pez en el agua. Los de casa no se sienten seguros hasta en tanto no regresan a sus domicilios, y a veces tampoco encuentran seguridad en ellos, porque entran y hallan que todo está tirado, la tele ya no está, tampoco la computadora personal; van a las recámaras y encuentran que todas las gavetas están en el piso.
¿Qué juegos juegan los que fueron niños de calle? ¿Qué juegan los que fueron niños de casa?

lunes, 21 de marzo de 2016

GRADAS




La historia no consigna el nombre de la inventora de la escalera. Se presupone que fue una mujer porque, además del sentido práctico que ellas ostentan, el concepto escalera es femenino. Claro, hay intentos por parte de los hombres por masculinizar el sujeto y así escuchamos que en lugar de decir grada dicen escalón.
¿Por qué se presupone que fue una mujer la inventora de la escalera? Porque los hombres, en su mayoría, prefieren la inmovilidad; además de que son soberbios y creen, siempre, estar en lo más alto del cualquier lugar. La mujer, desde los inicios de la historia, le ha costado abandonar la superficie y ascender.
En esta fotografía se aprecia un graderío, hecho de piedra, como era usanza en las pirámides mayas. Se aprecia una mujer, con mochila, sandalias y mirada que se pierde en el horizonte. Ella está sentada. Sentada en lo más alto del graderío. Se deduce que para llegar al lugar en donde está debió subir por esa escalinata. ¿Para qué subió? ¿Para qué suben las personas las escaleras del mundo? La mayoría (¡qué pena!) sube porque debe cumplir con un compromiso. Hay gente que sube por las escalinatas del templo porque es padrino de bautizo o porque es el novio de la boda; hay gente que sube por las escalinatas del auditorio universitario porque se le hace tarde para presentar su examen profesional; hay gente que (ahora) sube las escalinatas de las pirámides para ver el paisaje que hace cientos de años vieron los aztecas o los mayas. La gente que sube por una escalera lo hace con cuidado (aunque suba a la carrera), porque (se sabe) la condición indispensable para llegar al último escalón es no resbalar en el tercero o cuarto. La gente baja de igual manera, cuidando en qué lugar debe colocar un pie y luego el otro. La mayoría sube porque tiene un apremio en la parte superior, pero, como sucede en la vida según los sabios, nadie se fija demasiado en el trayecto, porque todo mundo tiene prisa por subir. Si alguien, cuando la persona está en la cima de la pirámide, preguntara para qué subió, la persona respondería con frases comunes: “Porque acá se ve una vista espectacular” y abriría los brazos como para abarcar los trescientos sesenta grados (si esto fuera posible). Pero, esta misma persona no respondería con la misma precisión cuando se le preguntara: ¿Por qué, entonces, bajas? Titubearía. Bajo porque debo regresar a casa, porque mañana tengo una cita importante, porque no puedo quedarme acá arriba, qué tonto. Todo mundo debe bajar, ¿no?, es casi como una ley universal: ¡Todo lo que sube baja!
La niña bonita de esta fotografía pareciera tener la respuesta en sus manos. La tranquilidad de mar calmo que transparenta pareciera indicar que ella sí sabe para qué subió esos peldaños. Subió a lo más alto sólo para sentarse, porque sentarse a nivel de suelo es más bien para espíritus gusano o para almas serpiente. Ella (muchacha bonita) es como un ave que se para sobre una rama y canta y mira para todos lados, porque -es cierto- quien está en la parte más alta puede ver hacia todos lados sin nada que interrumpa la mirada. Amigos que han subido a la Torre Eiffel me han contado que van de un lado hacia otro y logran ver la ciudad de París en tu total belleza. Abarcan todo como si fuesen pájaros que vuelan e interrumpen su vuelo sólo para decir que ese aire y esas nubes y esos techos son parte del viaje, antes de bajar y mezclarse con la gente que aborda el metro, con los que se sientan en los cafés al aire libre, con los que hacen fila para entrar al museo del Louvre, con los que se sientan a orillas del Sena y miran pasar los barcos, con los que se paran y escuchan al ejecutante del acordeón que toca (invariablemente) La vie en rose.
La gente no sabe bien a bien porqué sube. Hay un chip en el gen que indica que los seres humanos debemos tender al ascenso. Pero, bueno, de todos modos es mejor subir por una escalera, aunque sea de manera atrabancada, que dar un paso y luego otro para subir por esas cajas que se llaman ascensores y que sólo sirven para momificar los deseos de vuelo.

domingo, 20 de marzo de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UN PERRO QUE SE LLAMA SOLEDAD




Por favor, si algún lector ve esta fotografía y la misma le provoca un sentimiento de bondad, le solicito se abstenga de expresarlo en voz alta. Esta imagen (estarán de acuerdo conmigo los hombres que duermen en la calle) expresa la soledad y nada más que ello. La mejor definición de soledad es aquélla que la compara con un perro. La soledad nunca nos abandona, es fiel hasta el infinito, como fiel el perro. Todo mundo conoce la historia de Hachiko, el perro que llegó todos los días a la estación de tren a esperar al amo, aun cuando éste había fallecido años antes.
En esta fotografía, el perro juega a ser un árbol más. Al fondo, la niebla es como un manto que cubre los árboles más lejanos. La soledad del hombre también es una niebla, porque, igual que en esta fotografía, está detrás de nuestro corazón y no podemos tocarla con la mano. No la advertimos, pero la niebla siempre está en una esquina del hombre, porque ella es la capa de la soledad, la que la abriga, la que la calienta para que no se apague su brasa.
Este perro (negro, con apenas meses de vida) ya comienza a practicar la vocación de su vida: la soledad.
¿Por qué los perros no soportan estar solos en casa? ¿Por qué cuando su ama cierra la puerta y echa llave y lo deja solo comienza a llorar como si fuese un niño al que le quitan la teta? Lo hace porque es el animal que más se compromete en el cariño, el que más se compromete a estar al lado de su ama. ¿Qué es aquello que más nos asedia, lo que nunca nos abandona? No es, por supuesto, el amor ni la felicidad. Estas dos píldoras son atenuantes de la soledad, son como colchas que atosigan cuando la temporada de frío llega y, se sabe, el frío del espíritu es el fantasma que siempre está escondido atrás de la puerta.
Cualquier lector inocente puede hacer una lectura equivocada. Puede ver el perro y alentar la frase común de: ¡Qué lindo! ¡Chiquito bonito!
Cualquier lector puede anidar en su corazón la idea de correr y abrazarlo para que no esté tan solo. ¿Ven lo que provoca esta fotografía? El perro no está solo, ¿se entiende? El perro siempre se acompaña de sí mismo. Quien está solo ¡es el amo!, por eso, este animal siempre está a su lado, porque el hombre está más solo que cada uno de estos árboles en medio de la niebla.
Víctor Roura, en un cuento inolvidable, cuenta que un perro fue de una a otra casa dejando galletas que nadie sabía dónde hurtaba. Los niños de las diferentes casas esperaban cada día que el perro llegara y éste llegaba puntual y les dejaba la galleta. El doctor Rodrigo de la O fue a cada casa y recomendó a los adultos que no recibieran al perro, les urgió a cerrar las puertas a fin de que el perro no entrara. Eso sí, les dijo no golpeen al perro, nunca lo hagan. Los vecinos siguieron la recomendación del doctor, pero el perro se las ingeniaba para, con una pata, meter las galletas por las hendijas inferiores de las puertas y los niños las comían. Una tarde, todo el pueblo vio que el doctor de la O cerraba con cadena y candado la puerta de su casa y subía al tren que lo condujo a la capital. El doctor jamás regresó. Cuando un amigo, muchos años después, le preguntó por qué había abandonado a su pueblo que tanto amaba dijo que era porque el perro se había encariñado con todos. El amigo no entendió, pidió que el doctor explicara. El doctor dijo: “El perro es el mejor amigo del hombre”. El amigo asintió y dijo que eso era bueno, que los perritos eran unos acompañantes fieles. “Ese es el problema”, dijo el hombre y contó la leyenda china que dice que cuando los Dioses poblaron la tierra crearon el pájaro que llamaron felicidad (lo hicieron ave porque, como el chupamirto, dura muy poco en la rama); y para compensar el instante de alegría crearon al perro y lo llamaron soledad. Los dioses dijeron que sería fiel a su amo toda la vida.
Una tarde, los vecinos siguieron al perro para ver de qué alacena robaba las galletas, lo vieron entrar al jardín de la casa del doctor de la O, dar un rodeo y entrar por la puerta trasera que daba a la cocina. Se acercaron a la ventana y vieron que el perro abría la alacena y sacaba unas galletas. Esto lo seguía haciendo a pesar de que el doctor tenía más de diez años de haber abandonado el pueblo. Los pobladores actuales juran que, después de cincuenta años, las crías de las crías de aquel perro siguen alimentando con galletas a todos los moradores del pueblo. Juran que esto se da en todos los pueblos. ¿Cómo explicar que nunca se agota la dotación de galletas?
Por eso, cuando alguien alberga un sentimiento de afecto por un perro y se acerca a abrazarlo no está haciendo más que reconocerse en su soledad y alimentarla para siempre.

sábado, 19 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA, CON LUZ DE FLASH




Querida Mariana: Ahora todo mundo toma fotografías. Me gusta oír a la gente decir: “Tomar fotografías”, como si tomara agua o un trago de ron. Y es que la gente toma fotografías porque, así como necesita el agua para sobrevivir, necesita el recuerdo, la imagen que dé cuenta de los actos vividos.
El otro día hallé en mi archivo una fotografía que, alguna mañana, tomé en la ciudad de Las Margaritas. Llama mi atención que, como siempre, está la presencia del ser humano sin que necesariamente esté.
Me gusta, lo sabés, hacer lecturas de las fotografías. A final de cuentas todos los que vemos una imagen es lo primero que hacemos: una lectura. Las lecturas pueden ser semejantes, pero hay ocasiones en que son extremas.
A mí, de manera especial, me gusta imaginar qué hay detrás de ese instante. A veces, las fotografías son dramáticas por lo que callan. Armando Baldovino tiene una fotografía impresionante. La otra tarde, en su casa, me la enseñó. Se subió a una silla y bajó el álbum de la parte superior de un estante. La foto es muy sencilla. Me contó que se la tomaron en un viaje que hizo a la Ciudad de México. Armando está sentado en la banca de un parque (en Coyoacán), detrás de él caminan varias personas, pero sobresale una niña que lleva un globo azul en la mano. La imagen es muy bella, da una enorme tranquilidad. Armando me preguntó si veía algo extraño en la foto, dije que no. Armando entonces se paró, se puso junto a mí y, con su dedo índice, señaló a la niña del globo y me dijo que, uno o dos minutos después de la foto, escuchó un rechinido de llantas. Todo mundo volvió la vista y muchas personas corrieron hacia la calle lateral. Armando escuchó que alguien, en plena carrera, dijo que llamaran a la Cruz Roja, que una persona había sido atropellada. Se oyó, de nuevo, un rechinido de llantas. El automovilista estaba escapando. “¡Deténganlo, deténgalo!”, gritó una señora, mientras un grupo de personas se aglomeraba en torno a la persona que había sido atropellada. Armando me dijo que él prefiere no ver la tragedia, así que sólo alcanzó a ver desde lejos el amontonamiento de gente y oír la sirena de la ambulancia. Vio cómo un par de policías prohibía que la gente se acercara; vio el globo azul enredado en la fronda de un árbol del parque. Armando se sentó y oyó la conversación de un par de jóvenes que regresaba del círculo donde había quedado la persona atropellada. El muchacho dijo un lugar común: “Todo sucede en un instante”, mientras la muchacha asentía y comentaba: “Sí, pobre niña”. Armando supo que la atropellada había sido la niña del globo azul.
Yo quedé en silencio. Armando me preguntó si quería un refresco, sin esperar mi respuesta fue a la cocina, abrió el refrigerador y sacó dos refrescos de cola, regresó y me ofreció uno. Lo tomé (no sé por qué si yo no bebo coca cola, sólo agua). ¿Y qué pasó con la niña?, pregunté. Armando subió los hombros y dijo: “No sé, nunca me enteré”. Nos quedaremos con la duda permanente. Yo comenté, igual que el muchacho, un lugar común: Nunca sabemos lo que sucederá al instante siguiente.
Acá, en esta fotografía que tomé en Las Margaritas nadie puede asegurar que dos minutos después hubo algo que pudo ser tragedia. Nadie podría asegurar, por ejemplo, que el dueño de la motocicleta estuvo a punto de caer, justo a la hora que pasaba un automóvil; nadie podría asegurar que el pollo que está sobre la parrilla comenzó a quemarse.
El encanto de la fotografía reside en que “congela” un instante, pero permite imaginar el instante previo y el instante posterior.
Armando se sentó, abrió su refresco, tomó un sorbo largo, dejó el envase sobre la mesa y buscó, con avidez, en el álbum. Después de pasar dos o tres hojas sacó una fotografía y me la mostró. “Esta fotografía -dijo- me la tomaron en Puerto Vallarta. ¿Ves la chica que está detrás del señor que vende raspados?”. Vi a una chica con un short de mezclilla y cabello recogido en una cola. Armando, antes de que dijera que sí la veía, dijo: “Es Martha” (Martha es su esposa, mamá de sus tres hijos). Armando dijo que en el instante de la fotografía eran dos desconocidos. En la noche de ese día, ambos coincidieron en una discoteca y ahí se conocieron y días después comenzaron a salir hasta que se hicieron novios. Ya cuando eran novios, una tarde, revisando las fotografías es que se dieron cuenta de que esa mañana habían estado en el mismo lugar. ¿Cómo funciona el destino? ¡Nunca se sabe! Nadie podía pronosticar el accidente que sufrió la niña ni, tampoco, el instante gozoso en que Armando y Martha se conocerían.
Así como me gusta imaginar los instantes previos y los consecutivos de un instante fotográfico, de igual manera me encanta que los pueblos conserven sus identidades. Acá vemos un rasgo definitorio para seguir siendo auténticos: la preservación de los modismos y regionalismos. Quienes vivimos en esta región sabemos que así como a los comitecos nos dicen cositías, a los oriundos de Las Margaritas les dicen tzejeberos (esto como una extensión de la palabra tzejeb, que es una tortilla hecha de elote). Este negocio ayuda a que los margaritenses se reconozcan en el árbol auténtico de su cultura. El dueño bien pudo ponerle un nombre más “nice”, incluso emplear alguna palabra en inglés (como lo hacen muchos otros comerciantes, creyendo que con ello se vuelven parte del primer mundo). El término cositía se deriva de un rasgo lingüístico, nuestra propensión a usar el diminutivo para todo, en lugar de decir que tal cosa es bonita, decimos: “¡Qué cositía tan chula!”. El término tzejeb se deriva de un rasgo culinario. Los dos troncos son los que determinan la diferencia y la diferencia es la que sustenta el rasgo cultural. Lo hemos dicho hasta el cansancio, el día que todo sea uniforme nuestras culturas perecerán.
Por eso es que me gusta decir que “tomamos” fotografías y pensar que lo hacemos con la misma sed con la que tomamos el agua.
No sé si ya estás enterada: Hoy abren, en Plaza Las Flores, el “Tío Jul” (Tradición comiteca desde 1950). Ahí venderán tacos, chalupas, tortas, panes compuestos y, por supuesto, los riquísimos “Huesos de tío Jul”. ¿Mirás que esto va en el mismo camino que también camina el Tzeje-Pollo? Va en el mismo camino que una mañana el ingeniero Mauricio Nájera caminó con su franquicia de “Macharnudas”. Ahora sí, que como decía el antiguo anuncio de un grupo musical que se anunciaba de la siguiente manera: “De Yalchivol ¡para el mundo!”, el Tío Jul vuelve a colocarse en el lugar que siempre ha tenido. Al lado de la comida china, de la Pizza Domino’s y de la Burger King, los panes compuestos y las butifarras están codo con codo.
Antes, mucho antes de que Burger King se instalara en Comitán, dijimos que nuestro pueblo dejaría de tener su magia la tarde en que las hamburguesas desplazaran por completo a los panes compuestos. Dijimos que estaba bien que hubiese hamburguesas (¿y luego?), pero que jamás se cancelara el lugar donde se prepararan los panes compuestos. En todo el mundo hay hamburguesas, sólo en estos pueblos de Dios tenemos los panes compuestos (si se vale la ironía podemos decir que en todo el mundo hay panes descompuestos).
Hoy, sin duda, a la hora de la inauguración del Tío Jul habrá muchas fotografías. ¿Qué hay detrás de esos sueños? ¿Qué hay en los instantes posteriores? No lo sé. Lo que sé es que este instante permite apuntalar nuestra identidad. Estoy seguro que muchos visitantes de otros pueblos llegarán a la plaza y se sorprenderán al hallar un local que expende los antojitos tradicionales de nuestro pueblo. Hay muchas plazas en toda la república que, igual que ahora acá, al lado de las pizzas y de las hamburguesas y de los Subways, expenden comida tradicional local. Una vez entré a una plaza en Mérida y hallé taquitos de cochinita y sopa de lima. Mi acompañante me dijo que mejor fuéramos al mercado porque ahí estaba el sabor original, pero cuando probamos los tacos de cochinita hallamos que su sabor era muy digno y la sopa de lima (que es riquísima) tenía un nueve de calificación. Ojalá que los panes compuestos de esta nueva franquicia de la plaza tengan el sazón que nos merecemos los comitecos y nuestros visitantes.

Posdata: Antes que apareciera esta euforia por la fotografía que hoy se da, yo fui un hombre que amó la fotografía. Tuve una cámara más que digna, que Enrique hizo favor de comprarme en un viaje que realizó a Canadá. Desde entonces amo la fotografía, por lo que cuenta y (como en la buena literatura) por lo que oculta, por lo que es necesario cerrar los ojos para ver.
Me gusta que la gente “tome” fotografías con la misma sed con que toma un vaso de temperante acompañado con una tostada con chile en vinagre, tal como la preparaba la tía Elena, allá en el barrio de San Sebastián. Me gusta que el mundo no se quede con sed, con sed de registrar los instantes que nos regala la vida.

viernes, 18 de marzo de 2016

EL MURO DEL SILENCIO




El silencio absoluto ya no existe. En todos lados hay mucho ruido, mucha interferencia. Imagino a un alpinista, en la cima del Everest, tratando de escuchar el silencio, alejado de todo el rebumbio que abajo se da. Puede ser un mal chiste, pero, tal vez, a la hora que está más absorto, tratando de tocar el pétalo del silencio, un avión pasa a un lado y avienta su chorro de smog chachalaquero.
¿En dónde está el silencio más puro? Seguro que no está en la superficie de la tierra. Como no sé nadar no sé qué sucede en el interior del agua. ¿Qué escucha el nadador cuando bucea en Chukumaltic? Sin duda que el agua provoca un sonido a la hora que fricciona con el cuerpo. ¿Acaso el astronauta a la hora que sale de su nave para arreglar un desperfecto logra estar en mayor contacto con el silencio? O, al contrario, ¿escucha con mayor intensidad el sonido que hace el arpa del universo?
El otro día, Juan Carlos dijo que la bulla de su casa es infinita: escucha el paso de los autos en las calles, los ladridos de los perros, el rasposo sonido del camión que reparte el gas, el ritmo de diástole y sístole del tubo que gotea, el ronroneo del gato, el lamento del aire a la hora que choca contra el cristal de la ventana.
De niño yo pensaba que en la noche, diez u once, a la hora que Comitán dejaba de trabajar para ir a dormir, el silencio se hacía presente. Era un niño inocente, ahora sé (me lo ha contado Sebastián, mi amigo taxista), en las noches es cuando más ruido hay: ruido de putas, de vendedores de tachas, de puñales que entran en carnes, de pasos delincuentes sobre los techos de las casas. Pero pronto, a pesar de que era un niño, descubrí que eso no era cierto. En la noche aparecía otra clase de ruidos que se intensificaban, precisamente porque los ruidos de la mañana ya estaban durmiendo. Cuando estaba en mi cama escuchaba con precisión el sonido del ratón royendo algo adentro del clóset, escuchaba el paseo de las cucarachas encima de la mesa de noche. En ocasiones, prendía la lámpara del buró, porque escuchaba un ruido que provenía del radio, como si éste estirara sus bulbos, así como el gato estira sus patas.
Ahora, de noche, sigo oyendo sonidos extraños. De niño era infrecuente escuchar la sirena de una ambulancia, ahora se da de manera constante. Escucho, como si fuera una manifestación, el instante en que el calentador, colocado en automático, prende de nuevo la llama explosiva. Antes no me daba cuenta del ruido que hace el refrigerador que, como corazón de corredor, se acelera sin descanso.
No hay un solo lugar en que el silencio absoluto tenga cabida. Los seres humanos hemos llenado de ruidos extraños a la Tierra, al universo. ¿Quién no ha despertado por el sonido del reloj que es como un corazón adolescente?
¿Qué escucha el espeleólogo en el interior de una cueva? La Tierra respira. En su interior hay un magma que está en ebullición, como olla de presión. Nunca, tampoco, he estado en el interior de una cueva. No he estado porque, así como no sé nadar, no sé caminar en la oscuridad absoluta. Como tampoco sé volar debo permanecer en la superficie. A veces camino de puntillas, para no hacer mucho ruido, pero, de todos modos, algo como el sonido de un gusano, aparece cada vez que camino.
Ahora que escribo, escucho el paso de un coche en la calle, el sonido que hace la lavadora porque Paty puso ropa a lavar. Este sonido se eleva por encima de todos los demás, incluso del sonido que aparece cada vez que escribo sobre el teclado; cada vez que mis dedos (en forma rápida) aprietan las teclas asoma un sonido que altera la capa de silencio que, en forma ilusoria, parece cubrirnos los domingos.
El silencio absoluto no existe. No podemos imaginar cómo era el universo antes del Big Bang; tampoco podemos imaginar cómo es la muerte. ¿Ahí está esa mano que cubre todo ruido?
Parece que la vida exige llevar ruidos en la mochila; soñar con el cristal translúcido del silencio. ¿Y si el silencio absoluto es Dios? San Pablo (me gusta recordarlo a cada rato) decía que Dios mora en una luz que es imposible de alcanzar. ¿Dios es el silencio absoluto? ¿El silencio absoluto es esa luz imposible de alcanzar?

miércoles, 16 de marzo de 2016

SANZ





¿Y si fueras otro Alejandro, qué Alejandro serías?
No, no, no me gusta ese juego. Soy yo. No puedo ser otro.
¡Sólo como juego, vamos! ¿Serías Alejandro Magno?
¡No, no, Dios me libre! Magno suena como Catarata de Iguazú, como Cañón de Sumidero. ¡Monumental! No, no. A mí, lo sabés, me gusta lo modesto, lo que está detrás de la esquina, el pájaro que baja a buscar un gusano mínimo. Nunca veo hacia donde vuela el águila. No, Dios me libre.
¿Alejandro Volta? ¿Ser el inventor de la pila eléctrica? ¿Te parece?
No, no. No me gusta el encierro del laboratorio, ni el agua que abre otro cauce. Me gusta lo ya trillado, lo que reconozco desde siempre, el camino que caminé cogido de la mano de mi papá.
¡Ya, ya lo tengo! Alejandro Scopelli, seleccionado del equipo de fútbol de Argentina. ¡Imagina un estadio lleno coreando el gol que anotaste! ¿Tampoco? Bueno, sé que el fútbol no es tu pasión. ¿Qué entonces?
No, nada, así está bien. Ya dije que no me gusta este juego.
¿Sanz? ¿Alejandro Sanz, el cantante español? Imagina la tarde del 18 de abril, cientos, miles de jóvenes bajan del camión, estacionan sus autos, se atropellan en los andenes del Metro, suben las gradas y llegan a la explanada del estadio donde te presentas. El novio, con el brazo por el hombro de su chica, no puede enojarse porque ella lleva un cartel que dice: “Alejandro ¡te amo!”, no puede hacerlo porque no puede compararse contigo, tú eres Sanz, único entre millones y él es uno más de los millones.
A las seis de la tarde el estadio está lleno. Cincuenta, sesenta mil jóvenes esperan que tú salgas. Llegaron por ti. Hay un rumor de mar que se acrecienta conforme la hora de tu presentación se acerca. Las muchachas bonitas (miles) están llenas de una energía, como si fuesen parvadas de garzas surcando los cielos libres. Desearon tanto este instante, que ya está por llegar. Se tocan, sonríen, están pendientes del escenario donde las luces ya iluminan a los músicos. Ahí están ya, frente a los micrófonos, las integrantes del coro (tres muchachas de color negro, con minifalda y brazos descubiertos), ahí está el baterista (con la cabellera larga, a la usanza de los años setenta, que brilla como si fuese una cascada de trigo a mediodía), ya juega con las baquetas sobre las tarolas y tambores. Ya el maestro de ceremonia abre el micrófono y dice: “Con ustedes… (hace una pausa que parece eterna) ¡Alejandro Sanz!” y cincuenta, sesenta mil gargantas se abren y, como si fuesen cascadas, se abren con el agua del grito. El mar calmo de hace una hora se convierte en un mar en medio de un huracán. Miles de fans se llevan las manos a la cabeza y se jalan los cabellos a la hora que tú caminas por la mitad del escenario, a la hora que sales del fondo (a oscuras) y caminas bajo la luminosidad de un reflector que te sigue porque tú el personaje que miles y miles esperaban. El rayo de luz se abre a mitad del cielo y miles de muchachas bonitas levantan los brazos, gritan, lloran, se convulsionan como si fuesen fieles y estuviesen frente a Dios. Y la muchacha bonita del cartel lo saca y lo sube: “Alejandro, ¡te amo!”, sólo para darse cuenta que no es la única, que son cientos de ellas las que muestran el letrero por lo alto y son como banderas que quieren ser palomas y quieren llegar hasta ti. Y el escenario está ya completamente iluminado y tú comienzas a cantar, en medio del rebumbio que ellos, los que te adoran, lanzan por lo alto. Las muchachas mueven los brazos de un lado a otro, como si fuesen barcas a mitad del mar, lo hacen siguiendo el compás que impone el ejecutante del sax que se mueve para adelante y para atrás, mientras sopla y sus dedos, como si acariciaran una espalda, recorren los caminos donde el silencio se oculta temeroso de ser consumido por aquella tormenta donde una muchacha se sube a los hombros de su amado y levanta los brazos y los extiende como si quisiera ser árbol para tocar tu aire. Y tú, a mitad del escenario, levantas el micrófono, callas y dejas que miles y miles de bocas coreen la estrofa: “… porque eres mi amiga, amiga mía…”, y tú sonríes y cautivas a tus fans. Y cuando terminas la canción y el baterista somata la tarola como si pusiese un punto final (que es punto y seguido) los miles y miles de fanáticos se te entregan y tú, con un gesto ya conocido, te inclinas tantito, levantas los brazos y agradeces y disfrutas ese instante de una ovación que es casi infinita. Y como sabes que los tienes en la bolsa pronuncias el nombre del pueblo donde estás cantando y todos corean: “¡Alejandro, Alejandro!”.
Sí, le atiné, ¿verdad que quisieras ser Alejandro Sanz? Aunque fuera por una noche, no más. Saberte a mitad de un escenario, debajo de la luz de cientos de reflectores, amado por cincuenta, sesenta mil fanáticos que llegaron esa noche sólo para verte, sólo para oírte, sólo para decirte que eres grande, único.
¿Verdad que sí quisieras ser Alejandro Sanz? ¿Qué, tampoco? No te hagas, vi tu rostro iluminado a la hora que imaginabas serlo.
Sí, entiendo por qué no te gusta este juego: es triste saber que la realidad es otra. Lo sé. A veces yo también lo pienso. Es triste bajar de esa nube y toparte con el basurero donde vivimos día a día. Saber que nunca seremos como él, que jamás estaremos a mitad de un escenario siendo amado por miles y miles de personas, Pero, bueno, por eso, a veces juego a que soy otro y me emociono y, aunque sea un rato, dejo de ser la rata que soy y que se conforma con el queso que otro ha tirado. ¿Y si fueras otro, quién serías?

lunes, 14 de marzo de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON GARZAS




Las garzas están en primer plano (por ello fue lo primero que Samantha y Grecia vieron), luego se aprecia una arboleda y, al fondo, un caserío sobre un montículo, como si fuese un nacimiento o una modesta réplica de un conjunto prehispánico.
Íbamos en el auto. Samantha y Grecia, al lado de la madrina Esperanza, en el asiento trasero, buscaban formas a las nubes. Samantha tenía su cara pegada a la ventanilla del lado izquierdo y Grecia en la ventanilla derecha. Por ello, Grecia fue la primera que vio las garzas: “¡Miren, miren, palomas sembradoras!”. La madrina no compartió el entusiasmo juvenil y con voz de danta indiferente, dijo: “No son palomas, son garzas”. Samantha, hincada en el asiento, se precipitó hacia donde estaba su hermanita y dijo: “¿Ahí nacen, tío?”.
Seguí manejando. ¿Qué podía responderle a Samantha? La madrina (se entiende) trató de instalarlas en la realidad opaca, había dicho: No son palomas, son garzas. Gracias había dicho que eran palomas, palomas sembradoras, casi casi como decir que, con su pico, abrían un agujero y colocaban semillas de alas o de nubes. Samantha, niña lista, había ido más allá. Había visto ese campo como un sembradío donde nacían las garzas, las palomas o el tipo de ave que ella estaba creando. ¿Qué debía hacer? ¿Ser como la madrina y cortar el hilo de los papalotes o dar más cuerda a ese hilo maravilloso que es la imaginación? Opté por el mejor camino, di cuerda a la imaginación de Samantha. Como no venía carro atrás, porque esa carretera es poco transitada, paré tantito (ya el sembradío había quedado atrás), coloqué el brazo derecho sobre el respaldo y le pregunté a mi sobrina: “No sé, vos ¿qué creés?”. Metí primera y esperé la respuesta de Samantha. Al meter segunda, mi sobrina dijo: “No sé, por eso pregunté”. Esa respuesta me indicó que no podía eludir su pregunta, debía decirle algo, algo que no cancelara el camino. Le pedí a Paty, que iba sentada en el asiento del copiloto que buscara cuadros de Magritte en su celular. Bajé velocidad y me estacioné en una brecha que conducía a un campo sembrado de jitomates. Ya Paty tenía un archivo con muchos cuadros de Magritte. ¡Eureka! Ahí estaba el cuadro que buscaba. “Vean, vean”, dije y ellas (con excepción de la madrina) se recargaron en el respaldo del asiento. Vieron con atención el cuadro donde René pintó un grupo de palomas (con tonalidad verde agua) que, como si fuesen hojas, crecen del tallo de plantas. “¿Lo ven? ¡Lo dije, lo dije!”. Respiré tranquilo. Paty sonrió y le prestó el celular a Samantha que quería seguir viendo el cuadro de Magritte (que ahora sé que se llama L’lle au Trésor (Isla del tesoro)).
Continuamos con el viaje. Grecia siguió buscando imágenes en las nubes; la madrina, dormitando; Samantha, encantada con el cuadro; y Paty y yo viendo el atardecer que se descolgaba del cielo y descansaba en el lomo de las montañas. El cielo tenía tonalidades semejantes a las que Magritte había pintado.
Corroboré lo que siempre he pensado: Cuando no es posible explicar algo, la realidad no ayuda. Lo que sirve es el arte. La respuesta a lo incomprensible está en la literatura, en la pintura y en la música.
Magritte respondió con precisión a la pregunta de Samantha.
Llegamos a Comitán en la noche. Grecia (quién sabe en qué momento) se había dormido; la madrina buscaba, debajo del asiento delantero, un gancho que se le había caído; Samantha había devuelto el celular a Paty y cuando le pregunté, ya en la puerta de su casa, qué pensaba, dijo que las plantas de las garzas eran primas de las plantas de algodón y que las plantas de las palomas verdes del cuadro eran primas hermanas de las acelgas. Bajaron. Paty y yo nos encaminamos a casa. Yo pensaba en esos árboles que se llenan de zanates en las tardes y pensaba si esos árboles son primos hermanos de los zapotes negros.

domingo, 13 de marzo de 2016

EN LAS ALTURAS



Roxana y yo caminábamos por una calle de La Trinitaria. Era una mañana gris. Mirábamos las casas con sus sitios enormes. Yo comenté que ahora, cada vez más, las casas amplias son escasas. En el centro de Comitán las casas pierden los sitios porque levantan construcciones. Vi hacia la izquierda, donde estaba un sitio cercado con malla y Roxana, emocionada, dijo: “¡Mirá, mirá, qué bonito, el sol está saliendo!”. Vi a la derecha, donde su mano señalaba: En el pretil de una casa estaba pintado una flor y un sol, los dos amarillísimos de contento.
Los cielos de Comitán son limpios, azules. Eso dice la mayoría de enamorados de este pueblo. Doña Chayo, enamorada también, dice que ya los cielos no son iguales. Porque, explica doña Chayo, el cielo no sólo es el cielo. ¡A ver, a ver, ya no entendí! Sí, dice ella, mientras aparta los frijoles regados sobre el mantel de plástico. Mirá, dice, cuando vos vas de día de paseo, pongamos Uninajab, te tirás en un campo y mirás el cielo sin estorbos, pero cuando estás en tu casa o caminás por Comitán el cielo es como el frijol, tiene piedritas. Sigo sin entender, digo. Ay, dice, y se lleva las dos manos a las sienes, como si fuera una maestra que ya explicó la lección cinco veces y debe hacerlo una vez más. Cuando yo era chiquitía, dice, mirabas para arriba y mirabas las tejas, las vigas, los tinacos de asbesto, que tenían forma de cuch, y mirabas el cielo. ¿Entendés? Sí, dije, hasta acá voy bien. Bueno, bueno, cuando fui joven -continúa- el paisaje cambió. Las azoteas se llenaron de antenas para ver la televisión. Pero no pasó de ahí, esas antenas eran como güets trepados en los techos. Pero, llegó un día que alguien dijo que los tinacos de asbesto eran malos, que daban cáncer y ahí tenés a todo mundo cambiándolos por Rotoplas. Nuestro mundo cambió. Desde entonces, dijo doña Chayo, todo está como río contaminado, ya no me da ilusión mirar para arriba, todo negrea.
Doña Chayo quedó callada, siguió apartando los frijoles limpios. Ya había hecho un montón grande, como un volcancito. Me di cuenta que ambos mirábamos para abajo. Ella concentrada en su actividad y yo viendo sus manos, ya con manchas por la edad, manos huesudas, con venas resaltadas.
Roxana sacó su celular y tomó una fotografía de ese sol, en un día gris. “¿Bonito, verdad?”, me preguntó. Dije que sí y le platiqué lo que doña Chayo me había confiado. Sí, dijo Roxana, si mirás para el cielo mirás un rebaño de ovejas negras, pero plásticas y rollizas. Y comenzamos a contar los tinacos Rotoplas que hallábamos mientras caminábamos con rumbo al parque. ¡Uno!, ¡dos!...
¿Quién pintó ese sol y esa flor? ¡Qué Dios bendiga su corazón! Es como el mural de un jardín de niños, como esas telas que las maestras del kínder colocan en el periódico mural para celebrar la llegada de la primavera. Ese muro pintado otorga un tono delicado a la afrenta con que nos hiere la rotundez del tinaco.
Doña Chayo tiene razón. Una mañana, las azoteas perdieron su delicadeza y se convirtieron en bodegas de cientos de panzer, como si fuesen desechos de la segunda guerra mundial.
Antes de retirarnos del lugar hice el esfuerzo de imaginar que ese techo no tenía el tinaco. Vi una imagen más niña, más pura. Le dije a Roxana que viera la celosía hecha con los ladrillos en v. Dijo que era un diseño bien bonito. Dije que sí, permitía el paso de la luz y del aire. Al verlos así deduje que era una forma muy simple y, sin embargo, era, como Roxana dijo, un diseño limpio.
¡Catorce!, dijo Roxana. ¿Catorce qué? Catorce tinacos, bobo. Catorce tinacos hasta ahora. Yo había dejado de contabilizar tinacos. Ella había seguido. Habíamos caminado tres o cuatro calles y ella había contabilizado ya catorce tinacos negros.
Doña Chayo terminó de limpiar el frijol. Con las dos manos, como si fuesen una pala, levantó los frijoles y los echó en una olla de peltre. Me vio y dijo: “Bonita historia, quitaron los tinacos de asbesto porque daban cáncer y nos dejaron esos adefesios que nos ensombrecen el alma”. Se levantó y fue a la cocina. Desde ahí me dijo: “Vení, vení a ver el pastel que hice. ¿Querés un pedazo?”. Yo me levanté y fui a la cocina. Ahí, en la ventana, se miraba un edificio con antenas y tres tinacos Rotoplas. De fondo, el cielo de siempre, azulísimo, cola de ese pájaro que se llama azulejo.

sábado, 12 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA, CON UN HILO ENREDADO EN EL DEDO DE LA MANO




Querida Mariana: El hilo rojo es famoso en la familia. La tía Sara siempre andaba con un hilito anudado en el dedo índice de la mano izquierda. Todo mundo sabía que era un recordatorio. A veces miraba su mano, se llevaba la mano en la frente y recordaba un pendiente que podía ser una cosa intrascendente (meter la bacinica que había puesto a secar a mitad del patio) o algo importante (meter al tío Romualdo que, en silla de ruedas, tomaba el sol desde las diez de la mañana).
Yo, de memoria endeble, nunca me enredé un hilito en el dedo. Soy tan olvidadizo que ni siquiera una banda roja en la frente serviría.
Digo esto, porque, motivada por mi carta anterior donde hablé del Cine Comitán, me preguntaste que cómo era el cine. Dios mío, yo qué voy a saber. Mi mamá, cuando yo era niño, se desesperaba, porque decía que me olvidaba de todo. A veces regresaba a la casa con las manos vacías, cuando mi mamá, sentada en la sala, esperaba que yo regresara con la bolsa de duraznos. ¿Qué pasó?, reclamaba ella. Y yo preguntaba (en el despiste total): ¿Qué pasó de qué? ¡De los duraznos! En ese momento la luz se hacía en mi memoria. Ah, (titubeaba) estaba cerrada la tienda de doña Hermila. Era el momento en que mi mamá se desesperaba y, tal vez para mitigar su enojo, jalaba con fuerza el hilo del tejido que bordaba.
Por esto, cuando fui a estudiar a la Ciudad de México, siempre que me enviaba una caja pequeña con butifarras y tostadas incluía dos frascos de Sukrol (que eran unas pastillas, importadas de Guatemala, que servían para reforzar la memoria. El medicamento decía que era una patente alemana).
Desde siempre he sido un adorador de la fotografía, por su valor artístico, pero, sobre todo, porque funciona como la extensión de la memoria de todos aquellos que tenemos una memoria pichancha. Justo un día después de tu pregunta, hallé esta fotografía en el Facebook (perdón, no sé quién la subió, o bueno sí sabía, pero ya no recuerdo el nombre).
Ahí está un grupo de seis muchachos que, sin duda, están vestidos para la ceremonia de graduación estudiantil. Ellos deben recordar el instante. Yo deduzco, por sus hormitas, que egresan de la secundaria. Conozco a los seis (ellos pertenecen a una generación posterior a la mía, ellos son muy jóvenes, bueno, son muy jóvenes con respecto a mi edad). El agregado de esta foto, además del cabello largo y de la vestimenta formal de ellos, con mosquitas y pantalones acampanados, es el espacio donde están: el Cine Comitán. Ellos están parados justo en la entrada a la sala. Si ves con atención observarás que en el fondo están dos puertas, una corresponde al baño de damas y la otra al de caballeros. A la izquierda (donde se ve un hombre de patillas) estaba la puerta de madera, abatible, de dos hojas, que daba acceso a la sala. A la derecha se ponía el señor encargado de recoger los boletos.
Te preguntarás por qué los seis muchachos están vestidos tan elegantes en el vestíbulo del cine (el compa con el traje blanco y las solapas como de alas gigantes, delineadas con una cinta oscura, está parado junto a un mostrador que delimitaba la cafetería). Están ahí porque el cine, además de servir para lo que sirven las salas cinematográficas, se utilizaba para funciones de boxeo, de lucha libre; para presentación de caravanas artísticas, para mítines políticos y para (¡bendito Dios!) celebraciones de fin de cursos y graduaciones escolares.
No recuerdo los nombres de los seis muchachos. Bueno, sí recuerdo dos nombres de ellos, pero no sé bien a bien a que rostros corresponden. Creo que el Sukrol no sirvió de mucho (Lorena dice que este suplemento es un reconstituyente cerebral que es recetado a los viejos. ¿Por qué, me pregunta, yo lo tomaba cuando era joven?). Esta incapacidad de recordar incomoda a los demás (mi mamá es la prueba más cercana), pero a mí no me molesta en demasía. Si no fuese una ofensa a la sociedad casi casi podría decir que la disfruto. Y digo que ofende a la sociedad porque a veces algún conocido me detiene a mitad de la banqueta, me saluda (llamándome por mi nombre) y veo su cara de molestia, como si fuese un tsizim al que hurgan adentro del bolcojosh, cuando respondo a su saludo, pero no digo su nombre (no lo digo, porque soy incapaz de relacionar los rostros con los nombres). Yo andaría como pez en el agua si todo mundo llevara un gafete con su nombre, como sucede, por ejemplo, en los talleres que implementa la Secretaría de Educación, donde cada maestro se pone un pegote en la camisa o en la blusa y así el coordinador del taller no tiene inconveniente alguno en llamar a alguien por su nombre, basta ver el gafete y pronunciar el nombre en voz alta. Pero, las personas en el mundo real no ostentan tal distintivo; es preciso que la memoria entre en acción y ahí es en donde yo me hago chiquito, porque los otros esperan de mí el mismo trato que me ofrecen. Salvo este detalle digo que me divierto, porque, contra lo que podría pensarse, esta falta de memoria no me agobia. Me divierto viendo los rostros y poniendo los nombres que, de acuerdo con sus hormas, podría corresponderles. Y lo hago precisamente con nombres de actores y actrices famosos, porque, eso sí (como buen cinéfilo) casi no dudo entre el rostro de un actor y su nombre. Martín dice que es una bobera que yo presuma de saber que el enmascarado que sube al ring se llama Santo, el enmascarado de plata, se le hace un absurdo supremo. Lo que Martín no sabe es mi insuficiente capacidad memorística. Cuando voy al parque y veo a una muchacha bonita digo que esa niña se llama Marilyn (en homenaje a la Monroe); una tarde (yo leía la novela “Cuadernos de don Rigoberto”, de Vargas Llosa) y vi subir por las gradas de la fuente a la mujer más bella y sensual de toda la región. No dudé, dije que era Sylvia Kristel, la famosa actriz que interpretó el papel de Emmanuelle. Sí, era ella. Yo comencé a sudar, porque recordé una escena especial de aquella película (que no vi en el Cine Comitán, sino en un auditorio del Instituto Politécnico Nacional). Sylvia subió el último peldaño y se detuvo. Yo, como zanate mojado, la vi en toda su belleza. Ahí estaba ella. Me vio, sonrió y siguió caminando. Un grupo de viejos que platicaba en una banca distante dejó de platicar y también admiró su belleza. ¡Ah!, pensé, si estos calenturientos supieran lo que esta niña es capaz de hacer ¡les da un paro cardiaco! Sequé las palmas de mis manos en mi pantalón y seguí leyendo la novela de Vargas Llosa. Así pues, acá en Comitán a cada rato me topo con Yul Brynner, con Julio Alemán (algunos dicen que se llama Cuauhtémoc Alcázar), con Irma Serrano (despistados me dicen que ella vive acá, pero yo pregunto: ¿a la edad de dieciocho, edad en que fue modelo del gran pintor Diego Rivera?). En el parque de San Sebastián he visto a Leonardo DiCaprio, a Cantinflas y a Toña, la Negra (que acá en Comitán, los maldosos, le dicen Toña, color de petróleo).
Me gustaría que los conocidos supieran de mi carencia memorística y entendieran el goce que me provoca el juego de nombrarlos con nombres de actores y actrices famosos. Si lo entendieran sabrían que es un elogio, por ejemplo, que una de mis amigas cercanas no es Simplemente María, sino María Schneider, la famosa actriz que, junto al enormísimo Marlon Brando, actuó en la película “El último tango en París”; pero estoy seguro que, así como se ofenden porque no recuerdo sus nombres, se ofenderían sólo de saber lo que la Schneider hace en el departamento con Marlon.
¿Cómo era el Cine Comitán? No sé, querida mía. No recuerdo bien. Pero acá, gracias a esta fotografía (que tal vez subió Roberto), podés reconocer parte del vestíbulo. Tal vez si vas a Pretty Woman (tienda que está donde estuvo el cine) podrás reconocer este espacio. Justo donde está parado el hombre de las patillas comenzaba, en esencia, la sala. El espectador abría la puerta abatible y entraba al espacio donde los sueños tomaban forma. Donde están estos muchachos es un piso horizontal, más allá comenzaba el declive que permitía la isóptica donde los espectadores, cómodamente sentados en las butacas, disfrutaban de la función de cine.

Posdata uno: ¿Cómo era el cine? Soy incapaz de describirlo, pero acá podés ver un mostrador de cristal de la dulcería donde vendían los tacos que eran tan ricos que la gente de afuera pedía permiso para entrar sólo para comprar órdenes que eran servidas en pequeños cuadros de papel estraza.
Lo que sí puedo asegurar es que no necesito amarrarme una cinta en el corazón para tener tu viento en mi bosque.
Posdata dos: Al final hallé la relación con los nombres de los seis muchachos gloriosos. Te la paso para que no te suceda lo mismo que a mí. Ahí están: Ismael Trujillo, Ramiro Culebro, Carlos Pinto, Roberto Culebro, Wanerges Alfaro y Jorge Culebro. Alumnos de la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz.

viernes, 11 de marzo de 2016

EN BLANCO Y NEGRO




El maestro Jorge Antonio leía en voz alta. Los niños hacíamos un semicírculo a su alrededor y oíamos. Los niños nos sentábamos en la primera fila, en el piso; las niñas, en la segunda fila, estaban sentadas en sillas. (Las feministas pelean todo, pero no colocan en la balanza algunos privilegios que las niñas de los años sesenta tenían con respecto a los niños.)
Dos ejercicios nos imponía el maestro. A mí me gustaba jugarlos (nunca me gustó el ejercicio físico). El primer juego era estar pendiente de la lectura del cuento. En el momento que el maestro indicaba, debíamos describir el contexto de la escena. El segundo juego era más difícil, pero divertido: debíamos cerrar los ojos y ver la escena en blanco y negro (a cada rato, el maestro nos decía que soñábamos en color).
El primer juego es un juego común. El segundo juego era un juego extraño. ¿Por qué el maestro Jorge nos forzaba a quitar color a las escenas y volverlas en blanco y negro, casi casi como si fuesen cuadros de las primeras películas, en blanco y negro y mudas? Nunca lo supe. No lo sabré.
El otro día fui con Liz a una terminal de combis (acá en Comitán) y me topé con la escena que se ve en esta fotografía. Recordé los cuentos que maestro Jorge Antonio nos leía. Los dos postes funcionaron como soporte de una puerta, en algún momento, pero ahora están ahí sólo como columnatas que detienen el polín que es la trabe que ayuda a sostener el techo. Me gustó la imagen. Imaginé que acá es muy difícil jugar a las escondidas. El letrero de la pared del fondo evita cualquier confusión: es una sala de espera, por eso la pared tiene en su base una banca corrida, de cemento.
Liz no quiso entrar. Me da miedo, dijo. Es como la escenografía de una película de terror, de fantasmas, agregó. Fue entonces cuando (yo, experto en escenas en blanco y negro) cerré los ojos y le quité color y quedó más solitaria aún, porque una fotografía en blanco y negro otorga nostalgia a los lugares. Una mancha negra resaltó en mi imagen: el respaldo de la banca. Esas manchas húmedas parecieron tomar vida. Liz dijo: “la suciedad de la pared es algo raro”. Mientras veía la imagen en color no había advertido eso, pero ahora que estaba en blanco y negro, y el negro de la suciedad resaltaba, pensé que tal desgaste era por la cantidad de gente que ahí se sienta: el sudor de las espaldas de campesinos y de mujeres que venden vegetales en canastos provoca tal desgaste. Pero cuando preguntamos con el boletero por qué todo mundo estaba sentado en las bancas de cemento del patio exterior tuvimos algo como un pinchazo en los nervios: “La gente no usa la sala de espera, quién sabe por qué. Ni cuando llueve. Cuando llueve, los pasajeros se meten debajo de la galera donde están estacionados los carros”. Liz me vio con una cara de “¿Ya viste?”. Ni cómo decirle a Liz que entráramos, que jugáramos como niños, que pasáramos por donde estaba la puerta y luego saliéramos por donde (se supone) hubo una pared.
No sé si esta sala la construyeron, más o menos, en los años sesenta; en los años que el maestro Jorge Antonio nos leía cuentos e historias de fantasmas en voz alta y nos obligaba a imaginar las escenas en blanco y negro.
“Tengo miedo”, dijo Liz. Me jaló y me llevó hasta el galpón de madera que funciona como puerto de salida y llegada de las camionetas. Ahí estaban concentrados los pasajeros. Liz señaló el cielo y me dijo que viera las nubes, pero yo tenía mi mirada fija en la sala de espera. Todo está carcomido: la orilla del piso, los polines de madera de pino, el respaldo del asiento empotrado en la pared.
Liz tiene razón, quien se sienta en esa sala de espera debe desesperarse con tanta humedad, con tanta soledad, con tanto blanco y negro. Por esto, los pasajeros se sientan en las bancas que están en el patio, a la luz del sol, ahí donde el color es un chal que sirve de cobija a todos.

miércoles, 9 de marzo de 2016

EL GENIO EQUIVOCADO




Mariana dice que no pide deseos porque se puede topar con un genio bobo. Dice que, como está el mundo, los genios también deben ser unos despistados. Tal vez, dice que tal vez, algún genio ya tiene Alzheimer. ¿Imaginás, dice, los problemas que esto acarrea?
Dice que de niña hurgaba, como gato o perro, en la bolsa de basura que sacaba la abuela todas las mañanas y dejaba en el patio para esperar el paso del campanero. Le digo que era como una pepenadora y dice que sí, sí. Esperaba que la abuela subiera las gradas del corredor y se metiera al cuarto. Mariana abría la bolsa y hurgaba. Siempre hallaba tesoros. Una vez halló una libreta un poco húmeda que contenía recetas de cocina. La abuela, ya para ese tiempo, estaba en un proceso de desprendimiento. Todas las mañanas abría sus cofres, cajas, alhajeros y se iba desprendiendo de cosas antiguas. Mariana disfrutaba el hallazgo de pequeños objetos que eran como grandes descubrimientos. ¿Por qué la abuela se desprendía de algunas fotografías en tono sepia? Mariana sacaba esas fotos, las limpiaba con sus manos, y las llevaba a su corazón. Algo, no sabía qué, le susurraba que esos personajes con trajes y vestidos largos, serios, siempre viendo hacia la cámara, formaban parte de su árbol genealógico, porque si no por qué iba la abuela a tenerlos bien guardados, por qué los tiraba como un marinero tira el lastre del barco para aligerar la carga.
A veces, Mariana imaginaba que, en medio de fotografías y de pulseras con piedras brillantes, hallaba una botella de cristal que, igual que las piedras, brillaba, brillaba con una luz como de veladora a través de un vitral. Mariana abría la botella y algo como un vapor espeso salía de la boca. Este vapor tomaba una forma sin forma y hablaba, le decía “Soy un genio, pídeme un deseo y te lo cumpliré”. Mariana dice que no le asombraba tanto la aparición del genio sino la puerta que se abría frente a ella y que daba a una encrucijada de mil caminos. ¿Qué pedir? ¿Por qué este genio era tan miserable y sólo estaba dispuesto a cumplir un deseo? Por lo regular, en los cuentos que el abuelo le contaba en la tarde, en el corredor de la casa, los genios concedían tres deseos, ¡tres! ¿Qué pedir? Mariana dice que su mayor preocupación era que el genio se desesperara y que así como había aparecido se evaporara antes de cumplir el deseo. ¿Qué pedir, Dios mío, qué pedir? ¿Que sus papás vivieran para siempre? Pero si pedía esto, debía pedir también que ella fuera inmortal y esto significaba dos deseos. ¿Pedir que su abuela volviera a ser una mujer sana? ¿Estaría de acuerdo la abuela? Tal vez la abuela gozaba la despedida, ese desprendimiento de objetos antiguos que hacía; tal vez la abuela se estaba preparando para el gran viaje y Mariana lo echaría a perder. ¿Qué pedir? Mariana dice que tal vez por esto ahora nada desea. A veces ha visto cómo el deseo de alguien se cumple sin mayor trámite (es una convencida de que los milagros suceden todos los días en cualquier lugar del universo). Sin duda que el solicitante logró hacer su petición de manera clara y el genio de su guarda es un genio inteligente y generoso. Pero ella cree que, como están los tiempos, ya hay genios que comienzan a olvidar sus fortalezas y, sobre todo, cree que hay algunos que son bobos y pueden equivocarse. ¿Has pensado, me pregunta, en un genio bobo que se equivocara? No, nunca, dije, pero si esto se da debe ser muy engorroso. Sí, dice Mariana, con una cara de gárgola sin agua. Imaginá que pedís mil millones de dólares y el genio que te tocó es un viejo con mil millones de años y ya padece sordera. Sí, dije, en lugar de dólares puede escuchar dolores y no te la acabás nunca. Mariana sonrió y siguió con otro ejemplo: imaginá que, en homenaje a Simon and Garfunkel pedís poseer el sonido del silencio y el genio que te toca es un genio disléxico y te manda el silencio del sonido para la eternidad.
Mariana tiene razón. Los tiempos han cambiado. Ahora es infrecuente hallar lámparas donde estén atrapados genios milenarios. Ahora nuestra basura es basura de tercera. Ya no está la abuela de Mariana para tirar basura con imágenes en color sepia o botellitas de cristal que brillan como si fuesen una jaula con mil millones de petirrojos.

lunes, 7 de marzo de 2016

EL OBOE DETRÁS DEL VIOLÍN




Crista dijo que si uno escucha con atención puede distinguir los instrumentos en una pieza musical. Desde entonces estoy pendiente de los sonidos que me rodean. Escucho los aplausos, el sonido de las papitas que Alfonso come, el aleteo de los pájaros al atardecer y, sobre todo, el murmullo de las palabras que pronuncian las personas a la distancia. Ha sido una experiencia insólita. Me he dado cuenta de que el sonido muy cercano me irrita. El aleteo de los zanates en el parque, a la hora que buscan lugar para dormir, resulta irritante cuando la parvada está casi encima de mí. Cuando estoy en una esquina del parque y escucho el rebumbio alado que se hace en un árbol distante ¡lo disfruto! Lo mismo me sucede con el griterío de los niños. Me reconcilia con la vida el alboroto que los niños y niñas hacen cuando corren detrás de las pompas de jabón que un hombre avienta al lado de la fuente, pero ese mismo bullicio me pone de mal humor cuando los niños y niñas están cerca de mí, del lugar donde leo. Javier dice que es síntoma de que ya estoy viejo (no sé por qué lo dice con tanta ironía si él es un año mayor que yo).
A partir de que Crista lo dijo he tenido cuidado en no pisar los sonidos. Porque éstos (desde entonces) son como papalotes que no deben enredarse en los cables. Los sonidos no deben ser interrumpidos para que cumplan con su vocación.
Una mañana, Paco Gamboa, Paco Flores, Marirrós Bonifaz y yo fuimos al rancho de ella. En cuanto llegamos fuimos casi corriendo, como si fuésemos niños traviesos, hasta el barandal donde se aprecia una cascada. El sonido del agua me llegó transparente, la sentí como una bofetada húmeda que me cimbraba. Supe que jamás volvería a ser el mismo. Uno de los Pacos me invitó a alejarnos de ese despeñadero de luz infinita, caminamos por en medio de una arboleda, caminamos más de cien metros. Al llegar junto a una enredadera, Paco, con una señal sencilla de su dedo sobre el oído, me dijo que oyera y así lo hice. Entonces, ya sin la cascada a la vista, sino como una luz a través de una cortina, oí el murmullo del agua, era como el sonido de cien mil grillos frotándose las alas. Cerré los ojos y supe que ahí, en ese instante, Dios jugaba rayuela. Si alguien me diera a elegir, elegiría este último sonido. Cualquiera pensaría que soy un bobo al elegir aquello que está distante, casi escondido. Cualquiera diría que soy un cobarde por no atreverme a abrir los brazos en esa colina frente a la cascada que cae con una brutalidad descarada.
Crista dijo que uno puede distinguir el sonido de cada instrumento. Desde el día que lo dijo siento que cuando alguien me habla cerca es como si me aventara una bolsa de palomitas a la cara. Me molesta. La cercanía del tropel de palabras es como una catarata del Iguazú, como un cinchazo de El Chiflón. Para distinguir el sonido de cada palabra, ya me di cuenta, necesito cierta distancia ante el hablante. Para disfrutar el sonido de la palabra necesito que la otra persona esté en la esquina del parque, que me hable desde la rama de en medio del árbol. Pero, ¡qué jodido!, Javier tiene razón, ¡ya estoy viejo!, porque si la distancia no es la precisa, ya no distingo los sonidos, me pierdo en las palabras y las veo volar como papalotes, pero como si estuviesen en una pantalla de cine mudo.
Me enerva ya la proximidad de los hablantes, pero tampoco puedo disfrutar de su conversación si están muy alejados. A veces creo que debería usar uno de esos botes de pintura en aerosol que emplean los árbitros de fútbol, pero pienso que sería un exceso caminar tres pasos y marcar una raya, casi casi como si fuese un merolico y suplicara a mi prójimo permanecer detrás de la raya.
Una de las experiencias más ingratas de mi vida fue pasar frente a un ringlero de bocinas en un concierto de rock. Yo caminaba en la parte delantera del escenario, iba en busca de Judith, que en medio de la multitud levantaba la mano para que la ubicara. Justo al pasar frente a las bocinas, un músico hizo un rasgueo sobre su guitarra eléctrica (entiendo que para probar sonido o para afinarla). El sonido fortísimo hizo que mi corazón brincara como sapo y el brincoteo no paró sino hasta muy avanzado el concierto. Como si ese sonido hubiese sido un oso le pedí a Judith que nos fuéramos más atrás, más, más. Pedimos permiso y vi el asombro en la cara de los jóvenes, ya que dejábamos un lugar de privilegio por irnos a resguardar casi detrás de las cajas enormes, negras, donde embalan los instrumentos.

domingo, 6 de marzo de 2016

UN ABRAZO PARA ENRIQUE




Querido Quique: Vi esta fotografía que subiste a tu muro del Face y pensé que debía decirte algo. Esto que ahora escribo debería decírtelo en privado, porque es como un abrazo para el amigo, pero lo hago público porque, tal vez, algún lector vea el cordel de luz que vos amarrás.
Vos escribiste como pie de foto lo siguiente: “Don Enrique Robles Domínguez, orgulloso comiteco, orgulloso jaguar, mi amigo y compañero de toda la vida”.
No te enojés si digo que lo de jaguares es un mero pretexto. Lo llamaré ¡El gran pretexto! Sé de tu pasión por este equipo de fútbol, pero también sé que en los años setenta vos eras un fanático del América. Ah, cómo sufrías cuando los aguiluchos perdían, ah, cómo disfrutabas cuando ganaban. Yo, que nunca he sido ni del América ni del Jaguar, sólo te acompañaba en tu pena y en tu alegría. Como buenos “fanáticos” del fútbol soccer abríamos la botella de ron y celebrábamos la victoria y llorábamos la derrota.
Así pues, tu pasión por el Jaguar no es de siempre, porque este equipo es muy reciente en nuestra vida. ¿Cuándo el Jaguar apareció? Nosotros ya tenemos sesenta años de vida, así que durante dos tercios de nuestras vidas, el Jaguar nos valió un cacahuate. Nosotros crecimos con el Maderas de Comitán y con las Águilas del América.
Digo pues que el Jaguar es el feliz pretexto para que lo que se refleja en esta fotografía sea ese cordel de luz que nos compartís.
Digo que una mañana (o una tarde, no lo sé) cambiaste de camiseta: te quitaste la del América y te pusiste la del Jaguar. Pero, acá, entre vos y yo, ¿de veras importa mucho que el Jaguar gane o pierda? ¿Qué ganás cuando gana? ¿Qué perdés cuando pierde? Tal vez ganás más cuando gana. ¿Qué cuando pierde? Nada. Lo importante acá, y por ello, insisto, hago público este abrazo para vos: es lo que escribiste al final del pie de foto: tu papá es tu amigo y compañero de vida. Esto es lo que importa. Lo que importa, querido Quique, es que la camiseta de Comitán no te la has quitado nunca, ni te la quitarás. Lo que importa, querido mío, es que ese cordel de luz con que Dios te bendijo al darte el padre que tenés lo llevás enredado, con gran orgullo, en tu corazón, desde siempre.
Sé lo que hacés cada vez que el Jaguar juega en Tuxtla; sé que tomás tu camioneta y (a pesar de la amenaza de bloqueos y de la niebla permanente) viajás de Comitán a Tuxtla, llegás a casa de tu papá y le decís que ya es hora, de que irán a ver el juego de la patada (esto lo escribo sin ironía, sólo para reafirmar que irán a ver el juego que se juega, sobre todo, con los pies).
Los seres humanos estamos hechos del barro de la tierra donde crecimos y del abono que alimenta nuestro tallo. Vos sos de una tierra llamada Comitán, tierra pródiga y bendita; y recibís el abono de esa enormísima ceiba que es don Enrique Robles Domínguez. Ceiba producto de árboles colosales que dieron sombra y sirvieron para que las chinitas construyeran sus nidos. Don Enrique es ¡orgullosamente comiteco!, es ¡orgullo de Comitán!
No importa, Quique, que el estadio esté casi vacio. ¿Qué importancia puede tener cuando tu espíritu está pleno con la compañía de tu papá?
Bendito Jaguar que te permite hacer esto que hacés. No importa que gane o que pierda (sé que esto último no es infrecuente). Así como no importa que ahora la camiseta del América la usés como trapeador. Lo que importa es lo que escribiste al final del pie de foto (se sabe que las últimas palabras serán las primeras). Importa que estés al lado de don Enrique Robles Domínguez, tu amigo y compañero de toda la vida. ¿Mirás lo que escribiste? ¡De toda la vida! De acá hasta el fin del universo.
Un día, vos lo sabés, murió mi papá. Ese día ya no pude usar el pretexto que, de vez en vez, usaba. Le decía a mi papá que fuéramos a San Cristóbal, su lugar de nacimiento. Nunca dijo no, a pesar de que tuviera algunos pendientes. Nos subíamos al vochito y respirábamos los pinos del camino y bajábamos a lavarnos las manos en el riachuelo que baja a Amatenango y reíamos. San Cristóbal, desde siempre, fue mi gran pretexto y aunque mi camiseta siempre ha sido Comitán, llevo algo que es como un parche infinito que dice San Cristóbal. Sé que vos también llevás puesta la playera de Comitán y el chal que dice Enrique Robles Domínguez. ¿El jaguar? Es un parche, un feliz pretexto. No importa si el Jaguar le gana al Diablo o empata con el Tigre o pierde ante el Xolo. Lo que realmente importa es ese cordel de luz que te ata al gran árbol. Bueno, es lo que digo yo, y lo hago público porque creo que puede ser como un canto de vida para aquellos hijos que buscan pretextos para estar con sus viejos antes de la proyección de esa película que, en compensación con la que filmó el actor Soler, “Cuando los hijos se van”, se llama: “Un día los padres se alejan para siempre”. Abrazo, querido Quique. Mi cariño y mi reconocimiento para vos. ¡Que viva el jaguar, aunque pierda en forma frecuente!

sábado, 5 de marzo de 2016

CARTA A MARIANA CON SABOR A PALOMITAS (¿EN SERIO?)




Querida Mariana: Hoy está de moda decir que una película divertida es una “Película palomera”. ¿Por qué? Muy sencillo, porque medio mundo entra a la sala con su caja de palomitas. En el Comitán de 1984 no medio mundo compraba palomitas. Siendo como somos, los comitecos preferíamos las tortas y los tacos que preparaba la esposa del señor Pascacio (dueño de los cines) y vendían en la dulcería.
Te anexo la fotografía de un programa de ese año. ¿Alcanzás a leer, en un lateral, la “súplica” de no fumar en el interior de las salas? En ese tiempo no existía la prohibición de fumar en lugares cerrados, por eso se recomendaba no hacerlo, pero la gente sí lo hacía, vaya que lo hacía. Sobre todo en gayola (la parte de arriba) del Cine Comitán, porque si te das cuenta, en el Cine Comitán había dos precios: Luneta $90.00 y Anfiteatro $70.00. Las personas de menores recursos económicos entraban al Anfiteatro (nosotros le llamábamos gayola). El Anfiteatro no tenía butacas, sus asientos eran unas bancas corridas de madera. Ya podés imaginar el relajo sabroso que allá arriba se hacía. Los de Luneta se quejaban de que, a la hora que Santo subía al ring o a la hora que el sheriff perseguía al delincuente, en el tropel de un caballo blanco, y los asistentes se emocionaban, se paraban del asiento y chiflaban y aplaudían, algo como una lluvia caía desde la gayola (muchos juraban que eran orines). Los de gayola (tal vez en un coletazo de resentimiento social) aventaban los olotes que sobraban de los elotes asados que comían. En el Anfiteatro se fumaba más que en Luneta. De poco servía el empleado que, con una lámpara de mano, llegaba y reconvenía al fumador o al calenturiento que tenía la mano sobre las piernas de la novia. Esos tiempos eran diferentes a los actuales. Bueno, con decirte que también en los camiones de la Cristóbal Colón que viajaban al Distrito Federal (hoy Ciudad de México, de manera oficial) la gente fumaba sin reparo. Los no fumadores hacían cara de zorro cojo y abrían las ventanas laterales (que se abrían sin restricción). Esas ventanas laterales se abrían cuando el camión comenzaba a bajar y llegaba a Tuxtla Gutiérrez o, en la medianoche, cuando las mujeres de la costa oaxaqueña, al llegar a esos pueblos con casas también de ventanas abiertas y techos de láminas de zinc, ofrecían totopos, tamales y camarón seco. El Cine Comitán, como si fuese un camión de la Colón, tenía ventanales sobre una pared lateral. Estas ventanas permanecían cerradas mientras el sol iluminaba el pueblo, pero a la hora que la noche llegaba, un empleado del cine pasaba y las abría para ventilar la sala. ¿Aire acondicionado? ¡Ni soñarlo! Las ventilas, cuadradas, grandes, estaban cerradas con postigos de lámina y para abrirlas era necesario que el empleado jalara una cuerda que hacía que los postigos quedaran en forma horizontal, lo que permitía que el aire entrara a la sala. Era insuficiente ese aire, porque, sobre todo en domingo o funciones especiales, la sala (inmensa) se llenaba.
Los niños y jóvenes de hoy son hijos de las salas modernas, sobrinos consentidos de Cinépolis (la capital del cine). Ahora, medio mundo compra palomitas y se extasía ante los efectos especiales. Poco importa el argumento.
Bueno, también en aquellos años, quienes crecimos a la par del Cine Comitán y del Cine Montebello no teníamos mucho interés en las líneas argumentales. Nos divertíamos con las coplas que, en las cantinas, se disputaban Pedro Infante y Jorge Negrete. Sufríamos el permanente lloriqueo de Libertad Lamarque y la tristeza infinita de Sara García cuando los hijos se iban de casa. Disfrutábamos las canciones simplonas de Enrique Guzmán (el papá de Alejandra) y de César Costa. Sentíamos un escozor en los muslos cuando aparecía Meche Carreño y, poco a poco, se despojaba de sus prendas más íntimas. Quique dice que estoy enfermo porque disfruto, en demasía, ver los pechitos de las muchachas bonitas. No es enfermedad, es una simple inercia de lo que vivimos en el cine de esos tiempos. El Cine Comitán y el Cine Montebello fueron como las aulas experimentales donde tuvimos nuestros primeros acercamientos al misterio del sexo. Con nuestros padres estaba vedado hablar de ese misterio, los maestros se atragantaban cuando algún alumno preguntaba cómo nacían los bebés, y los amigos tenían información distorsionada. ¿Qué nos quedaba? Por fortuna nos quedaba el cine. Ahí, en la pantalla, las actrices y actores no tenían mucho reparo en mostrar sus cuerpos al desnudo, se besaban y acariciaban como si estuviesen tirados tranquilamente sobre la arena de las playas. Ya te conté que la primera vez que vi un pecho femenino fue una mañana en que los padres de familia de la escuela Fray Matías de Córdova presentaron una función a beneficio de la escuela. A las diez en punto, la mitad de la sala del Cine Comitán estaba llena de muchachitos dispuestos a gozar de la película en blanco y negro que, sin duda, programó Ricardo Saborío. La película que proyectaron fue “Viento negro”, con David Reynoso. La película es una obra maestra del cine mexicano, pero Saborío no contó (porque probablemente no tuvo tiempo para verla antes) que en una escena una mujer se baña y la cámara nos muestra sus pechos generosísimos. La sala se llenó de un silencio de piedra. Nadie dijo algo. Todos comenzamos a sudar de más, como si el desierto que se proyectaba en la pantalla se hubiese derramado y nos invadiera por completo. Ya imaginarás lo que eso nos significó. Teníamos ocho años. Al salir del cine nos sentíamos grandes, cuchicheábamos entre nosotros. Habíamos visto una mujer desnuda. Si antes reconocía en el cine una de las manifestaciones más bellas de la creación artística, a partir de ese día supe que ahí estaba la mejor escuela para descubrir el misterio del cuerpo de la mujer. Así que cuando había películas con Isela Vega no las perdía, las veía una y otra vez, porque, en ese tiempo existía algo que se llamaba “Permanencia Voluntaria”; es decir, entrabas a las cuatro y media de la tarde, veías la primera película, salías a la dulcería para comprar, regresabas a la sala para ver la segunda película y, si deseabas, te quedabas para ver de nuevo la primera o las dos. Claro, sólo los adultos se atrevían a esto, porque la segunda función terminaba más allá de las diez de la noche.
Roberto Román, documentalista chiapaneco, se ve, algún día, en la alfombra roja recibiendo el Óscar. Sueña en grande. En los años ochenta ningún director de cine mexicano soñaba con recibir el máximo reconocimiento mundial por su trabajo, como ya lo ha recibido el Negro Iñarritu, en la Dirección, o el Chivo Luvezky, en la fotografía. Y vaya que el cine mexicano tenía directores de excelencia, como el Indio Fernández, y fotógrafos de lujo, como Gabriel Figueroa. El Chivo e Iñarritu, sin duda, vienen de esa tradición; de esa tradición también viene Roberto. ¿Es bueno soñar con el Óscar? Sin duda, porque eso significa comprometerse a hacer un trabajo de calidad. Lo malo es que, como todo mundo, nuestros mejores creadores ya no miran hacia nuestro país, sino que ven hacia el Sueño Americano. Es una pena, pero nuestros artistas también se han vuelto casi casi mojados y dirigen su mirada a Estados Unidos de Norteamérica. Actualmente la entrega de los premios de la Academia de Cinematografía Mexicana ha quedado relegada. Ahora todo mundo sueña con igualar los méritos de Iñarritu. Nadie valora ya a las Diosas de Plata y a los Arieles que, en su momento, fueron reconocimientos buscados con gran ilusión. Iñarritu ya no trata temas mexicanos ni latinoamericanos. Con esto, nuestro cine ha perdido. Una de sus películas más aclamadas fue “Amores perros”. Esta película nos muestra una historia brutal muy cercana, con una temática de países tercermundistas. ¿Ahora qué filma el Negro? Filma hazañas épicas universales. Con ello el cine de Hollywood ha ganado, porque ya no sólo presenta películas bobaliconas y sosas, pero el cine de México ha perdido. Claro, los cinéfilos pueden decir que esto no es tan simple. Si nuestros mejores directores y mejores fotógrafos no filman acá no es por mero malinchismo, es porque, entre otras razones de peso, acá en este país (¡qué desgracia!) no se apoya el talento. Por esto, así como el Negro y el Chivo han tenido que emigrar, nuestros mejores científicos, pintores, escultores y demás fauna creativa buscan otros territorios.
El programa que acá anexo es una muestra de porqué el cine mexicano fue tan visto en toda Latinoamérica. En Comitán teníamos la balanza equilibrada. En el Cine Comitán exhibían películas mexicanas y en el Cine Montebello, películas extranjeras (sí, la mayoría eran producciones norteamericanas). Hoy, en todas las salas de las grandes cadenas de distribución cinematográfica el balance es negativo para el cine mexicano: la mayoría de películas que consumen los niños y jóvenes viene de Norteamérica, es comprensible, entonces, que ustedes vean hacia allá y menos hacia acá, hacia nuestro interior, hacia nuestro espíritu, hacia nuestra cultura.

Posdata: En el cine aprendí que nada es para siempre. Todo tiene un final, así como esta carta.