miércoles, 28 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON TARDES DE LLUVIA Y SOL




Querida Mariana: ¿Te cuento? Una tarde, Ofelia me preguntó: ¿De qué te acordás? Dije que me acordaba de las tardes, de las tardes pálidas del pueblo, de esas tardes donde los vendedores dormitaban detrás de los mostradores y los niños jugaban canicas en el espacio de tierra que había en el parque. Me acordaba de esa luz que era como reflejo de una piedra de ámbar, de esa luz que era como miel derritiéndose sobre los árboles.
¿Te acordás de la lluvia?, me preguntó. Dije que sí. Recordaba las tardes de lluvia. En el pueblo casi siempre caía una lluvia tenue, simpática. Pocas veces llovía de forma estruendosa. Una ocasión espectacular fue cuando, como a las cinco de la tarde, Juan, Emilio y yo estábamos en el billar y escuchamos un escándalo en el techo que nos espantó, que obligó a Emilio a fallar el tiro de la bola ocho que estaba ya frente a la buchaca. Cuando la bulla comenzó Emilio empujó el taco y la punta de éste resbaló sobre la bola blanca, cosa que nunca sucedía, porque Emilio era, de los tres, el que mejor jugaba, era un viciosillo para el billar. ¿Qué pasaba en el techo? ¡Está lloviendo!, dijo Arnulfo, el coime, y, tranquilo, siguió acomodando las bolas en un contenedor que tenía detrás del mostrador de madera. El techo del billar era de lámina de zinc y el aguacero de esa tarde era un diluvio, el ruido bestial era como si arriba soltara una camionada de piedra. Apoyados en la mesa forrada con una carpeta verde, vimos hacia el techo y sentimos que las láminas se doblaban. ¡Está granizando!, dijo Arnulfo, y, tranquilo, siguió acomodando las bolas. Casi no granizaba en el pueblo. Por esto, los tres teníamos una cara de aflicción. Juan se acercó y me dijo que saliéramos, antes que el techo fuera a caerse. Yo le dije que no, porque afuera llovía a cántaros, pero (no sé por qué) fui a dejar el taco en el mueble donde los demás tacos estaban parados. Acomodé el taco y le pedí a Arnulfo que me diera la cuenta. Además del tiempo de la mesa de billar debíamos pagar tres cervezas (cada uno había tomado una) y tres panes compuestos que habíamos comido. Vi que Arnulfo dejó la última bola de billar en el contenedor de madera y estiró el brazo para tomar el papel donde llevaba nuestra cuenta. Ya no alcanzó a tomarlo. El techo se desgajó y cayó como si fuera un hombre borracho. Vi a Arnulfo protegerse la cabeza con sus manos. El granizo cayó sobre él. Casi sentí el agua helándolo por completo. Arnulfo bufó como toro, se agachó, desapareció de nuestra vista, quedó detrás del mostrador. Todos los demás nos replegamos, como si la zona de atrás estuviera libre de caer. Cosa que, al final, así sucedió. Parecía que las vigas de madera de la zona donde estaba la administración del billar estaban más apolilladas que las otras. Todos nos hicimos para atrás. Pensamos que nos habíamos salvado. La lluvia continuaba, su mano empuñada seguía dando golpes brutales al techo de lámina. La bulla era como de mil cohetes explotando. Juan se cubrió las orejas con sus manos. Emilio dijo, a gritos, que fuéramos a auxiliar a Arnulfo. Nadie se movió. Como si nos hubiera escuchado, vimos asomar la cabeza de Arnulfo detrás del mostrador, primero aparecieron sus manos y luego su cara, como si fuera un submarino emergiendo a mitad del mar. “No se preocupen, estoy bien”, dijo, con voz temblorosa, tal vez no tanto del susto sino de lo helado del agua. Cuando Arnulfo lo dijo, nos sentimos mal, porque, en realidad, hubiéramos dejado morirlo, porque nadie se movió cuando Emilio pidió que auxiliáramos al coime. Arnulfo salió de la cascada y tomó el trapo que usaba para limpiar las bolas y comenzó a secarse el cabello y luego la cara y luego el torso y la espalda y las piernas y la entrepierna. Era un zanate debajo de una tormenta. En el lugar del techo donde se abrió un hueco el agua seguía desparramándose con el mismo descaro con que se desnudan las putitas.
Esto llegó a mi mente cuando Ofelia me preguntó si recordaba la lluvia. Claro, nada de esto le dije. Sólo lo recordé en un instante, como si el recuerdo fuese una de esas luces que caen en noche de lluvia de estrellas. Dije que sí, que recordaba las lluvias del pueblo, las que caían en la tarde, sin mucho aviso y que obligaban a correr a los niños que salían de la escuela, a los viejos que se protegían en los cafés, a las mujeres que abrían los paraguas y saltaban, como aves zancudas, por los charcos que aparecían sin descanso, de igual manera que brotan los hongos en la planta de los árboles.
¿De qué más te acordás?, insistió Ofelia. Entonces dije que recordaba las tardes en qué, de niños, íbamos a la doctrina, en que nos subíamos a los árboles a cortar jocotes o las tardes en que íbamos a los magueyales donde ahora están las gasolineras, las refaccionarias y los lotes donde venden carros, y nos acuclillábamos frente a los magueyes y escarbábamos en su corazón y tomábamos el aguamiel hasta que el dueño, a los lejos, pataleando, alzando los brazos, nos amenazaba y gritaba que nos fuéramos, porque si nos alcanzaba nos daría una tunda. Y nosotros nos parábamos, riendo con una risa nerviosa, y corríamos, alejándonos del hombre que nos perseguía sin alcanzarnos.
¿Y vos?, pregunté. Y Ofelia, quien había insistido en sus preguntas, dudó. No supo qué responder. Pero yo vi que una serie de recuerdos, como carros en un bloqueo, se detenían frente a sus ojos, frente a su memoria. El atasco fue tan intenso, tan severo (casi como la lluvia de aquella tarde en el billar), que quedó muda. Sus ojos se nublaron y se puso a llorar. Parece que todo un nudo de nostalgia le apretó la garganta y el corazón.
Sí, sí, dije. Ofelia se abrazó a mí y, con dificultad, dijo que se acordaba de todo.
Ahora, cuando alguien me pregunta qué recuerdo, digo esto que acabo de escribir: la tarde que Ofelia se fue llenando de tantos recuerdos, que, como barco, comenzó a zozobrar.
Posdata: El juego que comienza con la pregunta ¿Qué recordás?, es un juego que puede irse por el lado del recuerdo agradable o por el del recuerdo que se cuelga en el columpio de la nostalgia. La mayoría de veces, Ofelia y yo jugábamos el del recuerdo agradable, pero a veces nos daba por caminar por la senda del recuerdo triste, porque siempre (eso no puede evitarse) cuando alguien habla del pasado hay algo como una niebla gris que es el vestido de la nostalgia.
Vos, querida mía, ¿de qué te acordás?

martes, 27 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO NACIÓ EL CLUB DE LOS ARELECTORES




Querida Mariana: Vos no lo sabías hasta hoy, pero sos parte del Club de los Arelectores. Daniel Alejandro Meza López mandó un saludo a los Arelectores y con ello inauguró el Club, al inventar la palabra. No hay otra comunidad en el mundo que se llame así, ni en las naciones que tienen millones de lectores.
Los Arelectores son los lectores de las Arenillas. La mayoría de los Arelectores están en Comitán y en la región y en el estado de Chiapas, pero hay Arelectores en algunos otros estados de México y en otros países, en Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, o en Canadá. Hay un amigo que lee las Arenillas desde España; es decir, los Arelectores están en todas partes, pero la comunidad tiene su origen en Comitán, lugar donde nacieron las Arenillas. Bien se puede hacer un anuncio al estilo de un grupo musical que se anunciaba: “Desde Yalchivol, para el mundo entero”.
Sé que hay muchas personas que leen los textillos que escribo, lo sé. Hay muchos que, día a día, disfrutan las Arenillas (“Tus caballadas”, dice el tío Armando).
Sé también que hay muchos que no las digieren. Esto es así porque hay de gustos a gustos. No todos somos monedita de oro, no todos somos pan compuesto. El pan compuesto es un antojo que le gusta a todo el mundo y la monedita de oro es bien recibida en todos los hogares. No resulta lo mismo con la lectura, no resulta lo mismo con el deporte ni con la música. Hay diversos gustos. En gustos musicales, hay una comunidad de Arjoneros y una comunidad de Pavarottieros; en cuestiones literarias, hay una comunidad de Cortazarianos como una comunidad de Coelheros; así como hay una comunidad de honestos y otra de culeros. En este mundo hay para todos los gustos, para los que tienen gustos exquisitos y para los que son hijos de la banda de bandoleros.
Daniel Alejandro inventó la palabra Arelectores y esta palabra brilla como el ámbar.
Los Arelectores son integrantes de una comunidad que cree en la posibilidad de que los peces nadan en las nubes, hacen piruetas en el aire, como si fuesen delfines. Los Arelectores (nunca se sabrá cuántos son) coinciden en lecturas y en sentimientos. Mientras alguien, en Comitán, lee la Arenilla al lado de una ventana que da a la calle, otra persona, en San Cristóbal, hace la misma lectura, mientras ve que la niebla baja y esconde las plantas del patio central de la casa.
Los Arelectores son seres especiales, tocados con la gracia de la luz. En tiempos que la lectura es una actividad no frecuentada, como sí lo es el deporte y la música, los Arelectores andan con las Arenillas debajo del brazo, así como, en los años setenta, los estudiantes llevaban al Baldor o los poemas de Sor Juana.
Los Arelectores forman una comunidad anónima. Pero, si un Arelector coincidiera con otro Arelector en una plaza o en una estación de tren o en un aeropuerto, algo en su mirada le diría que tienen algo en común, no sabría determinar con precisión cuál es ese rasgo, pero sí advertiría algo como una chispa en los ojos, de igual manera que un vegetariano reconoce a otro cuando coinciden escogiendo un ramo de cilantro. Los Arelectores también eligen el brócoli del pensamiento y la zanahoria del humor.
Posdata: Me da gusto saber que esta comunidad de Arelectores nació en nuestro pueblo, así como me da gusto saber que la comunidad de bebedores de tequila nació en Jalisco y ahora, esta última, es una comunidad de millones de personas en todo el mundo. Los bebedores de tequila son diferentes a los bebedores de güisqui; los lectores de libros de Paulo Coelho son diferentes a los lectores de libros de Orhan Pamuk; los Arelectores, ya nos lo dijo Daniel Alejandro con su palabra inventada, son los que bordan nubes con agua de río.
Los Arelectores nunca serán tantos como los bebedores de tequila, pero igual que estos últimos son gente que disfruta la vida y dejan que, de vez en vez, algo sutil les raspe la garganta.

lunes, 26 de febrero de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Un niño en medio de una banqueta, al lado de una calle empedrada. El niño se rasca la planta del pie, está descalzo, frente a su par de zapatos y un carro de juguete. El niño juega “a los carritos” al lado de donde transitan los autos grandes, los verdaderos. Es un niño en medio de un mar, con olas petrificadas, en medio de un azul color hielo.
Yo caminaba rápido, debía llegar al banco para hacer un depósito, cuando esta imagen me detuvo. Me detuvo con la misma intensidad con que un semáforo en rojo detiene a un automovilista. Como si estuviese adentro de un auto ¡frené! Puse punto muerto y dejé que el tiempo, el de los automovilistas o de los demás peatones, continuara encaramado en su caballo de carreras. Me detuve y observé al niño que, ajeno a todo lo demás, se rascaba la planta del pie. Lo hacía (lo vi en su rostro) con fuerza. Algo le picaba. ¿Las niguas hacen su casa en la planta de los pies?
Mientras el oleaje de todos los días aventaba su avalancha de espuma sobre la orilla de la banqueta, el niño se rascaba, lo hacía con fuerza. Vi en su rostro que el acto de rascar le provocaba alivio, el mismo que tiene el niño cuando hace pis. El simple acto de rascarse le causaba cierto gozo.
Yo me recargué en la pared y dejé que una señora pasara. Ella vio al niño y lo ignoró. Tal vez pensó que el niño estorbaba su paso. El niño también ignoró a la señora, ignoraba a todos los peatones. Algunos de éstos lo miraban por uno o dos segundos y luego levantaban la mirada para continuar con su camino. Sólo yo había hecho una pausa, había dejado lo importante por lo trascendente, porque supe que ahí, en medio de ese mar de lajas, ocurría algo importante: el juego de todos los días.
Hubo un instante que el niño suspendió el acto y dejó de rascarse. No levantó la vista, sólo la desvió tantito, en lugar de ver la planta de su pie, vio el carrito y vio sus zapatos. Pensé (a veces lo hago) que se colocaría los zapatos de nuevo, porque vi que tomó uno, pero no se calzó. Lo que hizo fue poner la chancla atrás del carrito rojo y luego tomó el otro zapato y lo colocó en la fila de los dos objetos y pensé que eso era como un tren de tres vagones, pensé que el auto rojo era la locomotora. El niño (sin duda) pensó lo mismo porque, con su mano (la misma con la que se había rascado la planta) avanzó a la locomotora, lo avanzó una o dos lajas y luego hizo lo mismo con el otro zapato y luego con el último y oí que, con su boca, hacía sonidos que -¡no había duda!- eran los sonidos de un tren, de un tren que avanzaba por en medio de ese mar de lajas, avanzaba sin vías visibles, avanzaba sin interrupciones, porque el niño avanzaba al mismo ritmo que su tren. Cuando el tren estaba medio metro adelante, el niño se arrastraba y avanzaba, avanzaba a mitad del mar. Parecía un náufrago, cuando lo pensé algo como una niebla sembró un árbol triste en mi memoria; pero luego pensé que no era un náufrago, al contrario, era como un Cristóbal Colón del Siglo XXI y, con su Niña, su Pinta y su Santa María, descubría nuevas tierras y sembraba su bandera como conquistador, como dueño de nuevos territorios.
El niño, a mitad de la banqueta, había hecho su territorio de juego. Los peatones se hacían un lado, tal vez molestos, pero ellos se hacían a un lado. Se hacían a un lado los que, apresurados, iban al banco, los que iban a hacer inversiones, porque sueñan con comprar muchas casas en el pueblo. Y este niño, hijo de una limosnera, era dueño temporal de ese espacio.
El niño, con su boca, hacía el sonido de un tren, de un tren que, como si fuera un trasatlántico, araba las olas de ese mar, porque sólo la imaginación de un niño puede sembrar árboles llenos de vida en medio de un mar de piedra. Él, de manera temporal, había llevado el tren a Comitán, una ciudad que nunca ha tenido tren, ni andén, ni vías.
Estaba en esas cuando Marcos se acercó, me saludó y preguntó: “Qué profe, ¿en qué está?”. Fue como si despertara, saludé y dije que iba al banco. Nos despedimos y fui al banco y en el banco sólo vi a gente que, desesperada, esperaba pasar a ventanilla a depositar o a sacar dinero. El mundo de los adultos, pensé. ¡Qué aburrido, qué soso, qué tonto!

sábado, 24 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON MUNDOS ESPINUDOS




Querida Mariana: ¿Por qué algunos animales tienen espinas? ¿Por qué algunos chayotes traen espinas?
¿Quién es la persona que tiene un cuchito como mascota? Varias. Hay películas y novelas que cuentan historias donde los cuches son incorporados como integrantes de la familia, les arman su casa, les dan de comer, lo llevan con el veterinario, lo apapachan y lo mantienen en un espacio limpio para que no apeste a cuch de chiquero. Pero, ¿cuántas personas eligen a un puerco espín como mascota? Pienso que pocas, muy pocas. Como el cuch es primo hermano del puerco espín no hallo más explicación para tal diferencia que el hecho de que este último tiene ¡espinas! Nadie quiere una mascota con espinas, con púas. ¿Imaginás a una familia que exponga a sus niños a una herida de púa? Las espinas no son bien vistas ni bien recibidas. La espina nos remite a ideas nefastas. Todos los católicos de inmediato piensan en la corona que le impusieron a Jesús, camino al calvario. Es dramática la imagen que ve un niño que entra al templo y encuentra a Jesús clavado, con una corona de espinas y con gotas de sangre en la frente. ¿Por qué el puerquito mencionado tiene púas? ¿Acaso ya advertía que en el futuro las casas comitecas (y de todo el país) necesitarían serpentinas con púas para tratar de desalentar la ambición de los maleantes?
Medio mundo (lo sé) prefiere como mascotas a gatos y a perros por encima de un puerco espín. Las púas no son agradables al tacto, al contrario.
El otro día Pau y yo caminamos por la bajada del mercado Primero de Mayo y vimos a las canasteras que, en la banqueta, venden cacahuates o pastelitos de manjar o mangos o aguacates o chayotes hervidos. Muchos automovilistas se detienen tantito y piden una bolsa de cacahuates, de diez pesos, o cinco pastelitos de manjar o dos aguacates (“que ya estén maduros, listos para comer hoy”) o un chayote hervido. Cuando un señor de bigotes de estilete, estilo Salvador Dalí (desde un jetta del año), pidió un chayote, la vendedora preguntó: “¿Se lo pelo?”. Dos vendedores de relojes se rieron y festejaron lo que parecía una pregunta indiscreta o una proposición indecorosa: “¿Se lo pelo?”. El automovilista no le dio otro sentido a la pregunta y, muy serio, dijo que sí, que, por favor, le quitara la cáscara al chayote. La mujer metió la mano derecha en una bolsa de plástico y comenzó a quitar la cáscara bien espinuda.
Yo recordé que a Tony, amigo de la primaria, le decíamos “Cabezota de chayote”, porque siempre llevaba un corte de cabello como de soldado raso y si colocábamos la mano sobre la cabeza ¡picaba!
Pau preguntó por qué la vendedora se ponía la bolsa de plástico en la mano y antes de que yo respondiera a su pregunta dijo: “Es una tontería, de todos modos se espinará” y agregó que la mujer debía ponerse un guante de esos que usan los electricistas. Yo sonreí. Dentro de mi escaso conocimiento de la vida práctica le dije que la vendedora se había puesto la bolsa de plástico por cuestión de higiene, para que su mano (toda sucia) no tocara al chayote desnudo. Pau entonces dijo que la mujer se espinaría. Sonreí. Nada dije, porque sé que esas mujeres tienen las manos callosas y las espinas no las hieren. Esto es lo que sé. O cuando menos quiero pensarlo.
Nada sé del puerco espín ni del chayote. Sólo sé que a mí me seduce la maravilla que es el chayote. ¿Te has dado cuenta, querida Mariana, que el chayote es un vegetal sensacional? Su semilla, cuando menos en Comitán, recibe otros nombres: pepita, lengua y corazón. ¿Mirás qué cosa más sensacional? Cuando tenía ocho o nueve años, en el sitio de la casa de tía Maty, jugaba con Herlinda. Ella (mi mamá siempre lo había comentado) era mayor que yo, pero como era menudita, parecía más pequeña. Tenía una sonrisa de gaviota volando al atardecer, cuando sonreía sus labios se extendían como un lago. En esa ocasión estábamos debajo del tapesco de una mata de chayote. Desde entonces me encantan los espacios cerrados, esos cielos improvisados que son como una casita que da calor. Ella había cortado un chayote y lo pelaba. Me decía que jugaríamos a la comidita. Yo pensaba en que no aceptaría comer el chayote crudo, mi mamá siempre lo servía calentito en la mesa, bien hervido, cortado en pedazos, aderezado con tantito limón y bastante sal. ¡Era rico! El chayote era rico. Cuando Herlinda terminó de pelar el chayote lo puso sobre el piso y, con sus manitas, lo cortó en pedazos, mientras, como si deshojara una margarita (tal vez, el término más correcto sería despetalar), decía: Me quiere, no me quiere... Volví a pensar que no aceptaría comerlo crudo. Cuando llegó al centro del chayote, ella sacó la bolsa que contenía el corazón. Abrió la bolsa con cuidado y, con sus dedos pulgares, empujó hacia arriba: el corazón apareció. Entonces, Herlinda se acercó más y dijo, con voz queda: “¿Querés comer la pepita?”. Yo pensé que no aceptaría comerla cruda, pero ella, empujaba más con sus dedos pulgares y el corazón del chayote se asomaba ya casi entero por encima de la ventana de la bolsita. Yo tenía ocho o nueve años, era un niño ingenuo, pero no tanto como para no saber que, cuando menos en Comitán, la palabra pepita tenía también un significado erótico. Nunca he olvidado esta imagen: Herlinda, con voz baja, con los ojos entornados, empujando la semilla, debajo del tapesco, incitándome a comer la pepita. ¡No!, le dije a Herlinda, no voy a comer la pepita. Ella la tiró y dijo, muy molesta: “No sabés jugar, sos un pendejo”, tomó varios pedazos de chayote llenos de tierra y me los aventó a la cara. Yo alcancé a cubrirme los ojos y luego me limpié con la mano. Cuando abrí los ojos, vi que Herlinda corría hacia la cocina. Pedí a los dioses que no me acusara con la tía, pero luego pensé de qué podía acusarme, ¿de que no quería comer chayote crudo?, ¿de que no quería comer la pepita?, ¿de que no sabía jugar?, ¿de que era un pendejo?
Nunca sabré por qué el chayote tiene espinas. ¿En qué instante la naturaleza dotó de púas a un vegetal tan encantador? ¿En qué momento el comiteco le puso tantos nombres a la semilla? A mí me encanta ver la pepita en el instante que la culebra verde de su raíz se levanta como se levantó la serpiente en el momento que tentó a Eva en El Paraíso; me encanta escuchar que una persona, cuando ofrece un pedazo de chayote hervido, le dice a otra: “¿Querés la lengüita?”. ¿A poco no es un prodigio el hecho de que un vegetal tenga lengua? No conozco otra verdura o fruta que tenga lengua, que se coma, que sea suavecita. Si como un durazno, por ejemplo, sí encuentro la pepa o semilla, pero ésta, cuando menos en Comitán, no se conoce con el nombre de lengua, porque no tiene la forma y es dura como piedra. El durazno ¡no tiene lengua! No tiene lengua el mango ni la toronja ni el jitomate ni el pepino ni la pomarrosa. (Por cierto, qué nombre tan bonito, ¿verdad? ¡Pomarrosa!)
Cuando camino por las calles del centro encuentro a varias mujeres, sentadas en la banqueta, vendiendo chayotes hervidos. Mi compadre Miguel dice que comer chayotes es un acto bobo, dice que (así lo dice) es “Hacer caca de balde”. No le gustan los chayotes. Mi mamá hace unos chayotes horneados que son una delicia. No sé qué diría Miguel si supiera que mi mamá los parte a la mitad, les quita las lenguas (éstas las separa), y luego, con una cuchara, les quita toda la carnaza hasta dejar sólo las cáscaras que son como lanchas. A la carnaza le agrega almendras molidas y otras esencias y esa mezcla la usa para rellenar las cáscaras. Al final le espolvorea pan molido y mete los chayotes al horno. ¡Ah!, (como dijeran los italianos) ¡mama mía, qué delizia!
¿Qué vegetal crece debajo de un tapesco? Mi papá mandó a hacer un tapesco a una planta de uva. Me sorprendió ver las guías del viñedo enredarse en las ramas del tapesco. Rosa dice que la granadilla, como también es fruta de guía, crece en tapescos.
De niño me encantaba jugar debajo del tapesco del chayote que tenía sembrado la tía Maty. Era tan semejante a aquellas tardes en que con Rocío, Manuel y Elena, con palos de escoba, muebles y colchas y mantas hacíamos una casa de campaña, a mitad de la sala. Nos metíamos debajo y jugábamos a todos los juegos que nuestra imaginación provocaba. Jamás (ahora que lo pienso digo que fue una lástima) Herlinda estuvo en esos juegos. Hubiese sido maravilloso que, con esa voz sugerente que usaba siempre, nos invitara a comer una pepita o chupar una lengüita.
Posdata: No todos los chayotes tienen espinas. Ni todos los puercos tienen púas. Hay cuchitos que tienen la piel bien lisita, de igual forma hay chayotes que son lisitos. En la vida hay seres humanos que tienen el cabello como chayote y hay ciudades que también son ciudades chayotes. A mí me gustan las ciudades que son tersas, que permiten que uno camine como si acariciara sus banquetas y calles. Pau es una niña linda, tersa, aún no tiene púas. Pido a Dios que se conserve así siempre. Como vos.
Es una pena que ahora muchas casas tengan coronas de espinas en lo alto de sus fachadas. ¿A vos te gusta comer chayote hervido? ¿Te gusta comer la lengua del chayote? A mí me encanta saber que el chayote tiene lengua; me encanta pensar que, como si fuera un caracol de mar, puedo llevar un chayote a mi oreja y dejar que me hable, que me cuente historias, historias del corazón o historias donde alguien come una pepa, una pepa rica, sabrosa, infinita.

viernes, 23 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA DEL GUATEQUE POR EL CUMPLEAÑOS DE FER




Querida Mariana: Hace dos días, mi amigo Fer cumplió sesenta y dos años de vida. Él, como si fuera una dama del siglo XIX, oculta su edad y la disfraza con una cifra inexacta, dice que cumplió sesenta y pico. Cuando menciona el sesenta lo dice con voz de tiuca sencilla, pero cuando agrega ¡y pico! lo dice con voz de codorniz arrecha y con cierto orgullo de gallo giro, porque quienes conocen a Fer saben que ama la capacidad del lenguaje y, sin querer, alburea bien bonito.
A mí me dice Alexben, porque mis nombres son Alejandro Benito, y me tiene afecto, tanto que, siempre que me topo con él en su ranchito o en la calle, me dice: “Alexben, cuando querás una tu tocada me decís”. Todo mundo sabe que él es el maestro fundador del grupo musical “Voces y Guitarras” y su ofrecimiento (quiero pensar) es para que cuando yo lo desee, él llegue con su grupo musical y toque sin cobrarme un solo centavo, porque es muy generoso conmigo. Paco dice que no, que no es tan sencilla su invitación, dice que siempre me está albureando: “Cuando querás una tu tocada me decís”. Así es que para no meterme en laberintos, le agradezco su ofrecimiento y digo: “Gracias, Fer, por el momento no”. No vaya a ser que Paco tenga razón.
Ayer que enteré que hoy viernes Fer recibirá un homenaje por su cumpleaños “sesenta y pico” y tal acto será en el Teatro de la Ciudad. ¿Qué? Sí, hoy, a las seis de la tarde, habrá un guateque en su honor con música, danza y poesía. ¡Pucha, qué prodigio! El grupo de danza Tenam y su grupo musical harán los honores de ordenanza artística.
Cuando cumplió ocho (hace cincuenta y pico de años) bajé a su casa, toqué en la puerta de madera y él, muy formalito, con su cabello lleno de vaselina, recibió el regalo que le llevé y me invitó a pasar. En ese tiempo aún no me decía Alexben. No sé si me llamaba por mi nombre o me trataba con el Molinari con que muchos me trataban. Me senté en una silla plegadiza de madera, de color verde, y muy formalito esperé que llegara algún compañero de la escuela. Todos los que ahí estaban a esa hora eran amiguitos del barrio o primitos de Fer. Ellos jugaban con una pelota. Yo (tímido desde siempre) los miraba. Una señora me llevó un vaso de cristal con agua de temperante, me preguntó si no iba a jugar, dije que no, entonces me dio el vaso. A mitad del patio había una piñata colgada, suspendida de un lazo que estaba amarrado en dos árboles de tronco grueso. Pensé que en la fiesta habría lo tradicional: piñata (una o dos), temperante, patzitos y pastel. Mi mamá me dijo que Sara, la sirvienta, iría por mí a las seis de la tarde, así como me había acompañado en el trayecto de ida. Yo había llegado a las cuatro. Miré mi reloj y vi que ya eran las cuatro y media. ¿A qué hora llegarían los compañeros de la escuela? Fer se acercó a mí y dijo que me parara, que fuéramos a jugar. Dije que los alcanzaba en cuanto terminara mi agua de temperante. Bueno, dijo él, todo sudado, ya con la camisa blanca desabrochada y fue con sus amiguitos y primitos a seguir con el juego de la pelota.
La misma señora se acercó y me llevó un plato con dos pastelitos de manjar. ¿Quería comerlos? Dije que sí y acepté el plato con los pastelitos. Comencé a comerlos, procurando no manchar mi ropa. Vi el reloj, ya faltaban diez minutos para las cinco. Desde el momento que llegué muchos muchachitos habían tocado la puerta y Fer había abierto, recibido los regalos y, de inmediato, los niños se habían incorporado al juego donde niñas y niños, revueltos, pateaban el balón de un lado a otro. Ninguno era compañero de la escuela.
Fer volvió a acercarse y dijo que si ya había terminado el agua. Dije que sí, pero comenté que no podía pararme a jugar con ellos, porque ahora estaba comiendo pastelitos. Bueno, dijo Fer, y regresó con la marabunta de chiquitíos que disputaba la pelota. Me divertí viéndolos. Una niña, con vestido rosa, se encargaba de cuidar una de las porterías, siempre esperaba los balonazos en una posición acuclillada, lo que le permitía tirarse sobre el piso de tierra sin aventarse desde la altura normal. Yo veía que ella tenía ya raspones en los codos y en las rodillas, pero reía cada vez que atajaba el balón y reía cada vez que el balón pasaba por en medio de sus piernas y el goleador saltaba lleno de gusto, celebrando la anotación. Ella siempre reía, aunque tuviera ya muchos raspones y hubiera aceptado muchos goles del equipo contrario.
Vi el reloj y vi que ya eran las cinco con quince. Me paré, fui a la cocina, busqué a la señora y le entregué el plato. Como ella era un adulto le notifiqué que ya me iría, porque en mi casa me habían dado permiso hasta las cinco y ya se había hecho tarde y yo tenía que subir hasta mi casa, en el centro. ¿Te vas a ir solo?, preguntó. Dije que sí. Ella lamentó que no me quedara para el pastel. Me preguntó si Fer ya sabía. Seguí mintiendo, dije que sí, que ya me había despedido. Ella me acompañó a la puerta y la vi despedirme con la mano, mientras yo subía por la calle empinada.
Apresuré el paso. Casi no salía solo. Lo bueno fue que llegué antes de las seis, justo cinco minutos antes de que Sara saliera. Ella se asombró al hallarme a mitad de la calle. Le pedí que no le dijera nada a mi mamá y le rogué que diéramos unas vueltas en el parque, para hacer tiempo, el tiempo que necesitaríamos en subir desde la casa del cumpleañero.
Yo vivía a media cuadra del parque central. Ahora que vi el letrero que estaba en el Teatro lamenté no vivir en la misma casa, porque así no tendría mayor empacho en ir de casa al teatro, apenas caminaría cuadra y media para celebrar su cumpleaños de Fer.
No sé si Fer soñó que un día su cumpleaños no lo festejaría en el patio de su casa sino en el recinto cultural más importante del pueblo. No sé si Fer soñó que en el teatro habría música, danza y poesía en su honor. No sé si Fer soñó algún día que una muchacha bonita se acercaría a él y al preguntarle su edad, él, adoptando la postura de un gallo arrecho, dijera: Tengo sesenta ¡y pico!
Habrá música, danza y poesía. Estará bien sabroso su guateque. Pero, en lo íntimo, sé que él añorará el juego de pelota y el agua de temperante y la fruta y los dulces de la piñata, y los patzitos y el pastel que ya no comí, porque me fui de su casa antes de que lo partieran.
Posdata: Días después de su cumpleaños número ocho, me enteré que Fer sólo me había invitado a mí. No había invitado a ningún otro compañero de la escuela. ¿Por qué? Porque Fer me quería. Yo también lo quiero, es un buen amigo de siempre. Celebro su cumpleaños sesenta y pico y espero que el pico sea amplio y arrecho, tan amplio y arrecho que en treinta años diga: “Vonós a beber, celebremos mis noventa y tantos, porque ya no pico”.

jueves, 22 de febrero de 2018

DEFINICIÓN DE PLACER




Elisa y yo estábamos en el campo. Habíamos ido con un grupo de amigos. Elisa y yo nos separamos tantito para levantar hojas secas, mientras los demás bebían y comían alrededor de un mantel de cuadros rojos y blancos que estaba tirado en el piso. Reían. Desde donde nos acuclillábamos para recoger las hojas oíamos las risas que eran como una explosión sencilla de luz. Elisa se acercó a mí y dijo que eso era el placer. Me incorporé y le dije que también era placer lo que nosotros hacíamos. Ella me vio desde abajo, acuclillada, rio y dijo que uno de los placeres más intensos que tenía era hacer pis y rio y yo la vi acuclillada, casi como si estuviera en posición de hacer pis. Reí, pero mi risa fue de nervios. Imaginé la escena y me puse colorado y ella me vio y dijo que sí, que el placer, siempre daba vida a la sangre, la sangre, que es el río de la vida. Estiró la mano y me jaló para que yo también me acuclillara a su lado y fue cuando, en voz baja, como si fuera un pajarito con la pata lastimada, dijo que ella siempre pensaba que sería más bello que placer en lugar de ce se escribiera siempre con ese. Yo dudé y ella rio, dijo que era un tonto y entonces, como si fuera una maestra de kínder, explicó con manzanitas: Decía que placer debía escribirse con “ese” y levantó la mano y señaló con su índice a Roberto que venía hacia nosotros. Entendí su comentario con doble sentido. Sí, que placer se escribiera con ese; es decir, con Roberto. Entonces le dije que en caso de los hombres no se aplicaba el comentario, porque no podíamos decir que placer se escribiera con “esa”, porque no cabría como chiste, pero ella volvió a reír y volvió a decirme que era un tonto. Yo volví a sonrojarme. Ella dijo que en mi caso, “en caso de que seás hombre”, dijo y rio; en mi caso yo debía decir lo mismo que ella: “Placer debe escribirse con ese” y que yo se lo debía decir a una muchacha bonita y al decirlo debía señalar su entrepierna. “¿Entendés?” Sí, entendí. Claro, para jugar el juego que ella proponía bastaba señalar partes del cuerpo. De hecho (yo siempre ingenuo) no me había dado cuenta que cuando ella pronunció que placer debía escribirse con ese había señalado no todo el cuerpo de Roberto sino una parte en específico.
Placer debería escribirse con “ese”. Mario Vargas Llosa dice que estos tiempos han perdido parte del erotismo que hacía más interesante el mundo anterior. Tal vez este juego vuelve a abrir la puerta. Tal vez la palabra placer debe escribirse con “ese” y ese puede ser cualquier parte del cuerpo del otro o de la otra. Cuando el otro (o la otra) acepta el juego, el placer encuentra el objeto preciso. Éste puede ser un dedo, un bolígrafo, un cerillo o un pene o un clítoris.
Si en clase de español un maestro dijera que placer se escribe con ese confundiría a toda la clase, pero tal vez habría una muchacha bonita que entornara los ojos e imaginara que “ese” es el objeto que otorga placer, aun cuando tuviera la certeza de que tal palabra se escribe con ce y no con ese.
“¿Entendés, tontito?”, dijo Elisa, mientras metía una hoja seca de laurel en el morral donde habíamos colocado hojas secas de roble y de una ceiba inmensa.
Sí, yo entendí que uno es el lenguaje de todos los días y otro el lenguaje que los amantes pueden usar en las horas del tiempo especial. Entendí que una era la palabra para designar las cosas de todos los días y otra la palabra para nombrar la pausa infinita que alcanzan los amantes.
Vi el rostro de Elisa, era como una hoja fresca de un renuevo, era como una espiga de luz, una línea de Dios. Su rostro era un espejo que tenía escrita la palabra placer con un delineador rojo. A lo lejos, nuestros amigos reían en torno al mantel blanco y rojo.

miércoles, 21 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON UNA ESQUINA APARTADA




Querida Mariana: Javier Molina ya cumplió setenta y cinco años. Javier, el poeta. El poeta que es escaso para las fotografías. ¿Algún fotógrafo se habrá acercado a pedirle una sesión fotográfica, sólo para que exista un documento gráfico de los creadores chiapanecos? Lo dudo. Lo dudo, porque Javiercito es escaso para las fotografías. No se deja retratar, como si pensara que su oficio es el de sembrar guijarros y no el de dejar que la avalancha tuerza los árboles del bosque.
Hace tres o cuatro meses me lo topé en una calle de San Cristóbal y le pregunté si podía tomarle una fotografía. ¡No, no!, dijo y agregó: “Tengo cosas por hacer” y siguió caminando. Sí, lo entiendo. La siembra de piedritas exige atención total. El poeta no está para sesiones fotográficas y mucho menos para fotografías callejeras. ¿Qué se cree el fotógrafo? ¿Que el poeta está, como las ventanas, a disposición de cualquier lente? Por supuesto que no. El poeta no es una ventana. El verdadero poeta es una puerta cerrada, clausurada, es una montaña que da fuego al ermitaño.
Pero el viaje permite hallazgos. Tiempo después regresé a San Cristóbal de Las Casas y volví a toparme con Javiercito y pensé que ahora no debía revelar mi intención ni pedir permiso. Saqué mi cámara y desde la banqueta contraria disparé, como si fuera un cazador furtivo o como si fuera uno de esos fotógrafos molestosos que se autodenominan paparazzi. Y temblé tantito, por la emoción, por la emoción de capturar con mi cámara al poeta escaso de fotografías. Porque, Javiercito ya cumplió más de setenta y cinco años y es un árbol con muchas ramas, ramas torcidas, llenas de pájaros, de nidos, de golondrinas y de historias, como aquella que cuenta que participó en el movimiento estudiantil del sesenta y ocho. Movimiento que en 2018 cumplirá los cincuenta años, las bodas de oro del terror. La historia cuenta que en ese tiempo anduvo en las calles repartiendo volantes y que participó en la Marcha del Silencio. Él, quien siempre ha soltado palabras al viento como los niños sueltan el hilo de los papalotes, hizo silencio y caminó por las calles de la Ciudad de México, con el mismo andar titubeante con el que ahora recorre las calles de su ciudad natal: San Cristóbal. A veces camino y me detengo en cualquier esquina y veo a los que caminan por ahí y pienso qué clase de personajes son ellos. Puede ser que uno de ellos sea un gran fotógrafo o uno que participó de manera activa en el 68 y nosotros no lo sabemos, porque casi nunca pensamos en los otros, en los que caminan a nuestro lado, no sabemos de sus vidas ni de sus propósitos, no podemos saber si van ensimismados porque su mamá está en el hospital o porque su esposa lo traicionó con su mejor amigo o lleva un cuchillo o es un poeta y piensa en las palabras que debe acomodar en un verso.
Y saqué la cámara y comprobé que había tomado la fotografía. Y vi que estaba en medio de dos puertas con barrotes de fierro, como si fuera una crujía y él caminaba (casi volaba) con el ala de papel de china un poco maltrecha. Caminaba pensando en quién sabe qué, mientras yo apretaba el botón de la cámara y lo capturaba como quien captura un canario y lo enjaula, pero él no se dejaba (no se deja) porque la crujía estaba abierta y las puertas nada cancelaban, ni siquiera el viento porque corría libre por en medio de los barrotes.
Y no pedí permiso. Tomé la foto como el turista que toma una fotografía del río Sena para compartir con sus amigos, al regreso del viaje. Acá está un río, un río de palabras, palabras que, igual que el poeta, nadie puede encerrar en jaulas. Sus palabras caminan como él, vuelan como él.
Posdata: Carlos Gutiérrez Alfonzo, también poeta, ha dicho de Molina que: “… se trata de un poeta interesado por una palabra viva, no altisonante ni con pretensiones de que su voz retumbe como imán para fantasmas”. Javiercito camina, en su cabeza hay sembradíos de guijarros, pequeñas piedritas que algún día servirán para hacer un cimiento.

martes, 20 de febrero de 2018

MIL TEMAS




¿De qué hablan los que hablan? Digo esto, porque, desde siempre, cuando estoy con alguien no sé de qué hablar. No tuve novia cuando fui joven, entre otras cosas, porque me aterraba pensar de qué hablar al estar con una muchacha bonita. La peor imagen del mundo es la que muestra a una pareja de jóvenes sin hablar, dando vueltas en el parque. Ella mira hacia la izquierda y él hacia el piso. Así, vuelta tras vuelta, mientras sus amigos platican de mil cosas y ríen y disfrutan la convivencia.
El otro día una muchacha bonita me dijo que, sin duda, platicar conmigo debía ser muy interesante, porque como leía tanto mi plática debe contener mil temas. ¡Mil temas! La vi y le dije que no era así y ya no supe qué más decir, porque me trabo ante la presencia del otro, el otro (siempre ha sido así) me cohíbe.
¿De qué hablan los que hablan? ¡De mil temas! Entonces, porque hay jóvenes que no saben qué decir, no saben romper el hielo; es decir, parece que la pregunta no es ¿de qué hablar?, sino ¿cómo se adquiere valor para hablar? Porque hay personas que poseen la gracia y el talento para la platicada y personas que son sosas como piedras.
Tuve amigos que veían a la chica que les gustaba, se arreglaban el cuello de la camisa con ambas manos y abordaban a la muchacha con un gran desenfado. Cuando la pareja pasaba frente a nosotros (que seguíamos sentados en la banca del parque) veíamos que ella sonreía ante algún comentario que él hacía, se les veía bien, contentos. Ella, coqueta, alzaba las cejas como si fuese un ave apenas soltando las alas. A las vueltas siguientes, la plática seguía intensa, como si poco a poco se fuera llenando un pozo con agua de luz.
En no pocas ocasiones me acerqué a Ramiro, quien era un tipo experto en romper hielo y en seducir a las chicas. ¿Qué les decís?, preguntaba, y él, me daba tips y me decía que había mil temas para iniciar una conversación; me decía que a las chicas, como en cualquier juego, les gustaba sentirse ganadoras, les gustaba sentirse admiradas, queridas. Yo me emocionaba, retenía en mi memoria los hilos que me servirían para hacer el prodigio, pero, a la tarde siguiente, todo se derrumbaba en el instante que mis amigos me empujaban para abordar a la muchacha que me gustaba. Sí (ahora lo reconozco) caminaba con ánimo de árbol seco, iniciaba mal, porque en lugar de mostrar aplomo, preguntaba: ¿Te puedo acompañar?
Ramiro sugirió que no volviera a acercarme a una chica cuando iba con el grupo de amigas, porque podía suceder lo mismo que me había sucedido. ¡No!, me dijo la chica. La respuesta motivó la risa de todas que se burlaron al ver que yo me quedaba ensartado a la mitad del parque, mientras la chica volvía la mirada y me repetía ¡No!, y yo tomaba, no sé de dónde, el rojo más intenso y más vergonzoso para frotármelo en la cara. Regresé todo chiveado con mi grupo de amigos, quienes (lo agradezco) me dijeron que ella no valía la pena, que era una presuntuosa.
Así que a la vez siguiente (ya no con la misma chica) esperé que caminara sola para abordarla. Cuando vi que iba frente a Nevelandia, bajé del parque y me acerqué: “¡Qué tal!”, dije (ya había aprendido que no debía acercarme con una pregunta, porque ésta abría la puerta para que me dijeran no). Ella vio que me puse a su lado y caminé a su paso. “Qué tal”, respondió. ¡Bien!, pensé. Eso era comenzar con el pie derecho. Estaba a punto de decir la siguiente frase que Ramiro me había enseñado, cuando ella se paró, abrió los brazos y recibió, como si fuese un puerto, el barco que encalló en su orilla. ¡El muchacho la abrazó y le dijo: Chiquita mía! Yo volví a quedarme trabado a mitad de la banqueta, para no verme mal me acuclillé, desamarré la cinta de un zapato y volví a amarrarla. Mientras pedía a Dios que ellos se alejaran pronto, de soslayo miré hacia la banca donde había dejado a mis amigos, ellos se hamaqueaban de la risa.
¡No! Acercarse a una chica era como presentar examen de cálculo diferencial cuando no sabía sumar ni restar. Así que decidí seguir sin novia, porque no sabía cómo acercarme a ellas. ¿Qué decirles? ¿Cuál era el secreto para ser como Ramiro?
¿De qué hablan los que hablan? ¿Qué gracia poseen los que, un minuto después, logran gran conexión con la persona que acaban de conocer?
A mis sesenta años (ya casi sesenta y uno) sigo padeciendo un desasosiego al estar frente a un desconocido. ¿De qué puedo hablar? En muchas ocasiones, ahora ni siquiera llego a decir ¡Qué tal! Debe ser un complejo condicionado que aparece a la hora que pienso en la pareja. Porque en aquel momento pensé que me había ido bien, porque el muchacho pudo pensar que molestaba a la chica y darme una lección, con dos golpes y tres patadas, para que la siguiente vez no fuera tan atrevido, para que la próxima no me quisiera pasar de “galán”.
Ramiro no podía creerlo. Dijo que la chica no tenía novio. ¿Entonces? Dijo que el muchacho era amigo de ella y que yo era mejor prospecto que él.
Pero, pregunté, ¿qué debía hacer entonces? Ramiro sonrió y dijo que lo que había hecho era lo mejor, y como si fuese un maestro de Harvard, mencionó que en casos similares uno debía agacharse para amarrar las agujetas de los zapatos. Me felicitó, dijo que avanzaba a pasos agigantados en mi aprendizaje y me abrazó. Creo que ha sido la felicitación más ingrata de mi vida. Me sentía mal, muy mal.
¿De qué hablan los que hablan? ¿Cómo vencen el pánico interpersonal?
Veo a muchos muchachos (aún ahora) que no se acercan a las chicas que les gustan, porque no saben qué decirles, no saben cómo romper el hielo. ¡Ah, qué jodido! Muchos, de nacimiento, no traemos integrados los necesarios rompehielos.

lunes, 19 de febrero de 2018

SÓLO PARA HOMBRES




Antes que un lector pregunte, me adelanto: “La colonia Quita Calzón no es un nuevo fraccionamiento comiteco”. Lo digo porque, hace mucho tiempo yo iba al rancho Quita Calzón. Quita Calzón era rancho de don Roge Román, papá de Miguel, Roge, Anita y Laurita. ¡Ah!, qué buenas vacaciones pasábamos ahí. El nombre era un nombre simpático. No más. Todo mundo aceptaba con naturalidad cuando don Roge decía: “Soy dueño de Quita Calzón”.
Ahora, la colonia Quita Calzón es un menjurje que logra (así lo dice la caja) que las muchachas bonitas caigan redonditas ante el hombre que se rocía con tal colonia. Antes que un lector pregunte, me adelanto: “La colonia Quita Calzón se consigue en la Central de abasto”. Se consigue en los locales donde venden, también, aceites para embrujos.
Sé que no faltará el hombre que se apene al pedir tal colonia, casi casi como se apenaban los muchachos de los años ochenta al pedir condones en las farmacias. Por eso, se sugiere que lleguen y, con la mirada, ubiquen las cajas de Quita Calzón en los estantes y luego señalen con el dedo índice y digan: “Por favor, deme una colonia con feromonas”. Los clientes que estén al lado nada dirán, porque el pedido sonará muy científico, muy de altura. De esta manera el comprador no tendrá motivos para avergonzarse.
¿Alguna muchacha bonita se ha negado a sus propuestas amorosas? ¡Ya no se preocupe! La colonia con feromonas hará el prodigio de que ella caiga redondita (con sus redondeces delanteras y traseras). Lo que usted debe hacer (en cuanto tenga en su poder el producto) es rociarse de manera generosa con la colonia (se recomienda que ponga un poco más en las zonas donde las mujeres hacen como que no ven pero bien que ven). Y salga a la calle, dispuesto a vivir la gran aventura. Atrévase a ir a la Plaza y pasee por todos los pasillos. Deténgase frente a los aparadores, acérquese -lo más posible- a las muchachas bonitas que ven los peluches, la lencería, los zapatos, los celulares y los perfumes. Deje que su “perfume” actúe, deje que (como se ve en las caricaturas) una de las muchachas sienta el aroma que su cuerpo expide y se enamore al instante de usted, deje que ella lo vea, que sonría, que se acerque a usted (así, de manera aparentemente casual), deje que ella haga como que tropieza y abra los brazos para apoyarse en usted. Deje que ella cierre los ojos y huela, deje que lo huela, como si ella fuera una chucha y usted un pedazo de chuleta, y luego permita que lo lama, que saque su lengua y que la desplace desde el cuello hasta la orilla de su ojo. Deje que ella se disculpe, pero sin dejar de abrazarlo; deje que ella lo tome de una mano y le invite un helado, deje que ella lama la bola del helado como si lamiera una parte del cuerpo suyo; deje que ella le tome la mano, por encima de la mesa, y coloque la otra mano en su rodilla, por debajo de la mesa. Déjese consentir, deje que ella vuelva a tomarlo de la mano, que lo lleve (como si fuese un bebé) por el pasillo de la Plaza, que salgan y ella pida un taxi. Deje que ella diga: “Al Motel Las Palmas” (el más cercano) y se acurruque sobre su pecho y cierre los ojos, mientras su mano derecha acaricia su muslo. Déjese querer. Deje que las feromonas actúen en el espíritu de ella, deje que ella abra su alma (ya no faltará mucho para que ella abra otras esencias).
¿No tuvo pareja para celebrar el 14 de febrero? No se preocupe, ni se culpe. Usted no sabía lo que ahora sabe.
Ahora, ya en el cuarto del motel, deje que la colonia siga actuando. Déjese mimar, déjese desvestir, deje que ella le quite la camisa y la camiseta; deje que ella le bese las tetillas y, como vaca, lama la sal de su torso. Usted déjese hacer. Ella hará todo. La colonia habrá hecho su labor. Sonría cuando ella se quite el calzón y piense que el producto que compró está hecho en México y lo hecho en México está bien hecho.
Los tiempos cambian. Quita Calzón fue el rancho donde la palomilla pasaba sus vacaciones. Nadie en Comitán se extrañaba cuando yo decía que había pasado mis vacaciones en Quita Calzón. Ahora, la colonia Quita Calzón promete que las feromonas harán el prodigio de que la muchacha bonita se lo quite, sin pena, al contrario: con enjundia, ¡con arrechura!
¿Qué espera? ¡Corra a comprar la colonia Quita Calzón!

sábado, 17 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY CICLISTAS Y BICICLETEROS




Querida Mariana: Un hombre va sobre una bicicleta. A lo lejos, las montañas. El hombre pedalea con intensidad. Un perro lo ve y echa a correr tras él. El hombre, con pericia, deja el pedal derecho y mueve la pierna para espantar al perro. El perro, saciado su gusto de molestar al pedaleador, regresa a su territorio.
“¡Cómo me hubiese gustado estar ahí!”, dijo el maestro Artemio Torres, la noche de presentación del libro de Julia, su hija. Hablaba acerca del viaje que Julia y Richard realizaron y que es el motivo central del libro de Julia. La voz del maestro era de nostalgia, de vino a punto de derramarse sobre la copa. El libro (publicación de la Editorial Entretejas) se llama: “Cambiando historias. Una comiteca en bicicleta hasta el fin del mundo.” El libro de Julia cuenta las peripecias de un periplo, el viaje de Julio y de Richard, que tuvo a Chiapas como su punto de origen y a la Patagonia como su destino.
Por eso, Cothy Soto dijo: “Es fuente de inspiración para mucha gente”, porque muchas personas que se han enterado del viaje que Julia y Richard realizaron han tenido diversas reacciones, desde los que dicen: “¡Están locos! ¿A quién se le ocurre ir tan lejos en bicicleta?”, hasta los que envidian la naturaleza de la decisión: Viajar cientos de kilómetros sin más estímulo que su deseo de vivir en intensidad y sin más protección que su temeridad.
Por eso, Ari Peralta dijo: “Se fue dejando atrás sus miedos”, porque al subirse a la bicicleta y decir adiós a sus amigos, hermanos y padres, Julia sólo vio hacia la raya del horizonte, que con tiza, estaba pintada en el fin del mundo.
Por eso, María Girasol dijo: “A Julia y a mí nos encantaba estar de cabeza”, porque sólo mujeres que ven el mundo al revés (que debe ser el derecho) se atreven a hacer lo que Julia realizó: un viaje en bicicleta desde Chiapas hasta el extremo sur del continente americano.
Y como el viaje tuvo lo que tiene todo viaje: mil experiencias, a Julia se le prendió el foco (que siempre lo tiene prendido, gracias a que su cerebro tiene una turbina que, como en cualquier planta hidroeléctrica, genera energía gracias al movimiento). Y cuando tuvo prendido el foco sacó su cuaderno (lap top) y pluma (dedos) y escribió sus vivencias. Mientras los demás estábamos en casa o en la oficina, ella y Richard pedaleaban debajo de la lluvia, en la cortina del sol, en la almohada de estrellas. Mientras los demás comitecos tomábamos café en la sala y veíamos la televisión y oíamos el ruido de los autos en las calles, ella y Richard sentían el frío de los Andes y miraban a las llamas y escuchaban el murmullo de los grillos. Mientras los demás comíamos butifarras, chicharrón de hebra, una copa de mezcal y tortillas con asiento, ellos (sobre su asiento, un sillín que soportó su afán) comían una hoja de aire, de aire fresco, recién salido del fogón de Tierra del Fuego.
Julia radica ahora en Nueva Zelanda. ¿Llegó para quedarse allá? La presentación de su libro fue la noche del quince de febrero, en la librería Porrúa, que está en la Casa de la Cultura, en Comitán. Las comentaristas fueron Ari Peralta, María Girasol y Cothy Soto. El maestro Artemio estuvo en representación de la autora, habló por ella, por eso, orgulloso, dijo que su hija ama a la tierra, la tierra, así en pequeño (Comitán), así en mediano (todo el territorio que andó) y en grande (la madre Tierra).
Quienes conocen a Julia saben de su compromiso con el medio ambiente. Tal vez su pasión por la bicicleta sea parte de ese compromiso. Porque los ciclistas han optado por vivir de mejor manera con un profundo respeto por el entorno. Los ciclistas alaban las bondades de su práctica: hacen ejercicio, oxigenan su espíritu y su cuerpo y evitan la contaminación que sí provocan los automovilistas. Ellos, los ciclistas, están en movimiento constante, mueven el mundo desde su mundo.
Julia quiso comunicar esa experiencia, que no se quedara sólo como una gran aventura para ellos sino que se compartiera. ¿No es ese el principio fundamental de la vida: Compartir? Los no creyentes en los libros piensan que es imposible vivir otras vidas a través de los libros, son adoradores de esa frase que dice: “Nadie experimenta en cabeza ajena”. Digamos que esos ateos tienen razón y los lectores del libro de Julia no podemos vivir la experiencia vital que ellos tuvieron. ¿Cómo es posible que yo, desde el sofá de mi casa, pueda recibir el ciento por ciento del aire que ellos respiraron? Digamos que eso es cierto, pero lo que sí podemos experimentar, a través del libro y de las vivencias ahí narradas, es el sentimiento que abona el título del libro: “Cambiando historias”. Todo mundo puede obtener alguna reflexión que lo haga decidirse a hacer lo que ha postergado tanto tiempo. Yo, viejo de sesenta (casi sesenta y uno), cuando leí el libro de Julia no me sentí inspirado por su aventura para emprender una acción semejante (monto bicicleta de manera muy pochoroca y odio mojarme), pero sí pensé en los jóvenes que están a punto de iniciar el gran viaje. La noche de presentación alguien dijo que el mensaje del libro de Julia era: “Si ella pudo, ¿por qué yo no?”; es decir, que cada uno trepe a su bicicleta y emprenda el viaje para conseguir sus sueños. Porque lo que Julia hizo fue materializar un sueño. Una tarde se planteó la pregunta: ¿Llegar al fin del mundo en un viaje en bicicleta? Apenas había formulado la idea cuando aparecieron, sin duda, una serie de barreras, aparentemente infranqueables: ¿Con qué dinero? ¿Y mi trabajo? ¿Y mi camita y mi comida calentita? ¿Y la inseguridad de los caminos? ¿Y el problema del paso de una a otra frontera?... Mil problemas. Pero, sin duda, en el otro canasto de su balanza sentimental aparecieron mil gotas de agua limpia que la impulsaron, al término de la jornada, a decir: “¿Por qué no?”, y cuando dijo que sí era posible, dijo ¡sí!, a la vida.
La librería estuvo llena la noche de presentación, estuvo llena de amigos y de lectores. La sala parecía insuficiente. Todos estaban reunidos, porque dos ciclistas habían llegado a La Meta. Una meta, por fortuna, temporal, porque después de alcanzar la cumbre, desde la cima se ven muchas más montañas que, como si fuesen una muchacha bonita, mueven el dedito, con movimiento de gancho, para decir: “Ven, acá te espero.”
Cuando Luis Armando Suárez, director del centro cultural y editor del libro, vio la sala llena dijo: “Julia ha bicicleteado la amistad” y yo pensé que ese verbo es bello y que Luis Armando lo había empleado muy bien: Sí, hay personas que bicicletean la amistad, que la llevan a lugares con pinos, con aroma de juncia, con aire limpio y que hacen ejércitos de amigos que coinciden en la ruta del atrevimiento y del gusto por la vida. La sala estuvo llena, pletórica. Ahí, en la muchedumbre, estuvo el maestro Artemio Torres, papá de Julia, quien dijo: “¡Cómo me hubiese gustado estar allí!”, refiriéndose a cada punto geográfico de cada instante vivido por su hija y por Richard. Sin duda que Julia, desde donde estuvo presenciando la transmisión en vivo de la presentación de su libro, pensó lo mismo: “Me hubiese gustado estar allí”.
Y esa noche muchos vivimos la emoción desbordaba de Julia y Julia vivió la placidez y cariño que caminan por este pueblo, que caminan viendo cómo los ciclistas trepan sobre sus bicicletas y recorren el mundo, al tiempo que van guardando en sus bitácoras cada experiencia como si fuese una de esas piedritas que se recogen en un día de campo.
La sala de la librería estuvo repleta de amigos de Julia. Todos la imitaron. Como dijo Luis Armando: bicicletearon la amistad, porque no hay sensación más plena que trepar a una bicicleta y, mientras pedaleamos, sentir el aire en la cara; no hay momento más sublime que pedalear muy duro y soltar el manubrio y levantar las manos y gritar: “¡Me atreví!”, y pensar que uno vuela sin necesidad de batir alas, sin necesidad de abandonar el piso, el suelo, la tierra, esa tierra que Julia ama y respeta.
El papá de Julia terminó su participación diciendo que ella, su hija, siempre lleva en su corazón el verso de Méndez que dice: “México ¡creo en ti!”. Yo pensé: ¡Creo en los que creen en este país! Porque hay bicicleteros y ciclistas, ¿verdad?
Posdata: El hombre va en una bicicleta. Pedalea. Mira las montañas, siente el aire, hincha sus pulmones y su corazón. Otro perro sale para molestarlo. El hombre pedalea y deja atrás al perro. Así es la vida, siempre. Hay que evadir a la bola de chuchos que quieren impedir nuestro avance. Seamos ciclistas de corazón. No perdamos la línea del horizonte, la brújula de nuestros sueños. Ahora, como si fuésemos un solo ser, digamos, junto con Julia: ¡México, creo en ti!

viernes, 16 de febrero de 2018

DEFINICIÓN DE PERPETUA




Los que saben cuestiones de la vida dicen que “Nada es para siempre”. Sin embargo (todo mundo lo sabe) hay una palabra que contradice tal sentencia. La palabra Perpetua nos dice que “Dura siempre”, por eso, en el panteón venden tumbas a perpetuidad. Pero, parece, hay más razón en la primera sentencia que en la segunda; es decir, parece que la palabra perpetua es un mero espejismo, un mero deseo vano. Parece que la única punta perpetua del rebozo es, precisamente, la perpetuidad del panteón y ya ni ésta es segura, porque ahora hay muchos delincuentes que se dedican a ubicar las perpetuidades que ya no son visitadas por familiares, exhuman los huesos del difunto y revenden el espacio, como si fueran condominios en la Ciudad de México.
¿Cuál es la cosa más perpetua de la vida? Sin duda que la vida mientras permanece viva, pero (también es cosa obvia) esta vida puede ser como la del recién nacido que apenas vive dos o tres horas, por alguna deficiencia física en su cuerpecito, o puede ser extensa como la de la vieja que logra vivir más de cien años. La perpetuidad es apenas un eslabón en la cadena infinita del universo; nuestra perpetuidad mortal nada tiene que ver con el sentido de eternidad. ¿Es perpetua la eternidad? Sí, si concedemos que ésta es infinita, pero quién sabe qué es, en realidad, tal concepto.
Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, dice que él admira a varios personajes literarios. En uno de sus ensayos comenta que los personajes reales son más ricos que los literarios, siempre y cuando estén vivos, porque cuando fallecen comienzan a perder esencia, son como espejos que, poco a poco extravían el vaho y comienzan a mostrar otro rostro en su superficie. Llega el momento en que el recuerdo se vuelve opaco, casi una niebla que oscurece el recuerdo, el rostro verdadero. A la vuelta de algunos años, el difunto es apenas un recuerdo vago, un hilo de cáñamo ya podrido, a punto de romperse. En cambio, dice don Mario (no sin razón), los personajes literarios permanecen fresquitos, como si fuesen atunes recién pescados en el mar de Japón. Basta abrir el libro para que se muestren idénticos, con su vida perpetua, con sus hojas perennes. Los personajes literarios son árboles que no tiran sus hojas, son árboles que viven su propia vida, sin hacer caso a la primavera, verano, otoño o invierno, son árboles de vida perpetua. Los lectores mueren. Los personajes literarios viven a perpetuidad. Basta abrir un libro para hallar a Emma Bovary completa, íntegra, inamovible, con todas sus fortalezas y debilidades. Ahí está sin alguna mella, sin grieta nueva. Por ella no pasa el tiempo, o pasa pero por la orilla, sin modificar su esencia. Los personajes literarios (aun los que fallecen en el decurso de la trama) nunca mueren, son infinitos en su aliento de vida.
La palabra Perpetua es una palabra mentirosa, casi una utopía. En la realidad real la perpetuidad es un mero artificio de la memoria para engañar al corazón. A mí no me gusta emplearla en mi conversación diaria. La reservo para los instantes en que pienso en el universo, en que debo responder a la pregunta: ¿En dónde está Dios? La palabra Perpetua es una palabra que se transforma en el agua, se vuelve pez y trata de nadar muy lejos de donde están los pescadores que, con el pretexto del cebo, la transforman en pescado; es decir en una materia que se torna cadáver. ¡Ah!, qué palabra tan mentirosa, apenas un instante antes era un pez que movía la cola de manera grácil y luego ya era un pescado con la panza para arriba, con los ojos bien abiertos, abiertos, pero muertos, muertos a perpetuidad.

jueves, 15 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL SANTO DE NUESTRA DEVOCIÓN




Querida Mariana: Muchos santos no fueron tan santos. Dicen que San Francisco tuvo una adolescencia disipada, ya luego se convirtió. Acá, en esta fotografía, aparece un santo no tan santo. Me refiero, por supuesto, al del vinil, a Santo, el Enmascarado de Plata, famoso luchador y actor mexicano. El otro personaje, como San Francisco, es de vida disipada y no alcanza (ni alcanzará, diría Teofilito) la conversión.
En la Casa de la Cultura, de Puebla, montaron una exposición para conmemorar el centenario de Santo, el Enmascarado de Plata. Este santo (no tan santo) ha sido motivo de culto por muchos personajes de la vida intelectual de México y por miles (¿millones?) de aficionados al cine y a la lucha libre. Un crítico de cine mexicano nos demostró que el gran aporte de México al cine mundial fue el cine de los luchadores. En los años sesenta y setenta, este cine fue apoteósico, llenaba salas con audiencias frenéticas que aullaban como los hombres lobos con los que el Santo peleaba y vencía. Mi amigo Paco recuerda cómo en el Cine Comitán (con sala llena) los espectadores aplaudían a la hora que aparecía el luchador en la pantalla y comenzaban a gritar ¡Santo, Santo, Santo! ¡Qué prodigio! Jamás un santo, de esos de iglesia, tuvo tal respuesta en la feligresía. Al contrario, los santos católicos inspiran sosiego y llenan de lágrimas los rostros de los creyentes. He visto cómo, cuando sacan a una virgen en una romería, la gente se emociona hasta llegar al llanto. Pero (lo sabemos) tales manifestaciones son más de adentro, más espirituales, no logran la catarsis física que sí lograba la aparición del Santo.
El luchador fue uno de los grandes personajes populares, que logró gran conexión con los cinéfilos y con los espectadores de lucha libre.
En la exposición que presencié vi un cinturón que logró, vi algunas máscaras que usó, vi una serie de revistas que José G. Cruz creó para el personaje y que logró ventas colosales. Había una colección de cartelones donde se anunciaban las películas en que participó al lado de las más hermosas actrices del momento (sostengo que no fue tan santo, porque ahora sabemos que en algunas cintas actuó al lado de mujeres que mostraban sus pechos y que se acostó con ellas en una lucha maravillosa de máscara contra cabellera. Estas películas fueron reservadas para exportación; es decir, los cinéfilos mexicanos tuvimos que conformarnos con ver las versiones light, mientras que en el extranjero sí disfrutaron las cintas donde Santo no sólo daba un beso casto a las compañeras actrices sino que les agarraba el aguayón y les hacía una doble llave sobre la cama).
Ahí, en la ciudad donde estuvo la exposición, el caricaturista De la Cruz (ahora uno de los mejores fotógrafos de México) tiene un personaje de cómic que retoma la imagen de Santo; de la misma manera que los caricaturistas Jalisquillos: Jis y Trino, han hecho famosa la tira de Santo contra la Tetona Mendoza.
Monsiváis nos enseñó a ver a los personajes populares y a decirnos que la cultura mexicana se sostiene en muchos de sus mitos: Uno de los personajes populares más importantes fue el Santo, al lado de María Félix, de Agustín Lara, de Juan Gabriel, de Gloria Trevi y de algunos más que alcanzan el nicho donde están los privilegiados a quienes el pueblo les prende veladoras.
No recordaba, pero lo hice al caminar los pasillos y los salones de la Casa de Cultura, de Puebla; no recordaba que el Santo (siendo famoso, pero ya en declive físico) asistía a las plazas de la provincia mexicana, ahí (de igual manera que lo hizo Cantinflas) se tiraba al ruedo a torear vaquitas. ¿Cómo era posible que el gran luchador, el único superhéroe mexicano, se plantara frente a un animal escuálido a darle dos o tres trapazos con el capote de torero, provocando una imagen hilarante pero de tristeza infinita? ¿Cómo era posible que quien había vencido a marcianos y vampiros se empolvara al enfrentar a un animal flaco? Pues sí, así era. La plaza, como es comprensible, se llenaba de espectadores que ansiaban mirar de cerca al santo no tan santo.
Posdata: Santo, el Enmascarado de Plata, es una presencia que me ha perseguido. En mi cuento “Superman” aparece como personaje principal (es un niño que viste la capa y la máscara plateada) y en mi novelilla “La tarde que conocí el cine” vuelve a ser personaje importante.
Los niños y jóvenes que vivimos el cine de luchadores, en los años sesenta y setenta, lo tenemos como uno de los hilos que movieron nuestros destinos. Aparte de su hijo, hay miles y miles de aficionados que coleccionan chunches de la vida y obra del Santo, el inmaculado luchador que acarició los pechos de Lorena Velázquez (en película que nunca se exhibió en México).

miércoles, 14 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE LA CASITA DEL ÁRBOL




Querida Mariana: Tu amigo Hugo me envió esta fotografía, desde la Ciudad de México. A Hugo se la envió Likil, desde Vancouver. Ahora, yo te la envío, desde Comitán hasta Comitán.
¿Qué es? Es una casita, como aquella casita del árbol con la que sueñan todos los niños, pero esta casita (se ve por el tamaño) no es para jugar dentro de ella. Los juegos (como decía Cortázar) están en otra parte: “Acá los juegos”, decía Julio a la poeta Alejandra Pizarnik, en un poema.
Hugo dice que Likil dice que allá esta casita es para el juego del lector frecuente. Si ya viste con atención, adentro de la casita hay libros. La casita (a diferencia de las casas de México y, en tiempos recientes las casas comitecas) no tiene candados ni tiene orugas de púas en el techo. La casita de Vancouver (casi iba a decir la casita de Likil) permite que todos los paseantes puedan entrar como Pedro por su casa, meter la mano (ah, otra vez Cortázar. ¿Recordás aquella mano que llegaba a la casa de fulano y entraba por la ventana, como si fuera un gatito?) y sacar un libro y meter otro. ¿Ese es el juego? Sí, ese. El lector lleva un libro resguardado en el pecho (como llevan sus libretas los preparatorianos), abre la puerta de a casita de Vancouver y lo intercambia por otro que no ha leído. ¿Imaginás la probabilidad de intercambio? Uf, puede ser exponencial. Porque cuando uno, desde acá, ve el tipo de juegos que juegan los habitantes de la ciudad donde Likil habita piensa que una multitud es amante de los libros y, sobre todo, es respetuosa de las reglas del juego; es decir, allá (y no acá) las personas siguen las normas: abren la puerta de la casita, dejan un libro y toman otro y así el juego es infinito e infinitas las posibilidades de juego y de sueño y de vida.
¿Ya viste qué sencilla la casita de Likil? Es de una sencillez diáfana, como si fuese un simple respiro de una buganvilia. Jugar este juego acá no implicaría mayor dificultad, y digo que no habría dificultad porque acá (como allá) hay carpinteros de excelencia que harían casitas bien bonitas y las pintarían con los mismos colores que usó Tamayo en sus pinturas. ¡Ah, qué bonitas se verían estas casitas en la esquina de la casa! Acá también hay lectores. No tantos como allá, pero hay, los hay. Así que una mañana, ya que la casita de Comitán estuviera sembrada en una banqueta común, los jugadores acudirían y dejarían la dotación inicial de libros (diez, digamos), para que al otro día, comenzara el juego (Los juegos del hambre, del hambre intelectual, del hambre del conocimiento, del hambre del mejor juego del mundo -con perdón de los aficionados al soccer-). Pero, vos y yo lo sabemos, y lo saben miles de comitecos, a la mañana siguiente, cuando el primer jugador llegara con su libro para intercambiarlo por otro que no hubiera leído, ya no estaría la casita, porque las casitas de juegos en este pueblo ¡vuelan!, vuelan sin tener alas, vuelan porque los amantes de lo ajeno (rateros cabrones, se llaman) todo lo echan a perder. No sólo se llevarían los libros (siempre pueden dejarlos en prenda por una hora de billar o para calentar el boiler antiguo), también se llevarían toda la casita, porque la usarían como casa del perro o para reciclar la madera. Sí, querida mía, al otro día ¡ya no habría casita de Comitán! Muchos aún no lo advierten bien a bien, pero hay personas que se están apoderando de la casita de Comitán, las organizaciones, poco a poco, se apoderan de los espacios públicos, los que son de todos. Llegan a más, algunos invaden predios ajenos.
Hace algunos meses llegó una vecina a la casa, una vecina que ama al pueblo y nos regaló una maceta con la condición de que la colocáramos en la banqueta y le sembráramos flores. La intención era sencilla y maravillosa: Que nuestra calle estuviera llena de flores, para que los caminantes la disfrutaran. Mi mamá (que también es amante de las flores) preparó la tierra, le echó abono y sembró unas flores bien bonitas, flores que a la mañana siguiente habían desaparecido. ¿Quién se las llevó? Un jodón (o jodona), alguien que siempre echa a perder los juegos.
¿Una casita de Likil en Comitán? Algún día debemos intentarlo. Por ahora no. La gente no entiende aún el concepto de bien común; no comprende el juego comunitario, el que hace más feliz a la sociedad. Acá desaparecerían los libros y con ello ¡desaparecería el juego!
A cada rato me topo con amigos que dicen que no prestan libros, porque en México (y por supuesto en Comitán) el que da un libro en préstamo es un tonto y es más tonto el que lo regresa. ¿Mirás cómo pensamos? Decimos que quien regresa un libro prestado es un tonto. ¡Qué bobera! Qué bobera, pero así somos. Allá, en Vancouver, donde Likil vive, la gente juega, juega bonito, porque piensa que quien se lleva un libro deja otro para el otro y así juegan todos y todos se benefician.
¿Acá? Por ahora creo que no podemos intentarlo. Nos conformemos con saber que hay sociedades que sí saben vivir en convivencia sana.
Posdata: ¿Acá? ¿Has escuchado que alguien te dice: “No me robés el aire”? ¿Mirás cómo pensamos? ¡Ah!, sería tan bonito que en nuestro pueblo existieran decenas de Casitas de Likil y que jugáramos el juego del libro infinito, pero somos de lo que no hay. ¡Qué pena! Así somos. Y digo qué pena, porque sería bueno que los niños supieran que, como dijo Rosario Castellanos, hay “otro modo de ser”, un modo más pleno, más sano, más inteligente, más juguetón.

martes, 13 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON ARENILLA DE ORO




Querida Mariana: Sergio Alejandro López Ruiz subió esta fotografía en las redes sociales. ¡Sí! Es un librincillo con Arenillas. Recordá que, en el origen, las Arenillas eran entrevistas con diez preguntas inusuales que permitieron respuestas sorprendentes, porque (debo decirlo) mis entrevistados siempre han sido personajes de gran capacidad intelectual.
Este librincillo fue publicado en 1997. El diseño fue de mi amigo Paco Flores y lo publicó la editorial IMAGINARTE, dirigida por Lourdes de La Vega y Xavier González. El tiraje fue mínimo, cincuenta ejemplares. Yo (sabés que soy desordenado) ya no tengo un ejemplar en mis manos, pero resulta que Sergio Alejandro sí. Cuando vi la fotografía un baldazo de agua limpia bañó mi corazón. La nostalgia de las cosas buenas es como un abrazo a la hora del frío.
¿Mirás la calidad de los entrevistados? En primer lugar aparece Dolores Albores (nuestra querida doña Lolita, cronista inolvidable de Comitán), luego está Blanca Margarita Alegría (ella ya falleció, el fuego de su poesía la alcanzó más allá de su espíritu). Guadalupe Alfonzo (la no menos querida y genial Maestra Lupita, quien, ya te he contado, en una ocasión me dijo que si existía la reencarnación le gustaría reencarnar en vaca: “Si con dos tetas he sido tan feliz, ¡imaginá con cuatro!”). En seguida, Marirrós Bonifaz (Premio Nacional de Poesía Jaime Sabines y quien ahora labora en Tuxtla, en la Dirección de Desarrollo Urbano, de la Secretaría de Obra Pública y Comunicaciones, de Chiapas). Luego el Premio Chiapas 2014: Óscar Bonifaz (que en tiempo de la entrevista sólo soñaba con alcanzar tal reconocimiento). Luego aparece Manuel Burguete Estrada (cronista de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, quien me recibió en su casa y lo recuerdo con su personalidad casi de flema inglesa). A continuación el poeta Manuel Cañas Domínguez (quien, desgraciadamente, ya falleció. Él era originario de Chilón. Recuerdo una vez que pasamos por el poblado, un escritor chiapaneco dijo: “Estamos en Chilón de Cañas”. A él le hubiera gustado oír eso). Luego está Rosario Castellanos (debo aclarar, porque no falta quién se vaya con la finta. Esta entrevista fue imaginada. Tomé fragmentos de poemas como respuestas de preguntas que nunca le hice). En seguida está mi admirado amigo Héctor Cortés Mandujano (poeta, narrador y dramaturgo, además de cinéfilo y lector apasionado e inteligente). ¿Quién sigue? Sí, David Martín del Campo (gran narrador, peso semi pesado de la literatura mexicana). Luego está Jorge Esquinca (Premio Nacional de Aguascalientes, que todo mundo sabe es el premio más prestigioso de la poesía mexicana. Quien obtiene este premio es reconocido como poeta mayor).
¿Mirás qué privilegio el mío, al estar cerca de gente tan interesante? Después aparece una Arenilla que le hice a mi amiga Yolanda Gómez Fuentes (poeta y ensayista. En su libro “En el sur la marca de su mano” hace un interesante estudio sobre la obra inicial de Rosario Castellanos). ¿Luego? ¡Ah!, luego está mi amigo, el poeta Carlos Gutiérrez Alfonzo (oriundo del mero Comalapa, y quien ahora se significa como un gran ensayista y excelente académico). Al lado está Gabriel Hernández (el narrador nacido en Tapachula y que posee una memoria prodigiosa, además de ser un narrador con gran capacidad ficcional). Eduardo Hidalgo (quien nació en la misma tierra que mi madre: Huixtla, y que es un poeta de ironía fina y de inteligencia sublime). Luego está mi amigo Fabio Morábito (quien, se ha dicho en muchas ocasiones, es un escritor que nació en Egipto, creció en Italia y llegó a México siendo adolescente y aunque su lengua materna no es el español escribe una de las prosas más bellas en este último idioma. A Fabio le pregunté: Escritor que crece torcido, ¿endereza sus renglones? Y él respondió: “Yo espero que sí, porque creo que todos, más o menos, crecemos torcidos. Quizá mejor crecer torcido que demasiado enhiesto. Las torceduras luego inspiran, son caminos accidentados que dan motivos. Si uno creciera demasiado limpiamente, ¿qué diría después?”. ¿Qué tal? ¡Ah!, la Arenilla de Fabio está en la parte más alta de la creación. No lo digás en voz alta, pero es de mis favoritas. Cuando leí su cuento “Las madres” pensé que ese texto era una verdadera joya de la literatura universal). Luego está Jesús Morales Bermúdez (quien fue el Coordinador del Centro Chiapaneco de Escritores y nos enseñó a todos los becarios el respeto por las letras. Cuando a mí me invitan y acepto estar en la presentación de un libro escribo el texto que leeré, porque Jesús me enseñó que así debe ser: Debo asumirme como escritor y debo otorgar todo el respeto a la palabra). En seguida está Malú Morales Grajales (quien fue mi compañera en el taller de narrativa que dirigía “El Rayo Macoy”). Luego aparece Elda Pérez Guzmán (a quien conocí en el taller de poesía de Óscar Oliva). Del mismo taller de poesía de Oliva es el revolucionario Armando Ramírez Espinosa (con quien compartimos patios de la Facultad de Humanidades, de la UNACH). En la siguiente esquina está Gustavo Ruiz Pascacio (Voz Mayor de la poesía, aunque aún no haya obtenido el Premio de Poesía de Aguascalientes). Luego está David Tovilla (quien, en ese momento, recién había obtenido un premio nacional de narrativa erótica). A continuación la poeta Socorro Trejo Sirvent (quien es querida por medio mundo cultural de Chiapas, por sus poemas y por su gran don de gente y por su capacidad para promover actos artísticos). Luego está Ramón Fernando Velázquez (amigo narrador, también asistente del taller de cuento del Rayo Macoy. De todos los mencionados, a Ramón sí le he perdido la pista. Por ahí debe andar dándole a la talacha literaria). Al final de la relación aparece Luciano Villarreal Rodas (quien fue mi maestro en la facultad de Humanidades y quien, junto con el maestro Altamira, hizo el milagro de llenar la sala Carlos Fuentes la noche que presenté mi novelilla “Historia triste de un cuentahistorias”. Esa tarde había ocurrido la presentación de un libro testimonio de la facultad, luego estaba programada mi presentación. Cuando terminó la primera presentación la sala quedó vacía. Yo quería detener a la audiencia, decirles: “Quédense tantito, va a estar simpática mi presentación”. ¡Nada! Todo mundo se fue, pero un minuto después miré que entraban decenas de jóvenes, como si fuesen los espectadores de la segunda función. Sí, la sala se abarrotó. Los maestros Altamira y Villarreal habían llevado a sus alumnos de la facultad para estar en la presentación de mi librincillo. ¡Ah, qué maravilla! En ese momento pensé en la frase trillada, que repetía el tío Emiliano a cada rato: “Más vale tener amigos que tener dinero”. Ahí el amigo valía lo que valen estas arenillas publicadas en IMAGINARTE hace ya más de veinte años. ¡Veinte años! ¡Uf!
Posdata: La arenilla de la playa es fina arena, pero hay un instante en la tarde, a la hora que el sol se mete, que el brillo es tan sublime que parece arenilla de oro. Las Arenillas que han respondido mis entrevistados tiene ese brillo.
Desde entonces, y mucho antes, han sido decenas de Arenillas, ya centenas, ya miles. A la hora del crepúsculo algo como un brillo de oro aparece en el horizonte, es el brillo de quienes ahí aparecen.

lunes, 12 de febrero de 2018

NO NADO NADA PORQUE NO TRAJE TRAJE




“Tío, ¿has escrito algo acerca de la nada?”, me preguntó Pau. No, nada, le respondí. Ella sonrió. “Qué ingenioso sos”, dijo y se fue saltando la cuerda por el corredor que, esa mañana, olía a durazno. ¿Ingenioso? ¡Ah, ya! Me di cuenta que pudo haber sido como un juego de palabras, ¡fue un juego de palabras!, como el que cuenta el clásico chiste donde un señor pregunta si el niño sabe nadar y el papá responde: No, nada. Y el señor preguntón coge al niño, lo avienta a la alberca y el niño se ahoga.
El tío Ramón decía que la Nada no era nada, era algo. Soltaba un discurso que aquello que se nombra ¡existe! La nada no existe, reiteraba y abría sus brazos como si quisiera abrazar al mundo, como si intentara abarcar al universo entero.
Decía que esa patraña de que el universo había salido de la nada era una idea equivocada. Nada sale de la nada, todo sale del Todo, decía. Y nosotros, jóvenes preparatorianos, que no mirábamos la hora de que el tío acabara con su discurso para ir a jugar billar o para ir a sentarnos al parque para mirar a las muchachas bonitas, nos fastidiamos con eso que los muchachos de hoy llamarían “choro mareador”.
¿De dónde había salido el universo? ¡De algo! Y por eso el ¡Big bang! ¿De dónde había salido ese minúsculo pero poderosísima semilla que había explotado de manera sensacional? De otro algo, decía el tío, y cuando lo decía alzaba los hombros. Lo decía como si hablara del aire o de la conformadora.
Mario siempre me atosigaba con eso de que una vez le había preguntado a Rosaura si ella lo quería tantito (Mario era mi primo y también estaba enterado de lo que el tío Ramón decía) y Rosaura había dicho: “No, Mario, perdón, pero no te quiero”. ¿Nada, nada? Había insistido él. ¡Nada!, había dicho terminantemente ella y le había pedido que no siguiera atosigándola. Pero Mario, ya después, me decía: Me quiere, ya lo dijo el tío que la nada no es nada, es algo. Y cuando íbamos de día de campo al bosque de San Rafael (donde ahora están los tanques de almacenamiento de la planta de Gas Com) Mario quedaba viendo con ojos de veladora a su chica y estaba pendiente de qué se le ofrecía para correr a satisfacer los deseos de ella. Y ya no cuento más, porque todo mundo sabe cómo terminó la historia: Sí, Rosaura terminó aceptándolo, porque (justificaba) él era muy lindo, muy atento y siempre manifestaba quererla mucho. ¿Qué más se podía pedir en un novio?, preguntaba ella (se lo preguntaba) y respondía: Nada. Y cuando lo decía yo sonreía porque era la confirmación de lo que el tío Ramón decía y lo que Mario había logrado.
Sí, la vida me ha confirmado en muchas ocasiones (siempre) que la nada no existe, todo está lleno de Todo. Vivimos en una gran burbuja que niega a la nada a cada instante de la historia. El tío Ramón decía que antes de este Todo hubo algo, de lo contrario nada habría, y los seres humanos (aún el científicos más hábiles) no podemos imaginar el concepto de la nada, porque el simple poner la mente en blanco es ponerla en algo.
No he visto a Pau, pero cuando la vea le diré que ya escribí acerca de la Nada. ¿A ver qué me dice? Bueno, sé que dirá algo, porque si calla tal mutismo significará algo. Siempre hay algo en el Todo.

sábado, 10 de febrero de 2018

CARTA A MARIANA, CON PASO CORTO




Querida Mariana: Hasta en los desfiles había ritmos diversos. Recuerdo que, en algún momento, el maestro indicaba: “Paso corto”. Nosotros, del paso apresurado y marcial que llevábamos (paso redoblado) pasábamos a un paso más ruidoso, pero con menor avance. Y el extremo del movimiento sucedía cuando nos ordenaban: “Marcar el paso, ¡ya!”, en ese instante todo mundo movía el pie izquierdo y marcaba con el derecho, sin avanzar ni un solo centímetro. Ahí nos estábamos, como si frente a nosotros pasara un tren y debiéramos suspender la marcha, pero sin parar, porque se podía apagar nuestro motor. “¡Uno, dos, uno, dos!”, marcaba el maestro y nosotros le dábamos gusto a los pies.
Algo similar ocurre con el baile. Cualquier danza tiene cambios de ritmo, pero hay algunos que avanzan por la pista y otros que son como “marcar el paso”. Ejemplo de estos últimos es el danzón, porque los bailarines apenas se mueven en un pequeño cuadrado; por el contrario, quienes bailan tango se desplazan un poco más allá, porque así lo exige el movimiento.
En esto pensé, el sábado pasado que fui a comer esquites y me senté en la grada del corredor de la Casa de la Cultura. La vida tenía ritmos diferentes. Uno era el movimiento del pasajero que iba en el taxi y otro el de don Óscar Penagos Arrona, que caminaba por la banqueta lateral del parque; otro era el movimiento del niño que se resbalaba por el tobogán de laja al lado de las gradas y otro el de las palomas que bajaban del techo del 500 noches para comer los pedazos de tortillas que un hombre regaba en el suelo.
El ritmo del tiempo era el mismo (en apariencia). El minuto que pasaba sobre mí, como un pájaro, era el mismo que pasaba por encima de don Óscar. Sin embargo, había algo como una niebla dorada que deslizaba la idea de un tiempo diferente. Todo mundo sabe que los ancianos tienen la sensación que el tiempo pasa más rápido que cuando eran niños. El otro día me sorprendió escuchar que ya era febrero y que la feria de la Pila estaba a punto de comenzar. Iba a comentar algo pero me contuve. Iba a comentar el lugar común de que apenas a la vuelta de la esquina había quedado navidad. Sí, el tiempo parece pasar más de prisa conforme uno envejece. Cuando somos niños el tiempo tarda en caminar, tiene el paso de don Óscar y ahora es don Óscar el que camina lento (salvo cuando él pasa la calle, entonces apresura tantito el paso y su andar lento lo convierte en un prodigioso saltito, como de chapulín arrecho).
Esa tarde, el mismo aire era un todo uniforme, pero, a la hora que terminé de comer los esquites, se intensificó y se volvió un viento rebelde, como si alguien (algún maestro) hubiese dado la orden de abandonar el paso corto y retomar el paso redoblado. Las copas de los árboles se movieron al ritmo que el viento les imponía. También la naturaleza modificaba su paso. ¿Qué sucederá con el ritmo universal? ¿Habrá algún momento en que una galaxia deja el paso redoblado y retoma el paso corto? ¿O lo contrario?
Las ciudades tienen distintos ritmos. Los comitecos alabamos el ritmo armonioso que, aún, tiene nuestra ciudad. Pero no terminamos de ponernos de acuerdo. Intereses personales botan las iniciativas generales. ¿Por qué no nos atrevemos a hacer peatonal el centro? Quienes están en contra aluden a que el comercio bajaría (¿De verdad?) o que si se hace peatonal, los espacios serán ocupados por las organizaciones para vender chicharrines, palomitas, cigarros sueltos y halls o, en el colmo, llenar de puestos y carpas para vender calzoncillos, mochilas, pizzas todas llenas de grasa, tacos de ubre y de tinga (¿No puede la autoridad imponer el derecho colectivo por encima del interés de unos cuantos?). Si el centro se hiciera peatonal la ciudad tomaría otro ritmo, uno más armonioso, más tranquilo, sería el lujo que se dan las ciudades que respetan la convivencia colectiva, porque, seamos claros, la mayoría prefiere vivir en espacios donde la coexistencia es más tolerante. Digo que cada ciudad tiene su propio ritmo, la Ciudad de México, por ejemplo, marcha siempre a paso redoblado, redobladísimo; por el contrario, hay ciudades, de las llamadas provincianas, que son un deleite para el espíritu. Estas ciudades procuran marchar a paso corto y, si es posible, marcando el paso. ¡Ah!, qué deleite ver a los niños correr sin el peligro de que un alocado conductor se trepe a la plaza con todo y su 4x4, con bocinas vomitando banda en sonido altísimo, ensordecedor.
¿Por qué el transporte urbano no circula por otras rutas? ¿Por qué no hacemos un pacto y decidimos vivir con tranquilidad? ¿Por qué no procuramos, poco a poco, humanizar nuestra ciudad?
Yo no sé si alguno de los que andan muy dispuestos a sacrificarse para llegar a ocupar la presidencia municipal contempla, en su programa de gobierno, hacer más digno el centro. Y que conste, que no se trata de hacer modificaciones a la traza, ¡no!, se trata de dignificar el espacio de convivencia, el corazón de nuestro pueblo. ¿Vamos a seguir caminando por ese parque “enlajado” que tiene muchos huecos, huecos que provocan torceduras en los caminantes? ¿De veras permitiremos que el deterioro continúe y cada vez sea un espacio más desagradable? Yo pienso que no debemos permitirlo. Los comitecos (los verdaderos comitecos, los que aman su pueblo y todos los días abonan porque siga siendo el espacio bendito que es) no somos malhechos; por el contrario, heredamos la grandeza de nuestros ancestros, de quienes (en su tiempo) abonaron para que el pueblo fuera esta hoja de hierbabuena con sabor de menta que nos endulza el espíritu cada día.
Don Óscar, como dijera el cantante, “ya camina lento”, sin prisas. Tal vez es un hombre sabio. Los comitecos reconocemos en él a un buen ejecutante de marimba, parte de ese tronco genealógico de los famosos Penagos, que tanto lustre han dado al instrumento musical en la región. Cuando don Óscar tocaba la marimba, sus manos se movían como alas de cenzontle y sus pies tenían la certeza de los pilares de madera de las casas tradicionales. Como ante todo buen ejecutante, la madera de hormiguillo se rendía a sus pies y los pies de los bailarines seguían la orden afectuosa que él indicaba: “¡Muevan los pies en marcha redoblada!”, y los comitecos, debajo del manteado, en el patio central, iban de un lado para otro y daban la vuelta y hacían una rueda y uno de ellos hacía un “solito”, como si fuera un bebé precoz y todo mundo aplaudía, porque el ritmo de las manos (cuando hay guateque) también se vuelve otro, las manos que, por lo regular, están destinadas al trabajo diario se alebrestan y bailan en el aire.
Cuando terminé los esquites me quedé un rato más. Don Óscar caminaba con rumbo a la jardinera frente al templo de Santo Domingo, donde, casi todas las tardes, lo espera su esposa. Ellos tienen la costumbre de sentarse y mirar cómo es el ritmo de la tarde. Sus amigos se acercan, se sientan y platican con ellos. La plática es armoniosa, pero a veces el agua de la risa desborda y sus rostros se iluminan. En ese instante la vida tiene un ritmo de guaracha, de mambo.
Posdata: Esta semana, el pueblo recibió una noticia lamentable: Murió el ingeniero Rodolfo Meza Arrona, un bailarín de primera. Su presencia, en los jueves y domingos de marimba, en el parque central, se volvió proverbial. Su entusiasmo desbordaba, era como un río de esos que no sólo siguen el cauce, sino que abren nuevas rutas para mojar las tierras donde hay semillas. Sembró. Sembró alegría, asombro. Las personas que siempre se reúnen en torno a los bailarines reconocían la grandeza de su alma, bailaba con una gracia especial, con un don casi divino. Por eso no era raro que las muchachas bonitas hicieran lo posible para ser pareja de tan excelso bailarín. Hará falta, sí, mucha falta. El guateque seguirá y muchas personas seguirán bailando, pero faltará su magia especial, ese brazo en alto que parecía bajar las estrellas con un simple movimiento hacia el centro del parque. Cuando bailaba, uno sabía que los pies eran su corazón, los pies bombeaban la sangre y ésta era la savia que daba vida a su pareja y a las decenas de curiosos y adoradores de la marimba. Él imponía el ritmo en que la tarde se estiraba plácida. Hará falta, porque él fue un hombre que impuso el ritmo en que el mundo, en ese instante, debía moverse: ¿A paso de redoble? ¿Marcando el paso? ¿Por la orilla del mundo? ¿A paso corto para marcar el centro del universo?
Cuando me siento en una banca y veo a los bailarines y a los espectadores haciendo rueda y escucho la marimba que se descuelga de lo más alto, como si fuera un dedo de sol, pienso que Comitán tiene un ritmo armonioso, que no debemos descuidar, que debemos amamantar con el cariño de sus hijos más preclaros.