lunes, 30 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ESTAMOS EN MANOS DE INDECENTES




Querida Mariana: tiré el libro y busqué el diccionario, busqué con avidez, como si fuese un sediento a mitad del desierto. Al fin hallé la palabra: “precario: adj. Con escasa estabilidad, seguridad y duración”. Me tiré sobre el sillón y respiré tranquilo.
A veces, no sé si te pasa a vos, uso palabras que no sé bien a bien qué significan y, en varias ocasiones, las empleo mal. Una vez escribí la palabra “inflingir” en un texto y mi maestro Enrique García Cuéllar, muy decente, me envío un correo advirtiendo que le había quitado la “ene” porque, sin duda, había cometido un error de dedo. No, le escribí, yo siempre la había escrito mal, un día así lo oí y así la escribía. Pero, bueno, yo soy Molinari y puedo justificar mi ignorancia, soy un simple mortal, pero a don Carlos Fuentes, casi vecino de Zeus, no podemos perdonarle un error tan notorio como el que aparece en la página 72 de su libro más reciente: “Personas”.
Carlitos escribe acerca del doctor Ignacio Chávez y, como debe ser, elogia la labor de tan destacado mexicano, pero, de pronto, como si a los lectores se nos apareciera un león a mitad del patio de la casa, dice: “Fue una fortuna para México que este michoacano de inteligencia precaria y voluntad inquebrantable…”, fue en el momento que boté el libro y busqué la definición de precario. ¡Pucha, dije, capaz que siempre he entendido mal el concepto y lo he empleado peor! Pero no, precario es lo que es y, pucha, no cabe en las líneas escritas por Carlitos. ¿Cómo que don Ignacio Chávez fue un hombre de inteligencia precaria? Precarios de inteligencia uno o dos de los precandidatos a la Presidencia de la República, pero don Ignacio ¡no! ¿Entonces? Al principio pensé que a Carlos Fuentes se le había deslizado la palabra, que su mente le había jugado una travesura, pero dos minutos después (casi tres, ya sabés que soy de lento aprendizaje) me di cuenta que el error no era de él sino de quien transcribió el texto y, al final, del editor. Claro, pensé. Carlos Fuentes escribió: inteligencia preclara y la secretaria “tradujo”: inteligencia precaria. ¡Uf, la honra del autor de “Aura” estaba salvada, no así la de los editores del librincillo!
Una vez, ya te conté, una correctora de estilo del periódico escribió “Hilo de Adriana”, donde yo había escrito “Hilo de Ariadna”, cuando le reclamé me dijo que ella sólo había cumplido con su trabajo y había corregido mi error, ¿en dónde se había visto que alguien se llamara Ariadna?
A veces cree uno que los libros de las grandes editoriales son impecables, pero luego corroboramos que no. A veces los errores son de “dedo” y se pasan, pero cuando son errores conceptuales ¡ahí sí los queremos quemar en leña verde! Lo que pareciera un simple error se convierte en un gran error al multiplicarse en miles y miles de libros leídos por lectores de toda Hispanoamérica.
Carlitos ya no vio impreso su librincillo, porque le dio la gana morirse antes. ¡Qué bueno que así sucedió! Cuando menos le hubiera dado un retortijón de pleura al mirar tal dislate (ah, saber qué es pleura).
Ya no está don Carlos para exigir más cuidado a los editores. Por esto ahora ya no queda más que sus lectores hagamos la exigencia. Sé que los de Alfaguara no leen estas Arenillas (ellos se lo pierden), pero pido a un lector que tenga contacto con ellos que les exija más cuidado. A pesar de que vivimos en un país tan escaso de lectores esto suena como a un complot Lopezobradorista donde nos refriegan en la cara el dicho de: “la inteligencia es un peligro para México”. ¿Qué debemos hacer para que nos respeten? ¿Hacer un plantón en Avenida Reforma?

sábado, 28 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ COLGADA EN EL HORIZONTE




Querida Mariana: “…tan llenos de paisajes interiores”. No recuerdo en dónde pepené este fragmento literario, pero ahora asomó en mi memoria. Estoy en casa, son las cuatro y media de la mañana, tomo un té de limón y escucho las canciones que interpreta doña Carmelita, mientras le doy con fe y corazón al teclado de la computadora.
Mi vida -como la de todos- está llena de paisajes interiores. Yo (que la mayor parte del tiempo permanezco adentro de mis muros, muros que tienen pedazos de vidrios en la parte alta, para que no trepen los extraños) estoy lleno de lo de afuera: de ruidos e imágenes; estoy lleno de los ruidos del mercado, de las calles por el barrio de San Sebastián, de los patios, de las plazas, de las discotecas (hubo una que se llamó Tzizquirín en el ya extinto Hotel Robert’s), de los estadios, de los templos y de las imágenes que me marcaron de niño y de adolescente.
Si alguien, en este instante, husmeara a través de la ventana diría que estoy solo. Diría: es apenas un hombre que escribe frente a una computadora, con la luz tenue de una lámpara, pobre ¡qué solo! Pero ¡no!, no estoy solo. Como soy hijo único aprendí desde pequeño a vivir acompañado en medio de mi aparente soledad. Siempre, querida mía, ando acompañado por mil paisajes interiores. Por ahora escucho la voz de doña Carmelita, interpreta: “Presentimiento”. Un día me dijo que la letra de esta canción es su vida. Y es que ella, como medio mundo, más bien, como todo mundo, también está llena de paisajes interiores.
Cuando ella me dijo lo que me dijo, de inmediato fui a escuchar la canción. Sí, sí, pensé, la he oído con anterioridad. “…antes de conocerte te adiviné…el día que cruzaste por mi camino…”, dicen algunos versos de Guty Cárdenas, el enormísimo autor yucateco.
En este instante, mientras doña Carmelita interpreta “Qué bonito amor” y el gato afila sus uñas en el tapiz del sillón, no resisto la duda y entro al Internet a buscar la cita con la que inicié esta carta. ¿Quién escribió eso de los paisajes interiores? ¡Ya, ya, por supuesto, doña Elena Poniatowska! La escribió en el texto “El recado”. Me sorprendo al recordarlo (yo que tengo una memoria de alcantarilla); me sorprendo al darme cuenta, ya casi a las cinco de la mañana, que muchos hilos, a pesar de todo, siguen enredando mi espíritu. Algunos hilos son tormentosos y a pesar de su delgadez son tan resistentes; otros, por el contrario, son hilos luminosos. Dentro de estos últimos está el hilo que doña Carmelita enredó hace años en mi corazón.
Quique ha dicho que las mamás de los amigos son, también, nuestras mamás. Todos los que hemos tenido amigos con madres sabemos que eso es cierto. Doña Carmelita, mamá de mi amigo Jorge, ha sido, para la palomilla, nuestra madre. A pesar de que ya somos viejos, ellas (nuestras mamás) siguen pendientes de nosotros y también las mamás muertas, como ángeles protectores, nos bendicen desde las alturas de quién sabe qué misterio.
¿Cómo conocí a Jorge y cómo nos hicimos amigos? No sé responder bien a bien a esto. Así como no sé responder por qué vos y yo somos lo que somos. ¿En qué momento el destino hizo la feliz travesura de enredar nuestros caminos? Algunos no logran ver lo que doña Carmelita sí ve con claridad: existe ¡un presentimiento! Las madres llevan esta señal pegada en el lado derecho del corazón.
Todos estamos “tan llenos de paisajes interiores” y cada uno de esos paisajes está lleno de música. A veces es una música estruendosa, que suena a ensordecedora cohetería; a veces es apenas una línea de agua, como esa que cae desde las gárgolas cuando la lluvia cesa. Nuestros paisajes interiores jamás están en silencio, aún en las épocas más aciagas siempre existe el frotar de unas alas de luciérnagas o el murmullo intenso de un grillo. Tal vez el mismo grillo que ahora anda detrás de la puerta y hace que el gato comience a rascar esa esquina con su manita.
¡Claro, los paisajes cambian conforme cambia la edad! ¿Conforme la edad avanza, la música interior se hace más sosegada? ¡Mentira, mentira! (a propósito, este título es la canción favorita de don Jorge, esposo de doña Carmelita). Mentira, hay gente que, a pesar de la edad, no varía el ritmo. Es gente que sabe que la vida sólo tiene un ritmo: ¡el de la propia vida! Y la vida, ya lo sabemos, querida mía, es tumultuosa, siempre es como una avalancha, como un remolino intenso que no da tregua. No da tregua porque la característica más importante de la vida es precisamente el movimiento. Ahora mismo, en esta aparente tranquilidad de las cinco y media de la mañana advierto que todo es como una terminal del Metro a hora pico, en la ciudad de México. Hay un rumor que viene detrás de un radio antiguo, debe ser una convención de arañas revueltas con cucarachas y zancudos. Además, no sé si a vos te ha sucedido, hay un momento de la madrugada en que los chunches hacen ruidos extraños. Los objetos están sobre la mesa y, como gatos invisibles, se estiran y les truenan los huesos. Hoy, esta madrugada, he estirado los huesos del alma y he descubierto que estoy lleno de paisajes interiores, que han colocado todas las madres de mis amigos, que han sido como mis madres.
Por esto, al escuchar el disco que, con su voz, grabó doña Carmelita, a mi memoria han acudido las voces de Dolores Pradera y la de Chabela Vargas. En los años setenta, Rodolfo ponía el casete de Dolores y todos, menos Roge, disfrutábamos sus canciones. Claro, para que la voz de Dolores sonara mejor, nosotros (habitantes del departamento 521, de Avenida Cuauhtémoc, en la ciudad de México) tomábamos unos tragos. Conforme el licor quemaba amigablemente nuestras gargantas y se instalaba en nuestras panzas como un generoso lago de lava ardiente la música se hacía más intensa, más aliada de nuestros gritos y de nuestras lágrimas. Llegaba un instante en que la voz de Dolores era como la mano que tocaba las cuerdas de nuestra arpa y nos quebrábamos como se quiebran las ramas más débiles al paso de un huracán y nuestras caras se llenaban de llanto y extrañábamos mucho nuestro pueblo, nuestras casas, nuestros amores y nuestros padres. Y entonces no sabíamos qué chingados estábamos haciendo en esa inmensa ciudad tan lejos de la nuestra. Había un instante en que deseábamos mandar a volar todo y, a esa misma hora, trepar al autobús de la Colón para volver a lo que era nuestro hogar; pero un instante después otra canción de Dolores nos quitaba los ídems y nos hacía gritar el clásico grito de los bolos y entonces todo retomaba su cara de fiesta libertaria y botábamos lo que había oprimido nuestro corazón y le hacíamos coro a la Dolores y -sin conocerlo- imitábamos a Joaquín Sabina, con el cigarro en la mano izquierda y el vaso de ron en la derecha. Así amanecíamos. Casi a la misma hora en que escribo esta carta, bebiendo té de limón, en la ciudad de México bebíamos los últimos destellos de la madrugada y botábamos la nostalgia al basurero.
En este momento, Quique, Jorge y los demás, con su cara de “seguísiendoelmismobuey”, dirían que esta canción, “Yo sé que nunca”, se debe acompañar con un tequilita, cuando menos. Porque la voz de doña Carmelita viene del mismo río de Chabela Vargas y de la Dolores. Viene de ahí porque su voz está muy lejos de las orillas jodidas de las Paulinas Rubios y de las Alejandras Guzmanes. La voz de doña Carmelita tiene el trémolo de las intérpretes. A medida que escucho su disco me acomodo en el sillón, cruzo la pierna, cierro los ojos y sueño, sueño el mismo sueño que soñó ella al grabarlo. ¡Lo disfruto! Lo disfruto porque es un disco dedicado a sus hijos; no es, ni por asomo, un disco para venta en “Mixup”, ¡no! Este disco, así lo dice el cuadernillo interior, está dedicado a sus hijos. Doña Carmelita escribió: “La vida se alimenta de recuerdos y para disfrutarlos hay que volverlos a vivir. Con cariño para mis hijos les dedico este disco: Jorge Antonio, María del Carmen, Beatriz, Silvia, Flor de María y Gabriela”. En estas líneas descubro la esencia que también escribió la Pony: estamos llenos de paisajes interiores y para disfrutarlos hay que volverlos a vivir, con tal intensidad como si nunca hubiesen sucedido. Como si éste fuese el primer momento en que sus amigos entramos a la casa de Jorge, que entramos por la bodega que huele a thiner y a pintura, que nos sentamos en la sala y su hermana Silvia pone el disco de Barry White y Miguel, Javier, Jorge y yo, en la mesa del comedor con doce sillas, comenzamos a hacer la lámina para la clase de “Presupuestos II”, materia que nos da el arquitecto Roberto Zúñiga. Mientras Miguel traza y Jorge corta papel cascarón, Javier dice que mañana sábado habrá box en la tele. Jorge dice: “los espero acá en la casa”. No había necesidad de que lo dijera, sabemos que es como una manda. Todos los sábados llegamos a su casa y ahí, en la sala de televisión vemos el box, de diez a doce de la noche (siempre acompañamos la función con un bonche de cervezas Tecate, en bote). A las doce, con la emoción en nuestros bolsillos, ya medio bolencones, salimos, nos despedimos y cada uno va a su casa. Caminamos. Nos subimos el cuello de las chamarras. Hace un vientecillo fresco. Llegamos a casa, tranquilamente. ¡Eran otros tiempos!, dirá cualquiera. Yo no acepto esto. ¡Son estos tiempos, los mismos tiempos, los tiempos de siempre! Estos tiempos donde, como ayer, escucho la voz de doña Carmelita, con ese trémolo intenso que tienen los verdaderos intérpretes. Es como si estuviera, de nuevo, en la sala de la casa de Jorge y doña Carmelita se parara al lado de la consola, quitara el disco de Barry y pusiera una pista para cantar “Qué bonito amor, qué bonito cielo, qué bonita luna, qué bonito sol…” y nosotros, los amigos de Jorge, tomáramos cerveza (ahora Heineken).

Posdata: querida Mariana, un día te invitaré a que escuchés el disco de doña Carmelita; te invitaré a que te sentés a oír uno de los gajos más hermosos de este árbol intenso que se llama vida. Y ya encarrerado, tal vez te sirva un té de limón haciéndote creer que es tequila y vos y yo brindemos por el “presentimiento” que ahoga el corazón y que no es más que la señal que Dios nos pone en el camino para no andar de tumbo en tumbo. Ahora te mando mi cariño, ahora que el gato se para frente a la puerta y maúlla. Así me indica que ya quiere salir al patio, al patio pequeño de esta casa que está sembrada en el corazón de Comitán y desde donde te escribo y desde donde, solo, escucho el disco de doña Carmelita. Ya me voy a bañar para ir a la chamba, ya son las seis.

viernes, 27 de julio de 2012


POR LAS QUE CRECIERON EN SUIZA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como relojes de mano y mujeres que son como reloj de pared.
La mujer reloj de mano es al brazo lo mismo que la almohada a la cabeza; es al día lo mismo que el hielo al vaso. Sus amados dicen que los encadena, pero no pueden vivir sin ella.
Las hay quienes tienen el extensible de piel y las que lo tienen de metal. Los que saben sugieren que nunca, nunca, el novato se acerque a la de extensible metálico, tiene una propensión a que el metal sea oro.
Le gusta tener bebidas alcohólicas y barbitúricos sobre la mesa de noche a fin de engañar al tiempo. Cuando despierta se queda algunos minutos más sobre la cama, le gusta imaginar que las manos de su amado son como hormiguitas que suben sobre su muslo y se convierten en espeleólogos que bajan en cada caverna de los encajes de la pantaleta.
Acude a bares donde tocan músicos expertos en banjo y en saxofón. Cuando sube escaleras no agarra el pasamano, porque sabe que ahí están concentrados los sudores de las manos de los otros. Las videntes saben que si la línea de vida es larga se consume poco a poco en los sudores que los hombres van dejando en los pasamanos, en los carros del supermercado, en cada caricia que otorgan a la mujer equivocada. Esto lo sabe la mujer reloj de mano, por esto prefiere ser reloj antiguo, de esos que era necesario echarle cuerda cada mañana para que “caminaran”.
Posee un don que les es otorgado a pocos en el mundo. Ella puede detener el tiempo por un instante, como si fuese una cámara fotográfica. Cuando el amado está sobre ella, cuando el agua de su cuerpo lava el deseo del amado, ella es capaz de abrir la puerta que conecta con otra dimensión. Por esto es una mujer deseada, buscada con ahínco; por esto ella se sabe prodigiosa y no se da con cualquiera.
Camina como si el tiempo fuese un nudo de corbata, como si la calle fuese una sombra detrás de una cortina de dril; ama como si el reflejo fuese un simple hueco en la pared del aire, como si el bosque fuese los brazos imaginados de la Venus de Milo; besa como si el labio fuese una enredadera sobre el muro del desasosiego, como si la cama fuese el sonido de una trompeta en madrugada.
La mujer reloj de mano tiene predilección por las vitrinas. A veces, dentro de una de éstas, juega a que es pez, a que es un filamento en medio de un foco. Cuando ama se mueve como si sus caderas fuesen una espiga sometida al brillo de la luna, como si su entrepierna fuese la vaina húmeda para el ave que juega rayuela en el viento.
Su rostro siempre tiene la caricia de la nostalgia, la pátina que toma el cielo a la hora que un hombre sale al balcón y mira la calle donde caminan las adolescentes después de clases.
Cuando se sienta en la mesa de un restaurante busca el puente que lo lleve a la mirada del hombre, lo busca como si fuese una ola, como si fuese el ala del tiempo.
Sueña, sueña que asciende por el camino de luz que baja del reflector que ilumina el escenario; y cuando sueña este sueño siempre sueña que un niño pregunta: “¿por qué el rayo de luz no tiene boleto de regreso?”. Cuando despierta ella dice que los hombres saben dónde brota la luz, pero nunca sabe adónde se apaga. ¿Cuál es el lugar donde mueren todos los hilos de luz que despegan del nido esencial?
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un asiento circular forrado con cuero y mujeres que son como asientos traseros de automóviles antiguos.

miércoles, 25 de julio de 2012

¿REVIVIR EL CECHE? (Última de II)




Cada uno de los coordinadores de las Plataformas Creativas se encargará de implementar los trabajos durante un año. Cada miércoles de cada semana, de cinco a seis y media de la tarde, trabajará con los aspirantes a beca. ¿Quiénes serán los aspirantes? Todos aquellos que tengan más de dieciocho años, gusten de la escritura y se anoten en la Plataforma. El cupo máximo será de quince integrantes. Cuando el número sea rebasado, el Coordinador anotará en lista de espera a los interesados y en cuanto un aspirante aceptado no cumpla con su asistencia será dado de baja y se incorporará al primero de la lista de espera. Por esta chamba, el Coordinador recibirá una gratificación de cuatro mil pesos mensuales.
El trabajo a realizar durante el primer año se sujetará a un Programa establecido previamente. Dicho trabajo consistirá en acciones lúdicas de creación y en lecturas de poéticas en poesía y en narrativa, así como textos literarios. Como los libros son escasos, el Coneculta (con el bonche de libros que se humedecen en las bodegas) implementará paquetes de obras que serán entregadas a los aspirantes y a los Coordinadores.
En los tres últimos meses del año se aplicarán los conocimientos adquiridos y cada integrante deberá escribir un libro (de veinte a cuarenta cuartillas) de acuerdo al género literario de su preferencia. Al término los aspirantes entregarán la obra para que sea sujeta a revisión. Cinco trabajos serán elegidos y sus autores pasarán a ser becarios del CECHE durante el próximo año. Durante el segundo y último año de su formación recibirán dos mil pesos mensuales (para libros y chicles) y recibirán seminarios y talleres que serán impartidos por los mejores escritores de Chiapas, quienes recibirán un pago de diez mil pesos por cada seminario impartido.
Me da fiaca hacer números, pero, así a vuela pluma, diré que en el primer año el costo de este programa no rebasa el millón de pesos y en el segundo año se gastará un aproximado de tres a cuatro millones de bilimbiques.
En 2015 comienza una nueva generación que saldrá en el dieciséis y en el 2017 la generación que concluirá en el veinte dieciocho, año del término gubernamental.
No sé qué les parezca esta propuesta. No sé qué diga don Ricardo. No sé qué vaya a decir el nuevo Director de Coneculta-Chiapas.
No tengo idea de cuánta lana maneja como presupuesto el Director de Coneculta, pero sí tengo conocimiento de que mucha de esta lana la dedican a gastos de representación y lo botan en mil boberas. Esta lana estaría invertida de manera eficiente y sería un aliciente maravilloso para el fomento de la creación literaria, con bases sólidas, en Chiapas. Sería un movimiento revolucionario jamás visto en la república mexicana.
¿Saben ustedes cuánta lana se invierte en uno de esos festivalitos que llaman internacionales? Más de cinco millones de pesos. ¿En dónde se va esta paga? En términos de fomento al arte local se va a la coladera (¿cómo no criticar que Marvin trajo a la Sonora Santanera y a Carlos Cuevas al Festival “Internacional” Rosario Castellanos?). Lo que cuesta un festivalito de medio pelo serviría para alentar la creación literaria durante ¡dos años!
En el próximo sexenio, el Centro Chiapaneco de Escritores (remasterizado) tendría tres generaciones de creadores. Si cada generación daría setenta y cinco becarios, al final el estado habría “ayudado” a fomentar el trabajo de doscientos veinticinco escritores. ¿No está mal, verdad? Bueno, ¿quién sabe qué proyecto define el próximo macizo del Coneculta? Si nos resulta como la Jane o la Marvin ¡ya nos cargó el payaso!

lunes, 23 de julio de 2012

¿REVIVIR EL CECHE? (I de II)




El otro día, en un texto publicado en El Heraldo de Chiapas, mi maestro de Crítica Literaria: Ricardo Cuéllar Valencia mencionó al Centro Chiapaneco de Escritores. Lo mencionó de pasadita, para unir su nombre con el de don Javier Espinosa Mandujano (de quien, por cierto, dice que es uno de los “dos novelistas más sobresalientes hoy en día en Chiapas”. Un exceso que parece dictado por su corazón y no por el riguroso sentido estético literario).
Recordé que hace como dos años, en una reunión de ex becarios del Centro Chiapaneco de Escritores, Mario Nandayapa (quien ahora anda enredado en unir los hilos invisibles entre Chile y México, a través de la cuerda pesada de Neruda) me dijo que hasta ese día se dio cuenta de la trascendencia del trabajo realizado en el Centro. Esa institución formó a varios de quienes hoy realizan obra literaria en Chiapas.
Ahora que medio mundo anda ya “future-ando” y nadie mira hacia los proyectos que realiza Coneculta, porque ya no hay paga (ya se la chuparon toda) es bueno jugar el mismo juego que juegan todos y ver hacia el horizonte.
¿Quién quedará en Coneculta-Chiapas? Varios nombres suenan y algunas brújulas parecen señalar hacia Los Altos. Bueno, don Manuel, el futuro Tatic de la política, tiene enredado ahí su corazón y ya se sabe que donde manda corazón no gobierna marinero.
De las acciones relevantes del pasado conecultero debemos mencionar la creación y funcionamiento del CECHE (de los tiempos de doña Jane y doña Marvin, poco, muy poco, puede decirse, casi nada). El CECHE tuvo su esplendor en tiempos del Doctor Andrés Fábregas Puig. ¿Por qué no revivir dicho Centro en el próximo sexenio?
Apuntaré acá algunas ideas que tienen la pretensión de alimentar la propuesta de remasterizar al Centro Chiapaneco de Escritores y que sea tomada en cuenta por el próximo Director de Coneculta (¿otra mujer? ¡Uf!).
¿Por qué no comenzar a descentralizar el arte en Chiapas? Desde siempre, los talleres literarios se han dictado en Tuxtla Gutiérrez, Chiapa de Corzo, San Cristóbal de Las Casas y Tapachula. ¿Y las demás regiones? ¿Que las coma el chucho?
¿Cuántas regiones constituyen nuestro estado? No lo sé. Entro a Google y busco el dato. Encuentro que, en la actualidad, Chiapas está dividido en quince regiones. ¡Pa’su mecha! Bueno, entonces, para ser congruentes con esta regionalización económica bien puede instaurarse quince regiones que disfruten de las becas del CECHE.
¿Cómo funcionaría este CECHE remasterizado? Bueno, es necesario que en cada una de las regiones exista una Delegación. No, no, el nombre está muy rimbombante y suena a teta burocrática. A cada ínsula se le llamará Plataforma, como si estuviese en medio del mar y fuera el faro para crear luz. ¡Quince Plataformas para Chiapas! ¡Quince faros! Cada Plataforma contará con un coordinador (uno y no más): un escritor destacado de esa región.
En la zona I se propone a Chiapa de Corzo como ciudad sede (sí, que no esté en Tuxtla Gutiérrez. Será una buena señal para evitar la centralización); en la zona II: Cintalapa; zona III: San Fernando; zona IV: Venustiano Carranza; zona V: San Cristóbal; zona VI: Villaflores; zona VII: Bochil; zona VIII: Pichucalco; zona IX: Tonalá; zona X: Tapachula; zona XI: Motozintla; zona XII: Ocosingo; zona XIII: Palenque; zona XIV: Yajalón; y zona XV: ¡Comitán! (va con signos de admiración porque, bueno, ya se sabe que el corazón ta ta ta…).

sábado, 21 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VOCACIÓN ES ASUNTO DE SALÓN




Querida Mariana: ¿la escuela es un encierro? Sí, aunque dé pena aceptarlo, de ocho de la mañana a dos de la tarde, el salón de clases es lo más parecido a un presidio. Leo el libro más reciente de Xavier Velasco “La edad de la punzada” y me divierto con las “caballadas” que narra. Caballadas y burradas de su época escolar. El libro es muy disfrutable. Está narrado sin pedanterías, en un lenguaje que se acerca mucho al cotidiano de los chavos; además tiene el agregado de contar algo que nos “toca” a todos: la etapa del primer enamoramiento (real o platónico) y del suplicio de asistir a la escuela secundaria.
¿Es cierto que cada hombre nace con determinados dones? Los que saben dicen que sí, que cada uno cuenta con determinadas capacidades y aptitudes. Pero esto que acabo de escribir, querida Mariana, lo ignora el sistema educativo mexicano y ahí tenés a medio mundo llevando materias que no corresponden a sus fortalezas. A cada rato me topo con amigos que, aseguran, nunca les ha servido para maldita la cosa haber aprendido la regla de tres. A veces, un muchacho hace un dibujo mientras el maestro dicta una clase de Biología. Es obvio que su vocación es el Dibujo y no la Biología. ¿Por qué el maestro se empecina en que el muchacho aprenda de memoria la relación de las dicotiledóneas cuando el sentido común indica que él debería conocer de técnicas de Dibujo y tal vez sería más recomendable incitarlo a que dibuje láminas que tengan relación con la Biología? Algo huele a podrido en el sistema educativo y por eso nos va como nos va en este país.
No sé vos, pero yo nunca he hallado a un adolescente que ame el encierro de los salones. Todos los alumnos, absolutamente todos, ven su reloj a cada rato esperando que el minutero alcance la hora y toque la chicharra (antes era la campana). De niño me aburría en las clases como tortuga en el desierto, pero ahora, ya con cincuenta y cinco años encima, no me aburro; no obstante, a veces, algo como una nostalgia de fastidio me atrapa. Cuando estoy en casa, solo, leyendo o escribiendo o pintando, un agobio me asfixia, entonces hago lo que hace medio mundo: salgo de casa, voy al parque, disfruto del aire, de la gente que camina, de los que hacen fila para comprar un raspado con El Nuka, de los que bailan frente a la presidencia cuando toca la marimba del Ayuntamiento, de los niños que corren y se divierten (miro a las muchachas bonitas y disfruto su caminar y su coquetería). Esto, que es la definición exacta de la libertad, no puede hacerlo el alumno, mucho menos el presidiario. A veces pienso que, incluso, el presidiario tiene más posibilidad de movimiento que el alumno. El presidiario, en su celda, puede tirarse en la cama, leer una revista, prender la radio (algunos, los privilegiados, tienen derecho a una televisión, a celulares, a computadora con Internet y a echarse unos tragos de güisqui con agua mineral o en las rocas). ¿Los alumnos? Éstos deben permanecer bien sentaditos siguiendo las instrucciones del maestro. En mis tiempos de estudiante era común que el maestro (instalado ya en el fastidio) me impusiera un castigo: “Y ahora, por malcriado, vas a escribir mil veces: Debo ser respetuoso con mis maestros y mis padres”. Y, mientras los bien portaditos corrían, jugaban pelota o comían chinculguajes o tomaban atole de granillo, yo me quedaba encerrado a la hora del recreo, dándole al lápiz llenando planas y planas.
Por esto y más, disfruto el libro de Xavier Velasco. La experiencia que tengo como alumno y como maestro me indica que el salón de clases es algo como un contrasentido: la mayoría de alumnos no “se muere” por recibir el conocimiento, y la mayoría de maestros no “se muere” por impartirlo. Y esto es una pena, porque las acciones de la vida demandan pasión y los apasionados son los que “se mueren” por conseguir algo. Los logros importantes son los dictados por la pasión. Ahora que los Juegos Olímpicos de Londres están a punto de iniciar, pienso que los atletas llegan ahí porque su pasión les ha hecho ser los mejores del mundo. ¿Por qué fregados jamás un comiteco ha estado en Juegos Olímpicos? ¿Nos ha faltado pasión? ¿No hemos soñado lo suficiente? Tal vez lo que ha fallado es nuestro sistema educativo, porque mientras los viejos deberíamos alentar los sueños de un joven deportista con posibilidades, nos hemos dedicado a obligarle a aprender la regla de tres. Los muchachos se aburren en el salón de clase porque reciben algo que no va acorde a sus intereses y potencialidades.
Pregunto a mis amigos qué entienden por “punzada”, todos coinciden en que es algo como “piquete”. Miguel va más allá y dice que se llama Edad de la Punzada a la Edad de la Calentura. La edad de la punzada es una etapa que se caracteriza por la confusión, por la búsqueda de la formulación del proyecto de vida. A veces algún amigo me pregunta si me gustaría ser joven de nuevo. ¡No, no!, es mi respuesta. A mí me provoca escozor la punzada; el piquete abre boquetes en mi espíritu. Es así porque, igual que al autor de “La edad de la punzada”: un monstruo me dominaba y ese monstruo era yo.
Querida mía, ¿cómo ha sido tu paso por las celdas escolares? Espero que te haya tocado un camino sin mucha piedra y que, de aquí en adelante, no tengás mayor problema. Mi camino fue pedregoso, no tanto por mis maestros (la mayoría fue como dicen que es la caca de paloma, que ni huele ni jiede), sino por mí. Siempre anduve en la cuerda del bien y del mal. Por quedar bien con los compañeros hacía payasadas mil, muchas de ellas lindaban el terreno de lo perverso y de la malcriadeza.
En mi vida escolar sólo tuve una maestra inspiradora. Por fortuna ¡eso fue suficiente! Un poco como dicen deben ser los amigos: pocos, pero buenos. Mi maestra, ya te he contado, me enseñó a descifrar el mundo, me guió para que (sin ella proponérselo) yo encontrara cuál era mi camino en la vida y terminara mi confusión.
Xavier Velasco no descubre el hilo tibio ni el agua negra. Lo que cuenta en su libro ha sido motivo creativo de muchos escritores. Y es que la literatura está plagada de alumnos traviesos, cabroncitos. Las vidas que son planas, ordenadas, de puros dieces, ¡no sirven para la literatura! La literatura está plagada de seres marginales, de hombres a contracorriente. Por esto no es de extrañar que el libro de Xavier esté lleno de “alimañas” en busca de la redención. Los alumnos y maestros que desfilan en el libro son seres de carne y hueso.
¿Quiénes son los hombres y mujeres exitosos en la vida? ¿Los alumnos aplicaditos, los ordenaditos, los que sacan puros dieces? ¡No! Estadísticas demuestran lo contrario. “Los mataditos” tienen problemas severos para desenvolverse en la sociedad, cuando son mayores. Parece que los hombres exitosos son aquéllos que encuentran su vocación en el momento exacto y la convierten en su pasión sin que les importe sacara dieces o sietes. He conocido alumnos que, desde pequeños, sabían a qué se iban a dedicar en la vida y tal conocimiento lo convirtieron en su pasión. Dentro de ellos hubo muchos que sabían que la escuela no era para ellos. Tengo dos amigos comerciantes, exitosísimos, que ya no estudiaron la preparatoria porque se dedicaron a trabajar y a hacer dinero, ¡mucho dinero! (supieron que la regla de tres les iba a servir para una chingada. En todo caso, si en algún momento lo necesitan, ahora contratan a un tipo que lo sepa hacer).
Yo descubrí tarde lo que era obvio: mis materias favoritas tenían que ver con el estudio del idioma, con la literatura, con el dibujo y pintura. Por mí, la regla de tres y el maestro que la enseñaba se podían ir mucho al Cenicero, pero como yo era el presidiario (sí, de a diario), salí perdiendo porque el maestro me reprobó y ese mes de vacaciones me lo pasé en “El Cenicero” de los extraordinarios.
Esto último que digo es lo que me emparenta con Xavier Velasco. En un párrafo de su libro, y a propósito de las materias que recibe y de los maestros que la imparten, escribe: “El de Literatura es buena persona, y además su materia es entretenidísima. Cada vez que nos deja de tarea leer una novela, me vuelve la cosquilla de escribir historias. Casi no lo hago ya, desde que vine a dar al Instiputo, pero hay días en que algo se me ocurre y me siento a escribirlo, a escondidas de todos. Me parece rarísimo que en una escuela tan ojeta como ésta te pongan a leer un libro como El lazarillo de Tormes. Lo malo es que no siempre hago los trabajos, así que saco dieces y ceros. Pero en Historia nunca tengo menos de ocho, a pesar de Clemente. Ésa y Literatura son las únicas dos materias que me convencen de estudiar en mi casa…”.
Y es que Xavier estudió en el Instituto Simón Bolívar, de la ciudad de México, pero él, a su querido colegio, le dice Instiputo.
El libro de Xavier, ya lo dije, es muy disfrutable (claro, no es para gente que se alarma ante el uso de malcriadezas en el lenguaje). Es disfrutable porque todos, en algún instante, fuimos alumnos y padecimos algunas de las tragedias escolares. ¿Quién no sufrió el acoso de un compañero mayor que se encargó de joder todas las mañanas con sus burlas y golpes?

Posdata: Cuando México celebra el Día del Maestro siempre pienso en que la figura del maestro está sublimada más allá de lo sublime. Habría que hacer una necesaria distinción. ¡Nada de enviar felicidades, de manera indiscriminada, a todos los maestros! Hay algunos que no merecen tal felicitación. Existen, debemos reconocerlo, maestros que provocaron un daño irreversible al espíritu de algún niño. ¿Cómo se resana una grieta del corazón? Pero, igual, cuando es Día del Estudiante es necesario discriminar y felicitar sólo a aquéllos que merecen el título de estudiante. Pero, bueno, mientras tanto, nos enganchemos al encierro del televisor y nos maravillemos ante la magia de los atletas olímpicos. Tal vez algún día un comiteco nos dé la gloria a través del deporte.

viernes, 20 de julio de 2012

EL VERDADERO 69






“Yo le di clases a la G 69”, dice la playera que los muchachos me obsequiaron. Yo les di clases, no sé qué clase de clase, pero traté que fuese una clase con Clase. Me cuentan que en los aviones uno puede elegir entre boletos de clase Turista, Ejecutiva y de Primera. El primer día que di clases a los muchachos del G69 supe que ellos habían iniciado un vuelo interior, el vuelo más importante de su vida. De los maestros dependía que ellos viajaran como mochileros, como “moscas” o en un asiento con toda la dignidad del mundo. Pero ¿qué clase de maestro debe tener un alumno para evitar las bolsas de aire? ¿La lumbrera científica que abruma con tanto conocimiento? ¿El “laissez-faire” que es manga ancha en todo? ¿El barco tirando a trasatlántico? ¿El severo? La respuesta, como siempre, está en “El justo medio”. ¡Qué difícil hallarlo!
Fabiola se sentó a mi lado en el convivio y me dijo: “Te agradezco haberme acercado a la filatelia”. Entiendo que Faby no se refiere a los sellos en sí (es muy difícil tener en el desván una pieza única que valga millones de pesos), sino a la posibilidad de encontrar el mundo en cuadritos. Hoy la filatelia está en vías de extinción, pocos son los muchachos que la cultivan. Esto es comprensible, el Internet nos da la posibilidad de acercarnos al mundo a través de la pantalla y pocos tienen la experiencia de recibir una carta desde Singapur con sellos originales de ese país. En aquellos años todo mundo enviaba cartas a todo mundo, de todo el mundo. El club que iniciamos en el Colegio posibilitó que los muchachos hicieran amigos en países de Latinoamérica. En ese tiempo la revista “Mecánica Popular” contenía una sección dedicada especialmente a la filatelia. Nuestro grupo mandó a hacer hojas con membrete, incluyendo la relación de integrantes, y envió una carta a la sección. En dicha carta solicitábamos intercambio de sellos con filatelistas de Estados Unidos de Norteamérica y de Latinoamérica.
Las reuniones con ex alumnos provocan en mí una revoltura envasada en botella de cristal: nostalgia, felicidad, tristeza, desaliento y esperanza. En el instante menos pensado la botella se quiebra y yo me quiebro con ella. Mariana Nuñez Pacheco (niña bonita que ya murió y que, también, fue integrante del Club de Filatelia) me decía: Mr. Keating, comparándome un poco (sólo un poco) con el maestro inspirador de “La Sociedad de los Poetas Muertos”. Sé que cada reunión con ex alumnos alude a la sentencia clásica que Mr. Keating dice a los alumnos de reciente ingreso: “Carpe Diem” (perdón por el latinajo, pero así lo expresa en la película). ¡Vivir el instante, con intensidad! El porvenir es inasible y la vida está tejida con hilo muy frágil. Los del G69 rememoraron a dos de sus compañeros fallecidos: Ileana y Poli. A distancia vi los ojos de María de Lourdes García Díaz llenarse de agua; a ella la vi detrás de algo como una niebla porque mis ojos estaban llenos de esa misma agua.
Uno quisiera que los grupos de ex alumnos estuviesen completos, pero la vida no es así. Siempre hay asientos vacíos. Algunos se avientan desde lo alto del avión sin esperar a que éste llegue a su destino. Destino feliz es el que ahora acompaña a los del G69. ¿Por qué tal número? Porque es el año en que nacieron. Tal vez por esto se les ve la felicidad en el rostro, estuvieron señalados por el número más mencionado por los amados y las amadas. A veces el azar los pone de cabeza, pero ellos saben que así también se disfruta la vida.
“Yo le di clases a la G69”, dice la playera que me obsequiaron. Una tarde de aquellos tiempos compré la más reciente “Mecánica Popular” y con entusiasmo vimos que el columnista había publicado nuestra carta y hecho un elogio bárbaro. Llamó su atención que muchachos de secundaria tuvieran esa iniciativa. Desde ese momento nos llegaron muchas cartas de jóvenes de toda América, querían formar parte del Club y nos pedían decirles el costo de la cuota de ingreso. Lo platicamos y decidimos no darle cauce a este maravilloso hilo. ¡Excedía nuestra intención! Nos quedamos con el grupo así en corto, sin más pretensiones que la de intercambiar sellos con amigos de otras partes del mundo. Pero la tarde en que los muchachos me invitaron a su convivio y Faby me dijo que agradecía haberla acercado a la filatelia, supe que el mejor Club fue el nuestro, así como estos muchachos insisten en que la mejor generación del Colegio Mariano N. Ruiz y de la Preparatoria del Estado ¡es la de ellos!
A veces la botella de cristal se quiebra y yo me quiebro con ella. Tardo muchos días en pegarla de nuevo y no bien está terminada recibo otra invitación de ex alumnos. ¡Dios mío! ¿Cómo se le hace para resistir tanta luz, tanta bendición, tanta hendidura en el corazón? ¿Cómo puede uno dar una clase que se acerque al Justo Medio? ¿Cómo no ser un simple maestro mochilero?
Cuando me despedí, Luis Felipe me obsequió el disco: “Na’rimbo. Chiapas, corazón de la tierra.”, disco en el que él interviene de manera sobresaliente. Al oírlo quité un poco de tierra a mi corazón.
Y cuando el grito surgió: “¡Arriba el G69!”, el clásico bolito dijo: “arriba o abajo, de lo que se trata es que la muchacha lo goce.”

miércoles, 18 de julio de 2012

PORQUE A VECES BASTA UN MAULLIDO




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como caricia de gato y mujeres que son como caricia de leona.
La mujer caricia de leona sueña con sabanas y sábanas que se extienden en el costado del atardecer. Como amuleto usa la sorpresa del venado ante la levedad de la hoja seca estrujada.
Juega a jugar el juego de la semejanza en agua tibia y anhela volar como vuela la codorniz a la hora en que los patos mojan sus sueños.
Se recuesta a la hora que el sol se oculta; hora en que sus pasos son como nubes sobre la arena que evitan las huellas.
Le gusta platicar, por eso, cuando las nubes son como una lluvia de cintas, acude a los cafés y cuenta de cuando halló a un hombre trepado sobre su árbol. Ella le preguntó al hombre qué hacía, ¿acaso no tenía temor de ser devorado por ella? El hombre, lamiéndose los brazos, dijo que nadie puede evadir la muerte, por eso jamás debe uno rendirse ante la consecución de un sueño. Y ella preguntó cuál era su sueño y él, lamiéndose el pecho, dijo que su sueño máximo era ser un gusano. Dios, que andaba por ahí, soltó la carcajada y dijo que su deseo ya estaba cumplido desde el primer día de la creación. ¡No!, dijo el hombre, quiero ser un gusano, pero con alas, para poder volar. Dios volvió a columpiarse de la risa y dijo que su deseo ya estaba cumplido: Dios hizo un pase y el gusano se convirtió en mariposa. Entonces el hombre lloró y Dios le dijo que tampoco hiciera apología del llanto porque sus miserables deseos también estaban cumplidos desde el primer día. El hombre bajó del árbol, se sacudió el pantalón y se despidió de la mujer caricia de leona. Desde entonces, cuenta la leyenda, los hombres suben a las ramas de la mujer, temerosos de hallar ese espejo que los muestra indefensos, a imagen y semejanza de la rama más frágil.
La mujer caricia de leona tiene la esperanza del hombre que mece el ayer donde se acuna el porvenir; tiene el pensamiento de la mujer que se asfixia en el subterfugio del agua; tiene el muro del cabello que se resiste ante la caricia del aire; tiene la prisa de la maleta olvidada; posee la desidia del cordel que se extiende en el aire de la azotea; la misma fragilidad de los rascacielos ante los fragmentos de un papel.
Ella se sacrifica por lo esencial: por la ola que no regresa, por la carta que nunca llega, por la almohada donde el hilo sueña que se vuelve Nada.
A pesar de su velocidad ante la presa, cuando encuentra un muro, como el de Berlín, camina con la lentitud de la cinta enredada en el cabello.
Al primer contacto, sus amados la repelen por el olor que expide, pero, un segundo después, todo varón cae rendido ante la pértiga que le ayuda a conquistar el salto. Asimismo, al primer contacto la repelen por su ilusión de mujer con ojos de horizonte.
A pesar de ser mujer acostumbrada al calor del desierto busca acomodo en la sombra del agua.
Su asiento favorito es la silla tapizada con piel de oveja; su lámpara preferida es la que ilumina con voltios de seda; su color recurrente es el de la caricia que se recuesta sobre el ojo en retirada; su canción perene es la del cuello que retoza en labio.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como el dedo sobre la tecla del piano, y mujeres que son como puertas que sueñan con un abrazo.

lunes, 16 de julio de 2012

PARA LA ALACENA




I.- ¿Cuál es el animal más bonito de todo el mundo?, preguntó el maestro. Bárbara miraba, desde la ventana, el jardín del Colegio; miraba las chinitas que revoloteaban sobre los árboles, que buscaban gusanos en la tierra. Todos los niños levantaron la mano y comenzaron a decir sus preferencias: ¡Perro! ¡Tortuga! ¡Culebra! ¡Cuyo! ¡Víbora! ¡León!... Bárbara seguía viendo en la ventana. Los niños gritaban: ¡Rana! ¡Sapo! ¡Antílope! ¡Pantera! ¡Iguana!... ¿Y tú qué dices, Barbarita?, preguntó el maestro. Bárbara no oyó, tenía la cara sobre la ventana. El maestro se acercó, en puntillas, mientras los compañeros reían. Bárbara sintió la presencia del maestro y volteó. ¿Entonces?, dijo el maestro, ¿cuál crees que es el animal más bonito? ¡El dinosaurio!, dijo ella, todos sus compañeros se hamaquearon de la risa. Bárbara volvió la mirada hacia la ventana y buscó a las chinitas que buscaban gusanos en la tierra. Mientras el maestro acompañaba a los alumnos en la burla, Bárbara pensó: “¡Pendejos! No han leído a Monterroso”.

II.- Y Dios descansó el séptimo día. Él se acostó en su hamaca celestial, su asistente se acercó y le ofreció una malteada de cuscaneva. ¡Chin, Dios mío!, dijo Dios y se pegó un manotazo en la frente: ¡Olvidé los árboles de cuscaneva! Una pena, porque como todo mundo sabe, la cuscaneva es el fruto que concede la vida eterna.

III.- “Te veo”, dijo María. Mario juega con ella. Juegan “Te veo”. Al tío Sebastián le da mucha risa este juego, porque recuerda que en España la palabra “tebeo” nombra a lo que en México llamamos Historieta o Cómic. “Te veo”, grita María, desde el cuarto, y tío Sebastián se acuerda de Tarzán, de Memín Pingüín, de Los Supermachos y de Tawa. El tío oye las carcajadas y las carreras de Mario y María. El juego, todo mundo lo sabe, consiste en convertirse en lo que el compañero indica. María dice “Armadillo” y Mario corre a esconderse detrás de un mueble, se convierte y luego se arrastra hasta que María termina de contar cien. Entonces ella busca debajo de la cama y cuando ve a Mario convertido en armadillo grita “Te veo” y ambos ríen, porque saben que tendrán su premio. Cuando cumplen diez premios van a la biblioteca y reclaman su premio con el tío Sebastián. Él abre la gaveta y les da dos armadillos disecados. Los niños llevan los animales al árbol de jocote, los amarran a una rama, se toman de las manitas y, al unísono, dicen: “Conviértanse en columpios”. Ya luego, el tío lo sabe, los columpios se convertirán en Juan y Juana, bajarán del árbol y jugarán a “Te veo, tebeo”. Mario y María saben que, algún día, irán a dar al fondo de la gaveta, por esto, ahora, se divierten y disfrutan la lluvia de hojas que cae del árbol mientras ellos se columpian y extienden las piernas como si fuesen alas.

IV.- Carl Jung descubrió que el color más egoísta es el ama-ri-yo.

V.- La mujer olía a café, a café de Chiapas (después del Colombiano, ¡el mejor del mundo!). Ella no era recolectora en las fincas del Soconusco, en realidad ella lo único que hacía era enjuagarse el cabello, todas las mañanas, con champú “Garnier Fructis con cafeína”. Le encantaba el aroma de su cabello al salir del baño, era como si estuviera en una cocina antigua y, en un fogón, comenzara a hervir el agua de la olla. Le encantaba cuando un hombre llegaba a la oficina y, titubeante, sonrojado, suplicaba: “¿Me puedes dar una tacita de tu café?”.

VI.- Siempre que el maestro pasaba lista y llegaba al nombre de “Jacobs Bárbara” sabía que ella, al decir ¡Presente!, le estaba diciendo: ¡Dinosaurio!

sábado, 14 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VAPOR DA VIDA




Querida Mariana: el otro día estuve en la pequeña plaza que está junto al templo de El Calvario. Acompañé a un grupo de fotógrafos comitecos que prepara un libro, auspiciado por el actual Ayuntamiento. Mientras Fredy colocaba una cámara con lente de ojo de pescado sobre un soporte, don César salió. Salió de la Tintorería Modelo. En ese momento advertí que el tiempo es eterno, inmodificable. Los chunches y las personas son quienes adquieren un tinte sepia conforme pasa el tiempo. ¿Pasa el tiempo? ¿Pasa a nuestro lado o es como Sofía dice, que los años no pasan sino se quedan en nosotros?
Cuando miré a don César (dueño actual de la tintorería), con una playera que le dejaba los brazos desnudos, miré el Comitán de mis años niños. Cuando platiqué con él me dijo: “Yo te conocí chiquitío. Yo le arreglaba la ropa a tu papá”. Sí, dijo mi mamá cuando le platiqué que había encontrado a don César. Sí, dijo ella, tu papá llevaba sus trajes a esa tintorería.
Miré el Comitán de mis años niños porque, tal vez (ahora lo pienso), acompañaba a mi papá a recoger los trajes. Porque en ese tiempo, dice don César Tovar, todos los señores vestían de traje y de sombrero. Mis años niños estuvieron vestidos de dignidad.
Ya te conté que en mi juventud usé el cabello largo, como la mayoría de mi generación. Los adultos pusieron el grito en el cielo. ¿Qué le pasaba a esa juventud que tenía melenas como si fuese parte de un grupo incivilizado de la Selva? Los peluqueros casi casi se quedaron sin chamba porque los jóvenes no nos acercábamos a sus locales. Algo similar ocurrió con los tintoreros. Un día, a alguien se le ocurrió inventar una tela llamada terlenka que era, por así decirlo, de planchado permanente. Fue una tela tan exitosa que los jóvenes de mi generación mandamos hacer nuestros trajes con esa tela que no necesitaba los oficios de los tintoreros. Ahora con la mezclilla, la tintorería es un oficio lejano a sus días de gloria. Uno manda a limpiar trajes cada muerto de un obispo o cada vez que un amigo pide a un compa que le bautice el chico (sin albur).
Daniel me hizo una entrevista el otro día y entre el bonche de preguntas asomó una que llamó mi atención: ¿qué personajes han definido tu vida? No dudé un instante y respondí: ¡todos! Todos los que han tenido contacto conmigo me han marcado. Entonces, como si fuese un juego de póker, extendí un ramillete de cartas influyentes para bien: mi papá, mi mamá, mis abuelos, mis amigos, tíos, primos (¡y primas, sobre todo una de ellas, la niña con la que jugaba escondidas!), las niñas de quienes me he enamorado, los que me han echado lodo, Cortázar, Dios, Woody Allen, Mario “El Mocoso”, Paty y mis hijos. Pero supe que eran más: la sirvienta de mi casa, los empleados que tuvo mi papá y, también, todos aquellos personajes comitecos que miraba desde la calle mientras caminaba. Entre éstos aparece don César, tal vez porque en una o dos ocasiones, de la mano de mi papá, lo vi bajar la plancha de vapor sobre algún pantalón o saco. De igual manera recuerdo a doña Sara, quien tuvo la primera tintorería de este pueblo (Tintorería “Cuauhtémoc”). ¿De qué pueblo vino doña Sara? ¿Por qué se le ocurrió -a una mujer- abrir un negocio tan raro en ese tiempo? Marianita de viento, es tan raro el negocio que, en la actualidad, en Las Margaritas, Comalapa, La Trinitaria y demás puntos circunvecinos ¡no hay tintorerías! Los zapalutecos que visten de traje traen sus prendas a las tintorerías de nuestro pueblo, muchos lo hacen en la tintorería de don César.
Doña Sara fue todo un personaje. Tenía dos perros color miel, con orejas grandes, siempre gachas, con la mirada triste que tienen todos los perros. Además doña Sara era como un personaje maravilloso de este circo que es la vida, porque, sobre los labios, tenía un bozo que obligó a que este pueblo la llamara Sara Bigotes. Yo, cuando la sirvienta nos servía pastelitos de manjar y chocolate en la cena, acercaba mi boca a la taza, me llenaba de espuma, levantaba la cara y decía: “Soy doña Sara”, mi papá movía negativamente la cabeza, pero sonreía, lo mismo hacía mi mamá. Yo reía, reía mucho.
Por esto, mientras Fredy tomaba la fotografía para incluirla en el libro que se llama “Comitán de mis amores” yo sonreí al encontrarme con don César, porque fue como si en él estuviera concentrado todo ese tiempo de mi niñez. Me vi entonces caminando cogido de la mano de mi papá y me sentí feliz. Supe que ese viento que movía el cabello de Liliana (quien posaba para la foto), traía el aire de la vida, la gentileza de mi papá, las hojas secas de mi infancia. Sonreí.
Don César me permitió entrar a la galera donde está la maquinaria (maquinaria americana que compró don Arnulfo Cordero). Ahí está la caldera que produce el vapor. Dios mío, Marianita, entrar a esa galera fue como viajar a la Inglaterra de la Revolución Industrial; fue como recordar el libro de Historia Universal (¡universal, qué soberbia nuestra educación!) que contaba el prodigio de cuando el hombre inventó la máquina de vapor y ésta movía los trenes que subían y bajaban por las montañas de todo el mundo. ¿Qué hace el vapor, don César? ¿Cómo este calorcito hace que los pantalones tengan la raya bien marcada? ¿Cómo, don César, el vapor ha marcado la raya de su vida durante cincuenta y un años? Oficio raro el de tintorero, Marianita de mi corazón.
¿Te acordás de la película que vimos el otro día: “La vida secreta de las palabras”? ¿La que habla del hombre que se accidenta en su lugar de trabajo, una plataforma marina donde extraen petróleo? ¿Te acordás que te dije que nunca elegiría esa chamba porque el mar me produce un desasosiego que llega a la asfixia? Nunca podría vivir en una isla artificial tan breve. Luego de ver la película hablamos de los oficios raros, de esos oficios que no son comunes. Oficio común es el de la secretaria, el de taxista y el de mesero; un oficio raro es el del hombre que, todas las tardes, prende los faros que guían a los marinos; un oficio raro es el del hombre que, con el vapor, alisa la tela de los trajes de vestir. Es un oficio raro porque es un oficio que viene de otros siglos, de cuando los barcos eran movidos por el vapor; de cuando don César usaba el gas nafta para producir las nubes en la caldera. Las tintorerías modernas ¿que energía emplean? ¿Cuánto vale ahora el planchado de un traje? Hubo un tiempo en que don César cobró ocho pesos para arreglar un traje completo. ¡Ocho pesos! Dios mío, ahora con ocho pesos no compró ni un “halls” de menta.
La casa en donde está la tintorería es una casa de dos corredores, con pilares de madera y patio generoso donde se descuelga el sol. Pero, el cuarto donde él tiene la ropa lista es más bien oscuro. Al fondo del cuarto hay un espejo que está para aparentar que es más grande. Un letrero, breve como la plaza de El Calvario, dice: “En este lugar sólo quedamos los chingones. Los pendejos están jubilados o se encuentran de vacaciones”. En una repisa del fondo hay una botella de güisqui ya comenzada. Don César tiene setenta años. Se ve bien. Quiero preguntarle si, de vez en vez, se mete un tutanazo de güisqui para agarrar calor, pero me abstengo. Tal vez el calor que lo mantiene “bien hacha” viene de ese vapor que aparece cuando el agua hierve y mueve émbolos y mueve conciencias y mueve espíritus.
El cuarto donde tiene la ropa es más bien oscuro. Don César sólo sale al sol cuando cruza el patio para ir a la galera donde está la maquinaria. En la galera permanece de pie, su oficio se lo exige; en el cuarto de la ropa lista tiene un butaque, con cuero de saber qué animal. En este butaque me senté y cuando lo hice pensé que, tal vez, este mismo asiento estaba cuando yo, de niño, llegaba con mi papá. El cuero del butaque está gastado. Don César no se ve gastado, su rostro tiene una ligera niebla, pero debe ser como esa niebla que cubría al Londres de principios del siglo XIX.
¿Cómo llegó a Comitán la maquinaria que compró don Arnulfo Cordero? La plancha tiene la marca Hoffman (marca que suena a Alemana), pero la caldera tiene una marca americana. La alemana, sin duda, viajó en barco para llegar a América. ¿La maquinaria llegó a Comitán sobre los lomos de un patache de mulas? Tal vez, tal vez. Don César sonríe cuando le digo que me da gusto volver a verlo. Pienso que el letrero tiene razón: sólo los chingones están ahí. Los pendejos ya se jubilaron. Los chingones son todos los fantasmas que él cuida, él, el chingón mayor.

Posdata: los hombres, mi niña bonita, estamos hechos de todo lo que nos toca durante la vida. Por esto, nuestro Presidente Municipal actual, José Antonio Aguilar Meza, mandó hacer un libro de lujo con imágenes de Comitán. Pidió a fotógrafos de este pueblo tomaran las fotografías que sinteticen, hasta donde esto es posible, el espíritu que ha tocado este pueblo.
Dicen que estos tiempos son tiempos de imágenes, que vivimos en el siglo de la imagen. Bueno, parece que esto siempre ha sido así. El hombre, a cada instante, no hace otra cosa que procesar imágenes. Cuando vi a don César, parado en la puerta de la casa donde está la tintorería lo único que hice fue tomar esa imagen, procesarla, embarrarla en mi corazón y, luego, compararla con el titipuchal de imágenes que conserva mi memoria. Por esto fue que la imagen actual de don César, como si fuese una lluvia de estrellas, unió los demás planetas que circundan mi universo. Ahí, junto a don César, apareció la imagen de mi papá, la del cine Comitán, la de la cantina de tío Tavo, la del Club de Leones, la de la tienda de doña Angelita (donde compré un cohetito que, al caer, tronaba fulminantes); con don César apareció el sonido de las campanas de El Calvario y, fue irremediable, apareció también la imagen de Rosario Castellanos niña, que vivió en el barrio, a media cuadra apenas de donde don César tiene su tintorería.
Muy pronto, los lectores de Comitán tendrán en sus manos el libro de fotografías. En las páginas finales del libro hay un apartado que dedican especialmente a imágenes del siglo pasado. Todas están en color sepia. Parece que el color de la nostalgia va del blanco y negro al sepia. Algún día lo que hoy es color también tomará ese color que adquieren todos los chunches y personas que un día “nos tocaron”. Tal vez por esto a don César no lo vi en tecnicolor, lo vi rodeado de una ligera niebla luminosa, la misma niebla luminosa que tiene el amanecer de este pueblo cuando el sol toca la orilla de mi corazón.
Los hombres estamos hechos de todo aquello que toca nuestra vida: calles, casas, patios, lagos, bosques, pájaros, perros, gatos y, sobre todo, corazones. Estoy hecho de todos los personajes que me han tocado. Ahora estoy tocado por vos, soy un poco lo que vos sos y vos sos un poco lo que yo soy. Soy Comitán, soy universo, soy Dios. Igual que vos, niña amada.

viernes, 13 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LO MEJOR DE LA VIDA ES LA LUZ




Querida Mariana, dejá que te cuente: un día el maestro Gerardo llegó a mi oficina y me preguntó, con su carita de árbol lleno de luz: “¿Qué talla de camisa sos?”. Le dije que no le diría porque no quería regalos. Él cambió la plática. Sí, pensé, Gerardo quería darme un obsequio. Cuando alguien me regala algo me pone en aprietos. No me gusta que me regalen. No sé recibir presentes (ni pasados, ni futuros). No sé poner la cara de “perro feliz ante las croquetas”, no sé mover la cola, ni dar de brincos, ni dejar de lado mi cara de piedra. Cuando alguien me obsequia algo yo no puedo obsequiarle mi agradecimiento. Esto me provoca un pesar. Por esto ¡no me gusta que me obsequien chunches! El día de mi cumpleaños me escondo, me voy a un callejón donde nadie me encuentre. Las normas sociales exigen (¡bonita exigencia!) que cuando alguien da un obsequio, el recipiendario (¡pucha, qué palabrita), a la hora de formalizar su ingreso a la Cofradía de Los Gratos a los Ojos del Otro, haga como si hubiese recibido la Gloria del Espíritu Santo.
Si me diesen a elegir optaría por lo que hizo mi afecto Israel. Un día hallé debajo de mi puerta un libro. Luego supe que había sido él. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué manera tan discreta de poner el mundo en mis manos! Pero, claro, el mundo no siempre es así.
Si me diesen a elegir optaría por lo que hace mi compadre Quique. Él, cuando viaja a Puebla o a la ciudad de México, tiene la sana costumbre de visitar la librería Gandhi. Cuando camina en esos pasillos llenos de mesas y libreros, él, siempre, ¡qué bueno!, sigue alentando la sana costumbre de acordarse de mí y me envía un mensaje preguntándome qué libro quiero. Cuando regresa a nuestro Comitán me envía otro mensaje que dice: “Dejé tu libro en la recepción de mi oficina”, entonces paso y la muchacha bonita que atiende el teléfono y recibe a los clientes del Notario me entrega el libro. Salgo, me paro en la puerta y a Quique le envío un mensaje donde le digo que ya tengo en mis manos el libro, le mando un abrazo y punto y aparte. El libro más reciente que Quique me obsequió es “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami (libro que, por el momento, tengo en la orilla de mi Kafquiano buró. Ahora leo el libro que me obsequiaste, niña bonita: “Instrucciones para salvar el mundo”, de Rosa Montero).
Si me diesen a elegir optaría por lo que hizo Eugenio Córdova López (a quien no tengo el gusto de conocer físicamente, pero de quién sé que es fotógrafo, además de académico, oriundo de ese pueblo río que se llama Tzimol, y quien ahora radica en la ciudad de México). Ayer llegó el maestro Jorge, me llamó y de su auto sacó un libro: “La Capilla del Rosario”, de Daniel Durán, una edición de 1938, auspiciada por la Sociedad “Acción Pro-Puebla”. Maestro Jorge me dijo que Eugenio lee las Arenillas y por esto, sólo por esto, envió este abrazo por apreciable conducto de su hermano.
Eugenio no sabe toda el agua limpia que removió. Conocí esa capilla poblana en compañía de mi papá y mamá una vez que fuimos de vacaciones; luego (un día prodigioso) en un viaje de estudios, cuando estudiaba Arquitectura en la Universidad del Valle de México, mi maestra Miriam me enseñó a descifrar el mundo formulado en sencilla argamasa. Cuando radiqué en la ciudad de Puebla constantemente visité la Capilla, sólo para alimentar mi asombro.
Si me diesen a elegir optaría (y copio del libro que Eugenio me envió) por lo que Rubén Darío dijo: “¿Que no hay gloria? Sí la hay, yo la he visto y es ¡de luz!”. Pero el mundo no es como uno quiere que sea, niña bonita, y no faltará el tipo que ante la lectura del verso diga: ¿Que no hay gloria? Sí, sí hay, trabaja de sirvienta en mi casa.
Va pues, si pudiera elegir, elegiría la mano derecha que se oculta en el instante que la izquierda diseña el mundo; y sólo bordaría una palabra como puente: ¡Gracias! No más.
Si el maestro Gerardo lee esta Arenilla ya sabe ¡no quiero camisa!, menos de fuerza o a la fuerza.

miércoles, 11 de julio de 2012

UN CUENTERO PEREGRINO




¡Se lo advertí!, dijo mi tía Aurora cuando le comenté que Gabriel García Márquez está perdiendo la memoria. Cabroncito, se lo advertí, repite, mientras me dice que me siente y ella va a la cocina a preparar agua de guanábana. La guanábana es muy buena para la alegría, grita. El loro la remeda: ¡alegría, alegría! Mi tía me trae un vaso con agua de guanábana. Mirá, dice, qué blanca, parece leche de la Vía Láctea. Se sienta, ofrece su vaso para que yo choque el mío. Bebemos. Dice: le dije a Gabrielito que no jugara con las palabras, ahora va a acabar igual que esos cabroncitos de Macondo. La última vez que lo vi le volví a decir lo que siempre le decía: tené cuidado, Gabrielito, no estés invocando de más la miseria con la palabra. Los de Macondo comenzaron a olvidarse de las cosas, igual que la abuela de Gabrielito. Un día, ahí donde estás sentado, se sentó la abuela y comenzó a decirme que quién era yo, que si no tenía qué hacer. Ah, cabroncita, ¿sabés que hizo? Me corrió. ¡Me corrió de mi propia casa! Entonces fui a la tienda de doña Rome y pedí una llamada por teléfono. Gabrielito, le dije, acá está tu abuela y…ya no me dejó seguir. Sí, dijo él, ya está perdiendo la memoria. Ahí le recordé a Gabrielito lo que siempre le decía, ¿ya miraste? Debés tener cuidado, porque a vos te puede pasar lo mismo si seguís escribiendo de desmemoriados y de muertos. Y cuando dije muertos toqué madera y recé la oración de la Buena Dispensa, porque es muy buena para evitar los hoyos y la humedad de la tierra. Gabrielito vino y se llevó a su abuela. No vayás a pensar que ella fue por su propio pie, fue necesario que lo llevaran en andas, como si fuese una reina de Sudamérica. A la hora que Gabrielito entró su abuela le preguntó quién era. Soy yo, tu Gabito, dijo él, pero ella miró por la ventana y dijo: parece que va a llover, y Nicolás no viene. Y se persignó y luego rezó tres misterios que sirven para evitar los rayos y los truenos. Entonces a Gabrielito se le ocurrió decir que era el abuelo y la abuela volvió a persignarse y dijo: ¡Bendito Dios que ya llegaste, el agua está subiendo hasta el techo! ¿Trajiste el barco?, preguntó ella, y Gabrielito dijo que sí, fue entonces que entraron dos mulatos, vestidos con trajes de manta, y la llevaron en andas a su casa. Así recuperé la mía. Desde entonces supe que a Gabrielito lo rondaba el mal de la pérdida de memoria. Se lo advertí, pero no me hizo caso. Y ahora ahí está, dice el Apuleyo que Gabrielito está perdiendo la memoria. Está igual que su abuela, dice Apuleyo. Uno entra a su casa, saluda, su mujer abre las cortinas, ofrece té o café con pan, y cuando uno ya está sentado en la sala aparece Gabrielito y pregunta: ¿A qué hora llegaste? Uno contesta como gente decente, pero él vuelve a preguntar lo mismo. Entonces uno se da cuenta que él no sabe quién es uno. Tal vez, pienso yo, tiene confusión de cuento. Inventó tantos personajes que ahora debe pensar que están llegando a verlo, pero él no sabe quién es quién. Dios mío, pobre Gabrielito, su cabeza debe ser como una jaula de mil pájaros. Pero yo se lo advertí, insiste la tía Aurora. ¿Cómo conociste a don Gabriel?, le pregunto. Ella va a la cocina, me pregunta si quiero más agua. Yo subo la voz y digo que sí, mientras me levanto y voy al librero y comienzo a curiosear. Ahí hay una fotografía donde está Gabriel García Márquez, de niño. Como fondo hay un platanar verdísimo (aunque la foto está en color sepia). Mi tía regresa, me ofrece el vaso y dice: Acá está Gabrielito. La foto la tomé en el patio de la casa. Acá, mirá. Camina a la ventana y señala el patio donde crecen unos rosales. ¿Quién sembró esos rosales?, pregunto y ella dice que Marito. ¿Qué Marito? Marito. ¡Marito, cabroncito!, remeda el loro. Yo le advertí que tuviera cuidado, pero no me hizo caso.

lunes, 9 de julio de 2012

MIENTRAS LA LLUVIA PASA




“¿Te tiñes el cabello?”, preguntó ella, aún cuando sabía que no era el inicio ideal de la novela que planeaba escribir. ¡Su primera novela! La respuesta, supo, mientras tomaba una malteada de vainilla, al lado del ventanal del restaurante, dependía de su humor, del camino que deseara tomar.
Durante muchos años pensó en escribir la gran novela de la literatura chiapaneca. Ahora, mientras miraba la gente caminar por la calle, había comenzado, pero se sentía defraudada porque su inicio había sido titubeante. ¿A quién se le ocurre iniciar una novela con una pregunta tan sosa?
Pero la vida tiene caminos insospechados, porque, mientras ella pedía otra malteada a la mesera (ahora, de fresa), un hombre se acercó hasta ella y preguntó lo mismo que ella había escrito en su libreta: “¿Te tiñes el cabello?”. Ella lo vio, se tomó el cabello y como si le buscara orzuela agarró las puntas y dijo: “¡Sí! ¿Por qué?”. El hombre abrió un maletín y dejó sobre la mesa un folleto, hizo una reverencia con el sombrero y se alejó, sin decir algo más.
Ella tomó el folleto y vio que anunciaba tintes para el cabello. Sonrió. ¡Qué coincidencia!, pensó.
Pero, ella lo sabe o si no lo intuye, las coincidencias son el camino de la fatalidad.
Dos segundos después la mesera se acercó y dijo que no tenían fresas. Está bien, dijo ella, tráeme una de chocolate. La mesera apuntó en su libreta y se retiró. Ella vio la calle, muchas personas se ponían los impermeables o abrían los paraguas. Ella pensó que, tal vez, los tintes que anunciaba el folleto eran de tal calidad que se “corrían” con el agua de la lluvia. Vio la calle, de nuevo, e imaginó que las mujeres con el cabello recién pintado se protegían la cabeza con periódicos para no despintarse. Imaginó a las mujeres con el tinte escurrido por la cara, como si fueran payasos llorones.
La mesera se acercó, se llevó las manos a la cara y dijo que qué pena, el chocolate también se les había terminado y que ya tampoco había vainilla, la que le servimos fue la última. Ella no se enojó. Le dijo que se sentara, pero la mesera dijo que no podía, la política del restaurante no les permitía sentarse con los clientes. “¿Te tiñes el cabello?”, preguntó ella y la mesera respondió con otra pregunta: “¿Se nota?” y comenzó a llorar. Dejó la libreta sobre la mesa, sacó un kleenex de la bolsa de su delantal y se limpió. El rímel se le regó y ella pensó que era un tinte escurrido sobre su cara, entonces pensó (¡qué bobera!) que es bueno que el color de la piel no se despinte con el agua de la lluvia o con las lágrimas. Entonces pensó (¡qué bobera!) que la pregunta inicial de su novela podría ser: “¿Te tiñes la piel?”, pero tampoco era un buen inicio, porque la palabra teñir tiene mucha cercanía con la palabra tiña. La pregunta podría ser: “¿Te pintas la piel?”. Quien haría la pregunta sería un famoso pintor (digamos Diego Rivera), le haría la pregunta a la mesera de aquel restaurante y luego se convertiría en su modelo y luego su amante. Mesera que, por cierto, había sacado otro kleenex y ahora contaba, entre un llanto como de grifo a media noche, que una vez, muy chica, había tomado el tinte de su mamá y se había teñido el cabello de color azul y la mamá la había golpeado hasta dejarla morada de la calle. ¿Se da cuenta?, preguntó, tenía el cabello azul y la cara morada.
En la calle había dejado de llover y ahora la gente entraba al restaurante, se quitaba el impermeable, lo dejaba en el perchero, buscaba una mesa, se sentaba, levantaba la mano en busca de una mesera y el dueño, desde la barra, con una servilleta en la mano, también levantaba la mano llamando a la mesera que seguía en la mesa de ella y ahora contaba que, niña, le gustaba leer novelas y cuentos, porque ella le había dicho que escribía y estaba a punto de iniciar su primera novela y la mesera decía que sí, mientras sacaba otro kleneex, que sí, que la pregunta de “¿Te tiñes el cabello?” le parecía un buen inicio de novela, porque, entonces la mesera se puso seria y preguntó: “¿Usted ha leído una novela que empiece así?”. ¡Ahí está! Usted se hará famosa, dijo la mesera, mientras el dueño del restaurante, la jalaba del brazo, la paraba y le mostraba todos los brazos alzados de los comensales que solicitaban servicio y la mesera se quitaba, con lentitud, el mandil color rosa con franjas blancas, tiraba la libreta y decía que renunciaba en ese momento y regresaba a sentarse a la mesa de ella y levantaba el brazo en intento de llamar la atención a algún mesero o mesera para pedir una malteada de vainilla, mientras ella pensaba que tal vez la mesera tenía razón y la pregunta inicial podría ser un buen inicio de su primera novela. Ahí, sobre la mesa, tenía un folleto con instrucciones sobre cómo teñirse el cabello, en tres pasos.

sábado, 7 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO NO ES UNA TUERCA O UN TORNILLO


Con un abrazo respetuoso a la familia Palacios De León,
por la ausencia física de doña Esperancita.




Querida Mariana: los adultos se quejan de los jóvenes de estos tiempos. “¡No, no, no tenés idea de cómo son ahora! Antes no eran tan irrespetuosos.”, dice doña Socorrito, quien vende chinculguajes en la escuela. Y mientras lo dice dos niñas de secundaria pasan frente a nosotros y una de ellas le dice a la otra, en voz altísima: “¡Se pasó de verga el güey!”. Mejor ni pregunto de qué o de quién hablan porque capaz llueve en mi milpita.
Recuerdo que, en los años setenta, los papás se quejaban de nosotros: ¡los jóvenes! Mi abuela Esperanza ponía cara de fin del universo y decía que no sabía a dónde iba a parar el mundo con esa “bola de melenudos, buenos para nada”. Ahora que te escribo esto imagino lo que mi abuela veía cuando caminaba por el portal, frente al parque: un grupo de melenudos, con pantalones acampanados, camisas con estampados sicodélicos, sentados sobre los respaldos de las bancas, con “las patotas” sobre los asientos, con los cigarros en la mano, riéndose, haciendo el símbolo de “Amor y Paz” y repitiendo aquello de “Haz el amor y no la guerra”, porque era el tiempo en que los hippies dominaban los extensos territorios del porvenir. Y entre los chavos de ese grupo: ¡su nieto, Alejandrito! Dios mío -pensaría- ¿qué futuro le espera a México?
Esos chavos melenudos, buenos para nada, chavos de los setenta, son los que ahora dirigen el mundo. Según el Internet, Ángela Merker (Presidente de Alemania) nació en 1954; Vladimir Putin (Presidente de Rusia) nació en 1952; Francoise Hollande (Presidente de Francia) nació en 1954. Mi abuelita diría que por eso el mundo anda como anda, y agregaría: ¿Qué futuro le espera al mundo para los próximos decenios si los malcriados chavos actuales serán los responsables de conducir su destino?
No creo que la realidad sea tan dramática; no creo que los jóvenes de ahora sean peor de como fuimos nosotros, así como nuestros padres no fueron más rebeldes que sus padres cuando jóvenes. Lo que sucede es que los adultos olvidamos cómo fuimos.
Cuando ahora veo a un estudiante de secundaria o de preparatoria hago el esfuerzo mental de verme reflejado. Hago el intento de entenderlo para entenderme. ¿Cómo era yo a esa edad? ¡Malcriado! ¡Irrespetuoso! Si me comparo casi casi llego a la conclusión que yo fui peor que los chavos de este tiempo, un poco al estilo de Sor Juana que decía que era “la peor de todas” (y estoy hablando de la máxima escritora de esta patria). Si yo fuera mi abuelita no caminaría por el portal (porque la manzana de la discordia fue derruida), caminaría por el corredor exterior de la Casa de la Cultura y vería a los jóvenes, cerca de la fuente, vestidos de manera menos estrafalaria (ahora todo mundo anda con pantalones de mezclilla); vería a muchachas con tatuajes, pero sin las minifaldas de aquellos tiempos que tanto alboroto causaron porque nada dejaban a la imaginación. Las faldas eran tan mini que los jóvenes, y los viejos, mirábamos a nuestras amigas y sabíamos de qué color eran sus pantaletas (ahora les llaman chones) y a algunas les mirábamos hasta el grueso de sus amígdalas (dicho esto en sentido metafórico y perverso). Los jóvenes de hoy no son peores que los jóvenes de todos los tiempos. Cada tiempo ha tenido ¡sus peores!
Dios mío, querida mía, si yo te contara cómo fui. Te contaré sólo una “anécdota”. El maestro Reynaldo nos daba Ejercicios Lexicológicos, en la gloriosa escuela Preparatoria. El aula era donde ahora está el salón de exposiciones temporales, del Centro Cultural Rosario Castellanos. Yo tenía diecisiete años y esperaba terminar la preparatoria para ir a estudiar a la UNAM, en la ciudad de México. Recuerdo un salón desordenado, con sillas de madera pintadas en verde y azul descascarado. A la hora que el maestro Rey entraba al salón, él siempre vestido con traje y con su pequeño libro de Ejercicios Lexicológicos, mis compañeros seguían platicando, desparramados en las sillas, sin hacer caso al maestro que comenzaba a dictar los ejercicios. Al Maestro Rey le decíamos: “Totón, totón”, porque cuando algún alumno no respondía la pregunta de manera correcta él amenazaba con poner un “tostón” de calificación (cincuenta). Lo pronunciaba eliminando la “ese” y, por eso, sonaba “totón”. Yo (lo juro) siempre me sentaba hasta adelante en su clase y ponía atención. Lo hacía porque, desde entonces, el estudio del lenguaje me causaba fascinación y también lo hacía porque me causaba cierta tristeza ver la forma en que tratábamos al maestro. ¡Éramos unos irrespetuosos ante la figura gigante del sabio maestro! Yo cumplía con mis deberes y sacaba dieces en los exámenes de su materia. Pero el día del examen final hice mi gracia, más bien ¡desgracia! El examen estaba programado para las cuatro de la tarde. A la una estudiaba en casa cuando oí el claxon del auto de Alfredo Domínguez (en paz descanse). Salí y Alfredo me dijo: “Vonós, estoy con las fulanas”; como las fulanas eran muchachas bonitas bien jaladoras, le dije a mi mamá que ya me iba a la escuela. Nos fuimos por el rumbo de la colonia Miguel Alemán, zona que ahora está poblada pero que en esos tiempos era un “campito fajador”. Ahí estaban las fulanas y otros compas con dos botellas de un trago llamado Delfín y chicharroncitos de botana (los chicharroncitos comprados en el mercado y los chicharroncitos de ellas). Me senté y acepté la primera copa. A las cuatro con diez (ya bolo) le pedí a Alfredo que me llevara a la escuela porque mi sentido de responsabilidad estaba por encima del guateque. Él se botó de la risa, dijo que qué iba a hacer si estaba borrachísimo. Fue tanta mi insistencia que me llevó. Al entrar a la escuela vi a todos mis compañeros en el corredor. Habían sacado las sillas para evitar la copia. Todos me vieron, todos rieron al verme tataratear. Me senté. La güerita (la secretaria) se acercó, me dio el examen y me dijo que me fuera, si el maestro se daba cuenta que estaba borracho me expulsaría de la escuela y no tendría certificado de bachillerato. No le hice caso, quería demostrar que sabía (¡bestia!). Miré la hoja y no distinguí las letras, todo era una mancha, así que agarré mi pluma y, como si anulara mi voto en elección Peñanietera, pinté una gran equis en toda la hoja y la entregué a la secretaria. El maestro Rey me vio, me vio desde mi llegada, supo -sin duda- que estaba tomado. Al otro día, ya podrás imaginarlo, no fui a la escuela. La vergüenza era una lápida que me convirtió en un Pípila castrado. Dos días después me atreví a ir a mi escuela. Me acerqué a la secretaría, saludé a la güerita, con pena, y pedí mi boleta final. El maestro Rey me puso ¡diez! ¿Cuántos alumnos llegan borrachos a presentar exámenes, el día de hoy? ¡Uf, poseo un récord nada envidiable! ¿Peores los muchachos de estos tiempos?
Como dicen los que saben: “los jóvenes son revolucionarios por naturaleza” y son irrespetuosos porque son ignorantes y los ignorantes son ciegos. Conforme crezcan se darán cuenta que el mundo no está diseñado a su imagen y semejanza. Pero mientras crecen, ellos se rebelan a todo lo establecido. Y esto es así porque ven que el mundo formado por los adultos no es el mejor de los mundos posibles. Ante la posibilidad de crear nuevas formas de ser, los jóvenes se rebelan. Ya cuando se vuelvan viejos olvidarán cómo fueron y, en palabras del enormísimo poeta José Emilio Pacheco, verán que: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”.
En las escuelas de Comitán se han escrito mil anécdotas que dan cuenta de las travesuras juveniles. Unas son ingenuas, pero otras son perversas. Entre las “ingenuas” está la del maestro que salió de clases y no halló su carro en el estacionamiento de la prepa. Un grupo de alumnos, mientras el maestro estaba en el aula, “cargó” el carro y lo “estacionó” en otro lugar (claro, a veces hay que contar el otro lado de la historia. Dicen que los alumnos se desquitaron porque el maestro era un tacuatzón que no cumplía con sus obligaciones). Otra “ingenua” es la del maestro que entró a la oficina del Director, con lágrimas en los ojos, y le enseñó su pantalón. Una tarde antes el maestro, que siempre vestía los pantalones acampanados caducos de su juventud, compró un pantalón. Llegó muy chento a la escuela y nunca se dio cuenta que los alumnos colocaron sendos chicles en su asiento, uno para cada nalga. Los jóvenes hacen travesuras a los viejos por pura rebeldía; muchos viejos tratan mal a los chavos y éstos bordan resentimientos que olvidan con dificultad.
Cuando estudié en la Universidad del Valle, en la ciudad de México, los alumnos nos sentábamos en sillas de asiento metálico. Algunos perversos hacían una fogata con papeles en la base de la silla y más tardaban las compañeras en sentarse que, en medio de aullidos, pararse sobando las nalgas.

Posdata: ¿Qué travesuras hacen ahora los muchachos que superen las de todos los tiempos? Es cierto, ahora las niñas bonitas tienen un lenguaje que se acerca mucho al de los albañiles. ¿Por qué? La respuesta es simple: ocurrió un fenómeno de liberación. Antes, ¿quién se atrevía a hablar de sexo en la forma tan abierta como se hace ahora? Esta liberación es resultado de un proceso. Los jóvenes de todos los tiempos han contribuido a lograr esta transformación. ¡Vuelan hojas y polvo cada vez que se abre la ventana de un cuarto que ha permanecido cerrado años y años!
Cuando los españoles se liberaron de la opresión del dictador Franco se dio un destape extenuante. Todo mundo español se destapó de alma y de cuerpo. La imagen y la palabra se mostraron sin pudor. Esto es explicable porque, cuando un pueblo está sometido a la censura total, la primera bocanada libertaria provoca un aire cercano al libertinaje. Esto mismo sucede con las muchachas bonitas actuales. Durante muchos años, las comitecas fueron sumisas y entumiditas. En las casas tenían prohibido hablar. Ahora que tienen los mismos derechos que los hombres trabajan en espacios que fueron exclusivos para los varones y se expresan de igual manera. Por esto ahora gritan las mismas malcriadezas que gritan los hombres. Creen que con ello liberan a la palabra de la opresión. Ignoran el sentido sagrado de la palabra. ¡Es un destape violento! Algún día todo volverá a tomar su cauce normal.
¿Los jóvenes de ahora son más irrespetuosos? ¡No lo creo! Como en todos los tiempos, ahora hay muchos jóvenes responsables que tienen un proyecto de vida bien cimentado; como en todos los tiempos también hay miles y miles de jóvenes desubicados que andan como ciegos. Por esto, insisto, los viejos tenemos el compromiso moral de procurarles mejores sendas.
Siempre que veo a un joven titubeante, confuso, me veo reflejado y la imagen de mi maestro Rey aparece y sé que ahí estuvo un hombre bueno y tolerante que construyó veredas llenas de luz. Cuando esto sucede mi esperanza florece. En estos tiempos confusos aún hay jóvenes dispuestos a cambiar. Los viejos tenemos que ofrecer certezas.

viernes, 6 de julio de 2012

POR LAS MUJERES QUE SUEÑAN CON EL MAR




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en mujeres que son como zapatillas sin tacones y mujeres que son como chanclas de patas de gallo.
La mujer zapatilla sin tacón es como un alce sin cornamentas, es como un árbol sin tortugas carpinteras. Las tortugas carpinteras abren hoyos en los troncos, que las ardillas convierten en sus casas.
Le gusta vivir en pent-houses porque las ventanas son como misceláneas para comprar nubes y chorros de agua en promoción de dos por una. Barre sus estancias como si el polvo fuese un tesoro no descubierto. Sus montañas favoritas son aquellas donde los helados tienen sabor a viento.
A veces sube al cielo en globos aerostáticos y desciende por los hilos sobrantes de los papalotes. El mar la seduce con la misma seducción que un manantial se desboca por las galerías del silencio.
Se enamora de los hombres con barba, porque cree que el origen del deseo siempre está enredado en lo que hace la diferencia. Usa máscaras de luchadora a la hora que hace el amor con su amado, porque le encanta el fuego que brota de las chimeneas del cuerpo. Por esto añora ver las películas de Santo, el enmascarado de plata, en blanco y negro. De igual manera tiene nostalgia por los teléfonos antiguos y por las fotografías que huelen a jazmín.
Su amuleto es un llavero que siempre lleva colgado en el cinturón. La llave enseña una lección: todo puede abrirse si se tiene la clave correcta. Puede abrirse el corazón del hombre, la mente de una hormiga, el hueco de un florero, el sillón que sirve para adormecer el viento del Sur.
No le gusta tener vacías las paredes de su casa. Por ello, los domingos, acude a los mercados de pulgas y adquiere puertas viejas y relojes que sólo marcan la desidia.
Tiene como rutina hablar todas las tardes por teléfono. Marca un número cualquiera y toma nombres diferentes, a veces se llama Shakira, a veces se llama Frida Kahlo, a veces es la entrada del infierno y, a veces, se llama ramo de alhelíes.
Cuando come una manzana lo hace sólo para saber cuál es el misterio de Eva; cuando come un chocolate lo hace sólo para saber cuál es la magia del molinillo al momento de invocar la espuma. Cuando se sienta a la mesa, a la hora de la cena, lo hace sólo para saber de qué corteza está hecho el cuerpo.
Mariposas rodean sus pasiones y alas de mosca vigilan su insomnio. No tiene idea de cuál es el árbol donde crece el bien y cuál donde crece el mal. Por ello cree que la felicidad no es un fruto sino un animal.
Se mueve su cabello, no por el viento sino por la ambición del aire; se mueven sus ojos, no por el rayo de sol sino por la voz que se cuela en la hendija; se mueve su corazón, no por el impulso de la mano del amado sino por el laberinto de la sonrisa tibia.
Se mueven sus pechos, no por el encanto de la piedra sino por el beso de la arena; se mueven sus pies, no por la premura de sus pasos sino por la cuerda del talud; se mueven sus deseos, no por el agua de su fuente sino por la tristeza de las ventanas cerradas. Se confunde su cristal, no por el tiempo que se desgaja como naranja sino por la cuerda que encierra el ojo del mar.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como el cumpleaños de un pecarí y mujeres que son como maletas dispuestas al viaje.

miércoles, 4 de julio de 2012

LAS RAÍCES DE LA CEIBA




El pasado 29 de junio me invitaron a presentar el libro: “Las raíces de la ceiba”, de Luis Antonio Rincón García. Paso copia del textillo que leí esa tarde, en el Centro Cultural Rosario Castellanos.
Fuimos convocados para la presentación del libro: “Las raíces de la ceiba”. ¿Para qué sirve una presentación de libro? Quiero pensar que sirve para que el auditorio, sin tener el libro a la mano, tenga una opinión inicial del contenido del mismo. Es como una estrategia decimonónica de difusión.
Soy un creyente de la lectura como el acto más íntimo sin intermediarios, por ello, de principio, descreo de las presentaciones de libros. El lector debe enfrentarse al libro como el niño mira por primera vez el prodigio del mar.
Entonces, ¿por qué estoy acá trepado en esta mesa de honor? Araceli me obsequió el libro de Luis Antonio hace quince o veinte días. Ella, generosa, escribió en la dedicatoria: “¡Disfrútelo!”, y como si fuese un mandato abrí el libro y ¡lo disfruté! El libro es disfrutable y, ustedes lo saben, no hay mayor privilegio en la vida que un libro que se deja leer con agrado. Hay tanto libro somnoliento y tanto libro zombie que, cuando nos topamos con un libro que es respetuoso con la palabra nos da gusto.
La ceiba es un árbol que a los chiapanecos nos dice mucho. El cometido de la búsqueda de la identidad -nos dicen los mayores- es hallar nuestras raíces. El libro de Luis Antonio no es un hato de raíces como advierte el título, pero sí es un venero importantísimo de nuestra cultura: la vida y obra de Fray Matías de Córdova.
¿Por qué es disfrutable el libro? La ficha de contraportada dice que uno de los aciertos del autor es que lo escribió “a partir de una sólida documentación historiográfica”. El agregado es un feliz hallazgo ficcional. Su trabajo está inmerso en la acertada tendencia de la literatura contemporánea de presentar el lado humano de nuestros héroes. Hasta antes de leer este libro, Fray Matías fue el nombre de mi querida escuela primaria; fue el hilo enredado de las clases de historia; fue el chispazo de La Tentativa del León y del Éxito de su Empresa; fue la estatua en bronce que recibe el agua de lluvia y alguna que otra cagada de pajarito allá en el mítico parque de San Sebastián. Acá encontramos a un hombre envuelto en su circunstancia. Y esto es un acierto porque México propende a colocar a los héroes en un pedestal lleno de nubes.
El libro es disfrutable porque posee la genialidad de la sencillez. ¡Ah, qué difícil escribir como si la palabra fuese agua limpia! ¡Qué difícil narrar sin entuertos pedantes y mamilas!
Comparto con ustedes unas líneas del inicio del libro: “Un anciano fraile sale de la iglesia de Santo Domingo. Le cuesta caminar y por eso apoya sus pasos en un bastón de nanbimbo”. Sí, el anciano es Fray Matías y el lector puede verlo caminar por las calles de Chiapa de Corzo. ¿Por qué le cuesta caminar?
Un día, el maestro Jorge llegó a la oficina y me preguntó: “¿Sabés de qué murió Fray Matías?”. Sin darme oportunidad de decir no, porque él sabía que iba a decir no, concluyó: “De hidropesía”. En el libro nos enteramos que el fraile se metía sus alipuses, bebía vino, era medio bolencón. ¡Ah, por esto disfruté el libro! Me encantó saber y reconocer que los hombres están hechos de viento y de fuego; me encantó saber que, a veces, hay hombres predestinados a incendiarse en la flama de la libertad y a consumirse en la brasa de la grieta.
Días después del obsequio de Araceli, Malena, nuestra directora del Centro Cultural, me llamó y me dijo si quería presentar el libro. Yo, que prefiero estar del lado donde están ustedes, acepté. Acepté porque me dio gusto hallar a Josefina García en las páginas de este libro, hallarla como lo que es: hija mayor del mito mayor, hija del círculo donde lo probable es improbable. Josefina -nuestra heroína- retorna al territorio de donde salió: la ficción.
Este libro es ajeno a pretensiones sin pretensión; es un libro sencillo que cuenta una historia muy disfrutable. Por esto acepté trepar esta noche a este estrado. Dispensen el atrevimiento, pero pensé que es bueno acercarse a las raíces de nuestra ceiba común y una liana de inicio es la lectura del libro de Luis Antonio. Compren el texto, léanlo. Sé que lo disfrutarán.