viernes, 29 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL MAR ES ARTIFICIAL

En primer plano aparece un piso de lajas y un pretil de ladrillos. Este pretil, como se ve, puede servir de mesa o como asiento o como bodega a cielo abierto. En el primer caso sirve para colocar un plato de plástico y un vaso, también de plástico; en el segundo caso sirve para que una mujer (apenas se le ve el brazo y la playera de color amarillo) se siente sobre una manta de tela sintética; y en el tercer caso sirve para “guardar” una mochila con dibujos, también de tela sintética. En el fondo se aprecia un bosque, una serie de árboles que parecen crecer en medio de un mar de plástico. Los árboles (¡gracias, Dios mío!) sí son naturales. Pero el que está en medio de todos, el más pequeño, el que tiene hojas amarillas y rojas, parece estar a punto de la asfixia. Es que es el coshito (el más pequeño). Los grandes tienen la capacidad de sobrevivir en medios hostiles, pero ¿los pequeños, los que aún están por crecer? El plástico todo lo asfixia. Acá el espectador no lo advierte, pero debajo de ese mar plástico, la gente camina, vende y compra. Es un mercado improvisado, donde venden artesanías, algunas naturales, algunas artificiales (es decir, plásticas). Lo que fue cielo abierto un día hoy es un cielo cerrado.
Una vez, hace tiempo, vi una foto satelital de España. En esa foto vi una mancha blanca, como reflejo lumínico de una lámina. La imagen hería a la vista, hería al escaso verde circundante. La mancha se extendía en gran parte de territorios de Valencia. Un amigo científico me dijo que esa mancha correspondía a una región donde cultivan flores en invernaderos. Los invernaderos los cubren con plásticos. A vista de pájaro esa mancha española tiene mucha similitud con esta fotografía tomada en Chiapas. Los cielos improvisados nos están asfixiando. Y digo que nos asfixian porque la gente que compra, la gente que vende, no lo advierte, pero hubo un tiempo en que los árboles de esa plaza crecieron de manera libre. Hoy ya no lo hacen. El árbol pequeño, si uno se fija bien, es como un niño que está extraviado, busca la presencia de sus papis, pero no los encuentra, ellos están distantes. El niño árbol está en un hueco, rodeado de agua plástica, ¡Dios mío!, extiende las manos, solicita auxilio, en medio de ese terror. Siente en sus raíces un movimiento como si correspondiera a tiburones. Nadie hay que lo conforte, nadie que le diga que pasa nada, que quienes caminan debajo de ese cielo son simples mortales. Que ninguno de éstos tiene una sierra eléctrica (por el momento).
A mí me gusta caminar debajo de cielos artificiales. Uno de mis juegos favoritos es colocar una manta en mi cuarto, como si fuese una casa de campaña, para camping y no para buscar el voto popular. Como si fuese un niño meto, debajo de la manta, una lámpara de mano, un libro y un té de limón. ¡Me siento tan bien debajo de esos cielos! ¡Los alcanzo, están tan a la mano de la mano! Pero esta imagen me causó desasosiego. Cuando terminé de tomarla, bajé de inmediato. Bajé para saber si podía caminar debajo de ese mar plástico; para constatar si quienes ahí vendían y quienes compraban no eran como tiburones, como peces artificiales. Debajo de ese mar estaba la vida, la vida sin concesiones, la vida que todos los días se manifiesta en los pueblos del mundo. La vida ¡vida!, la que no es plástica, la que no permite imitaciones. La gente se detenía en los puestos, comprobaban el precio de pulseras hechas con chaquira, preguntaba el costo del masaje que una mujer se encargaba de dar, veía el catálogo de los tatuajes y se emocionaba con la posibilidad, se probaba las blusas blancas con bordados llenos de colores. Ahí estaba la vida concentrada, mientras lo vivos caminaban por los pasillos comiendo chicharrones con salsa roja o papas fritas o pedazos de pizza o trozos de elotes hervidos. La gente miraba hacia el frente o hacia abajo, donde estaba colocada la mercancía. Nadie (excepto uno) miraba al cielo; nadie (excepto uno) miraba los árboles que estaban como viajan los viajantes en el Metro a hora pico. ¿Con qué derecho les quitaban su derecho de libertad? Con pena busqué el árbol niño, llegué hasta donde estaba y, en acto reflejo, extendí mi mano y toqué su tronco, fue un poco como decirle: ya, ya, niño mío, todo está bien. Pasa nada. Pero él nada dijo. Respiraba como si tuviese algo trabado en los pulmones. Casi casi lo oí llorar. Llamaba a su mamá, buscaba a su papá. La capa plástica le impedía bajar sus manos y tentalear el aire. Sus ramas permanecían por encima del cielo y sólo alcanzaban a extenderse en busca de Dios. Sentí su apremio. Yo, que soy tan feliz cuando, en mi cuarto, juego a que me meto debajo de un manteado. Me dio pena.

miércoles, 27 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LAS PALOMEAS PICOTEAN SOBRE LA PIEDRA

Esta fotografía contiene cuatro elementos: la luz, la sombra, las palomas y las piedras. Nadie podría atreverse a privilegiar uno de los elementos; tampoco podría hacer el ejercicio absurdo de imaginar qué pasaría si las palomas no estuvieran, si no estuviera la piedra, si no la luz, si no la sombra. Si la fotografía tiene relevancia es, precisamente, porque contiene los cuatro elementos, que son como cuatro líneas que conforman el cuadro donde se concentra el universo. Acá está la vida al lado de lo inerte acompañados por la luz y la sombra, elementos éstos que siempre han acompañado al hombre.
Mi tío Eugenio contaba que, en tiempos del Diluvio Universal, la paloma fue el ave elegida para una misión especial. Cuando la paloma regresó con una rama de oliva en su pico, Moisés supo que el Diluvio había terminado. De ahí que no es aventurado decir que estas palomas son descendientes de aquélla. Por esto, siempre que un hombre ve una paloma piensa en la de Noé y sabe que esto es garantía de que el Diluvio ya terminó (claro, hay hombres que ven una “palomita” y se excitan; se sabe, de todo hay en la Viña del Señor). Cuando comienza la lluvia, el hombre abre un paraguas o se pone un impermeable y busca un refugio o, al estilo de Gene Kelly, se pone a cantar bajo la lluvia. Lo hace así porque sabe que todo será pasajero. Puede llover “a cántaros”, pero en algún instante la lluvia cesa, el sol aparece y todo vuelve a tomar su cara de normalidad. Todo porque las palomas siguen sosteniendo ramas de oliva en los picos. Por esto es falso que eso simbolice la paz. Si así fuese, las guerras, como las lluvias, serían pasajeras. Los hombres se matarían durante unos cuantos días y luego todo volvería a tomar su cara armoniosa. Y esto no es así, la guerra, ¡qué pena!, es un Diluvio que ahoga miles y miles de hombres en todo el mundo, a todas horas, por siempre.
Lo sorprendente de esta foto es el número de palomas: ¡seis! Si el espectador observa bien verá que ellas están a punto de conformar el hexágono perfecto. Por esto, tres están en la luz y tres en la sombra. El problema está cuando este número se repite en términos de tres: El padre, el hijo y el Espíritu Santo. Porque si son tres seises la cábala indica que es número demoniaco. Siempre es así, toda línea puede servir para delimitar el cielo o el infierno, que nos es tan cercano.
Las tres palomas que permanecen en la sombra ya casi están ordenadas. Las que reciben la luz están como desorientadas. Siempre es así, la luz deslumbra, por esto, cuando algún hombre recibe la luz del poder o el reflector de la fama puede desorientarse y caminar hacia el abismo, sin que él se dé cuenta.
¿Qué hacen esas palomas en el piso de piedra? ¿Acaso quieren ser como la escultura de Soriano y cada una busca su pedestal? Porque ellas no buscan comida. No hay una sola migaja en el suelo. O acaso ¿juegan un juego secreto? ¿Algo que se parezca a la Rayuela que jugamos los hombres? ¿Acaso las palomas que permanecen en la luz hacen el “team back”? Tal vez, entonces, están reunidas por un motivo más lúdico. No buscan la perfección del hexágono, sino el azar que siempre se da en los juegos que juegan los hombres. El mismo azar que plantea el juego de la piedra. Porque si vemos bien, la piedra también juega, igual que el hombre, igual que las palomas, la piedra está sujeta a la veleidad y al azar de la luz y de la sombra. La misma sombra está sujeta a los caprichos de la luz. Sin la luz ¡la sombra sería una sombra inexistente! Y sin la sombra, la luz sería un mar sin sentido. ¿Quién podría sobrevivir a tanta luz?
Sí, tal vez el sentido de su juego es algo más sencillo. Tal vez juegan a hallar su piedra. Y mientras lo hacen zurean, como si fuesen Pavarotti y cantaran un aria, sólo para que el aire encuentre, también, su piedra.
O tal vez, aún, todo es más simple. Javier dice a cada rato: “palomitas ¡qué alto vuelan!, pero con maicito bajan”. Tal vez sólo están en espera de que alguien extienda la mano y, generoso, llueva unos granos de luz, de agua. Tal vez sólo están en espera de alzar el vuelo para recordar que el Diluvio ya pasó y todo, todo, es un mero juego en la vida, todo, incluso la muerte, incluso la guerra.

lunes, 25 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA SUGERENCIA ES LA LUZ QUE CANCELA LA SOMBRA

Ángel Gabriel, el artista, puso la foto sobre mi mesa, al lado donde mis sueños, como ovejas, retozaban. ¿Qué ves?, preguntó el artista. Un verso de El Cantar de los Cantares apareció en mi mente y en mi corazón: “He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres hermosa”. “¿Qué ves?”, fue la pregunta a manera de juego, a manera de fuego.
Ella, en medio de una luz apenas sugerida, está desnuda. Miento, ¡no está desnuda!, su vestido es el caminar lento de su cabello, la tela que lleva entre las manos y el agua del aire que la cubre, como si ella fuese una imagen intocada. Si la veo bien ella se cubre con los labios de esos hilos de luz que matizan el costado de su costado. Su cabello negro, del color de los zaguanes por donde se cuela el deseo, cae con la misma generosidad con que cae la tela entre sus manos. Cae sobre sus pechos, apenas sugeridos, apenas cervatillos que se mueven al ritmo del latido de su corazón. Si ese cabello fuesen manos, si fuesen aire, la tocarían como el creyente toca la figura en el templo; si ese cabello fuesen labios, éstos se inclinarían con la misma fe con que el sediento abre su boca en el borde del vaso lleno de agua, porque ella es como agua limpia para el sediento, para el hombre que, inclinado, amoroso, abre la ventana y mira el horizonte donde la arena es la línea sugerida en medio del desierto. ¡Agua!, clama el sediento. Ella es ¡agua! ¡Agua para el calor, para la sed, para la niebla, para la mano, para el tacto, para la caricia, para el corazón!
La cubre una tela que, con la misma cadencia del muro tierno de su cabello, se regodea en su seno. Ella detiene con sus manos (con sus manos como renuevos de árbol tierno) la tela que, a manera de niebla, protege el bosque donde los amados juegan el infinito juego del placer.
La foto apenas muestra parte de sus labios, parte de su nariz perfilada. Si el que sueña mira con atención ve que ella respira, sus belfos se abren al mismo ritmo con que respira el que la observa. El rostro está apenas sugerido. Su mirada está oculta, quedó fuera del marco. Es como si ella estuviese en una recámara y pasara apresurada y el dintel de la ventana extraviara sus ojos. Ella sabe que no son sus ojos los que completan la luz, son los ojos de los otros, los ojos de quienes la miran, quienes, a manera de ese fragmento de tela, la visten con la mirada de puente que se tiende a la otra orilla; la otra orilla donde Dios dice que no es bueno que el hombre esté solo. Porque ella no es sin la mirada del otro. ¡Bendita conjunción!
Su mano derecha sostiene la tela que se desparrama como agua, como cascada, sobre la pierna derecha que, acaso temerosa, acaso púdica, se esconde en medio de la penumbra. Por el contrario, el muslo izquierdo se muestra pleno, como si fuese una torre o un muro con almenas que protege el palacio. De igual manera, la mano izquierda no se oculta, por el contrario, sugiere, a manera de trompetas, los reales fuegos de artificio que están próximos a iluminar los cielos. Su mano izquierda es el puente que salva el foso donde los cocodrilos esperan morder a la doncella.
Sí, lo primero que acudió a mi mente fueron versos del Cantar de los Cantares: “He aquí que tú eres hermosa, amiga mía, he aquí que tú eres hermosa”. He aquí que eres como el aire para mi fragua, como la hierba que crece en el bosque del deseo. He aquí que te muestras plena para mí, como si fueses la línea superior de una montaña que recibe la bendición del sol en la mañana. He aquí que sin conocerte y sin haberte jamás visto, ya te conozco, ya eres el aire de mi mañana, la rama de mi árbol, el labio que besa mi sueño.
He aquí que un día llegó Ángel Gabriel y llegó proclamando la bendición: el Espíritu Santo realiza el prodigio de volver carne, carne plena, la imposibilidad del sueño. Porque el artista colocó la fotografía sobre mi mesa, ahí donde retozan mis sueños, ahí donde está el pan diario, y preguntó: ¿Qué ves? Lo dijo a manera de juego, de fuego. Y yo pensé en El Cantar de los Cantares y pensé en la bendición suprema, en ese cabello jugando con sus pechos, en esa mano izquierda que, como agua de río, a semejanza del Arco de Piedra, en Montebello, se oculta en la tierra; en la tierra bendita donde crece el trigo y pace el rebaño al amparo del cielo. Pensé en la bendición infinita de Dios al decirme que somos espíritu y cuerpo, carne y alma. Y ella, la que es hermosa, me mira desde los ojos de su alma y de su cuerpo, que es como un bálsamo para conjurar la oscuridad del cuarto. De este cuarto donde, solo, a las cuatro y media de la madrugada, al lado de donde retozan mis sueños, pienso en ella, la que es hermosa, y miro lo que ella no mira, su mano derecha que sostiene lo que sus labios sugieren, la oración que ella provoca a la hora que su mano izquierda seduce el sueño.

sábado, 23 de marzo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PUENTES UNEN ORILLAS

Querida Mariana: mi abuela Esperanza era una mujer con fe. Un poco al estilo de tu tía Maruca, quien todas las mañanas se persigna y deja todo, ¡todo!, en manos de Dios. Ah, qué prodigio. Me asombra ver la paz que tu tía refleja en su rostro. ¡Nada la perturba! Riega las begonias, poda los rosales, hace pan, sirve la comida, teje las chambritas que envía a la tienda de San Cristóbal, va al parque a oír la marimba, mueve sus piecitos y mil actos más, todo en medio de una nube azul. Con fe, pone su vida en manos de Dios. ¡Pucha, qué maravilla! Mi abuela también vivía un poco así. Muy temprano, a las seis de la mañana, entraba al oratorio, prendía una veladora frente a la imagen de San Martín de Porres (nunca supe bien a bien porqué ese santo negro era uno de sus santos favoritos), sacaba un hato de papeles sucios y arrugados, con olor a cuarto encerrado, que eran novenas, y, durante una hora, más o menos, rezaba. Salía del oratorio, con un aire de santidad, y comenzaba su día. Preparaba el desayuno, barría, sacaba la basura, daba de comer a las gallinas, limpiaba las jaulas de los conejos, iba a visitar a sus comadres, bajaba a San Sebastián a comprar agua bendita, miraba la televisión, y, por las tardes, me llevaba a Yalchivol y me contaba parte de su biografía, de cuando vivió en Huixtla. ¡Nada le preocupaba! Cuando asomaba un problema, ella se persignaba y decía: “¡todo está en tus manos, Señor!”. Y, de veras, lo dejaba todo en sus manos. Un poco como también pensaba mi papá: “¿Para qué te preocupas? Si tu problema tiene solución ¡para qué te preocupas!, si no tiene solución: ¡para qué te preocupas!”.
Y es que, aún cuando la mayoría de las personas anda con preocupaciones todo el día, parece que al mundo no debemos tomarlo tan en serio. Mi tío Pablo enredaba todo y no le preocupaba. Sólo te contaré una anécdota para que mirés cómo era. Una vez fui a su casa, él estaba desarmando un radio. “Hola, tío, ¿cómo estás?”. “No, no -dijo, sin que viniera a cuento-, el mejor queso es el Rockefeller”. No, no, dije, siguiéndole la corriente, pero rectificando: Rockefeller no es queso. Y antes que yo dijera más, él dijo: “¡Cómo no! Es el queso más sabroso del mundo, con decirte que Roquefort lo comía todos los días”. Lo dijo y siguió desarmando el radio. Entendí que el mundo caminaba por sí solo. Así lo entendían hombres y mujeres como tío Pablo y como mi abuela Esperanza.
A veces me topo con gente que deja todo en manos de Dios y no traiciona su fe. ¡Ah, qué difícil que el pensamiento sea congruente con la acción! Recuerdo la escena de una película donde un hombre llega a un bazar a comprar una pieza valiosa. El vendedor ya está en la calle y cierra la puerta, lleva una Biblia debajo del brazo. El comprador le pide, por favor, que lo atienda. Sólo será un minuto y le dejará una buena cantidad de dólares, pero el vendedor se disculpa, da vuelta a la llave y dice que no puede perder un minuto, debe ir al templo, a ver a Dios. El comprador no entiende mientras mira cómo el vendedor baja por la calle rumbo al templo. ¡Pucha! ¿Lo imaginás? ¿Cuántos harían lo mismo? Sólo lo hacen aquéllos que no cambian al Dios verdadero por el Dios del dinero. Y éstos son muy pocos en la actualidad. Ahora somos muy “chuchos” para el dinero y, en ocasiones, incluso, botamos nuestros principios e ideales por unas cuantas monedas.
Pero, de todo hay en la Viña del Señor. Hay abrojos, pero también hay rosales. Te cuento: el sábado pasado fui a comprar pan integral (mi amigo Luis Felipe me sugirió el lugar). Pensé que el local estaba cerrado, pero luego vi que había movimiento. En una mesa del pequeño restaurante, una mujer y un hombre leían un libro grueso. ¿Tiene pan integral, de sal?, pregunté. La mujer vio al hombre, dejó el libro, se levantó, tomó una bolsa de plástico y, de un canasto, sacó una, dos, tres… seis piezas de pan. Así está bien, dije. ¿Cuánto es? No, dijo ella, mientras me dio la bolsa, hoy no vendo, ¡se lo regalo!, y sonrió. Tomé la bolsa y acepté con humildad, tratando de igualar el gesto de ella. Sé que no lo conseguí, porque quien da siempre recibe más luz. Mientras caminé de regreso, con rumbo al templo de Santo Domingo pensé en el acto de la mujer. Ese día ella no trabaja, lo dedica a Dios, pero, como vio que un hombre se paró en su puerta y pidió de beber, ella dejó tantito a Dios (o tal vez se acercó más) y dio, con gusto, un vaso de agua. Los dos ejemplos, tanto el de la cinta cinematográfica como el que me sucedió apenas la semana pasada, refieren a dos casos donde los hombres y mujeres no renuncian a su fe, ni a su compromiso con Dios. ¡No cambian la luz por moneda corriente! ¿Cuántos lo hacen? ¡Pocos!
Y no vayás a pensar que ando en onda religiosa por el rebumbio del nuevo Papa Francisco (“Habemus Panchus”). ¡No! Esta vinculación con Dios refiere a una relación más directa, sin intermediarios. Hay gente que construye un puente directo con Dios. Dicen los que saben que estos son los mejores puentes. El otro día, un amigo escribió en el facebook que la música es el vehículo perfecto para acercarse a Dios (yo, de molestoso, sólo por jodón, escribí que Bach era mucho más recomendable que Arjona). En realidad el puente más directo es la meditación. Los expertos dicen que cuando oramos nos acercamos a Dios y cuando meditamos ¡Dios se acerca a nosotros! Y no sé qué pensés, pero creo que es mejor que Dios baje a saludarnos en lugar que nosotros andemos extendiendo la mano como limosneros. Y digo que baje como una mera imagen literaria, porque si atiendo a lo que decía doña Esthercita Dios no anda trepado en las alturas, sino que está en todas partes, incluso en las cajas de madera donde cargan jitomates o en las mesas donde mis compas toman su cerveza bien fría, con una botana de chicharrón de hebra y frijoles refritos con chile de Simojovel.
Pero para estar a tono con el Universo, que es un poco decir ¡estar con Dios!, tampoco se necesita ser creyente. Conozco varios compas que son ateos y que son excelentes seres humanos. Tienden puentes con sus semejantes y no dudan en ofrecerles un vaso de agua. La biografía del escritor José Saramago (Premio Nobel de Literatura) cuenta que él no era creyente y sin embargo era un buen hombre. Tal vez estos tiempos necesitan buenos hombres, independientemente de que sean creyentes o no. Porque, estarás de acuerdo conmigo, existen creyentes que no son hombres buenos. Estos tiempos necesitan gente que sea congruente con su pensamiento en su actuar. Acá en Comitán decimos que hay muchos que se dan “golpes de pecho” en la mañana y durante el resto del día se dedican a joder a quien se deja.
En el facebook suben etiquetas simpáticas. Ayer leí una que decía: “Deberías aplicar en tu puta vida lo que tanto reflexionas en facebook”. Y es que, estarás de acuerdo conmigo, hay compas que se muestran como blancas palomas y exhiben clases de moral, cuando, en realidad, son unos hígados putrefactos. Mi abuela Esperanza decía que somos muy buenos para ver la paja en el ojo ajeno, pero ignoramos la viga en el propio. Por esto es que gente como mi abuela o como tu tía Maruca me sorprenden. Están hechas de una pieza y son congruentes con su pensamiento. Mi abuela y tu tía son personas que no hacen el mal y si pueden hacer el bien ¡lo hacen! Lo hacen sin esperar algo a cambio. Su satisfacción está en dar y en ser gratas a los ojos del Dios que aman. Esto es bonito. Yo no soy muy dado a la iglesia porque veo muchos sacerdotes que no son humildes. He conocido algunos curas soberbios que se inclinan ante el Dios del dinero y patean a los pobres. Por esto, Dios me ha permitido que mejor camine por “la libre”. Nunca seré como mi abuela. Esto es una pena. Soy un hombre con muchos defectos y carezco de esa fuerza de voluntad que ella tuvo. ¡Ah, cuánto diera por ser un hombre de fe y depositar toda mi entereza en el huacal Divino! No en el pozo de los hombres, sino en el brocal de Dios.
A veces leo a Walt Whitman, enormísimo poeta norteamericano. En su “Saludo al mundo” ¡encuentro a Dios!, sin que él lo mencione tantas veces como acá lo he mencionado. A veces leo “De canto a mí mismo” y me encuentro como una línea de luz. ¿Te copio unos versos? ¿Sí? Van cuatro, van para vos, para mí, para él, para todos: “Me celebro y me canto a mí mismo. / Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti, / porque lo que yo tengo lo tienes tú / y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”. Cuando leo a Whitman entiendo porqué doña Esthercita decía que Dios anda enredado en todas las vainas del universo.

Posdata: como aparenté ser muy seriecito en esta carta, ahora paso a otro puente, uno donde (¡de nuevo!) Dios se enreda en la amistad. Mi amigo Paco Flores me regaló un devedé que contiene una película y una grabación de 1994 (¡Dios mío, diría tía Eulogia, cómo pasa el tiempo! Y cuando lo decía se subía a un colectivo, sacaba la cabeza por la ventanilla y gritaba: ¡Cómo pasa el tiempo!, y nosotros, los sobrinos, decíamos: ¡y le cobran por subirse a él! Era como un ritual bobo, pero nos divertía). La grabación que Paco me regaló corresponde a la presentación de mi librincillo de caricaturas: “Juego Lapídeo”, que hizo favor de editarme el Instituto Chiapaneco de Cultura, cuyo director era mi amigo el Doctor Andrés Fábregas Puig. Esa noche, en el vestíbulo del Teatro Junchavín, leí un textillo que escribí como parodia de un personaje de Eugenio Derbez: Julio Esteban, un compa “rarito” que escribe cartas usando palabras relacionadas con el tema en cuestión (y lo de “rarito” lo escribo, porque ahora está prohibido escribir la palabra “puñal”). Yo empleé nombres de ciudades y pueblos chiapanecos. Te paso copia:
CARTA DE UN DESESPERADO CHIAPANECO A SU AMANTE: Querida Nandalayú: Las Margaritas de mi Corozal están Napite en la Depresión Central desde que Tuxtla diste el Malpaso. El Hidalgo novillero con que tú Bachajón a La Angostura no te Amatenango y se la vive Jaltenango. Cómo decirte que Tuzantán eres La Concordia de mi Paredón, El triunfo de mi Petalcingo y que Amate como Yocnajab no encontrarás a Naquen más. Sin ti el Aguacatenango me provoca Pujiltic en El Chorreadero y ni el té de Tila me Totolapa el Chicoasén. No Soconusco mujer más Buenavista que Tuxtla Chico. El volcán de tu Chichonal me produce un Yajalón y me deja como Laja Tendida. Le he pedido a San Cristóbal que Tonalá te compadezcas de Misoljá y Simojovel Dios quiere yo sea de tu amor el Chigtón. Sin ti ya Palenque quiero la vida. Tuyo Chico-muselo.

viernes, 22 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE CORROBORA LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

Es un lector. No puede haber confusión. ¿Qué lee? Algo interesante por lo que se lee en su rostro. El lugar donde está parece un corredor. Sí, es el corredor de un Centro Cultural. Tal vez por eso el hombre lee. En el fondo hay un letrero restrictivo, porque se ve un círculo rojo, con una franja diagonal. Este símbolo, todo mundo lo sabe, es un símbolo de restricción. ¿Qué prohíbe ese letrero? Sin duda que no prohíbe la lectura. Sería un contrasentido en un Centro Cultural. Pero si así fuese, lo que hace el hombre sería, entonces, un soberbio acto de resistencia. ¡Un acto contra los reglamentos restrictivos! Pero si uno observa con atención verá que el letrero indica que ese espacio está libre de humo de tabaco. Entonces ¡sí!, sí, el hombre hace un acto de resistencia porque él fuma. Si se ve con detenimiento sostiene un cigarro en la mano izquierda. Como está al aire libre ninguna autoridad puede acusarlo de violar el reglamento. Él es libre y deja que el espacio permanezca libre de humo. El humo, ahí, en el aire, se diluye, de la misma forma que se diluyen las palabras que pronuncia a la hora que lee. Porque el hombre lee en voz alta, se nota en la curvatura de sus labios que, en el instante de la toma fotográfica, pronuncia una vocal abierta, tal vez una a, tal vez una o. ¿Qué palabra pronuncia? ¿Qué lee con tanto interés que le permite olvidarse del mundo que lo rodea?
La mañana debe ser fría, porque el hombre viste una chamarra. ¿Es nieve lo que cubre su cabello o es apenas el rocío de la vida que humedece su amanecer? La columna de piedra que lo enmarca está llena de luz. No se sabe si es reflejo del sol o es un reflejo del acto de lectura. Se sabe que el sol aleja la oscuridad, lo mismo sucede con la lectura. El libro es como un faro que nunca se apaga.
Si uno observa con detenimiento verá que la puerta de madera, gracias a los reflejos, tiene, en la segunda franja una serie de cinco puntas de flecha que apuntan hacia abajo, como si indicaran que ese es el espacio para la lectura, como si dijera: “Acá se lee”. El hombre viste de azul, tal vez para rivalizar con el cielo comiteco que, siempre, asume el color del mar, sin que conozca esos horizontes, ni tenga los aromas de sal y de sirenas.
Tal vez el hombre que ahí lee es un poeta o un narrador y lee lo que escribió en la mañana, en su estudio o en la mesa de una cafetería; tal vez se llama Ernesto Carboney y cuenta que su verdadero apellido es Carbonelli y sufrió transformaciones en el tiempo de la Revolución. Tal vez sus huellas ancestrales están en Italia, por esto, entonces, su actitud es como la de una escultura Renacentista y se para como si estuviese en una calle de Florencia, mientras los turistas se detienen, lo observan, sonríen y dicen: “sí, es un poeta”. Y el poeta, tal vez, se para todos los días, a las cuatro de la tarde, en el mismo lugar y, en voz alta, comienza a leer sus poemas para que los caminantes lo oigan y pepenen las palabras eslabonadas que él teje. Porque en ese mismo lugar, días previos al Domingo de Ramos, indígenas de zonas aledañas llegan y tejen la palma, como preparativo para recibir a Jesús encima de un borrico.
Tal vez el hombre lee porque así invoca a los Dioses o lo hace como conjuro para atrapar la luz. Mientras lee está de pie, como si jugase a los espejos con la columna de piedra que permanece inalterable. Las cinco puntas de las flechas que indican “Acá se lee” no ostentan letrero alguno. No lo necesitan. El espacio, así lo demuestra el acto del poeta, pertenece a todos.
Si imagino puedo ver cómo las palabras que pronuncia caen al suelo, mientras otras suben. Las que son como globos vuelan a otros territorios; las que son como orugas caminan por la banqueta de laja. Las que son orugas trepan a los árboles y luego, por el prodigio de la luz, se convierten en mariposas y vuelan, al lado de las palabras globo. Los poetas y los lectores que se paran debajo de arcos ¡dan alas a las palabras que enuncian! Todo vuela.

miércoles, 20 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL JUEGO FAVORITO DE DIOS ES LA RAYUELA

Un hijo acompaña a su padre. El hijo sostiene a su padre, éste camina sin duda. Tal vez recuerda que hace muchos años hizo lo mismo: tomó a su hijo de la mano y lo llevó al parque y le compró una nieve de vainilla y lo subió a “los caballitos”. Por eso, esta imagen, tomada cincuenta años después, es como un mero déjà vu (ya lo viví, piensa el hijo; ya lo viví, piensa el padre. Y en el recuerdo brota la bendición de que, cincuenta años después, las alas del prodigio vuelvan a aletear en un río de luz). Es una foto común, pero inusual. Común, porque quienes caminaban a su lado no se detuvieron un instante para procesarla. Toda la gente alrededor andaba en sus propios callejones. Ellos mismos andaban en su propio mundo. Todos están, siempre, metidos en otras vainas.
Se observa en la postura de ambos que también van inmersos en su burbuja. Los dos ven al piso. La mirada del padre se nota más cansada, pero satisfecha, porque no hay mayor sostén para un viejo que el brazo atento y agradecido del hijo. ¿Cuántos padres pueden decir lo mismo? ¿Cuántos hijos hacen lo mismo? He visto padres que no tienen más apoyo que un bastón (bordón, diríamos en Comitán); he visto hijos que no tienen más apoyo que una pared. Acá las paredes salen sobrando y no hay necesidad de bordones. El apoyo lo envía Dios a través del hijo y la sentencia bíblica toma su forma masculina: “Hijo, acá está tu padre. Padre, acá está tu hijo”. Hijo, acá está tu padre para que puedas entender el sentido de la vida; padre, acá está tu hijo para que sientas que la vida no fue un simple sueño.
El hijo viste un chaleco posmoderno y unos jeans; el padre viste un pantalón formal y una chamarra (se nota que hace frío, pero la imagen tiene una calidez que ilumina). Al lado del hijo aparece una cabina telefónica y encima el letrero: “Sólo pagas lo que hablas”. Al lado del padre una caja de control eléctrico. Pasarán por en medio y luego darán vuelta a la esquina y difícilmente volverá a repetirse la escena donde el hijo ayuda al padre y éste se siente satisfecho por esa vaina de cariño. A la hora que el hijo pase al lado de la cabina oirá una voz proveniente quién sabe de dónde que le susurrará: “sólo pagas lo que hablas” y él sabrá que la vida apresurada de hoy dicta eso. Pero en su conciencia, lejos de avatares mercantiles, reconoce que la palabra es sagrada y debe, a manera de luciérnaga, conservarse en los frascos más limpios. El padre y el hijo no hablan en el instante de la fotografía, van pendientes del piso. El hijo lo sostiene amoroso, tolerante, y el padre se deja llevar, porque sabe que camina por camino certero. Tal vez dos pasos más adelante el padre comentará algo y el hijo responderá, tolerante, porque sabe que su palabra es la palabra del Mayor.
Aparecen las ramas de un árbol enredadas en cables de luz. ¡No! No es un árbol de luz. Sus ramas oscuras así lo atestiguan. Esos cables fueron enredados por algún hombre sin conciencia. Hay hombres así, hombres que tienen como vocación enredar cables en los cielos de los hombres de bien. Por esto, la imagen donde un hijo acompaña a su padre es esperanzadora, porque es como un árbol que no tiene chunches enredados. Al contrario, el árbol es pleno, sin necesidad de bastones. Si hago un juego de imaginación imagino que ellos salieron a jugar y, ambos, brincan en la “rayuela” dibujada en el piso y entonces los veo reír. ¿Miran cómo el padre ríe a la hora que su pie izquierdo cae en el número 7? ¿Miran cómo el hijo le dice que está haciendo trampa y el padre ríe, ríe mucho? Ríe el padre y ríe el hijo y Dios también ríe, porque el prodigio cuando un hijo acompaña a su padre no tiene comparación en el Universo. Que Dios, en su infinita potencia, permita más instantes de éstos, más ramas sin cables enredados, y que nadie, nadie, tenga qué pagar por hablar, porque el silencio y el verbo son atributos gratuitos del hombre.

lunes, 18 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE HAY ALGO COMO UN SOL O COMO UN HUECO NEGRO

La foto es simple. Se ve un fragmento de muro, hecho con bloques de cemento y un punto negro que, en realidad, es una corcholata. Se ve las junturas que hizo el albañil para “pegar” los bloques, líneas medidas a través de un “nivel”. Si uno imagina tantito, puede ver al albañil, sudoroso, meter la “cuchara” en una batea llena de mezcla y luego, con un tacto de amante experto, verter la mezcla sobre el canto de los bloques para unirlos uno a uno, para levantar una barda a mitad del aire.
La imagen es lo que hoy llamarían Minimalista. No hay más que líneas, no hay más que el color gris, apenas matizado con el color oscuro, oxidado, de esa corcholata, que, en algún instante, tapó una botella de cristal. Las botellas de plástico usan roscas, también de plástico. Las corcholatas vienen de otras épocas, de cuando los líquidos se conservaban en botellas de vidrio. Por esto, tal vez, esta corcholata quiso ser preservada del olvido y de la extinción y se refugió en ese block. Pero, tal vez, no fue una intención tan solemne; tal vez, el hombre que fabricó el block lo colocó ahí como una travesura. Los científicos dicen que en el Universo hay hoyos negros cuyo cometido es “devorar” la luz. ¿A dónde la enviarán? Los hoyos negros ¿son como bolsas que “invisibilizan” la luz y la guardan en un bolso que no tiene envés? Si el constructor del block que adosó la corcholata lo hizo como una travesura, no es un atrevimiento pensar que los hoyos negros también son como travesuras de Dios. Puedo imaginar a Dios como un albañil, lo puedo imaginar con un paliacate amarrado al cuello, expuesto al sol, metiendo la “cuchara” en la batea llena de magma Divino; lo puedo imaginar empleando un “nivel” para lograr que el muro que levanta en el aire resulte lo más recto posible; lo puedo imaginar haciendo una travesura: metiendo corcholatas, como huecos negros, a mitad del espacio; sólo como travesura. Por esto, la imagen que ahora leo, se me hace una genial travesura. Muchos podrán decir que la corcholata para nada sirve, pero yo los contradigo y digo que ese pequeño punto tiene una función esencial en el muro. Por esto, los seres humanos tenemos propensión a colgar objetos en las paredes. Si el mundo fuese perfecto dejaríamos que las paredes fueran lisas. Pero, algo tenemos en nuestro espíritu que nos dice que es necesario clavar clavos en las paredes para colgar chunches. Por esto, el hacedor de este block colocó una corcholata, a modo de hueco negro.
Mi papá, en algún instante de su vida, tuvo una pequeña “fábrica” de refrescos. A mí me gustaba la máquina que servía para colocar las corcholatas. Una vez llena de líquido la botella de vidrio, se colocaba en una base para taparla con una corcholata metálica. Ésta se ponía en un dispensador y luego, con ayuda de un pedal, se daba un bajón al pie para que la corcholata sellara la boca de la botella. Era un movimiento muy sencillo: la mano derecha colocaba la corcholata en el dispensador, mientras la mano izquierda sostenía la botella de vidrio y luego el pie derecho accionaba el pedal que hacía que el dispositivo bajara en un movimiento firme y sellara la botella. Era un movimiento muy sencillo: el dispositivo era como una tenaza que oprimía la corcholata alrededor de la boca. Tal vez así es el proceso de Creación Divina y ahora, mientras escribo, en algún punto del Universo Dios atenaza el aire y forma un hueco negro. ¿Para qué? ¿Adónde conduce esa luz que engulle?
La foto es Minimalista. Raya en la sencillez, casi casi en la simpleza. No es más que un trozo de pared, que bien puede ser como un trozo del Universo, donde, ¡oh, maravilla!, vemos un hueco negro puesto ahí sólo como travesura.

sábado, 16 de marzo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO HACE PAUSAS

Querida Mariana: ¿cómo regresar las ausencias? Los seres humanos hemos creado varias formas a través del recuerdo. Un día (¡bendito día!) el hombre inventó la fotografía y el video. A través de estas dos esencias podemos recuperar ausencias. Ahora que tenemos ese prodigio que se llama devedé puedo, a la hora que lo desee, mirar películas donde aparece Marilyn Monroe, por ejemplo. Pero no sólo a través del cine, también a través de las fotografías. Abro una revista de Playboy (¡uy, qué cosa tan bonita!) y miro a la Marilyn, como si ahora mismo estuviese acá, al lado de mi buró; es decir, en mi cama. La fotografía y el cine hacen el prodigio de recuperar rostros y cuerpos extraviados. Algún día, el hombre logrará inventar el espectrómetro espiritual y recuperaremos las almas de nuestros ausentes; nos sentaremos con ellos en una mesa debajo de un árbol de durazno y tomaremos café y comeremos panes compuestos y oiremos marimba y platicaremos hasta el amanecer sin apremio. Mientras tanto, nos conformamos con recuperar rostros e instantes a través de fotos y de videos. Basta (¡por fortuna!) un instante capturado en una fotografía para accionar el mecanismo del recuerdo y traer una avalancha de instantes. Un sencillo momento nos catapulta a una serie de recuerdos intensos, dramáticos y maravillosos. He visto cómo muchas personas ven una fotografía y se convulsionan del llanto o de la risa ante el recuerdo de un ausente. Mi tía Ina, todas las tardes, a las cinco, salía al corredor de su casa y se sentaba en la vieja poltrona que fue la favorita del tío Enrique. Ella abría el álbum, con tapas de madera labrada, y miraba viejas fotografías en blanco y negro y en sepia. Con la punta de su chal se limpiaba unas lágrimas que aparecían en su carita, mientras sonreía. “Tu tío viene a visitarme todas las tardes”, decía. A mí siempre me sorprendió esa invocación. No era ella quien lo convocaba, sino que él (creía ella) llegaba puntualmente a verla. Por esto, desde media hora antes de las cinco nadie la interrumpía, porque ella se arreglaba como si, en efecto, esperara al amado. A las cinco en punto salía vestida como de fiesta, con su vestido rojo, con su torzal de oro, con sus grandes arracadas y con un pañuelito blanco en la mano (ese pañuelo había pertenecido al tío). ¡Ah, con qué garbo, con qué ilusión, llegaba hasta la poltrona y hacía el ritual de convocar a su amado!
El otro día, el Ateneo de Comitán (¡en buena hora!) rindió un homenaje en memoria de la comiteca Leonor Pulido. Y bueno, dirás vos, ella qué timbales tocó. ¡Ah, la historia es larga! Los mayores cuentan que ella fue dueña de lo que ahora es el Parque Nacional Lagunas de Montebello; ella tenía su casa frente al lago mayor. ¿Lo imaginás? ¿Imaginás ese prodigio? Hagamos un juego de imaginación e imaginá que sos dueña de El Chiflón. ¿En dónde colocarías tu casa? ¿Hasta mero arriba o hasta mero abajo? ¿Hasta mero arriba para sentir que sos dueña del mundo? ¿Hasta mero abajo para recibir la brisa como una bendición, como un bautizo? Y digo hasta mero abajo como si dijera en la rivera izquierda del río. No debajo de la cascada, porque ante el primer zapatazo de agua quedarías como cucaracha de agua y tu casa como batido de Tzimol.
El cronista municipal, Arquitecto Pepe Trujillo, comentó, esa tarde de homenaje, que él conoció a doña Leonor. Eran vecinos. Yo también conocí a doña Leonor, a pesar de que no era vecino. Una vez, por azar del destino, actué en una obra teatral dirigida por ella.
Ahora ya podés ver por dónde andaba el camino de Leonor Pulido, andaba enredado en los ajos del arte. Y digo esto porque esa tarde de homenaje, el maestro Ernesto Carboney leyó poemas escritos por doña Leonor.
A pesar de que estoy viejo no logro imaginar qué sentía doña Leonor al ser dueña de esa maravilla que ahora es Parque Nacional. ¿Imaginás qué cará pondría alguien que viera el Chiflón y vos, muy oronda, con los brazos cruzados, dijeras: “yo soy la dueña”? ¿Imaginás cuál sería nuestra reacción si alguien dijera: “soy dueño de El Sumidero”? (y no me refiero al Motel que está en la entrada a Tuxtla y que muchos paisanos reconocen). Bueno, pues algo así debió suceder cuando doña Leonor bajaba del camión de redilas y entraba a “su” casa, construida frente a “su” Lago de Montebello. Tal vez ella tuvo conciencia del privilegio de ser dueña de algo más allá de lo normal y deseó corresponder a esa grandeza transmitiendo arte a su pueblo, porque esa tarde de homenaje se honró su memoria recordando que ella escribió narrativa y poesía, pero, sobre todo, alentó la creación de grupos culturales, donde la actuación fue un sostén importantísimo. Por esto, dos artistas jóvenes actuaron ahí: Mónica Sánchez y Rosa Hortensia Aguilar Trujillo.
Digo que actué por casualidad en una obra dirigida por ella, porque no me correspondía el papel. Una mañana, el padre Carlos pidió que levantaran la mano los alumnos que quisieran participar en una obra de teatro, para presentarse en el cierre de ciclo escolar. Estudiábamos el tercer grado de secundaria. Seis o siete u ocho alumnos levantaron la mano (yo incluido). El padre dijo: tú, tú, tú, tú, tú, tú y tú. (¡siete! El excluido ¡fui yo!). Bajé mi mano con un dolor por dentro, como cuando comés chile y te dan ganas de llorar. La clase continuó como si nada. Todo mundo escuchó con atención la historia de cuando Dante baja a los infiernos. A la hora de la salida, Enrique (uno de los elegidos) me dijo que irían a la casa de doña Leonor, por la tarde. “Vonós”, me dijo. Como en ese tiempo Enrique y yo íbamos juntos a todos lados dije que sí y comencé a ir, todas las tardes, al ensayo de la obra. Los actores ensayaban en la sala de la casa. Yo, en una esquina, miraba sus desplazamientos y miraba cómo doña Leonor movía los brazos, se acercaba a ellos, les decía cómo debían moverse, cómo reír, cómo tirarse al piso. Dos o tres semanas después, como resulta en tantas historias de vida, un día faltó uno de los actores y Enrique (con ese colmillo retorcido que siempre ha tenido) dijo: “Ahí está Alejandro. Él se sabe el papel”. Doña Leonor miró a todos los demás y les dijo que se pararan, que íbamos a ensayar la obra, que ya estaba cerca la fecha y no podíamos perder tiempo. Ah, no sabés qué gusto me dio oír eso. Dijo que “íbamos” a ensayar; dijo que no “podíamos” perder tiempo. ¡Yo estaba incluido! Había escuchado tantas veces los parlamentos que, en efecto, los sabía de memoria. Total, mi niña escenario, cuando el actor elegido regresó días después, doña Leonor le dijo algo parecido a “quien se va a la Villa pierde su silla” y yo me adueñé de la silla y representé el papel. Esa noche de homenaje la recordé porque todo mundo de ahí mencionaba su nombre y porque, en la pared del fondo, donde estuvo la mesa de honor, alguien colgó una fotografía de doña Leonor. Cuando las personas mueren tenemos propensión a colocar las fotos de nuestros ausentes para no olvidarlos. El maestro Jorge me obsequió una foto de mi papá y la tengo en la oficina de la Universidad. Le saqué una copia y ésta la coloqué en la mesa que hay en la sala de la casa. Ahora mismo, mientras te escribo, vuelvo la mirada y lo veo y él me ve y, a pesar de que está medio serio, lo veo sonreír. Vos sabés que la mente y el corazón del hombre son como árboles floridos y, a veces, logran hacer prodigios. A veces, casi siempre, miro que mi papá sonríe. La foto, por supuesto, no se altera. Soy yo, es mi imaginación la que hace que la línea de sus labios se mueva tantito y sonría. Su carita asume un gesto amable y sé que lo hace por mí y yo lo quiero más, mucho más, como mil universos llenos de flores como planetas, llenos de claveles rojos (que eran las flores que más le gustaban). No poseo la capacidad de la tía Ina, pero siempre, en la mañana, miro la foto de mi papá y lo convoco y él acude puntual.
Doña Leonor fue lo que hoy llaman Promotora Cultural. Lo hizo como se hacían las cosas en aquel tiempo: “por amor al arte”. Hoy todo mundo quiere cobrar, quiere ganar paga. Hoy todo mundo es avorazado, es “chucho”. En aquel tiempo ella destinó su tiempo, talento, capacidad y amor por puro amor. En su homenaje eso se le reconoció: la entrega generosa, sin medida.

Posdata: por ahí asomaron las actrices Rosa Hortensia y Mónica. Rosa es una de las artistas más reconocidas por su labor teatral y Mónica, más joven, actúa en las obras que promueve su papá Joel Sánchez y también canta y, como dicen en el pueblo, ¡no canta mal las rancheras! Canta y ¡canta bien!
Mónica es muy joven. Ya no tuvo oportunidad de conocer físicamente a doña Leonor. Pero, por esas coincidencias universales, esa tarde de homenaje un puente las unió. Fue como si Mónica, con su belleza de pintura Impresionista, caminara por el corredor de la casa, se sentara en el asiento favorito de doña Leonor y la invocara. Fue como si Mónica, como tiuca sencilla, cantara quedito, en el tono preciso para convocarla. Fue como si doña Leonor, con su belleza de pintura Renacentista, apareciera con esa luz que siempre la acompañó.
Esa tarde, Mónica y Leonor fueron una, fueron el puente que unió la posmodernidad con la tradición. Si Mónica es lo que es, si los jóvenes de hoy son lo que son, es gracias a la luz de los antepasados, de esos seres que hoy no son más que cuadros y fotografías colgadas en la pared o que permanecen en mesas de centro o adentro de álbumes. Las fotografías y videos nos regresan a nuestros ausentes y esto es lo que permite que no perdamos el rumbo. Sería tan fácil despeñarse. Gracias a Dios ahí están ellos que nos sostienen de la mano, en el último instante. Porque la vida es la sumatoria de instantes y, esa tarde de homenaje, fue un instante prodigioso en que doña Leonor escuchó la voz armoniosa de Mónica y Mónica, sin tener mucha conciencia de ello, algo recibió de doña Leonor. Algún día Mónica se sentará en un corredor y abrirá el álbum y destinará parte de su tiempo a ver con detenimiento la foto en donde está Leonor. ¿Qué historias puede jalar? ¿Qué tiene qué contarle esa mujer que nunca conoció? Doña Leonor entregó luz al pueblo de Comitán. Luz es lo que hace el prodigio de la fotografía y del video, y del recuerdo, también (en esta fotografía aparece Mónica, en primer plano, y doña Leonor, en segundo. La foto me la obsequió el escritor Ornán Gómez).

viernes, 15 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL COLOR QUE PREDOMINA ES EL COLOR DE LA INOCENCIA

Sólo una persona, en apariencia, está en armonía. Los dos niños y la mujer del fondo buscan algo. La niña busca lo que busca en la otra calle; el niño lo busca en la calle frente a él; y la señora, con apremio, busca en sentido contrario al que busca la niña. ¿Qué buscan? ¿Por qué la otra mujer tiene un rostro que, en apariencia, está armonioso? Siempre es así, los que buscan andan con “armonía”. En Comitán empleamos la palabra armonía en sentido contrario al que significa. “Armonía”, en Comitán, significa inquietud. Cuando alguien tiene una duda, bien puede decir: “Tengo armonía por conocer al novio de mi hija” y nadie se sorprenderá. La armonía es un agobio. Por esto, la señora que está al fondo se ve que anda con armonía de saber qué hay más allá, sin que esto signifique que el más allá le intrigue.
La niña también tiene armonía. Tal vez busca a su mamá, tal vez está apenada porque su traje ya está manchado, en el lado contrario del corazón. Los lectores tal vez no lo adviertan, pero puedo asegurar que esa mancha tiene forma de corazón. Las manchas que oxidan los trajes nuevos de los “diablitos” siempre adoptan una forma afectuosa.
Los dos “diablitos” tienen el rostro descubierto. Será más tarde, a la hora de la procesión, cuando ellos se cubran la carita con la máscara. Se trata de un juego. Ellos juegan a que son diablitos; juegan a que El Mal es su territorio natural.
Una tarde; una tarde en que Liliana y yo jugábamos en el patio de su casa, a ella se le ocurrió que jugáramos a los diablitos y angelitos. Cuando dije que sí, que estaba bien, ella dijo que sería el diablito. Bueno, dije yo, haré el papel de angelito. Entonces ella entró a su cuarto y salió vestida de blanco. Yo brinqué y le dije que ella debía vestir de rojo, los diablos siempre son colorados, dije. Entonces ella rió, rió mucho, y dijo que ella era un diablo blanco y que si yo estaba dispuesto a jugar debería ser un ángel rojo. Entonces, no sé por qué, pero de inmediato me ruboricé. Algo no cupo en mi memoria y en mi corazón. El cambio de paradigma no es simple. ¿Yo, un ángel rojo? ¿Así fue como Luzbel perdió la gracia de Dios? Me sentí infiel y salí corriendo. Liliana rió, rió mucho. Aún recuerdo su risa rebotando en mis oídos y en mi conciencia. Sonaba tan diferente, como si ella, diablo blanco, estuviese tentando a Dios y le ofreciera todo el poder del universo a cambio de su conversión. Por esto, doy gracias a Dios, que los “diablitos” de mi pueblo son rojos y que se quitan las máscaras cuando no están en la representación. Doy gracias a Dios porque, cuando termina la procesión, ellos, niños bonitos, vuelven a ser lo que son. Ya la vida se encargará de ponerles el blanco o el rojo que les corresponda, sin atavismos.
La mujer mayor, quien se tapa la cabeza con el suéter, de color café, husmea en la distancia. Busca. La niña también busca. La mujer mayor estira el pescuezo como si fuese una garza color café; la niña se apoya en la pared. Siempre es así, los niños, en la búsqueda, necesitan de asideros. Los viejos sólo buscan apoyo cuando están a punto de caerse, cuando se dan cuenta que la búsqueda fue irremediable. Al final, ningún hombre o mujer encuentra lo que busca. Siempre todo está un paso más allá. Por esto, me sorprende la otra mujer, la que no busca. No busca y esto no significa que ya encontró. ¡No! Tal vez a ella el dilema del rojo y del blanco no le causa ninguna inquietud. Tal vez es mujer sabia y sabe que los paradigmas no son más que un simple hueco en medio del aire.
Sólo ella está en armonía. Los demás, la mujer mayor, la niña y el niño, tienen una especie de “armonía” en su corazón. Por eso están inquietos, por eso ya tienen ganas de echar a andar matracas, un poco como para espantar la inquietud acerca de la vida.

miércoles, 13 de marzo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA MESA SALE A LA CALLE

La toma es plana. Sólo la coquetería de las tejas impide que las líneas rectas se apropien del instante. Las tejas son recientes. Una ya no está. ¿Se cayó y se hizo pedazos sobre la banqueta? ¿Cayó sobre la cabeza de un señor y lo descalabró? ¿Voló? ¿Acaso la teja voló? Mi tía Roselia decía que las tejas de Comitán estaban volando, y cuando lo decía yo miraba el cielo y miraba si, al lado de los zanates negros, iban las tejas grises y pálidas. Ya viejo entendí que la tía decía eso porque los techos de teja estaban desapareciendo. Y cuando algo desaparece es peor que cuando vuelan. Cuando algo vuela existe la esperanza de que un día vuelva. Por el contrario, todos los desaparecidos se disuelven en el aire y jamás retornan.
En la parte superior del vano de la puerta se ve un moño negro que, en las noches, es iluminado por un foco. Es como una mariposa negra, como un murciélago. Algo fúnebre recuerda. Es como el infinito recordatorio de una ausencia, como si fuese el permanente recordatorio de que algo desapareció. Igual que las tejas, el moño es reciente, se aprecia en la rotundez de su negrura. Cuando las ausencias no son recientes el color se deslava, toman un color gris a punto de hacerse blanco.
Esta mesa y esta vitrina son provisionales. Cuando llega la noche, cuando llega la hora de irse a la cama, sus dueños las meten. Tal vez la mesa queda a mitad del patio que se distingue en el segundo plano, ahí donde el sol se cuela tantito e ilumina parte de la mesa y parte de la vitrina. La mesa está coja. Su cojera la provoca la irregularidad del terreno. Por esto tiene una cuña. Contra el consejo popular, no es del mismo palo.
Adentro de la vitrina se exponen dos platos, uno con butifarras, el otro con chorizos. El achiote del chorizo hace el contraste con el color pimienta de la butifarra. La puerta de la vitrina está abierta y el espacio de abajo está vacío. ¿Qué más vende la mujer que todas las mañanas saca la mesa a la banqueta? Esta mesa es decente, porque sólo abarca la mitad de la banqueta. Hay otras mesas más abusivas, mesas que, sin ningún pudor, se instalan a banqueta completa. Ante las abusivas, a los caminantes no les queda más que bajarse de la banqueta. Las mesas abusivas no aplican las leyes de la mercadotecnia y en su desfachatez llevan la pena: los posibles compradores no aprecian qué ofrecen. En cambio, estas mesas discretas permiten que el caminante se solace. Arriba de la vitrina se aprecia un pomo vitrolero. A pesar de que está cerrado para evitar que las moscas anden revoloteando en su interior, el vitrolero huele, huele a chile en vinagre. Imagino, sólo imagino, que cuando alguien pide: deme’sté diez pesos de chile en vinagre, la señora de la casa, mete la cuchara de peltre y llena una bolsa de plástico. El chile vinagre, en Comitán, se usa para condimentar los frijolitos con crema o para acompañar los tamales untados (bueno, los muchachitos de los años sesenta también lo usaban para complementar la mentada; decían: “chile en vinagre, vas y chingas a tu madre”).
Al lado del vitrolero se aprecian cuatro botellas de plástico que, en algún momento, tuvieron coca cola en su interior. Acá están llenas de temperante, para comer con salvadillo. ¿Qué más vende la señora? Vende bolsitas de plástico llenas de mole. Los colores, como se aprecia, son vívidos. Ah, el color temperante es como el color de nuestro carácter. Cuando las muchachas bonitas de Comitán reciben un piropo no se “chivean”, toman el color del temperante, bien por el encanto del piropo o porque éste las encabrona. Porque, no dejarán mentirme, hay de piropos a piropos. En Comitán es famoso el piropo que a una muchacha bonita le dijo un tipo que le fallaba un remo. “Adiós, tutisito bonito, acá tengo tu pajarito”, dijo el cojo, y la muchacha, roja temperante del coraje, volteó a verlo y le dijo: “¡Bestia, cojo feo!”. “¿Cogés feo? No importa, yo te enseño”, dijo el piropeador.
En el patio se observa un manteado. Tal vez es por el novenario del difunto, o tal vez es por el cumpleaños de alguien. Es costumbre en el pueblo colocar manteados, tanto para celebrar la vida como para lamentar la muerte. Por ahí, perdida, casi extraviada, se mira una silla plegable, de madera. Son las sillas tradicionales de este pueblo tradicional. Por esto, la imagen no es insólita, es de lo más común. En muchas calles y casas de Comitán se miran mesas que salen a la calle. Pero son decentes y discretas. A buena hora, a la hora que la noche llega, se meten a la casa, se quedan en el patio y rezan el rosario, para honrar la memoria del que es recordado a través de un moño negro que es como una mariposa de mal augurio. Me gustan estas mesas decentes. ¡Ah, qué diferencia con la casquivana que se llama la mesa que más aplauda!

sábado, 9 de marzo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PÁJAROS TAMBIÉN VUELAN EN LA TIERRA

Querida Mariana: en Comitán nadie se llama Sumire. En Comitán los nombres son comunes: Guadalupe, Carmen, María y Escolofandra. Sumire es un nombre japonés. Tal vez en Tokio hay muchas Sumires. Si alguien acá se llamara así serviría de escarnio. Si una estudiante de secundaria de la ETI se llamara Sumire, sus compañeros (latosos) la alburearían: “Si vos te dejares, ¡yo te sumire!”. Ya se sabe cómo son los niños molestosos.
Yo conozco una Sumire, ella vive en Japón, es personaje de una novela de Murakami. Ahora que te escribo, cuando son las cuatro y media de la madrugada y tomo un té de limón; ahora que todo está en silencio y apenas se oye el canto cansado de un grillo, me acordé de Sumire. Me acordé, porque en un momento de la novela ella escribe una carta y dice lo siguiente: “…me he vuelto como tú, llevo una vida de granjero, me levanto pronto por la mañana, me acuesto temprano por la noche”. Cuando leí el fragmento pensé que hablaba de mí. Pero el Club de Madrugadores está conformado por millones de seres. No sólo los granjeros se levantan pronto y se acuestan temprano. Mientras la otra mitad del mundo hace lo contrario (beben traguito, bailan, cogen, trabajan, caminan o se lavan los dientes), la mitad de dormilones ¡sueña!
La tía Eulogia decía que los madrugadores son como gallos y los trasnochadores son como búhos, para comprobarlo, en las noches, nos llevaba al patio donde tenía ocho jaulas con aves, que eran como una manifestación de arrechura alborotada a la luz del día. Caminábamos a la luz de la luna, por un caminito de arena y piedras de río. Prendía su lámpara de mano y enfocaba la jaula quinta. Ahí, en medio de la malla, veíamos un bonche de cotorritas australianas con los ojos cerrados, bien juntitas, que apenas protestaba por la interrupción. Luego, con un movimiento de barrido, la tía enviaba el rayo de luz a la jaula número seis y ahí mirábamos cómo el búho movía la cabeza y nos veía con los ojos como faros de mustang, modelo setenta y nueve. “¿No duerme?”, preguntaba mi prima Nora. No, decía la tía. Por eso el búho es sabio, agregaba, se pasa la noche pensando.
“Ay, mi prenda”, diría Esperanza. Por eso soy medio mudenco, porque, la mera verdad, a la hora que el búho sabio piensa (con sus ojos abiertos, como claraboyas del Titanic) yo duermo a pierna tendida. Como dice Sumire, llevo una vida de granjero (de ranchero, diríamos en Comitán).
Mi tío Ramiro Bermúdez dedicó gran parte de su vida a administrar ranchos. Primero el propio, y cuando vendió éste, los ajenos. Mis papás me llevaban a saludar al tío, algunos fines de semana. Subíamos a una willys cerrada, verde, y viajábamos de Comitán con rumbo a San Cristóbal. Al pasar por La Yerbabuena (siempre lleno de pinos, siempre con un friecito de hielo a punto de descongelarse) mi papá bajaba el cristal, sacaba la mano y me decía: ese es el rancho de tío Guillermo (papá de tío Ramiro). Sí, pensaba yo, ésta es una hierba buena, porque el friecito que entra por la ventana ¡calienta mi corazón! Ahora que escribo esta carta, niña bonita, siento ese friecito sabroso a la hora que tomo el té caliente. Es como si una mano tocara mi mano y no supiera de quién es esa mano, si de mi papá, de tío Ramiro o de papá Memito (como mi compadre Pepe -hijo de tío Ramiro- le decía a su abuelo Guillermo). La willys, con una lentitud de caracol, seguía su camino hasta que llegábamos a San Nicolás, que así se llama el rancho que está en la cima de la montaña desde donde se ve todo el Valle de Amatenango. A mí me encantaba llegar a ese lugar, porque bajaba de la willys y corría a un riachuelo (apenas un hilo de agua), y metía la mano para sentir el frío. Mi mano se comenzaba a entumir y, ¡prodigio!, aún parte de mi brazo que no estaba dentro del agua se enfriaba. Era como si el agua tuviera una capacidad de ampliar su territorio de témpano. El viento, también helado, jugueteaba por mi cara, brincaba la cuerda sobre el patio de mi rostro. ¡Ah, qué friecito más cachondo! Luego tío Ramiro nos ofrecía una taza de café, nos sentábamos en el corredor de la casa grande y mirábamos cómo los trabajadores cogían las tetas de las holandesas, siempre con su intrigante color en blanco y negro, y movían sus manos, como si se chaquetearan, y hacían brotar los chorros de leche que caían en botes metálicos. Dos o tres minutos después, uno de los trabajadores llegaba corriendo con vasos llenos de leche. Mi tío, que era un bolencón simpático, abría una botella de brandi y soltaba un chorro generoso y lo ofrecía a mi papá, quien, después de beber la leche bronca (con su generoso chorro de trago) se limpiaba la boca con la manga del suéter. Entonces era la hora que tío Ramiro decía: “me paro todas las mañanas a las cuatro de la madrugada”. Yo no entendía porqué, pero lo admiraba. Porque, en ese tiempo, yo dormía hasta las siete. Hasta que mi mamá entraba al cuarto y, desde la puerta, me decía: “ya, hijo, ya hay que ir a la escuela”, y yo, remolón, me daba la media vuelta y pedía la clásica prórroga de cinco minutos, cinco minutitos. Y mi mamá se acercaba y, con la mano derecha, siempre con la mano derecha, quitaba las cobijas y yo sentía frío, me enjutaba, como si fuese un feto y rezongaba (¡Ah, qué friecito más cachondo! Casi casi tan mágico como el frío que se paseaba en los pinos de Yerbabuena; casi casi tan misterioso como el friecito del agua de San Nicolás). En ese tiempo, niña té de menta, no sabía que mi espíritu estaba más cercano al gallo que al búho. ¡Tonto! Tal vez tenía pretensiones de ser sabio, sabio como el búho. ¡Qué tonto! Ahora, vos lo sabés, soy integrante distinguido del Club de Madrugadores, e igual que Sumire, igual que el tío Ramiro, igual que millones de personas gallo, ¡me levanto pronto y me acuesto temprano!
Es una bobera, pero a veces pienso que vos vivís una vida distante a la mía. Es feo pensar que mientras yo duermo vos vas al antro; mientras yo sueño, vos estás con tu novio, tomando un mojito, bailando, besándolo. Mientras yo sueño con vos, vos (con un vestido color rojo, entallado, que deja ver gran parte de tus muslos; con tus labios también rojos) bailás a mitad de una pista llena de humo de cigarro y con el aroma de los cuerpos sudorosos. Me duele saber que cuando yo pienso en vos (como ahora lo hago) vos dormís a pierna suelta. Es feo pensar que mientras yo te sueño ¡vos vivís! y mientras te pienso ¡vos dormís! Un poco como decir que mientras yo te vivo ¡vos vivís otro mundo! Por esto, a veces, cuando llegás a verme me encontrás con un aire de nostalgia y, lo juro, ese friecito de mi corazón no es cachondo, como si lo era el de Yerbabuena.
¿Qué me pierdo cuando duermo y el mundo búho vive? ¿Qué pierden los búhos cuando duermen y yo vivo? Mi tío Ramiro miraba el cielo de las cuatro y media de la madrugada, oía el rumor del bosque y el murmullo del hilo de agua fría. Este hilo de agua nunca duerme. Es la ventaja que tienen los ríos y riachuelos. Jamás se cansan. Es cierto, cuando duermo pierdo el estruendo de la vida nocturna.
Cuando fui joven viví como búho (es una pena reconocer que no adquirí su sabiduría sino sólo las ojeras “borrachas de sol”). En la ciudad de México, en compañía de la palomilla, echábamos trago los viernes, mientras calentábamos el cogote jugábamos cartas, escuchábamos música, abríamos la ventana y gritábamos “Cotz para todos”. Los vecinos alucinaban con nosotros. Lo que más nos gustaba era esperar que amaneciera. Subíamos a la azotea del edificio de departamentos donde vivíamos y ahí, en medio de tinacos de asbesto y de alambres para colgar la ropa, mirábamos cómo el sol, en medio de una nata gris, se desperezaba y levantaba los brazos para iniciar otro día. Nosotros, tirados sobre el piso, con los brazos en cruz, nos sentíamos vivos. En esos tiempos, a la rutina le dábamos una gran torcedura: ni nos acostábamos temprano ni nos levantábamos pronto. En ese tiempo, simple y sencillamente: ¡no dormíamos! El refugio del sueño lo buscábamos después de ir al mercado a tomar una cerveza, bien fría, con un coctel de mariscos, algo que se llama “Vuelve a la vida”. Porque esto era lo que buscábamos: volver a la vida. Eran pausas eternas que eran suspendidas como a las once de la mañana, hora en que el cuerpo se rendía ante el inclemente exceso. Tal vez ahora son tiempos de expiación, tal vez son tiempos en que el cuerpo exige una pausa. Hoy, igual que en esos años setenteros, también subo a la azotea de la casa y miro el amanecer. Veo el previo, el instante en que el cielo, lleno de estrellas, me regala su rotundez y su infinito vacío “lleno” de estrellas. Y, como si fuese el mismo muchacho de entonces, del tiempo en que estudié en la UNAM, me lleno de ese árbol de mil troncos, de mil hojas, que se llama universo. La única diferencia es que ahora lo hago con la plenitud de mis sentidos. Nunca más el paraíso artificial del trago, la estupidez de la borrachera.

Posdata: te llamás Mariana, Mariana de todos los desvelos, de todas las madrugadas. Te llamás así, pero, hoy, sólo por hoy, jugaré a que te llamás Sumire y sos una muchacha que vive en Tokio. Imaginaré que naciste allá y que usás falda corta a cuadros y calcetas que te llegan hasta la mitad de tus muslos. Imaginaré que vivís en un penthouse, de un edificio de treinta y cuatro pisos. En las madrugadas te levantás, en puntillas; te acercás al gran ventanal y mirás a tus pies las calles donde la vida no cesa, donde todo es un hormiguero. En Tokio (me contás) siempre hay movimiento y nunca aparece esa niebla tan común en pueblos como Comitán, donde a las diez de la noche el ala de un pájaro llamado silencio se posa sobre el árbol mayor del parque. Allá (me contás, mientras me acariciás la mano) el corazón del hombre siempre está iluminado por una lámpara de neón.
Imaginaré que te llamás Sumire y no permitiré que muchacho alguno te alburee. Lo imaginaré porque deseo, en lo más hondo de mi vida, que seás como Sumire, que, igual que un granjero, vos te acostés pronto y te levantés temprano. Así dejarás de ir a los antros y no permitirás que, en madrugada, tu novio te bese, saber en qué callejón, saber en qué banca del parque de San Sebastián. En la madrugada, como a las cuatro, vos despertarás y tomarás un té y oirás un disco de Nina Simone y, a las cinco con cuarenta y dos minutos, saldrás a la terraza y esperarás la salida del sol. Y como yo, a esa misma hora, en mi casa, haré lo mismo, sabré que hay un puente entre vos y yo, un puente infinito, un puente que nos une al universo, que es casi como decir la mano de Dios.
Imaginaré que te llamás Sumire y que estás cerca, muy cerca de mí, aunque vivás en un penthouse de Tokio y no hablés mi lengua. Imaginaré que ya sos sabia y que no necesitás ser espíritu búho; imaginaré que sos espíritu gallo y, a las ocho y media de la noche, buscás tu palo para dormir (sin albur, por favor, sin albur). ¿Cómo se dice Te quiero, en japonés?

viernes, 8 de marzo de 2013





LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE UN PERSONAJE QUE ES COMO UNA MULTITUD

Puede ser la calle de cualquier ciudad. Puede ser la banqueta de cualquier calle. Por la sombra se advierte que es un poco más allá del mediodía. El personaje camina por la sombra. Por la sombra, también, camina la mayoría de personas que viene hacia donde el fotógrafo toma la foto.
Se aprecia una serie de anuncios que afean la calle. Son como banderas que interrumpen la mirada, son como topes para los ojos. Si los caminantes andan como extraviados entonces ven esas banderas en intento de hallar una que sea como la señal divina que les indique por dónde caminar. El personaje que está en primer plano, quien camina hacia abajo (se percibe cierta inclinación en la banqueta), no pone atención a los letreros. Su mirada está dirigida hacia la izquierda, hacia el espacio donde los carros transitan. Tal vez, detrás de la camioneta roja, avanza otro carro. Es práctica común en los mortales “pajarear” a todos lados mientras caminan. Ven los negocios, ven a la mujer que vende manguito con chile y ven las caras de los que conducen carros por si es un rostro conocido. Claro esta última práctica se da en pueblos, en las grandes ciudades es difícil toparse con conocidos y vecinos.
Si el personaje del primer plano, en lugar de ver hacia la izquierda, viera a la derecha miraría los dos balcones que, suspendidos, se abren generosas a la calle, desde la pared. Si viera a la derecha, un poco más adelante leería los letreros que anuncia un “estudio fotográfico” que ofrece enmicados, impresiones y demás chunches relacionados con la fotografía. Un poco más adelante se ve el anuncio de un consultorio médico que ofrece consultas por treinta pesos. Más adelante, ya casi en la esquina se alcanza a leer el anuncio de una papelería. No se ve que el personaje tenga necesidad de tomarse una fotografía tamaño infantil, ni, tampoco, necesidad de una consulta médica, pues, a pesar de que camina un poco lento, se ve que está fuerte, si bien no como un roble, si se ve fuerte como una espiga de trigo, de esas que, según la cita popular, “se dobla, pero no se quiebra”. Tampoco se ve que dirija sus pasos a la papelería. ¡Quién sabe a dónde se dirige!
Si imagino, puedo imaginar que el personaje es un escritor y camina porque es práctica de escritores salir a pepenar imágenes. Tal vez él no lleva ningún destino. Camina porque su oficio se lo demanda. Los creadores salen a caminar porque, saben, que en las calles está la vida. Ahí se concentran las pasiones de los hombres. En las calles, los hombres ríen, lloran, se mientan la madre y practican el hermoso arte de la simulación. Cuando estos hombres llegan a su casa tiran sus caretas y se ensimisman. Ahí no saben quiénes en realidad son. Ahí, en el interior de sus cuevas, los hombres del siglo XXI vuelven a ser como los primeros hombres de la humanidad.
Si el personaje del primer plano elevara tantito la vista y viera hacia adelante miraría el letrero que anuncia llamadas de larga distancia. Este letrero, no sé porqué, otorga cierta tranquilidad. A pesar de que la calle es la calle de un pueblo pequeño, en un pequeño lugar del mundo puede tener comunicación con cualquier otro lugar del planeta. Las llamadas de larga distancia nos pueden comunicar a Chacaljocom o a Sidney. Es un prodigio ese tipo de establecimientos. ¿Se puede llamar a más “larga distancia”? ¿Se puede uno comunicar con el más allá? ¿Cuánto cuesta hablarle a Dios?
El personaje lleva una mano metida en la bolsa del pantalón; la otra, la derecha, va libre, como dispuesta para escribir, como para convertirse en ala y levantar el vuelo. El pie derecho es el que avanza, sin titubeo, como gozoso por haber salido de la casa, como si fuese un chucho y le soltaran el amarre y disfrutara de la calle soleada, armoniosa.
A la distancia se ven dos taxis que van vacíos. Buscan pasajeros. Los taxistas, también, al igual que los escritores salen a pepenar. Dan vueltas y vueltas hasta que alguien los ocupa. El escritor también se ocupa de esos ocupantes, de esos oficiantes.
Si el personaje caminara de noche advertiría que del piso se elevan haces de luz. En cada uno de esos círculos “empotrados” en la banqueta un chorro de luz se eleva hasta perderse en la más “larga distancia” jamás concebida. Pero a la hora que el fotógrafo tomó la foto la luz no brota del piso. Toda la luz se concentra en cada uno de los que caminan por esas calles de Dios, que son la más cercana distancia para llegar a hallarse en medio del bullicio y del guateque que siempre se da al mediodía en las calles de los pueblos.

sábado, 2 de marzo de 2013



ARENILLA

Alejandro Molinari
alejandromolinaritorres@gmail.com
http://areni-ya.blogspot.com

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO GALILEO TENÍA RAZÓN

Querida Mariana: nada es cierto. Vivimos engañados. Al pasar un líquido de un recipiente a otro, algo se cae. En Comitán, cuando alguien, inexperto, hace sus primeros intentos, decimos: “está haciendo sus pininos”. Esto lo escuché desde niño. Así que cuando Lucía hizo su primer dibujo en el taller dije que ella estaba haciendo sus pininos en el dibujo.
El otro día, el maestro Jorge dijo que hacer pininos es una frase desafortunada. Lo prestigioso, dice él, y yo le creo, es “hacer pinitos”. ¿En qué momento comenzamos a usar la palabra pinino? ¿Qué es pinino? Hace apenas dos minutos con treinta y dos segundos hallé la confirmación de lo dicho por el maestro Jorge. En la novela Dublinesca, de Enrique Vila-Matas, aparece lo siguiente: “…Y Javier termina por ponerse muy nervioso. Los escritores no soportan nada bien que los editores hagan sus pinitos literarios…”. ¿Mirás, niña bosque? ¡Pinitos, pinitos, nada de pininos! Dios mío, ¿a quién se le ocurrió decir pininos? Desde esta ocurrencia, medio mundo de Comitán dice pininos. Crecimos engañados.
Don Maquensi (un gringo que vivió por el rancho de don Eugenio, allá en la Tierra Caliente) siempre dijo: “Marría está hacienda torrtillas”. La María se botaba de la risa y don Eugenio, mientras le echaba sal a una tortilla recién salida del comal, le explicaba: “No, don Maquensi, no se dice hacienda, se dice haciendo”. Tal vez en la mente del gringo existía la idea de que si decía María debía emplear el verbo hacer en “femenino”. Quién sabe qué idea apareció en la cabeza del primero que dijo pinino. Alguien dijo pinito y él lo cambió y desde entonces medio mundo de Comitán anda repite y repite a cada rato la famosa frase de “hacer pininos”. Bien dicen que el sordo no oye ¡pero compone! (bueno, ya el padre Carlos nos enseñó que Beethoven era bien sordo y componía ¡genial!).
Crecemos en la mentira. Durante toda mi educación primaria oí la historia de doña Josefina García, una comiteca fregona que, cuando los hombres titubearon para iniciar el grito de Independencia de Chiapas, dijo que las mujeres estaban dispuestas a encabezar el movimiento. ¡Que los hombres queden en casa!, dicen que dijo. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué orgullo sentíamos! Ahora resulta que viene la historiadora María Trinidad Pulido y el arquitecto Pepe Trujillo, cronista municipal, y dicen que no, que no hay certeza de la existencia real de esta mujer, que todo es puro invento. Te digo, crecemos en la mentira. Y lo de doña Chepina nada es comparado con la historia de los Indios Chiapa lanzándose al Sumidero antes de rendirse ante el enemigo español. ¡Ah, qué chentos nos sentíamos los niños de la Matías de Córdova cuando el maestro Beto nos contaba la hazaña de nuestros valientes antepasados! ¿Y todo para qué? Para que una buena mañana, Jan de Vos dijera que no, que no era cierto. Que todo era una mera invención. ¡La gran pucha!
Óscar Bonifaz ya dijo que las Siete Esquinas ¡no son siete! Que el Río Grande, ni es río ni es grande. ¡Sólo falta que un día La pilita seca comience a rebosar de agua!
Tal vez por esto a mí no me cuesta trabajo vivir en Comitán: amo las mentiras. Las amo, porque amo la literatura y la literatura está hecha de mentiras que se convierten en verdades y son las verdades más sublimes de la vida. Sabés que soy escaso, no me gusta meterme mucho en vidas ajenas (mucho, dije). Tengo tanto qué hacer que no me alcanza el tiempo para andar metido en arguendes y chismes. “Que si la fulanita anda metido con el fulanito”, “que si sutanito se robó lo de los pisos firmes”, “que si la menganita está embarazada del menganito”. ¡Me vale! Cada quien que haga su vida. Dejo que Comitán y los comitecos fluyan en una línea de aire, paralela a la línea de mi vida. Pero como soy un simple ser humano caigo en la tentación y, por esto, en lugar de andar enredado en ajos comitecos, mejor me sumerjo en el mundo del chisme y del arguende que vive en la literatura. Porque la literatura está hecha de la vida y la vida, lo queramos o no, está llena de las pasiones humanas. En las novelas que leo, también sutanito se faja a la menganita, que es esposa del fulanito, quien, a su vez, anda fajándose a la fulanita. Igual que en la vida comiteca, en la literatura la gente se cansa, se aburre, disfruta, pelea, trabaja, sueña, hace corajes, ama, coge, muere, se disfraza, roba, llora, ríe, ríe, ríe mucho, sólo para que un instante después se despeñe en el desaliento y en el drama. Todo lo que sucede en Comitán está contenido en los libros y más, mucho más. Lo único que cambia son los personajes. Los de la literatura son más universales. ¿A quién -digo yo- que vive en París le importa lo que hace sutana de Comitán? ¿Nos importa qué hace fulana de París en este instante? Si ella, la fulana de París, que vive en el 3654 de la Rue de L’université, está agasajándose al marido de la que vive en el departamento 8 del número 3256, de la rue de Varenne nos vale un soberano cacahuate. ¡Cada quien que haga de su vida un papalote! (y lo de papalote no es albur).
Esto de la confusión y de la mentira no es reciente, ya Don Descartes, quién sabe en qué siglo, anduvo metido en algo que llamó: “trampas de la mente y de los sentidos”. Vos, niña mía, sabés que lo del chisme anda metido en esa trampa. Los sabios desconfían de los sentidos, porque éstos son engañosos. Por esto mi abuela Esperanza decía a cada rato: “Todo es según el color del cristal con que se mira”. Acá, en Comitán, hay algunos que siempre tienen un cristal ahumado frente a los ojos y todo lo miran con el color de su conciencia. Por esto ahora soy un descreído. ¿Cuántos años anduvo la religión católica pregonando eso de que la tierra era el centro del universo? ¡Cientos de años! Ante la obligación de la iglesia, el buenazo de Galileo Galilei dijo que el sol giraba alrededor de la tierra (tal como aseguraban los bestias de la iglesia), pero al final dicen que dijo: “y sin embargo ¡se mueve!”, para demostrar que la teoría de la iglesia era una bestialidad. Por esto, a mí me gusta lo que hizo Santo Tomás: meter el dedo en la llaga del pecho de Jesús, para comprobar que, en efecto, la llaga existía. Ah, si la mula no era arisca, ¡la hicieron! Ahora, dudamos de todo y hacemos bien.
Vivimos engañados, niña flor de durazno. Un día (es una bobera, pero es un sentimiento real) un bobo de nueve años, en el patio de la escuela primaria, me llamó y, con cara de rata deshidratada, dijo: “Santa Clos ¡no existe!”. Mi mundo cayó de un reatazo como cayeron las torres de Nueva York. ¿Cómo que no existe? En cuanto llegué a casa, tiré la mochila y fui a la cocina donde estaba mi mamá. Mamita, mamita, Pedro dice que Santa Clos no existe. Ay, hijito, no le hagás caso a Pedrito, ya ves que siempre es un hablador. Salí de la cocina, comiendo un pedazo de manzana, salí contento porque mi mamá aseguró que Pedro era un mentiroso, un hablador. Pero, ¡Dios mío!, apenas dos años después mi propia madre confesó que, en realidad, Santa Clos ¡no existía! Y esta declaración fue como asegurar que la palabra de Pedro era más verdadera que la palabra materna.
Vivimos en un campo donde el engaño es el árbol donde más columpios se cuelgan. El otro día (no es reclamo, es mera reafirmación de esta teoría que hoy expongo) dijiste que me amás como a nadie has amado. Y yo sé, porque hemos jugado, que Nadie es el nombre de un personaje; es decir, Nadie es alguien. Y si vos me amás como a Nadie quiere decir que me amás como alguien a quien has amado igual que a mí.
Amo la palabra, pero la palabra también es frágil y voluptuosa. Es una prostituta que, a veces, no sale a la calle a buscar clientes sino que se queda en casa. Y como el mundo es perverso, el mundo inventa justificaciones y por esto, a cada rato, dice que hay “mentiras piadosas”, cuando bien sabemos que la mentira no tiene matices, así como la verdad tampoco los tiene. La verdad es única y ¡es o no es! De igual modo, la mentira ¡es o no es! Óscar Bonifaz cuenta una anécdota interesante. Dice que una sirvienta que sirvió en su casa ¡no mentía!, su religión no le permitía jugar con mentiras piadosas. Una vez sonó el teléfono, contestó la sirvienta, buscaban al escritor. Éste, en voz baja, ordenó que dijera que no estaba en casa. La sirvienta se negó. Sería mentir. Así que obligó a Bonifaz a salir a la calle y entonces, sin empacho, dijo: “No, el maestro Bonifaz ¡no está en casa!”. ¡Ah, qué maravillosa anécdota! Anécdota que, sin duda, no debe ser cierta, debe ser otra de las mentiras literarias de Óscar.
¿Qué mortal dice la verdad al ciento por ciento? Todo es un juego de mentiras. Por esto, a veces, algo como una nostalgia de verdad me asfixia. Sé que cuando decís que me querés, que me querés como mil universos, algo de mentira se cuela en tus palabras. Sé que cuando jurás, ante Dios Tonatiuh, que nunca me abandonarás algo de Judas existe en tu beso que, como pajarito, se posa en la rama de mi mejilla. A treinta y dos muchachas bonitas (entre dieciséis y diecinueve años) he preguntado si son vírgenes y el ciento por ciento ha dicho que sí, con una seguridad de puente de concreto. Meses después, con la confianza que permite el trato, han dicho que no era cierto lo que dijeron, ya vienen y me confiesan que una tarde, en un bosque, cercano al Herraje, cuando tenían catorce años, en el cumpleaños de su novio, le obsequiaron un pastel de fresas y su virginidad. Y entonces también dudo de la historia. Claro, dirás vos, por qué van a estar confesando sus intimidades a cualquier tipo. Pero, yo, niña de árboles con mil hojas, no soy cualquiera. Ya me lo dijiste ayer, me llamo Nadie. Ayer, que aseguraste que me amás como a Nadie has amado.

Posdata: nos quejamos de las mentiras que nos adoban los políticos. Nos enojamos por sus engaños. ¡No sé porqué nos sentimos engañados cuando nos damos cuenta del embuste! ¿Qué no aprendemos? ¿No somos capaces de entender que vivimos en un mundo plagado de mentiras? Crecemos en medio del engaño. A veces el engaño tiene su sustento en la ignorancia, pero la mayor parte de las veces se basa en la perversión. Julio Gordillo Domínguez se rasga su saco café cuando escucha eso de los nueve barrios de Comitán. No, no, ¡no!, grita, no son nueve barrios. ¿Entonces? Pura invención, pura literatura. Por esto amo la literatura. La palabra que ahí está escrita jamás miente, nunca cambia de parecer. En literatura la mentira es la verdad más verdadera, siempre permanece inalterable. En cambio, la palabra que me dijiste ayer ya ha perdido algo de su color. ¿Me amás? ¿De veras? Dejá que lo dude. Ya estoy viejo y tengo mil llagas. Ya no tengo edad para andar haciendo pini…tos.

viernes, 1 de marzo de 2013



Con un abrazo para Dora Patricia Espinosa Vázquez
por su cumpleaños.

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA LUZ ES MÁS QUE LA SOMBRA

Están sentados en la sombra. Es una sombra amplia, generosa. No la provoca la sombrilla del bolero, ¡no! Es una sombra de árbol, natural, sencilla. Gustavo está sentado en el “cajón” del bolero, Óscar está sentado en una silla plegable, de madera. Están sentados en el parque central de Comitán. Es una mañana de febrero, una mañana donde el viento es helado. Quién sabe de dónde vienen esos aires fríos que tienen vocación de extenderse como sábana helada en el piso templado de Comitán. Tal vez llegan del mar, de más allá de Yucatán. El aire, todo mundo lo sabe, ante nada se detiene. Su gusto es saltar por encima de montañas y recostarse en lugares apacibles, sólo para joder la afición por la cerveza helada y las paletas heladas de chimbo. Por esto, por el viento frío, Gustavo y Óscar visten chamarras.
Están sentados sobre sillas provisionales. Si uno camina a las doce de la noche ese espacio está vacío. El parque central de Comitán, como todos los parques del mundo, tienen sillas fijas, sillas de hierro forjado donde la gente se sienta a leer el periódico o a comer un algodón de París, en tardes de domingo. El bolero coloca su silla a las siete de la mañana y la levanta a las seis de la tarde. Ahora bien, ¿de dónde salió la silla plegable en que Óscar se sentó esa mañana fría de febrero? Óscar tiene el pie derecho levantado, como si estuviese a punto de pararse. Es una de sus características: siempre está con premura. ¿Cuál es su prisa? No lo sé. Tal vez ya olvidó que ¡hay más libros que vida! En las manos lleva un papel enrollado, como si fuese un mensajero Divino y debiera llevar un mensaje urgente. ¿Será un poema para La Cumusita? ¿Será el capítulo de alguna novela en honor a la abuela que mantenían encerrada en una jaula, como canario, porque inventaba historias locas? Los zapatos de Gustavo ya están boleados. Se nota que los botines han recorrido muchos caminos. De hecho, Gustavo, esa mañana de febrero (que, igual que la abuela de Óscar y el mes de marzo, también tiene algo de loco) estaba de vacaciones en su pueblo. Porque él vive, desde hace muchos años, en el Norte del País. Por esto su chamarra tiene, igual que sus zapatos, la huella del frío, de un frío más congelante. El rostro de Gustavo es rotundo, la carita de Óscar es como de chinchibul, como de canarito alebrestado, como de tiuca jodona.
A la hora de la fotografía el bolero no estaba. Tal vez fue a conseguir cambio porque Gustavo le pagó con un billete de cincuenta (sin cuenta los años que Gustavo se fue al Norte). Las grasas y trapos del bolero aún están en el suelo, afuera de la caja. Al fondo se ven los arcos del portal donde está el restaurante de Alejandro “Alis”, donde estuvo (hace muchos años, tiempo en que Gustavo era adolescente) el restaurante de Tío Jul. Sí, el famoso creador de esos chamorros de cuch (tan sabrosos) que se llaman “Huesos de Tío Jul”. Yo recuerdo, más que los huesos, los tamales de azafrán que ahí vendían. Mi mamá mandaba a Sara, la sirvienta, a comprar tamales de azafrán, los sábados por la noche, para que desayunáramos los domingos. Recuerdo el mantel blanco, la luz del sol colándose por una ventana y el aroma de los tamales de azafrán, mezclado con el aroma del chocolate y de los pastelitos de manjar. ¡Ah, era el inicio de un domingo de ensueño! Ya después iba a la Matiné del Cine Comitán y luego a la función vespertina del Cine Montebello. A veces, no comía en casa. Mis papás “me arreglaban” para ir a casa de mi madrina Clarita y de mi padrino Romeo (papás de Gustavo). Me gustaba ir porque para llegar a su casa debía cruzar algo que era como un laberinto de cuartos y de patios. A mitad del trayecto, siempre encontraba a Romeo (hermano de Gustavo) haciendo ejercicio en un par de argollas. Hacía el Cristo. Siempre que veo los Juegos Olímpicos, en televisión, y veo a un gimnasta haciendo piruetas en las argollas me acuerdo de Romeo y me acuerdo de Gustavo, quien, siempre, estaba limpiando las jaulas donde tenía gallos de pelea. Siempre recuerdo el color tornasol del plumaje y las crestas rojas de los gallos de pelea. Por esto, siempre que veo a Gustavo lo veo con las cejas arqueadas, con esa mirada como de personaje de novela de García Márquez. Por esto digo: si “El coronel no tiene quien le escriba”, Gustavo sí tiene, en Comitán, quien le escriba.
¿De dónde apareció la silla plegable donde Óscar se sentó esa mañana? Dan ganas como de sentarse en sillas de madera, siempre. Las bancas de hierro forjado son frías y enfrían las nalgas. A veces, el ánimo se contagia y, por esto, el aire también se enfría. Estoy seguro que el viento de Comitán no sería tan frío si, en lugar de bancas de hierro, tuviésemos bancas de madera de pino. ¿No resistirían la humedad, el paso del tiempo? ¡A quién le importa!
Ambos personajes miran la cámara. Como si miraran a quienes están del otro lado. Tal vez Óscar se piensa actor de teatro y está en el escenario; tal vez Gustavo imagina que está en el redondel de un palenque y sucede una pelea de gallos. ¿Ganará el giro? ¿El colorado? ¿En esto se resume la vida: un simple escenario? Están sentados en la sombra, pero al lado de ellos hay luz, ¡mucha luz! Quién sabe dónde está el bolero.