lunes, 30 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE EL TEMO ALCÁZAR DE LONDRES

Querida Mariana: el inglés Cliff Richard tiene la misma edad que nuestro eterno joven de Comitán: Temo Alcázar. ¡Ochenta prodigiosos años! ¿Ya miraste cómo se mantiene Cliff? Sí, qué bendición. Cuando vi el video donde canta la canción “We Don’t Talk Animore”, rápido pensé en mi maestro Temo. Ambos son mayores de edad, pero no se les nota. En el video que subió la BBC, de Londres, el pasado 26 de noviembre, Cliff se ve como lo mirás en este fotograma: lleno de vida. Canta la canción que fue famosísima hace muchos años y la canta como si tuviera la edad que tenía cuando se trepaba a los grandes escenarios, con cabello largo, camisas color chinga la vista y pantalones bien ajustados. ¡Ah, genial! No sé qué hace para mantenerse con esa vitalidad, pero lo que hace debe ser la fórmula que también posee nuestro eterno joven de Comitán. Bueno, en Comitán sí sabemos cuál es la fórmula de Temo Alcázar: la cuerda del ejercicio físico y la del pensamiento limpio sin joder prójimos (aderezado con miradas bonitas a las chicas ídem). ¿Por qué escuché y vi el video de Cliff? Porque mi Paty compartió el video. Ella ama esta música que la acompañó hace varios años. Vi el videíto y le di en la flechita para activarlo y me maravillé, con la canción y con la vitalidad del cantante. Pucha, sí, ya llegué a la vejez, ahora hago cosas que no hice en mi juventud. ¿Podés creer que cuando acabó la canción volví a escucharla? Y, qué pena, cuando acabó la segunda vez, le volví a dar y ahora que te escribo, tengo la pantalla dividida en dos: en una está la hoja donde te escribo y en la otra mitad está el video que, asumo, fue grabado en este tiempo de pandemia, porque los músicos que lo acompañan (todos excelentes artistas de la BBC Concert Orchestra) están en sus casas o en sus estudios o andá a saber vos dónde, pero no están reunidos en una sala de concierto, ¡no!, todos aparecen en cuadritos separados, pero la magia de la tecnología los ha unido en un video inolvidable, genial. En este tiempo de confinamiento, los simples mortales tenemos la oportunidad de acercarnos a espacios íntimos de los grandes. En este video, Cliff canta en un espacio que parece una estancia de su hogar, un espacio muy agradable, en tonos ostión. Al fondo una lámpara, un cuadro con un paisaje marino y dos guitarras recargadas sobre la pared. Sí, debe ser su espacio íntimo. ¡Ah, qué bendición poder estar ahí con Cliff! Jamás, digo yo, lo habíamos tenido tan cerca. Tuve la sensación de estar sentado en un banco alto, de esos que hay en los pubs ingleses, y ver sus movimientos de muchacho ochentero. ¿Chavo ruco? No, chavo en plenitud. Cliff es el Temo Alcázar de allá. Temo y Cliff han logrado llegar a los ochenta sin titubeos, sin renguear. Temo nada tiene que envidiarle a Cliff. Bueno, tal vez hay algo que Temo no alcanzará en estos territorios comitecos: ser nombrado Sir. Cliff es Sir. Una tarde o noche, andá a saber, Cliff estuvo frente a la reina y ésta lo honró nombrándole Sir. Pucha, igual que Paul McCartney, igual que Sting y que Mick Jagger, por mencionar a cantantes de renombre. ¡Ah, perdón! Olvidaba al enormísimo Sir Elton John. Comitán ya le dio el título de El Eterno Joven de Comitán al maestro Temo. No tenemos más para darle, más que nuestro cariño y nuestro corazón. Ah, la vida. ¿Cómo decirle al maestro Temo que debimos jugar hace tiempo? Nos ganó la vida. Ahora ya no vive su hermana, su hermana que se llamó Reina. Ah, hubiésemos jugado, como jugaba de niño en el sitio de su casa, habríamos montado un templete bien adornado, con papel de china y con festones de juncia, y en una ceremonia especial la Reina Alcázar habría nombrado Sir a su hermano y ahora, así como en Londres está Sir Cliff, acá tendríamos a Sir Cuauhtémoc. Posdata: Y sigo viendo y escuchando el video. ¡Genial! La canción es bella y cuarenta años después de que Cliff la cantó en grandes escenarios, bien jovenazo, ahora lo hizo en confinamiento y nos regaló una pieza maestra. La instrumentación es de lujo. ¡Pucha! Integrantes de la Orquesta de la BBC: ejecutantes de metales, violines, chelos, fagot, violas y una marimbita metálica, y un excelso baterista y una espléndida arpista. Ah, es un deleite. Uf. Soy un viejo que juega a ser joven. La he escuchado más de veinte veces. Uf. Menos mal que la escucho con audífonos, si no, los vecinos ya se habrían quejado. ¿A qué hora me cansaré? Tal vez al rato, mientras tanto ¡vuelvo a oír a Sir Cliff y pienso en Sir Temo!

sábado, 28 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO

Querida Mariana: en esta fotografía está mi mamá. Es la muchacha bonita que está al lado de su mamá y de uno de sus hermanos. ¡No! No seás grosera, la que está al frente es una garza. Es una de las dos garzas que había en su casa de infancia, en Huixtla. Te he contado que mi mamá nació en Huixtla, Chiapas, en 1930. Sí, ya cumplió noventa años y, gracias a Dios, está bien, física y mentalmente. En este tiempo de contingencia sanitaria, muy juiciosita, ha permanecido en casa. Esto, por fortuna, ha evitado que se contagie del virus. Padece hipertensión arterial, pero lo controla. Salvo esta dolencia, está muy bien. Siempre ha dicho que le “echa ganas a la vejez” y, todos los días, sale a cuidar a las flores que tiene en el pequeño patio del frente en la casa, cocina (sí, soy un consentido, me prepara todo lo que me gusta. El otro día preparó una deliciosa jalea de guayaba con pera, que comí con un pan integral que yo preparo.) La fotografía es muy bella, data de 1944, más o menos. En ese tiempo, Europa está metida en una incruenta experiencia, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. En Chiapas, en Huixtla, otro es el clima. Acá el sol se desparrama sin pestes de pólvora ni nubes oscuras. Acá, en el instante de esta fotografía, la garza camina con un paso soberbio, casi dueña de esa pasarela de tierra, delimitada por piedras. Mi mamá ama las flores. Acá se ve de dónde pepenó la herencia. Su casa de infancia en Huixtla tenía un generoso jardín al frente y un sitio lleno de árboles (se ve la arboleda por encima de las tejas de la habitación que servía como cocina. Acá aparece una de las dos garzas, que llevaron a la casa de Huixtla desde la finca bananera Esther, propiedad de don Raúl Castellanos. Mi abuelo Enrique (papá de mi mamá) era el encargado de atender la finca de don Raúl, quien estaba casado con doña Amelia Suárez Torres. Resulta que Amelia era prima hermana de mi mamá, porque era hija de Petra Torres, hermana de mi abuelo. Uf. ¿Mirás qué enredo tan genial? Así que mi abuelo trabajaba en la finca de su sobrino político, un sobrino político que tenía mucha paga. Mi mamá piensa que don Raúl debió tener nexos familiares en Comitán, porque en una ocasión (ya en los años sesenta) llegó a Comitán y don Jorge Castellanos (mero comiteco) fue a saludarlo, tal vez eran primos. Bueno, el asunto es que de la finca Esther, que estaba cerca de Acapetahua, mi abuelo llevó a las dos garzas pequeñas. Pronto, las garzas aceptaron el nuevo hogar y se volvieron protectoras, porque, dice mi mamá, eran grandes limpiadoras del jardín y no permitían que entraran ratones ni ratas. ¡Ah!, ya imagino a las dos garzas caminando con ese paso majestuoso por todo el jardín. Las garzas tenían completas sus alas, pero jamás levantaron el vuelo. ¡No! Ellas estaban felices en la casa y ahí permanecieron todos sus años de vida. ¿Ya miraste qué bonito jardín? Estaba al frente de la casa. Si la garza sigue caminando llega a donde estaba la puerta que daba a la calle. Los vecinos pasaban por el frente y saludaban a mi abuelita Esperanza, a la hora que regaba las plantas; los muchachitos llegaban para jugar con los hermanos de mi mamá, y las muchachas bonitas llegaban a platicar con mi mamá. Pienso que dos o tres muchachos ya más crecidos se paseaban por el frente para mirar a mi mamá, quien, a pesar de ser pequeña, ya estaba varejoncita y linda. Sus piernas eran flacas como la de las garzas. La casa era modesta, pero generosa en extensión, dejaba que el sol, la lluvia y el aire caliente se pasearan sin restricción. No dudo que en el barrio donde estaba la casa de mis abuelos maternos había más casas semejantes, con casas modestas y grandes extensiones de terreno con flores y árboles frutales. La casa estaba cerca de la antigua estación del ferrocarril, maravilloso edificio que actualmente, qué pena, está en el abandono. Cuando mi mamá tenía vacaciones acompañaba a mi abuelo a la finca. A veces, mi mamá me ve y dice que heredé la costumbre de mi abuelo Enrique porque él, así lo exigía su trabajo, se levantaba a las cuatro de la madrugada y se metía a dormir a las ocho de la noche. Sí, igual que yo. Salvo que él se trepaba al caballo para coordinar los trabajos de la cosecha del plátano que exportaban a saber qué países. Los finqueros de la región aprovechaban el tren para enviar la mercancía a los puertos. Sí, los tiempos han cambiado, los trenes servían para enviar café o plátano, no para llevar inmigrantes. La Bestia aún no había sacado sus garras. El otro día, en las redes sociales, alguien preguntó si yo era de Huixtla. No, le respondí, soy comiteco, pero aclaré que mi mamá nació en Huixtla, aunque ahora dice que es comiteca, porque en su pueblo natal vivió hasta 1947; es decir, cuando tenía tenía diecisiete años, y de ahí, al contrario de las garzas, ella sí voló a la Ciudad de México, donde vivió hasta 1955, año en que se casó con mi papá y llegó a vivir al pueblo donde yo nací: Comitán. Desde que ella salió de Huixtla ¡no volvió! Pucha, más de setenta años, setenta años y un cachito. El otro día hicimos un ejercicio mental, entré a Google Maps y dimos una vueltita por el parque donde está el palacio municipal. ¡No!, dijo mi mamá, y recordó que el parque de sus tiempos era una belleza, tenía arcos con flores que formaban pasadizos como de laberinto y los árboles estaban podados con forma de animales. El parque era un orgullo de los huixtlecos, con gran identidad, ahora es una plancha de cemento sin personalidad. Mi mamá dice que piensa que lo único que no ha cambiado es la Piedrona de Huixtla. Ella sigue oronda, soberbia, en la parte alta de un cerro. Ella es la eterna vigilante, la garza que mantiene al pueblo limpio de ratas grandes. El clima ha cambiado. Mi mamá dice que, por el calentamiento global, el calor debe ser más intenso, dice que ya no lo soportaría. Dice que los ríos también han cambiado. Recuerda que, de niña, iba al río. Los hombres se bañaban en la orilla del otro lado y las mujeres en la orilla del lado del pueblo (no me cuenta si se reunían a mitad del río, eso no me lo cuenta); dice que era bello ver a las mujeres cargando en canastos la ropa que lavarían. Cada mujer tenía una piedra para lavar, ahí aprovechaban para ponerse al día con los chismes del pueblo. Cuenta que en los años cuarenta había un tren que se llamaba El Mixto, no sabe por qué tenía ese nombre. Sólo recuerda que era un tren con “pocos carros” y que era, como han platicado muchas personas, un tren muy alegre. En las estaciones se acercaban los vendedores y los pasajeros se inclinaban en las ventanas y compraban tortillas, pescado frito y taberna. ¿Taberna? Sí, había una estación donde los vendedores ofrecían taberna a los pasajeros. La bola de bolos compraba esa bebida bendita. ¡Ah, genial! Una vez, mi abuela fue a Tapachula en El Mixto, recomendó la casa a mi mamá y a sus hermanos. Ya sabés cómo es la vida, esa mañana pasó volando una parvada de cotorros y “La Cotita”, cotorrita de la casa, se alebrestó y se unió al grupo. ¡Dios mío! Mi mamá y sus hermanos corrieron, miraban el piso al tiempo que veían el cielo. ¡Allá va, allá va! La Cotita volaba detrás de la parvada. Llegaron a la terminal, acezando. Mi mamá alzó la vista y vio que La Cotita, tal vez cansada, se había parado en el pretil de la azotea del edificio. Subieron por las gradas, caminaron llamádola: ¡Cotita, Cotita!, pero La Cotita parece que ya le había agarrado el gusto a la vida libertina y cuando vio que sus amitos extendían los brazos para agarrarla, voló y con las alas les dijo adiós para siempre. Cuando mi abuela regresó a casa halló a sus hijos en un mar de lágrimas, lloraban por la ausencia de La Cotita y por la clásica regañada que la mamá les daría: ¡No me puedo ir un ratito, porque miren lo que pasa! Sí, tengo parientes en Huixtla, tanto por el lado materno como por el lado paterno. Ahí vivió mi tío Manuel Molinari, papá de Quito, el ingeniero Cuauhtémoc Molinari, quien llegó a ser presidente municipal de Huixtla. Ambos ya fallecieron. Mi abuelo se llama Enrique Torres Chirino. En Huixtla hay apellidos que deben emparentar con su árbol genealógico. Bien dicen que sabemos el lugar de nuestro nacimiento, pero no el lugar de nuestra muerte. Mi abuelo Enrique dejó Huixtla y viajó a la Ciudad de México y luego vivió en muchos lugares al lado de su hijo Mario, quien era ingeniero civil y viajaba a diversas partes para construir carreteras. En una ocasión, mi tío fue enviado a construir una carretera en Baja California Sur, vivió en Villa Constitución, ahí falleció mi abuelo. Uf. Al otro lado del país. Vivió en el Sur y murió en el Norte. Posdata: El jardín de la casa de infancia de mi mamá era bello. Crecía sin la gracia y armonía de los jardines franceses, crecía con una armonía desigual, pero, si te fijás, el lugar que eligieron para posar en esta fotografía, tiene un arco majestuoso, formado por dos arbolitos graciosos, tan verticales como las patas de la orgullosa garza.

viernes, 27 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON PALABRITAS Y PALABRAS

Querida Mariana: como a muchas personas ¡me gustan las palabras! ¡Todas! Recuerdo que a finales de los años sesenta me gustaba mucho una canción de Johnny Dinamo (ya murió), que se llamaba Palabras. Ahora que te escribo recuerdo la tonada y parte de la letra: “Son palabras sin sentir, sin nada qué decir de ayer, son palabras de rencor, que sólo hablan de un gran dolor…” Uf. Qué palabras. Bueno, todo mundo sabe que las palabras sirven para cualquier situación. Los escritores sufrimos para hallar la palabra exacta; los conversadores y contadores de anécdotas no tienen problema alguno, sueltan las palabras con la misma alegría con que el ranchero suelta las gallinas en el corral. Uf. Hay genios literarios que sí poseen la capacidad de escribir con gran sencillez y elegancia. Los genios, los demás nos peleamos con las palabras. Por eso, antier me conmovió la noticia que dio el periódico La Jornada: Covidiot, uno de los términos elegidos por el Diccionario Oxford como palabra de 2020. ¿Mirás? En Londres hacen este ejercicio cada año, buscan entre todos los términos empleados en el año y eligen a las más representativas. Uf. Covidiot es una de las palabras que eligieron este año. Debo confesar que no había escuchado la palabra. ¡No! Claro, la versión castellana es ¡covidiota! ¿Quién es un covidiota? Una persona que no cree en la existencia del Covid e ignora las medidas de sanidad. Uf. ¿Cómo es posible que alguien crea que el virus no existe? ¿No ha visto en cualquier noticiario televisivo que a la fecha hay más de cincuenta y ocho millones de personas que se han contagiado del Covid-19? ¿No sabe que un millón de personas en el mundo ha muerto por causa del virus? ¿No se ha enterado que de ese millón, ¡Dios de mi vida!, México ha “aportado” el diez por ciento, porque en el país han fallecido más de cien mil paisanos? Dios mío, con razón, el ranking de resiliencia Covid, elaborado por Bloomberg, colocó a México como el peor país para vivir en tiempos de Covid, por los bajos resultados en términos de detección y tratamiento del virus. El término covidiota puede parecer agresivo, pero, si lo analizás bien, corresponde perfectamente a un comportamiento irracional. Es una barbaridad que alguien, a estas alturas de la pandemia, siga pensando que el virus ¡no existe!, y que ante la negación del fenómeno haga caso omiso de las recomendaciones de quedarse en casa, evitar visitar a los parientes y amigos de la tercera edad y no se coloque el cubrebocas ni respete la sana distancia cuando sale de casa. Es una pena que una de las palabras simbólicas de este 2020 sea la de covidiota. Hay tantas palabras bellas que fortalecen el espíritu, pero, bueno, esta palabra es el perfecto termómetro de porqué la pandemia sigue avanzando, sigue causando deterioros en la economía y en la salud globales. Muchas personas sostienen que la situación actual es producto del irreflexivo comportamiento del ser humano sobre la Tierra. Tal vez tengan razón, tal vez no pusimos atención a las palabras que el Diccionario Oxford eligió en 2018 y en 2019. ¿Sabés cuál fue la palabra elegida del 2018? ¡Tóxico! Y la del 2019 fue Emergencia Climática. ¿Mirás? Dos conceptos nada halagüeños. Los últimos tiempos han estado definidos por situaciones dañinas, las palabras elegidas han hecho una brutal síntesis. Los tres últimos años han estado definidos por palabras tóxicas. La de este año (neologismo) advierte que la del próximo año puede ser igual de brutal, si continúa la tendencia de ignorar el virus y las recomendaciones sanitarias. Acá bien puede realizarse una simple operación matemática: a más covidiotas menos esperanza de salvación. Posdata: Comencé diciendo que me gustan las palabras. ¡Todas! Todas sirven para nombrar el mundo. Hay palabras llenas de aire, llenas de esperanza; hay otras que tienen el tufo de la caca. Todas las palabras constituyen lo que somos. El ejercicio que hace el Diccionario Oxford dice mucho de cómo nos hemos comportado en el año, nos dice cuál palabra ha sintetizado nuestro modo de ser, nuestras aspiraciones y nuestros sueños. Por el momento, los sueños a futuro siguen siendo un globo sin inflar, parece un condón usado, falta el aliento divino, el que hace volar la grandeza del ser humano. ¡Uf! Qué pinche palabra tan jodida nos tocó este año. Así están los tiempos.

jueves, 26 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON VOCES

Querida Mariana: Carlos Mérida, compositor y cantante de Huehuetenango, Guatemala, participó en el Imaginá que te llamás. ¡Ah, qué feliz coincidencia! Un homónimo de él fue un famoso artista plástico que llegó de Guatemala a México. ¿Lo recordás? El pintor es parte del mito personal. Resulta que mi tía Lolita Molinari Ruiz tenía un hospedaje en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas. Un día llegó, procedente de Guatemala un pintor, se hospedó por un tiempo y al final, para completar el pago, mi tía, generosa, aceptó dos cuadros del artista. Uf. Quién iba a decir que ese pintor luego sería reconocidísimo en la historia de la pintura latinoamericana. No, no me preguntés qué pasó con los dos cuadros que mi tía recibió. No sé en qué acabó la historia. La historia del cantante Carlos Mérida, del 2020, sí la tenemos más cercana. Acá, cuando menos, queda constancia de su paso por el juego de ARENILLA-Video. La primera pregunta para Carlos Mérida fue Imaginá que te llamás sonido, ¿en dónde te gustaría aparecer para quebrar el silencio? Carlos respondió: “Me gustaría aparecer en los Desiertos de la Soledad y a través del sonido de las notas musicales atraer esas emociones que apacigüen esa soledad.” Su respuesta fue breve. Llamó mi atención el término apaciguar. Carlos dice que con notas musicales se apacigua la soledad. ¡Es cierto! Parecería que a veces la soledad es un ejército tenue que violenta a las personas que están acostumbradas al guateque, a la multitud, al bosque de ruidos. ¿Cómo vencen ese desasosiego? ¡Ponen la radio o un disco! Adiós soledad, el sonido de la música es fiel emisario de todas las voces del mundo. La segunda pregunta para Carlos Mérida fue: Imaginá que te llamás sonido, ¿de todos los sonidos del mundo cuál te gustaría ser? Su respuesta ya no fue breve, fue más extensa y fue como canto de cenzontle: “Me gustaría ser el sonido de la voz, porque es uno de los sonidos más bellos del universo; por medio de la voz expresamos nuestro sentir, y que acompañado de las notas musicales es el complemento perfecto para cantarle al amor y me viene a la mente un artista mexicano que le cantó al amor y él decía, en sus notas musicales y con esa voz única que él tenía, esto que les comparto, un poquito, para todos ustedes, dice: de esa chica yo estoy enamorado, pero nunca le he hablado, por temor, tengo miedo que ella me rechace o que diga que ya tiene otro amor. No se ha dado cuenta que me gusta, no se ha dado cuenta que le amo, que cuando pasa la estoy mirando, que estando despierto la estoy soñando, que de mi vida ya se ha adueñado, que en mis pensamientos ella siempre ha estado, es así…” ¡Ah!, ¿mirás qué participación tan bonita? Carlos, colocó una pista con la canción de Juan Gabriel y la interpretó. Con voz agradable Carlos, guatemalteco, cantó una canción de Juan Gabriel, mexicano. Sí, esto es lo que hemos venido construyendo desde el puente internacional que se llama Arenilla. Carlos Rivas, nuestro gerente comercial en Guatemala, ha hecho que el mensaje de los mexicanos llegue a tierras chapinas y que los sonidos guatemaltecos lleguen a México. Posdata: seguimos recibiendo muchas colaboraciones de amigos lectores de ARENILLA-Revista. Nosotros soltamos el hilo y ellos lo pepenan y juegan. Cumplimos con nuestra misión: compartimos en redes sociales con todo el mundo, porque el juego de la palabra y de la imaginación es una semilla que dará buenos frutos.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON POSIBLE DEFINICIÓN DE ESTOS TIEMPOS

Querida Mariana: Mateo me lo explicó con un ejemplo. Dijo que el Torneo Mundial de Ajedrez no tiene inconveniente para realizarse: Son dos tipos sentados frente a frente, ambos no hablan, sólo se concentran en las jugadas que hacen sobre el tablero. Me dijo eso para explicarme los fundamentos de la definición de Tiempos de Ajedrez, que le da a estos tiempos. Me dijo que los espectadores están en su casa, frente al televisor y el partido de ajedrez no tiene mayor diferencia. Se juega como se jugaba antes. Bueno, salvo que, para protección de los contendientes, ambos llevan cubrebocas y caretas. Pero, le dije: no guardan la sana distancia. Nada dijo. Desvió tantito la plática y me dijo que el fútbol soccer sí tiene notables diferencias. El fútbol fue inventado para jugarlo en un gran estadio con la presencia de miles de espectadores. Dijo que no era casual que en algún momento, la selección mexicana de fútbol nombrara a los espectadores como los jugadores número doce; es decir, complementan el ambiente necesario para que se dé la magia del deporte. Hice la prueba, sintonicé un partido de fútbol, en la actualidad, y extrañé los gritos y las porras y los cantos y las olas (yo, que no soy aficionado como millones en el mundo). Sí, algo falta. Le di la razón a Mateo. Ver un partido de ajedrez en estos tiempos no significa mucha diferencia con los juegos de otros tiempos. Después de ver el fútbol soccer pasé de un canal a otro y me detuve en un partido de tenis, trasmitido en vivo. El estadio estaba vacío. Sólo los jugadores no usaban cubrebocas (porque, ¡oh, qué bendición!, jugaban en un estadio al aire libre, y mantenían una más que sana distancia). Quienes sí llevaban cubrebocas eran las chicas que corrían para recoger las pelotas (niñas bonitas), el juez y los integrantes de los equipos cercanos a los jugadores. Pensé que los jugadores de tenis no deben extrañar tanto la audiencia. Claro, cuando había un punto a favor de un jugador no había la manifestación de júbilo y los aplausos de siempre, pero noté que los tenistas jugaban más concentrados y este juego (casi casi como el ajedrez) exige una concentración total. De hecho, en partidos realizados en la antigua normalidad vi algunos partidos donde, a través del sonido local, se pedía silencio, porque la gente olvidaba por momentos que estaban frente a un deporte de príncipes (nunca faltan los advenedizos, hijos del fútbol soccer). El fútbol soccer permite todos los excesos en las tribunas. Los fanáticos apasionados beben cerveza, se orinan en los vasos, avientan los orines a las tribunas inferiores, gritan, tiran petardos, somatan tambores y soplan cornetas, se mientan la madre y se pelean. ¡Uf! Ahora, lo entiendo perfectamente, los aficionados extrañan esas manifestaciones de júbilo desbordado. Los jugadores, de igual manera, deben tener una sensación extraña a la hora del gol. Acostumbrados a que medio estadio se levante y aplauda y grite y desborde su entusiasmo con matracas y sombrerazos, deben sentir raro que la burbuja no reviente. Todo está en relación directa con el carácter del ser humano. Sí, Mateo tiene razón, hay personas que prefieren el ajedrez, otros que disfrutan el tenis y unos más que se apasionan con el fútbol soccer. Los primeros son analíticos, de pocas palabras y acostumbrados a los grupos cerrados; los aficionados al tenis (los practicantes del tenis) son selectos, seductores, casi elegidos; y los otros son más de pueblo, gozan las manifestaciones con miles y miles de congregados. Los primeros gozan del silencio, los últimos viven en medio del grito y de la explosión. Posdata: Si a mí me obligaras a decir cuál es el sector que prefiero en estos tiempos de pandemia diría, a ojos cerrados, que la personalidad de tenis, que se da al aire libre, que permite la sana distancia tan recomendable y que ayuda a la concentración y al desborde total.

martes, 24 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON HILOS DE ESTOS TIEMPOS

Querida Mariana: Abel me llamó por teléfono el otro día y me dijo que no le gustan estos tiempos, dije que a mí tampoco me gustan. Abel aclaró, no sólo le disgusta el tiempo de pandemia, sino el anterior, no le gusta lo que sucede en este siglo, añora el siglo pasado, añora los años setenta que vivió en su juventud. Abel es más o menos mi contemporáneo, debe ser uno o dos años mayor que yo. Yo tengo sesenta y tres. A mí, como a medio mundo, me enerva este tiempo donde el virus hace estragos, pero no me disgusta vivir un siglo de grandes avances tecnológicos. Esto le dije a Abel, me fascina, por ejemplo, leer dos periódicos en la mañana: El País, de España, y La Jornada, de México. En los años de nuestras juventudes esto era imposible, ni siquiera lo imaginábamos, como dice Rosario Castellanos, a Comitán no llegaban noticias actuales llegaban noticias históricas. Pero ahora ya sé la causa del disgusto de Abel: vive este tiempo sin vivirlo. Me habló al teléfono de casa desde el teléfono fijo de su casa, ¡no tiene celular!, ni tiene computadora, ni televisión. Yo, por fortuna no soy dependiente de esos chunches tecnológicos, pero sí los disfruto con moderación y los aprovecho. Ya te conté que en los años ochenta, Enrique Loubet Jr, director de Revista de Revistas, de Excélsior, fue muy generoso conmigo y publicó varios de mis cartones en la página de caricaturas. Yo enviaba mis cartones por correo registrado. Por fortuna, mis cartones eran atemporales y permitían su publicación en cualquier momento. Si yo hubiese querido publicar cartones de temas vigentes habrían caducado al ir viajando en el costal del avión. En cambio, en este bendito siglo, gracias al bendito Internet, un cartonista que está en cualquier lugar del mundo puede enviar su cartón a cualquier lugar del mundo y, en cosas de segundos, el envío será recibido. ¡Qué prodigio, qué bendición! Una vez, en los años setenta, vencí mi proverbial timidez y, en los corredores de la escuela preparatoria (donde ahora es el Centro Cultural Rosario Castellanos) me acerqué a la niña que me gustaba y le pedí que me regalara una foto. Me vio, sonrió, quedó viendo a las dos amigas que la acompañaban, y preguntó: ¿Qué me vas a dar? Yo, que llevaba preparado mi discurso, pero no había previsto una pregunta de trueque, no se me ocurrió más que decir: mi foto. Ella y sus amigas rieron. Yo entendí. Entendí, ¡estúpido!, que la petición se la debí hacer cuando estuviera sola y que mi foto no tenía el mismo valor que la de ella; es decir, le propuse que me diera un costal lleno de café a cambio de un costal lleno de cascajo. ¡Ah, cómo le batallé para tener una foto de ella! Lo más que logré fue una foto desenfocada que le tomé una mañana en el patio de la escuela, se la tomé con una camarita Kodak que tenía y salió toda borrosa, porque no puse la cámara frente a mi cara, sino que la puse al lado de la bolsa de mi pantalón para que nadie se diera cuenta de que tomaba la fotografía. Bueno, diré que esa foto borrosa me servía de consuelo y todas las noches, a la hora de acostarme, la sacaba del buró para verla, para hacerme a la idea de que esa sombra era la niña llena de luz. Pienso que mi historia no fue única, un ejército de apocados y tímidos debieron padecer lo mismo que yo. Digo esto porque en estos tiempos, ¡ah, qué genialidad de tiempos!, ningún muchacho sufre lo que yo sufrí. Si alguien es muy tímido tiene el recurso maravilloso de entrar a las redes sociales, buscar el muro de la chica que le gusta y descargar (sin que sean amigos) una, dos, tres fotos y más. No sólo la fotografía donde está en la graduación vestida con toga, sino también la de la playa donde luce sus cositas cubiertas por minúsculos trajes de baño. Puede, si quiere, poner la fotografía de “su” chica como fondo de escritorio y cada vez que la pantalla de su computadora se ilumina ¡se ilumina con el sol de su alma! Ah, genial. Los tímidos de estos tiempos ya no tienen necesidad de mendigar una pinche foto tamaño infantil, que eran las que regalaban las chicas de mi tiempo. Posdata: Lo que sí aceptó mi amigo, ¡en buena hora!, fue un radio digital que su hija Carmelita le obsequió el día de su cumpleaños. Ahí, cuando menos, escucha los noticiarios y se entera de cómo camina el mundo; ahí escucha la música que le gusta, la música de los años setenta. Sí, igual que a él, a mí también me disgusta la mayoría de canciones de estos tiempos de pandemia.

lunes, 23 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON LIBROS DE UN JAGUAR

Querida Mariana: Rubén Martín Álvarez Solís es apasionado de la investigación y de la creación. A veces ve de más, pero nadie puede reprochar esa mirada. A final de cuentas, los grandes descubrimientos se han debido a personas que han visto de más, que han ido más allá de la mirada común. Se detiene ante las piedras, ante los troncos, ante una hoja del jardín, ante la vastedad del universo. Se detiene. ¡Qué contradictorio! Se detiene para ir más allá. En días pasados compartió en redes sociales la noticia de un libro nuevo, un nuevo libro. Anunció que su libro “Las siete vidas pasadas de Shambalam” pronto estará disponible, así como está disponible su libro, también reciente, que se titula: “La casona amarilla de La Pila.” Este libro está a la venta en Amazon. Rubén escribió en las redes sociales: “Muy pronto, segundo libro realizado durante la pandemia.” Rubén comenzó a escribir “La casona amarilla de La Pila” antes de la pandemia, pero lo corrigió durante la cuarentena. Durante muchos años se ha dedicado al ejercicio de su profesión, es un médico especializado en pediatría. Se dedica a llevar salud a niños. Tal vez su mirada curiosa también es mirada de niño, por eso, a veces, ve de más, porque la mirada niña siempre está trepada en la ventana de la imaginación; por eso, no sólo dedica tiempo al estudio de su profesión, sino que se adentra en temas que le han obsesionado desde siempre: la cultura maya (por algo su seudónimo lleva incluido el maya Balam, que significa jaguar) y el fenómeno ovni (él, digo yo, es un convencido de lo que dijo Carl Sagan: “La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia.” Rubén se detiene ante la piedra y piensa qué conexión puede tener con el resto de los millones de planetas en el universo. Se plantea la duda infinita: ¿existe vida extraterrestre?, ¿hay evidencias en la Tierra de la presencia de seres de otras galaxias? Como buen jaguar otea en medio de la selva de la incertidumbre y del conocimiento; se desliza por los laberintos mentales, porque El Sham de su seudónimo, también es maya y significa serpiente. Así, el pensamiento de Rubén es un pensamiento híbrido: serpiente-jaguar. Ya tuve el privilegio de leer su novela “La casona amarilla de La Pila”, donde nos deja una huella importante para la consolidación de la identidad. ¿Qué historias tienen las casas de nuestro pueblo? Una tarde, o mañana, total, Rubén bajó a La Pila y vio la casona amarilla, una casa que, como si nada, pasó de un siglo a otro, con dolencias en los huesos de madera y de bajareque, como cualquier viejo, pero con el costal lleno de historia. ¿A poco en esa casa hubo un tesoro enterrado? ¡Ah, cuántas historias de hallazgos de monedas de plata en casas comitecas! Historias de “entierros” o de paredes que, como piñatas, se abrieron con su contenido de oro. Una mañana, Rubén me llamó y dijo que tenía el deseo de presentar “La casona amarilla de La Pila” en su pueblo: Comitán. Lo felicité, le dije que sí, que los escritores tienen el deber moral de presentar sus creaciones en sus lugares de origen. A veces, los paisanos no acuden en el número esperado; a veces, los paisanos no adquieren libros (ah, ingratos, y todavía se atreven a pedir un ejemplar de obsequio), pero los creadores deben cumplir con el deber sagrado de ofrecer esa obra bajo el cielo que los cobijó de niños, porque el ritual va más allá de intereses pedestres, tiene que ver con la sincronía universal, con ese flujo energético en el que Rubén cree con todo su espíritu. Sí, le dije, pero también recomendé que esperara tantito, que pasara esta avalancha del virus que nos tiene en una burbuja de incertidumbre; le recomendé que esperara mejores tiempos. Total, por el momento (y es tendencia a nivel mundial) muchas lecturas se hacen a través de libros digitales. Entiendo que su libro está disponible en Amazon, en su versión digital; y si no, debe activarlo, para que la casona de La Pila llegue a todas las regiones del mundo. La creación de Rubén invita a los escritores de estos lugares a volver las miradas hacia las casas, las tradicionales, las que están llenas de historias; invita a hacer lo que han hecho los grandes escritores del mundo: volver universal lo local. Posdata: Rubén es Shambalam. Se dice que los gatos, primos de Balam, tienen siete vidas. ¿De qué trata el libro más reciente de Balam? De las siete vidas pasadas. Sin duda que Shambalam tiene más vidas que un gato, porque narra sus vidas pasadas desde el presente de su octava vida. ¿Cuántas vidas tiene un Shambalam?

sábado, 21 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN GATO SOBRE EL TEJADO

Querida Mariana: mi primo José era gatero. Su mamá lo decía. Yo era niño cuando escuchaba eso. Pensaba que a José le gustaba tener gatitos en casa. ¡No! Su mamá lo decía porque a José le gustaba perseguir a las sirvientas del barrio. Yo no encontraba la relación. Pero, conforme crecí me enteré que a las sirvientas (hoy ya no se usa el término) les decían gatas y era como un trato despectivo. Nuestra sociedad, desde siempre, ha sido discriminatoria. Pero, asimismo, ha bamboleado en los extremos de la balanza: en algunas casas las sirvientas fueron maltratadas, y en otras casas fueron respetadas y queridas. En éstas últimas pasaron a formar parte de la familia. Yo tuve la experiencia de presenciar los dos extremos. Sí, a las sirvientas les decían gatas. Tan era así que, cuando en los altos del café Nevelandia organizaban bailes los domingos, el nombre se modificaba a Gatolandia, porque muchas sirvientas llegaban a bailar en esas tardeadas. Sí, mi primo José era gatero, no porque amara a los gatitos como mascotas, sino porque siempre andaba detrás de las gatitas para ver si ronroneaban en su catre. Muchas sirvientas (en los años que te cuento, los sesenta y setenta del siglo pasado) se quedaban a dormir en las casas donde trabajaban. Las amas les acondicionaban un cuarto, con un catre y ahí las sirvientas colgaban su ropa en un palo de escoba que estaba detenido en las paredes. Hubo muchas “gatitas” que se movían como pequeñas leonas y despertaban los deseos de los patrones (del esposo de la patrona o de los hijos ya barracos). Así que, además de la carga del trabajo intenso, las sirvientas debían soportar el asedio de los patrones calientes. Algunas gatitas eran como leonas y les soltaban zarpazos a los calenturientos, pero muchas otras no tenían garras y las agarraban. En ese tiempo, los patrones no se protegían y cuando, medio bolencones, se metían en los cuartos de las sirvientas a media noche, embarazaban a las gatitas que, cuando se les empezaba a inflar la panza, eran corridas de las casas. Pobre destino de esas gatitas de angora que, en lugar de nacer en El Pedregal de San Ángel, nacieron en un simple pedregal. Tengo muchos amigos que son gateros, en el buen sentido de la palabra. No son como José, ¡no!, son amantes de los gatitos como mascotas. Mi Paty es gatera, ama a los mininos. Por eso sé que hay un alimento que se llama así “Gatitos”. El buen Monsiváis, fantástico cronista de la Ciudad de México, fue gatero. Él siempre estuvo acompañado de gatitos, fueron sus fieles amigos. El mito cuenta que cuando Carlos Monsiváis falleció le sobrevivieron trece gatos, ¡trece!, pucha. Monsiváis fue gatero toda su vida. Su primer gatito apareció en su casa cuando Carlos tenía diez años; es decir, Monsi convivió con gatitos más de sesenta años. Los gatos de Monsi se hicieron tan famosos como su amo. Los nombres de los gatos de Monsi, por supuesto, no eran comunes, correspondían a la genialidad de Carlos. Uno de los nombres más geniales fue el que jugaba con el nombre de Fray Bartolomé de Las Casas, el gato de Monsi se llamaba Fray Gatolomé de Las Bardas. Otro nombre genial fue el de Miss Antropía. Genial, ¿verdad? Monsi era un gato juguetón con el lenguaje. ¿Y qué decís del nombre que tuvo un gato suyo que llamó Copelas o maúllas? Sí, los nombres de los gatos de Monsi estaban puestos más para atraer la atención de millones de lectores que para llamar a los mininos. Los nombres de las mascotas exigen nombres cortos, por supuesto que sí. No sé, pero imagino que el cabroncillo de Monsi no llamaba por su nombre completo a sus gatos. Ah, ya lo miro en la cocina poniendo un poco de leche y llamando a Fray Gatolomé de Las Bardas. Pucha, media hora para decir su nombre cinco veces. El llamado imponía decir sólo la primera palabra. Quienes bautizan con el nombre de Misho a su mascota no tienen problema a la hora de llamarlos: Mishito, mishito, mishito, mishito, y el gato se acerca con la cola parada. Pobre el Monsi si llamaba con su nombre completo a Fray Gatolomé de Las Bardas. No, pienso que si lo llamaba le decía Fray, Fray, Fray, Fray y el gato ya estaba acostumbrado a escuchar ese nombre. El gato que está en la fotografía, al borde de la azotea, se llama Malvavisco. Este nombre corresponde a la relación de nombres comunes que exige la buena razón. Muchas personas no reflexionan en ello, pero el nombre que imponen a sus mascotas tiene una relación directa con sus personalidades, con sus historias de vida. Cuando me casé con mi Paty tuvo un gatito que le llamó Kremlin, ¡uf!, nombre de Plaza Roja. En Puebla le regalaron un gato y lo bautizó con el nombre de Misha; es decir, mi Paty, no sé porqué, tiene un hilo de comunicación con la Rusia de todos los zares. Ahora, el gatito que nos acompaña en casa es un gatito que ya llegó con nombre y que hemos respetado: Félix. Mi Paty le canta la de la caricatura: Félix, el gato, el único, único gato. A veces, yo le hago coro y levantamos los pies al ritmo de Félix, el gato, el único, único gato. En una entrevista que concedió, Monsi dijo que tener un gato en casa es la posibilidad de acariciar a un tigre, un pequeño tigre. Sí, los gatos del mundo son parientes cercanos de los grandes felinos, de los tigres, de los leones, de las panteras, de los jaguares. El Misha era un gato muy tranquilo, mi Paty decía que el animalito no sabía que era gato; en cambio, el Félix es un huracán de categoría 3, él sí sabe que es gato, porque es cazador. Le encanta salir al pequeño patio delantero de la casa para jugar el eterno juego de la caza, se agacha y ve cómo una mosca se para en el suelo y luego se avienta. La mosca le pinta un violín, pero el gato cumple con su destino. Mi Paty, a veces, lo regaña, le dice que no, que no persiga a la pobre mariposa blanca que, inocente, va de una planta a otra. En la película “Los aristogatos”, de Walt Disney, hay uno que se llama Toulouse, que remite de inmediato al genial pintor francés, Toulouse-Lautrec. No dudo que alguna pintora de estos tiempos tenga un gato que se llame Picasso o Van-Gogh; no dudo que un escritor tenga un gato que se llame Cortázar (quien también amaba a los gatitos). En la biografía de Julio Cortázar aparece un gato que se llama Adorno, en honor, dicen, de un filósofo alemán que se llamó Theodor L. W. Adorno. A mí me encanta el simple nombre de Adorno, porque es una genialidad que un simple adorno (bibelot) ande de un lado para otro en la casa y abandone su destino de estar siempre colocado en un esquinero o en una mesa de centro. Además, a diferencia de los nombres de los gatos de Monsi, cumple con la regla práctica para llamarlos a cenar: Adorno, Adorno, Adorno… Bautizar a una mascota exige una selección precisa, que vaya acorde a la personalidad del animal y que refuerce el vínculo con los habitantes de la casa. Nunca supe por qué a las sirvientas les llamaban gatas. Tal vez, digo sólo que tal vez, se debía a la costumbre de recibirlas en casa. Los gatitos tienen vidas semejantes. Llegan de afuera y se quedan con la familia. En algunos casos los tratan muy bien, en otros los tratan muy mal. Que sean benditas todas las personas que dan buen trato a los gatitos; que sean benditas todas las personas que dan buen trato a la servidumbre. Mi primo José era gatero, por eso Anselmo lo bautizó con el título de Príncipe de los tejados, porque los gatos trepan a lo alto de las casas y ahí hacen sus travesuras. La mamá de José hacía berrinches por el mal comportamiento de su hijo, pero nada más podía hacer. Yo la vi prender veladoras a San Francisco de Asís, pero parece que el santo no entendía el español, porque nunca hizo el milagro. Todo mundo sabe que San Francisco es el abogado de los animales. Ahora pienso que el comportamiento de mi primo era muy cercano a lo animal; es decir, San Francisco velaba por él como velaba por los demás gatitos. Ahora iba a preguntarte con qué nombre bautizarías a un gatito, pero recordé que vos no sos muy afecta a gatos. A vos te gustan los perritos. El otro día miré que a un chuchito comiteco lo bautizaron con el nombre de Chimbo, ah, me gustó el nombre. También conocí un chucho que se llamaba Butifarra. Me gusta más el nombre de Chimbo para un chuchito, pero Butifarra también es nombre simpático para un chuncho rechoncho. Posdata: Hay mil nombres para bautizar a mascotas. Ya chole con los nombres comunes. Conozco más de diez loros que se llaman Paco. No supe qué pensar cuando Rosaura me mostró a un loro en su finca y cuando le pregunté cómo se llamaba, me dijo: Loro, se llama Loro. Pensé que me tomaba el pelo, pero cuando agregó que el pato que estaba en el estanque se llamaba Pato, pensé que mi amiga no se había quebrado la cabeza y no estaba mal. Sólo tenía un loro y un pato y el nombre del loro era Loro y el del pato era Pato. Cuando le conté esto a Iván me dijo que la genialidad hubiese sido que el loro se llamara Pato y que éste se llamara Loro.

viernes, 20 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA NOTICIA QUE ABONA A LA ESPERANZA

Querida Mariana: ah, me encanta el espíritu humano que no se doblega. Los tiempos actuales no son los óptimos. Hace dos días se cumplió un año del primer contagio en el mundo del Covid-19. No fue día para celebrar. ¡No! A la fecha, dijo la misma nota informativa, hay más de 50 millones de contagios a nivel mundial. ¡Uf! Ninguna región del mundo se ha librado de esta pandemia, Comitán no es excepción. Pero, en medio de la incertidumbre, hay personas que alimentan la esperanza. Me enteré que hoy, 20 de noviembre de 2020, nuestros amigos empresarios de la Panadería y Pastelería La Flor de México, inauguran una nueva sucursal en el tradicional barrio de El Cedro. Por ahí me robé la foto que alguien subió hace días. La fotografía fue tomada en la noche, ya se aprecian los reflectores que llenan de luz esa banqueta de ese dignísimo barrio, pero los estantes (¿los mirás?) aún tienen plástico protector. El día de hoy esos estantes (bien sanitizados) ya no olerán a plástico, tendrán el aroma inconfundible del pan de La Flor de México. ¡Ah, qué rico! ¡Qué lujo para Comitán! Me encantó la noticia. Los hijos de don Gilberto Bolaños en este año de pandemia siguen sembrando luz en nuestra comunidad; envían un mensaje de esperanza en tiempos difíciles: cuando muchas empresas han cerrado, ellos crean empresas, crean fuentes de empleo, dignifican las zonas, llevan alimentos de calidad. Sí, ¡dan luz! Estos sencillos reflectores son el símbolo de lo que la empresa crea. La zona se ilumina. Casi estoy seguro que ahí, donde ahora está la nueva sucursal, no existían estos reflectores, la gente caminaba un poco en penumbra. Ahora, los vecinos disfrutarán de un espacio lleno de luz, verán estantes con alimentos, a través de las vidrieras. ¿Mirás que la empresa uniformó todos sus locales, con un diseño atractivo y novedoso? Modernizaron su imagen y apuntalaron los valores que desde hace 40 años la han consolidado como una gran empresa de la región. A inicios del año dijimos que el año veinte veinte es el año 40 de La Flor de México. En marzo llegó la pandemia y obligó a cambiar la tradicional forma de vida. En el mundo cerraron muchas empresas. La Flor de México no se achicopaló, al contrario. Don Gilberto había dejado una gran herencia a sus hijos a través de un ideario: La constancia es la base del éxito. Los hijos han sido constantes en su siembra y, a pesar de los tiempos, ahora inauguran una nueva sucursal. La inauguración ocurre el mismo día que, cuarenta años antes, don Gilberto abrió su primera panadería. La historia es sublime. Ya la conocés. Don Gilberto y su esposa, doña Leonor Ibarra, abrieron su negocio el 20 de noviembre de 1980. ¿Los comitecos recibirían bien el sabor del pan estilo México? Como fue día del desfile que conmemora la Revolución Mexicana, había muchas personas en la calle donde estaba la panadería, así que, como si el aroma fuera una mágica flauta, atrajo a los clientes. ¡Un éxito! El primer día que abrieron la panadería fue un éxito. Don Gilberto y doña Leonor y sus hijos supieron que ese era buen augurio. Habían iniciado con el pie derecho. Con el pie derecho han continuado. Avanzan con el pie derecho. Este día es día de celebración en Comitán. Conmemoramos la Revolución Mexicana y festejamos la inauguración de la nueva sucursal de La Flor de México. Reconocemos que en este acto hay un gran mensaje de esperanza: a pesar de los pesares ¡la vida sigue sonriendo! El espíritu humano se fortalece. Posdata: En el equipo de Arenilla también estamos de manteles largos, nuestra compañera Cielito cumple años. Sí, lo celebraremos con tamalitos, pastel y chocolate. La vida sigue sonriendo. El año veinte veinte es el año 40 de la Flor de México. Que el todopoderoso nos permita llegar al año 2030 para celebrar los cincuenta. ¡Felicidades!

jueves, 19 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, TREPADA EN LA CUERDA DE LA TRADICIÓN

Querida Mariana: ya es amplia la relación de amigos que han participado en el juego de Imaginá que te llamás. Las ventanas de la imaginación se han abierto. Ah, me encanta saber que muchas personas juegan con la idea, se la apropian. He escuchado amigos que lo hacen con ironía. Mi primo Manolo me imitó y dijo: “Imaginá que te llamás caite”; Carlitos juega con su abuelito y le dice: “Imaginá que te llamás hormiga, ¿en qué boljocosh te gustaría estar?” Sí, todo se vale en este juego, imaginar que uno se llama pozo, candil, nube, agua tibia, huracán, conjuro, metal, pie, pene, chichi bonita, cabello de ángel, ojo bizco, chibola, pájaro petacón, nalga o el hoyito que está en medio de las pompas. José Ramón Domínguez Torres, destacado médico veterinario, comiteco de hueso colorado, de hueso estilo tío Jul, nos honró con su participación. Él es una persona que se enorgullece de sus raíces comitecas, habla el comiteco bien sabroso y al hablarlo lo resguarda, lo protege. Él, como veterinario, sabe que hay especies animales que se han extinguido, que hay muchas personas en el mundo que protegen a especies que están en peligro de extinción. Cada animal es vital para la sobrevivencia humana. De igual manera, los comitecos deberíamos reconocer que nuestro modo de hablar no puede extinguirse, es una joya lingüística que debe preservarse. José Ramón envió sus videos con las respuestas a las preguntas que le hicimos vistiendo una playera con la siguiente leyenda: Más sabroso que el cotz. Los comitecos sabemos que cuando mencionamos la palabra cotz nos referimos al acto sexual. Quien porta una playera con el letrero: Más sabroso que el cotz, le está enviando señales positivas a todas las muchachas bonitas que lo lean. ¿Hay algo más sabroso que echar cotz? ¡José Ramón! Pucha, eso es tener la autoestima hasta lo más alto. A nuestro querido amigo José Ramón le preguntamos: Imaginá que te llamás modismo comiteco, ¿cómo sonás en la voz de una persona mayor, que respeta su identidad cultural? José Ramón, sin pedanterías, natural como río de agua limpia, respondió: “Definitivamente, si yo fuese un modismo comiteco sonaría, y sería, ¡embelequero!, porque así soy y así me considero. Embelequero se define como una persona que se entusiasma por algo, que vale o no la pena. Yo estoy plenamente convencido que a esta vida venimos a ser felices y productivos, de tal manera que cualquier objetivo, por mínimo que sea, a mí me entusiasma muchísimo. Yo soy ¡embelequero!” Ah, embelequero, qué bonita palabra, qué sonora. La embelequería es característica de nuestro pueblo. La palabra se emplea en muchas partes de Hispanoamérica, pero no con el contexto comiteco. Embelequero, dice el diccionario, se refiere a una persona que se sirve de embelecos o engaños para alcanzar los fines que desea. El diccionario de la Rial Academia de la Lengua Frailescana nos ilustra y dice que en Villaflores también tiene la connotación de embustero. En Comitán, un embelequero es, como José Ramón dice, una persona que se entusiasma de más. Esa pequeña diferencia hace la gran diferencia. Los embelequeros comitecos no engañan, ¡no!, los embelequeros comitecos disfrutan la vida. La siguiente pregunta para José Ramón fue: Imaginá que te llamás modismo comiteco, ¿qué debés hacer para que los jóvenes reconozcan que en vos está su herencia cultural?, y nuestro médico veterinario, con mucha convicción, dijo: “Las nuevas generaciones deben de saber la importancia de establecer una increíble y grande identidad, saber dominar el modismo comiteco es de suma importancia para cualquier tipo de proyecto, ya que, si no sabés de dónde venís tampoco sabés pa’ dónde vas.” José Ramón siempre repite eso: “Si no sabés de dónde venís, tampoco sabés pa’ dónde vas.” Esto habla de un conocimiento puntual de la herencia cultural. En Comitán tenemos el mojol cultural de nuestros modismos. Gente como José Ramón preserva esa riqueza. Cuando él menciona al cotz y a los embelequeros evita que parte importante de nuestro tesoro se extinga. Posdata: ¿Mirás? Nuestros amigos juegan y en el juego nos ayudan a reafirmar nuestra identidad, porque, ¡sí!, los comitecos somos bien juguetones, bien embelequeros, somos mero lek en asuntos del cotz, cotzito lindo y jacarandoso.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON RECUERDOS NOTABLES

Querida Mariana: Esta fotografía es de 2016. Los universitarios que acá aparecen ya egresaron de nuestra universidad. Han comenzado a buscar el camino que les corresponde, el camino que el destino que se forjen les reservará. Ellos, un día, llegaron a la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar para estudiar la carrera profesional de Trabajo Social, profesión de servicio, de nobleza, de valores éticos fundamentales. Ahí constituyeron un grupo (como acá se ve). Algunos hallaron amistades entrañables, otros solamente compartieron aula. Siempre es así. Pero lo hicieron en medio de un ambiente generoso. A ellos los conocí en el trato diario. Les impartí una cátedra donde traté de acercarlos a la lectura. Candy inauguró un portal de memes donde mostraba a un personaje con los ojos trabados y bizcos que decía: “Así quedamos cuando el Molinari nos exige tener una lectura respetuosa.” Les pasé el tip de cómo tener una lectura respetuosa; es decir, que al leer en voz alta en público recuerden que están frente a una audiencia a la que deben respetar. ¡No se claven en el texto!, fue mi insistente sugerencia. ¡Levanten la vista del texto y vean a su audiencia, que las personas sepan que a ellos les comparten la lectura! Vos sabés que el tip es muy sencillo, casi simple: Tu vista debe adelantarse a tu voz. Esta lectura es genial. Hacemos uso de una memoria inmediata, que memoriza cuatro o cinco palabras que se dice en voz alta frente a la audiencia, cuando estás en la última palabra, bajás la vista al texto de nuevo y “escanéas” el texto, y ves de nuevo a tu audiencia y decís lo que tu memoria pepenó. Eso es una lectura respetuosa. Vos y yo hemos platicado en muchas ocasiones que existen profesionales que, ante una audiencia de muchas personas, leen sin jamás alzar la vista, sin jamás dejar de ver el texto. ¡Claro! No pueden desprender la vista del texto, porque no están acostumbrados a una lectura respetuosa. Nunca practicaron. Vos sabés que la lectura respetuosa exige un entrenamiento especial que es muy sencillo, casi simple. Un alumno logra avances cuando practica esta lectura y después de cierto tiempo adquiere la destreza que (siempre he sostenido esto) permitirá que las personas que escuchan la lectura estén pendientes y reconozcan a la persona que está en el escenario. Perdón por la palabra, pero a mí me da hueva estar sentado ante alguien que lee como si estuviera sentado en la taza de su baño. Me llena de orgullo cuando alguien, en un escenario, si tiene que leer un texto, lo hace viendo hacia la audiencia. Como todas las personas me siento incluido. Conozco (¡uf, qué pena!) a muchos escritores que no leen bien su obra. El texto puede ser muy digno, pero la lectura indigna lo convierte en un bodrio. Me levanto, salgo, pienso que si el texto me interesa prefiero leerlo en la intimidad. Pero, de igual manera, conozco a muchos escritores que son espléndidos lectores de su obra. Ah, con qué gozo disfruto esas participaciones especiales. Si hacemos una encuesta, estoy seguro que la mayoría de escuchas votarán a favor de quienes leen un texto en forma respetuosa. La universidad es el laboratorio donde los alumnos se preparan para la vida práctica, para el desempeño de su profesión en la realidad. ¿Cuántos alumnos me hicieron caso? ¿Quiénes siguen practicando este método de lectura? ¿Quiénes ya tuvieron la satisfacción de bajar de un escenario en medio de aplausos, porque la audiencia reconoció ser tratada con respeto? Posdata: Gocé el meme del tipo con los ojos bizcos. Fue una mera expresión simpática de mi exigencia. En la realidad, quienes tienen bizca la mente son quienes leen en forma irresponsable, quienes, puede decirse ¡no saben leer! Llevo años, añísimos, practicando la lectura respetuosa, jamás terminé con los ojos chuecos. Llevo años comprobando cómo mi audiencia se siente bien cuando les leo a cada uno de ellos, cuando levanto la vista del texto y les hablo directo a su mirada. Llevo años insistiendo con mis alumnos universitarios en la práctica de una lectura respetuosa. El tip es muy sencillo, casi simple: la vista debe adelantarse a la voz. La fotografía es de 2016. Lejos están los tiempos. Ellos ya egresaron de la universidad. Ya obtuvieron su título. Cada uno busca su camino, cada uno se lo forja. Unos se van, otros llegan. En este 2020, los alumnos inscritos en la Mariano N. Ruiz reciben sus clases en forma virtual. La recomendación es la misma: practiquen la lectura respetuosa en sus casas. Cuando lean un texto en forma virtual ¡no se claven en el texto, vean a la cámara!

martes, 17 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON LIBROS

Querida Mariana: ¡No, no están cayendo pingüinos! ¡Tampoco están cayendo libros! Estoy bien abrigado, porque era una tarde lluviosa; estoy rodeado de libros porque los había comprado. Fue en noviembre de 2019. Este 2020 no hubo la Feria del Libro en el parque central, por la pandemia. Revisando mi archivo hallé esta fotografía. Acá estoy en el auditorio del Centro Cultural Rosario Castellanos, espero que, en el escenario, aparezcan Eduardo Casar y Laura García (famosos participantes del programa “La dichosa palabra”, que se transmite a nivel nacional en el canal 22, de la televisión), quienes ofrecieron una conferencia que abordó el tema del libro y de la lectura. Como diría Juan Gabriel, estoy en el lugar de siempre, en la primera fila de la parte alta del auditorio. Desde ahí veo muy bien todos los actos. Ahí nadie me molesta. Digo esto, porque en la más reciente remodelación del auditorio, los encargados hicieron un trabajo nefasto y dejaron muy pegadas las filas de bancas, lo que ocasiona que cada vez que alguien desea sentarse a mitad de la fila (porque todos los demás asientos están ocupados), ese alguien debe pasar brincando las piernas de quien está sentado, o éste debe pararse para que pase el otro. Uf. Qué trabajo tan chambón. Pero, bueno, yo no tengo problema alguno en este espacio de privilegio. El otro espacio ideal es la primera fila del frente, pero ahí se sientan (como en la escuela primaria) los más adelantados. Yo siempre, gracias a Dios, me senté en la parte trasera de los salones, así me salvaba que el supervisor me preguntara en dónde se firmó el Plan de Iguala (hubiese salido con el clásico chiste: ¿En la parte baja de la hoja?) Esa tarde de conferencia de Eduardo y de Laura hice un recorrido por la feria. Claro, antes pasé a la Librería Lalilu para comprar el libro “Sobre los huesos de los muertos”, muy buena novela de Olga Tokarczuk, recién obtuvo el Premio Nobel de Literatura, en 2018. Ah, fue complicado hallar obra de la premiada. A la fecha no sé si ya están disponibles traducciones de su obra. Estoy con ganas de leer cuentos escritos por ella, porque la lectura de “Sobre los huesos de los muertos” me dejó grato sabor de espíritu. Ella es polaca y muchos de sus libros no estaban traducidos al español. Y, pues a mi edad ya no estoy para aprender polaco, así que siempre estoy en espera de traducciones al idioma que más o menos comprendo. Pero, digo que luego de visitar Lalilu, fui a caminar por el parque central del pueblo y, como si buscara jitomates para la ensalada, tomé uno y otro libro y otro, y así, cuando entré al auditorio para la charla, tenía seis libritos para la cena de varias noches. Y acá estoy, con mi cara de felicidad (sí, mi cara de piedra no lo demuestra, pero cuando está feliz tiene esa mirada de colibrí despierto). Como la planta alta del auditorio estaba vacía dispuse los libros como compañeros. Los libros me han acompañado desde siempre, en los cafés, en las cantinas, en los parques, en los autos, en los camiones, en los aviones, en los trenes, en el Metro, en la combi, en el baño (cuando no me baño), en los hoteles (cuando no duermo), en los restaurantes y, por supuesto, en las bibliotecas. Siempre han sido mis más fieles compañeros; siempre los he llevado como acá se ve. Los libros son los grandes conversadores, los más inteligentes charlistas; poseen una memoria privilegiada, nada olvidan, y son tan inteligentes que siempre tienen miradas diferentes del mundo; y son tan generosos que abren sus manos y sus mentes sin recato alguno. Ah, los libros. No hubo feria este 2020. La pandemia obligó a un receso. Yo, para no perder la sana costumbre me di un paseo por las librerías virtuales y compré dos librincillos: uno de Rosa Montero con título sensacional (el libro también está muy bueno): “La ridícula idea de no volver a verte”; y el otro (por sugerencia general de Iván Ibáñez): “Salvar el fuego”, de Guillermo Arriaga, novela que ganó el Premio Alfaguara 2020. El mundo sigue siendo la isla de siempre y el libro el faro que nos guía en medio de la tormenta. Esa tarde de noviembre de 2019, compré cinco libros en la feria. Cinco libros a precios muy accesibles: “Los ídolos a nado”, de Carlos Monsiváis; “Sale el espectro”, de Philip Roth; “El profesor del deseo”, del mismo Roth; “Diles que son cadáveres”, de Jordi Soler; y “El héroe discreto”, de Mario Vargas Llosa. Posdata: Sí, perdón, en mi afición literaria no aplico la paridad de género. Elijo libros conforme a criterios de calidad literaria. A veces aparecen más mujeres, a veces brincan los hombres. La literatura (igual que el lenguaje) no tiene sexo. La inteligencia tampoco tiene género. La vida es pareja en la repartición de dones.

lunes, 16 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA FRASE GENIAL

Querida Mariana: Una vez, en vacaciones, mi papá y yo fuimos a casa de un tío, en la Ciudad de México, un tío lejano. Él recibió con mucho gusto a mi papá, lo abrazó y luego me hizo un cariño en la cabeza. Yo tenía diez u once años. Entramos a la sala y nos sentamos. El tío le ofreció una cerveza a mi papá y a mí me dio un dulce, envuelto en un papel transparente. El dulce era de color rosado intenso. Sabía bien. Mientras ellos platicaban y reían comencé a ver los objetos de la sala: los muebles, los tapices, las lámparas, la mesa de centro, los esquineros de madera y las fotografías colgadas en las paredes. El tío me vio y dijo que me estaba aburriendo y me sugirió subir a la segunda planta. Ahí está tu prima Alice, dijo, y moviendo sus manos, como si reuniera gallinas, me dijo que subiera. Vi a mi papá y él dijo que sí, que estaba bien, que subiera. Subí por la escalera que tenía escalones de madera, rechinaban a cada paso. Al llegar a la segunda planta me llegó un aroma de sábanas húmedas, como cuando Sara ponía a secar las sábanas recién lavadas. Me quedé parado. Vi que en las paredes había más fotos. Todas eran fotos familiares: viejos con bastón, barba y bombín; mujeres con vestidos al tobillo y con cuellos cerrados; niños que miraban a la cámara y no se movían, contradiciendo la ley natural del movimiento. Todas las fotografías estaban tomadas al aire libre. Supuse que el fotógrafo los colocó debajo de un árbol o frente a la fachada de la casa de campo. La casa del tío tenía todos los pisos forrados con madera. Algunos trozos estaban carcomidos y, en general, daba un aspecto triste y miserable. Los mejores días de la casa habían pasado. Pensé que esos pisos debieron, en algún momento, ser pisos bien barnizados, donde se reflejaban las personas que ahí caminaban. Ahora, los pisos estaban maltratados y las cortinas, cuando menos de una ventana de la planta alta, estaba descolorida y llena de huecos. Debía buscar a mi prima, así había dicho el tío, para que no siguiera aburrido. ¿Cómo había dicho que se llamaba? Alice, sí, así. Había pronunciado Alis, como si mi prima tuviera un nombre especial. Pensé que en Comitán jamás me había topado con una niña que tuviera ese nombre, que, en efecto, sonaba más fino, que el simple Alicia, que era el nombre común en el pueblo. ¿Qué edad tendría mi prima? ¿La misma que tenía yo? Desde niño siempre fui tímido. Pensé qué decir en cuanto la viera. ¿Cómo me recibiría? Me sentía, como dicen en el pueblo, como gallina comprada; es decir, lejos de mi gallinero. En realidad, cuando el tío me dijo que subiera, no me aburría, miraba con atención los objetos. Así como desde siempre he sido tímido, desde siempre me han seducido los entornos. Como me cuesta trabajo iniciar una conversación, hacer amigos de inmediato, me acostumbré a mirar. Los que no hablamos ¡miramos! Y me encanta ver. Me acerqué a una de las paredes y comencé a ver las fotografías más de cerca, más en detalle. Descubrí en una de ellas a un niño que tenía, en el momento que fue tomada la fotografía, más o menos mi edad. Vestía un suéter grueso y una boina, tenía las manos adentro de las bolsas del pantalón, que le quedaba guango (llevaba un dobladillo grande, que le cubría ambos zapatos). Como la foto fue tomada al aire libre, el niño entrecerró los ojos para evitar los rayos del sol. Detrás de él estaba un hombre con saco y bigote al estilo Dalí, el hombre tenía puesta una mano sobre el hombro del niño, la había colocado en forma liviana, porque el hombro no había perdido su horizontal. El hombre del bigote sonreía, el niño también lo hacía y mostraba que uno de sus dientes había caído. La foto era en blanco y negro y había sido tomada en lo alto de una montaña, al fondo se veía un hato de borregos. La foto era sencilla. No tenía más. No había una mujer que fuera la esposa del hombre, ni tampoco una niña que fuera hermana del niño. Sólo el hombre y el niño, ambos riendo, la mano del hombre sobre el hombro del niño y éste con las manos adentro de las bolsas. El hombre también llevaba una boina. Nunca descubrí de qué color eran sus cabellos y si eran lacios o enchinados. En esas estaba cuando escuché un ruido en uno de los cuartos y luego la voz de mi papá que subió por la escalera y me llamó. Ya debíamos irnos. Bajé con cuidado. Mis pasos rechinaron más que en la subida. Cuando entré a la sala, el tío preguntó si había conocido a mi prima, dije que sí, que habíamos jugado. En realidad, sólo había conocido al niño de la fotografía. Cuando salimos de la casa, mientras caminábamos, mi papá puso su mano sobre mi hombro y dijo que yo era un adorable mentiroso. Sin detenernos subí mi mirada y él dijo que el tío vivía solo en la casa. Entonces, pregunté, por qué me había dicho que subiera a jugar con mi prima. Mi papá sonrió y dijo que los adultos también mentían de vez en vez y luego pronunció algo que, hasta la fecha, da vueltas en mi mente: “Nunca vimos lo que vimos.”, y luego señaló una heladería y dijo que si quería un cono, y dije que sí, que pediría uno de vainilla. Posdata: La frase es sensacional, ¿a poco no? Nunca vimos lo que vimos. A veces pienso que debería escribir una gran novela, una novela genial y titularla así. Nunca vimos lo que vimos. Pucha, cuántas ventanas abre. La novela debería responder a la genialidad del título. Uf. Qué difícil.

sábado, 14 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON LA CUERDA DE LA TRADICIÓN

Querida Mariana: terminó el Día de Muertos. En nuestro país se celebra de manera especial. Tiene tantos elementos culturales que causa asombro en todo el mundo. Por fortuna, los mexicanos seguimos manteniendo la tradición. En este año, a pesar de la pandemia, los mexicanos conmemoraron el día donde, se cree, nuestros muertos regresan. Es una pena que este año, a los altares de siempre se agregó un número impresionante por el fallecimiento de paisanos contagiados de Covid-19. Por eso, para evitar más contagios, la autoridad municipal (en buena hora) cerró el panteón para que no acudieran los miles que acuden año tras año. Se privilegió la salud de todos. Los comitecos así lo entendieron y, desde casa, conmemoraron a sus muertos, pusieron flores frente a la foto del altar y, por supuesto, las ofrendas, que incluyen la bebida y la comida que le gustaba al fallecido. Luciano me mandó un mensaje por WhatsApp y dijo que estaba bebiendo cerveza y escuchando marimba en la sala de su casa, al lado del altar que dedicó a su papá, quien falleció hace como veinte años en un accidente aéreo (en una avioneta que se desplomó y se incendió); me dijo que a su papá siempre le gustó escuchar marimba y los fines de semana se sentaba en el corredor de la casa y tomaba una caguama que acompañaba con una botanita de chicharrón con pico de gallo que le preparaba su mamá, doña Leonor (quien, gracias a Dios, sigue vivita, con muy buena salud). Luciano, muchachito, era el encargado de poner los discos, los limpiaba con un aceite especial y una franela y los colocaba en la tornamesa. Marimba chiapaneca y, sobre todo, marimba de Guatemala. Al papá de Luciano le encantaba escuchar la marimba chapina, que tiene un sonido más melancólico, más de nube en penumbra. Me dio gusto saber que Luciano respetó la decisión y se quedó en casa y ahí esperó a su papá, haciendo lo mismo que hacía él en vida: escuchar marimba y tomarse una cervecita. En las redes sociales alguien, con gracia e ironía, comentó lo siguiente: “Ahora sí, en el altar bien que le ponen su botella de trago, pero cuando estaba vivo lo jodían todas las tardes y le quitaban la botella para que no siguiera bebiendo”. Así es, cuando alguien de la familia bebe de más no es agradable. El papá de Luciano tenía lo que se llama “buen beber”, escuchaba la marimba, movía los pies, entonaba la canción en voz baja, bebía la caguama y comía el chicharroncito, pero cuando la caguama quedaba vacía, se levantaba e iba a la mesa para comer lo que su esposa tenía listo. ¡Buen bebedor! Traguito para iluminar el espíritu, no para embrutecerlo, pero, bueno, en la mayoría de altares siempre hay una botella de licor, y en el día que los muertos vuelven a casa (se supone) hacen lo que el papá de Luciano: entonan su espíritu. No se ha sabido de algún caso en que una almita se haya pasado de cucharadas y perdido el camino de regreso. ¡No! Todos vuelven a su casa eterna. No sé si vos has pensado en el significado complejo de esta tradición. El otro día, cuando me contaste lo de la mecedora favorita de tu abuela fallecida hace años, pensé en este simbolismo. Según me contaste, el Día de Muertos, tu abuelita regresa a casa, se sienta en su mecedora (que nadie ha vuelto a usar, para honrar su memoria) e imagino que se sirve un poco de té (que vos procurás que siempre esté caliente) y se sirve una de las galletitas de avena que tanto le gustaban. Me platicaste que vos tenés la sana costumbre de arrimar una silla a la mecedora y le contás cómo te ha ido. Esto me encantó, es lo que hacen muchas personas al ir al panteón. Vos también te servís un poco de té y comés una galletita. Sí, tu abuelita debe ser feliz en el retorno a casa, debe sentirse orgullosa de mirarte tan bonita, tan crecidita, con tus cositas bien puestas, tan inteligente y simpática. Pero, cuando llega la hora del retorno, ella no lamenta despedirse. ¿Quiere esto decir que está tranquila y contenta en el lugar donde está? ¿Quiere esto decir que ningún muerto hace berrinche queriendo quedarse en la vida, espacio que ya no le corresponde? Y, según la tradición, mientras su fotografía aparezca en el altar, tu abuelita volverá una y otra vez cada año. Pucha, la muerte debe ser ¡la vida eterna! Es una bobera, pero entonces pienso que la Fuente de la Eterna Juventud es la muerte, porque los muertitos no pierden su lozanía. Todo mundo sabe que sus muertitos vuelven con la misma carita que tienen en sus fotografías, nadie imagina a su familiar caminando como zombi (muerto viviente). No, todo es como una bendición infinita. Este año, como los anteriores, tuve el privilegio de recibir el quinsanto. El contador José Antonio Aguilar Meza y la maestra María Elena Vázquez tuvieron la gentileza de compartir parte de la ofrenda. La familia Aguilar Carboney envió pan de muerto (riquísimo), y la maestra envió frutas, dulces y tamales (todo muy rico, también). No faltó la calabaza en dulce, que es postre tradicional en esta época. Doña Lolita Albores, nuestra amada cronista, en un texto de su libro “Así te recuerdo Comitán”, nos cuenta de la tradición del quinsanto, que es el mojol comiteco al bonche de actos culturales de Todos Santos. Vos sabés que esta palabra es una palabra compuesta que (¡genial!) une dos vocablos de idiomas diferentes: el tojolabal quin y el español santo. Así, la palabra quinsanto significa festejo de los santos. Ah, qué generoso nuestro pueblo. Regala esta palabra a todo el mundo. Cuando el contador Aguilar y la maestra María Elena pensaron en la familia Molinari no hicieron más que avivar esta maravillosa tradición comiteca, tal vez el elemento con mayor identidad. Alguien me contó que al recibir el plato con el quinsanto, uno, al otro día, agradecía el detalle regresando el plato con otro bocadillo. Me dispensarán el contador y la maestra porque conmigo se rompe el cordel, porque nada les regresé, el envase de plástico que contenía el pan (perdón) lo desechamos y la cajita de madera que envió la maestra (siempre lo hace así) la usamos para sembrar alguna plantita. El contenedor del quinsanto lo convertimos en maceta. ¡Pucha! En la fotografía mirás que hay una mantita verde bordada. También me la quedé. No sé si la maestra esperaba el regreso, pero como soy un poco ish, me la quedé, servirá para mantener calientitas las tortillas. La maestra es muy generosa conmigo y sabe que la servilletita quedó en buenas manos. Vos me conocés y sabés que prefiero que me ignoren. El día de mi cumpleaños me gusta celebrarlo en lo íntimo y no abro la puerta de casa para recibir algún pastelito que envía algún afecto (me encierro a piedra y lodo), pero este tipo de detalles sí lo celebro, porque (insisto) abona a favor de una tradición popular. Vos sabés que amo las palabras. Cada palabra nombra, cada palabra es una puerta al misterio universal. Por esto no me espantan las llamadas palabras altisonantes. Qué bueno que hay palabras que suenan con todas sus letras. Por esto, de igual manera, celebro esta tradición. Al recibir un plato de calabaza en dulce (riquísima, regada con miel de panela) mi mente repite la palabra única de esta región: ¡quinsanto! No me preocupa lo que dicen los puristas, que debe escribirse con la letra k, porque así es en el idioma tojolabal. No lo sé, no soy experto lingüista. A mí me gusta su sonido y celebro lo que significa: Fiesta de los santos. La fiesta se vuelve motivo para comer, para, como me dijo el contador Aguilar, comer un pan de muerto acompañado con una taza de café (bueno, yo no bebo café, pero sí bebo té). La tradición de enviar “un bocadito”, además, es un signo de amistad. El afecto extiende sus brazos y comparte algo del altar dedicado a sus difuntitos. Este compartir alimenta los espíritus, amarra los lazos de identidad. Celebramos el retorno de nuestros muertos con una muestra de amistad. Este año, por la pandemia, muchas tradiciones se modificaron. La dirección de cultura, del ayuntamiento comiteco, lanzó una convocatoria singular: Concurso de altares en forma virtual. Los comitecos le tomaron una foto al altar que hicieron en sus casas y lo compartieron con todo el mundo. Sé que el director de cultura, mi admirado amigo arquitecto Jesús Pedrero, hará lo mismo para navidad. Ah, qué belleza de muestra será, decenas de nacimientos serán admirados por todo el mundo. Sí, la pandemia nos ha jodido en muchos aspectos, pero el espíritu humano sigue elevándose. Los chunches electrónicos de estos tiempos permiten que el mundo continúe celebrando la vida. Posdata: El contador Aguilar y la maestra María Elena (bendito Dios) no compartieron en forma virtual el quinsanto, ¡no!, hicieron favor de hacerme llegar la riqueza gastronómica en vivo y a todo sabor. Yo, mero ish, comparto con vos el quinsanto que me comí, en una sencilla fotografía. Lo hago para que en tu corazón untés la palabra quinsanto, palabra que es un regalo de Comitán para el mundo, palabra que es un aporte de esta tierra al rosario de actos culturales que rezamos en Día de Muertos.

viernes, 13 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON PIEDRAS QUE SE VUELVEN AGUA, QUE SE VUELVEN NUBE

Querida Mariana: mirá qué bonito proceso realizó nuestra paisana Clara del Carmen Guillén, poeta y narradora reconocida en Chiapas. Ella aceptó jugar el juego de Imaginá que te llamás, donde nosotros le propusimos que imaginara que se llamaba piedra, y se volvió agua y luego se volvió nube. ¡Genial! ¿Piedra? Sí, piedra. No sé a vos, pero a mí siempre me seducen las piedras, desde las pequeñitas que sirven para jugar en el sitio de la casa hasta las piedras que sirven para hacer cimientos de hogares. Las piedras que son protagonistas de nuestras historias personales, pero que lo hacen con tal modestia que pasan inadvertidas muchas veces. Mi mamá nació en Huixtla y ella me cuenta que le encantaba mirar hacia el cerro en donde está la famosa Piedra de Huixtla; y yo nací en el mismo pueblo donde nació Clarita, donde trepamos al barrio de San Miguel y buscamos la llamada Piedra de La Ametralladora. Muchas personas dicen que todos los seres humanos cargamos piedras. ¿Mirás? Es una forma metafórica de decir que tenemos pendientes espirituales por arreglar. Las piedras, entonces, pesan, vaya que pesan. ¡A ver andá a cargar un fardo lleno de piedras! ¡Pucha! Por eso, para hacer liviana la carga de la piedra, le propusimos a la poeta que jugara a imaginarse que se llamaba piedra y le lanzamos la primera piedra, perdón, la primera pregunta: Imaginá que te llamás piedra y se te concede la oportunidad de cambiar el material de que estás hecha, ¿qué sustancia elegís? “Analizando muy bien, y pensando en la manera de ser mía, pediría ser agua, porque así podría divertirme y viajar a los ojos de los niños llorones, para ver porqué lloran; inclusive, irme a un río, ser un río que se desliza y de pronto ser una cascada, y cuando venga la lluvia de nuevo ahí estaré recibiéndola y quizá atravesando lugares y lugares hasta llegar a los cuerpos de las personas, a los cuerpos de los animales, a una hoja, al rocío, a convertirme en lo que yo quiera y vivir una aventura maravillosa, porque el agua está donde quiera. Sí, tendría que ser agua, si tuviera esa oportunidad.” Ah, la imaginación. Tal vez es lo que hacemos los seres humanos cuando cargamos una piedra espiritual, la deshacemos a través del llanto, la pulverizamos. Tal vez. Y le aventamos la segunda pregunta a Clarita: Imaginá que te llamás piedra y que soñás con volar, ¿cómo conseguís alas para cumplir tu sueño? La respuesta de Clarita fue la siguiente: “De nuevo aquí, respondiendo a Alejandro Molinari Torres sus ingeniosas y divertidas preguntas, para darnos un buen estado de ánimo ahora que lo necesitamos tanto, en realidad, trabajar con la fantasía, nos sirve. Ahora me dice que sigo siendo una piedra y qué hago si quiero volar y tener alas, bueno, pues, entonces yo pido seguir siendo agua y aprovechando que el agua puede convertirse en vapor, elevarme, ¡elevarme!, y llegar a ser una nube y tomar la forma más frágil, la más liviana, para viajar a través del viento, viajar a diferentes lugares para apreciar la maravilla que tenemos, esa maravilla del planeta que solamente las nubes, desde donde están, pueden apreciar con toda plenitud. Así que en este caso, prefiero convertirme en vapor y ¡elevarme!” Clarita fue piedra, cambió su sustancia y se volvió agua, y al final, para volar, se convirtió en nube. ¡Genial el proceso de transformación! Clarita nos dejó, con su juego de imaginación, una clave para la vida. Todo mundo carga piedras. Dejaríamos de ser humanos. Todos tenemos problemas, mil problemas, pero cada uno tiene la capacidad para hacer nube lo que es piedra. Posdata: Seguimos jugando, cada semana jugamos con los amigos de ARENILLA-Video. Proponemos un juego de imaginación. Nuestros lectores también juegan. Ah, ya te conté que mi primo Manolo Bermúdez me imitó y le propuso a Ricardo que imaginara que se llamaba caite. ¡Genial! Sí, juguemos el juego de la palabra, el juego de la imaginación.

jueves, 12 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN DULCE TÍPICO

Querida Mariana: parecería que en la foto estoy viendo hacia la cámara. ¡No! En realidad estoy abstraído, disfruto lo que como. No siempre lo hago, no soy un sibarita, pero hay ocasiones que practico el Zen y me concentro en los sabores que se potencializan en mi boca. ¿Qué como acá? Una cajeta, no de Celaya, sino de San Cristóbal de Las Casas. Acá estoy en el restaurante Tierra Adentro, en Coletolandia (al inicio de la pandemia me enteré del cierre de este restaurante, lamenté la noticia, porque cuando iba a la ciudad donde nació mi papá me gustaba ir a comer en ese restaurante.) De niño me acostumbré a comer cajetas coletas. Como medio mundo de Comitán, yo acudía a las ferias y me paraba frente a una “zacateca”, llena de juguetes de madera, soldaditos y dulces tradicionales. Desde niño supe que la cajeta era un dulce excepcional, con el plus del envase. El sabor más rico envuelto en una cajita de madera (¿tejamanil?). Lo que diré es una bobera, pero siempre he visto esta delicia con la exquisitez de una artesanía china (de las antiguas), trabajada con amor. ¿A quién se le ocurrió este tipo de contenedor? Mirá mi mano izquierda, sostiene con precisión la cajita redonda. La cajita cuadrada o hexagonal hubiese sido un desacierto. Al creador de esta maravilla se le ocurrió que la forma sublime era la cajita redonda. Mirá mi mano derecha. Con la misma precisión detiene la palita untada con la jalea (en esa ocasión era de durazno, de durazno coleto, que tiene un sabor único). La cucharita, lo sabe medio mundo, se logra partiendo a la mitad la tapa. El sabor de la jalea o mermelada no cambia. Admiro a los japoneses porque ellos comen el sushi con palitos de madera. ¡Claro! ¿A quién se le ocurre llevarse a la boca un cubierto hecho de fierro? ¿A quién? ¡No me digás! Este postre coleto es la perfección, es un dulce de diez. No solo por el dulce, sino por la forma en que está presentado, por la forma en que procura el bienestar de los comelones exquisitos. Existen personas (ah, cómo las admiro) que son geniales, que no tienen inconveniente alguno para comer, usan las manos y todos los dedos (las diez azucenas, diría mi amigo Roge). Yo (¡qué feo!) me acostumbré a comer con cubiertos, no puedo comer si no tengo una cuchara cerca o un tenedor. Me veo al espejo y me siento indigno del placer culinario. Tengo amigos (ah, qué envidia) que se chupan los dedos. No puedo. Veo cómo lo disfrutan. Cuando queda un sobrante en el plato veo cómo, en un movimiento preciso, soban el dedo índice y levantan un poco del guiso y lo llevan a su boca y lo lengüetean bien rico. Y así con todo. Una vez (ya te conté) fuimos a tomar unas cervezas al Río Grande (cuando todavía llevaba agua limpia) y un amigo partió aguacates por mitades y nos ofreció una mitad a cada uno. Yo lo recibí y me quedé con la mitad viendo hacia arriba. ¿Cómo lo iba a hacer? ¡Con el dedo!, dijo mi amigo Jorge, y vi que metió el índice y sacó una generosa porción de aguacate y lo disfrutó. Sí, soy un inútil para cosas prácticas, por eso, en esta fotografía mirás que lo disfruto como niño en columpio. Siempre bendigo al genial inventor de las cajitas redondas que contienen las jaleas coletas; bendigo a las artesanas que hacen las deliciosas “cajetas” de durazno y de membrillo. No me hagás caso, porque luego deliro, pero recuerdo algo como mazapán, hecho con pepita; y algo como dulce de yema de huevo. No sé, todas las cajetas que compré de niño en las ferias me causaron gran placer. En esta fotografía disfruto una cajeta de durazno. Quité la tapa del dulce, un papelito transparente que cubre la jalea y partí la tapita a la mitad, mitad que usé como palita, ésta la deslicé sobre la jalea fresca y la llevé a mi boca y sentí que los años de infancia volvían y regresaban los años felices. Si a Marcel Proust una galleta lo mandaba en Infinitum a su niñez, a mí me basta una jalea de durazno o de membrillo, una cajeta coleta, para jalar la cuerda que teje el recuerdo y enhebra a mi papá con su chaleco, el portal frente al parque central de San Cristóbal, la bajada al parque de La Pila, un día de feria, y la mesa de una “zacateca” llena de juguetes y de dulces. En ese sabor está concentrado el sonido de las campanas, el chirrido de la rueda de la fortuna, el aroma de la juncia, el color de los mameyes que ofrecían las mujeres en canastos sobre la banqueta, y, en lo alto del cielo, los cohetes que anuncian que hay feria, fiesta en el corazón. Posdata: Muchas veces sabés que te tomarán una foto, en otras ocasiones vos modelás. En esta ocasión no supe que me tomarían la foto, la paparazzi me sorprendió al mostrármela. Yo estaba abstraído, los ruidos y silencios de ese instante habían desaparecido, mi mente estaba llena con esencias de otros años; mi espíritu estaba hundido en el sabor de mi infancia.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON DOCE AÑOS ENCIMA

Querida Mariana: “Cuando tenía doce años…”, dice la canción. Los que pasamos de los veinte, tuvimos en algún momento ¡doce años! Un momento que se prolongó ¡un año! Un año que recordamos como un año de transición. Los sicólogos saben bien que a esa edad hay cambios físicos y emocionales. No les sucede a todos, pero en la canción hay una frase que es determinante: “Cuando tenía doce años comencé a crecer…” Cualquiera sabe que el crecimiento físico se da a través de los años. Los niños crecen cada día. ¿Entonces? La letra de la canción se refiere a otro tipo de crecimiento, un crecimiento inevitable, porque líneas más adelante habla de las noches que subía a la azotea de la casa para, con unos binoculares, husmear en las ventanas vecinas. Dos líneas más adelante aparece un nombre: Liz, y dice: “la conocí a través de la transparencia del cristal”. El autor de la canción recuerda el momento cuando tuvo doce años y ve con nostalgia lo que perdió, porque casi al final dice que si “Satán me hubiese tentado como a Jesús” habría pedido no crecer. Esta imagen habla un poco de la pérdida de inocencia y el autor la contrasta; es decir, para seguir siendo inocente no me importa pecar, porque aceptar la tentación satánica es ceder ante el mal, lo que significa abandonar la inocencia de golpe. ¡Uf, qué difícil el momento de llegar a los doce años de edad! La canción es bella. El otro día me llegó la tonada y el verso inicial: “Cuando tenía doce años…” Puse la frase en el buscador de Internet y nada hallé. No sé quién la canta, ni sé quién fue el autor (digo que fue un hombre, porque la letra refiere a un chico que “crece”). Por lo que dice la letra imagino que el chico de doce vivió en Nueva York, porque habla de las tardes que iba a tomar café o caminaba o le daba de comer a las palomas en Central Park; habla de un concierto al aire libre, de los paseos por bicicleta y, por supuesto, de las noches que subía a la azotea para ver a Liz. ¿Vos recordás qué hacías cuando tuviste doce años? ¿Creciste a partir de ese instante? ¿Si hubiese aparecido Satán en medio del desierto y te hubiese tentado, habrías pedido que te concediera no crecer? No creo. La mayoría de muchachos de doce sueña con crecer; con ir al billar; con entrar a un bar; con quedarse en un antro toda la noche; con caminar en la madrugada, con subirse al auto y viajar a la playa. Todos sueñan con ser grandes, les urge crecer, rasurarse, tener chicas, besarlas, llevarlas a la cama. A los doce yo leía a Unamuno y a Miguel Ángel Asturias, iba al cine y soñaba con Brigitte Bardot, acudía a la escuela secundaria, entraba a billares, me sentaba en una banca del parque central y, sin binoculares, veía a la chica que me gustaba, la veía desde lejos, al lado de sus amigas y amigos, la veía entrar al Nevelandia y tomar un helado. Cuando tenía doce años iba a misa, me confesaba, veía la foto de una revista Playboy que guardaba, toda ajada, debajo del colchón; cuando tenía doce años subía al camión de reparto de refrescos y recorría todos los tendejones de Comitán. Cuando tenía doce años no pensaba en crecer, ni me daba cuenta de que algo sucedía en mi cuerpo y en mi espíritu. Seguía jugando con carritos y jugaba, en el corredor de la casa, a que era integrante de la selección mexicana de fútbol soccer y gracias al penalti que anotaba, México obtenía la Copa Jules Rimet, que así se llamaba el trofeo que ganaba el triunfador de la Copa Mundial. Como sucede, un día dejé de tener doce años y cumplí los trece. Y, ahora lo pienso, algo sucedió, la magia de los doce terminó. Posdata: ahora pienso que el autor de esa canción tuvo el tino de elegir la edad singular. ¿Cómo sonaría una canción que hablara de cuando tuvo trece, catorce, quince, dieciséis? Sonaría mal, digo yo. La edad perfecta para una canción armada de nostalgia es ¡doce! Cuando tenía doce años iba a misa los domingos y regresaba pronto a casa para desayunar y recibir el dinero que me daba mi mamá para ir a la matiné en el Cine Comitán; al salir corría a la casa, me sentaba ante la mesa y mi papá me ofrecía una tapa de pan francés con anguilas, bañadas en aceite de oliva. Volvía a estirar la mano y mi mamá me daba dinero para ir a la doble función del cine Montebello. A las siete y media salía del cine y me sentaba en una banca del parque y desde ahí veía a la chica que me gustaba, ella caminaba al lado de sus amigos y sus amigas. Cuando tenía doce años era feliz, muy feliz. No sé qué hubiese hecho si Satán, en medio del desierto, me preguntara: “¿Querés siempre tener doce y no crecer?” No crecí mucho, gracias a Dios. Sigo leyendo a Unamuno y a Miguel Ángel Asturias, y sigo viendo cine, mucho cine, y sigo amando a Brigitte Bardot. Pobre la chica que me gustaba y que nunca me hizo caso, pobre, no le llegaba ni a los talones a Brigitte.