martes, 28 de febrero de 2017

CASTIGOS (2)




Luego advertí que el castigo tenía una extensión: No sólo era mi conciencia que, como capataz, me laceraba con un látigo que tenía puntas de plomo, sino que era imposible que yo justificara el cohete. ¿Qué diría cuando mi mamá preguntara el origen del juguete? Al día siguiente entré a la oficina de mi papá, lo abracé y le pedí dinero para comprar el juguete. Mi papá abrió la gaveta superior del lado derecho del escritorio, sacó la libreta donde apuntaba las cantidades de dinero que me entregaba y leyó: “Domingo 12. Un peso para cuaderno de dibujo”, cerró la libreta y dijo: “Apenas el domingo pasado te di un peso”. Era viernes. Yo lo abracé más fuerte y le dije que me había portado bien. Le pregunté si quería ver los dibujos que había hecho. Dijo que sí. Salí corriendo de su oficina y fui a mi cuarto, donde abrí la gaveta de mi buró. Saqué el estuche de plumines y el cuaderno, abrí éste en la primera página, donde estaba un cordero que había dibujado en medio de un caserío, tal vez como recuerdo de algún viaje a Amatenango del Valle, comunidad a la que viajábamos con cierta frecuencia para ir a saludar al padre Juan, que era mi tío y encargado del templo. Iba a correr a la oficina de mi papá cuando lo vi a él en la puerta de mi cuarto. “A ver, a ver -dijo- ¿en dónde están los dibujos que venderemos al museo de arte moderno?”. Y le enseñé el dibujo del cordero en el valle. Mi papá tomó el cuaderno con ambas manos. Vi que su rostro se iluminó, como si el sol de mi dibujo fuera un foco que lo alumbrara. “Sí -dijo- no está mal. Es un dibujo muy bien hecho”. Ese fue el primer dibujo que vendí. Mi papá me pagó ¡un peso! Dinero suficiente para comprar el cohete. Salí de la casa, caminé por la banqueta de laja y llegué a la tienda de doña Angelita, quien, detrás del mostrador, me saludó, preguntó por mi mamá y, cuando yo le dije que estaba bien, investigó qué era lo que deseaba. “Tres tiras de fulminantes”, dije.
De esta manera mostré con toda libertad el cohete y jugué con él por todo el corredor. Colocaba un fulminante en la punta y lo aventaba lejos, alto, muy alto, muy lejos. Corría detrás de él y miraba cómo caía. Pienso ahora que la punta del cohete tenía un pedazo de metal pesado, porque el cohete siempre chocaba con el piso.
Fui corriendo hasta la cocina donde estaba mi mamá. La olla de chocolate estaba en el fogón y ya comenzaba a hervir. El maestro Beto nos había enseñado en clase que el cacao había sido un obsequio de México al mundo. Los conquistadores españoles lo habían llevado a Europa. En casa llegaba una señora a moler el cacao, ella ponía un brasero debajo del metate, para que el cacao se ablandara y le resultara más fácil el trabajo de molienda. Estas dos imágenes me han acompañado siempre: la olla borbotando y la mujer, hincada, dale y dale con ambos brazos sobre el metate. A mi mamá le enseñé el cohete. Mi mamá dijo que estaba bonito, pero, en plan de broma, puso carita de tiuca triste, me preguntó por qué yo no le vendía uno de mis dibujos, ¿acaso su dinero no valía? Sí, dije que sí y corrí a mi cuarto y corté la otra hoja donde estaba un caballo pintado en color verde. Luego, muchos años después sabría que Franz Marc había pintado un caballo azul. Regresé a la cocina y se lo entregué a mi mamá, ella se limpió las manos con el mandil, tomó la hoja, vio el dibujo y me dijo: “Eres un gran artista, hijo.”, dejó el dibujo sobre la mesa de madera y me abrazó. Yo me apreté a su cuerpo calentito y, cuando me soltó, extendí la mano con la palma hacia arriba y moví los dedos en signo de pedir la paga. Mi mamá sonrió y dijo que ya lo había pagado. “Tu papá te lo pagó en un peso y yo pagué un peso con cuarenta por esta obra”. Supe que ella había sabido que su hijo había tomado el “cambio” de la mesa. Me puse colorado y el agua apareció en mis ojos. Mi mamá volvió a abrazarme y yo solté el llanto contenido.

lunes, 27 de febrero de 2017

CASTIGOS (1)




El castigo presupone una falta. ¿Quién es el que impone el castigo? ¡El que detenta el poder! En mi infancia, mis papás y los maestros fueron los encargados de imponerme castigos. Yo, hasta la fecha, pienso que mis faltas no merecían castigos. Pero, parece que la vida se encarga de dar lecciones de manera injusta, porque (aseguran los sabios) la vida no es justa. Romeo, quien era hijo de un modesto albañil, siempre se quejó por haber nacido en un hogar humilde, siempre pateaba piedras con sus pies desnudos, cuando se quejaba de no tener dinero para comprar un par de zapatos. ¿Quién impuso ese castigo injusto a Romeo? Él quería ser como los demás niños de clase. ¿Por qué él debía andar con los pies descalzos?
¿Cuál es el castigo más distante que recuerdo y por qué me lo “gané”? No sé, pero imagino que, como cualquier niño, algún día debí tirarme al piso, patalear, llorar y hacer berrinche, porque quería algo, porque la vida me ponía frente a algún objeto de deseo; pero el primer castigo que recuerdo fue cuando tomé un “cambio” que hallé en la mesa del comedor. El comedor tenía una mesa para cuatro personas y una vitrina, con dos batientes con cristales, donde se conservaba la vajilla japonesa, comprada en la frontera con Guatemala. El cuarto no era grande. A mí me gustaba entrar y pararme bajo el dintel. En la izquierda estaba un hueco que daba a uno de los corredores. Desde donde yo me paraba miraba parte del patio central, que tenía arriates con flores y un tubo donde conectaban la manguera para regar los claveles. Ese tubo sobresalía por encima de las plantas, era como ese animal que llaman güet, como un periscopio de submarino, como el cuello de una jirafa en la sabana africana. Me encantaba mirar ese tubo, imaginaba muchas historias, de guerra, en las que un ejército de hormigas usaba ese periscopio para ubicar a los enemigos, que siempre era un ejército de cochinillas. Aquella tarde entré al comedor, como siempre me paré debajo del dintel y miré el patio y vi el tubo periscopio, pero luego mi mirada se dirigió hacia la superficie de la mesa (no me pregunten por qué designios del destino ocurrió así) y miré ese cambio. Eran varias monedas de veinte centavos. ¿Diez, doce? Formaban una torre al lado de un florero con flores blancas. Al lado de la torre de monedas había una alfombra mínima de pétalos que habían caído. Si yo hubiese albergado algún sentimiento de culpa no habría caminado con la tranquilidad que lo hice, no habría extendido mi brazo con la naturalidad con que lo hice, ni habría guardado las monedas con la certeza de que todo lo que había en la casa era mío. Porque yo era hijo único y si hallaba galletas sobre la mesa las tomaba y las comía y si encontraba un disco en la consola, prendía ésta y colocaba el disco y lo escuchaba y movía los pies con total libertad. Estaba en mi casa y entraba a los cuartos y hurgaba en las cajas que había en la bodega y sacaba las fotos y nadie decía algo que fuera contra ese impulso natural. Así que esa tarde (lo juro) tomé esas monedas sabiendo que, como estaban en casa, eran mías. Yo deseaba comprar un cohete al que se colocaba un fulminante en la punta, con lo que, al caer, accionaba el fulminante, que provocaba un sonido. Si yo le hubiese dicho a mi mamá que quería ese juguete estoy seguro que ella hubiese abierto su monedero y me habría dado el peso que costaba. Lo que tomé de la mesa me permitió comprar el cohete y como diez tiras de fulminante. Lo compré en la tienda de doña Angelita, local que siempre me fascinó por la cantidad de juguetes que tenía colgados de los estantes de madera. La tienda estaba contra esquina del templo del Calvario.
Cuando regresé a la casa encontré a mi mamá y a Sara, la sirvienta, en el comedor. Ella juraba que no había tomado las monedas. Yo, en acto reflejo, escondí debajo de mi suéter el cohete y las tiras de fulminantes. En ese instante (ahora lo sé) reconocí que algo había hecho mal. Mi mamá le dijo a Sara que saliera y luego me vio con una mirada que no era la misma que me lanzaba todos los días cuando me daba el beso de las buenas noches. La vi inmensa, casi casi como si fuese Goodzila, ese monstruo maravilloso que crearon los japoneses y que había visto en el cine. Me preguntó en un tono que era acusador: “¿Tomaste el dinero que dejé acá?”. ¿Qué decir? Hubiese sido muy sencillo decir que sí. Estoy seguro que mi mamá habría preguntado para qué y yo habría sacado el cohete que guardaba y ella me hubiese reprendido, pero, luego, botaría su mueca de cardo y sembraría su mirada luminosa de canario que usaba cuando me servía un pedazo del pastel que hacía, pero yo no saqué el cohete, al contrario, dije que no había visto las monedas. Mi mamá me creyó, pero yo sentí una opresión en mi pecho, como si una brasa me creciera y quemara. Pienso que ese fue el primer castigo que recibí. Un castigo tonto que no había llegado del exterior, sino de algo que brotaba en mi espíritu y que me hacía sentir mal, muy mal.

sábado, 25 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, CON AROMA DE PETATE




Querida Mariana: Mi sobrina Pau me preguntó qué significaba la palabra estera. La encontró en un cuento que leía. Le dije que no sabía, pero que investigaríamos, entramos a la biblioteca del tío Armando, sacamos un diccionario del estante y hallamos que lo que en España nombran como estera, en esta región del mundo la conocemos como petate. Pau sonrió. Yo hice lo mismo. Siempre sonrío cuando algo me pone frente al prodigio del lenguaje.
Rosario me contó que en Burger Bistro, un local que vende hamburguesas, ofrece los días lunes la fabulosa hamburguesa pichita. Burger Bistro es un restaurante que forma parte de esa tendencia actual de presentar espacios con gran dignidad, porque tiene un área especial para que los niños jueguen. Ya no se trata de poner cuatro mesas con cuatro sillas cada una, sino de pensar en la comodidad y en el placer de los comensales. Me gusta la idea de bautizar a una hamburguesa con un nombre comiteco, porque ello pone de relieve la importancia del lenguaje propio. Es cierto, lo que ofrece el restaurante es una hamburguesa, alimento que, culturalmente, proviene de los Estados Unidos y que puede hallarse casi en cualquier parte del mundo, pero, y este pero es el rasgo distintivo, en ninguna otra parte del mundo puede un cliente pedir una hamburguesa pichita. ¡Ah, qué maravilla! Esta hamburguesa pichita, quiero pensar, es lo que en otras partes llamarían mini hamburguesa.
El otro día caminé por el portal del andador de San José, que está frente al parque central, y hallé, al lado de The Italian Coffee, un local que se llama “La esquina de Belisario”, que, insisto, va en esa maravillosa tendencia de presentar espacios íntimos con gran dignidad. El nombre llamó mi atención, porque en el logotipo aparece la silueta de Belisario Domínguez. ¿Qué es “La esquina de Belisario”? La razón social indica que es un Café – Resto – Bar. Dos cosas llaman mi atención: La inclusión del nombre del héroe comiteco y la palabra Resto. Los dos elementos son partes de un juego simpático. Sé que no faltará alguien que se moleste y diga que la figura de Belisario Domínguez no debería incluirse en el nombre de un bar; de igual manera, creo que no faltará el purista del lenguaje que se moleste con la palabra Resto que es como un apócope de la palabra Restorán, que es la forma coloquial con que designamos a un restaurante. A mí me gustó ese juego de palabras, porque esa triada emplea cinco, cuatro y tres palabras y todo mundo entiende a la perfección qué servicios ofrecen.
Conozco un restaurante que se llama Emiliano Zapata, que ofrece, como era de esperarse, platillos como el Burrito Emiliano Zapata. Nadie, que yo sepa, se molestó por el uso del nombre del luchador revolucionario, ni por la imagen de Zapata en el logotipo de la empresa. Y nadie lo hizo, porque en estos tiempos de globalización se antoja como algo importante el uso de los distintivos nacionales que refuerzan las identidades y contribuyen a que lo propio no se diluya en el olvido.
A mí (no sé a vos) me gusta que en Comitán se ofrezcan hamburguesas pichitas y que las parejas puedan tomar un café o una cerveza en un lugar que se llama “La esquina de Belisario” y que alude, no a cualquier Belisario, sino a nuestro Belisario.
Por el barrio de Nicalococ (¡Ah, qué palabra más bella!) hay un local que se llama “Pichitos”. Entiendo que tal empresa vende productos especiales para bebés, por lo que el nombre es un acierto. Hace diez años, algún experto en mercadotecnia hubiese sugerido el nombre en inglés, para darle caché, pero ahora, de igual manera que la tendencia es presentar espacios con gran dignidad también se mira hacia lo propio, hacia lo auténtico. En cualquier parte del mundo puede uno hallar negocios que ofrecen ropa para bebés que se llaman Baby, pero, sólo en Chiapas puede hallarse locales que llevan el nombre simpático, gracioso, de Pichitos. Y es que así como en Guatemala llaman patojitos a los niños acá les decimos pichitos, que viene de pich.
Nuestra riqueza dialectal hace más variada la cultura. Cada vez que usamos un modismo, como chento, tilibrís, chiquitío, alzado y totoreco o apulismado, hacemos que el universo rescate su sonrisa de niño lleno de vida.
Y hablo de los espacios dignos, porque la tía Elena cuenta que antes era costumbre, cuando una pareja se casaba, abrir una puerta de la casa hacia la calle y poner una tienda de ropa o de sombreros o de abarrotes. No había mayor cuidado en la presentación. Bastaba colocar un mostrador de madera y una serie de estantes para que todo quedara listo. Ahora ya no basta eso. Ahora, los tiempos modernos exigen que los comerciantes o prestadores de servicios piensen en la comodidad de los comensales. Esta tendencia actual tampoco tiene que ir en contra de los rasgos de identidad.
Vos sabés que mi casa de infancia estuvo a media cuadra del parque, en la misma calle donde ahora está “La esquina de Belisario”. Cuando fui niño gocé mirar la calle a través de los barrotes del balcón. En las tardes, abría las puertas del balcón y me sentaba en el piso de madera y colocaba mis manos en los barrotes del barandal. Pegaba mi cara y miraba todo lo que sucedía en la calle, lo miraba desde una altura de dos metros, más o menos. Miraba a las mujeres que cargaban sus canastos, cuando pasaban frente a mí yo alcanzaba a ver lo que llenaba sus canastos: manías, pepita molida, chayotes, duraznos, chiles siete caldos, maíz de guineo, melcochas y mil delicias más; veía a los burreros que, en burritos, llevaban los barriles llenos de agua; a los empleados de la fábrica de don Jorge Soto, que, también en burritos, llevaban las gaseositas. ¡Ah, era muy bonito! Como Rosario Castellanos dice en “Balún Canán”, era maravilloso escuchar “el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera”. Creo que por este gusto me acostumbré a ver todas las cosas desde lejos, desde una cierta lejanía, con una suficiente perspectiva. A veces camino por la vida como si todo lo viera desde un balcón. Digo esto porque pasé por “La esquina de Belisario” y no me acerqué ni, mucho menos, entré. Lo vi desde la banqueta opuesta, pero logré ver un ambiente muy íntimo, muy cálido, muy comiteco. No sé cómo está el servicio, pero aspiro a creer que será un servicio eficiente y atento. Nuestra ciudad requiere ya espacios que sean agradables a la vista y al paladar y que la atención sea cordial.
Hubo un tiempo en que existió una tienda de abarrotes que la picardía comiteca nombró como “La necesidad”, porque los compradores sólo entraban a ella en caso de una extrema necesidad, porque los precios eran muy caros y la señora que atendía era, como decimos en Comitán, ¡muy brava! Los tiempos exigen un cambio de actitud. Y los comitecos no tenemos que batallar mucho con ello, porque si de algo podemos presumir es de la bonhomía de nuestro carácter.
Por el rumbo de Yalchivol acaban de abrir un local que se llama “Que-sos vos”. ¡Ah, qué belleza de nombre! Un anuncio avisa que ahí venden quesos. No había necesidad de hacerlo, todo mundo podría intuir que ahí hay una quesería. En Comitán se cuenta un chiste relacionado con la palabra quesos y con la aplicación que se da en el caso de este lugar que vende productos lácteos. Cuentan que en una ocasión un niño iba en la calle, con una morraleta, gritando: “¡Quesos, quesos, quesos…!”, y un compa que trabajaba en correos se paró y le dijo: “¡Qué sos! ¿Qué no mirás mi uniforme? Soy cartero, totoreco.” El niño explicó: “El totoreco sosté usté, yo vendo ¡quesos, quesos, quesos…!”
Hay una tienda que se llama “Abarrotes El Cotzito”. Nada que ver con un Oxxo o con esas tiendas de conveniencia que se llaman Súper 24. En todo el mundo hay Coca Cola, pero sólo en este pueblo prodigioso hubo en alguna ocasión un refresco que le llamamos Gaseosita Verde, de don Jorge Soto. Es una pena que se haya extinguido. Los compas de San Cristóbal han logrado preservar la Cervecita Dulce.
Es genial que en este pueblo exista un restaurante, de gran calidad, que se llama “’Ta bonitío”. Este restaurante no existe en ninguna otra parte del mundo. En París está el Maxim’s, pero en Comitán no nos quedamos atrás, acá tenemos el “’Ta Bonitío”; en París tienen el restaurante Julio Verne, acá tenemos “El rincón de Belisario”.

Posdata: Hay una tendencia positiva de presentar locales limpios, luminosos, con diseños atractivos. Es bueno, también, que los nombres de dichos locales retomen elementos de nuestra rica cultura comiteca. Que si en la tierra del pan compuesto y del chinculguaj tenemos que consumir hamburguesas, que estas hamburguesas sean hamburguesas pichitas.
Bien por esos empresarios comitecos que le apuestan a la región y que se sienten orgullosos de sus rasgos hereditarios de identidad, que, en lugar de acostarse en una estera, se acuestan en un petate cuando van de día de campo. ¡Que viva el cotz, lindo y jacarandoso!

viernes, 24 de febrero de 2017

DEFINICIÓN DE INESPERADO




¿Cuál es lo más recurrente en la vida: lo esperado o lo inesperado? ¡Claro! La estadística la gana la segunda palabra. Lo esperado se da en ocasiones contadas; en cambio, lo inesperado es cosa de todos los días. Es simpático pensar que el prefijo in hace que todo se modifique, es algo in-grato.
En un cuento de Esther Arriaga aparece un personaje que, cuando se presenta el conocidísimo genio, él no pide el clásico tesoro o la deseada vida eterna, sino el poder de cambiar lo inesperado a esperado; es decir, que dos minutos antes (siempre dos minutos antes) de que lo inesperado aparezca pierda su capacidad y se convierta en algo esperado; es decir, que lo oculto se revele. El propio genio se sorprende ante la petición de Yuzco (que así se llama el personaje) y dice que eso que él solicita es algo “inesperado”, nunca lo hubiera imaginado.
Lo que sí no resulta inesperado es la definición de tal palabra, pues cualquier diccionario explica que lo inesperado es “algo que ocurre de manera imprevista”. Casi todo en la vida es inesperado. Muchas personas dicen que lo interesante de la vida es precisamente eso: Si todo mundo supiera lo que va a suceder muchas cosas no sucederían; esto que parece una perogrullada explica por qué el futuro es inesperado y, esto lo sabe medio mundo, los seres humanos, más que vivir el presente, siempre están con un pie en esa grieta que llamamos porvenir. Por esto hay muchos que sienten temor ante lo que sucederá, porque el futuro es impredecible, en la mayoría de casos se cubre el rostro con la máscara de lo inesperado.
En el cuento de Esther, el genio concede a Yuzco el poder de volver esperado lo inesperado. Dos minutos antes de que el hecho inesperado ocurra se materializa en la mente de Yuzco. El genio explica que Yuzco tendrá el don de que lo inesperado pierda esa condición de impredecible; pero no podrá modificar el futuro. Le pone un ejemplo: Si él caminara por una cuadra podría saber que, dos minutos después, un ladrón aparecerá en un remetido. Yuzco no puede evitar que el ladrón aparezca, lo más que puede hacer es desviar su ruta. Al final, el genio le preguntó a Yuzco si había comprendido el alcance de su deseo y si insistía en poseerlo. Yuzco dijo que sí.
Pero, parece que tal don no es tan “genial”. ¿De qué sirve que lo inesperado se convierta en algo esperado?; es decir, ¿de qué sirve que lo no conocido se convierta en algo conocido?
En la tarde que el genio le concedió su deseo, Yuzco guardaba los documentos pendientes de la oficina en la gaveta superior de su escritorio cuando vio que Elena, la chica que desde siempre había rechazado sus insinuaciones afectivas, hacía lo mismo, pero lo hacía viéndolo fijamente. ¡Ella lo veía! Yuzco supo que dos minutos después ella aceptaría su invitación para ir a tomar café. Con una gran seguridad se acercó al escritorio de ella, hizo una ligera inclinación y le ofreció una rosa, ella sonrió, aceptó la rosa y dijo que sí, que estaría encantada de aceptar tomar café con él.
La velada fue transcurriendo de acuerdo a lo predecible. Yuzco veía todo con anticipación, con lo cual se cumplía su deseo de convertir lo inesperado en algo esperado.
Cuando terminaron el café, Elena se paró y se despidió, dijo que debía pasar por su hijo a la escuela de música, pero (por su poder) Yuzco supo que si insistía tantito, Elena aceptaría que lo acompañara a la escuela. El hijo resbaló en la escalera de la institución, Yuzco supo que Elena dejaría que él detuviera un taxi y los llevara al hospital. Yuzco supo que, como el departamento de ellos estaba a dos cuadras de la clínica, Elena aceptaría que los acompañara. Una vez que Elena acostó a su hijo, ella le ofreció a Yuzco un espagueti y una copa de vino. Yuzco supo que Elena dejaría que él la sacara a bailar, porque el ritmo de la canción de Kevin Johansen era muy estimulante. Yuzco supo que ella dejaría que él la besara en el cuello, que con la mano derecha le retirara la cinta del sujetador y le besara el hombro; y supo que ella cerraría los ojos, excitada, y dejaría que él, con el dedo mojado, le acariciara el medio del pecho, ese camino que divide y, a la vez, une las tetas; y, cada dos minutos, fue reconociendo que la velada tendría una maravillosa secuencia, donde las prendas de ambos fueron quedando tiradas en el pasillo de la sala al cuarto de ella, pero (¡maldito don!), a la hora que ella, ya dispuesta a recibirlo, le pidió un condón él supo que no llevaba. Elena se cubrió el cuerpo con una sábana y dijo la frase clásica: “Sin globito no hay fiesta”.
En ese instante, dos minutos antes, de que el hecho sucediera, Yuzco lamentó su don. Lo lamentó porque el desasosiego se apoderó de su mente y (todo mundo lo sabe) cuando la mente tiene una preocupación mayor, el pene no recibe la orden de ponerse erecto.
Elena no reconoció que Yuzco padecía por lo que iba a pasar dos minutos después. ¿Cómo iba a saberlo? Ella era una chica que recibía la vida con su carga inesperada.
La noche fue ¡un fracaso! Al día siguiente Rosa, en la oficina, se llevaba la mano a la boca y luego le preguntaba a Elena: “Entonces, Yuzco, ¿nada de nada?”.

jueves, 23 de febrero de 2017

EL FORD, MODELO 1958





Imaginá que una tarde tu abuelo te llama. Él está sentado en su mecedora, en el corredor. La tarde es armoniosa. En la calle se escucha, a lo lejos, una guitarra, debe ser algún vecino que, en su cuarto, practica los ejercicios que le dejó el maestro de la casa de la cultura.
Tu abuelo tose, se lleva una mano al pecho. Su pecho es como un volcán que necesitara, como si fuese una olla exprés, dejar salir lo acumulado. Tose una y otra vez. La mecedora se cimbra y el abuelo con ella.
Rocío entró a tu cuarto y te dijo que el abuelo quería verte y vos dejaste el libro que leías, lo dejaste sobre la cama, te pusiste las pantuflas y saliste al corredor para ir a donde el abuelo. Donde cada tarde se sienta en la mecedora y mira a las chinitas que bajan a comer las migas que Rocío deja a mitad del patio. El abuelo dormita. Tiene muchos años encima, tantos como el árbol de durazno que, también, ya se tuerce sobre su tronco y que, desde hace muchos años, no da fruto alguno. El abuelo dio doce frutos. La abuela (quien murió el año pasado) siempre dijo que cuando llegaban los agentes viajeros le daba pena, porque no había año de Dios que no estuviera con la gran panza, porque el abuelo había vuelto a embarazarla. El abuelo, el otro día, te confesó que cuando nació el hijo número once ya no sabía dónde atenderlo. La casa es grande, pero muchos cuartos se usaban como bodegas y no podían desperdiciarse como habitaciones, por eso había destinado dos cuartos para que durmieran cinco hijos, en cada uno, cinco hombres en el cuarto que está junto a la cocina y cinco mujeres en el cuarto al lado de la bodega de chiles. Por eso, cuando nació Adolfo, que fue el onceavo hijo, al principio dijo que no había dónde ponerlo. La abuela se enojó y dijo que ella le daría su lugar. Al abuelo no le quedó más que sacar todas las cajas de la bodega que servía para guardar los refrescos y poner la cuna que había servido como cama para todos los hijos. En ese cuarto durmieron Adolfo y Rocío cuando ésta nació. Fue el único cuarto unisex de la casa.
Imaginá que cuando el abuelo deja de toser (es por ratos que eso ocurre) y su rostro vuelve a tener el color triste de las hojas secas, pero aún pegadas en las ramas, te dice que elijás entre el carro Ford, modelo 1958 o un cuaderno donde están escritas sus memorias. Porque el abuelo, vos lo sabés, ya repartió la herencia. La casa se la dejó a Rocío, porque ella se ha dedicado, en cuerpo y alma, a cuidarlo. Casi como si ella respondiera a la tradición mexicana: por ser la hija última no se casó (a pesar de que tuvo muchos pretendientes), ya que le correspondía atender al papá. Una vez Adolfo, quien siempre ha dicho que esa tradición es una estupidez, le preguntó si no lamentaba haber desperdiciado tantas oportunidades de formar una familia y ella respondió que su familia eran ellos: mamá, papá y los hermanos, y que había sido muy feliz con su familia.
El abuelo tiene en una mano la libreta con sus memorias y en la otra mano tiene la llave del auto Ford, modelo 1958. Lo ves directamente a sus ojos que te sonríen. Sabés que no se hará realidad lo que ahora estás pensando. ¡No! Es una cosa u otra. Sería tan fácil (pensás) que te dejara el carro y la libreta, pero ¡no! Así que tenés que elegir, entre el auto que tanto has deseado o tomar esa libreta donde, con letra manuscrita limpia y bella, el abuelo cuenta su testimonio de vida.
Hubiese sido tan sencillo este acto. El abuelo bien pudo llamarte y, cuando llegaras a su lado, mientras el vecino seguía practicando esa cumbia con su guitarra, decirte: Ten, hijo, te dejo el Ford. Pero no. No fue así y, como siempre, hasta el final, el abuelo te pone a prueba y te da a elegir y vos tenés que decidir por una u otra cosa. Y vos no acabás de decidir entre el auto que tanto has cuidado, que tanto has querido, porque su máquina está perfecta, porque su vestidura parece nueva y porque cuando lo manejás todo mundo voltea a verte; o entre una simple libreta, escrita con letra impecable, donde está consignado el testimonio de vida (más de ochenta años) del viejo que ahora tose de nuevo y tira la libreta y las llaves y se lleva las manos al pecho, porque ese tambor toca muy fuerte, lo hace moverse todo, como si fuese un volcán a punto de erupción.
Imaginá que el abuelo te llama y te pide que elijás entre el auto o la libreta. ¿Qué elegirías? Mientras el abuelo sigue estremeciéndose, vos mirás las llaves del auto y la libreta tiradas en el piso. Sabés que cuando el abuelo termine de toser vos deberás hincarte y levantar ambos objetos y deberás quedarte con uno y regresar el otro al abuelo. ¿Qué elegirás? ¿El auto que tanto has deseado? ¿La simple libreta donde están las memorias del abuelo? Tiene que ser una u otra cosa. Porque sabés que si elegís el auto, el abuelo (así es su carácter) pedirá que le lleven un fogón y quemará su testimonio, que es tanto como si quemara su vida; y si elegís la libreta, él ordenará que Adolfo llame a Jorge y éste (que tanto le ha pedido que se lo venda) entregará los billetes y el abuelo los tomará y los guardará para dárselos a Mica, que es su nieta consentida y que es quien heredó la colección de muñecas de porcelana, porque Mica estudia arquitectura en la UAM de Azcapotzalco y reconoce en esa colección el mayor tesoro que el abuelo pudo legarle. Y para vos, ¿cuál es el mayor tesoro que puede dejarte? ¿El auto Ford, modelo 1958? ¿La libreta donde está consignada la vida del viejo maravilloso?

miércoles, 22 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE DAN COINCIDENCIAS




Querida Mariana: Armando dice que las coincidencias no existen. Por el contrario, Isabel menciona que el término coincidencia significa coincidir, por lo que las coincidencias son cosa de todas las horas en todos los días.
¿Cómo llamar a eso que asoma de manera reiterada? ¿Qué señal advertir cuando algo aparece una y otra vez?
Esta semana prendí la televisión y alcancé a ver un corto cinematográfico que ya había comenzado. No logré ver el final porque recibí una llamada telefónica que me hizo bajarle el volumen. Cuando colgué el auricular, el corto ya había terminado.
El corto, a pesar de que el ritmo era muy lento y que los diálogos eran muy comunes, comenzó a llamar mi atención porque tenía un elemento insólito: una librería, con cientos de libros, que no ofrecía más que el libro de “Alicia en el País de Las Maravillas”. Ediciones en muchos idiomas, y de diversos años. ¿Por qué el librero sólo ofrece este libro y ningún otro? El personaje central del corto lo pregunta y el librero responde que pudo haber sido cualquier otro, pero como fue el primero que asomó decidió casi casi volverse coleccionista de variadas ediciones de tal libro. ¿Qué pretende con esto?, preguntó el potencial comprador, y el librero respondió que vender un libro, no otra cosa. Dijo que era un librero y vendía libros.
Ahora mismo leo un libro que compré en la librería Lalilu. Un libro de cuentos de Roald Dahl, un autor que, desde que lo conocí, llamó mi atención porque siempre propugnó porque los autores escribieran cuentos atractivos, que no fueran aburridos. Él de manera persistente aplicó ese principio a su literatura, por lo que sus textos son muy “jaladores” desde la primera línea. Uno comienza a leer un cuento de Dahl y se siente atraído de inmediato. Sus libros son de esos libros adictivos que el lector no quiere abandonar. Dahl es muy conocido entre los niños y jóvenes, porque dos de sus historias han sido grandes éxitos cinematográficos: “Matilda” y “Charlie y la fábrica de chocolate”. En la presentación del libro que leo se encuentra lo siguiente: “Sigue siendo el contador de historias número 1 en el mundo”. ¡Es una declaración muy atrevida! Pero se justifica cuando lo que el editor busca es precisamente lo mismo que declaró el librero del corto: ¡Vender libros!
La coincidencia del tema libro no es tan inusual, porque yo siempre ando metido en libros. El hecho de que el corto cinematográfico haya caminado por la senda del libro fue una coincidencia en principio, porque el cine no siempre aborda ese tema. Pero más que eso, lo que sí me ha sorprendido es que uno de los cuentos del libro de Dahl, menciona el mismo libro que aparece en el corto: “Alicia en el País de Las Maravillas”.
Esto sí lo considero una gran coincidencia, porque apareció en dos sendas que caminé en esta semana. Esto no es muy común. Y digo que fue una coincidencia en el sentido que Isabel lo aplica: Coincidir. El tema apareció como si reafirmara que la literatura y el cine son espacios de ese país llamado de Las Maravillas.
Emilio García Riera tiene un libro que se titula: “El cine es mejor que la vida”. A veces plagio tal título y digo que “La literatura es mejor que la vida”. Rubén Álvarez no está de acuerdo, él dice que la vida es lo mejor de la vida. Ahora, esta coincidencia, me obliga a decir que los lectores y los cinéfilos somos como Alicia, porque cada vez que nos internamos por el túnel del conejo, entramos al País de Las Maravillas, y este país es el mejor país del mundo. Sé que Donald Trump no estará de acuerdo, porque él insiste en hacer de su país ¡el más poderoso!; y los nacionalistas a ultranza dirán que como México no hay dos; pero, sin duda, el mejor país no es un país real, el mejor país aparece cuando el haz de luz ilumina una pantalla o cuando un lector abre el libro y entra a ese túnel magnífico que ilumina la imaginación.

Posdata: Hay coincidencias gratas y coincidencias ingratas. Me da gusto coincidir con vos en este camino.

martes, 21 de febrero de 2017

TRADICIÓN ROJA




Alfredo dice que recuerda con emoción los tiempos cuando fue diablito. En Comitán, en los festejos de San Caralampio, el santo más querido, los niños se visten de diablitos. En las entradas de velas y flores, ellos, los diablitos, van en la parte de adelante del contingente, casi después del grupo de personas que tocan los tambores y las flautas de carrizo (que en Comitán llaman pitos). Los niños se visten con disfraces de tela roja, con cuernos que, en muchas ocasiones, tienen las puntas hacia abajo, como si estuvieran agotados. Los niños llevan una matraca en una mano y con la otra mano juegan con la cola. Lo que a los niños les encanta es golpear con la cola las nalgas de los otros diablitos. Ningún adulto dice algo. ¿Qué van a decir? Los niños disfrutan esta tradición. Además, se sabe, los diablitos son tremendos.
En Comitán todo mundo festeja que los niños se disfracen y sean diablitos.
Ray, tío que es norteamericano, una vez que vio una entrada de velas y flores se sublimó cuando vio decenas de personas que llevaban farolitos hechos con papel de china. Comentó que en Japón había visto una procesión semejante que terminaba en un lago, donde depositaban los farolitos con velas. Dijo que era prodigioso ver cientos de faroles flotantes. No sólo era la belleza de la luz de las velas, sino los reflejos sobre el agua. Ray preguntó cuál era el fin de los farolitos en Comitán. Luz dijo que cuando los participantes de la procesión llegaban al templo, apagaban las velas y entregaban los farolitos al organizador para que las guardara y sirvieran en otra entrada de velas y flores. Luz dijo que los farolitos se amontonaban.
Pero lo que más le gustó a Ray fue el grupo de tamboreros y piteros. Sacó su celular y se acercó al grupo y grabó ese sonsonete. Preguntó si el ritmo tenía algún simbolismo especial. Luz dijo que sí, por supuesto que sí, y luego (comiteca tenía que ser) imitó el sonido y cantó: “Te lo tenté, te lo tenté; te lo tenté, te lo tenté, tenía pelitos y me espanté”. Ray no celebró la ocurrencia, porque ya otra cosa había llamado su atención: ¡Los diablitos!
Ahí Luz sí no logró que Ray entendiera el simbolismo. Cuando Ray preguntó, Luz dijo que los niños se disfrazaban de diablitos porque simbolizaban el mal. Ray abrió los ojos como si fuera un búho en las montañas de Yellowstone y dijo que no podía creer que los papás permitieran que sus hijos representaran a los diablos y terminó diciendo algo que molestó mucho a Luz, lo dijo con acento de gringo: “Porr eso, mexicanos serrr diabólicos”. Luz (quien la conoce sabe que tiene un carácter “endemoniado”) no volvió a atender a Ray y dijo que éste era “un gringo pendejo”.
¿Cómo hacerle entender que los niños disfrutan ese disfraz que no es más que eso: un disfraz? ¿Cómo hacer que Ray entendiera eso, si también, en una ocasión, no logró comprender por qué los mexicanos nos burlamos de la muerte?
Como Luz ya no le hacía caso, Ray me preguntó si los diablitos entraban al templo. ¿Qué podía decirle? Yo nunca he estado en el interior del templo cuando llegan los integrantes de una entrada de velas y flores. Dije que tal vez algún papá entraba con su diablito tomado de la mano. Ray puso los ojos como si fuera un oso en Yellowstone. “¿Eso serrr posible?”. Ya con el mismo ánimo de Luz le dije que nada tenía de malo, pero Ray dijo que era un contrasentido que en un templo católico la feligresía permitiera que el mal entrara por la puerta grande.
Pensé casi lo mismo que Luz, Ray era un gringo bobo. Busqué en mi mente algún elemento semejante de la cultura norteamericana, pero, por desgracia no hallé algo como lo nuestro y no lo hallé porque nuestra cultura es más rica en elementos.
Acá, en nuestro país, nos burlamos de la muerte y estimulamos que nuestros niños se disfracen de diablitos y que hagan ruido con una matraca y que usen la cola como si ésta fuera un fuete.
Así somos.
Es una bobera creer lo que Ray dijo. No es posible que seamos diabólicos por esa tradición ingenua. Luz dice que los gringos son más perversos y más pendejos. Quien conoce a Luz sabe que tiene un genio de los mil demonios. Ella (¡por supuesto!), de niña, se puso su disfraz de diablito y movió su cola como si fuera una matraca que golpeara el aire.

lunes, 20 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA PINTURA COLOCADA EN EL RETABLO DEL TEMPLO DE SANTO DOMINGO




Querida Mariana: Este cuadro de San Pedro Mártir está en el templo de Santo Domingo, en Comitán. Arnulfo dice que este santo fue el primer protomártir de los dominicos. ¡Ah, entiendo entonces! Digo que entiendo por qué el cuadro (obra del maestro Javier Mandujano Solórzano) está en el interior del templo, en el retablo del altar mayor; pero no entiendo qué significa la palabra protomártir. Arnulfo, como si fuera el Espíritu Santo, me ilumina: “Ah, qué mudo sos, ¿cómo no lo vas a saber? ¿No decís pues que sos escritor? Protomártir significa: El primer mártir”. Y estoy a punto de preguntar por qué mataron a don Pedro, pero Arnulfo se me adelanta (como dijeran los textos árabes: “¡Que Allah bendiga a los adelantados!”). Me resuelve la duda, pero antes dice que don Pedro nació en Verona y por eso también se le conoce como Pedro de Verona, porque era costumbre que a los famosos les agregaban el nombre del pueblo donde nacían; es decir, Pancho Pitirijas, quien es un famoso comiteco, bien podría llamarse Pancho Piritijas de Comitán.
Lo venadearon, al pobre de San Pedro Mártir, ¡lo venadearon! Una mañana un tipo le dio un catorrazo en la cabeza (por eso, acá en el cuadro se ve una mancha de sangre en su mollera) y, luego, le asestó una puñalada. Aunque la fotografía es un poco oscura se logra ver el puñal por encima de su hombro derecho.
Arnulfo dice que el santo murió en defensa de la fe, de ahí su calidad de mártir. Me sorprende algo que mi amigo dice: “Pedro de Verona es destacado por su pureza virginal, tanto del cuerpo como de la mente”. A ver, a ver, ¿cómo está eso? Sí, insiste Arnulfo, San Pedro Mártir fue intocado por el espíritu maligno, jamás tuvo contacto carnal y jamás idea nefasta penetró en su cerebro. Pucha, como dijeran los árabes: “¡Qué Allah bendiga mil veces sus parcelas!”.
Pero, así tan calladito como se ve (con su dedo pareciera que ordena hacer silencio), fue perversón, porque, en aras de la defensa de su fe, fue inquisidor en Italia; es decir, fue uno de los compas que juzgó a los infieles, a través del Santo Oficio, que tanto horror causó al mundo. Si alguien tratara de sintetizar su vida, diría que: “Martirizó a sus semejantes y terminó sujeto de martirio.”. “Vida, nada me debes; vida, estamos en paz.”
Este cuadro lo mandó a pintar el padre Carlos, primo del artista. Y el marco se colocó en el retablo central, sin duda, porque un antiguo precepto ordenaba que los templos dominicos tuvieran una imagen de él, para incentivar su devoción. No se sabe que en Comitán haya gente devota de San Pedro de Verona, pero tal vez por ahí algún despistado le prende sus veladoras. Acá en Comitán abundan los devotos de San Caralampio, el santo más querido del pueblo.
Arnulfo dice que los elementos iconográficos que siempre lo acompañan son: la mancha de sangre en la frente, el puñal con el que fue asesinado, un libro, la aureola y un dedo sobre los labios. Dice que la aureola significa ¡virginidad! En plan de broma le digo que el ciento por ciento de mis amigas jovencitas no podría ostentar tal mérito. Arnulfo ignora mi comentario y concluye diciendo que el dedo sobre los labios se ha interpretado como una contradicción: ¿Cómo un predicador tan excelso sugiere hacer silencio?
Nada digo, porque ya me di cuenta que Arnulfo no celebra mis bromas, pero pienso que acá, en el templo de Comitán, San Pedro de Verona le dice al compa que está a su lado que se calle, que deje oír los chismes que doña Cata está contando antes que comience la misa de doce.
Arnulfo dice que, en la mayoría de cuadros pintados, San Pedro Mártir aparece con el libro abierto, en señal de la prédica del evangelio. En el cuadro que existe en el templo comiteco el libro está cerrado (también el jovencito de adelante tiene cerrado el libro). ¿Fue algún mensaje que quiso enviarnos el artista? ¿Nos quiso decir que en Comitán, al contrario de Verona, no tenemos la costumbre sana de ser grandes lectores? ¿Su dedo nos está indicando que los comitecos no debemos ser tan chismosos?

Posdata: El cuadro ya cumplió más de medio siglo. Es de buena factura. El maestro Güero era un artista académico. Es una pena que los fieles no se acerquen a ver esos cuadros que son parte del primer museo sacro que tuvimos en Comitán. Bueno, a veces uno quiere acercarse y el sacristán o la encargada del templo se molestan. Es una pena. Pero, bueno, tienen razón, porque existen muchas historias de robos en los templos del mundo, y ¡uno nunca sabe!

sábado, 18 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES PREGUNTAS




Querida Mariana: En esta carta anexo una fotografía. La foto muestra un torreón del templo de El Calvario. ¿Lo habías visto en alguna ocasión? ¿Ya viste que la celosía es la tradicional celosía comiteca que utiliza ladrillos y forma triángulos? Todos los demás lados utilizan otra celosía. El lado posterior de este torreón es el único que tiene esta celosía. ¿Por qué? Los otros extremos están hechos con columnillas. El sentido común indica que también este lado tenía esas columnillas, pero, en algún momento, por causa ignorada, se deterioraron y fueron cambiados por este material arquitectónico tan nuestro.
Estas celosías son un disfrute a la vista y un reconocimiento al diseño sobrio. A alguien, en algún momento, se le ocurrió hacer este diseño, diseño sencillo y agradable. ¿Recordás que en alguna ocasión hicimos este diseño en papel? Tomamos una tira de papel e hicimos dobleces y colocamos la tira sobre la superficie de la mesa, imitando la estructura que usan los albañiles. Y luego ¡apareció el prodigio! Vos tomaste la tira, uniste sus extremos y me enseñaste que formaba una estrella y dijiste que era una de las nueve estrellas, uno de los nueve guardianes de nuestro Balún-Canán.
Ayer caminé por esa calle y cuando vi el torreón con esta celosía pensé que fue hecho en memoria de Rosario Castellanos, nuestra escritora comiteca, autora de la novela “Balún-Canán”. ¿Por qué lo pensé? ¡Ah, pues muy fácil! Porque ella vivió, mientras vivió en Comitán, a media cuadra de este templo. Vos ya viste que, ahora, en dos fachadas de casas hay placas que señalan que ahí vivió Rosario, cuando fue niña. La primera casa es una que está casi al frente de la salida del Pasaje Morales. La segunda es una casa que está mero enfrente del módulo turístico, del edificio del palacio municipal.
Aparentemente -mirá bien lo que digo- la primera casa donde Rosario vivió fue la que está frente al módulo turístico y luego pasó a vivir a la que está frente al Pasaje. Y esto es así, por dos razones: la primera es que doña Lolita Albores, la cronista de Comitán, cuenta en una entrevista que le realizó Luis Armando Suárez Argüello, actual director de la Casa de la Cultura, que ella pasaba al frente de la casa y miraba a Rosario y a Minchito en el balcón. Minchito fue el hermano que falleció; y la segunda es que Armando Alfonzo, compañero de secundaria de Rosario, en su libro “Comitán 1940” expone un croquis de la casa donde vivió Rosario, croquis cuyas referencias de ubicación corresponden a la casa frente al pasaje. Armando Alfonzo explica que su dibujo tuvo como modelo un trabajo escolar que Rosario realizó.
Como ves, Rosario vivió “siempre” a media cuadra del templo de El Calvario. Este templo fue un referente auditivo supremo. ¿Imaginás cuántas veces escuchó el repique llamando a misa, o para el rosario, o, con ese tono lúgubre, con que se llama a muerto?
Entrecomillé el “siempre”, porque, en apariencia (mirá bien lo que digo: en apariencia) la familia de don César Castellanos habitó tres casas comitecas, mientras vivió en Comitán. El medio hermano de Rosario, Raúl, en una entrevista que le realizó la investigadora Andrea Reyes, corrobora que la primera casa fue la que está entre el parque y el templo, pero, además, sostiene que vivieron en tres casas. ¡Tres! Si esto es cierto (no tendría por qué no serlo), hace falta que los investigadores y cronistas nos den luces acerca de la otra casa.
El maestro Jorge Gordillo parece confirmar el dicho de Raúl cuando cuenta que su cuñado, Armando Alfonzo (quien, ya lo dije, fue compañero de Rosario, en la secundaria), le contó que la escritora vivió en la casa que fue propiedad de los papás de doña Lolita Albores. Y si recordamos que doña Lolita siempre contó que la familia de Rosario fue muy amiga de la familia de ella, pareciera que uno de los hilos de ese puente podría ser esa tercera casa. Raúl dice, en el libro de Andrea Reyes: “… mi padre nunca quiso comprar, tenía para comprar las tres, podía hacerlo, pero no, porque le caía mal ya el vecindario, dijo: mejor voy a rentar.”
¿Mirás qué interesante? En Comitán medio mundo sabe que el papá de Rosario tenía muy buena lana, era el clásico rico hacendado. Ahí están los nombres de las dos fincas de su propiedad: Chapatengo y El Rosario. ¿Por qué, entonces, él y su familia vivieron en casas rentadas? Bueno, parece que la declaración de Raúl da una explicación: “Le caía mal ya el vecindario”. Y si recordamos que el vecindario era la zona habitada por gente de su misma clase social, porque en el centro de Comitán estaban las residencias de los hacendados, de los apellidos ilustres, puede decirse que don César no vivía muy a gusto en el pueblo. La lógica indica que quien está a gusto en una ciudad y no tiene pensado cambiar de lugar aspira a poseer una casa; por el contrario, quien renta una casa pareciera que tiene en mente la posibilidad de ser un eterno nómada.
¿Por qué en la Ciudad de México, don César sí compró una casa de inmediato? ¿Le gustó ser uno más de ese maravilloso enorme conglomerado? ¿Ser uno más de los miles y miles de seres que pasan de manera casi inadvertida, en lugar de lo que era en Comitán: uno de los señorones reconocidos y venerados por todos? Una amiga mía, comiteca, se casó y se fue a vivir a la gran Ciudad de México, un día (dos o tres años después que se fue), por no sé qué asunto, le hablé por teléfono y en medio de la conversación salió el tema de la nostalgia por el pueblo dejado. No, me dijo, yo no extraño a Comitán, acá soy feliz. Dijo que amaba salir a la calle, ir temprano al mercado y saber que nadie la estaba “juzgando”, así me lo dijo. En nuestro pueblo, ella se sentía “juzgada”. En Comitán usamos el término juzgar como sinónimo de criticar, decimos: “El fulano de tal es muy juzgón”. Esto que pareciera un exceso es una realidad: En el pueblo nos erigimos como jueces y hacemos juicios acerca del comportamiento del otro. ¿Con qué calidad moral lo hacemos? ¿Qué nos da derecho a “juzgar” la conducta del prójimo?
No miento. En el título de esta carta dije que te haría preguntas, no para que me los contestés, sino solo como un mero juego de supuestos, porque la verdad verdadera, en el caso de Rosario, ya parece imposible de abarcarla. Las personas que convivieron con Rosario ya están desapareciendo físicamente. Hizo falta que más gente diera sus testimonios. La obra de Rosario ahí está para todos los análisis que los estudiosos quieran realizar, pero los detalles finos de su vida poco a poco van quedando ocultos detrás de esa niebla implacable que se llama olvido.
Lo que sí podemos casi asegurar es que el templo más cercano a Rosario, no sólo físicamente sino también afectiva y creativamente, fue el templo de El Calvario. En la novela “Balún Canán”, Rosario dice: “Nuestra casa pertenece a la parroquia del Calvario”. Uno entiende que esto es una simple referencia, pero si uno va un poco más allá advierte el sentido mágico: “Nuestra casa pertenece a la parroquia del Calvario”. En primer lugar se advierte ese sentido de posesión de la casa, a pesar de que es rentada, todo aquel que renta se “adueña” del espacio, por eso hay algunos abusivos que luego ya no quieren abandonarla y, como los “paracaidistas”, aducen derecho de permanencia y se erigen en propietarios; en segundo lugar llama la atención que la protagonista de la novela (recordemos que tiene tintes autobiográficos) dice que la casa pertenece a la parroquia, como si esta entidad religiosa determinara los límites. En esta desviación ligera, en apariencia intrascendente, hay un simbolismo. Ahora cualquiera define los límites de pertenencia a través de los barrios o colonias. Si uno revisa la credencial del INE advierte que la referencia es un código postal que depende de la nomenclatura oficial. Vos pertenecés al barrio Centro (pucha, qué bonita imagen) y yo al barrio de Guadalupe. Nadie, en estos tiempos, diría que la casa pertenece a la iglesia de Santo Domingo o a la iglesia de la Virgen de Guadalupe; y en tercer lugar, la lectura advierte que si la casa pertenece a la parroquia y, lo sabe medio mundo, nosotros somos las casas que habitamos, el personaje de la novela pertenece a El Calvario. Ningún otro templo marcó a Rosario como sí lo hizo el templo de El Calvario. Su vida pareciera que fue eso, estuvo signada desde el principio. ¿Rosario fue católica? ¿Iba a misa? Tal vez sí, en la misma novela, hay una referencia al interior del templo. Recordemos que su mamá, doña Adriana, era del barrio de San Sebastián y esto, perdón, casi casi indicaría que ella era una mujer asistente a misa diaria. ¿Don César asistía al templo?

Posdata: En la foto que te envío se ve que hay faldones del torreón que ya desaparecieron. Sin duda, lo que falta es la celosía de columnillas. ¿Por qué estos vacíos totales? ¿Por qué ya nunca se completó el espacio? Poca gente advierte este detalle, porque la mayoría observa el frente del templo. Siempre es así. Nuestras lecturas son de los espacios más visibles. En la vida se aplica no solo a las estructuras arquitectónicas, sino, también, a las lecturas que hacemos de nuestros semejantes. Yo diría que esta construcción es mero comiteca: en el espíritu (lo menos visible) existe una celosía de triángulos, formada con ladrillos hechos en Yalchivol. ¡Ah, qué bonita palabra! ¡Yalchivol! Casi tan bella como las palabras ¡Balún Canán!

viernes, 17 de febrero de 2017

DEFINICIÓN DE MENTADA




Tía Eduviges usaba el término de manera prestigiosa. Ella decía que doña Arminda era muy mentada. Doña Arminda era la declamadora principal del pueblo, participaba en todas las veladas literarias que se realizaban. Muchos elogiaban el trabajo de doña Arminda, otros decían que no era declamadora sino reclamadora, porque había instantes en que alzaba la voz como si fuese una placera.
Y digo que tía Eduviges empleaba el término de manera prestigiosa, porque, en este país (lo sabe todo mundo), el término “mentada” tiene un tono ofensivo. La mayoría de veces, dicho término, es empleado en tono despectivo.
La gente lanza mentadas, como si éstas fuesen piedras. La mentada (en México) se emplea para mentar la madre; es decir, si fuéramos un poco más decentes, la mentada la emplearíamos con toda la dignidad del mundo, porque la madre estaría colocada en el mismo pedestal en el que tía Eduviges colocaba a doña Arminda. Si doña Arminda era muy mentada, cualquier madre de cualquier político ratero podía enorgullecerse, de igual manera, de ser muy mentada.
Porque hay algunos diccionarios que explican que ser mentado significa que uno es famoso. Mientras más mentado ¡más célebre!
Pero, ya nos explicaron las feministas que nuestro lenguaje tiene una rotunda carga machista. Cuando un hombre es muy mentado pareciera que ya se está colocando sobre un pedestal. Podemos acá, como un mero ejercicio, hacer la prueba: Si mil ciudadanos mientan al presidente de la república, cualquier estudioso del fenómeno concluirá que dicho político es conocido. Mientras más mentado sea más relevante será su personaje. Al contrario, si esos mismos mil ciudadanos mientan a su madre, la mentada será un trato ofensivo e indigno para la señora.
Pero (ya se sabe) el lenguaje no es tan simple. Cualquier estudioso puede advertir que esta conjugación verbal tiene una cercanía muy simpática (casi peligrosa) con el verbo mentir. Los estudiosos de la lengua española se confundirían. Si Donald Trump, como un mero ejemplo, decidiera aprender español, su maestro podría, perfectamente, escribir en el pizarrón de la Casa Blanca la siguiente oración: “Cuando los mexicanos mientan usted lo notará en el semblante de ellos”. Y míster Donald no sabría decidir si el término “mientan” se refiere al verbo mentir o al verbo mentar. De esta manera, Trump puede malinterpretar el enardecimiento del rostro de México y creer que el país le está lanzando una mentada, cuando, simple y llanamente, le está mintiendo, o viceversa. Una soberana mentada puede interpretarla como una sencilla mentirilla. De acá, podemos, entonces, lanzar la pregunta que se desliza en este tobogán: Al pueblo de México ¿qué le afecta más: que le mientan, de mentar, o que le mientan, de mentir?
Yo crecí usando el término de tía Eduviges. Cuando aparecía una mentada yo, de manera inmediata, creía que la madre mencionada era tan o más famosa que doña Arminda que subía al escenario con paso majestuoso, siempre con una estola de armiño enredada al cuello. Cuando ella comenzaba a declamar la famosa poesía de Ramón López Velarde, con un movimiento estudiado, tomaba la estola con la mano izquierda y esperaba el momento exacto para hacer algo que yo miraba como un fino pase de torero. En mi espíritu resonaban las palabras maravillosas de López Velarde: “Yo que solo canté de la exquisita / partitura del íntimo decoro / alzo hoy la voz a mitad del foro…”, y a la hora que decía la palabra foro aventaba la estola, justo a mitad del foro.
Doña Arminda siempre fue muy mentada en Comitán. Bueno, no tanto como la mamá del presidente de la república.
Claro, como yo crecí con el concepto fino de tía Eduviges, me enorgullezco de que la mamá del presidente sea tan mentada.

jueves, 16 de febrero de 2017

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como una orilla sin río, y mujeres que son como el origen del universo.
La mujer origen del universo es un prodigio, porque en su vientre y en su espíritu se inicia la vida cada día. Es una mujer que confunde al neófito, porque hay un instante en que pareciera un ser de sombra y de silencio, tal como estaba el universo antes del Big Bang. Por eso, puede confundirse con esas mujeres que son bipolares y que, en un instante están como guacamayas trepadas en algún árbol de cedro, y al siguiente instante son como un chango que, desde lo alto de una palmera, avienta cocos a medio mundo que camina desentendido.
¿Qué hace la diferencia entre una mujer ambigua y una origen del universo? ¡El hilo de luz que lleva siempre amarrada en sus pechos y en sus caderas! Cuando un hombre se topa con una mujer origen del universo está en presencia del instante en que la luz se hizo. Porque, ya todo mundo entendió, esta mujer no emana la luz que siempre acompaña a las demás. Porque las otras, perdón, despiden luces como de bengala, o como de cohete, o como de veladora, o como de foco de 60 watts, o como foco ahorrador (que tarda segundos en calentarse y dar su luminiscencia total). Las otras, perdón, son como irregulares luciérnagas, como antorchas que pueden apagarse en medio de la lluvia o ante el embate de un huracán. La luz de la mujer origen del universo (es comprensible, para cualquier profano) está por encima de todas las leyes de la física, porque la luminosidad universal, en término estricto, tiene su origen en el terreno de lo sobrenatural, casi de lo divino.
¿Cómo explicar, de manera llana, esa luz que no se agota, esa luz que es infinita y que va más allá del tiempo de los humanos, del tiempo de las demás mujeres? La mujer origen del universo (ya lo advirtieron los lectores, sobre todo, los varones) es una mujer que es inagotable, que es una lámpara que seduce e ilumina a sus amantes en forma ilimitada. Con ella, la oscuridad no existe (salvo en esos instantes que ya se comentó), con ella, todo es como un paseo en una plaza plena de soles y de lunas. La vida al lado de una mujer de este tipo es una eterna fiesta, donde el juego del tiro al blanco consiste en disparar a figuras de latón que representan el hartazgo y la podredumbre. Quien vive al lado de una mujer universo está presenciando constantemente el prodigio del inicio y (todo mundo lo sabe) no hay cosa más exquisita en la vida que la primera sonrisa del hijo, que la primera vez que un amado siente la caricia de la mano experta de una muchacha bonita; no hay cosa más privilegiada que las primeras gotas que caen sobre el terreno lleno de grietas; no hay elemento más seductor que la danza que realiza una muchacha bonita después que sube al cuerpo de su hombre; no hay emoción más excitante que la mano que toca un pecho femenino como si fuera un pie entrando al agua.
La mujer origen del universo también puede llamarse mujer por los siglos de los siglos. Está signada que su nombre permanecerá por siempre y sus obras serán recordadas por los hijos de los hijos de los hijos.
Igual que el universo su gracia está en constante expansión y cuando, al paso de los siglos, llegue al límite y comience a contraerse, sólo será para que, como en reverse motion, el mundo recuerde la luz de su gloria infinita.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un lápiz sin punta y mujeres que siempre echan punta.

miércoles, 15 de febrero de 2017

COMPORTAMIENTOS ENAJENADOS





Comparto mi CCC (Código de Comportamiento Cabrón). En los últimos tiempos, mis acciones se sustentan en dichos preceptos, preceptos que van contra lo que sería mi deseo, pero que, en vista de la realidad circundante, me obliga a actuar como un soberano egoísta y como un estúpido irredento.
El primer precepto indica: “Si conduces un auto ¡no des paso al peatón!”. Y no lo hago ya más (hubo un tiempo en que lo hice) porque puedo ocasionar una tragedia y no quiero cargar una culpa por el resto de mi vida. Explico: Antes, al ver a un peatón en la esquina, deseoso de pasar a la acera contraria, detenía el auto y, con una sonrisa de mojol, movía mi mano, por encima del volante, de derecha a izquierda, como en pase de torero, para indicarle a la persona que había detenido el auto a fin de que él caminara con tranquilidad. ¡Ya no lo hago! No lo hago desde una mañana en que detuve el auto, sonreí e hice el pase de torero a fin de que la señora cruzara de uno a otro lado. La señora también sonrió y agradeció el gesto amable, bajó un pie, luego el otro, y pasó por enfrente del auto, instante en que vi, en el retrovisor, que un motociclista movía el volante hacia la izquierda a fin de rebasar mi auto. Casi vi el momento en que ambas trayectorias se cruzarían: el motociclista atropellaría con brutalidad a la señora que caminaba tranquilamente. Por fortuna, el motociclista se dio cuenta, en último instante, de que la señora cruzaba y frenó, causando un ruido ensordecedor a la hora del derrapón. Yo sudé frío, la señora también, y el motociclista, que quedó tirado al borde de la banqueta, ¡igual! ¿Qué necesidad? Desde entonces decidí no volver a ceder el paso a un peatón. Esa mañana pudo ocurrir una tragedia y yo (soy muy dado a cargar con culpas ajenas) me habría sentido culpable. ¿Cómo vivir con una carga semejante? Ahora prefiero que los peatones piensen que soy un desgraciado y nada digo cuando veo que sus labios se mueven en el clásico movimiento de mentar la madre.
El segundo precepto indica: “Si eres peatón ¡ignora la indicación del automovilista al cederte el paso!”. Una tarde estaba en una banqueta del parque central, iba a cruzar para ir a la farmacia Del Ahorro, a poner una recarga al celular. Un amigo venía en su auto y, al verme, muy amable, detuvo su auto y me cedió el paso. Con el antecedente de lo ocurrido con la señora, agradecí su gesto y me aseguré que detrás no viniera un motociclista o un ciclista. ¡No! Detrás venía un auto, que conducía una señora. Pensé que era imposible que ella intentara rebasar por la izquierda o derecha, porque el espacio no lo permite, así que bajé un pie, luego el otro y comencé a caminar. Lo que no pensé (¡qué tonto!) es que la mujer podía venir revisando su celular y respondiendo un WhatsApp (como venía haciéndolo) y se fue a incrustar contra la defensa del auto de mi amigo, golpe (más o menos enérgico) que provocó que el auto de mi amigo se hiciera para delante y yo pensara que él quería atropellarme pues su carro se impulsó hacia donde yo caminaba. Moví mi brazo izquierdo, casi casi como si fuera yo Supermán para detener el impulso. Mi amigo, con el rostro blanco, abrió la portezuela de su lado y bajó, primero, a encarar a la conductora (que también tenía la cara transparente), y, segundo, corrió para ver si yo estaba bien, deshaciéndose en disculpas y dejando en claro que él no había tenido la culpa.
Ah, yo que sé bien de culpas ajenas, de inmediato le hice saber que no había mayor problema; no había pasado del pequeño susto. Desde entonces, siempre que estoy a punto de cruzar de una a otra banqueta, me hago tacuatz. A veces (nunca falta el amigo o la persona decente) escucho que un auto se detiene y, de reojo veo que desea cederme el paso. Yo miro hacia abajo, a veces hago como que tengo sueltos los cordones de los zapatos y me acuclillo y hago como que los amarro, tardo eternidades a fin de que los detenidos continúen con su trayecto.
Cruzo cuando advierto que en la calle no transita vehículo alguno. Veo a ambos lados de la calle, aunque sea sólo de un sentido, porque nunca falta el ciclista que conduce en sentido contrario, sin ninguna precaución, porque así son sus modos incivilizados, de quienes, alguna amiga mía, llama bicicleteros.
Perdón, mi CCC es un código antisocial, un código perverso, pero lo llevo con precisión de cabo a rabo, a fin de no acabar con el rabo deshecho.

martes, 14 de febrero de 2017

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA, DONDE APARECE UN ÁRBOL A MITAD DE UNA CALLE





La presencia del árbol es insólita. Todos los demás elementos de la fotografía son comunes: una muchacha camina por la banqueta, cargando la bolsa del mandado; y dos personas, sentadas sobre un pretil, ven cómo pasa el tiempo sin prisa. Aunque Mariana dice que lo enigmático es lo que la muchacha lleva en la bolsa, y que el misterio está en lo que el par de personas hace. ¿Platican? ¿De qué platican? ¿Descansan? ¿De dónde venían? Mariana siempre ha insistido en que las historias maravillosas aparecen donde hay seres humanos. Ella dice que la presencia de este pedazo de árbol sobre la calle, si bien no es común, es algo intrascendente, ella dice que ese pedazo de tronco está ahí, porque los vecinos lo colocaron para evitar el paso de autos, ya que el barrio de San Sebastián celebraba al Niño Fundador y, se sabe, que en pueblos de países tercermundistas no se aplican protocolos profesionales. En nuestro Comitán, explicó Mariana, estos fueron los elementos que usaron los vecinos y las autoridades para desviar el tráfico.
Y esto fue lo que llamó mi atención: en Comitán (lugar prodigioso y surrealista) se utilizan pedazos de troncos y piedras como elementos restrictivos de vialidad.
Si algún automovilista no se detiene y daña la parte inferior de su auto, porque queda encima del tronco o de la piedra, ¿de quién es la culpa? ¡Del automovilista, por supuesto! Porque indica que es un tipo que ignora, de cabo a rabo, la tradición cultural de este pueblo mágico.
Imaginemos que hubiera un automovilista acostumbrado a las costumbres de primer mundo; imaginemos que, ante una desviación vial, espera encontrar letreros luminosos preventivos o restrictivos; imaginemos que conduce a mitad de la noche, que da vuelta y se topa con estos elementos; imaginemos que ya tuvo la experiencia de hallar bloqueos en las carreteras que lo condujeron a Comitán. Lo menos que puede pensar es que este pueblo es cuna de alguna organización social, cuyos integrantes, embozados, con palos y machetes, detienen el tráfico libre y exigen una cuota voluntaria de cien pesos para franquear el paso.
Y si escribo lo de cuota voluntaria es para que algún lector de primer mundo no vaya a creer que, como de hecho es, nuestra sociedad es una sociedad anárquica, muy lejana del estado de derecho.
Mariana insistió en que nuestro primitivismo no queda ahí, sino que ese pedazo de tronco tiene una explicación aberrante de su origen. Sucede que, como se aprecia, fue utilizada una motosierra para talar un hermoso árbol que estaba sembrado en la esquina. Después de tumbar el árbol, el talador, como si fuese un médico asesino, desmembró el árbol.
¿Con permiso de quién el talador derribó el árbol que daba sombra, proporcionaba oxígeno y era un sedante para la vista por el colorido de sus flores? Con permiso de nadie. Porque ya se dijo que en sociedades tercermundistas la ley que impera es la del abusivo y, ante tales comportamientos, la conciencia ecológica es un espíritu helado y frío.
Mariana dice que, sin duda, la muchacha no advierte este comportamiento erróneo, no lo advierte porque ella es comiteca y está acostumbrada a nuestros rituales y a nuestros modos de ser. Si alguien le preguntara, sin duda, ella diría que “Como es fiesta del niñito, no dejan pasar carros”, y agregaría que eso es bueno, porque la tradición es voz mayor y que, para celebrar en grande al pichito, las calles se llenas de tiendas armables, donde ofrecen nanches y jocotes curtidos o discos de la Trakalosa o películas de Eugenio Derbez. Las calles se tapan porque ahí colocan la rueda de caballitos, con tubos oxidados y figuras despintadas. Dirá que la tradición es importante para sostener la identidad de pueblo mágico.
Y Mariana lamentará el derribe del árbol y se apenará por el grado de educación vial al que nos hemos acostumbrado.
La foto muestra elementos muy sencillos: una pareja de hombre y mujer que descansan sentados en un pretil; una muchacha que camina con rumbo a su casa, después de hacer el mandado; un pedazo de tronco a mitad de la calle y dos piedras que impiden la libre circulación de vehículos. Como se ve son elementos comunes en pueblos tercermundistas.

lunes, 13 de febrero de 2017

UN APARECIDO




Nos gustaba que Espety llegara a cenar. Espety era un fantasma. Siempre había un asiento vacío, especial para él. Ese asiento había correspondido a Romeo, quien, hasta que sucedió la desgracia, venía a casa desde los Estados Unidos, para pasar con nosotros el año nuevo.
Nunca sabíamos con exactitud cuándo Espety se aparecería. Y acá el término de aparecer es el más adecuado, porque Espety, sin aviso, se aparecía de pronto. Sentíamos, antes de advertir su presencia, algo como una corriente de aire helado que removía las servilletas de papel sobre la mesa. Sabíamos entonces que Espety había llegado.
El abuelo fue el primero que notó la presencia del fantasma. En la noche del treinta y uno de diciembre de dos mil trece, cuando la abuela y mamá estaban en la cocina preparando la ensalada, la sopa fría de fideos y el pavo horneado; y papá y yo estábamos en la recámara colocándonos la corbata frente al espejo, el abuelo nos llamó con apuro, con gritos. Romy se bajó del sofá donde dormitaba y ladró con fuerza. La abuela y mamá asomaron su cabeza por el quicio de la puerta y preguntaron qué pasaba, mientras veían hacia todos lados buscando algún ratón trepado en la repisa. Papá y yo bajamos los peldaños de dos en dos y al entrar al comedor, el abuelo nos dijo que había un fantasma sentado en el lugar favorito de Romeo y que tenía hambre. La abuela, creyendo que era una broma pesada del abuelo, le dijo que era un tonto y, luego, en intento de continuar con la broma dijo que lamentaba mucho que él (el abuelo) se fuera a quedar con hambre, ya que la abuela le daría la mitad de su cena al fantasma. “Espety”, dijo el abuelo, dijo que se llamaba Espety y tomó una servilleta y se la dio a papá que ya había terminado de anudarse la corbata y se servía un poco de vino tinto. Papá tomó la servilleta y leyó: “Soy el fantasma Espety. Tengo hambre.”. La abuela se sentó de golpe y quedó impávida, como si, de verdad, hubiese visto un fantasma. Papá me mostró la servilleta y, en voz baja, acercándose a mí, me dijo: “Es la letra del abuelo”.
Esa noche papá siguió la broma. Con el cuchillo rebanó un trozo de pechuga y lo sirvió en el plato que estaba delante de la silla de Romeo, el ausente, y, abriendo las manos, le dijo a Espety que se sirviera con toda confianza.
Mamá también se burló de la idea del fantasma. Dijo que la broma se caía como un castillo de naipes ante la más leve corriente de aire, porque los fantasmas no comen (lo dijo riendo con desparpajo, propiciado por las dos copas de vino que había bebido). Papá asintió. Yo nada dije. Nada dije, porque vi que el trozo de pechuga que papá había servido ya no estaba en el plato. Pero, pensé que el abuelo había continuado con la broma y sin que nos diéramos cuenta había bajado el brazo y lo había tirado debajo de la mesa para que Romy lo comiera. Levanté el mantel y busqué por debajo de la mesa, pero nada había. Busqué a Romy y vi que estaba echado en el sofá, con la cabeza recargada en el descansabrazo, con los ojos cerrados. Tranquilo.
Cuando dieron las once con cincuenta minutos y papá repartió las uvas yo estuve pendiente del plato de Espety. Igual que en los otros platos, papá había puesto doce uvas en el del fantasma. Cuando todos tuvimos las uvas en la mano para engullirlas en el instante en que las campanadas se comenzaran a escuchar, volví la mirada hacia el plato del fantasma y lo vi vacío. No pude decir algo, sólo señalé el plato y todos, todos, abrimos los ojos como si en nuestra vista una ciudad se hundiera en el mar. “¡Dios mío!”, dijo la abuela, se santiguó, abrió las manos, las uvas, ¡sus uvas!, cayeron sobre la mesa y luego sobre el piso. Romy bajó del sofá y llegó a ladrar desaforadamente frente al asiento vacío. El abuelo, después del sobresalto, pronunció: “Se los dije. Espety tenía hambre.”, se puso de pie, abrazó a la abuela, y, atacado de la risa, mostró su mano: ahí estaban las doce uvas. La abuela quiso zafarse del abrazo, pero el abuelo comenzó a hacerle cosquillas. La abuela no resistió, también se puso a reír, y le dijo al abuelo: “Bobo, me vas a matar de un susto”. Pero yo supe que esas uvas eran las de él.
Esa noche, después que brindamos con las copas en alto y abrazamos a los demás deseando un feliz año, vimos a la abuela sentarse en su mecedora, tomar la novela que leía y, meciéndose, como si fuera un temblor apenas imperceptible, llamar a mamá y decirle: “Este año nadie extrañó a Romeo”. Mamá la abrazó y fue como si accionara un mecanismo que las hizo llorar muy quedo.
¡Era cierto! Nadie había extrañado a Romeo. Fue como si la presencia de Espety suplantara la ausencia. Papá se acercó al abuelo, quien en ese momento apagaba la televisión y prendía la radio, y le preguntó cómo había hallado la servilleta con el mensaje. El abuelo se sentó en el sofá, llevó sus manos detrás de su nuca, exhaló y dijo: “¡No hay como la marimba!”, cerró los ojos y escuchó la canción en marimba que sonaba en la radio. Papá me vio, levantó los hombros y me dijo: “Tiene razón el abuelo”, se recompuso y fue a jalar a mamá para bailar a mitad de la sala. La abuela comenzó a palmear. Sonreía. ¡Nadie había extrañado a Romeo!
Nos gustaba que Espety llegara a cenar. Estábamos ya en la sobremesa cuando sentíamos una ligera corriente de aire que levantaba tantito las servilletas de la mesa. Las puertas y ventanas estaban cerradas. Todo mundo sabía que Espety había llegado. Mamá se paraba, servía chocolate caliente en una taza y, sobre un plato, ponía dos pastelitos de manjar de piña, hechos por la abuela. La plática continuaba. A veces nos parábamos de la mesa y los pastelitos y el chocolate quedaban intocados. Abuela decía que Espety estaba destragado, sonreíamos. Pero, invariablemente, a la mañana siguiente, descubríamos que nuestro fantasma nada había dejado. No quedaba ni una sola miga de los pastelillos. Abuela decía que a Espety le encantaba lo que preparaba. Sonreía. Levantaba el plato y la taza vacíos, los lavaba y los guardaba en una servilleta. Eran los trastes de Romeo que, ahora, por decisión de la abuela, Espety había heredado.
Las últimas noches de dos mil catorce y dos mil quince Espety estuvo con nosotros. El abuelo le sirvió sus doce uvas y se sentó frente a la silla vacía y platicó en voz alta, contó cómo era el patio de la escuela federal, donde había estudiado de niño. La abuela, después de los abrazos, se acercó a la silla vacía y, como si fuese un caballero, extendió la mano y lo invitó a bailar. Todos nos sentamos y vimos cómo la abuela bailaba, como en sus mejores tiempos. Tenía los brazos levantados y abiertos, como si, realmente, abrazara a alguien.
A la hora que subimos a las recámaras oí que papá decía que los abuelos eran geniales. Mamá, mientras apagaba la veladora eléctrica frente a la fotografía de Romeo, dijo que sí, que eran geniales y luego, como si una brizna de luz llegara a su mente, preguntó: “¿Pensás que Espety es el espíritu de Romeo?”. Papá, de inmediato, dijo que no, que Espety no era un espíritu, era ¡un fantasma! Y, como no tenía idea exacta de lo que decía, precisó: “Los espíritus no son fantasmas”. Mamá me vio, pero yo dije buenas noches y entré a mi cuarto. Cerré la puerta y pensé lo mismo que papá: Espety no era el espíritu de Romeo, pero sí era un fantasma afectuoso que había suplantado el recuerdo ingrato del ausente, porque, en la cena de fin de año de dos mil doce todo mundo había estado triste y todo mundo vio cómo la silla de Romeo permanecía desocupada.
Una tarde le pregunté a papá por qué abuela había aceptado que Espety se sentara en la silla que correspondía a Romeo. Papá, sin pensarlo mucho, dijo que como la silla seguía sin ocuparse no había visto mayor problema o, se rascó la cabeza, tal vez pensó lo mismo que tu mamá, que Espety era el espíritu de Romeo que había llegado a acompañarnos. Por eso, hasta lo sacaba a bailar.
El treinta y uno de diciembre de dos mil dieciséis ¡Espety ya no llegó! ¿Espety se había enterado de la llegada de Irma y de Jimmy? Sin duda, los fantasmas saben todo.
El treinta de diciembre tuvimos una grata experiencia en casa: Irma y Jimmy llegaron de los Estados Unidos. Llegaron para quedarse. Dijeron que la situación estaba muy complicada en aquel país y habían vuelto para quedarse a vivir con nosotros. Abuela preparó el cuarto que había sido el cuarto de Romeo, antes de que se fuera a Estados Unidos, y ayudó a Irma a desempacar, mientras el abuelo llevó a Jimmy a comprar panes compuestos para la cena. Mamá preparó la mesa y papá arregló la cama de Romeo. Serviría para que durmieran Irma y Jimmy. La cama estaba un poco tembleque. Papá la reforzó con dos pedazos de madera de cedro. Hizo que yo me acostara con él, para probar la resistencia; hizo que saltáramos como si estuviéramos en un brincolín. Cuando papá comprobó que había hecho un buen trabajo, colocó sus manos detrás de la nuca y miró el techo del cuarto. Yo hice lo mismo. Quedamos en silencio un rato. Entonces hizo la apuesta: “¿Cuánto a que Espety no viene a cenar mañana?”. Yo me senté en la cama, vi a papá y dije: “¿Cuánto a que no?”. Nos paramos y salimos.
La noche del treinta y uno, papá puso discos de marimba, sacó a bailar a Irma. Jimmy bailó con la abuela y con mamá. El lugar de Romeo fue ocupado por Jimmy. Lo había hecho desde la noche anterior, a la hora que comimos los panes compuestos. Papá colocó otra silla, al lado de la abuela, para que Irma se sentara. Comimos las uvas, nos abrazamos y tomamos una copa de champaña. A la una, más o menos, nos dimos las buenas noches. Al subir a mi recámara oí que mamá, abrazada a papá, decía: “Extrañé a Espety”. Papá nada dijo. Sabía que habíamos ganado la apuesta: Espety no había llegado a cenar y casi casi estaba seguro que no volvería a presentarse en los años subsecuentes.
Yo puse mi mano sobre el pomo de la puerta y miré hacia donde estaba la foto de Romeo. Ya nadie lo había extrañado. Pensé que el abuelo era, en realidad, un genio. Su invención del fantasma Espety había logrado el prodigio de que las cenas del último día del año fueran menos dramáticas, que fueran casi apacibles, agradables. Y ahora, con la presencia de Irma y de Jimmy todo había sido más luminoso.
Abrí la puerta del cuarto y sentí una corriente de aire helado. ¿Era Espety? ¿Siempre sí había llegado? Bajé corriendo y puse dos pastelillos en un plato. El plato lo coloqué en el marco de la ventana, como si dejara leche a un gatito.
A la mañana siguiente, me levanté a las seis y, en pijama, descalzo, bajé a ver el plato. Hallé a Jimmy, quien volvió la mirada al escuchar mis pasos. Tenía la boca llena, estaba comiendo los pastelitos. Se puso colorado, como si lo hubiese atrapado haciendo una travesura. Dijo que la abuela se los había regalado y luego, con una mirada azul, dijo: “Ella sabe que a mí me gustan mucho sus pastelitos de piña”. Yo quedé impávido. Jimmy nació en Estados Unidos y jamás había venido a casa. Caminé a la mesa, tomé una servilleta y, acercándome, se la acerqué a Jimmy. Le pregunté: “¿Vos conocés a Espety?” y Jimmy, como si siguiera un juego, dijo: “Es un nombre bien bonito”. Y luego me preguntó: “¿Así se llama el perrito?”. No, le dije, el perrito se llama Romy y le expliqué que lo bautizamos así en recuerdo de Romeo. “Ah -dijo él-, mi papacito”. Sí, dije yo. Y él agregó, con la boca llena: “Yo también quiero un perrito, le pondré por nombre Espety, en honor del fantasmita”. ¿Alguien le había dicho que Espety era un fantasma?

sábado, 11 de febrero de 2017

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA LA HISTORIA DE UNA FLOR CON PISTILO ILUMINADO





Querida Mariana: La maestra Carmelita nos daba la clase de biología. Eso fue en la secundaria. En la prepa nos tocó el doctor Macal, que siempre iniciaba sus cursos con el siguiente dictado: “Bios, vida; Logos, tratado”.
Caralampio, quien es muy puntilloso, reclamaba por qué el doctor nunca nos dijo que eran raíces griegas. Alfonso preguntaba si Caralampio exigía el agregado para establecer la diferencia entre palabras del español que provienen de raíces latinas. ¡No! Caralampio decía que el origen no era tan importante como sí lo era precisar que la palabra provenía de ¡raíces! ¿Cómo -preguntaba Caralampio, un tanto alterado- el maestro de ¡biología! no hablaba de las raíces? Caralampio siempre vio a la biología como el gran árbol de la vida; Esther decía que era una definición poética.
Esther, que era una muchacha muy perseguida, porque tenía un cuerpo delgado, pero muy bien repartido, era dada a escribir. Usaba lentes y tenía un cabello que le llegaba a la cintura. Cuando corría era seductor ver cómo su cabello se convertía en una cascada que iba de un lado a otro, como péndulo, sin perder la unidad.
¿Qué escribía Esther? Ella decía que escribía pensamientos. Era muy celosa de sus textos y a nadie los mostraba. A Caralampio le causaba risa que ella dijera que escribía pensamientos. Decía que era tonto que alguien escribiera eso, porque todo mundo, al escribir, ¿qué hace sino escribir lo que su pensamiento dicta?
¿Por qué Esther decía que escribía pensamientos? Porque es costumbre decir que cuando alguien redacta un texto breve escribe un pensamiento. Esther era escritora de pensamientos; es decir, nunca redactó un texto mayor que pudiera incluirse en alguna relación de géneros literarios.
Cuando Esther decía que escribía pensamientos lo decía como si tales escritos no tuvieran alguna importancia, como si su labor fuera esparcir semillas sobre una franja de cemento.
Caralampio, cuando íbamos a Nevelandia, a tomar un helado, le preguntaba a Esther en qué se inspiraba para escribir sus pensamientos. Él lo hacía para molestarla, porque, sin fallar, ella se ponía colorada, como si fuera una de esas flores que se llaman bastón de emperador. Se sonrojaba y, en acto reflejo, bajaba sus manos y las metía en medio de sus muslos, como si éstos fueran una cartera. Y nosotros sabíamos por qué se ponía nerviosa, porque sus pensamientos estaban inspirados en lo que Caralampio llamaba El gran árbol de la vida. Todos sus pensamientos (cuando menos los que logramos ver) tenían flores y frutos incluidos en sus líneas.
Y esto lo supimos porque una tarde, cuando jugábamos billar, Caralampio llegó y nos dijo que tenía una libreta de Esther. Ella lo había dejado olvidado en una banca del parque y Caralampio, como si fuese un vulgar delincuente, tomó la libreta y se la guardó en la espalda, debajo de la chamarra. Miguel y yo dejamos los tacos de madera sobre la mesa de carambola y nos sentamos a los lados de Caralampio para ver los escritos. En la primera hoja, como era presumible, hallamos un corazón, pintado en rojo, atravesado por una flecha, justo a la mitad. En la mitad superior estaba dibujada una C y en la mitad inferior una E. Miguel y yo le picamos la panza a Caralampio y le dijimos que esa C era la inicial de su nombre. Sí, le dijimos, Esther está enamorada de vos. Así que, dedujimos, los pensamientos de Esther tenían a él como destinatario.
Comenzamos a leer. Recuerdo que nos hamaqueábamos de la risa, que molestábamos a Caralampio por las cursilerías que, suponíamos, estaban dedicadas a él. La libreta era nueva, porque sólo tenía escritos cinco pensamientos. Todo el resto de la libreta estaba limpio. En la última página había una anotación con lápiz que parecía algo como un recordatorio: “Vi a C en S”. Caralampio jugó con él mismo, dijo que era: “Vi a Caralampio en Sabroso”, como si el sustantivo sabroso fuese un territorio, y pasó su lengua por el labio inferior, de uno a otro lado, como si fuese un toro lamiendo sal.
Muchos años después, en un café de la Ciudad de México, viendo la Alameda, a través del ventanal, Miguel y yo recordamos la libreta de Esther. Miguel dijo que Esther escribía aforismos, no simples pensamientos. Yo estuve de acuerdo. Miguel tomó un sorbo de café, dijo algo del cielo con smog y luego, muy serio, dijo que eran aforismos sublimes, casi místicos, así que, con toda seguridad, el motivo de su inspiración no era el tonto de Caralampio, sino la propia divinidad. Yo, viendo también los árboles de la Alameda, recordé el pensamiento (aforismo) que aprendí de memoria: “Quien prueba las frutas de su árbol, sacia la sed infinita”. Nada le dije a Miguel, pero reconocí (hasta entonces) que Esther no escribía aforismos místicos, sino, con toda probabilidad, aforismos eróticos. Aquella tarde del billar, Miguel y yo habíamos molestado a Caralampio diciéndole que ella quería probar sus frutas, sus jocotitos, sus colconabes. Y habíamos reído mucho. Habíamos estado equivocados. La C no era de Caralampio, la C correspondía, sin duda, a un nombre femenino. Y digo esto porque, igual, muchos años después, me topé con Esther en la presentación de un libro de cuentos en la sala Manuel M. Ponce, en el palacio de Bellas Artes, y al verme corrió a abrazarme. Cuando soltó el abrazo se volteó, llamó a una chica y me la presentó. Me la presentó diciendo: “Carmen, mi pareja”. No sé si esa Carmen correspondía a la C de nuestra adolescencia, quiero pensar que no, quiero pensar que era una feliz coincidencia, pero no dudé en pensar que la C de aquel tiempo no era de Caralampio sino que correspondía al nombre de una chica. Entendí por qué ella nunca tuvo novio; entendí el mensaje del aforismo, por eso no decía frutos sino frutas. Estas frutas no eran jocotitos ni colconabes. El árbol era femenino, siempre había sido femenino. Tal vez por eso, cuando Caralampio le preguntaba quién era el motivo de su inspiración, Esther se sonrojaba y, en automático, colocaba sus manos entre sus muslos.
Aquella tarde de la Alameda, Miguel dijo que habíamos convivido, casi sin saberlo, con dos escritores: Esther y Caralampio, porque la definición que éste daba a la biología era mil veces más bella que la del doctor Macal. Y Miguel, como si estuviese sobre el estrado del aula, preguntó: “¿Qué es Biología?”, e imitando la voz de un niño iluminado dijo: “El gran árbol de la vida”, y dijo que por ahí corría la savia del conocimiento y luego recordó las clases de la maestra Carmelita y cómo bromeábamos cuando ella nos enseñaba las partes de una flor: “Niños, las florecitas tienen pistilos.”, y luego preguntaba: “¿Qué tienen las florecitas?”, y nosotros, como si fuéramos integrantes del coro de niños, de Viena, casi cantábamos: “Pistilos”. Y así seguía la maestra recitando las partes de una flor: pétalo, sépalo (acá todo mundo se mataba de la risa. Bromeábamos y decíamos, imitando la voz de la maestra: “Niño, sépalo de una vez, las florecitas tienen sépalo”. A veces separábamos la palabra y albureábamos: Sé palo.). Pero donde más disfrutábamos la descripción de la maestra era cuando llegaba a nombrar la parte que une la flor con el tallo: “Niños, las florecitas tienen pedúnculos” y preguntaba: “¿Qué tienen las florecitas?”. Malcriados como éramos, dividíamos la palabra en dos. La primera parte la pronunciábamos en voz baja, bajísima, y la segunda parte la gritábamos: “Pedún - ¡culos!”. El salón se llenaba de reverberaciones y sólo se escuchaba la segunda parte: “¡Culos, culos, culos!”. Reíamos. La maestra Carmelita hacía como que no escuchaba y continuaba con la siguiente parte de la flor. Y cuando terminaba la clase seguíamos bromeando y decíamos que Esther se había echado un pedún y ¿de dónde había salido ese pedún?, ¡de su culo!
Lo que diré parecerá un absurdo, pero ese relajo obsceno nos permitía aprender. Cuando teníamos examen de biología con la maestra Carmelita, todos, ¡todos!, respondíamos correctamente la pregunta de cuáles eran las partes de una flor. Miraba a alguno de mis compañeros reírse a la hora de responder el examen, casi podía asegurar que estaba escribiendo pedúnculo o sépalo o pistilo.
Yo no tenía a la biología dentro de mis materias favoritas, pero disfrutaba mucho esas travesuras lingüísticas. Mis materias favoritas eran las materias que tenían que ver con la literatura y con el lenguaje, y las materias que estaban relacionadas con las artes plásticas.

Posdata: Miguel tuvo razón: convivimos con dos escritores en ciernes. Caralampio, actualmente es periodista, en la Ciudad de México, sus columnas están salpicadas de buen humor y de baldazos de inteligencia sutil; Esther radica en Barcelona, España, imparte talleres literarios para niños.
Miguel vive en una comunidad del estado de Michoacán. Estudió ingeniería en la UNAM, pero no ejerce su profesión, dirige una pequeña empresa que fabrica esos dulces riquísimos que se llaman Morelianas.
¿Yo? Bueno, yo soy tu amigo que te escribe cartas, acá en Comitán, Comitán de las flores. ¿Querés que juguemos a que te diga cuáles son las partes de tu flor?

viernes, 10 de febrero de 2017

DEFINICIÓN DE MAGA





Los lectores saben que no hay más maga que La maga, de Cortázar, de Rayuela; la maga de los puentes de París, la despistada mamá de Rocamadour; es decir, la maga es un prodigioso personaje sacado de la chistera del mago.
Pero, cualquier mortal lo sabe, hay más magas en el mundo. A través de los siglos, como los genios, algunas magas han brotado sin que se sepa bien cómo es el nacimiento. La maga (lo dice el más elemental diccionario) “realiza cosas extraordinarias, gracias a la ayuda de seres o fuerzas sobrenaturales”. ¿Cómo se establece ese puente? ¿Por qué? Lo importante en la definición es admitir que la maga está por encima de lo natural; por eso asombra, por eso es diferente y sobresale entre millones y millones de mujeres que son “naturalitas”, que no miran más allá de los pañales del hijo o de la computadora en la oficina.
Perdón, no puede haber magas en las oficinas de gobierno, simple y sencillamente porque en estos espacios la magia no se da (bueno, parece que los directores y secretarios sí saben realizar el conocido truco pedestre de desaparecer el dinero de las arcas públicas, pero de ahí en fuera no hay otro prodigio).
La maga verdadera no se conforma con hacer trucos de cartas o con sacar conejos de sombreros, ni con aparecer monedas de oro en las bolsas de los incautos. ¡No! La maga hace que sus amados, por ejemplo, sueñen ríos de deseo y siembren varas de incienso en el cuerpo de ella.
La magia, lo sabe medio mundo, sirve para que la vida terrenal realice un guiño a lo sobrenatural. Lo que está por encima de lo cotidiano, entra en el terreno de los dioses. El campo donde la maga crece es el Olimpo.
Se dice que la vida sería insoportable si no, de vez en vez, un prodigio de maga modificara la rutina. Ya se dijo que las magas se dan muy de siglo en siglo, pero se debe admitir que toda mujer, aún la más liviana, la más hoja seca de otoño, posee en su ADN la simiente del prodigio; es decir, toda mujer lleva, como hijo no nato, la posibilidad de lo sobrenatural.
A veces, no sé ustedes, veo en los ojos de mi mamá algo como una luz que no es terrenal, que nada tiene que ver con el brillo del sol o con el reflejo de un lago; es una luz casi sobrenatural, una luz que mora en distancias más allá de lo inmediato. Sé, entonces, que en ese momento, cuando mi mamá de ochenta y seis años de edad abraza a su hijo de cincuenta y nueve, algo accede al otro lado de la grieta elemental. Mi mamá, como si fuese una niña, brinca y corre por campos donde lo milagroso es lo cotidiano.
Las magas poseen el don de la intuición. Se sabe que la intuición no corresponde a las leyes de la aburrida física. ¡No! Ese elemento (no me pregunten cómo se da) tiene un hilo con vasos comunicantes, con lo que está más allá de lo cercano, de lo tangible, de lo mensurable.
Por eso, tal vez, la definición de maga debería incluir la palabra ala, porque la maga es una mujer que sueña, pero no lo hace con los pies en la tierra, ya que su mundo, como el mundo de Cristo, no es de este mundo.

jueves, 9 de febrero de 2017

LETREROS





Romeo dice que le gustaría llevar un letrero en su carro con la leyenda: “No soy yo, es el de atrás”. Con letra grande, bien visible.
Tiene razón. A veces, cuando uno queda en medio de dos autos y el automovilista de atrás se prende al claxon, el conductor que va delante (y que no avanza, por vaya usted a saber qué causa) cree que uno es el que toca y toca.
Un día, Romeo vio la siguiente escena: En la esquina estaba detenida una camioneta grande, con vidrios polarizados; detrás estaba un Volkswagen sedán y más atrás un taxista. Éste se desesperó porque el de la camioneta grande no avanzaba y se prendió al claxon, con tal insistencia que parecía chofer de ambulancia con urgencia. El conductor de la camioneta, en lugar de avanzar, abrió la puerta y se bajó a encarar al del vochito. El señor del vochito, con el miedo embarrado en su cara, sólo alcanzó a señalar, con su mano izquierda, al carro de atrás. El hombre (por fortuna) entendió que el de atrás era el escandaloso. El taxista, al ver el coraje del hombre de la camioneta grande, puso reversa y, como si estuviera en Le Mans, aceleró hasta quedar a mitad de la calle. El hombre se guardó su coraje, regresó a su camioneta, se subió y arrancó. El conductor del vochito avanzó tantito y se orilló a la banqueta de la derecha. Estaba pálido. Colocó ambas manos en el volante y apoyó su cabeza. Se quedó así por un tiempo larguísimo. Todos los que vieron la escena supieron que la historia pudo terminar en tragedia y si el hombre de la camioneta grande no hubiese actuado con prudencia pudo bajar a golpes al chofer del vochito que no tenía culpa.
Rocío, hermana de Romeo, dice que hay playeras que tienen letreros que van en ese sentido, pero faltan letreros para defenderse de los abusivos. Cuenta que su sobrino Armandito agradecería mucho un letrero en playera que dijera: “No acercarse, por favor, tengo lepra”. Y dice que esto sería porque su sobrino es uno de los niños más hermosos de la región y todo mundo femenino se acerca y lo besa. Aborrece, sobre todo, el beso de una maestra de la escuela primaria donde estudia, dice que la maestra se rasura y cuando le da el beso siente lo rasposo como si fuera un pedazo de lija.
Romeo dice que los letreros deberían ser en un tono muy decente, porque cuando alguien dice, por ejemplo: “¡Ay, qué gorda estás!”, siempre suena muy agresivo. Ante la ofensa se impone la decencia. “Gracias por admirarme, soy una de las modelos de Botero”. Ante este letrero, los malintencionados no tendrían otra alternativa más que tragarse sus comentarios abusivos, porque, quien está gorda, no necesita que alguien diga algo respecto a su físico. Lo mismo sucede con los delgados. Y esto es así, porque toda persona sabe que, igual que cualquier gente, los gordos, flacos, pelones y peludos tienen espejos en sus casas y se ven en ellos a diario.
¿Qué sucede con las bellas que a diario escuchan piropos estilo albañil? Rocío dice que ahí los letreros no funcionarían, porque muchos albañiles malcriados no saben leer, pero para quienes sí saben leer, Romeo dice que el letrero en la playera que funcionaría a las mil maravillas sería el siguiente: “Sí, soy la de rojo, pero no cojo”. ¿Y la decencia, dónde quedó? Ah, dice Romeo, según el sapo es la pedrada. Los piropos de albañiles son mil veces más ofensivos.
Los letreros (se advierte) representarían escudos ante eventualidades peligrosas (como la de los autos o como cuando alguien pide dinero prestado) o banales, como cuando alguien dice: “¿Es cierto que estuviste en los quince de Rubí?”.
Rocío sostiene que el letrero que hay en las tiendas evita muchos malos entendidos: “Hoy no se fía, mañana sí”. Dice que todo mundo debería llevar un letrero similar para evitar a los amigos que sólo nos buscan cuando necesitan dinero. ¿Cómo sería este letrero? Algo que, más o menos, dijera: “Yo también soy un damnificado del huracán gasolinazo” o “Vos, ¿me prestarías a tu hermana? ¿Sí? ¡Yo no!”.