miércoles, 30 de noviembre de 2016

MUERTA LA LIBRERÍA, ¡VIVA LA LIBRERÍA!





¡Ah, no! ¡A mí no me queden viendo! Yo sólo pregunto. ¿En dónde quedó la librería Óscar Bonifaz? Para quienes no son de Comitán comento que esta librería estaba ubicada, hasta hace poco tiempo, en el interior del Centro Cultural Rosario Castellanos. Algún director -o directora- decidió abrir una librería que honrara el nombre del escritor comiteco y ahí permaneció hasta que destinaron el espacio para abrir otra librería (una más grande y más coqueta): la librería Porrúa.
¡A mí no me queden viendo! Yo sólo digo que el otro día hallé que la librería Óscar Bonifaz ya no existe, cuando menos en el lugar que estaba.
En realidad, la librería que ostentaba el nombre del autor comiteco era un espacio triste. La oferta editorial era casi inexistente. Había una serie de estantes de madera que contenían una serie de libros viejos que no estaba en venta. Era como un acervo para consulta. Las portadas de estos libros estaban húmedas y torcidas, torcidas por la misma humedad.
Los libros que estaban en venta (Dios me perdone) eran libros de desecho. Si alguien dijera que eran libros obtenidos en saldo o que habían sacado de una bodega cancelada, no me costaría mucho trabajo creerle.
En realidad, la librería era más bien el comedor de algunos empleados del Centro Cultural. A las nueve de la mañana era el punto de reunión. Tres o cuatro empleados sacaban su desayuno del toper azul y lo colocaban en el centro del escritorio, como si estuvieran en un picnic. A mí me encantaba verlos desayunar ahí, al amparo de una fotografía del escritor cuyo nombre tenía la librería.
Yo sólo digo que la librería Óscar Bonifaz ya no está. Sólo digo que Comitán reafirma una vez más su proclividad a lo insólito, a lo maravilloso. Se cierra una librería para abrir otra. Habrá que reconocer que la catafixia, en esta ocasión, fue espléndida, porque de una librería-comedor triste se pasó a una librería con un catálogo muy amplio. Todo mundo reconoce ahora que la librería Óscar Bonifaz nada tenía qué hacer frente a la librería Porrúa. Esta librería es muy digna y la otra, ¡Dios mío!, daba pena ajena.
Comitán, entonces, salió ganando con el trueque. Lo único que sí se perdió fue el nombre de la librería. Imagino que cuando al director -o directora- del Centro Cultural se le ocurrió abrir la librería pensó en honrar a Óscar y tal vez, imagino, el día de la inauguración fue un día espléndido. La gente reconoció el gesto y el escritor debió estar muy chento y debió sonreír mucho y, sin duda, sacó las mejores anécdotas de su repertorio e hizo reír a todos los asistentes. Se debió cortar un listón, de color rojo, y existe la probabilidad de que se haya invitado a un brindis de honor acompañado con los antojitos comitecos tan exquisitos. Hubo vino blanco y charolas llenas de panes compuestos minúsculos.
Tal vez algunos amigos de Bonifaz dijeron que ese homenaje era más que merecido y los periodistas le pidieron al escritor que se parara al lado del letrero en madera que decía: “Librería Óscar Bonifaz”, y, al día siguiente, en la prensa apareció la nota que dio cuenta del acto cultural que, antes que el acervo en oferta, privilegió la presencia de las autoridades y de los socialité comitecos.
Fue, ese día de inauguración, un día especial. Al día siguiente todo Comitán olvidó la librería y sólo algunos turistas despistados pisaron su espacio y solicitaron algún libro especial (la librería era tan pobre, tan pishcul, que ni siquiera ofrecía obras de Rosario Castellanos). Así pues, con su cierre no se perdió mucho. Tal vez los empleados, que acostumbraban desayunar ahí el chorizo con huevo y los frijolitos refritos, extrañarán su espacio; tal vez las arañas extrañarán la placidez con que tejían sus redes en las esquinas de los estantes.
No se perdió mucho, salvo el reconocimiento que algún día un grupo de ciudadanos le hizo a Óscar Bonifaz. ¿Ya murió la librería Óscar Bonifaz? Así pues, alguno dirá: “Muerto el rey, ¡viva el rey!” (Muerta una librería muerta, ¡viva una librería viva!). ¿Y la cheyene, ‘apá?

martes, 29 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA: DONDE SE CUENTA CÓMO A VECES ESTOY A MITAD DE LA CALLE





Querida Mariana: hay personas que siempre están preparadas para el encuentro o para el reencuentro. Hay otros que siempre son tomados por sorpresa, como si caminaran tranquilamente y, de pronto, se abriera un hueco frente a ellos, un abismo.
El otro día, después de muchos años, me topé con Óscar Wong. No fue algo inesperado. Yo estaba en la librería Porrúa, del Centro Cultural Rosario Castellanos, para ser presentador de un libro del maestro Wong; es decir, sabía que él llegaría de uno a otro momento. Platicaba con Luis Armando. Yo le daba la espalda al espacio donde estaban ubicadas las sillas, espacio por donde Óscar llegó. Así que yo no me di cuenta de su llegada. Luis Armando lo vio y dio dos o tres pasos y lo saludó. Me volteé y lo vi. Nos abrazamos. Cuando nos separamos, él, Óscar, quedó con los brazos abiertos y luego, con su mano derecha (pequeña, regordeta, como pececito) hizo una serie de movimientos frente a mí, como si tomara pétalos del aire y los esparciera por toda la sala. Yo me quedé como si estuviera frente a un chamán y dejara que éste acomodara los chacras del universo. Óscar me seguía abrazando, sin el candado de los brazos y yo sentí su afecto. Era una forma simpática de bordar un reencuentro. Las personas que ya estaban sentadas en la sala presenciaron este ritual. Óscar rio, tal vez al ver mi cara de asombro, y dijo: “Te quito las arenillas” y siguió con su movimiento, ahora ya comprensible, donde un hombre deshoja el árbol del aire. Develado el misterio del ritual sonreí y dije que tal parecía que estaba quitándome la polilla y reímos.
Hay personas que están preparadas para los reencuentros, hay otros que nunca sabemos de qué lado da vueltas la rueda de la fortuna.
Yo sabía que Óscar estaría en la casa de la cultura, de Comitán, pero nunca me preparé para el reencuentro, porque mi lógica dictaba que nos encontraríamos, nos daríamos un abrazo y él preguntaría algo acerca de Comitán y yo algo acerca de sus hijos, a quienes conocí cuando eran jóvenes, por ejemplo. Por lo regular así son los reencuentros. Los que se encuentran preguntan algo para completar vacíos. Pero, ¿qué hace alguien cuando el otro, después del abrazo, comienza a hacer movimientos de mago? Más tarde, ya en la presentación de su libro, Wong dijo que sabía que era el primer acto de presentación que se efectuaba en la recién inaugurada librería y que auguraba que él le daría suerte al espacio (en realidad fue el segundo acto de presentación, porque una noche anterior ya había sucedido un acto similar). Estaba preparado, tal vez, para encontrarme con Óscar hombre, Óscar escritor, pero no para encontrarme con Óscar demiurgo. Esa noche, el poeta no sólo hizo hechizos con su palabra, sino (al menos conmigo) con sus manos. “Te quito las arenillas”, dijo y movió sus manos como si la arenilla fuera polvo de siglos, que estropeara un mueble, mi cajón de secretos. Por eso sólo alcancé a decir que me quitaba la polilla, para que, como contra conjuro, dejara intactas las arenillas que vuelan por mi cuarto. Pensé (¡qué bobo soy!) que sin Arenillas mi playa sería como un páramo, un pantalón despintado con cloro.
Nunca estoy preparado para encuentros o reencuentros, así como desencuentros. Cuando camino y me topo, en la banqueta paralela, con un conocido, levanto la mano y le deseo buen día, él hace lo mismo y sigo mi camino. Así pienso que es la vida. A veces, en la banqueta paralela camina un amigo que hace años no veo, entonces cruzo la calle, lo abrazo, le pregunto cómo está, qué ha hecho de su vida, él hace lo mismo y, dos minutos después, nos despedimos, regreso a la banqueta donde caminaba (porque ahí hacía sombra) y sigo mi camino. Así la llevo. Por eso digo que nunca estoy preparado para que alguien modifique el protocolo que dictaba Carreño. Pero, a veces, el cariño se desborda y alguna tía me dice Alejandrito y comienza a acariciar mi rostro, con sus manos temblorosas, como si todavía fuera el niño que ella abrazó hace muchos años. Me quedo parado, sin hacer más, sin decir algo. Así me quedé cuando el hechicero Wong comenzó a quitar arenillas de mi pecho, como si sus manos fueran un plumero y mi cuerpo un radio viejo lleno de polvo.
No todos los días se topa uno con un mago. Esa noche no estaba preparado para toparme con uno. Es decir, sí estaba preparado para toparme con un mago de la palabra, pero no con el hechicero que hace limpias de espíritu con sus manos. Su movimiento fue afectuoso, con el mismo afecto de hace muchos años en que en un encuentro de escritores, organizado por el maestro Luis Alaminos, director de Extensión Universitaria, de la UNACH, Óscar levantó la mano y me llamó: “Molinari, vente con nosotros.” y subí a la combi que nos trasladó al auditorio donde sería la lectura de los participantes en ese encuentro de escritores y fuimos platicando acerca del misterio de la literatura.
Ahora sólo me queda una certeza: los encuentros y reencuentros que siguen el protocolo que dicta la etiqueta social se olvidan pronto. Jamás olvidaré el encuentro con Óscar, el encuentro donde las manos del demiurgo lanzaron buenas vibras al espíritu del arenillero y al espacio de la librería recién inaugurada.

Posdata: Nunca sé qué hacer cuando vos y yo nos reencontramos y me abrazás sin abrazarme; cuando vos me abrazás con todos tus ojos, con todos tus labios, con todos tus deseos.

lunes, 28 de noviembre de 2016

MUCHOS PLANETAS





Me gustan los plurales. El singular siempre señala a uno. Yo tengo un pez, dice mi sobrina Pau. Jorge dice: Yo tengo peces. Cuando Jorge lo dice no se sabe cuántos peces tiene. Los plurales siempre son indeterminados, pueden ser varios o muchos. Me acerco a la pecera que tiene en su cuarto y veo que Jorge tiene muchos peces, suben y bajan por la pecera como si fuesen muchas hojas de árbol moviéndose al viento. Tengo un peso, dice el pobre. ¡Pobre! Tengo pesos dice el rico, y cuando lo dice uno sabe que pueden ser varios pesos o muchos pesos. Nunca se sabe.
Me gustan los plurales, por indeterminados, pero no los soporto. Yo tuve una abuela y un abuelo, papás de mi mamá. A mi abuelo y abuela paternos no los conocí. Uno murió cuando yo no era anteproyecto de vida y la otra murió cuando yo apenas recién había nacido. Me gustó la vida que me dio el destino. Mis abuelos fueron singulares, por maravillosos y por ser únicos. Tuve una abuela, que se llama Esperanza, y tuve un abuelo, que se llama Enrique. Desde entonces me acostumbré a amar lo singular. Me gustan los plurales, pero los veo de lejos. No sé qué hubiese hecho con dos abuelos y dos abuelas. ¿A quién elegir?
Pau ama a su pez. Jorge está repartido en cariños. Imagino que (la vida es así) muera el pez de Pau, ésta lo llorará mucho, mucho. Cuando se muere un pez en la pecera de Jorge, éste mete la red, saca el cadáver (bueno, bueno, el pescado) y lo tira en el basurero. Tal vez cuando muera el pez de Pau, mi sobrina lo entierre al lado de la buganvilia del patio. Lo llorará. El Principito, del libro de Saint-Exupéry, sólo tiene una rosa en el único planeta que le corresponde. Nosotros los terrícolas sólo contamos con la Tierra. Me resulta incomprensible (pero lo admiro) la obsesión de algunos mortales por poseer muchas casas. En Comitán tengo amigos que acumulan posesiones. No lo entiendo. Sólo habitan una. El pez de Pau es como la rosa de El Principito. El Principito protege con una campana de cristal a su rosa. Me gusta cuando alguien se apropia de algo, en singular. “Me gusta mi casa”. Me agrada más que cuando escucho que alguien dice: “Todas estas casas son mías”. El plural es indeterminado. Como dijera mi abuela: “No tiene llenadero”, porque quien acumula casas, sabe que mientras más casas tenga más poderoso será. Conozco amigos que son felices con “su” casa.
Igual que tuve un solo abuelo y una sola abuela, tuve un solo padre y una sola madre. Y digo esto, porque cuando mi papá murió (lo lloré mucho, lo sigo llorando, así son las ausencias de rotundas) tiempo después alguien deslizó la idea que fulano de tal no veía con malos ojos a mi mamá, pero ésta (no esperaba menos) hizo como que no oyó y siguió caminando con la dignidad que la caracteriza. Mi mamá pensó, sin duda, que ella, igual que yo, era una mujer singular y que sólo tendría un esposo en la vida. No sé qué hubiera hecho con dos padres o con dos madres.
Tengo un amigo que ahora vive con su tercera esposa. Parece que a este amigo le gusta lo plural. A mí me gustan los plurales. Me encanta saber que hay mil modos de ser, que hay mil ideas, que hay mil sueños, pero, como soy hijo único, me place saber que fui el más amado de mi padre y que soy el más amado de mi madre.
Una mañana, el destino me bendijo con dos peces. No dudé. Los coloqué en peceras diferentes.
Cuando veo fotografías del universo (de la parte que la ciencia nos entrega) veo que el universo es plural, tiene millones de millones de galaxias. Tales imágenes me seducen, me apabullan. Hago lo mismo que hice con mis peces, lo mismo que El Principito hizo con su rosa, los separo y los pongo adentro de peceras individuales. ¡Qué bonito entonces es el universo!
No sé qué hubiera hecho con dos padres o con dos madres. Una vez (yo tendría cinco o seis años) mis papás se disgustaron. Mi mamá decidió salir de la casa e ir a la Ciudad de México, donde vivían mis abuelos Enrique y Esperanza. Cuando mi papá vio las maletas en la puerta de la casa, me llamó y me pidió que me quedara con él. ¡Dios mío! ¿Sabían mis papás lo que estaban haciendo? Yo tenía que decidir. Si decidía quedarme con mi papá mi mamá se iría sola (pero si decidía quedarme, tal vez mi mamá ya no se iba, porque no me dejaría); si decidía irme con mi mamá mi papá se quedaría solo (pero si decidía irme, tal vez mi papá haría hasta lo imposible por retenerme). ¿Qué hacer? Con la vista en el piso enladrillado le dije a mi papá que iría con mi mamá. Ya no sé qué hizo mi papá para convencer a mi mamá para que no se fuera (para que no nos fuéramos). Mi mamá desarregló las maletas y nos quedamos en casa y yo tuve para siempre a mi papá y a mi mamá. Y fui la rosa de ellos y ellos me protegieron con una campana de cristal, para que el viento no me tirara los pétalos, para que los gusanos no comieran ni una sola de mis hojas.
Me gustan los plurales, por indeterminados, pero no los soporto.

sábado, 26 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA EL CUENTO DEL CUENTO





Querida Mariana: cuando era niño, los compañeros de la escuela, a la hora del recreo, se divertían diciendo una adivinanza: “Tenderete en un petate, levantarete el camisón, meterete un cuenterete, que te hará revolución. ¿Qué es?”. Cuando Romeo lo decía todos reíamos, las niñas se molestaban, porque los niños le hallábamos el doble sentido que está implícito, pero Juan, muy serio, daba la respuesta: “La lavativa”.
No sé si ahora los niños y jóvenes tienen el referente y saben qué es una lavativa. Antes lo usaban como un método de sanación. No era muy simpático porque se introducía líquido en el ano, a través de una manguera delgada; es decir, el cuenterete era la manguera que hacía “revolución” en los intestinos, para sanar el organismo. Desde entonces se sabía que un intestino limpio evitaba dolencias mayores. Nosotros, niños curiosos e ignorantes, le dábamos otra connotación al cuenterete.
Víctor y yo, cuando menos, teníamos una noción diferente, porque los domingos, él y yo nos sentábamos en una grada que había en el corredor de la casa y decíamos que leeríamos “cuenteretes”, lo decíamos con gran inocencia y sólo como juego, porque en ese entonces lo que hoy se conoce como cómics les llamábamos cuentos. Por esto digo que yo crecí leyendo cuentos, primero en las revistas de monitos y luego (ahora y siempre) cuentos literarios, de grandes autores. Y un día decidí (en buena hora) que también escribiría cuenteretes para lectorcetes. Esto puede sonar un poco mamoncete, pero lo digo porque el cuento, como género literario, no está lejos de la función que la lavativa hace. El cuento limpia los meandros de la mente, evita que sus arterias se obstruyan con los triglicéridos y se dé un colapso.
He vivido de cuenteretes y he leído muchos, muchos, en el transcurso de mi vida. He sido feliz, gracias a los cuentos.
En la librería Porrúa, de la Casa de la Cultura, se programó para ayer viernes la presentación del libro: “El cuento. Caracol luminoso del lenguaje. (Manual para la enseñanza-aprendizaje en los talleres de narrativa)”, de Óscar Wong, poeta, narrador y ensayista, Premio Chiapas 2015, en el área de artes. Recibí invitación para ser uno de los presentadores. Escribí un textillo a propósito. Acá te paso copia.
Buenas noches. Agradezco la invitación para estar de este lado de la mesa. Es un honor.
Doña Lili Pulido celebra hasta la fecha un haikú que, una noche de bohemia, Enrique García Cuéllar dijo: “Paso a pasito / subes al Himalaya / caracolito”. Hasta que recibí el libro del maestro Wong, que hoy presentamos, no volví a escuchar la palabra caracol, shuti, diríamos acá en Comitán.
Doña Lily celebró el haikú porque ahí están aliados, de manera genial, los términos humildad y grandeza. En el libro que hoy presentamos “El cuento. Caracol luminoso del lenguaje” están presentes ambos conceptos: está la erudición de un atento ensayista, practicante y estudioso de los entretelones de la creación del cuento, un poco como si dijéramos que nos habla desde el Himalaya de la creación, pero está dado, no desde la atalaya del sabio, sino del que, con humildad, reconoce que no se puede dar certezas sino apenas insinuaciones. ¿Quién puede pararse en una cima y decir: “¡Yo poseo la verdad verdadera acerca de la creación!?”. Nadie. Bueno, no falta, en el mundo, el pedante que sí eslabona discursos mesiánicos. No es el caso. Óscar nos ha legado su obra, como el caracolito: paso a pasito.
Óscar Wong es reconocido, en su oficio creativo, como ensayista, como poeta y como cuentista. Una mañana de hace muchos años, tantos que aún los carteros visitaban mi casa y tocaban el silbato para que yo supiera que me había llegado correspondencia, abrí la puerta y recibí un sobre amarillo con un envío especial que Óscar hizo: el libro “La edad de las mariposas”. Con este libro, el maestro Wong obtuvo el Premio Nacional de Cuento. Platico esto para confirmar que nuestro autor no sólo es un convencido y exitoso practicante del cuento sino, además, un atento estudioso de los abismos radiantes de la creación.
Debo decir que me da gusto que Óscar haya escrito este manual, porque, en tiempos donde las grandes editoriales privilegian la impresión de novelas, es necesario reafirmar la vitalidad del género, un género que, antaño, tuvo toda la atención de creadores y de lectores. ¿Cómo Óscar define al cuento? A través de un caleidoscopio Cortazariano dice que es un “Caracol luminoso del lenguaje” y esta definición es como la síntesis exacta de lo que han dicho los analistas, creadores y críticos del cuento. Este género literario, lo sabemos todos, requiere de un gran talento narrativo para “dar en el clavo”.
Celebro, con cohetes, marimba, juncia y un buen pitutazo de comiteco, la aparición de este libro. Es así porque he sido un ferviente lector de cuentos durante gran parte de mi vida. Confieso que en los últimos tiempos he caído en las redes de la mercadotecnia y me he vuelto un apasionado lector de novelas, pero no dejo mi amor inicial. En estos últimos días, como feliz coincidencia de lo que en esta noche se habla, he leído tres libros de cuentos. El libro que lleva por título el sugerente de: “Mágico, sombrío, impenetrable”, de la escritora norteamericana Joyce Carol Oates, el libro “Madres y perros”, de Fabio Morábito, un excelente escritor, que nació en Egipto, creció en Italia y radica, desde hace muchos años, en nuestro país, y el libro “Diferencias”, de Goran Petrovic, autor serbio. Por cierto, Goran, en un texto dice: “Quizás los cuentos son lo único que, desde la creación del mundo a la fecha, hemos logrado encontrar y redondear”. En este momento alguno de ustedes podrá pensar que ya me desvié del camino que nos convocó esta noche, pero, no, no lo he hecho, estoy caminando por la misma senda donde Wong nos convoca a caminar: por el camino del cuento. Digo que, junto con Wong, talentosos narradores insisten en decirnos que el cuento es importante para el movimiento expansivo del universo. Tal vez nuestra misión en el mundo, de autores y lectores, es continuar encontrando y redondeando cuentos.
Ya dije que me causa placer la aparición de este manual, porque, vuelve a colocar en primer plano, el plano que le corresponde, el interés por el cuento. Pero, además, porque, atrevido como soy, desde hace seis años coordino un taller donde, cada semana, practicantes del cuento llegan a hablar de este género y a compartir sus intentos literarios. Wong pensó, estoy seguro, en ambos conceptos, en decir al mundo que, contra lo que las grandes editoriales dictan, el género del cuento está más vivo que nunca, tanto en creadores que lo siguen practicando, como en lectores que lo siguen disfrutando, y que, con la experiencia personal, era necesario dar un legado a todos aquéllos que coordinan la labor. Mi maestro de cuento, Rafael Ramírez Heredia, el famosísimo Rayo Macoy, que ya vuela en otros cielos, decía que un escritor se hace “con taller, sin taller o a pesar del taller”, pero quienes hemos asistido a talleres literarios o coordinado algunos sabemos que el taller tiene un ingrediente esencial en el proceso de creación: fortalece la disciplina.
El libro que hoy presentamos no es más que fruto del talento y de la disciplina de Óscar Wong. Qué bueno que, por fin, Chiapas le hace justicia. Por ahí le cumplieron un anhelo que buscó con afán y en 2015, por fin, fue merecedor del Premio Chiapas, y ahora, Coneculta, publica sus libros. El Premio Chiapas fue para su corazón, para su ego y para su bolsillo (aunque a cada rato, los premiados se quejan que el gobierno no les cumple con el pago, ni en tiempo ni en forma, y las hojas que deberían destinar para la creación, en caso de los escritores, las emplean para quejarse del trato abusivo que reciben nuestros mejores intelectuales por parte de la clase política); pero lo segundo, es decir, la publicación de sus libros es más para nosotros. Es su legado. Los lectores sabemos que los autores nos heredan horas y horas de trabajo, de disciplina y de talento. Óscar, con este libro, nos da su legado a todos los practicantes, estudiosos y lectores gozosos del cuento.
La pregunta que me hice en cuanto tuve el libro en mis manos fue: ¿Es sólo para responsables de talleres o asistentes a talleres? Porque así pareciera indicarlo el subtítulo de Manual para la enseñanza-aprendizaje en los talleres de narrativa, pero no es así, este libro es como una brújula para espíritus adolescentes que no tienen gran experiencia en el género. Acá hay un mapa por donde caminar. Acá está el gusto del autor y, lo sabemos, siempre es bueno que alguien con experiencia sirva de guía. Este manual es un buen faro para identificar aquellos rasgos importantes en el proceso de creación. Acá están imbricados el Himalaya y el caracolito, metáfora sublime de la espiral como identidad de vida. Acá está la ventana que Wong ha abierto para que el mundo sepa que el cuento sigue, sigue, sigue, sigue, paso a pasito.
Que el aplauso sea para Óscar Wong.

Posdata: Nunca he dejado los cuenteretes. Ahora ya no me siento con Víctor en la grada del corredor de la casa. Víctor murió hace años. La casa que hoy habito no tiene corredores, es una casa pequeña, pero los libros siguen teniendo el mismo encantamiento de entonces, de siempre. Ayer escribí un cuento. ¿Querés que te muestre mi cuenterete?

viernes, 25 de noviembre de 2016

CULEBRAS DE VIENTO





Estábamos en el sitio de la casa de Carlos. Estábamos debajo del árbol de jocote. Fumábamos. No teníamos edad para hacerlo. Digo que no teníamos edad para fumar, para estar debajo del árbol sí. También teníamos edad para trepar al árbol. Teníamos 8 o 9 años de edad. Fumábamos. En un instante, a la hora que pasó una corriente de aire y levantó las hojas secas y nosotros nos tapamos los ojos, Raymundo dijo: “Una vez, en casa de mi mamá, pasó una culebra de viento”.
Estábamos los tres: Carlos, Raymundo y yo. Ya dije que estábamos en el sitio de la casa de Carlos. A veces ellos dos llegaban a mi casa (la casa que rentaban mis papás) y, de igual manera, jugábamos en el sitio de la casa. A la casa de Raymundo nunca íbamos, por la simple razón de que él no tenía casa. Su mamá era sirvienta en la casa de las Pérez. Nosotros sabíamos que ellos, Ray y su mamá, dormían en un cuartucho de madera y techo de lámina que estaba en un esquinero lejano del sitio. Las Pérez eran dos niñas odiosas que siempre las vestían igual, con vestidos y calcetas blancas y con moños en las colas del cabello. El papá de las Pérez era dueño de una finca muy grande donde, contaban los papás, tenía más de mil cabezas de ganado. Era, pues, un hombre rico. Las Pérez eran niñas ricas. El papá de Carlos y el mío no eran dueños de haciendas, pero, como alquilaban las casas donde vivíamos, nosotros decíamos que sí teníamos casa, a diferencia de Ray, que vivía de “arrimado” en la casa de las Pérez. Eso de arrimado lo decían todos los del grupo de clase.
Por eso, cuando Raymundo dijo que en su casa había aparecido una culebra de viento nosotros nos cubrimos las bocas para que no viera que la risa nos ganaba. Al otro día, Carlos revivió la anécdota y, como Ray no estaba, los dos nos reímos, ahora sí con toda libertad. Abrimos nuestras bocas y dejamos que la risa se esparciera por todo el campo y chocara contra las paredes y nos regresara como bumerang en forma de eco. Ray no tenía casa. Pobre. Su mamá era sirvienta en la casa de las Pérez, por eso siempre andaba con un mandil a cuadros, siempre húmedo. Cuando la encontrábamos en la calle ella nos saludaba de lejos, tenía un tic, a cada rato se limpiaba las manos sobre el mandil, por eso, cuando daba la mano en señal de saludo, siempre la tenía húmeda, mojada.
Yo tenía diez u once años de edad cuando abandonamos la casa que mis papás alquilaban y nos mudamos a la casa que habían mandado a construir en un terreno adquirido muchos años antes. Carlos también se mudó. No solamente se mudó de casa sino de ciudad. Un día nos dijo que habían comisionado a su papá a otra plaza: Coatzacoalcos. Nunca más volvimos a verlo. Quién sabe adónde vive ahora. El único que no cambió de casa fue Ray.
Aquella tarde, cuando el viento cesó y nosotros nos limpiamos la cara y volvimos a abrir los ojos, Ray dijo que la ocasión en que la culebra de viento pasó por “la casa de su mamá” había levantado el techo y las láminas habían volado como si fuesen gaviotas. Las láminas habían caído muy lejos. Lo bueno es que habían caído en terrenos despoblados, porque de lo contrario pudieron haber causado una desgracia; entonces, Ray nos dijo que su mamá le había contado que, en una ocasión, en el pueblo donde vivía de niña (una comunidad rural, cerca de Amatenango) la culebra de viento había arrancado los techos y una de las láminas había volado con tal fuerza que se impactó contra una niña que corría a esconderse. La niña corría a mitad de la calle, oyó que algo volaba detrás de ella, el ruido era como el de un trompo gigante que estuviera “privado” en sus vueltas. La niña dejó de correr, se paró y volteó. Apenas tuvo tiempo para levantar las manitas en intento de detener la lámina que, como hoja de sierra eléctrica, partió en dos su cuerpo.
Nosotros nada dijimos. Ray se paró, se limpió su pantalón, siempre remendado, y dijo que ya se había hecho tarde, que tenía que pasar a comprar panela en la tienda de doña Rome. Carlos y yo también nos paramos. Dije que también debía irme. A mitad del sitio, Ray levantó la mano y dijo: “Sí, ya me voy, a casa de mi mamá”. Oímos que remarcaba la última frase.
Ahora no sé dónde vive Carlos. Yo vendí la casa de mi papá y ahora vivo en una casa que es de don Francisco y que yo alquilo. ¿Ray? Ray vive aún en la casa de “su” mamá. Cuando murió el papá de las gemelas Pérez, éstas vendieron todas las propiedades heredadas y fueron a vivir a Londres. Ustedes no se preocupen, le dijeron a la mamá de Ray, pueden seguir viviendo acá. La mamá de Ray murió hace dos años, pero él sigue viviendo ahí. Ya no vive en el cuarto del fondo del sitio. Ocupa el cuarto que fue la recámara de las Pérez, desde el que, a través de un balcón, se ve el sitio de la casa.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA BANQUETA ES UN PALCO




La foto es sencilla. Es una tarde cualquiera. Los autos pasan con su ritmo de bachata o de reguetón, mientras dos amigos, sentados en la banqueta, platican. No hay más. El sol lo sabe, por eso pinta su raya y no inunda la calle, sólo se tira sobre los tejados de un barrio mítico: la Pilita Seca.
En este país y en otros de América Latina la acera se le llama banqueta, cuando el diccionario exigiría que se llamara banqueta a un banco pequeño, sin respaldo ni descansabrazos, un poco como los bancos que usaban los primeros banqueros en la Italia de fines de la Edad Media. La mayoría de hablantes usa banqueta como sinónimo de acera.
Acá en Comitán sólo quienes se creen hijos putativos del maestro Bernardo Villatoro dicen acera. Todo mundo habla de banquetas, todo mundo recomienda a las mujeres caminar con cuidado por las banquetas de laja, porque son muy resbalosas (las lajas).
Pero acá, como en muchos otros lugares de este país, el sustantivo banqueta lo hemos convertido en verbo y decimos que no hay cosa más agradable que “banquetear” en las tardes. Muchas palabras las convertimos en verbos, un verbo reciente es escanear: yo escaneo, tú escaneas. La palabra escáner la convertimos en verbo. De igual manera, hace tiempo, al sustantivo petate también lo volvimos verbo y lo aplicamos para la vida y para la muerte. Si fulano murió decimos que se petateó, pero, si fulana se acuesta con el compadre, decimos que la fulana petateó con su amante.
Así pues, en Comitán existe la sana costumbre de “banquetear”; es decir, sentarse en la banqueta para platicar con los amigos. Si hubiese que nombrar el barrio más banquetero de Comitán sería el barrio de la Pilita Seca.
En la esquina de mi casa hay dos señoras que banquetean los domingos, por la tarde. Salen de su casa (que está a la mitad de la calle), caminan a la esquina y ahí se sientan hasta que la noche llega. Si ellas vivieran en Tuxtla, por ejemplo, abrirían la puerta de su casa y sacarían sillas. En Comitán no se banquetea sacando sillas a la banqueta, acá, la gente es más sencilla, se sienta sobre la banqueta. Desde la banqueta, los banqueteros se dedican a ver cómo pasa la vida en forma de mujeres que saludan, de jóvenes que caminan tomados de la mano, de mujeres que llevan a sus mascotas, de niños que van abrazados o de jóvenes que, con la música a todo lo que da, manejan sus autos recién lavados. En la Pilita Seca se da el fenómeno social con gran elegancia. Como a las cuatro de la tarde alguien se sienta y revisa su celular; un minuto después llegan dos amigos (una muchacha bonita y un muchacho que viste pantalón de mezclilla). Poco a poco la banqueta se llena de amigos que platican y beben refrescos (cerveza, alguna vez). Las señoras que preparan los panes compuestos y las chalupas sacan sus mesas a la banqueta, prenden el foco y esperan que los antojadizos lleguen a comprar. La calle se llena de vida. Todo lo convoca ese hábito maravilloso de banquetear.
En esta fotografía se ve a dos amigos que banquetean, alejados de toda la prisa que parece pasar frente a ellos. Los automovilistas llevan prisa, su destino es otro. Ellos, los banqueteros, platican, toman un refresco. No hacen más. Ya trabajaron durante toda la mañana. Ya ganaron el derecho de banquetear y se sientan en el palco principal del mayor teatro del mundo. Todo sucede en la calle. Esto lo saben los banqueteros, por eso no se quedan encerrados en sus casas viendo televisión. Salen a la calle y ven el único canal que resume la vida de manera espléndida.
Nunca se ha sabido de un accidente en el que un auto pase a arrollar a los banqueteros. Todos los automovilistas saben que la Pilita Seca es territorio para banquetear, ello los obliga a moderar su velocidad y conducir con precaución. No existe el letrero de advertencia, pero éste diría: “Precaución: Comitecos banqueteando”.

martes, 22 de noviembre de 2016

A MITAD DEL BOSQUE





Digamos que nada sabemos de física. Estamos en el corredor de la casa, tomamos café, sentados en butacas. El cielo es un lienzo oscuro, como un telón de teatro. De pronto, en la lejanía, aparece un rayo en el cielo, una raya de luz que se abre por instantes y se difumina; luego escuchamos el trueno, un estruendo fastuoso que nos abraza como si fuese una sábana ruidosa. Luego, igual que el rayo, el trueno se diluye en el agua del aire. Son instantes en que la armonía del cielo se interrumpe. Un chisguetazo de luz y una palmada escandalosa. Y luego, de nuevo, la oscuridad. Seguimos tomando café, sentados. Del jardín suben aromas frescos, de jazmines. De la calle asoman ladridos y, de vez en vez, aullidos de alguna ambulancia.
Digamos que nada sabemos de física. Estamos en el bosque. Sentados al lado de un pino que prodiga una sombra agradable. De pronto, el cielo se oscurece, un hato de nubes se desparrama como ovejas en busca de resguardo. Gotas de lluvia se desgajan como frutos maduros, golpean las frondas, humedecen el pasto, convierten la tierra en lodo. Quienes estábamos sentados frente a un mantel que hacía las veces de mesa corremos a resguardarnos, buscamos un parapeto que nos cubra de la bofetada del agua. Nos protegemos debajo de las frondas de los árboles, pero, dos segundos después, alguien alerta: “Cuidado, con los rayos”. Sabemos que un rayo puede, como espada de Damocles, caer sobre nuestros cuerpos.
Digamos que nada sabemos de la vida. Estamos en casa, sentados frente al televisor. Los hijos juegan. Los dos niños están sobre el sofá. Juegan a que están en un cohete que se dirige a Marte. Los vemos, mientras tenemos un libro en las manos, mientras la radio toca una canción de Juan Gabriel. La abuela se acerca y se tapa los oídos con las manos, dice que hay mucho ruido. ¿Cómo es posible que soportemos el sonido de la televisión, el parloteo de los loros, el ladrido desaforado de Kurdo (que ladra como si un delincuente quisiera entrar a la casa) y la música que expulsa la radio? Los niños dicen que ya están a punto de “aterrizar”. La mamá les dice que no se dice así, se aterriza en la tierra, pero luego ya no sabe decirles cuál es el término correcto para decir que “bajarán” en Marte.
Digamos que nada sabemos de la vida y que no sabemos por qué la abuela no incluyó en su extensa relación de ruidos, el ruido de la nave interplanetaria donde viajan los nietos, porque si algún ruido supera al parloteo del loro, a la campana que avisa la cercanía del camión de la basura, el chancleteo irregular de los pies de la abuela y la voz delgada de Juan Gabriel es, precisamente, el estruendo de los motores de la nave en que viajan los niños que, con sus voces de hojas tiernas, se emocionan ante la visión del paisaje marciano.
Digamos que nada sabemos de la vida y no sabemos por qué nosotros tenemos la certeza de que no hay vida en Marte, cuando los niños que ahora bajan del sofá y ponen los pies sobre el planeta rojo comienzan a gritar que allá, detrás de aquel montículo, hay hombres y mujeres que, temerosos, se esconden. Es como si estos marcianos fueran aztecas y los nietos de la abuela fueran Hernán Cortés y la Malinche.
Digamos que nada sabemos de la vida en la tierra, nada sabemos de rayos, truenos, lluvias. Digamos que sólo sabemos que hay nubes que saben a algodones de París, que existen árboles para hacer nidos y que hay niños para subir a los columpios que colgamos en nuestros brazos abiertos, dispuestos al abrazo.

lunes, 21 de noviembre de 2016

CUANDO LOS INTERESES FUNDEN LAS LÁMPARAS VERSALLESCAS




Las lámparas versallescas siempre están cerca del cielo, siempre están por encima de nuestras cabezas. Son las encargados de iluminar los salones donde se realizan las grandes conmemoraciones. Pero, ¿para qué sirve una lámpara con las bujías fundidas? Para nada, bueno, sirve para acumular polvo y telarañas.
Por intereses malsanos, hay ocasiones en que las lámparas versallescas no iluminan. Como ejemplo están dos actos recientes, los dos están relacionados con el reconocimiento de hechos relevantes. Uno de estos actos es la entrega del Premio Nobel de Literatura, el otro es la entrega de la Medalla Belisario Domínguez.
Dichos reconocimientos fueron creados para afirmar la dignidad de ciertas personas. El Nobel reconoce a quienes, según el entendimiento de los integrantes del jurado, son los escritores que han creado una obra literaria relevante; y la Belisario Domínguez reconoce a las personas mexicanas que se han distinguido por realizar acciones en favor de la patria.
La medalla Belisario Domínguez desde años anteriores ha dejado de lado su vocación original y se usa para intereses aviesos de grupos particulares. El Nobel de Literatura perdió su vocación este año.
Se sabe que ahora la entrega de la medalla Belisario Domínguez queda en manos de grupos políticos. Cada año, un partido político tiene la decisión en sus manos. Un año es el PRI, otro el PAN y luego el PRD y así consecutivamente. Ya no es el Senado quien decide y sino un grupúsculo, esto habla de una fractura que deshonra la imagen de la institución política y denigra el objetivo puntual de la entrega de la medalla que lleva el nombre de un comiteco relevante.
Algo similar ocurrió este año con la entrega del Nobel. Jamás el grupo de notables encargado de designar al escritor merecedor de tal distinción había caído en terrenos que lo desviaron de su función esencial. Muchos admiradores de Bob Dylan (el elegido) han hablado bondades de las letras de sus canciones y no dudan en reconocerlo como un poeta de excepción. Sin duda que esto es cierto, de lo contrario los integrantes del Comité Sueco no lo hubiesen elegido, pero -y esto es lo grave- Bob es más intérprete que escritor. Los millones y millones de personas que admiran a Bob lo conocieron a través de un acetato, de un casete, de un disco compacto o de un dispositivo electrónico musical reciente. Su letra tiene el complemento de la música. Si Bob sólo “dijera” sus letras muchos de sus admiradores se sentirían frustrados. Este año, el grupo de notables se equivocó. No privilegió el libro sino el disco.
Desde siempre (pensar lo contrario sería ingenuo) la entrega de reconocimientos responde a una serie de intereses particulares, pero, por lo regular, dichos estímulos se realizan siguiendo el espíritu que creó el galardón, pero este año las dos instituciones ¡se volaron la barda! Es más sorprendente la decisión de la Academia Sueca, porque del Senado ya puede esperarse todo.
Muchos críticos han señalado que la entrega de la medalla contiene un agregado perverso. Cuando alguien pregunta cuáles fueron los méritos de Fidel Velázquez para recibir la presea se dice que fue el secretario perpetuo de la central obrera del partido oficial. ¡Ah, bueno, dice el curioso! ¿Cuál fue el mérito de Carlos Fuentes? Fue un importante escritor mexicano (que nació en Panamá). ¡Ah, bueno, dice el curioso! Cuando alguien (en el futuro) pregunte: ¿Cuál fue el mérito del ingeniero Gonzalo Rivas?, la gente dirá: “Fue un héroe que ofrendó su vida al cerrar las válvulas de una gasolinera en medio de un incendio provocado por estudiantes de Ayotzinapa”. Este último agregado es de una perversión tal que contradice el espíritu liberal que siempre animó las acciones de Belisario Domínguez. El héroe comiteco dijo: “Cumpla con su deber la representación nacional y la patria estará salvada”. La patria está a punto de la asfixia, porque la representación nacional no cumple con su deber. No cumple con el deber máximo de honrar a la patria ni con el mínimo deber de elegir a personas con virtud en grado eminente para recibir la medalla.
Bob ya comunicó que no acudirá a la ceremonia de premiación. Ahora la Academia Sueca informa que el cantante acudirá a Estocolmo a brindar un concierto en 2017 y ahí, dice la Academia, el artista “puede” dar su mensaje. Da pena ajena esta declaración. No obstante que Bob ignora a la Academia al no acudir porque tiene cosas más importantes qué hacer, la institución mendiga unas palabras de parte del divo.
Este año, la lámpara de la Academia Sueca tuvo las bujías fundidas, lo mismo ocurrió con el candelabro del Senado Mexicano. Nadie, qué pena, tuvo la capacidad de arrimar una escalera para limpiar esas luminarias, para eliminar el polvo, las telarañas y los focos. Todo está fundido, confundido.

sábado, 19 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE PESCAN LAS NUBES




Con un abrazo para la familia Aguilar Carboney,
por la ausencia física de doña Blanquita Carboney.

Querida Mariana: Vos ya no conociste a Jaime. Ahora digo que es una lástima que no lo hayás conocido. Te hubiera gustado conocerlo. Era un niño de cabellos ensortijados (colocho, diríamos en Comitán), ojos verdes y manos pequeñas. Sus manos no correspondían al tamaño de su cuerpo que, digamos, era normal. Sus manos eran la mitad del tamaño de las manos de sus amigos. Jaime nunca se sintió mal por ello, al contrario, eran su orgullo. ¿Sabés cuál era su gusto mayor? Ir a pescar al rancho de su tío Eugenio, que estaba en la Tierra Caliente. Esperaba con ansias que llegara el viernes, para salir corriendo de la escuela, llegar a su casa, comer rápido, casi parado, preparar su maleta y esperar que el tío llegara con su camioneta Ford, pintada de verde. Se sentaba sobre la maleta y cuando escuchaba el claxon salía corriendo y detrás de él su perro Spuki.
Jaime era un niño bello. Un día todo mundo se alarmó: Jaime se había ahogado en el mar. Nadie podía creerlo, todos decían que no era posible. Jaime era un gran nadador. Tal vez quienes lo decían no comprendían que hay una gran diferencia entre un río, así sea el más caudaloso del mundo, y el mar. El mar tiene secretos y misterios que no corresponden a los que son propios de los ríos. Parece una bobera, querida mía, pero un agua es dulce y la otra es salada. Jaime murió en agua salada.
La gente muere. Dicen los que saben que es la única certeza de la vida. El otro día murió doña Blanquita, quien, igual que el tío Eugenio, tuvo un rancho en Tierra Caliente. Su rancho (el rancho de su esposo, de su familia) se llamaba Tzipal. La tierra aún está ahí, tal vez sigue conservando ese nombre, ahora que ya pertenece a otra familia. Siempre me he preguntado si los ranchos cuando cambian de propietario pueden, a gusto del nuevo poseedor, cambiar de nombre o existe una restricción en el registro de la propiedad. Los pueblos son los que no deberían cambiar de nombre, pero éstos sí quedan al capricho de los poderosos. Un día, en mala hora, a un gobernante se le ocurrió que la villa de Zapaluta debería llamarse La Trinitaria y emitió un decreto que borró de un plumazo (de gallinazo) aquel mítico y eufónico nombre. A muchos pobladores les gustó el cambio, porque creyeron que ser trinitarenses les daba más caché que ser zapalutecos. El nombre de la trinitaria es un nombre común para poblados, organizaciones e iglesias en el mundo entero. El nombre de Zapaluta era único, ¡es único!
Por eso me gusta el nombre del rancho de doña Blanquita: Tzipal. Quique cuenta una anécdota graciosa del día de la venta del rancho. El precio de venta era de tantos miles de pesos sin chucho y de tantos miles de pesos con chucho. ¿Por qué era más caro con el chucho? Ah, porque el chucho avisaba cuando la tranca quedaba abierta. Quique lo cuenta con una gracia especial, porque los ladridos parecen ser palabras desaforadas o éstas ladridos de aviso. En fin, tendrías que escuchar la anécdota en voz de Quique para tener idea exacta de lo que digo: Tzipal tenía un chucho que hablaba.
El papá del güero Becerril bajaba a Tierra Caliente todas las madrugadas y pasaba a los ranchos de la región para levantar los contenedores de aluminio con la leche recién ordeñada. Doña Blanquita ya tenía dispuesta una mesa de madera, de color verde, en uno de los corredores de su casa y hasta ahí llegaban los compradores con sus ollitas. No te he dicho que doña Blanquita es la mamá de mi compadre Javier, así que, en muchas ocasiones, cuando iba a ver a mi amigo, encontraba a su mamá vendiendo leche. Llamaba mi atención cómo ella tenía dos vasos de aluminio, con asa, que eran los vasos medidores, uno era de a litro y el otro de medio litro. Ella los usaba para despachar la leche que le solicitaban. Metía el vaso de a litro en el contenedor y depositaba el líquido en la olla de peltre del comprador.
La gente se muere. Es una pena. Los sobrevivientes lamentan la ausencia de los cercanos. En este momento en que vos leés esta línea están muriendo miles de personas en el mundo. A veces, la muerte nos toca muy de cerca, casi en el lado izquierdo del corazón. Me dolió la ausencia de Jaime y ahora me duele la muerte de doña Blanquita. Ambos eran seres llenos de luz. Sé muy bien qué le gustaba a Jaime, le gustaba ir a pescar al rancho del tío Eugenio. Ya nunca supe qué le gustaba a doña Blanquita. En estos últimos tiempos, ella pidió que la sacaran del hospital y que la regresaran a su casa. Ya estaba malita, pero no quería estar en un lugar ajeno. Sus hijos cumplieron su voluntad y Javier me contó que comenzó a mejorar en cuanto reconoció su territorio, casi casi como si el río de Tzipal iluminara sus orillas. ¿Qué hizo los últimos días? Uno de los actos más sublimes fue, dice Javier, escuchar la misa por televisión. Escucharla, porque no la veía ya que cerraba los ojos. Tal vez cerraba sus ojos para imaginar, para soñar.
Digo que Jaime pescaba. El tío Eugenio, antes de llegar a Comalapa tomaba un camino de terracería, que siempre tenía un lomo verde en medio del sendero. Jaime se quitaba el suéter, sacaba la cabeza por la ventanilla y sentía el soplo caliente del viento. Me contaba que sentía el mismo vaho que cuando entraba al cuarto de su mamá y ésta planchaba. Al llegar al rancho, el tío ordenaba que preparan el café y la cena, porque ya llegaban pardeando la tarde. Mientras lo llamaban a cenar, Jaime se sentaba a la orilla de la poza, se descalzaba y metía sus pies en el agua, que estaba tibia. Sentía cómo los peces pequeños se acercaban a sus pies y los besaban. Así Jaime me lo contaba, era como si decenas de pececillos acercaran sus bocas y lo acariciaran, lo reconocieran, como si pensaran que era Jaime, el pescador de agua. Porque, no te lo he dicho, pero a Jaime le encantaba pescar, pero nunca pescaba peces. Podrá parecer una bobera, pero Jaime pescaba agua, sólo agua, ese era su delirio, ese era su gusto supremo: pescar agua.
Doña Blanquita vertía la leche en las ollas de sus clientes (mujeres en su mayoría). A mí me tocó verlas hacer fila, desde temprano. A veces yo llegaba a las nueve de la mañana y las mujeres platicaban en el patio, en espera de que llegara el señor Becerril con el contenedor, con la leche recién obtenida de las tetas de las vacas. Una leche pura, sin bautizo. Porque, doña Lolita Albores contaba que en otras casas bautizaban la leche con agua, para que rindiera un poco más. Decía que una señora se molestó cuando una clienta le reclamó, pero se puso colorada cuando la compradora le demostró que la leche que llevaba en su olla tenía mulututes. Llegaba a las nueve de la mañana a la casa de Javier, porque una noche antes habíamos ido a los quince años de una amiga y habíamos tomado trago y la resaca era fuerte y había que ir a descrudar al restaurante “El Viajero”. Después de tomar una cerveza bien fría y un caldo de mollejas con chile al pastor cesaba el malestar físico. En ese tiempo no se acostumbraba tomar micheladas. Estos son hallazgos recientes. Lo más que hacíamos era ponerle sal y limón al bote de cerveza.
Me gustaba la afición de Jaime, no pescaba peces, pescaba agua. Él amarraba una cesta de mimbre a un lazo y lo echaba a la poza, la iba jalando poco a poco, cuando estaba casi al ras del agua veía que estaba llena de pececitos, entonces sacaba los pedazos de tortilla que llevaba en su chamarra y los esparcía al lado de la cesta. Los peces nadaban como si fuesen una multitud saliendo de un estadio y salían del aro para comer la tortilla. Ni un solo pez quedaba adentro de la cesta. Jaime daba el jalón final con su mano derecha y ponía su mano izquierda a treinta centímetros de la base de la canasta y atrapaba el agua que caía. Le gustaba sentir las gotas cayendo sobre la palma de su manita. Le gustaba pescar agua. Sonreía.
Es una bobera, querida mía, pero pienso que doña Blanquita hacía lo mismo. Metía el vaso medidor al contenedor y pescaba la leche. Vertía el vaso en la olla de la compradora (casi como si fuera la palma de la manita de Jaime) y yo la veía sonreír cuando esa leche hacía espuma. La espuma es un prodigio. Basta verter una sustancia líquida pesada para formar algo que no existía segundos después. La espuma está hecha de burbujas.
Doña Blanquita también era una pescadora. Ahora que murió lo comprobé. Todo mundo habló cosas bonitas de su vida.
Yo veía a doña Blanquita mientras esperaba que Javier saliera de su cuarto. Yo me sentaba en una grada del corredor y miraba cómo la fila de compradores agotaba el contenido del tambo lechero. Llegaba el momento en que ya no había más leche para vender. Había que esperar al día siguiente. A mucha gente le gustaba comprar esa leche porque “hacía” nata.
La pesca de Jaime parecía que nunca se agotaría porque en el río siempre fluía el agua, pero un día su agua interior se secó. Murió en el mar, en medio de un mar de agua salada. Doña Blanquita murió en un río de agua dulce, porque dulce fue su vida.

Posdata: Duelen las ausencias. Lamenté mucho la muerte de Jaime. Lamento mucho la muerte de doña Blanquita. Lamento la ausencia de pescadores de vida. Hacen falta en medio de tanta niebla.

viernes, 18 de noviembre de 2016

DEFINICIÓN DE VAMPIRO





No se sabe en qué momento el vampiro cayó en la confusión. Esta especie de animal no era lo que se considera actualmente. En realidad, el vampiro era ¡vampira! Caso raro en la tierra, de un animal que no tenía machos. Las vampiras vivían en colonias, como si fuesen abejas y como éstas tenían una vampira reina, todas las demás eran obreras. Como ya se dijo, lo único que hacía diferentes a las vampiras era que no tenían zánganos y, ¡por supuesto!, que en lugar de libar miel se dedicaban a libar sangre.
Tampoco se sabe la fecha exacta en que las vampiras (animales con cuatro patas y cuatro alas y colmillos, no en la trompa, sino en la parte baja del cuerpo) pasaron de extraer la sangre de los animales a chupar la sangre de los humanos. Según Friedrich Horman (destacado investigador alemán de animales hematófagos) esto ocurrió la noche en que, en un castillo de Transilvania, el conde Von Heurones ofreció una cena para celebrar la independencia del país Urtesio. Mientras la orquesta interpretaba valses vieneses y la champaña circulaba entre los esófagos sedientos de nobles vestidos de frac y princesas que portaban vestidos de tafetán de colores intensos y brocados con hilos de oro, un enjambre desorientado de vampiras se parapetó en uno de los balcones de palacio. Estas vampiras habían salido muy de madrugada a libar sangre de pajaritos y de alguno que otro conejo en la campiña, pero, por desgracia, el radar de la vampira guía se apagó y su vuelo de regreso fue irregular y, ya en la tarde, se convirtió en tragedia porque chocaban contra los árboles en la penumbra de la tarde, lo que ocasionó que los depósitos de sangre se rompieran y la sangre conseguida se diluyera. El estado de las vampiras era lamentable, todas ensangrentadas, con los pelos lisos, parecían zanates expuestos a un chubasco brutal. En el dintel del balcón se estacionaron (Horman sostiene que, según las investigaciones realizadas de las huellas sanguinolentas, los estudiosos pueden asegurar que el grupo de vampiras despistadas era no mayor a diez animales). La música de los violines sublimó a una vampira. Acostumbradas a escuchar sólo el rumor del viento y del agua al desprenderse de lo alto de una cascada, las vampiras comenzaron a sufrir una especie de nostalgia que las obligaba a emitir una serie de suspiros que las movía como fuelles, de abajo hacia arriba, hasta chocar contra los cristales emplomados de las ventanas. Horman asegura que una princesa, con vestido ampuloso y escote que hacía resaltar sus blancos pechos se acercó a la ventana y vio a la vampira sublimada, recostada contra el cristal, como si estuviese en un estado profundo de ensoñación. La princesa abrió uno de los postigos y, con extremo cuidado, tomó con su mano enguantada al animal ensangrentado. En ese momento, el príncipe Brostew se acercó a la princesa para ofrecerle ir al jardín para refocilarse al amparo de la luna, pero en cuanto vio que ella tenía el guante ensangrentado creyó que el animal que ella sostenía en la mano estaba realizando la labor de transfusión sanguínea, gritó, alarmó a todos los contertulios, y, sin pensarlo dos veces, tomó al animal y lo partió en dos de un tajo exacto con su espada. El grupo de vampiras, a pesar de la fatiga y de la extrema confusión, escuchó el lamento de su compañera y, por el natural sentimiento de solidaridad animal, los ocho animales restantes (número dictado por Horman) se precipitó en el salón de los espejos y chocando contra éstos volaron hacia donde la princesa se cubría la boca con el guante ensangrentado. Los animales, presos del odio, no hicieron distingos y chuparon la sangre de la princesa, como si ésta fuese una simple vaca o un toro capón. Los cronistas narran que la celebración se convirtió en un holocausto, ya que el príncipe, en intento de salvar a la princesa del ataque de las vampiras, blandió su espada como si fuese un sacudidor y, en un movimiento infausto, le cortó una oreja a la princesa, quien, desde entonces, fue conocida con el sobrenombre de “La princesa tacita”.
Del grupo de vampiras, sólo dos lograron regresar con vida a su “panal”. Cuando la vampira reina se enteró del suceso, en lugar de enfadarse o de romper a llorar por la pérdida de las demás obreras, pidió que las dos vampiras exudaran la sangre de la princesa y como este elíxir aventajó el sabor y la consistencia de la sangre de los animales cuadrúpedos, la reina exigió que, en adelante, sólo llevaran sangre de bípedos, mejor si era de princesas.
¿En qué momento la historia se modificó y apareció el vampiro como figura central de la historia de las vampiras? El doctor Horman continúa con sus investigaciones, pero, en el número 359 de “Science for the past”, deslizó la idea de un acto machista que intenta cancelar la importancia de la mujer en la historia de la humanidad.

jueves, 17 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON PASEO A MÓNACO





Querida Mariana: ¿Vos conocés a algún amante profesional? Hace como dos años, Rocío me preguntó si había yo conocido en Comitán a algún amante profesional. Al principio no entendí su pregunta. Ella explicó: “Sí, alguien que se dedique, de manera profesional, a seducir a mujeres guapas y millonarias”. No. En Comitán, le dije a Rocío, a lo más que llegamos es a tener a hombres que “dan el braguetazo” y se casan con mujeres ricas. Conozco a más de dos que ascendieron de posición social al echarles el ojo a muchachas herederas de haciendas y grandes negocios. También le dije a Rocío que es común que los muchachos ricos se casen con muchachas ricas para incrementar los capitales. Esto último es práctica común que viene de tiempos en que los finqueros decidían los destinos de sus hijas al casarlas con los hijos de otros ricos hacendados. Con este tipo de alianzas garantizaban, además, la pureza de la raza. Ahora esto último ya no se da, porque muchos jóvenes de familias modestas, gracias al estudio o a su sagacidad, han logrado hacer grandes fortunas y el dinero les da el derecho de elegir a muchachas de la nobleza comiteca que terminan aceptándolos. Esto hace que los hijos salgan café con leche. Puede sonar clasista lo que digo, pero es una realidad que se comenta en voz baja. En la mitad del siglo pasado las clases estaban bien determinadas y los grandes apellidos se aliaban con otros similares, era imposible pensar que una muchacha bonita, rica, con cabellos rizados, de apellidos castizos y piel apiñonada se fijara en un moreno, pelos de puerco espín y de apellidos sin blasón. Hoy, Comitán ha cambiado. Pero no tanto para que tenga amantes profesionales, es decir, gigolos. No hay, o bueno, yo no los conozco, hombres que de la seducción hacen su profesión, hombres que, con sus encantos varoniles, sirven de compañía a las muchachas ricas y bellas.
Los amantes profesionales abundan en los lugares más exclusivos de la tierra. No dudo que estos gigolos existan en Cancún, por ejemplo, lugar donde acuden muchachas millonarias de todo el mundo, muchachas que se subliman ante los requiebros de esos hombres que han hecho de la seducción todo un arte. Acá en Comitán no se da. Acá, como que los hombres están acostumbrados a otros modos y como las turistas millonarias no llegan, pues no tienen la costumbre de vestir de manera impecable ni de tener modos excelsos para tratar a las damas.
Tengo un amigo (que vos también conocés) que se las da de seductor y logra convencer a más de una, pero sus conquistas son jóvenes sin fortuna (me refiero al plano económico). El máximo deseo de mi amigo es su satisfacción personal (me refiero al plano sexual). Por lo tanto, su comportamiento dista mucho de aquellos maravillosos hombres que se especializan en el arte de la persuasión a través de modales finos. Los amantes profesionales conocen a la perfección cómo es el pensamiento de la mujer, conocen los modos exquisitos con que las mujeres se rinden. Bueno, con decirte que hasta para abrir una simple coca cola tienen un encanto especial, lo que los franceses llaman “charme”. Acá, me da pena decirlo, pero la mayoría de hombres no son encantadores. A veces paso por carpinterías o talleres mecánicos y veo a los compas, llenos de grasa, sin camiseta, con los vientres inflados por comer tanta tortilla y no hacer ejercicio. Y si, en algún momento, aparece un hombre con “charme”, la gente lo voltea a ver con “desconfianza”. En este país no da confianza un hombre bien vestido, con aroma rico, con modales finos, que, en lugar de tomar tequila, prefiere tomar champaña.
No, le dije a Rocío, en Comitán no he conocido a ningún amante profesional. Éstos los hallamos en la Riviera Francesa, en Mónaco, en los grandes salones llenos de espejos y candiles de mil bujías. Como son tan exquisitos ellos siempre visten de manera elegante y conducen autos de lujo. Sus rostros son tan bellos y pulcros como una escultura de Rafael. Se acercan a la perfección. ¿De dónde tienen tanto dinero? Son herederos de grandes fortunas, por ello son hombres cultos y finos, pero, además, sus riquezas se incrementan gracias a que seducen y aman a mujeres millonarias, por eso son ¡amantes profesionales! No, acá en Comitán no hay.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

UNA VICTORIA BLANDENGUE





Y, como ya dije, jugaba a la guerra con los soldados que mi papá me había regalado. En el sitio de la casa, en un rincón, había un promontorio de arena que debió quedarse como sobrante de alguna construcción. Ahí yo llevaba los tanques, camiones y jeeps, todos pintados de verde, además de los soldados de plástico que estaban pintados de gris, una mitad, y de verde, la otra mitad, con lo que los diseñadores de juguetes determinaban dos bandos. Yo no hacía distingos entre uno y otro ejército.
Una tarde, yo ya había emplazado los dos ejércitos. El gris estaba en la cima y los verdes en la falda de la montaña. Los soldados verdes habían logrado formar un cerco que impedía bajar a los grises en busca de alimento y de agua. El cerco era perfecto. Bastaba unas horas más para que el ejército gris sucumbiera o se rindiera.
Yo había visto que la rendición era el acto más tonto e indigno. Indigno porque significaba declararse cobarde y tonto porque quienes se rendían en intento de salvaguardar la vida no lo lograban, ya que el ejército vencedor los llevaba a campos de concentración y ahí los sometía a trabajos forzados de tal intensidad que terminaban muriéndose de inanición.
“¿Qué hacés?”, oí la voz de una niña. Dejé el soldado verde que tenía y que estaba a punto de colocar en el jeep y la miré. Era Elsita, mi prima que, de vez en vez, llegaba a casa acompañada de su mamá, quien vendía quesos que fabricaban en su rancho de por Tierra Caliente. Mi primita repitió la pregunta y yo insistí en callar. ¿Qué quería que le dijera? ¿Que estaba haciendo tortillas? ¿Qué no miraba que jugaba a la guerra?
“¿Juego contigo?”. Estaba a punto de decirle un no rotundo, cuando mi mamá se asomó y contestó por mí. Sí, Elsita, dijo mi mamá, juega con tu primito. El primito (o sea yo) puso la misma cara que ponía el tío Armando cuando le quitaban la botella de ron, pero ensayó su mejor sonrisa y dijo que sí, que estaba bien. Entonces le expliqué a Elsa lo que hacía (en ese momento dejó de ser Elsita), poco a poco le di datos de la estrategia y le dije que mi ejército, reafirmé ese mi, estaba a punto de vencer al otro ejército, iba a decir que estaba a punto de vencer a ¡su! ejército. Ella se sentó, acomodó su falda como si fuese una tienda de campaña y tomó a uno de los soldados grises y dijo: “El sargento Smith, nunca se rendirá”, estiró el brazo y me lo puso casi frente a mi cara. Yo titubeé. ¿De dónde mi prima había sacado el apellido Smith? ¿De dónde había sacado eso de que jamás se rendiría? Tal vez, pensé, ella también iba al cine y veía películas de guerra. Después de mi titubeo, yo tomé el soldado que iba a colocar en el jeep e imitándola lo puse frente a su soldado y le dije que, en nombre del ejército mexicano, yo, el sargento Pérez, lo conminaba (así lo dije) a que se rindiera por las buenas, de lo contrario, todo el poderío de mi batallón iría contra ellos. Cuando dije esto último, moví mi brazo en círculo, para que Elsa se sorprendiera ante el número de mis soldados y la posición privilegiada en que estaban diseminados. Pensé lograr mi objetivo porque ella calló. Sus ojos parecieron llenarse de agua. Supe que había enmudecido y estaba a punto de aceptar la derrota y declararse rendida, pero, después de una ligera pausa, Elsa rio, rio mucho, como si hubiese enloquecido y, en lugar de dirigirse al sargento Pérez, me vio a mí y dijo: “¡Ya perdiste! ¿Cuándo has visto que el pobre ejército mexicano venza al poderoso ejército americano?” y frotó la figura del sargento Smith contra la del sargento Pérez. Rio, siguió riendo, alzó los brazos en señal de triunfo. Yo crispé mis manos, con tal fuerza que el rifle del sargento Pérez me lastimó la palma. Con un movimiento rápido le arrebaté al sargento Smith y a éste lo aventé contra la pared divisoria. Me paré y comencé a patear a todos los demás soldados grises. Mis patadas provocaron una polvareda que obligó a mi prima a cubrirse la cara con ambas manos. Comenzó a llorar, primero con ligeros espasmos que se fueron incrementando hasta que se volvieron gritos desaforados: “¡Tía, tía!”.
Mi mamá se asomó a la ventana y gritó: “¿Qué pasa, Alejandro?”. Nada, dije yo. Pero ya mi mamá había dejado el cuarto de la cocina y corría hacia donde estábamos nosotros. Elsa ya se había parado, se limpiaba la falda llena de arena y la cara llena de lágrimas. Ya estaba más tranquila. Mi mamá me cogió de un brazo, me zarandeó y preguntó qué pasaba. Nada, repetí. Nada, dijo mi prima. “¿Cómo nada? -dijo mi mamá- Nadie llora por nada”. Entonces aproveché, dije a mi mamá que jugábamos a la guerra y que a mi primita le había dolido que perdiera el ejército de Estados Unidos contra el ejército de México. Sonreí. Elsa miró hacia el piso. “Bueno, bueno, ya”, dijo mi mamá. Mi tía, desde la ventana de la cocina, dijo que ya estaba listo el chocolate. “Vayan, vayan a lavarse las manos y la cara y dejen de estar peleando”, dijo mi mamá y, con sus dos manos sobre nuestras espaldas, nos alentó como si fuésemos dos aves de corral, ella una gallina y yo un gallo.
Ya en la puerta del baño la detuve y le repetí a mi prima que el ejército del general Smith ya estaba perdido porque no tenían alimentos ni agua. Ella me vio, se limpió los mocos de la nariz y dijo que por eso nosotros tomaríamos chocolate y pastelitos de manjar. Sí, dije yo y le pedí que pasara ella primero al baño para lavarse. “Voy a hacer pipí”, me dijo. Dije que estaba bien. Cerró la puerta. Oí que decía, en voz baja: “El general Pérez es un bobo”. Lo repetía como si fuese una oración, cada vez lo decía más fuerte. Yo oía que ella pateaba el piso: “¡El general Pérez es un bobo!, ¡el general Pérez es un bobo!...”

martes, 15 de noviembre de 2016

MI CASA DE INFANCIA



El otro día estuve en mi casa de infancia. Ahí viví hasta la edad de siete años. La casa, como todas las casas del mundo, ha cambiado. Supe que, al mismo ritmo, he cambiado. Algunos elementos de la casa siguen como entonces, claro, más deteriorados, más viejos. Algunas vigas del techo son las mismas que miraba cuando me tiraba bocarriba en el piso. Siempre llamó mi atención la capacidad de los albañiles para hacer ese entramado que no caía jamás (nunca tuve la experiencia de un temblor). Yo no tenía la gracia del albañil, porque siempre que hacía estructuras con palitos de madera se caían.
El otro día estuve en mi casa de infancia y me di cuenta que no es tan grande como yo creí que era. A mí me parecía una casa enorme. Claro, era una casa con patio central y cuatro corredores y un sitio donde había gallinas, patos, gallos (uno siempre me atacaba) y conejeras de madera y malla donde mi mamá tenía conejos. Quien compró la casa (después que mi papá dejó de rentarla) tuvo necesidad de vender un espacio, eso hizo que la casa, ahora, esté chimuela, sin un corredor. Además, el dueño levantó una construcción en el patio central, con ello, los arriates y los árboles que alegraban ese espacio se perdieron. Yo también estoy chimuelo, yo también he perdido la capacidad de convocar a las mariposas. Cuando era niño y me tiraba en el piso me encantaba ver cómo, después de un rato, una mariposa blanca se acercaba y se paraba en mi pecho, como si fuese una planta y mi panza fuera una flor.
Cuando yo viví esa casa, los corredores tenían piso de ladrillo. En Comitán eso era normal. Después, don Augusto Caralampio, el maestro Paquito García y don Enrique Cancino abrieron factorías donde hacían las losetas de cemento, con diseños bellísimos y que ahora, por desgracia, están en desuso. Llegué a la casa y miré que los corredores ya no tienen ladrillos, un día, el propietario decidió cambiar el piso y lo forró con losetas, por fortuna, esas losetas comitecas no las han catafixiado por esas losetas resbaladizas que ahora nos envían desde la Ciudad de México. No sé si ahora los niños que viven en esa casa juegan en esos corredores. Yo tenía carritos y soldados de plomo (que en un viaje a Puebla me trajo mi papá). La textura del piso era el terreno ideal para que los carros se desplazaran, porque, ¿dónde se ha visto que los tanques y los soldados se desplacen en terrenos lisos y recién trapeados? Hasta hace cuatro o cinco años conservaba un soldado de plomo, de aquellos tiempos. Lo tenía en un librero. Cada vez que buscaba un libro me topaba con ese soldado, lo tomaba, lo soplaba, para quitarle el polvo, pero también como si yo tuviera el don de soplar y darle vida. Un día se extravió y con ello se fue el último objeto de mi infancia.
Me paré frente a la puerta de madera del cuarto que fue el oratorio. Ese cuarto tenía la puerta cerrada. Eran las diez de la mañana y la puerta estaba cerrada. En mi infancia ese cuarto se abría puntualmente, como si fuese la puerta de un templo, a las siete de la mañana y permanecía abierta hasta las siete de la noche, hora en que mi mamá apagaba la veladora que permanecía prendida todo el día en el altar donde estaba una imagen de la virgen quién sabe quién y el santo negro que a mí me caía bien: San Martín de Porres. No pregunté para qué usan ese cuarto ahora. Supe que no es bueno que yo me enterara y supe también que los actuales propietarios no deben saber cuál era la vocación de ese cuarto.
Ese día entré a la que fue la casa de mi infancia. Cuando paso por el frente de esa casa, frecuentemente, sé que esa casa cambió de la misma forma que he cambiado yo. Algunas vigas siguen, como si se pensaran jóvenes, pero una mirada más atenta demuestra que ya están apolilladas y que algún día deberán ser cambiadas, como fueron cambiados los ladrillos de los pisos y como fueron eliminados los balcones que daban a la calle. A mí me encantaba salir a los balcones y mirar la calle, me gustaba ver todo desde la altura de los balcones. Un día, quién sabe a qué hora, los nuevos propietarios decidieron eliminar los balcones y tapiar las paredes.
Cuando salí de la casa y regresé a la calle no supe qué pensar. Sólo tuve una certeza, esa casa, igual que todas las casas del mundo, ha cambiado y yo he cambiado con ella. Por fortuna, el patio central de mi espíritu sigue como desde entonces, con claveles, rosales, margaritas y un árbol de durazno donde los pajaritos hacen sus nidos.

lunes, 14 de noviembre de 2016

UNA TARDE INSÓLITA




Lo vi. Ambos estábamos sentados en bancas del parque central. Yo tenía un libro entre mis manos, él también. Yo miraba a las muchachas bonitas, él también; es decir, él y yo teníamos los mismos gustos, pero luego me di cuenta que él tenía revueltas las características, porque su comportamiento era extraño: él tenía el libro frente a sus ojos, pero sus ojos no veían el libro sino que estaban fijos por encima de la parte superior. Tenía el libro sólo como mero parapeto. Su mirada siempre miraba hacia el pasillo del parque y seguía con emoción el paso de las muchachas bonitas. Su mirada permanecía al frente mientras pasaban niños, ancianos con bastones y mujeres viejas con el chal envuelto en sus cabezas, pero, se movía como imán cuando aparecía alguna muchacha bonita, de esas que visten jeans ajustados que modelan a la perfección las nalgas, y camisetas escotadas que muestran generosamente los pechos. Sus ojos parecían un par de cámaras vigilantes y seguían atentamente el movimiento de los traseros que, orondos, gozosos, se contoneaban frente a nosotros, sin ningún empacho. La mirada de él era un rastreador exacto, sólo regresaba a su posición original hasta que el par de nalgas desaparecía al bajar las escaleras frente al portal.
Descubrí que no teníamos los mismos gustos, pero, ya me había contagiado de su comportamiento porque, igual que él, ya no leía el libro sino que estaba pendiente de lo que él hacía.
Estaba frente a mí, pero mi presencia la había borrado, casi casi como si yo no existiera.
Nunca lo había visto antes. Esa banca es uno de mis lugares favoritos en el parque y cuando tengo tiempo y gusto me siento ahí a leer. ¿Era un tipo que, en una tarde pasó por ahí, me vio y decidió imitarme, porque, tal vez pensó que el libro es el perfecto objeto que engaña la mirada? ¿Qué puede pensar un agente policiaco de un viejo que está con un libro en las manos y, ocasionalmente, ve a una muchacha cuando pasa? Sólo un policía ignorante (demasiado ignorante) le creería a una muchacha que, molesta, irritada, solicitara auxilio porque un viejo la había molestado con la mirada. ¿Con la mirada? Sí, aquel viejo que está con el libro en las manos sólo se pasa viendo los traseros y los pechos de las muchachas que pasan frente a él. El policía culto sonreiría y, con una mirada complaciente, sugeriría a la muchacha caminar por otro pasillo del parque para estar lejos de la mirada perversa del viejo que, según yo, desde acá donde lo veo (diría el policía), parece que encuentra más interesante lo que pasa en la novela que lo que pasa frente a él.
¿Y si el hombre que estaba frente a mí y que hacía como que leía era un potencial secuestrador o violador? ¿Y si, por el contrario, fuera un agente policial camuflado? Tal vez una muchacha se quejó de mi mirada libidinosa y el jefe policial la calmó diciendo que enviaría a un agente para registrar mi comportamiento y este agente, por eso, se sentó frente a mí y hace como que no me ve y disfruta mirar a las muchachas bonitas, pero, en realidad, lo que hace es registrar cada uno de mis movimientos.
Tal vez el tipo tiene una cámara y registra cada uno de los movimientos de mis ojos. ¿Qué movimientos pudo registrar? ¿El instante cuando vi el pecho de esa muchacha que, con tenis, pantalón de licra y camiseta roja, se agachó para amarrarse las agujetas y yo, de inmediato, lancé mi mirada a su escote? ¿O el instante en que me escoció el piquete que tengo en el muslo cerca de la entrepierna? ¡Dios mío! Las tomas lejanas de video pueden dar una visión alterada y se pueden malinterpretar. Me rasqué con intensidad, hice un movimiento de frotación con energía, mi mano se movió hacia arriba y hacia abajo y luego, cuando ya cesó el picor, puse la cara de satisfacción que pone cualquier ser humano que se rasca. ¿Qué puede pensar la gente a la hora que vean el movimiento que hago con mi mano derecha?
Decidí que debía retirarme, porque estaba expuesto frente a ese tipo que usaba el libro como un mero parapeto y que, sin duda, estaba ahí en plan de investigador. Pero, a punto de pararme pensé que eso me delataría, en caso de que ese tipo realmente creyera que yo era un viejo perverso, que creyera que era un tonto igual que él, que usaba el libro como mero pretexto para ver a las muchachas bonitas. Así que decidí no pararme. Era mi banca favorita y yo, quienes me conocen saben que es cierto, voy a leer, y voy al parque porque me encanta el parque central de Comitán y porque, no lo negaré, también me gusta ver a las muchachas bonitas que por ahí pasan, pero mi prioridad es la lectura, lo juro.
Así que me deslicé sobre la banca de tal forma que mi columna quedó como una rama torcida, pero eso permitió que el libro me cubriera el rostro en forma total. Ya no volví a desviar la mirada. Intuía el paso de una muchacha bonita, pero sólo imaginé sus formas. Pero este juego de imaginación propició algo más dramático: me hizo temblar, con el temblor del niño que abre la puerta de un cuarto y encuentra a su prima quitándose el sostén y mostrando un par de pechos como si fuesen frutos recién lavados.
No podía controlar el temblor de mis manos, el libro era como una pared sometida a un movimiento trepidatorio de un terremoto. Sentí que una muchacha se paró frente a mí y sentí que sus manos bajaron el libro y sus ojos vieron mis ojos. “Maestro Moli, ¿le pasa algo?”, preguntó. Vi que era Rosy, alumna de mi clase. Sonreí. Miré hacia la banca del frente y vi que el tipo ya no estaba. Miré para todos lados y no lo encontré. “¿Le pasa algo?”, repitió Rosy y miré cierto nerviosismo en su rostro bello. No, dije, no. Y le pregunté hacia dónde se dirigía. Dijo que iba a su casa. Entonces yo le mostré la portada del libro y le pregunté si había leído algo de Fabio Morábito. No, dijo ella, tomó el libro y miró la portada, dijo que era una portada linda y me preguntó de qué trataba el libro. Dije que eran cuentos. Le pregunté si a ella le gustaba leer cuentos. Ella sonrió, dijo qué clase de pregunta era esa, yo sabía, ella aseguró, que a ella no le gustaba leer, pero yo titubeé y dije que era cierto, que yo sabía que ella no era lectora, pero que tal vez los cuentos de Fabio le podían gustar. Como Rosy vio que mis manos habían dejado de temblar y mi cara había recuperado su forma de piedra original, dijo que ya se iba. Dije que estaba bien. Estuve a punto de decirle que iba a acompañarla, tal vez hasta las gradas, pero me contuve. Ella caminó dos o tres pasos, se dio la vuelta, me miró y preguntó: “De veras, ¿se siente bien?”. Sí, dije, sí, estoy bien. Tomé mi libro, me subí el cuello de la chamarra y caminé con rumbo a la casa. Las lámparas del parque ya comenzaban a prenderse. Comenzaba a correr un viento frío.
Mientras caminé pensé que tal vez no es conveniente que yo vuelva a leer en el parque; tal vez sea conveniente que ya no me siente a ver el paso de las muchachas bonitas.

sábado, 12 de noviembre de 2016

CARTA A MARIANA, BORDADA CON HILOS DE ORO





Querida Mariana: hay actividades que buscan el reconocimiento. Quien siembra frijol es feliz cuando ve que sus plantas están llenas de granos robustos y, tal vez, su reconocimiento llega en el instante en que recibe la paga por la venta del producto. Pero, hablando de siembras, en Chiapas hubo un tiempo en que se otorgó la Mazorca de Oro al productor que cultivaba el mejor maíz. Muchos productores se inscribían y, al final, el ganador se sentía orgulloso de tal galardón. De acá puede colegirse que hay oficios modestos y unos más que buscan el aplauso y el reconocimiento de los otros.
Los maestros que, cuando no andan en paros y en luchas sociales, a diario se encargan de modelar la educación de millones de niños encuentran su reconocimiento en la satisfacción de la labor realizada, pero, de igual manera que los productores de la mazorca de oro, de vez en vez, reciben medallas de oro, por treinta años de servicio. Los maestros no tienen como prioridad el aplauso de la patria, pero no les cae mal dicho reconocimiento.
Pero, así como hay trabajos modestos cuya compensación es el deber cumplido o el dinero bien habido, hay oficios en cuya naturaleza está el reconocimiento ajeno. En ocasiones tal prebenda se convierte en obsesión. Hay personas que se alimentan del aplauso ajeno y no me refiero sólo a la actriz, acostumbrada a recibir las salvas al término de cada actuación. ¿Imaginás la cara de Silvia Pinal cuando, al final de una obra de teatro, el público hiciera un silencio sepulcral? Ella se moriría en ese mismo momento, porque su vocación exige el aplauso de la audiencia. Lo mismo sucede con los deportistas y con los políticos. Estos últimos están acostumbrados a que la multitud les prenda incienso por cualquier motivo. Cuando alguien repite el chiste donde el presidente pregunta qué hora es y el subalterno (lamehuevos le llama la voz popular) responde: “La hora que usted indique, señor”, dice mucho del ansia que tiene el poderoso para que las personas de su entorno se humillen ante él. Los presidentes (desde el más modesto presidente de barrio hasta el municipal) tienen hambre del reconocimiento popular aunque éste se base en la mentira. Llega un instante (lo he presenciado) que el presidente cree que es todo lo grande que sus cercanos alaban. Este reconocimiento basado en la falsedad crea la ilusión de grandeza. El simple ser humano se convierte en un ser dotado que reparte dones a diestra y siniestra.
El fenómeno de la falsedad se da con mayor incidencia en el mundo de los políticos, en este país, cuando menos.
Hay un dicho que exige que el reconocimiento sea “En vida, hermano, en vida”. Se aplica a personas cuya obra debe ser elogiada. Este reconocimiento es selectivo y, después de todo, tiene una carga discriminatoria. ¿Quiénes realizan los actos que ennoblecen a los pueblos? ¿Sus escritores, sus pintores, sus músicos? ¿Sólo los cultivadores de las Bellas Artes y los que realizan las grandes intervenciones científicas? Cuando el abanico de los reconocimientos se abre nos damos cuenta que la grandeza de los pueblos va mucho más allá.
Ahora bien, ¿para qué sirven los homenajes? En la mayoría de ocasiones sirve para que quien reconozca se vea como el dadivoso. Basta hacer una revisión de la historia para darse cuenta que personas que fueron perseguidas y descalificadas en vida se erigen como los grandes personajes de un determinado país cuando ya murieron. Esto ya no le sirve al muerto, le sirve al vivo que se muestra muy vivo, porque la historia está hecha de retazos de gente que es conservadora y elogia a los cadáveres liberales.
El Congreso del estado de Chiapas instauró la Medalla Rosario Castellanos para “premiar a hombres y mujeres mexicanos que se hayan distinguido por el desarrollo de la ciencia, arte o virtud en grado eminente, como servidores de nuestro estado, de la patria o de la humanidad”. Un concepto que parece muy incluyente, ya que la medalla la puede ganar cualquier mexicano, pero que excluye al noventa y nueve por ciento de los connacionales. ¿Quiénes han obtenido la medalla? Escritores (la Mastretta, Kyra Núñez, Óscar Oliva, la Poniatowska, Bonifaz Nuño, Carlos Monsiváis, Enoch Cancino, Fernán Pavía, Eliseo Mellanes y Guadalupe Loaeza) y políticos (la priista Beatriz Paredes, actual embajadora de México en Brasil). Pareciera que los diez escritores fueron premiados por el rubro de arte y ¿doña Beatriz, por qué rubro? Canta, cuando está en la bohemia y alguien toma la guitarra, ella ¡canta! Tal vez eso fue considerado una virtud en grado eminente. Ahora debe saberse más de dos canciones en portugués. La ruta de la medalla, como se ve, ha sido irregular, comenzó con el poeta Rubén Bonifaz Nuño y, el año pasado, le tocó a Guadalupe Loaeza, hay cierta distancia entre la calidad de uno y otro escritor.
No sé si ya en alguna ocasión te platiqué que en el año 2005 vivía en Puebla y allá me enteré que la Medalla Rosario Castellanos había sido adjudicada a Bonifaz, creí que era para el maestro Óscar, dos minutos después, Adolfo me sacó de mi error, el premiado era Bonifaz, pero Bonifaz Nuño.
Para honrar la memoria de Rosario Castellanos se instituyó la medalla con su nombre. La entrega se ha ido postergando con el paso del tiempo. Al inicio fue en agosto de cada año, rememorando el fallecimiento de la escritora comiteca. Este año ya está avanzado el mes de noviembre y no se advierte en el horizonte ni el nombre del candidato elegido ni fecha de entrega. Esta irregularidad ensucia el nombre de quien se quiso honrar de inicio.
¿Y qué pasa con la Medalla Belisario Domínguez que creó el Senado de la República para “premiar a los hombres y mujeres mexicanos que se hayan distinguido por su ciencia o su virtud en grado eminente, como servidores de la patria o de la humanidad”? Igual que la medalla Rosario Castellanos está en pausa. Tradicionalmente se entregaba el 7 de octubre en memoria del sacrificio del héroe comiteco.
Si la Medalla Rosario Castellanos es irregular en la calidad de sus recipiendarios, la Medalla Belisario Domínguez es más abismal. Bastaría señalar que un año la recibió ese famoso cacique sindical que se llamó Fidel Velázquez. Don Fidel no se distinguió jamás por ser hombre de ciencia o por su virtud en grado eminente. Los conocedores de la historia mexicana saben que dicho señor fue un puntal del sistema político mexicano, del invencible PRI de aquellos tiempos. El año pasado, la medalla fue entregada a un oligarca mexicano de apellido famoso, Bailleres, uno de los cuatro hombres más ricos del país.
Vemos pues que las preseas más importantes de este país se conceden a la gente cercana al poder, porque es éste el encargado de designar a los premiados.
La Medalla Belisario Domínguez ya perdió su esencia y ahora pareciera ser una burla para la historia de dignidad del héroe civil.
¿Por qué los reconocimientos más importantes se han devaluado, como si fuesen el peso? Por la necesidad de algunos por obtenerlos. Es tal la obsesión por ser reconocidos que mueven mar y cielo con tal de lograrlo. Los poderosos usan estas medallas para congraciarse con los poderosos. ¿En dónde está la virtud en grado eminente? La virtud es, válgase el juego de palabras, una virtud ya no virtuosa.

Posdata: Hay reconocimientos que sí están en relación directa con la creación y no por amiguismos y compadrazgos. Estos premios sí reconocen el talento y el servicio que esos hombres y mujeres prestan a la humanidad. Valga mencionar los premios cinematográficos, por ejemplo, los del Festival de Cannes, Francia, en el que un jurado elige a las mejores cintas por sus propuestas estéticas. Gente experta en cine conforma el jurado y, después de ver las cintas en competencia, da su veredicto. No podría pensarse que un advenedizo formara parte de un jurado. Cinéfilos expertos califican las películas. ¿Quiénes deciden al ganador de la Medalla Belisario Domínguez? ¿Quiénes eligen al merecedor de la Medalla Rosario Castellanos? ¿Cuáles son los méritos que deberían tener dichas personas?
Y así como hay alturas en los merecedores de los premios, así también, ahora, hay diferencias en los reconocimientos. Hay premios que visten al recipiendario y hay otros en los que, así parece, los nombres de los premiados están muy por encima de reconocimientos que tienen nombres sin sustento y que, de igual manera, sólo sirven para engrosar la vanidad y las fichas biográficas falsas de los encargados de otorgar esas preseas.
Una vez, mi compa Quique me sugirió que la Revista DIEZ entregara El Cotz de Oro a las figuras más preponderantes de Comitán, cada año. No acepté. En plan de broma le dije que él se quedara con el cotz y que a mí me diera el oro.

jueves, 10 de noviembre de 2016

PARA UNA ENTRADA DE FLORES





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como un tambor, y mujeres que son como un pito.
La mujer tambor es pariente directa de la primera mujer que habitó el mundo. Sus pies, ahora de plantas limpias y pulcras, pero de piel de escamas al principio, tienen las huellas de los primeros pasos, de aquéllos que subieron las piedras y descansaron en el interior de las cuevas.
Todo en ella es musical, el tam tam tam tam del origen está en sus manos a la hora que aplaude un concierto de Alejandro Fernández o el final de un pas de deux en Bellas Artes; está en sus manos a la hora que prepara la tortilla para el comal o a la hora que mueve la hamaca donde está recostado su hija; está en sus manos a la hora que golpea la rama para que caiga el fruto o a la hora que se sube sobre su amado y cabalga a mitad de la noche.
En su interior y en su piel está el sabor del cuero. El sonido más antiguo, el más lleno de resonancias está en ella desde que abrió los ojos por primera vez. Porque el tambor convoca a la guerra, ella se para sobre la cima de una montaña y, como leona, ruge el tam tam tam bélico que demuestra que nadie puede contra ella. Su tambor también provee el sonido prodigioso de la fanfarria, del acto donde el reinado da a conocer sus edictos reales.
Los estúpidos creen que para sacar las mejores notas deben somatarla y la tratan como si ella fuera una cubierta destemplada que debe golpearse con bolillos. ¡Qué tontos! No saben que a una mujer tambor debe tocársela con plumas de cenzontle o con la estopa que prodiga la nube. No saben, no pueden saberlo, porque los hombres son tontos, que a una mujer tambor debe tocársela con la espuma del mar o con la hoja del aire.
La mujer tambor tiene la cualidad del silencio: no lanza su quejido de trueno mientras no es tocada por su amante. Por ello (qué pena, dicen los hombres) en muchos de los casos, la mujer tambor prefiere ser tocada por alguien de su mismo género. La mujer tambor ama los dedos y las manos de la mujer aire o de la mujer río. Sólo una mujer puede reconocer el sentido exacto de la caricia para que no se convierta en golpe, en estímulo de piedra, de roca.
Las veo caminando por el parque y las reconozco, ríen, se abrazan a su pareja. Yo escucho cómo en cada intención de la pareja, la mujer tambor vibra, como si su membrana fuese un himen y la mano de su hembra fuese el arco que toca el violín sin que la cuerda pierda su brillo natural, su tono acorde al universo.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: Mujeres que son como un par de lentes para agrandar lo invisible, y mujeres que son como las tortillas que no levantan pancita en los comales.

martes, 8 de noviembre de 2016

EL CINE CREA FANÁTICOS DE UN SOLO EQUIPO





Hay muchas clases de espectadores. En un estadio de fútbol se confrontan los aficionados de cada uno de los equipos que se enfrentan. Lo mismo sucede en el béisbol, en el básquetbol, en el tenis. En estos encuentros deportivos, desde siempre, existen dos colores. Uno, llamémosle negro, quiere que su equipo derrote al rojo. El color de la bandera se convierte en pasión. Los aficionados cuelgan banderines de sus equipos favoritos en las recámaras y en los cristales laterales de sus autos. Si algún aficionado sufre un accidente y pierde la vida, sus parientes ordenan construir una pequeña capilla a orilla de la carretera y la pintan con los colores de su equipo favorito; lo mismo sucede con capillas mortuorias en panteones. Sin que mediara algún sacerdote que sentenciara a la pareja de casados “amarse hasta que la muerte los separe”, estos fanáticos llevan su amor mucho más allá de la muerte. Tal vez por esto, las esposas maldicen la pasión de sus esposos. Éstos les son infieles a sus esposas con el equipo de su preferencia.
La norma del béisbol no permite empate. El béisbol se prolonga hasta que uno de los dos contendientes resulta vencedor. Esta regla indica que el béisbol es un deporte que privilegia el ánimo del espectador. El béisbol enseña que el juego es como la guerra, donde un bando siempre resulta vencido y el otro vencedor. Es de mediocres el deporte donde, por ejemplo el soccer, después de noventa minutos ninguno de los contendientes puede declararse vencedor o lamentar su derrota. Porque el subconsciente traiciona, los aficionados se comportan como auténticos guerreros en los encuentros de fútbol y salen heridos y, en ocasiones, por desgracia hay muertes.
Por todo eso no soy aficionado al deporte. Me gusta el cine. Recuerdo las funciones de la matiné del Cine Comitán, los domingos. Todos los aficionados entrábamos a ese recinto portando la misma camiseta: la de cinéfilos. En el cine no formábamos bandos contrarios, todos pertenecíamos al mismo equipo. Cuando el Santo aparecía, todos gritábamos: “¡Santo, Santo, Santo…!”; y cuando Tarzán, con gran destreza, se desplazaba de una a otra liana todos queríamos imitar ese movimiento suspendido en el aire.
Sí, el gusto al cine era una religión, porque, de igual manera, en el templo de Santo Domingo, todos los asistentes a misa eran integrantes de un solo equipo, ya que, cuando el monaguillo somataba la campanilla al lado de su muslo derecho, todo mundo se hincaba y cerraba los ojos, porque el santísimo (así nos lo decían) se hacía presente.
En el cine, cuando el Santo lograba vencer a las mujeres vampiro todos aplaudíamos, era como si todo un estadio coreara el gol de un equipero, cuando sabemos que esto último jamás ocurre. En el instante que un goleador anota, todos los fanáticos del equipo goleado lo lamentan con patadas, lágrimas y puños cerrados.
Fui años y años al cine y, durante ese tiempo, disfruté formar parte de una familia reconocible en medio del anonimato. Todos nos conocíamos sin conocernos, porque cuando viajé a la ciudad de México para estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México y fui a decenas de salas cinematográficas hallé la misma hermandad que encuentran los católicos en cualquier templo del mundo, a pesar de no hablar la misma lengua.
Los cinéfilos, como si fuésemos aficionados al fútbol y nos levantáramos en el estadio para hacer la ola o para mover las manos al frente y gritarle al portero, nos parábamos sobre las butacas y, viendo hacia la cabina de transmisión, mentábamos madres y le gritábamos al cácaro para que arreglara la cinta que temblaba en la pantalla.
Los cinéfilos de todo el mundo pertenecemos a un solo equipo. Sabemos que, siempre, los espectadores somos los vencedores en ese maravilloso juego donde las historias están hechas para decirnos que la guerra está del otro lado, no del nuestro. De nuestro lado está ¡la vida!
En la ciudad de México entendí que esta inmensa cofradía mundial tiene sus clanes selectos y algunos secretos. La primera vez que fui a la Cineteca Nacional a presenciar una Muestra Internacional de Cine, supe que todos ellos eran cultivadores de algo que, sin dejar la estatuilla del espectáculo, se acercaba al cine como arte, como prodigio de la mirada. Ahí estaban los grandes creadores, y en lugar de adorar a Pelé (quien, a pesar de su grandeza, fallaba goles como cualquier jugador llanero) comencé a adorar a Fellini, a Kurozawa, a Kieslowski y a mi consentido: Woody Allen. Supe entonces que los cinéfilos, si no camisetas, sí se colocan cintas rojas o negras. Algunos prefieren cine inteligente y otros son adictos a películas llenas de efectos especiales, pero la cinematografía es tan sutil y profunda que jamás revuelve a unos con los otros. Jamás he presenciado un pleito a patadas (como sí lo he visto en un partido Chivas-América) entre los aficionados al cine de Stanley Kubrick y los aficionados al cine de la India María. Sí he presenciado grandes debates, porque los cinéfilos argumentan con palabras, con ideas, con luz. Por esto, perdón, siempre he preferido ser del equipo de admiradores del cine, antes que admirador del deporte de patadas. He sido fanático de la lucha a través de la pantalla y aún conservo gratos recuerdos de la película México 70 que es la síntesis del primer mundial que se realizó en nuestro país.
Por mi trabajo literario me discipliné a ver de todo. Como, cuando de niño, iba al cine sin importar mucho qué exhibían, ahora me siento frente al televisor y veo de todo. Claro, cuando puedo elegir, elijo lo mejor, porque el cine es el gran cernidor de la vida. ¡Larga vida al cine!
En unos cuantos días más inicia la Muestra Internacional de Cine, en la Cineteca Nacional. Muchas obras de grandes realizadores se presentan. La muestra se abre con la reciente película de Allen, la de este año. Quienes acudan serán parte de ese selecto grupo de hombres y mujeres que han comprendido que lo mejor de la vida está en el cine.