sábado, 29 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN ACTO SOBERBIO




Querida Mariana: Hace años, una delegación de integrantes de la Rial Academia de la Lengua Frailescana llegó a nuestro pueblo. Se celebraba la feria de agosto, los amigos de Villaflores llegaron para sostener un encuentro con amigos comitecos. El acto se efectuó en el Teatro de la Ciudad. Fue un encuentro sensacional. El teatro estuvo hasta el tope, con una audiencia que disfrutó la participación de esos excelsos contadores de anécdotas. Fue un encuentro, pero parecía una competencia, cuando intervenía un integrante de la Rial y el público se botaba de la risa, un comiteco tomaba el micrófono y decía una anécdota que superaba a la anterior, pero esta euforia tardaba poco, porque instantes después, un compa frailescano se reventaba una anécdota que era recibida con algarabía. Al final, como siempre sucede en encuentros de personas inteligentes, todo mundo salió ganando. Después de hora y media (que ya casi alcanzaban las dos) los asistentes abandonaron la sala con una cara de satisfacción.
Te he contado con anterioridad que celebro y reconozco el trabajo que realizan los integrantes de la Rial, en forma unida han logrado preservar el modo de hablar de aquella ciudad y fomentan, a través de exposiciones, charlas, libros, talleres y encuentros, la identidad de su pueblo.
Ellos tienen un modo de hablar especial, tienen rasgos culturales diversos y se sienten orgullosos de su pasado histórico. En Comitán también se preserva la identidad. En 2028, el pueblo celebrará los quinientos años de su fundación. El cronista Amado Blanco sostiene que Comitán fue la primera ciudad fundada en Chiapas. Muchos (como dijera el presidente de la república) tienen otros datos, otros otorgan el primer lugar a Chiapa de Corzo y unos más a San Cristóbal. La discusión, en realidad, es irrelevante, porque no es carrera de fondo. La certeza es que las tres ciudades fueron trazadas en 1528 y muchas personas tienen a dicha fecha como la señera de la identidad, olvidando que nuestros pueblos vienen de un tiempo más lejano, de una cultura madre.
En fin, las anécdotas se cuentan en las lenguas originarias, y, como la mayoría de los habitantes de Villaflores y de Comitán es mestiza, las anécdotas se cuentan en español, en un dialecto sin igual. ¡Ah!, qué disfrutable resulta escuchar los modismos y regionalismos, contados con una gracia especial, porque, has de comprender, no todo mundo tiene el don de contar anécdotas, así como no todo mundo tiene la gracia de contar chistes. Hay personas con gracia y otras son sin gracia; es decir, desgraciadas.
De aquel encuentro quedó un grato sabor de boca entre toda la audiencia. Por eso, ahora que me enteré que habrá un nuevo encuentro entre contadores de anécdotas de Villaflores y de Comitán, rápido pensé avisarte. Sucede que Sergio, el chef del restaurante Ta’bonitío, invitó a contadores de anécdotas de aquella ciudad y de ésta. Llegan renovados. Todos los participantes del encuentro son destacadísimos intelectuales de Chiapas y poseen el don de la gracia, son agraciados.
El viernes 6 de marzo, a partir de las siete y media de la noche, estarán en el Ta’Bonitío grandes contadores de anécdotas para disfrute de toda la audiencia. Llegan remasterizados, llegan con ánimos renovados, saben que el público de Comitán aprecia la anécdota simpática, la subidita de color, la anécdota que es parte importante de la tradición cultural del pueblo, porque la anécdota es como la síntesis del carácter de los pueblos, ahí están concentrados nuestros sueños, nuestros deseos, nuestros complejos, nuestros afanes. La anécdota nos presenta ante el mundo como somos. Ahí no hay forma de ocultar nuestra esencia, no hay forma de maquillar nuestro carácter, por eso, insisto, la labor que realizan los de la Rial, como grupo, y los comitecos en forma individual (porque no somos muy dados a formar grupos que jalen para el mismo lado) es esencial para mantener nuestro modo de ser. La poeta Rosario Castellanos decía: “Debe haber otro modo (…) otro modo de ser humano y libre”. Bueno, pues la anécdota es un camino, porque la anécdota es eminentemente humana y no permite corsés ni ataduras. La anécdota se cuenta sin ambages, se hace en círculos de amigos y de familiares, se cuenta con los cercanos. Cuando se realiza un acto público, como el que se realizó años antes en el Teatro de la Ciudad o como el que se llevará a cabo el próximo viernes, la comunidad se hermana, se hace más cercana, porque comparten un instante lleno de gloria, donde todo mundo se la pasa bien.
Siete de los mejores contadores de anécdotas estarán en el Ta’Bonitío. Como anfitriones estarán Enrique Robles Solís, Héctor “El güero” Castellanos y José Antonio Alfonzo Pinto (quienes son los mero lek de la anécdota comiteca); recibirán con honores a los amigos de Villaflores: Enrique Orozco, Jorge Luis Zuarth, Juan José Solórzano Marcial y Marco Antonio Besares (quienes siempre le ponen ñapa a la inteligencia y a la carcajada.)
Como decían los clásicos anunciantes: “No te lo podés perder.”, porque será una noche, como dice el anuncio del restaurante “para llenarse el corazón y botarse de la risa.”
¿Cómo se le hace para apartar lugar? No sé, pero entiendo que podés ir al restaurante y ahí te darán informes. Lo que sí sé es qué ofrecerá esa noche el chef Sergio Caballero; presumió que, mientras los comensales se botan de la risa, pueden beber un pitutazo de macharnuda, Zapaluta en llamas (pucha, qué bonito nombre, debe ser en honor al padre Naty, personaje favorito de la anécdota comiteca), agua de chilacayote, agua de temperante con vino blanco espumoso, tascalate, comiteco, posh y demás taguarnices que alimentan el espíritu. ¿Y para cenar? Pues los platillos tradicionales del pueblo, con el toque gourmet del Ta’Bonitío: hueso comiteco, pan compuesto, pellizcadas, chalupas y butifarras.
¿Cómo lo mirás? El acto es una gran oferta cultural. El encuentro es un homenaje a los pueblos de Chiapas, de manera preponderante a los pueblos de Villaflores y de Comitán. Y cuando digo los pueblos me refiero a las personas que tienen el don y la gracia de contar los hechos cotidianos y extraños en forma graciosa y simpática. Acá en Comitán todo mundo recuerda a doña Lolita Albores, quien, además de ser la cronista vitalicia, se distinguió por contar anécdotas con una gracia especial y al mero modo comiteco. Óscar Bonifaz, quien, además de ser escritor, poeta, dramaturgo, cronista y promotor cultural, también se ha distinguido por ser uno de los grandes contadores de anécdotas de Comitán. Quien conoce a Bonifaz sabe que en cuanto uno se acerca a él, él desenfunda la primera anécdota, lo hace con tal desparpajo que si fuera boxeador noquearía en el primer asalto a su contendiente, pero como no es boxeador sino es (permitime el término) un compartidor de alegría, sus oyentes se botan de la risa y quieren más. He visto a oyentes que terminan llorando, que terminan hamaqueándose de la risa, con las manos sobre el estómago, porque el ataque de risa es incontenible. ¡Ah!, qué disfrute de vida tan galán.
Estos encuentros de “cuenta anécdotas” son un homenaje a todos los hombres y mujeres que, en las salas de las casas, a la hora del café con pan, aprovechan la reunión y comienzan a desgranar anécdotas, porque saben que la risa es el condimento ideal de la vida; son un homenaje a todos los hombres y mujeres que, en las mesas de cantinas, a la hora del amigo, se vacían en anécdotas; son un homenaje a los grandes escritores que han privilegiado el humor; son un homenaje a la riqueza de nuestra lengua, el español, y sus tesoros escondidos que se llaman dialectos. La noche del 6 de marzo, en el Ta’Bonitío aparecerá el dialecto villaflorense y el dialecto comiteco con toda su riqueza lingüística. Sí, mi niña, tenés razón, la presencia de los amigos de la Rial y los amigos comitecos será un homenaje a la amistad.
Posdata: Lo que en un momento fue conocido como los discos malcriados de la Lola Albores, no son más que un rescate precioso y preciso de nuestro modo de ser, son un reportorio de anécdotas finas, grotescas, simpáticas y subidas de tono. “¿Acá es donde hablan de vos? Hablarán de tu abuela, porque de mí ¡no! Yo soy niña.” Así son las anécdotas, como los grandes cuentos de la literatura universal tienen torceduras geniales, que mueven a risa.
Por cierto, el chef me contó que el cover es de cincuenta pesitos por persona. Más barato que el cine. En lugar de palomitas y refresco que valen ciento veinte pesos, mejor gastás los ciento veinte en un buen pitutazo de temperante con vino espumoso y una orden de chalupas. Digo. Digo que acá estarán reunidos dos elementos esenciales de toda cultura: la gastronomía y la palabra. Esencias que no deben perderse en nuestros pueblos. Este acto cultural es como un acto de resistencia ante la globalización del lenguaje y de los alimentos. Con este tipo de actos cimentamos nuestros guisos, los guisos tradicionales, y nuestra palabra, la que recibimos de nuestros mayores. ¿Acá es donde hablan de vos? ¡Sí, acá es!

viernes, 28 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN SENTIMIENTO DE PÉRDIDA




Querida Mariana: Se pierde lo que uno poseyó. No hay pérdida en el deseo. Te he contado que me identifico con las líneas de la escritora argentina María Elena Walsh, que dicen: “…Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy…” Habla de su pueblo. ¿Mirás la aparente contradicción? Es una declaración honesta de amor: Me duele si me quedo, pero me muero si me voy.
¡Ah!, cuántas personas han vivido (viven) esta relación que, tal vez, podría ser definida como tóxica, como de una gran dependencia. Una traducción boba sería: “Estoy jodido, pero de acá no me muevo.”
¡Qué valor de los que abandonan su ciudad y viajan a otra! Lo hacen por mil motivos, uno de ellos, a veces, es porque les harta su pueblo. Pero ¿y los demás? ¿Los demás hartos? Los demás se aguantan, porque hay un llamado imperioso. El amor a la tierra de uno es total, absoluto, de una dependencia absoluta.
El lugar donde nacemos es el lugar madre. De recién nacidos comenzamos a alimentarnos de sus tetas y, ¡ah!, qué jodido complejo de Edipo, nunca nos destetamos.
Por eso digo, qué valientes los que logran hacerlo. No obstante, los destetados, los que dejan sus pueblos, siguen padeciendo una sensación de pérdida. Procuran no pensar en ello (por eso son valientes), pero, de vez en vez, una mano de tenaza los asfixia y sueñan (como si fuera pesadilla) con sus lugares de origen y es que algo de las palabras de Walsh tienen sentido. Muchos se sienten mal en sus pueblos, pero no los abandonan porque si lo hacen se mueren. La muerte no es en sentido literal, pero hay una niebla que los ahoga poco a poco. Ahí los tenés ahora viendo en las redes sociales todo lo que sucede en sus pueblos de origen. Sólo los verdaderos valientes echan todos los recuerdos por la ventana y comienzan de cero. Olvidan para siempre lo que dejaron. Como nada tienen en su caja de recuerdos, no tienen sensación de pérdida.
¿Pasa lo mismo con algunos “valientes” que se van de casa y abandonan a su mujer y a sus hijos? Sí, muchos echan tierra al pasado, pero, ¡ay!, muchos otros viven lamentándose. Construyen otra familia, porque, calenturientos, se consiguieron una muchachita bonita y tuvieron hijos con ella, pero viven llorando la ausencia de los otros hijos y, en ocasiones, hasta las caricias de la primera mujer. ¡Pobres! Reconocen que su familia era su patria.
Y digo esto porque, anoche, hallé unas líneas que casi casi dicen lo mismo que las líneas de Walsh. Ya dije que la Walsh es argentina. ¿De dónde es Juhan Liiv? Don Juhan nació en Estonia. Pucha, a miles de kilómetros de Argentina, pero en las palabras de Liiv hay una coincidencia brutal con lo dicho por la escritora argentina. Mirá qué dice don Juhan: “Madre patria, contigo estoy triste, sin ti lo estoy más.” ¡Es el mismo sentimiento! ¡La misma vaina pasional! ¡La misma sensación de pérdida! La traducción es similar: “Contigo estoy jodido, pero sin vos lo estoy más.” ¡Ah!, qué dependencia tan de hijo desvalido.
Yo he visto cómo, las dos veces que has ido a diplomados a Guadalajara, tu rostro se ilumina ante la expectativa de lo desconocido, pero, luego de mes y medio he advertido en tus mensajes por correo electrónico o por WhatsApp, la cuerda que traduce: “Estoy bien, pero estoy mal lejos de mi pueblo.”, y ya no mirás la hora de regresar a tu Comitán, y cuando volvés, miro en tus ojos esa eterna contradicción: “Estás feliz, pero te vuelve a cargar la presencia de los paisanos jodones, criticones, chismosos, hijos de María Félix en su papel de doña Bárbara.”
El estonio dijo lo mismo que dijo la argentina. Lo mismo decimos la mayoría de habitantes del mundo. Todos los seres humanos vivimos esa contradicción.
Posdata: Yo la viví hace años. Viví tranquilo en Puebla, pero la intranquilidad fue el alimento diario. ¿Es una bobera lo que digo? Sí, es una bobera, pero es una bobera que es traducción burda de lo que han dicho la Walsh y don Juhan.

jueves, 27 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA FOTOGRAFÍA DE 1934




Querida Mariana: Quienes saben dicen que el numerito que aparece al lado de las iniciales MF significa el año en que fue tomada, por lo tanto, esta fotografía corresponde al año 1934. ¿Le echamos pluma? Bueno, basta decir que dentro de catorce años cumplirá un siglo.
Fernando Gómez, “El Pina”, me dio copia de la foto. Cuando abrió un folder y me la enseñó, pensé en Óscar Bonifaz y en Rosario Castellanos, escritores comitecos que nacieron en 1925. Comitán presentaba este entorno cuando ellos tenían 9 años. Los niños Rosario y Óscar caminaron por estas calles, con el mismo sol afectuoso (porque en ese tiempo el clima templado era una realidad). Por fortuna (digo yo) vos podés identificar sin mayor problema este espacio. ¡Así es! El edificio de dos plantas corresponde al Teatro Junchavín. El edificio se mantiene sin muchas modificaciones. Óscar Bonifaz escribió un texto con el título “Sí, papá. Una historia novelada”, donde narra, con precisión, la historia de esta casa. Bonifaz nos dice que en la herrería de los balcones aparecen, en el centro, dos iniciales: NR, que son las iniciales del nombre de la propietaria de la casa: Natalia Rovelo, mujer que recibió esta casa como símbolo de obediencia irrestricta. La tal Natalia respondía: “Sí, papá”, a todo lo que su papá le indicaba. La casona fue como un símbolo de la sumisión absoluta.
En esta fotografía se ve una especie de marquesina. Parece que después de ser residencia de una de las familias más acaudaladas de Comitán, la casa mostró una irrevocable vocación de ser espacio para teatros y cines. En esta casa funcionó el Cine Cristiani, luego el Belisario Domínguez y, en los años setenta, el Cine Montebello. Actualmente es el Teatro de la Ciudad. El señor Juárez (técnico que laboró muchos años en Coneculta-Chiapas) conoció todos los teatros del estado y sostenía que el Junchavín era el mejor.
Digo que reconocerás de inmediato el entorno. ¡Claro! El pueblo tiene muchas transformaciones. La casa que está frente a tus ojos ya no existe. Ahora está la zapatería Vives Bermúdez, que fue la famosa Canadá. Y la bardita que delimitaba el parque tampoco existe. Ahora, más o menos, donde acá se ve esa base alargada está el busto de Rosario Castellanos, hecho por el escultor comiteco Luis Aguilar.
Los niños Óscar Bonifaz y Rosario Castellanos, a la edad de nueve años, jamás imaginario que se convertirían en escritores (Rosario con fama internacional, y Óscar con fama estatal); nunca imaginaron, a la hora que caminaron frente a esta casa de dos plantas, que uno (Óscar) sería el encargado de escribir un texto que diera cuenta de la historia de dicha casa; y que otra (Rosario) tendría un busto que honraría su memoria, en la contra esquina de la casa de doña Natalia Rovelo.
Los habitantes del Comitán de 1934 jamás imaginaron la transformación del pueblo. En el 2020, esta esquina ya no tiene la placidez de entonces. En la fotografía sólo se advierten dos o tres personas, una camina frente a la entrada de la casona y otros dos están sentados en las gradas que daban acceso. Es un pueblo casi desierto, se puede escuchar los pasos del silencio, el rumor a la hora que avanza la sombra.
No sé, pero parece que en una esquina del primer plano de esta fotografía hay un manojo de hojas. Tal vez por ahí había un árbol, a mitad de la calle (no era extraño. Frente al templo de Santo Domingo había árboles casi a mitad de la calle). Pero puede ser que sólo sea mi imaginación.
Posdata: Puede ser también mi imaginación, pero yo alcanzo a leer lo que dice el letrero que está colocado en la parte superior de la casa de enfrente, dice: “Mejoral”. Decime que vos también leés lo mismo. Cuando yo fui niño escuchaba el jingle que decía: “Mejor mejora Mejoral”. Cuando tenía dolor de cabeza, mi mamá me daba un mejoral y mejoral me mejoraba.

miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XVII)




¿Los viajes ilustran? Los viajes dan vida, pero, por encima de todo, los viajes dejan la sensación de que hay más, siempre hay más. La gran ventaja de los viajes es que siempre está presente el deseo, el deseo jamás se agota, porque los viajeros nunca llegan a conocer los territorios que descubren.
Matías dice que ni siquiera llegamos a conocer los pueblos donde nacimos. Mientras bebe una cerveza, acompañada por unas tostadas con frijol y salsa verde, que preparó su esposa, recuerda el Comitán de los años sesenta, el Comitán que vivió de niño. Dice que antes había posibilidad de “medio” conocer el pueblo. ¿Ahora? Es imposible. En primer lugar, ahora, él ya no tiene el tiempo disponible que tenía antes, cuando con su palomilla iban a la Ciénega, a los Zanjones, al Cenicero, a la Cueva de Tío Ticho y a la Cueva del Zopilote. Iban con resorteras y con guineos y limas de pechito, las resorteras las usaban para matar pajaritos y los guineos y limas para matar el hambre. Tenían todo el tiempo del mundo para conocer el Comitán de entonces. En la actualidad, dichos espacios siguen existiendo, con modificaciones, con notorias modificaciones, pero, a pesar de que Matías ha vivido toda su vida en el pueblo, confiesa que hace años, añísimos, que no va a la Ciénega, ni a los Zanjores, ni al Cenicero, ni a la Cueva de Tío Ticho o a la Cueva del Zopilote. ¿Cómo? Tiene muchos compromisos laborales y familiares. Ahora, lo expresa con cierta nostalgia mientras toma un sorbo de cerveza, dice que no conoce muchas colonias de reciente creación. Comitán ha crecido, dice él, y lo dice sin la emoción de muchos que se enorgullecen que Comitán ya sea una ciudad grande. Lo dice como si deseara que su pueblo no hubiese crecido tanto, que se hubiese quedado pueblito, el pueblito que él recorrió y conoció.
Tiene razón Matías. Los viajeros pepenan muy poco, poquísimo, en los viajes que realizan. Cuando viajo (es mi experiencia personal) siempre me quedo con una sensación de vacío. Nunca falta el amigo que cuando regreso me pregunta si conocí tal o cual lugar; e, invariablemente, cuando digo no, él dice “Te lo perdiste”, y en ese momento la cartera del vacío se abre para que ahí deposite el billete de la pérdida. Mi cartera de vacío está llena de billetes que tienen inscrita la palabra pérdida. Se me hace una estupidez. Yo quisiera gritarle al amigo que nada perdí, porque nada tenía, pero no puedo hacerlo porque, en el fondo, muy en el fondo, siempre está presente esa absurda sensación: Los viajeros siempre se pierden lugares: montañas que nunca subieron, antros donde no bebieron, cabarets donde no vieron a chicas en toples, templos donde no rezaron, restaurantes donde no comieron, museos donde las miradas no bebieron el arte, mercados donde no caminaron. Montañas, antros, cabarets, templos, restaurantes, museos y mercados que sí viven los nativos, los que caminan a diario esos pueblos. Ningún viajero de estos tiempos alcanza todo; ningún viajero de tiempo alguno ha podido satisfacer el deseo de conocimiento total, por eso digo que una de las ventajas del viaje es, a la vez, su más grande desventaja: La imposibilidad del conocimiento total. Por esto, los viejos sabios recomiendan a todos los nativos que viajen por sus lugares de origen, que se piensen turistas y viajen por sus ciudades. Todo, dicen, debe verse con mirada de turista, de asombro.
Digo que, gracias a los libros (a novelas y libros de cuentos), he viajado mucho. Un día leí una novela de Pamuk (Premio Nobel de Literatura) y caminé por calles de Estambul, incluso estuve en un muelle donde había una lancha amarrada y se escuchaba el sonido del agua chocando contra el paredón (yo, que nunca me acerco a ríos o albercas, porque no sé nadar y el agua me provoca una sensación de vértigo difícil de calmar.) Estambul me gustó mucho. Digo que esta ciudad no la tengo a la vuelta de la esquina (es una ciudad que es como línea divisoria y punto de unión entre Europa y Asia), pero sí lo tengo a la vuelta de mi librero. Ahora mismo puedo alargar la mano y volver a vivir la sensación que no está dada por una fotografía o un video, sino a través de una imagen literaria. Abro el libro, busco el capítulo y vuelvo a estar a la orilla y escucho, con claridad y emoción, el sonido del agua del Bósforo chocando contra el paredón, veo a la lancha que se bambolea de un lado a otro, respiro el aroma del río (sucio) y siento el viento fresco, nocturno. Hace rato se oyó el llamado al rezo desde una mezquita, que hizo un muecín. Dejo el libro, porque (¡qué hermosa coincidencia!) en este momento (escribo esto en domingo, a las ocho y media de la mañana) el campanero del templo de Guadalupe comienza a tocar las campanas dando el primer repique para misa. Con esto me basta para entender la belleza de mi oficio de lector, desde mi lugar de origen (donde en un templo católico tocan las campanas) viajo hasta Turquía donde el muecín invita a los fieles paras la oración, a través de algo que son como plegarias con cantos metálicos y estridentes. Son dos culturas tan diferentes y yo, ¡gracias, Pamuk!, tengo ambas en las palmas de mis manos: Turquía en la izquierda y México en la derecha. Privilegio que tengo tantas veces como yo desee, basta que estire la mano en el librero para hallar a Estambul, a Buenos Aires, a París (¡oh la la!), Ottawa, Ciudad de México, Oaxaca (¡oh, Oaxaca!), Puebla, Antigua Guatemala, Madrid, Barcelona y mil pueblos y mil ciudades y decenas de montañas, de ríos, de lagunas, de cantinas, de puteros, de patios escolares y, sobre todo, de estancias íntimas, cuartos donde las muchachas bonitas se recuestan sobre las camas, sin sostén.

martes, 25 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, DESDE UN RINCONCITO DE LA SELVA




Querida Mariana: El escritor chiapaneco Luis Antonio Rincón estuvo en Comitán. Lo saludé antes de la presentación de su libro “Kayum Mapache”, cuyo entorno es la selva. Bueno, en realidad fue él quien me saludó. Muy afectuoso, como siempre, se detuvo donde yo estaba sentado (la banca que mirás en esta foto) y me obsequió su libro “Tras la pista de Azul”, creación que obtuvo el Premio Bellas Artes de Obra de Teatro para niñas, niños y jóvenes Perla Szuchmacher 2019.
Acá, me dedica mi ejemplar de “Kayum Mapache”. Sentate acá, le dije y me moví tantito, sólo como un acto reflejo, porque la banca es amplia y caben sentados más de cinco, pero él dijo que no, e hincó una rodilla en el piso y usó el asiento como mesa. Yo tomé la foto, porque pensé que eso era un acto ritual de transcendencia. Luis Antonio estaba hincado por imperativo de la diosa mayor: la creación literaria, diosa que la ha acompañado desde siempre.
En la presentación del libro “Kayum Mapache”, el poeta Arbey Rivera fue el encargado de hacer comentarios al libro de Luis Antonio, y, entre otros conceptos, casi al inicio dijo que esa tarde estaba entre nosotros “Un niño grandote que se llama Luis Antonio Rincón.” ¡Sí! Minutos antes yo había visto a ese niño, remolón, decir que no se sentaría en la banca para apoyar el libro sobre sus muslos y firmarlo. No. Luis hizo algo como una genuflexión (puso una rodilla sobre el piso) y convirtió a la banca en escritorio, porque se dio cuenta que, antes, la banca había extraviado su vocación original y se había vuelto una especie de librero. ¿Mirás que ahí están ejemplares de libros? El lugar que, por lo regular soporta nalgas de personas, era el soporte perfecto para libros (más allá se ve un librero, con una plantita encima. Pucha, qué ganas de cambiar vocaciones a los objetos en Comitán).
Mientras él firmaba mi ejemplar yo le conté que dos niños comitecos le dicen Rinconcito. Sabemos que en Comitán (por tradición) empleamos el diminutivo con frecuencia, lo hacemos de manera afectuosa. No es casualidad que a los comitecos nos digan cositías (que es diminutivo de cosa). Luis Antonio ha estado en Comitán en ocasiones anteriores, como en muchos lugares de México (y quién sabe de cuántos lugares más del mundo hispano) muchos lectores han leído sus obras. Así pues, esos dos niños lectores lo han hecho su amigo y no le dicen Luis Antonio o Rincón, ¡no!, ellos toman uno de sus libros y dicen que están leyendo un libro de Rinconcito.
Rinconcito es un niño grandote, dice Arbey. Un niño que, como dicen en Comitán, dio de sí, se hizo varejón (bueno, también creció un poco en ancho, porque las ceibas no son delgadas como lirios, sino que tienen troncos rotundos.) Rinconcito es un niño creativo, juguetón, sencillo. A pesar de que ha ganado varios premios literarios nacionales e internacionales, y ganará muchos más, sigue siendo un humilde creador que ríe, que juega con los niños y con los objetos de este y de otros mundos. Si se sube al ladrillo sólo es para argüendear y ver qué hay del otro lado de la barda. Si escribe muchas obras literarias para niños es porque él es uno más de ellos. Tal vez, digo sólo que tal vez, él se siente más a gusto con audiencias conformadas por niños que por adultos.
Yo disfruto (como niño) de sus obras dedicadas a niños y a jóvenes, aunque he de confesar que también disfruté mucho, muchísimo, “Las raíces de la ceiba”, que fue el primer libro que leí de él. El día que leí “Las raíces de la ceiba” tuve la certeza de estar frente a un grande de la narrativa chiapaneca. Uno sabe cuando un libro está escrito por un escritor que nació con las raíces bien puestas sobre la tierra y su fronda está bien alimentada por las nubes más altas. Rinconcito es un niño que brinca, con alegría, de una liana a otra de la creación y deja su huella luminosa en cada parcela del aire.
Acá, Rinconcito juega, juega a que es un adulto y firma un libro, juega a que debe presentar una de sus obras. Y digo que juega, porque a la hora de la presentación, no soportó estar sentado en la mesa de honor. ¡No! A la hora que le pasaron la estafeta (el micrófono, pues), él se puso de pie y se acercó a la audiencia (conformada por una mayoría de niños) y contó que, de niño vivió con una tía y creció en un entorno lleno de historias. Supo, digo yo, que la vida estaba conformada por historias y éstas formaban un entramado con la historia de todos los días. Contó que una vez, en Tuxtla, creyó ver un duende; luego dijo algo esencial, que puede ser como la semilla original de su acto creativo, dijo que él no fue un chico tan atrevido como sus amigos, quienes trepaban a los árboles, él descubrió que tenía un don, el don de la intuición. Como si contara algo cotidiano dijo que él sabía cuándo iban a cantar los cenzontles y que, como si dijera la hora, advertía en su casa que esa noche habría conciertos de ranas y de sapos. ¡Y así sucedía!
Posdata: Rinconcito sabe cuándo un mango caerá de maduro. Lo avisa con anticipación. Segundos después que él habló, todos ven que un mango se estrella contra el suelo. Luis Antonio es un niño juguetón, tiene un don especial: sabe en qué instante el universo abre el agujero negro de la creatividad. Como es un juguetón, mete la mano en ese agujero y antes que la luz desaparezca él toma un cachito y lo vuelca en sus libros. Y es tan generoso que comparte esas miríadas de luz y sus lectores nos iluminamos, iluminamos un rinconcito de nuestro corazón.
Acá, Luis Antonio está arrodillado ante la diosa de la creación. Él es parte de ella, porque firma el libro que escribió, el libro que es una oración, un canto, plegaria al universo que él mismo creó.

lunes, 24 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON RETAZOS DE VIDA




Querida Mariana: La vida se compone de retazos, uno va agarrando una línea de acá y otra de más allá. Roxana Armendáriz Guerra (la tía Rox) escribió un libro que tiene como título un sugerente: “Sabines en mí”.
Los chiapanecos, los mexicanos, los lectores de Hispanoamérica, sabemos que hubo un poeta, un gran poeta, que se llamó (se llama) Jaime Sabines. Bueno, pues Rox conoció al poeta Sabines muy de cerca, porque el poeta era como un hermano para su papá, don Gustavo Armendáriz, quien fue gobernador de Chiapas por ocho días, y lo fue por obra y gracia del otro Sabines, Juan, el político (papá del otro, el más reciente). En este libro, Rox da cuenta de actos cotidianos, no entra en análisis poéticos o semánticos, habla de un Jaime que le fue muy cercano, muy íntimo.
Rox ha tomado una serie de retazos y los ha volcado en este libro. Ahí cuenta muchos vericuetos. Ella (niña que se escondía detrás de una cortina para estar de metiche donde no debía) tuvo conciencia de que a pocos seres les es dado estar cerca de los grandes. Ella estuvo cerca de Jaime, el poeta, el gran poeta. Si sus papás se hubieran enterado que estaba de metiche la hubieran castigado, porque Rox, de niña, vivió un tiempo en que los niños tenían prohibido estar en lugares donde se efectuaban pláticas de adultos. Pero Rox andaba metida donde el poeta y su papá bebían “poco café con harto coñac.”
Muchos comitecos reconocen a la familia de Rox (ahora muchos la identifican a ella porque, frecuentemente, aparece en canales nacionales de televisión en su papel de coach de vida. En este libro (no debería caer en la tentación, pero caigo) comenta que ella es tía porque es cosi-tía; es decir: Comiteca).
En este libro hecho de retazos cuenta de ella, de Jaime, de sus padres, de sus hermanos, de Comitán, de San Cristóbal de Las Casas y, sobre todo, de su relación con el poeta. Nos cuenta, por ejemplo (no debería contarlo) que don Jaime le hacía travesuras groseras a su mamá: “Mi mamá con esa sencillez que traía, untada en cada gesto, muy similar a la de doña Chepita, ponía sus mejores servilletas en la mesa, tejidas por ella y mi abuelita; ¡don Jaime las usaba como pañuelos y al final, descuidadamente, se las guardaba como tales en la bolsa!” La mamá de Rox le perdonaba estos comportamientos alejados de la etiqueta. ¿Usaba las servilletas tejidas como pañuelos? Ah, don Jaime, qué niño grande tan malcriado.
De esto y más nos enteramos en el libro de Rox. Los lectores de su libro somos un poco como ella, detrás de la cortina presenciamos instantes que sólo ella vivió al lado del poeta y que, generosa, ahora nos da a conocer esos retazos.
Todo mundo de acá conoce el poema que Jaime le obsequió a Comitán, ese que dice: “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?...” Es una flor que el hombre que bebía poco café con harto coñac sembró en nuestro jardín. ¿Imaginás en dónde escribió ese poema? ¡Atinaste! Rox dice que lo escribió en Comitán (no podía ser de otra manera), pero, además, la tía Rox asegura que lo escribió en la casa de su familia (no en la casa que habitaron en el centro y que ahora alberga el Museo de la Ciudad), ¡no!, el poema lo escribió en la casa que la familia tiene rumbo a la cueva de tío Ticho.
En Comitán, a veces, somos ingratos y no reconocemos los obsequios que nos envía el universo. En Comitán tardamos mucho en hacerle su museo a Rosario, la amiga de Jaime. Hace apenas dos o tres años se construyó el museo que honra a Rosario Castellanos. ¿Cuándo hemos agradecido el poema que el amigo de Rox Armendáriz regaló a Comitán? Ahora que la tía Rox nos ha revelado que Sabines escribió el poema en su casa familiar, lo menos que deberíamos hacer es pedir permiso a los Armendáriz y colocar una placa en la fachada que consigne que un día de tal mes de tal año, don Jaime escribió ahí el poema “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?”, y (sería lo ideal) plasmar el poema, para que el peatón (palabra usada por don Jaime) se detenga y lo lea y se lo beba, con la misma intensidad con que Jaime la escribió, y con la misma pasión con que Sabines bebía su trago.
La tía Rox hace un acto de confesión, dice: “Confieso que lo espié”. Sabines llegaba a su casa y ella, niña, adolescente, sabía que a su casa llegaba un pozo de luz. La tía Rox declara: “Don Jaime fue, en mi chiapaneca vida, un verdadero regalo”, y ahora ella, generosa como tanate de orquídea, nos regala este libro tachilgüil para que nos acerquemos un poco a esa ventana. Roxana husmeaba, espiaba, ahora nosotros, con ella, también espiamos ese trozo de vida y nos enteramos que el mítico rancho Yuria, que Jaime tuvo rumbo a Los Lagos de Montebello, fue parte de un rancho que tenía don Gustavo.
Posdata: Rox husmeó. Detrás de la cortina sacaba la cabeza como gatita y pepenaba todas las flores que brotaban de la boca de Jaime y de su corazón

sábado, 22 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, A LOS OCHENTA AÑOS DE EFRAÍN



Querida Mariana: El licenciado Efraín Albores Cancino (cronista de Comitán) celebrará el 4 de marzo sus ochenta años de vida. En esta fotografía, Efraín está al lado del maestro Uziel Gutiérrez De la Isla, quien es cronista de la Universidad de Zacatecas y Presidente Honorario de la Red Latinoamericana de Cronistas (Uziel es el bajito). Ambos están en posición de descanso. Se ven relajados. Chatita (la esposa de Efraín) me dijo que el cumpleañero ya estaba a punto de ponerse “en salmuera”, para estar listo con los festejos de los ochenta. Efraín llega a sus ochenta en plenitud de facultades (físicas e intelectuales), tal vez le ayudó que de joven fue muy deportista (el básquetbol comiteco tuvo momentos brillantes con sus actuaciones) y que, desde hace muchos años, es un intelectual activo (sigue escribiendo crónicas a granel, acerca del pueblo, su pueblo amado: Comitán).
Saludé a Efraín el otro día y me dijo que estaba a punto de cumplir los ochenta años de vida. Llamó mi atención que, en seguida, hizo la conversión a días vividos, como si la vida tuviera que contarse, más que en años, en días vividos. Los Alcohólicos Anónimos, en ese prodigioso programa que siguen, contabilizan también la vida en días, en veinticuatro horas vividas (claro, cuando celebran aniversarios sí lo hacen en años.) Hizo la conversión y me dijo que ochenta y ocho años significan veintinueve mil doscientos días. Así contabilizó su existencia (hasta el momento), pero luego (como si fuera poeta) se aventó otra declaración, trasladó los días a amaneceres. Sus ojos brillaron como luciérnagas a la hora que dijo: “He vivido veintinueve mil doscientos amaneceres.” Va, pues, pensé, los días vividos también pueden contabilizarse en amaneceres vividos. Pensé entonces (porque Efraín es pata de chucho) que algunos amaneceres los ha recibido en ciudades con rascacielos y en ranchos y frente al mar o en algún desierto; pensé que, de todos esos amaneceres, hubo algunos vistos desde una ventana de un edificio de diez pisos y otros desde un portal de una casa en algún altito de un rancho. Miré entonces a Efraín, envuelto en una bufanda, tomando una taza de café, viendo la ciudad desde una ventana, viendo cómo la ciudad abandonaba su condición nocturna y entraba de lleno al día, con el movimiento de carros, autobuses, carreras de niños hacia la escuela o de hombres trajeados con maletines dirigiéndose a la oficina; lo miré envuelto en una niebla discreta, en el rancho Jishil, también con una taza de café, viendo el bosque y las vacas, olisqueando el aroma inconfundible de los potreros; lo miré manejando en una carretera, deteniéndose tantito, para observar cómo el sol se iba levantando sobre las cabezas de montañas lejanas; lo miré abriendo la cortina de su casa y prendiendo la lámpara de noche para escribir algunas líneas.
¿Cuántos hechos en veintinueve mil doscientos días? ¿Cuántos sueños frustrados? ¿Cuántos sueños ganados? ¿Cuántos pasos apresurados? ¿Cuántas caídas? ¿Cuántas sonrisas? Cuando quiero preguntar, él, como si adivinara mi pensamiento, se adelanta y me dice que, en su vida, ha habido tardes apacibles y tardes tormentosas, noches estrelladas y noches de angustia, y miro cómo su rostro, con el cabello engominado hacia atrás, se transforma en cada sentido de la oración, su rostro es como un lago de agua pura cuando menciona la palabra apacible y se convierte en la carrera de un caballo desbocado cuando menciona la palabra tormentosas; su rostro adquiere la gracia de una sábana recién planchada cuando menciona la palabra estrellada (llena de estrellas) y se vuelve una cama de gurú hindú (llena de clavos) cuando menciona la palabra angustia. Efraín sabe que me está haciendo la síntesis de todos los seres humanos. Todas las personas vivimos la luz y la sombra, la cumbre y la sima. Efraín, valiente, ha superado adversidades y ha llenado de magia sus instantes. ¿Cuántos segundos son ochenta y ocho años? ¡Pucha! Sé que vos, querida niña, ahora mismo estás haciendo la operación en la calculadora de tu teléfono y ya tenés la respuesta. Para no quedarme con la duda haré la conversión (porque Efraín no me dijo cuántos segundos son los veintinueve mil doscientos días.) Ah, qué tarea tan más cansada, pero a la vez tan más sencilla. Los veintinueve mil doscientos días representan setecientas mil ochocientas horas, y este número de horas son cuarenta y dos millones, cuarenta y ocho mil segundos. ¡Uf! Sí, Efraín sabe que es millonario, por esto lo veo disfrutar la vida, desde su aparente tranquilidad. Ha vivido más de cuarenta y dos millones de instantes, y muchos de ellos han sido plenos de felicidad y otros han sido de angustia y zozobra. La vida es así.
No sé cuáles son los rituales que Efraín realiza en su casa para recibir el día. No sé cuáles son sus manías. Sé (lo miré en sus ojos cuando le pregunté) que recuerda con cariño la presencia de sus padres: don Fernando Albores Espinosa y doña Elenita Cancino Crócker.
No le pregunto más. No quiero saltar los muros que resguardan la intimidad de cada hombre, pero advierto que Efraín, igual que todos los seres humanos que rebasan los setenta y nueve y llegan a la fecha precisa de ochenta, mira hacia atrás y descubre muchas huellas en el camino. Ya se perdieron las huellas de sus pasos sobre la nieve o sobre la playa, pero subsisten todas las huellas de los pasos que ha dado en tierra firme y los que ha bordado en el aire, en el algodón de las nubes. Efraín ha dejado huella. Por supuesto que sí. Por esto, hoy (con tu permiso, mi niña) te hablo de él, te digo que, si acá está al lado del Presidente Honorario de la Red Latinoamericana de Cronistas, es porque, cuando Efraín (en 2019) asistió a Zacatecas, México, y a Medellín, Colombia, llevando la representación de Comitán, en encuentros internacionales de cronistas realizó con éxito su labor de embajador cultural de nuestra tierra, entabló relaciones óptimas con el maestro Gutiérrez, a tal grado que el destacado intelectual zacatecano se trasladó a Comitán para firmar cartas de intención de trabajos de memoria histórica con dos instituciones de educación superior de la ciudad: Universidad del Sureste y Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar. Nunca la crónica comiteca había volado tan alto. La crónica comiteca ha tenido instantes prodigiosos. Medio mundo reconoce la labor de Lolita Albores, Óscar Bonifaz, Amín Guillén, Tony Carboney, Roque Gil Marín, María Trinidad Pulido Solís, Leticia Román de Becerril, Pepe Trujillo, Temo Alcázar, Roberto Becerril, Rosa Hortensia Aguilar, Ricardo Aguilar, José Antonio Alfonzo Pinto, y de jóvenes cronistas, como Alejandro Hiram Morales Torres, Fabiola Aguilar y muchos más, pero sólo dos (puedo equivocarme, me encantaría que me taparan la boca) han acudido a encuentros internacionales: el maestro Octavio Gordillo y Ortiz (quien asistió a un congreso en Guatemala) y Efraín, quien acudió, como ya te dije, a Medellín Colombia. Sólo Efraín ha tenido la distinción de ser nombrado cronista integrante de la Red Internacional de Cronistas. Esto, Efraín lo consiguió hace un año, apenas, a sus setenta y nueve años de edad. ¿Viejos los de setenta y nueve? ¡Viejos los cerros! Efraín llega a sus ochenta lleno de vitalidad, de ánimos, es un comiteco remasterizado. Aún espera vivir muchos instantes. ¿Cuántos? Los que los dioses del universo le otorguen. Vivirá muchos más amaneceres. Correrá la cortina de su recámara y mirará cómo el sol se convierte en delgados hilos dorados que se sientan a descansar en el piso; abrirá la ventana del cuarto de un hotel y mirará a los muchachos nadando en la alberca (evitará mirar a las chicas con biquini, para que Chatita no se moleste); saldrá al porche de una casa en algún rancho y olerá el aroma de la lavanda que crece en el borde del camino; se parará frente a un ventanal y tomará una taza de café. Cuando le pregunté si todavía echa sus copitas me dijo que no, que ya no bebe. ¿Qué bebe ahora? Pues, con espíritu de Sabines, debe beber los amaneceres. “¿Cómo puede decirse un amanecer en Comitán?”, tal vez, digo sólo que tal vez, Efraín tiene una respuesta inmediata, que no será la misma del vecino, que no será la misma de su esposa, que no será la misma de un visitante. Todas las personas beben los amaneceres en forma diferente, algunos se lo beben a buches, otros a pequeños sorbos, unos más acostumbran oler los amaneceres acercando la nariz a la taza donde el sol brota como flor en primavera.
Posdata: Efraín cumplirá ochenta, en sus ochenta (generoso) ha dado un gran regalo a su pueblo. Fue a Zacatecas y a Medellín a promocionar nuestro pueblo y pronto hubo respuesta. El Presidente Honorario de la Red Internacional de Cronistas llegó a Comitán y trajo buenas nuevas. El carisma de Efraín logró tal distinción. Por primera vez en la historia del pueblo, un cronista comiteco alcanza la distinción de ser parte de una institución de nivel internacional. La crónica ha subido un escalón. Efraín, sin titubeos, ha puesto el pie, en forma firme y, ahora (a ver quién lo detiene) ya tiene el pie levantado para subir otro peldaño. Su vida ha estado llena de instantes gloriosos y ominosos. Los pasos más recientes han sido de gloria. Ojalá, de acá en adelante, todos sus pasos sean luminosos.

jueves, 20 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON FOTO TAMAÑO INFANTIL, OVALADA




Querida Mariana: Esta fotografía me la envío mi amigo Toño Guillén. Él tiene una imprenta y, actualmente, repara algunos documentos de la escuela Fray Matías de Córdova (la escuela donde él y yo cursamos la educación primaria). Dentro de los documentos apareció el libro de registro de entrega de certificados.
Me envió la foto y escribió: “Estoy restaurando unos libros de la Matías y encontré tesoros.” Tal vez vos (porque sos niña lista) podés comprender el significado del concepto tesoro. Los niños comitecos nacidos en los años cincuenta del siglo pasado, ahora, ya viejos de sesenta y más, nos enviamos mensajes y fotografías a través del WhatsApp. Somos viejos acomodándonos a estos tiempos cibernéticos.
Sí, lo que Toño me envió es un tesoro. Ahí está mi foto que me muestra cómo era yo a los once años. Soy un niño con diversas fobias, una es ir al peluquero (fui feliz en los años setenta cuando todos los chavos usamos el cabello largo) y otra fobia era ir a los estudios fotográficos, porque la luz intensa me obligaba a cerrar los ojos. Así que acá aparezco con la cara de piedra que ahora ostento (en ese tiempo era más risueño). Tengo una mirada triste, como si advirtiera que la edad feliz de la infancia ya estaba a punto de terminar. Quienes me hacían bulling en la escuela no lograban cancelar la ventana llena de luz que hallaba al lado de mis papás en la casa. Iba a la escuela todos los días, a veces era feliz, otras veces (muchas) era infeliz, pero la felicidad completa la hallaba en mi casa, donde no había deberes que hacer. Era feliz jugando carritos y muñequitos en el sitio, era feliz leyendo cómics, era feliz escuchando la XEW (La voz de América Latina desde México); era feliz estando con mis papás en la sala, ella tejiendo y él leyendo un periódico; era feliz jugando con mi perro negro (que mi mamá sostiene nunca existió y yo lo tengo como una de las mascotas más reales que jamás he tenido.)
Este documento consigna que del 19 al 24 de agosto de 1968 presenté y aprobé los exámenes de fin de cursos del sexto grado, lo que me permitió recibir el certificado de educación primaria. Días después pasé a la escuela donde recibí el documento y estampé mi firma. Sí, sí, el maestro Luis Alberto Vila Gallegos, mi maestro de sexto grado, nos ponía a practicar, en el salón, nuestra firma. Ahí está mi firma con letra manuscrita. Tiene una A mayúscula que se une al Molinari, escrito con minúscula y luego la T de Torres, que se prolonga en una figura que puede ser un cono con dos bolas de nieve, pero que algunos perversos pudieran interpretar como un pito con dos bolas o la representación de ovarios. Alguna grafóloga podría dar una interpretación a esta forma que, concluyo, no tenía más intención que imitar las firmas de los adultos que, en caso del maestro Víctor (mi director) era una prolongación hacia abajo, y en el caso del maestro Luis (mi maestro de sexto) era una cuerda que encerraba el motivo principal. No sé cuál fue la firma de Toño, pero debió ser algo semejante.
El texto está escrito con letra manuscrita, salvo mi nombre, escrito con letras de molde, en mayúsculas. Si pongo atención a la letra puedo deducir que el texto fue escrito por mi maestro de sexto, tal vez era parte de sus obligaciones, llenar estos datos y pasarlo a firma con el director. No sé si este acto se celebró en el salón de sexto o tuvo mayor relevancia y fue en la dirección. Asumo que entré acompañado de mi papá y el maestro indicó que firmara debajo de la palabra Recibí. Con la pluma de tinta azul (la misma que usó mi maestro de sexto) escribí Amolinari T e hice el garabato final. Y ahí quedó mi firma como constancia de que había recibido el documento y que una nueva etapa en mi vida estaba por comenzar.
Mi amigo Javier siempre recuerda que en la preparatoria yo le decía que iba a ser estudiante toda mi vida. Estudiaría la licenciatura, una maestría, un doctorado y luego a ver qué más inventaba.
Posdata: Ahora, ya viejo, me doy cuenta que no estuve hecho para la escuela. Concluí (con mucho trabajo) la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana. Hice mi servicio social años después y mi titulación ocurrió muchos años después. No debía decir lo que diré, pero lo diré: aún no tengo mi cédula profesional. Hacer el trámite me da pereza. La tramitología es otra de mis fobias. La burocracia en nuestro país es un tormento chino. Recibí con emoción la noticia de que ya puede tramitarse el documento por Internet. El otro día lo intenté, la respuesta del chunche fue que mi escuela no está registrada. ¿Cómo? Estudié en la Universidad Autónoma de Chiapas, quise gritar, quise reclamar, pero entendí que el chunche electrónico no me haría caso.
Pero acá está la constancia de que un día de 1968 acudí, al lado de mi papá, a recibir mi certificado de primaria. Fue un trámite muy sencillo. Sólo tuve que hacer la firma que había practicado en el salón. Esa mañana (porque fue de mañana) me sentí un hombre importante, más que por recibir el certificado, por estampar mi firma en un documento.

miércoles, 19 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA FOTO EN BLANCO Y NEGRO




Querida Mariana: A veces no pensamos en el futuro. Los viejos nos recomiendan vivir el presente y en el presente no sabemos que las fotografías que tomamos las verán las personas del futuro. Muchos se quejan porque las fotografías antiguas no tienen nombres de los personajes, ni fechas. Por fortuna, esta fotografía tiene un letrero que indica cuándo fue tomada. El letrero dice: “Concurso de Tiro al Blanco, en la primera feria de año nuevo, en Comitán, Chiapas. 1937 y 1938.” Gracias a estos datos sabemos que la fotografía fue tomada en un acto importante para la comunidad, en el pueblo de Comitán, en un determinado año. ¿1937 y 1938? Tal vez la fecha corresponde al recién estrenado 1938. Se consigna el año 1937 como colita del año ya ido. ¿Vos le encontrás otra explicación al hecho de que aparezcan consignados dos años a la vez? Lo que la fotografía no precisa es el lugar donde la foto fue tomada. Sabemos que es el parque central Benito Juárez, el antiguo parque. Donde están las dos bases que sostienen las lámparas (y que es el lugar de mayor concentración de personas) es la esquina que tenía una escalinata para subir al parque. El tejado de la casa del fondo es donde actualmente está el portal de la Farmacia del Ahorro. Sí, el otro portal (el que está a la izquierda de la foto) pertenece a la famosa manzana de la discordia (manzana que fue derruida en los años setenta); es decir, donde este grupo está parado es la esquina de la parte superior del parque actual, si vos te parás ahora en ese mismo sitio hallarás la escultura que sostiene una piedra en el centro y mirarás el templo de Santo Domingo y la Casa de la Cultura.
El fotógrafo se paró en uno de los andadores del parque (con piso de ladrillo), colocó su tripié y su cámara. La mayoría de asistentes ignoró al fotógrafo. Sólo tres rostros miraron hacia donde estaba la cámara: el tipo con corbata, sombrero, que tiene las manos adentro de las bolsas del pantalón y que es la persona más cercana al objetivo de la cámara; el otro hombre que está con las manos detrás de la cintura y (a ver si mirás lo mismo que yo) la mujer que husmea por encima del barandal. ¿Es el rostro de una mujer? Sería la única mujer de toda la escena. La mayoría está conformada por hombres, por hombres que platican. Casi se puede escuchar el rebumbio de sus charlas, quienes llevan la voz sonante son los tres hombres que aparecen al lado del hombre con quepí y porta una pistola. Sin duda que estos hombres pertenecen a la clase media alta de la población (todos visten traje, todos tienen sombreros que no son de paja.) La fotografía tiene más de ochenta años de haber sido tomada. Casi puede asegurarse que la mayoría de los que aparecen en ella ya no viven. Estamos viendo fantasmas, por eso la fotografía tiene un aura de niebla. Todos los que aparecen en la fotografía tienen más de veinte años de edad. Si alguien vive sobrepasa la edad de cien años. ¿Hay algún comiteco sobreviviente de este acto? Es difícil. Raro, muy raro, que no haya los infaltables niños que siempre curiosean en los actos relevantes y aparecen de metidos en las fotos. No hay una sola carita infantil que se asome. Parece que el acto estaba reservado a adultos (es concurso de tiro al blanco), no era espectáculo para mujeres ni para niños.
La foto consigna un acto importante para la comunidad. El fotógrafo hizo favor de legarnos este recuerdo, que nos permite traer un pasado al presente que fue futuro. Como en la película “La sociedad de los poetas muertos”, si uno aguza el sentido del oído, puede escuchar el rumor de las voces. No hay gritos, todo es como un rumor de un oleaje. ¿De qué hablan? ¿Se ponen de acuerdo con las reglas del concurso? ¿Discuten acerca del resultado? No sé vos, pero yo no puedo determinar si el concurso ya se efectuó o aún está a punto de iniciar. No puedo determinar en qué lugar se realizó la competencia. Uno, por lo que dice el letrero, podría pensar que la contienda se efectuó ahí en el parque. Tal vez las balas empleadas fueron de salva, pero tal vez no. En ese tiempo muchas personas andaban armadas y en la noche del Grito de Independencia sacaban las pistolas y echaban tiros al aire.
Posdata: El fotógrafo colocó su tripié y encima la cámara. Él tuvo conciencia de volver eterno el instante presente; tuvo conciencia de que un día (personas del futuro) verían esta fotografía y tratarían de embonar las piezas sueltas. El fotógrafo (empleado de la empresa MF) nos legó un recuerdo perenne.
Si uno (qué acto tan contradictorio) cierra los ojos y acerca el oído puede escuchar el parloteo de estos hombres y el canto de los pájaros en los árboles, puede sentir el calorcito del clima templado de Comitán, puede oír los pasos del pensamiento del hombre que está sentado sobre la bardita donde está la baranda de madera (casi veo que ese hombre trajeado, con el sombrero en la mano, no tiene calcetines. Puede ser mi mirada atolondrada, pero lo veo desnudo de pies. ¿Por qué no usaba calcetines?)
La fotografía pertenece a la colección particular de Fernando Gómez Solís, quien, ya te conté, se dedica, en los últimos tiempos, a pepenar fotos antiguas en casas de amigos. Hace una labor muy efectiva para la preservación de nuestra identidad.

martes, 18 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON AUSENCIAS Y PRESENCIAS DE CINES




Querida Mariana: En esta fotografía no aparece Bersaín Estrada. Tal vez no está, porque él (artista, cantante) vive en Coita (lugar que se prepara para hacer su carnaval). Acá están (en el orden acostumbrado, así dicen los que escriben los pies de foto): Cielo (colaboradora de ARENILLA-Revista), don Francisco Javier Morales (el famoso Ventarrón), doña Sandra Santiago Coello, el licenciado Fernando Gómez Solís (el famosísimo Pina), el contador público Román Cordero (gerente de Plaza Las Flores) y Óscar Alexander Guillén Morales (nieto de El Ventarrón).
En esta carta saco a bailar a mi amigo Bersaín, porque (no quiero que se enoje, lo digo sólo como dato), en Coita no hay cine, como sí lo hay en Comitán. Bersaín se queja que, hace más de veinte años, en su pueblo no hay salas cinematográficas. Acá, en el lugar donde están los personajes de la fotografía hay salas de Cinépolis.
Acá, los personajes mencionados (con excepción de Bersaín) se preparan para el corte de listón de una exposición fotográfica que montó ARENILLA-Revista en Plaza Las Flores. Si mirás la fecha, dice 15 de febrero de 2020. La exposición estará disponible hasta el 23 de febrero. Los cientos de personas que llegan a la plaza (muchos a las salas de cine) podrán disfrutar la exposición. ¿Por qué el Pina y el Ventarrón hacen el corte? Porque el Pina, durante los últimos años, se ha dedicado a reunir fotografías antiguas; y porque el Ventarrón es uno de los personajes que, año tras año, participa en las comparsas que acuden a la Entrada de Flores en honor a San Caralampio, que se realiza el 10 de febrero.
Digo que el pueblo de Bersaín se prepara para el carnaval (el escritor Aleks G. Camacho sostiene que es el carnaval más bonito de Chiapas). La exposición que está montada en la Plaza muestra fotografías (son apenas diez, porque la Plaza celebra diez años de haber sido inaugurada en Comitán) de comparsas que parecerían ser parte de un carnaval. Ya te conté que esta tradición viene de hace muchos años. En 1928, Carlos Basauri estuvo en Comitán y contó cómo los asistentes se disfrazaban y bailaban (doña Lolita Albores, nuestra cronista, contaba que bailaban La Polka).
Aleks dice que en Coita baila “El Mahoma, El David, El Caballo, El Tigre y Los Monitos. Los Enlistonados, personajes que convergen a pesar de ser de diferentes culturas.” En Comitán, sin ser carnaval, el diez de febrero bailan los diablitos, los gigantes, los enmascarados, las muertes y cientos de personajes sacados de programas televisivos o cinematográficos. No es raro toparse con don Ramón y don Jaimito (del Chavo del Ocho) o con superhéroes, como Batman, o con personajes recientes como El Jocker, además de caníbales que llevan trozos frescos de carne (guácala). En fin, la Entrada de Flores, igual que el carnaval de Coita, tiene “personajes que convergen a pesar de ser de diferentes culturas”. Todo es un hermoso tachilgüil.
Pero decía que en Coita no hay cine desde hace más de veinte años. Nosotros, en Comitán (por fortuna), sí gozamos de salas cinematográficas.
En mi infancia y adolescencia disfruté de los cines Comitán y Montebello. Luego, de 1999 a 2008 disfruté los cines de la ciudad de Puebla (ciudad donde radiqué ese lapso). Cuando, con mi Paty y mi mamá, regresamos a Comitán, en 2008, hallé lo mismo que vive Bersaín: no había cine. No quedaba más que ver películas en la computadora o en la televisión, pero un día (¡ah, bendito día!) 27 de octubre de 2009, la Plaza Las Flores abrió sus puertas, y las salas de Cinépolis nos trajeron la magia del cine.
En mi infancia iba todos los domingos a la matiné a ver tres películas en el Cine Comitán; ahora, con mi Paty, voy todos los domingos a la matiné (sólo una película). Todos los domingos acudo al ritual. A veces veo películas decentes, a veces veo bodrios. A mi Paty le gusta ver películas de terror (yo las odio, pero cedo. En las dos pasadas semanas nos tocó ver películas absurdas que, hasta Paty dijo que eran estupideces. No recomiendo que vayás a ver “Gretel y Hansel” y, mucho menos, la de “La maldición renace”) Todos los domingos voy a la Plaza Las Flores. Mis rutinas han cambiado. Antes caminaba por el parque central y entraba a la sala, ahora camino por los pasillos de la plaza y elijo (es un decir, elige mi Paty) la película que veremos. Antes, iba al cine sin saber qué exhibirían. Me encantaba ese misterio. Ahora juego a hacer lo mismo: Entro “sin saber” qué veré. Veo lo que el azar envía, lo que “el Dios del cine” me manda.
Posdata: Sé que a Bersaín no le importaría ver una película malísima como “Gretel y Hansel”, con tal de tener la oportunidad de ir al cine (como iba en su niñez). Todo mundo sabe que el cine se ve mejor en el cine. Yo sigo siendo fiel a la religión que me inculcó mi papá. Cuando era niño iba de la mano de mi mamá y de mi papá al cine. Tuve la oportunidad de vivir la magia del cine de niño y de adolescente; ahora, de viejo, tengo la oportunidad de contar con salas cinematográficas en mi pueblo.
Bersaín vivirá una experiencia maravillosa en el carnaval de este año, allá en su pueblo. Nosotros, los comitecos ya vivimos una experiencia inenarrable el pasado 10 de febrero. En la Plaza Las Flores ahora hay una exposición fotográfica con imágenes de años pasados. Todo se debe a la generosidad de Fernando Gómez y de los directivos de la plaza. Cientos de personas ya la han visto. Te invito a que des una vueltita y la disfrutés.

lunes, 17 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN MENSAJE




Querida Mariana: He visto mensajes dibujados en la playa. Una vez, una amiga, con su dedo, dibujó un corazón en la arena, con un mensaje, y me mandó la foto, decía: Te quiero. Le pregunté si no se había equivocado, ¿era para su novio el mensaje?, ella dijo que no, que me lo había enviado a mí, porque me quería. Lo agradecí, pero supe que ese mensaje era para muchos de sus amigos, era como una de esas cadenas que muchas personas envían en los teléfonos. Claro, agradecí que ella me tuviera dentro de su lista de contactos.
Pero, ahora, el mensaje que recibí sí me dio alegría al doble, porque fue hecho especialmente para mí. Y esto debo de consignarlo en mi muro de afectos.
¿Alcanzás a distinguir la palabra que está escrita, no sobre la arena de playa, sino sobre la nieve de una banqueta de Edmonton, Canadá? ¿Si distinguís lo que dice? Comienza con a y termina con a. ¡En efecto! Dice Arenilla. No sé, pero pienso que es la primera vez que una arenilla aparece sobre la nieve. Que haya arenilla en la arena de una playa no es extraño, pero que haya arenilla sobre una capa de hielo sí es un hecho insólito.
Me emocionó saber que mi amigo Beto Ballinas haya pensado en mí, en una ciudad lejana. La fotografía, lo mirás, es de una calle de la ciudad canadiense, lugar que Beto visitó. Es de noche, la temperatura está como a veinte grados bajo cero. Ahí se ven autos estacionados y nada más. Nada más que el letrero que Beto escribió sobre la nieve: Arenilla.
Me emociona saber que Beto, con esa temperatura, salió a la calle, con una chamarra, embozado en una bufanda y guantes y pensó en mí. Tal vez escribió más palabras, más mensajes, pero uno de ellos fue especialmente para el acto creativo que ha servido para comunicarme con muchos lectores. Un día apareció la arenilla, no en mi ojo, sino en mi cerebro, y desde ese día no he dejado de aventar arenillas adentro de botellas que arrojo al mar del intelecto, con la esperanza que algún náufrago las pepene en las islas que habitan. Y sé (así lo han manifestado), muchos lectores me brindan el privilegio de leer los textillos que escribo, las arenillas que aviento, y (Dios los bendiga) hay muchos que disfrutan esas arenillas.
Muchos de mis textos son imaginativos, desbordan imaginación, pero ahora mi imaginación fue rebasada, porque jamás imaginé que una noche, en una calle de Edmonton, Beto escribiría la palabra sobre la nieve y me enviaría el testimonio gráfico de ese instante.
La Arenilla ya llegó hasta Canadá, apareció como un fantasma blanco, sobre una capa de hielo. Beto hizo la magia de convertir las huellas cotidianas en palabras. Todas desaparecerán, así como las olas se tragan las palabras escritas sobre la arena. Ahora pienso que, al día siguiente, amaneció soleado en Edmonton (febrero loco, marzo otro poco) y, con su mano cálida, borró todas las huellas. Las letras de Arenilla se integraron al agua y luego no fueron más que un hilo que se incorporó a la corriente que se fue por el albañal.
En la vida todo es así, todo es arena para un reloj implacable, todo es agua que se resbala por las comisuras de los dedos, todo es tiempo que se hace polvo, agua, nada.
Pero el instante perdura para siempre en la mente y en el corazón. Vivimos a pesar de que nos sabemos apenas moto de polvo.
Mis Arenillas también están hechas de polvo. El tiempo, como si fueran muros de adobe antiguo, las deshace, pero, me consuela pensar que algún lector, como bálsamo, se las unta al espíritu y las lleva en su memoria por siempre.
Posdata: Beto, como dicen ustedes los jóvenes, “me hizo mi tarde”. Cuando vi la fotografía supe que él, en nombre mío y de todos los lectores de Arenillas, había llevado el nombre hasta una tierra lejana. Pensé que Beto fue, en ese momento, como aquel astronauta norteamericano que pisó la luna e impregnó su huella. Esa huella lunar ya desapareció, pero el instante sigue presente en millones de telespectadores que vivieron ese momento histórico. Aquí, guardadas las proporciones, Beto realizó el mismo prodigio lunar, en medio de una superficie nevada colocó su huella y la bordó en mi corazón agradecido.
Gracias, Beto, Arenilla ya “pisó” tierra canadiense. Parafraseo al astronauta: “Fue un paso pequeño para el hombre comiteco, pero un paso gigantesco para la comunidad lectora de Arenillas.”
Pucha, qué genialidad. La palabra Arenilla escrita en una banqueta de Edmonton, Canadá. Sólo a Beto se le pudo ocurrir.

sábado, 15 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN BAÑO DE POLVO MÁGICO




Querida Mariana: Los jóvenes no entienden a los viejos. Nuestros recuerdos están llenos de polvo, huelen a naftalina revuelto con un acre aroma a orines. Sí, los jóvenes tienen razón en no entender a los viejos, ustedes huelen a nube limpia, las muchachas se ponen gotitas de perfumes franceses en medio de los pechos y atrás de las orejas, los muchachos, después del baño, frente al espejo, levantan los brazos y, sobre la mata peluda de la axila, se rocían desodorantes importados. Los viejos estamos empolvados y nuestros recuerdos también están llenos de algo que es como esa polilla que cae de los muebles antiguos. Pero, si no fuera por esa franja de luz ámbar nuestras vidas estarían menos completas, más vacías. El recuerdo de lo pasado otorga proteínas a nuestra dieta diaria. Los viejos cenamos pan sopeadito, tomamos licuados porque no podemos comer alimentos duros, pero, sí le echamos el diente completo (aunque sea con prótesis dental) a todo lo que huele a pasado.
La foto que te anexo nada te dirá, pero es un objeto que (estoy seguro) si lo viera tu abuelo lo enviaría directo y sin escalas a un pasado glorioso, porque lo que está en la imagen es un proyector de uno de los dos cines que, en los años sesenta, hubo en Comitán. No sé bien a cuál de los dos cines perteneció (no sé si fue proyector del Cine Comitán o del Cine Montebello), pero este chunche permitió que decenas de cinéfilos de esos tiempos disfrutaran de la maravilla del cine. El licenciado David Esponda, director del Teatro de la Ciudad, logró que don Rafa Pascacio, dueño de ambos cines, le prestara este proyector para que estuviera en exhibición en el vestíbulo del Teatro Junchavín (ahí sigue expuesto). Cualquier persona puede entrar al lobby y ver esta maravilla. Pienso que este proyector funcionaba a través de un principio sencillo, pero prodigioso: Proveía una fuente de luz que permitía que los cuadritos del filme fueran proyectados hasta una pantalla (ubicada en el otro extremo de la sala) dando paso al milagro de la imagen con movimiento, porque el movimiento está dado al pasar veinticuatro cuadros por segundo.
Es una bobera lo que diré, pero sin este chunche todos los cinéfilos no habríamos disfrutado la maravilla del cine. Por supuesto, ni no hubiera estado el proyeccionista este chunche no habría cumplido su función, es una mera máquina inerte, pero cuando Jorge Saborío (igual que Alfredo, el proyeccionista inolvidable de la cinta “Cinema Paradiso”) colocaba el primer rollo de la cinta y enredaba la cinta entre los espacios adecuados, pulsaba el botón que iluminaba la lámpara (más poderosa que la de Aladino, porque cumplía más de tres deseos) y accionaba el botón que iniciaba la proyección, la sala del Cine Comitán (o la del Montebello) se llenaba con el espectáculo más sublime del mundo, el que hacía reír a toda la audiencia con las ocurrencias de Tin Tan o los pastelazos de Viruta y Capulina; o hacía llorar a toda la audiencia con las tragedias de doña Sara García a la que hora que veía las travesuras que hacían sus hijos; o hacía temblar a toda la audiencia a la hora que, en forma misteriosa se abría el ataúd, y Drácula (vestido como un dandi, sin una arruga en su traje), se incorporaba con las manos sobre el pecho y mostraba la dentadura con los enormes y afilados colmillos que buscarían los cuellos de las muchachas bonitas; o hacía emocionarse a toda la audiencia a la hora que Tarzán emitía su grito especial y flotaba en el aire, de una a otra liana, mientras un grupo de elefantes corría en medio de la arboleda; o hacía sudar a toda la audiencia de jóvenes a la hora que Meche Carreño se quitaba lentamente su ropa hasta quedar completamente desnuda y mostraba sus pechos y su pubis lleno de negros vellos ensortijados (ah, qué barroco, que frase tan de Bernardo Villatoro.)
Cientos de sueños se deslizaron por esas salas, gracias a la magia que realizaban los proyectores y los proyeccionistas, quienes eran los últimos y más modestos elementos de una enorme cadena, que había iniciado con los escritores de guiones, dirigidos por los grandes directores y actuados por enormísimos actores y actrices. De la ventana de este proyector tomaron vida María Félix, Chaflán, Vicente Fernández, Silvia Pinal, Lorena Velázquez, Julio Alemán, los hermanos Almada, el comiteco Javiercito Esponda, Leti Pinto, mi ex compañera de la secundaria, y la de los pechos soberbios que amamantó a miles de cinéfilos mexicanos: Isela Vega; que todos los dioses de la concupiscencia la bendigan siempre, por los siglos de los siglos, mamén, perdón, amén.
El otro día, platicando con Iván en la radio, él contó que, en la Ciudad de México, ciudad donde nació, cuando iba al cine compraba palomitas y refresco (lo que ahora venden en las salas de Cinépolis). En los cines comitecos vendían también palomitas y refrescos, pero, además, los cinéfilos (a la hora del Intermedio o con los niños que ofrecían servicios hasta la butaca) tacos dorados, tortas y, en gayola del Cine Comitán, hasta elotes asados. Le dije que él es muy joven, porque a mí me tocó (cuando estudiaba en aquella ciudad maravillosa) ir al Cine Tlatelolco. Dicho cine seguía fielmente la tradición de la plaza prehispánica porque era como un mercado donde vendían hasta tamales de hoja. A pesar de que estaba acostumbrado a mis cines comitecos donde los espectadores, a la hora de ver en pantalla a la bellísima Sofía Loren, comían una orden de tacos dorados, me sorprendió ver entrar a mujeres gordas cargando charolas llenas de tamales, tacos suaves, salsas y palomitas (las charolas eran metálicas.)
Siempre he dicho que el cine fue una de las religiones que me legó mi papá (que su Dios ilumine siempre sus pasos). Mi papá y mi mamá (que nuestro Dios permite que aún siga conmigo) siempre fueron muy cineros. Cuando viajábamos de vacaciones lo primero que hacían era ubicar alguna sala cinematográfica y por las tardes entrábamos a las funciones. Mi papá siempre comparaba las salas. Por lo regular, las grandes ciudades tenían grandes salas, había algunas que eran fastuosas, tan fastuosas como los palacios egipcios que salían en la pantalla. Lo que sí no cambiaba mucho era el comportamiento de los espectadores. A mí siempre me ha fascinado todo el ritual que se desarrolla en las salas. Me encanta el instante previo al inicio de la función. Me encanta sentarme a mitad de la sala y ver cómo las personas entran, caminan por los pasillos (muchos tomados de las manos, bien sea hijos con padres o parejas de enamorados), se detienen y buscan asientos de su preferencia (o cuando las salas se llenaban, las butacas que estuvieran vacías. Antes, querida niña, no había asientos numerados, uno se sentaba en lugares elegidos en sitio o en los vacantes.) Cuando la sala está semivacía me encanta oír el murmullo de las parejas (quién sabe qué cositas bonitas o qué cochinadas cómplices se dicen); me encanta oír la plática desbordada o las risas volanderas de los grupos de jóvenes. Me encanta ver a los mayores leyendo un periódico o leyendo un libro. Todos están sentados (algunos están parados, con las nalgas recargadas sobre el asiento de enfrente), todos esperan. Y esto es uno de los grandes misterios del mundo; es decir, todos los cinéfilos acuden a ver una cinta (en mis tiempos de niño hasta tres, con permanencia voluntaria) y saben que deben esperar el inicio. Yo soy como dijo uno de los protagonistas de una cinta de Woody Allen (que interpretó el propio Woody), de los que no soportan entrar cuando ya inició una película. Me encanta llegar con anticipación, cuando todas las luces están prendidas y los cinéfilos buscan sus lugares y, como si fueran niños en el aula, esperan que el prodigio del cine inicie. ¡Ah!, es un instante sublime donde las luces comienzan a retirarse y la pantalla se ilumina en su totalidad. En mis tiempos de infancia, cuando mis papás me llevaban al cine, el inicio de la función era con un noticiario que daba a conocer las últimas novedades del mundo (recuerdo que en “Cinema Paradiso”, el pequeño actor ve escenas de la guerra en donde está su papá.) Al término del noticiario la cinta comenzaba. Muchos de mis contemporáneos disfrutan las cintas en blanco y negro. Hay directores de películas actuales que eligen este color (en tiempo donde el color domina). Ya mencioné a Woody, recordá que su afamada cinta Manhattan está filmada en glorioso blanco y negro. Me acostumbré a cintas en blanco y negro, tal vez por esto (ahora en estos tiempos de fotografía digital) cuando alguien me da a elegir entre una foto en blanco y negro o en color, la mayoría de veces elijo el blanco y negro (claro, si el motivo de la foto es un atardecer pleno de colores naranjas y amarillos, dudo tantito, pero al final termino eligiendo el blanco y negro, porque mi mente recuerda todas las películas donde una pareja de actores se paró en una terraza de hotel o en la playa y miró un atardecer en blanco y negro. El horizonte y la parvada de nubes no tenía más contraste que el blanco y el negro.
Posdata: Ahora el aparato proyector está en exhibición en el vestíbulo del Teatro Junchavín. En ese mismo espacio estuvo el Cine Montebello. Aún recuerdo la fachada con el anuncio luminoso y las paredes forradas con azulejos azules (sí, azulejos, como si fueran las paredes de un baño). En la radio comenté también lo que ya en alguna ocasión te platiqué: El Cine Montebello fue una sala sui géneris: tuvo los sanitarios, de damas y caballeros, en ambos lados de la pantalla. ¿Cómo era posible? Mientras todo mundo veía la cinta, de pronto un halo de luz inundaba la sala, porque algún urgido había abierto la puerta abatible. Todo mundo veía quién entraba y quién salía, cuántos minutos tardaba dentro. ¡Qué pena! Era parte de ese mundo encantador de los años sesenta y setenta de un Comitán ya lejano, de un Comitán que, a veces, nos reserva sorpresas agradables y nos estruja el corazón a todos los viejos, porque ante nuestros ojos aparecen chunches antiguos que nos hablan de una edad que se nos fue. Algún día, la película de nuestra vida se agotará, el carrete recibidor seguirá dando vueltas y el final de la cinta chicoteará en el aire. En el cielo aparecerá la palabra FIN y alguien, años después, recordará, recordará…

viernes, 14 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, PINTADA DE COLOR ROJO



Querida Mariana: Anexo una fotografía que tomé el diez de febrero de 2020, en el templo de San Caralampio. Te la comparto porque habla de la continuidad de una tradición. Si mirás bien, el color rojo domina la escena, tal vez esta atmósfera está dada por el plástico rojo del fondo y por la lona de Matías Castellanos (que mandó a hacer para promocionar su candidatura a la presidencia municipal de Comitán para el trienio 2012-2015. Recordá que Matías es priista de hueso colorado y el color dominante de su publicidad es el color rojo.) ¿Qué está haciendo esta lona en el atrio del templo de San Caralampio? Ah, bueno, dije que esta fotografía habla de tradición, habla de que los comitecos reciclan todo. Sin duda que esta lona estuvo colgada en alguna pared y cuando la elección terminó (Matías perdió ante Luis Ignacio Avendaño Bermúdez, que era del Verde), alguien la rescató y pensó que serviría para algo (he visto lonas que sirven para cubrir gallineros, por ejemplo). Acá, a Matías le fue bien y sirvió para delimitar el espacio donde dos mujeres sirvieron vasos de temperante a los fieles que acudieron a la Entrada de Flores del año 2020.
Dije que los comitecos reciclan y mantienen (hasta donde es posible) intactas sus tradiciones. Es tradición que los participantes de la Entrada de Flores, en honor a San Caralampio, que se realiza cada año, el diez de febrero, reciban, después que entraron al templo a agradecer al santo los favores recibidos, un vaso de temperante (que es una bebida sencilla, casi simple, que consiste en agua, azúcar y colorante, de color rojo, ¡por supuesto!)
Doña Flor de María, quien está bien firme, con su playera de color azul y su pantalón de color rojo (¡tenía que ser!) lleva once años entregando el temperante a los fieles, en forma voluntaria. Su hija, Sandra Guadalupe, quien se dedica a vender taquitos dorados, de lunes a viernes, la ayuda el diez de febrero, en la repartición del agua. Su mamá dice que cuando el Señor San Caralampio diga que ya no puede repartir los vasos, ahí estará su hija para tomar su lugar. El diez de febrero, doña Flor de María se encargaba de preparar la bebida y de llenar los vasos. Debajo de la mesa había cuatro o cinco tambos de plástico donde estaba la esencia. La labor de doña Flor consistió en colocar la esencia en dos tinas, agregarle agua y “menearlo con ganas”, para que la esencia se abriera como rosa en medio del agua. ¿Ya miraste la jarra de plástico que está al frente? Esa jarra la metía en la tina y con ella servía el agua de temperante en vasos de cristal. ¿Alcanzás a ver el vaso lleno que está detrás de la tina? En ese lugar, doña Flor tenía como veinte vasos ya preparados. Cuando algún fiel salía por la lateral del templo, ofrecía, con una sonrisa: “¿Gusta su agua?”. Algún despistado o asistente por primera vez preguntaba el costo, ella decía que era gratis. La persona se acercaba, se quitaba el sombrero y llevaba el vaso a su boca, y disfrutaba de esa agua casi simple, fresca, que es parte de la tradición. ¿Y cuál era el trabajo de Sandra Guadalupe? Recibir los vasos vacíos, meterlos en una cubeta llena de agua, enjuagar los vasos y regresarlos a su mamá para que los llenara de temperante, ayudada con la jarra de plástico. Y así durante todo el día. ¿Te parece antihigiénico esta costumbre? Antes de vasos desechables, el atol y el agua de temperante se servían en vasos de cristal, que se lavaban en la misma agua. Cuando nos llegó la higiene nos llegaron, también, los vasos desechables. Y ahora (así pensamos) no bebemos las babas de los otros, pero andamos contaminando todo el planeta. Cuando llegue el fin de la Tierra moriremos bien sanos.
A la hora que tomé la fotografía el contingente de fieles apenas salía del Chumis (el punto de reunión), por eso doña Flor y Sandra estaban tranquilas. Cuando el contingente llegó al templo, ¡manos les hicieron falta! Llegaron decenas de fieles que, sudados, cansados, pero felices, se acercaron a pedir “un su vaso de temperante.”
Posdata: Matías lleva el nombre de su abuelo Matías Castellanos, Matías es nieto de doña Milita Domínguez de Castellanos, hija de Belisario Domínguez, por lo tanto, es bisnieto del máximo héroe civil de este país, un gran liberal. Matías jamás imaginó que su imagen estaría protegiendo la labor modesta que realizan doña Flor y Sandra. Debe sentirse orgulloso, porque (insisto) he visto lonas que sirven para cubrir gallineros. Acá su lona sirvió para cubrir un espacio donde se dio, en forma sencilla, una tradición de muchos años.

jueves, 13 de febrero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XVI)




El primer viaje que realicé fue a China (hablo, por supuesto, en forma imaginaria). Ese día fue día de mi cumpleaños. No recuerdo cuántos años cumplía. ¿Seis? ¿Siete? Una secretaria de mi papá (se llamaba Flor) me llevó un presente. Yo estaba en un corredor de la casa, tomaba un jugo de naranja, ella llegó, me cantó las mañanitas, me dio un abrazo y me entregó un paquete envuelto en papel de china (en color amarillo). Ella se retiró, cuando vi que entraba a la oficina de mi papá, yo rasgué el papel de china para ver qué me había regalado. ¡Soberbio! Eran cuatro revistas de monitos (cómics). Sólo recuerdo dos, una de ellas era un cómic de El Pato Donald y la otra relataba los viajes de Marco Polo. Por supuesto, yo no sabía quién era Marco Polo, y, por supuesto, fue la revista que menos me interesó. Leí las otras tres y, cuando se agotó el material, no me quedó más que leer la de los viajes de Marco Polo. Fue el deslumbre. Mi papá, con mucho orgullo, me había dicho que nuestra familia venía de Italia, y, en la revista, lo primero que hallé fue que Marco Polo era veneciano, de Italia. Al lado de su retrato estaba un dibujo que mostraba parte de esa ciudad rodeada de agua, con decenas de canales. Corrí hacia mi papá y le pregunté si de ahí venía el abuelo paterno, dijo que no, dijo que el abuelo había nacido en Italia, pero no en Venecia. Pero, ¿Venecia es de Italia? Sí, dijo mi papá, Venecia es parte de Italia. Entonces, como si hubiese recibido algún premio por aprovechamiento en la escuela, volví a sentarme en el piso del corredor y di vuelta a la página de la revista. Mi abuelo, sin ser de Venecia, pertenecía a esa misma tierra (casi agua), donde había nacido Marco Polo. Pensé que alguna mañana yo debía abordar un avión y viajar a Venecia. ¿Cómo aterrizaban los aviones ahí? ¿Acuatizaban?
Y digo que fue un deslumbre, porque esa mañana descubrí que el mundo era amplio. No importaba si la tierra era plana o redonda, eso era una discusión absurda. Lo que importaba es que el mundo era basto, que más allá de las calles de mi pueblo, del parque central, del templo de El Calvario, de mi escuela Fray Matías de Córdova, del canal de Jishil, lleno de agua fresca, había más mundo, y había un mundo que se llamaba China, lugar al que no había llegado ningún italiano antes de Marco Polo, quien, tal vez, fue tatarabuelo de alguien que fue amigo del tatarabuelo de mi abuelo. Las nacionalidades sirven para eso, para que los nacidos en una misma patria puedan coincidir en algún instante en algún lugar. Bueno, las nacionalidades también han servido para hacer guerras y para asesinar a millones de personas.
Recuerdo que la mayor impresión fue un dibujo con la muralla china. A vista de pájaro mostraba a esa serpiente de piedra moviéndose por en medio de altísimas montañas. Pensé que ningún visitante podía tener esa vista que yo tenía en las manos. Desde entonces pensé que los lectores teníamos grandes ventajas con respecto a los turistas que se cansan en los trayectos de ir de una plaza a un templo que está colocado en la cima de una montaña. He visto a muchos turistas sentarse a mitad de la escalinata que tiene cuatrocientos escalones, los he visto sacar un pañuelo, secarse el sudor; los he visto colorados de sus rostros, por el esfuerzo, los he visto llevarse la mano al pecho, porque el corazón está ladrando como perro a mitad de la noche. He visto a muchos turistas doblarse el pie al pisar sobre una piedra que resbala, los he visto correr de un lugar a otro en busca de un sanitario, porque tienen una urgencia física; los he visto abrir los brazos cuando están arriba de una cima y una cordillera se rinde ante sus pies; los he visto emocionarse ante el vuelo de patos migrantes; los he visto bailar en la playa, nadar en mares o lagunas o ríos; he visto cómo cierran los ojos cuando sienten la brisa al navegar por un río de la selva; los he visto abrazarse temerosos cuando escuchan el ruido ensordecedor de cien monos aulladores. Los he visto, satisfechos, disfrutar la vida, vivir la experiencia inenarrable del viaje. Los he visto hacerse polvo cuando se estrella el avión donde viajaban, molestarse al punto de ataque al corazón cuando les avisan que su reservación no estaba confirmada o cuando sus maletas terminan en el aeropuerto de Roma, cuando debían estar en Milán.
Yo soy un bobo. Desde entonces decidí viajar desde casa. Nunca, por fortuna, a la hora de viajar a Argentina o a Colombia o al Sahara o bogar por el río Ganges o en el Usumacinta, se me ha caído una teja sobre la cabeza o me he resbalado o me he ahogado o se ha incendiado el hotel donde estoy. Tomo un vaso de agua con limón (sin azúcar) y disfruto lo que han llamado las maravillas del mundo. Bueno, con decir que jamás algún perro ha levantado su pata y me ha orinado. No. En casa tenemos a la Pigosa y ella, como toda una dama, se agacha y orina. Los perros son más escandalosos, andan, por todos lados, levantando las patas y presumiendo sus miserias.
Sentado sobre el corredor de ladrillos, al lado de macetas con helechos y tomando un jugo de naranja, ese día de cumpleaños viajé a China con Marco Polo. El viaje transcurrió sin novedad por lamentar, al contrario, todo fue deslumbrante. Esa noche, después de la piñata, quebrada con los amigos, y los juegos en el sitio y la cena con patzitos y el reparto del pastel, vi que mi mamá estaba satisfecha y cansada, dejó caer su cuerpo en una silla de mimbre, en la sala, y respiró hondo. Me acerqué y le dije que esa mañana había viajado a China. Me vio y sonrió. ¿Qué tal?, preguntó, y mi cara se iluminó para responder, pero ya no dejó que las palabras brotaran, me dijo que ella, una vez, cuando estaba en su casa de Huixtla, había visto una postal de aquellos lugares (en Huixtla hay muchos chinos) y había pensado que algún día iría a conocer el oriente. La vi. Tenía un velo de niebla en sus ojos. No hubo necesidad de preguntar por qué no había realizado su deseo. Tampoco había necesidad de decirle que en mí no había nacido el deseo, porque lo había cumplido a cabalidad. Había viajado para conocer la Muralla China, sin necesidad de usar visera para protegerme del sol, sin necesidad de que me salieran ampollas en los pies.
Muchos años después un amigo viajó a China y, a su regreso, sentados en la Alameda, de la Ciudad de México, me contó las maravillas que había visto. Después que su asombro comenzó a menguar, le pregunté cuántas horas había invertido en el viaje por avión y cuánto dinero había invertido en cumplir su sueño. Me respondió, y, cuando vio mi cara de sorpresa, dijo que todo había valido la pena, que lo volvería a hacer. Había tanto por ver, dijo, reconoció que mucho quedó pendiente por conocer. Sí, dije yo (y recordé mi certeza infantil), comenté: El mundo es basto. Entonces me vio desde su altura orgullosa y preguntó sólo para humillarme: Y, vos, ¿nunca has ido a China? Alcé los hombros y dije que sí, que había viajado en varias ocasiones y sonreí. Esta sonrisa la interpretó como un alarde estúpido, de alguien que ni en sueños ha realizado tal proeza. Sonrió, me dio la mano y se despidió. Lo vi caminar con rumbo al Palacio de Bellas Artes, cuando él desapareció de mi vista, caminé con rumbo al metro, para ir a casa.

miércoles, 12 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, ANTES DEL CUERPO DE CRISTO




Querida Mariana: Acudo a misa en ocasiones muy especiales. El 5 de febrero fui al Santuario del Niñito Fundador, porque hubo una misa de agradecimiento por los setenta años de la fundación del Colegio Mariano N. Ruiz. ¡No podía faltar!
Cuando me preguntan digo que soy católico. Ya he dicho que mi papá me heredó dos religiones: la católica y la cinéfila. No he renunciado a alguna de ellas, porque sería tanto como renunciar a la heredad de mi padre. Seré católico y cinéfilo durante el resto de mi vida. ¡Claro! Ya no asisto al cine con la frecuencia que lo hice en mi niñez, tomado de la mano de mi papá, la vida nos impone cargas que impiden los gozos de la niñez y, además, él ya no está. “Confieso ante Dios, todopoderoso” que acudo menos a misa. Siendo honesto practico más la religión del cine que la otra, pero no desdigo de ella. Siendo honesto prefiero ir a la matiné que a la misa de domingo.
Fui a misa , como es mi modo, busqué un lugar donde no tuviera tanta interrupción, un lugar donde pudiera estar pendiente de todo lo que ahí sucedía. Reconozco que, así como me gusta el cine, me gusta ver los movimientos que las personas realizan en lugares especiales, en momentos especiales. Busqué y miré que en el coro nadie había, subí por una escalera, sosteniéndome del pasamanos metálico, jalé una banca y la acerqué lo más que pude al barandal, me acodé y desde ahí vi y escuché el acto. El sacerdote felicitó al colegio, a sus fundadores, a maestros, padres de familia y alumnos de la institución, pidió un aplauso y éste se dio de manera generosa, no faltó quien, sin gritarlo, dijo: “Que viva el colegio”, pero la solemnidad se impuso y nadie coreó este viva. Fue entonces que vi la mesa que estaba justo debajo del coro: una mesita modesta, con un tapete bordado, una botella de vino de consagrar y una cesta (de plástico) con hostias. Pensé que el vino y la hostia (tal como aprendí desde niño) eran la materia prima de lo que, después del acto de consagración, se convertirían en la sangre y el cuerpo de Cristo. Los incrédulos se burlan de tal milagro, pero los fieles católicos creen firmemente en tal mutación. El vino se convierte en la sangre de Cristo y la hostia es el cuerpo de Cristo. Quienes pasan a comulgar toman de la sangre de Cristo y comen del cuerpo de El Salvador. Va pues, cada quien con su creencia y su fe.
Pero, de igual manera pensé que cuando fui acólito, a todos los de mi gremio nos encantaba el momento previo a la consagración, cuando el vino no era más que vino y la hostia no era más que unos circulitos deliciosos de harina de trigo. Sin ponernos de acuerdo y ya con nuestros trajes de acólito un día determinamos que el otro “ensotanado” (el sacerdote) tomaría y comería la sangre y el cuerpo de Cristo, mientras nosotros (simples mortales) gozaríamos de tales delicias antes de que tales sustancias se transformaran, así pues, uno de nosotros se ponía en la puerta para avisarnos a la hora que el padre entrara a ponerse la sotana (teníamos un rol bien definido), mientras los demás sacábamos la botella del cancel y, como borrachitos callejeros, le dábamos sorbos a pico, y luego nos dábamos un atracón con las rueditas deliciosas, hmmm, dejábamos que se disolvieran en el lago de nuestra saliva. Cuando el vigilante silbaba, sabíamos que el cura estaba por entrar. Dejábamos todo como lo habíamos encontrado y saludábamos al padre inclinando la cabeza que, en varias ocasiones, sentíamos como que se desprendía de nuestro cuello. Estos ligeros entorpecimientos de nuestras mentes ocasionaron en más de dos ocasiones que se nos cerraran los ojos a mitad de la misa o que tocáramos a deshora la campana en el instante que el sacerdote decía: “Este es el cuerpo de Cristo”. Nosotros sonreíamos porque ese cuerpecito ya había sido nuestro, junto con su emboladora sangre.
Posdata: Valió la pena ser monaguillo. En varias ocasiones subí al campanario del templo de Santo Domingo. En el último tramo debíamos subir sobre una escalera altísima que, justo cuando llegábamos a la mitad, crujía como quejándose, como advirtiendo que en cualquier momento se podía quebrar a la mitad. Ahora, cuando recuerdo estos momentos aún siento vértigos. Ahora le temo a las alturas. En aquellos momentos me asomaba a los ventanillos de la torre y desde ahí, como si fuera un ave, veía los tejados de mi maravilloso Comitán y sentía el aleteo del viento sobre mi rostro que sonreía como jamás volvió a hacerlo. Ahora doy gracias a Dios que jamás se nos ocurrió beber y comer antes de subir al campanario. Ya lo dice el dicho: No se puede repicar y dar misa. Nosotros sólo bebíamos cuando estábamos en la nave de abajo y no en la nave de aire que se impulsaba desde la torre.

martes, 11 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA: AND THE OSCAR GOES TO




Querida Mariana: Como cada año, el 10 de febrero de 2020, Comitán celebró la tradicional Entrada de Flores, en honor a San Caralampio. El Colegio Mariano N. Ruiz, por los festejos de su septuagésimo aniversario, realizó un tiraje de 300 ejemplares del libro “Tojolabales, tzeltales y mayas. Breves apuntes sobre antropología, etnografía y lingüística”, de Carlos Basauri. En este libro, Basauri da su testimonio de lo que vivió en la entrada de flores del año de 1928. ¿Mirás? ¡1928!; es decir, hace casi cien años.
Nuestra Entrada de Flores ha sufrido transformaciones. Continúa la tradición, pero con agregados contemporáneos. Es lógico, todas las sociedades del mundo son entes vivos, se transforman. Nuestra ciudad no es la misma de 1928. Se ha transformado. Lo que es inalterable en el paso de los siglos es el carácter del comiteco. Por esto, nuestro máximo festejo tiene características especiales.
¿Qué vio Basauri? Copio un fragmento de su libro: “El día 10 de febrero desde la madrugada se reúnen todos los que van a tomar parte en las danzas, en la procesión, así como aquellos que son portadores de ofrendas, en el río grande que se encuentra a tres kilómetros de la ciudad de Comitán. Ahí se organizan en la forma siguiente: abren la marcha seis “diablos” y seis “muertes”, unos cincuenta pasos atrás de éstos, se colocan los bailadores, que son de ocho a doce parejas, siendo curioso advertir que aunque todos son hombres, la mitad se visten con prendas femeninas. Todos llevan máscaras de cartón. Detrás de éstos vienen los músicos cuyos instrumentos son dos tambores grandes y dos chicos, hechos generalmente de un tronco de árbol ahuecado, al que colocan un pergamino bien restirado, y tres o cuatro chirimías; siguen a los músicos cuatro individuos que cargan sobre sus hombros un “marco”, especie de angarillas, en el que traen gran cantidad de velas para el santo y por último, se agrega una enorme muchedumbre portadora de las ofrendas que consisten en flores, frutas, palmas, animales, velas y dinero (…) En las afueras del templo y en lo que se llama “La plaza de La Pila” se erigen multitud de barracas destinadas a expender alimentos, dulces, refrescos y principalmente bebidas alcohólicas, por lo que casi puede decirse que forma parte del ritual el hecho de ingerir algunas copas de “comiteco” a la salida del templo.”
¿Cómo lo mirás? En 1928 hubo “diablos”, “muertes”, bailadores (la mitad, hombres vestidos de mujeres), con máscaras de cartón, tamboreros y piteros, y una muchedumbre con ofrendas para el santo. En la plaza multitud de barracas que ofrecían comiteco. Sí, trago, como parte del ritual. Este año hice el recorrido dos veces, la primera bajé hasta Las Siete Esquinas y subí al parque central, donde vi que el presidente municipal bajó del templete que tradicionalmente se levanta frente al templo de Santo Domingo y se integró al primer contingente de fieles, los que vienen de comunidades rurales y llevan flores como ofrenda (este rasgo fue muy bien recibido por la comunidad.) Después bajé hasta El Cedro, hice el recorrido contrario al contingente de participantes, mientras ellos subían yo bajaba y miré lo que vieron todos los que se pararon en las banquetas o estaban en balcones o en pretiles o en azoteas. Vi un pueblo lleno de alegría, donde hubo danzantes. ¡Ah, burro!, cómo le metieron al baile, no sólo los participantes sino también los que estaban de espectadores; vi a “Los Intensos”, hombres vestidos de mujer, echando relajo a la doble potencia y miré a muchos echando su santo trago (ya no comiteco, sino cerveza, micheladas, charrito o güisqui).
Nada es casual en la vida. Los Intensos son los bailadores que menciona Basauri, los hombres vestidos de mujeres. Claro, más malcriados, más liberados, más protagonistas de este caótico siglo XXI.
Lo que vimos fue una manifestación cultural que tiene su origen en la tradición católica. ¿Por qué los bailadores de 1928 eran hombres vestidos de mujer? En Chiapa de Corzo, cada enero, cientos de hombres se visten de mujeres (son los chuntaes). Los chuntaes son la representación de las sirvientas de doña María de Angulo, quien, en agradecimiento por haber sanado a su hijo, mandó repartir maíz, frijol, verduras y dinero, entre los pobladores de Chiapa de Corzo. Los estudiosos podrán darnos una explicación acerca de esa característica: hombres vestidos de mujeres. ¿Acaso es porque en aquellos años las mujeres tenían prohibido participar en actos públicos? No lo sé. Pero en el 2020, vi muchachas bonitas, con blusas bien pegadas y jeans ajustados, bebiendo cerveza, bailando, gritando, riendo. Vivimos en 2020. La sociedad se transforma. ¿Hasta dónde? Nadie lo sabe.
Posdata: En 1928, los comitecos, en honor a San Caralampio bebían trago y muchos hombres se vestían de mujeres y bailaban. Los festejos populares logran el milagro de unir elementos diversos, en ocasiones: antagónicos.
Vi muchas comparsas. Fieles que durante meses preparan sus vestidos. Todo lo hacen con un gran fervor. Invierten mucho tiempo y dinero, y participan para agradecer favores recibidos de quien, aseguran, es un santo muy milagroso. Tan milagroso, que por ahí nos topamos con un participante vestido de El Jocker, quien recibió el Óscar a la mejor actuación. En 1928 esta imagen no podría hallarse ni en sueños, en el Comitán de 2020 ¡sí! Hubo comparsas de romanos, de grupos estudiantiles urbanos vestidos de tojolabales tocando el tambor y el pito, diablitos, parachicos, odaliscas, monstruos (llevando fotografías antiguas de San Caralampio), enmascarados, viejitos, disfrazados sobre zancos, la bella y la bestia, réplicas de personajes de televisión (como el Chapulín Colorado), disfrazados de viejos cargando ollas, tipos con la máscara de López Obrador, vendiendo boletos para la rifa del avión presidencial, moteros, luchadores, talibanes, pierrots, batman, caballerangos, y, por supuesto, El Jocker. La Entrada de Flores es un verdadero tachilgüil de personajes, que parecen salidos de una pesadilla y, también, de cuentos de hadas. Sí, el carácter del comiteco de este siglo XXI ahí está retratado. A veces varios se incomodan, es natural, a veces nos da temor vernos en el espejo.