miércoles, 29 de febrero de 2012

LIGERAMENTE TÓXICO




¿Ligeramente peligroso? ¿Para el cuerpo o para el espíritu? Ligeramente Tóxico es el grupo musical de rock-fusión alternativo. Y escribo “el grupo” porque muy pronto será la banda musical más importante de Chiapas, así lo vaticina su primer disco.
El grupo lo conforman cinco chavos. El otro día tuve la oportunidad de conocer a cuatro de ellos. Llegaron a la Universidad donde laboro, porque, en la noche, tocarían en la Disco Silver. Al principio los traté de lejitos, por aquello de la toxicidad, pero después, ya con la confianza del trato, supe que la posibilidad de peligro está en volverse dependiente de su música y de su talento. Este contagio es como cuando uno se expone al agua del mar o al viento que baja de la montaña.
Paty puso el compacto en el carro, mientras íbamos de la Universidad a la casa. A ella le gusta el pop, pero, en cuanto oyó la primera canción, dijo: “Suenan bien”.
Fue lo mismo que dijo Jorge (Jorge Luis Meza Domínguez – vocalista) cuando escuchó a Gustavo Aranda (guitarrista) y Paco Narcia Castillo (bajista), iniciadores del grupo. Gustavo cantaba y cantaba como, dicen, cantan los ángeles mudos detrás del coro. ¡Al grupo le hacía falta una voz con armonía y personalidad! Por esto, Jorge les propuso ser el vocalista. Paco y Gustavo (en buena hora) ¡lo aceptaron!, claro, después de hacerle un casting. Más tarde se integraron Alejandro Rustrián (guitarrista y desmadroso número uno del grupo) y Pedro Avendaño Martínez (casi casi como decir el mejor baterista de todo el sureste de México).
Jorge, el vocalista, es quien derrocha más personalidad. Bueno, dirán sus compañeros: es el de mayor edad, la liana más fuerte del árbol. Jorge fue quien más platicó esa mañana. Contó que su primer disco lo presentaron el 17 de noviembre de 2011, en el Bar Bios, de Tuxtla y, desde entonces, han realizado una serie de presentaciones en las principales ciudades de Chiapas.
Optar en la vida por ser músico no es una decisión fácil. Subir a la cumbre del Everest no es labor sencilla; la montaña tiene muchos acantilados donde es fácil quebrarse un pie, resquebrajarse el alma. Ligeramente tóxico está consciente de ello. Ante la adversidad y la dificultad de saltar sobre tapias impuestas por la mercadotecnia que hoy impone gustos musicales chabacanos, los ligeramentetóxicos avanzan con su entusiasmo y su propuesta musical.
Pedro dice que ensayan en su casa. Ahí, en el garaje o en la sala o en la recámara de sus papás (¡vayan ustedes a saber!) escriben y musicalizan los textos.
Todos los integrantes son chiapanecos y, orgullosos, comentan que el primer disco también es un producto totalmente chiapaneco, pues toda la factura fue realizada por chiapanecos en tierras chiapanecas (claro, esto es como el café cuyo empaque está hecho en el extranjero, porque luego dicen que la maquila de los compactos fue hecha en Los Ángeles, California. Bueno, los que saben de vainas musicales saben que esto es garantía de la calidad del producto).
Les pido que me den el título de una de sus rolas y Jorge dice: “No me dejes volar”. Digo entonces que el título es sugerente. ¿Me pueden dar dos o tres líneas? Jorge, a capela, canta unas líneas: “¡Abrázame fuerte, tan fuerte que no pueda volar! Cubre con tus alas mis heridas y déjame amar...”. Ahí está una pequeña nube para advertir el cielo. Yo espero que sus fans abracen fuerte a este grupo de jóvenes, tan fuerte, tan fuerte, que les permita volar, volar muy alto, tal como se merece su entusiasmo y vitalidad. ¡Chiapas reconoce a sus artistas chiapanecos!

lunes, 27 de febrero de 2012

LA RUTA DEL SABOR




Quienes viven lejos de sus pueblos de origen se enredan en la nostalgia. Se sientan frente a la ventana, miran las aves que juegan en el cielo y vuelan -junto a ellas, hurgando en su memoria- a los patios donde crecieron. La memoria hace el prodigio de revivir escenas infantiles y es un poco como si regresaran a la casa donde vivieron al lado de papá, mamá, abuelos y hermanos. A veces el recuerdo es tan vívido que oyen el viento que silba en medio de los árboles del sitio.
Por diversas circunstancias, hombres y mujeres deben abandonar los pueblos donde nacieron y se quedan a vivir en otros pueblos. La mayoría lo hace con nostalgia, con un inmenso deseo de regresar. No todos lo logran, muchos se desarraigan y no vuelven a sus querencias.
Cuando viví en Puebla, a todas horas recordaba Comitán. Recordaba sus calles, sus parques, sus nubes, mis parientes y mis amigos. Entraba al Internet y buscaba en páginas electrónicas comitecas el cordel de mi identidad. Las fotos y las noticias de lo que acontecía en mi pueblo alimentaban el vacío. Casi todo podía tenerlo en las manos de mi memoria. Sólo una cosa no logré asir en ese tiempo: la comida.
Al recordar algún dulce o guiso típico de mi pueblo me sentía miserable. ¿Cómo podía dar sustento al sentido del gusto si no tenía en las manos la esencia? ¡Ah, soñaba con los chinculguajes y con los panes compuestos! Al otro día tenía una sensación de gran vacío, en el espíritu y en el estómago. Recordaba, con igual sensación miserable, que cuando era estudiante de la UNAM mi mamá me enviaba con amigos una caja de cartón con butifarras, un queso doble crema, tostadas de manteca y un pomo con chile en vinagre. Esto era en mis años de estudiante. ¿Qué sucedía ahora, treinta años después? ¿Por qué no enviaba un mensaje por Internet y solicitaba a un amigo que hiciera un envío que tardaría no más de veinticuatro horas? Tal vez fue el puente de aire que no quise eliminar. Hubiese sido tan fácil, pero ello me habría entregado a Comitán completo en Puebla. Ahora entiendo que lo hice para que esa carencia me “obligara” a regresar a mi tierra.
El día que regresé a Comitán, ya a radicar de nuevo, bajé del carro y le dije a mi mamá que regresaba al rato, que iría a caminar. Mis pasos no dudaron: fueron directito al mercado Primero de Mayo. Ahí pedí un vaso de jocoatol (atol agrio) y, como si fuese el Papa Juan Pablo II, me hinqué y besé la tierra de maíz.
Quienes están lejos tienen todo de su tierra, ¡menos la comida! La carencia de los afectos se elimina a través del teléfono o de una “conversación” a través del facebook, pero ¿cómo Liévano Flores, artista comiteco, quien actualmente estudia un posgrado en percusiones, en Bélgica, tiene a su alcance un plato de “tzatz”, esos gusanos tan sabrosos que su papá le enseñó a comer? Tendrá que regresar a Comitán para disfrutarlos.
Para el comiteco que vive lejos de su pueblo le doy el siguiente consejo: Si querés regresar a tu pueblo ¡nunca permitás que alguien te mande una caja de cartón con quesos y tostadas! Dejá que tu corazón y tu panza te empujen a cruzar el puente. Mientras más añorés las tortillas con asiento, el chicharrón de hebra, la olla podrida, la chanfaina y las tabletas de manía, en esa medida tus pasos y tu espíritu te encaminarán a Comitán. Dejá que te gane la nostalgia por la comida. No hay sentido más fuerte que el del sabor para quien añora su tierra.

sábado, 25 de febrero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS PATIOS TIENEN FRACTURAS




Querida Mariana: el patio de la escuela era luminoso. A la hora del recreo se llenaba de alumnos que jugaban pelota, que saltaban la cuerda o que, en las bancas, comían tortas y bebían atole de granillo, en medio del griterío de todos, griterío de chachalacas lunáticas.
Los salones también eran divertidos. El maestro abría el libro y leía la fábula de la zorra y del cuervo. Nosotros imaginábamos los ojos de la zorra: ojos de búho libidinoso; imaginábamos el pico del cuervo: pico de tucán trepado en aro miserable.
Los maestros no eran divertidos. Algunos eran enojones. Si no aprendíamos la tabla del ocho, nos golpeaban las manos con una regla de madera. Nuestros ojos se llenaban de agua y ellos, insensibles, sentenciaban un castigo mayor si insistíamos en nuestra ignorancia.
Los compañeros eran divertidos y luminosos, con excepción de uno, el que ahora podemos llamar cabrón, porque en ese tiempo, nadie se atrevía a decirle algo.
Ir a la escuela era el asombro. A pesar de las clases aburridas; de los palmetazos de los maestros; de los sanitarios rebosando caca y orines; de la levantada temprano; de la cucharada de aceite de ricino; del vaso de avena espesa y babosa; de la bufanda alrededor del cuello; de los compañeros de banca que no podían evitar orinarse en sus pantalones y andaban con el tufo que nos desgraciaba toda nuestra mañana; de los charcos que se hacían en las mañanas lluviosas; de las tareas bobas de maestros que eran felices dejando planas y planas donde debíamos escribir del uno al mil, diez veces; de los homenajes a la bandera a pleno sol o en medio de la llovizna; de las visitas de los supervisores, donde los alumnos -nerviosísimos- debíamos permanecer en silencio en espera de una pregunta de Historia de México o de Geografía Universal; de la participación obligatoria en bailes de fin de curso donde debíamos usar caites que dañaban nuestros pies acostumbrados a los zapatos de cuero; de los castigos donde debíamos permanecer hincados sobre corcholatas a mitad del patio; y del fastidio de permanecer sentados tantas horas; a pesar de todo esto, ¡ir a la escuela era una fiesta! Sólo la presencia del cabrón manchaba esa sábana de luz.
Los salones eran divertidos, porque estaban llenos de mapas colgados en las paredes. Uno, mientras el maestro explicaba la regla de tres, podía viajar por África e imaginar que llegábamos a Túnez en barco, desembarcábamos y, de inmediato, una pléyade de esclavos negros, sudorosos, cargaba las maletas. Un hombre blanco, con barba hasta la mitad del pecho, con un casco forrado de tela color marfil (después sabríamos que era Inglés), se acercaba y nos decía que subiéramos al jeep. Desde el jeep, avanzando por la sabana, mirábamos en el lago una mancha rosa de flamencos que, como camisa sobre el tendedero, se extendía alarmada sobre el cielo en el momento en que un lince corría detrás de una gacela acezante y con mirada en busca de auxilio. Un auxilio que no llegaba nunca, porque nosotros, atados a los pupitres de madera, no podíamos ayudar al pobre animal de patas flacas cuando recibía la tarascada sobre su lomo y torcía su cabeza y todo su cuerpo. Ambos animales caían y levantaban una nube de polvo que hacía más espeso el calor. Nos limpiábamos el sudor de la frente que bajaba hasta nuestros ojos y se confundía con nuestras lágrimas al ver brotar la mancha roja sobre el terciopelo de la gacela. Nos mirábamos, desde nuestros pupitres, y mirábamos nuestras caritas tristes, mientras el maestro, insensible ante la tragedia que sucedía en África, con su voz de motor atorado, continuaba explicando, sobre la pizarra negra, con gis blanco, la regla de tres. Ay, Mariana, hasta la fecha medio mundo se pregunta para qué jodidos sirve la regla de tres.
El patio de la escuela era luminoso. A veces organizaban kermeses y las madres de familia adornaban las mesas de madera con papel de china y, en recipientes de palma tejida, vendían chinculguajes, tacos dorados con papa, agua de chía que servían en vasos de cristal y laurelitos (que son esos dulces tan sabrosos, hechos con pasta de hojaldre, manjar y una pasa en el centro). Era luminoso, porque, a veces, llegaban los marimberos y la marimba bailaba como jolote a punto de pelechar. Un día Gustavo Díaz Ordaz, presidente de la república, llegó a la escuela y todo fue como un delirio de festones, gritos y matracas. La marimba, niña mía, nos recordaba que nuestros cordeles están trenzados con su plam plam plam plam de cuatro por cuatro.
Los maestros no eran divertidos, pero eran quienes tenían el faro que debíamos seguir para no errar el camino, porque nuestros papás nos advertían a todas horas que si no poníamos atención en clase nos quedaríamos como burros y nosotros no queríamos ser burros (yo tampoco quería ser gacela, ni lince. A mí me gustaban las aves que pasaban volando frente a las ventanas del salón. Yo soportaba la escuela porque, pensaba, los maestros podían hacer el prodigio de darme alas para ser uno de esos loros que pasaban en bandada, con su alharaca de campana de bronce). La presencia de los maestros era como la medicina contra la tos: amarga pero necesaria. Pero el pinche cabrón ¿qué papel jugaba en nuestra vida? Si hubiésemos hecho un ejercicio democrático y realizado un referéndum, el noventa y tantos por ciento del salón habría votado a favor de botar al cabrón. Porque, querida Mariana, el cabrón era el muchachito que se encargaba de molestar a los niños de cristal, a los de agua pura, a los renuevos y éstos éramos mayoría. Él (¿quién sabe por qué?), era feliz jodiendo a los demás, era como el cacique de nuestra región donde la luz se inclinaba afectuosa. La mayoría de alumnos era inocente. La inocencia estaba posada en todas las ramas de nuestras caritas. El cabrón nos esperaba en la esquina, nos cogía de la solapa de la camisa con ambas manos y decía: “Dame un peso, si no te madreo”. Nosotros, cenzontles espantados, con la carga de la mochila sobre la espalda, buscábamos en la bolsa del pantalón el gasto que nos había dado nuestra mamá y lo ofrecíamos a nuestro verdugo. Así todos los días. El cabrón era más pesado que la mochila y lo debíamos cargar todas las mañanas al ir a la escuela. El cabrón hacía que, a veces, no quisiéramos ir a la escuela. ¡Nos daba miedo, el cabrón!
En las noches, despertábamos llenos de sudor. Recordábamos el sueño y sabíamos que el cabrón había hecho de las suyas porque era el demonio que nos atizaba, con leños ardientes. Yo, Mariana mía, llegué a odiar la escuela, por el cabrón.
Pero Dios es generoso y una mañana me colgó en su columpio. Sucede que mi papá y yo salimos de casa, en sábado. Fuimos a la casa de mi tía Juanita, en el barrio de La Pila. En una esquina miré al cabrón y él me miró. Dios, entonces, con su infinita sabiduría, hizo que yo, sin saber por qué levantara mi mano y la dirigiera hacia donde el cabrón estaba recargado en el poste. Mi papá miró hacia el lugar y el cabrón vio todos estos movimientos y entonces corrió. Dios mío, corrió como si fuese una ardilla perseguida por un iguanodonte. ¿Qué había visto? Ahora que lo pienso creo que vio la furia de Aquiles o de Zeus, porque el lunes cuando pasé junto a él, temblando, con mi mano agarrando mi gasto, ya dispuesto a dárselo, él me vio, bajó la vista y nada dijo. ¡Supe, Mariana de todas mis ventanas, que lo había vencido! Me había bastado, como Moisés, mantener levantados los brazos para cancelar su rabia.
¿Tenía tanta suerte? A la mañana siguiente pasé junto a él, muy cerca, bajó la vista. ¡Lo había vencido! Al padre putativo del bullying lo había cancelado. Desde entonces, la escuela retomó la cara de tenocté que había tenido desde siempre, hasta antes de que el cabrón llegara y comenzara a fastidiarnos.
Cuando me enteré que la Secretaría de Educación había implementado una campaña en contra del bullying, para acabar con las maldades de los cabrones ¡me dio mucho gusto! Sé -y vos también lo sabés, y lo sabe medio mundo- que el cabrón, cuando crece, sigue fastidiando. Lo he visto no respetar la fila en el banco o en la caja del súper; lo he visto (ya de maestro) jodiendo a sus alumnos; lo he visto madreando a sus hijos o a su mujer.
Pd. Ahora, la Paty juega a querer aplicarme el bullying. Rosario Castellanos escribió: “…el llanto es en mí un mecanismo descompuesto y no lloro en la cámara mortuoria ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo el último recibo del último impuesto predial”. En mí sucede algo similar. Lloro cuando veo en la televisión a una mujer, que no conozco, ganar un carro en un programa de concursos; lloro cuando el actor que gana el Óscar da su discurso de agradecimiento y lloro, lloro mucho, cuando releo la parte de El Quijote donde muere; y lloro, lloro mucho, cuando hay una escena triste en la película que veo. La Paty me ve llorando y me dice: “Pero no llorés”, lo dice en tono de burla. Pero yo no puedo evitar que mi cara se llene de lágrimas y sea como esos chorros que hay en La Pila. Es una manera de botar flatos. Ya aprendí, niña bonita, ya aprendí. Levanto los brazos, como Moisés, y sé que mientras los mantenga levantados mi pueblo pasará a salvo por en medio del mar.
Cuando río, lloro mucho. Seguido, en la oficina, llegan amigos y me cuentan “caballadas” y yo las disfruto, tanto, que lloro. Octavio Paz escribió, en su clásico poema “Piedra de Sol”: “Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea…”. Marianita, hacé de cuenta que mi cara se convierte en ese alto surtidor y mis ojos se arquean ante el río que, divertido, les brota como si fueran cascadas moviendo una turbina. Paty -y ahora también la Charito- me dice: “Pero no llorés”. Ahora ya no dejo que me jodan la vida, levanto los brazos y, como Moisés, abro el mar y mi pueblo pasa, se salva y los patios ¡vuelven a ser luminosos!

viernes, 24 de febrero de 2012

POR LAS MONTAÑAS DE SUIZA




Marcos entró a la sala y dijo que iba a esquiar. El reloj de péndulo marcaba las doce del día. Su papá dejó de leer el periódico y lanzó una mirada cómplice a la mamá, quien sonrió y dijo que sí, que estaba bien, que no volviera tarde. La mamá ya no dijo lo que siempre decía en estas ocasiones. Ambos se habían acostumbrado a las fantasías de su hijo. Al principio, la mamá miraba al papá, con mirada tolerante y decía: “¡Ay, las locuras de don Juan!”, y es que el abuelo Juan fue igual de fantasioso. Marcos había heredado la mente fantasiosa de su bisabuelo materno.
El niño, vestido con un pasamontañas, chamarra gruesa con vivos azules y blancos, guantes negros y botas, tomó los dos esquíes y mandó besos a ambos. Cerró la puerta.
Todo mundo estaba de acuerdo en que Marcos era un niño raro. Por esto, en la escuela fue suspendido. Su papá decidió no llevarlo más. Aprendería con un tutor. Éste llegaba de lunes a viernes, de cuatro a seis de la tarde.
La última lección del último viernes había sido geografía universal. Sin duda, pensó el papá, de ahí había tomado la idea de ir a esquiar. ¿Esquiar en Comitán? ¡Por el amor de Dios!
A las dos con treinta y dos, Marcos regresó, tiró los esquíes, se quitó los guantes negros y se sirvió un vaso de agua. ¿Cómo te fue?, preguntó la mamá. Bien, dijo él, y se sirvió otro vaso. María se cayó, dijo el niño. ¿A dónde fueron? En la ladera Este de Los Alpes, dijo el niño, serio. Se limpió el sudor. ¿María, está bien? Sí, ya el doctor la enyesó. Estará en cama dos semanas. ¿Dos semanas? ¡Bendito!, dijo la mamá y le pidió a Marcos la ayudara a poner los platos en la mesa. Luego lo mandó a lavarse las manos. El papá bajó de su habitación y habló de las próximas elecciones, mientras en la televisión daban las noticias del clima. El pronóstico para el día de mañana era lluvioso y con frente frío. La mamá, sirviendo la sopa fría de coditos con jamón y mayonesa, que tanto le gusta a Marcos, dijo, en tono de broma: “Mañana no es conveniente que vayás a esquiar”: No, dijo el niño, Irma y yo iremos a montar elefantes. Los papás buscaron sus miradas cómplices, mientras el niño alargaba el brazo con el plato y pedía otra porción de sopa. A las cuatro llegó el maestro.
Al otro día, Marcos, vistiendo un pants azul y una playera con cintas amarillas, dijo que volvería a las dos. La mamá, que cortaba palmito y zanahoria, en pedazos minúsculos, para prepararlos en vinagre, dijo: “Tené cuidado, los elefantes no son como los caballos”. Sí, dijo Marcos, no te preocupés, mamita, Irma es experta. Como el papá no estaba, Marcos se acercó a su mamá y le dio un beso en los labios. La mamá sintió una corriente de frío que le recorrió toda la piel. Miró la ventana y la vio cerrada. No supo de dónde había llegado esa culebra fría que se había paseado en su cuerpo, fue algo como un presentimiento. El niño tomó la mochila y salió.
El papá se sentó a la mesa y preguntó por Marcos. La mamá, sirviendo la ensalada de ajopuerros, dijo que el niño había asegurado estar en casa a las dos. El papá consultó su reloj de pulsera, ya eran las dos con cuarenta y cinco. Prendió el televisor. La del clima decía que el pronóstico del otro día era soleado, con una temperatura mínima de 18 y una máxima de veintiocho. El conductor del noticiario dio la noticia de que en un lugar de Chiapas, llamado Comitán, escaparon dos elefantes de un circo causando destrozos en el centro de la ciudad. Por fortuna, elementos del Zoológico Álvarez del Toro, de la capital, se trasladaron en helicóptero y con dardos somníferos potentes lograron someterlos. Marcos entró, dejó la mochila sobre una silla, besó en la frente al papá y, llevándose a la boca una rebanada de pepino, les mostró una foto: “Es del día que María se accidentó”. Los papás vieron a la niña y a su hijo, sobre los esquíes, levantando los bastones. El paisaje era un paisaje nevado, como si hubiesen estado en Suiza. “Es un fotomontaje, ¿verdad?”, dijo la mamá. Marcos tomó otra rodaja de pepino y la comió. En la televisión se veía la última toma de los elefantes. Irma y Marcos estaban al lado. La fotografía no parecía de un paisaje comiteco, tenía mucha similitud con una calle de Jaipur.
Mañana iremos con Alicia a jugar rugby, dijo el niño y subió a preparar su tarea. Faltaba menos de una hora para que llegara su maestro.

miércoles, 22 de febrero de 2012

PALABRAS QUE SON NUBES Y NO SE DILUYEN




Cuando voy al restaurante, pienso en la mujer que prepara la ensalada, la que está en la cocina, en medio de ollas y cucharones. Cuando voy al cine, pienso en el hombre que, en la cabina de proyección, está al pendiente de los chunches que permiten veamos la película sin problemas. Pienso en los hombres y mujeres a quienes nunca veré sus rostros.
Ayer pensé en Liliana Velázquez, de la Dirección de Publicaciones de Coneculta. Liliana me envió un correo y yo le respondí. No la conozco físicamente. La imaginé en un escritorio, frente a una computadora, al lado de un ventilador de pedestal. La imaginé en una oficina llena de libros, llena de diccionarios.
¿Quién corrige, en el periódico, las Arenillas que escribo? ¿Quién busca la ilustración que acompaña al texto? Hubo un tiempo en que esos rostros desconocidos tomaron forma. Valeria Valencia (primera editora de la Sección de Cultura) propició el acercamiento con Juanito, con mi De consentida, con Sandrita y con Ofe querida. Cuando viajaba de Puebla a Chiapas pasaba a saludarlos y todo se volvía como una fiesta.
Liliana me envió la versión diagramada de mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”, para las últimas observaciones, antes de que pase a impresión.
¡Uf! La novelilla está a punto de entrar a edición en Talleres Gráficos del estado de Chiapas, con un tiraje de mil ejemplares (sí, es lo mínimo).
Esto quiere decir que la titular de Coneculta-Chiapas ¡cumplirá su palabra! Un día de estos, Raúl Mendoza Vera, talentoso artista de la imagen, me preguntó en el facebook cuándo estaría listo el librincillo en papel. Le respondí que la Licenciada Marvin Lorena Arriaga Córdova prometió que para marzo estaría listo y agregué: “Creo en la palabra de ella. Si no creyera ¡estaría jodido!”. A Raúl prometí que en cuanto tuviera en mis manos un ejemplar de la novelilla se lo haría llegar.
No conocía físicamente a la titular de Coneculta hasta antes de que me recibiera en su oficina. La había visto de lejitos, ella -en ocasiones- cuando visitaba Comitán en misión oficial, me mencionaba, también de lejitos, un poco como si ella fuera la mujer protagonista de la película y yo la observara desde una esquina silenciosa de la sala.
El día que ella me recibió en su oficina, entre otras cosas, me aseguró que esa dependencia publicaría en papel la novelilla y que, a más tardar, estaría lista en marzo de este año. Yo regresé tranquilo a Comitán. Esa noche le dije a mi mamá: ahora sí no fui ignorado, como cuando me invitaron a recibir la Mención Honorífica del Premio Estatal de Poesía Enoch Cancino Casahonda. Mi mamá siguió tejiendo, pero la vi sonreír.
Liliana también me envió correos cuando diagramó el librincillo “Conjuros”. Ella y yo, por un hilo invisible, tenemos relación. Estoy en sus manos, porque el resultado depende, en mucho, de su talento y dedicación. ¿Cómo será la portada de “Yo también me llamo Vincent? ¿Será tan bonita como la que le diseñé para la versión digital? ¿Logrará evadir esas erratas que son como manchas de aceite?
Cuando pienso en la mujer que prepara la ensalada, a veces pienso que ella se corta con el cuchillo y que su sangre se confunde con el rojo del jitomate, y ella corre al lavabo y se pone agua oxigenada y el mesero me sirve la ensalada con un poco de la sangre; cuando pienso en el hombre de la cabina de proyección pienso que, a propósito, sólo por jugar y porque soy el único espectador en la sala, él adelanta la cinta un minuto, minuto en que yo me confundo y no sé porqué el director dio ese salto tan abrupto en la edición de la historia. Cuando pienso en Liliana sé que estoy en sus manos. Es cuando pienso en el valor de la palabra, en esa palabra no dicha por un rostro desconocido. Esta palabra es el compromiso que uno tiene, no con el otro, sino con uno mismo.
Ahora pienso en la Licenciada Marvin y pienso en el valor de su palabra empeñada. Sólo ella y yo estábamos cuando, sentada a mi lado (no atrás de su escritorio), me dijo: “Sí, para marzo tengo tu novela”, y luego platicamos de los tejados de Comitán y de cómo el sol resbala sin pudor, como muchacha de dieciséis años.
¿Quién ilustra las Arenillas? Cuando pienso en él (o ella), pienso que, entre diez o doce imágenes que Google arroja, elige la que más se acomoda al agua de mis ríos. Y él (o ella) cumple con su oficio a diario, sólo porque ha comprometido su palabra con la vida.
Ayer pensé en Liliana, pensé en Ana María Avendaño y pensé en Marvin; pensé en sus palabras y en sus nubes.
A veces pienso en la mujer que se hiere en la cocina, a la hora que prepara la ensalada que comeré. Pienso en los hombres y mujeres a quienes nunca veré sus rostros.

lunes, 20 de febrero de 2012

CAMINO A CASA


Mi memoria es endeble, pero es lo único que poseo para regresar a mi infancia. A veces me siento en el parque central de Comitán y, mientras miro la fuente donde los muchachos juegan y platican, procuro hacer un recuento de las casas donde viví. Las casas de mis padres y las de huéspedes donde estuve abonado.

No sé si a todos los ocurra lo mismo, pero la casa que más frecuento es la primera donde viví. ¿Qué influjo posee esa casa que cuidó mis primeros pasos? Mientras miro al hombre que se sienta en la silla del bolero y éste coloca unas lengüetas en los zapatos para no manchar los calcetines, y saca el cepillo y las grasas, yo camino en el corredor que va de la oficina de mi papá (con piso de duela de madera de pino) al oratorio. Ahí, en medio de las imágenes de santos alumbradas por velas, veo al tío (¿tío Alfredo?) sacar sus objetos de la maleta de cuero. Él no es mi tío, mi papá me ha enseñado que lo trate así; me ha enseñado que lo quiera. No sé cómo mi papá lo conoció. Lo único que sé es que una mañana (pueden pasar seis u ocho meses sin que se aparezca) toca la puerta y mi papá lo recibe con cariño. Llama a la sirvienta y pide que le sirva desayuno. Él mete su maleta y su caja de bolear en el oratorio. Saca sus objetos personales y va al cuarto de huéspedes (la casa donde vivo tiene cuatro corredores, un patio al centro y muchos cuartos. Mi papá renta esa casa). Mi mamá oye el barullo, sale del cuarto y saluda afectuosamente al tío. Cuando llego de la escuela lo encuentro sentado al lado de la puerta de la sala y corro y lo abrazo y él me cuenta de los lugares donde ha estado (recuerdo poco). Es zapatero remendón. En cuanto termina de desayunar toma su caja de bolear y una maleta negra, llena de cicatrices blancas y sale a la calle. Regresa hasta la noche. Cuando el tío (¿Alfredo?) está en Comitán yo no ceno hasta que él llega. Vamos a la cocina, nos sentamos en torno al fogón y ahí él me cuenta lo que hizo en el día.

No sé por qué siempre dejaba su maleta en el oratorio. Nunca le pregunté (o tal vez sí, pero no recuerdo qué dijo). Tal vez le gustaba buscar en la penumbra; tal vez en la vida nos pasamos buscando objetos o el sentido de la propia vida en la penumbra. Todos, sin saberlo, estamos metidos en un oratorio. O tal vez lo hacía para dejar su aroma. Se estaba tres o cuatro días y luego tomaba sus cosas e iba a otro pueblo. ¿En dónde dormía en aquellos pueblos? Tal vez en una casa como la nuestra; tal vez en todo Chiapas tenía sobrinos que, como yo, lo querían y lo esperaban sin esperar recibir algo. Porque, he de decirlo, el tío nunca llevaba algún objeto material. Los niños siempre piensan que son felices cuando un visitante les lleva algún presente. Con él aprendí que el verdadero afecto está por encima de chunches. Su sola presencia era un regalo de luz. Cuando se iba yo entraba al oratorio, me hincaba y le pedía a Dios que lo cuidara, todo en medio del aroma del incienso y del olor de su maleta de cuero.

Mientras las parejas se toman de las manos y algunos, en las computadoras, entran al facebook (porque en el parque de Comitán hay señal libre), yo intento buscar en mi memoria escurridiza. Mi memoria es pichancha y poco guarda, pero yo intento aprehender esos hilos para hacer mi bordado; por esto machaco una y otra vez sobre lo mismo. Sé que por ahí se puede colar otro retazo que me ayude a completar mi vida.

Igual que el tío, cuando el viento arrecia, dejo el parque y voy a mi casa. Ahora vivo por el barrio de Guadalupe. ¿Qué huella queda de mí en la banca? ¿Qué puede quedar si todo el día es un intenso movimiento como de terminal de autobuses? Uno se sienta y dos minutos después que se levanta llega otro. Por esto, las bancas del parque tienen barrotes entre espacios para que no guarden ninguna huella, ningún olor. Los pedos pasan y se extienden en el suelo y un minuto después nada queda. A veces pienso que tengo memoria de pedo. ¡Ah, si me fuese dado rescatar algo de esas casas donde viví!

sábado, 18 de febrero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL AGUA NO SÓLO SIRVE PARA BEBER




Querida Mariana: busqué en el diccionario el significado de “aguaje” y encontré que es un lugar donde “suelen beber los animales silvestres”. Hace años, por el rumbo de Guadalupe, hubo un ranchito que se llamó El Aguaje, porque tenía un pozo. Imagino, sólo imagino, que era un lugar con árboles donde las chinitas llegaban a beber agua en algún charco. Tenía (así lo imagino) un tenocté, dos árboles de limón, dos de granada, muchos árboles de aguacate y tres o cuatro magueyes, enredados entre muchas margaritas, colas de quetzal, flores de mayo, teresitas y jutús; algunos niños se colaban y, de robadito, bebían aguamiel. Me cuentan que ahí, doña Chus Velasco Pinto y don Luis Vázquez -dueños del predio- tenían un restaurante familiar (al estilo de lo que hoy es La Casa Rosada o Comitán, ¡qué lindo y qué rico!) donde preparaban riquísimas botanas, acompañadas por las campanadas del templo y por el santo traguito (como dice doña María Elena Vázquez, hija de los nombrados). Cuando era fiesta de la Virgen, los propietarios rentaban el patio de la inmensa casa para bailes. Dos compas me contaron que recuerdan al predio cercado por malla, por lo que en día de guateque lo cubrían con manta para que los de afuera no miraran a los bailadores, por aquello de que en Comitán “por mirar ¡sí se paga!”, pero doña María Elena dice que no estaba enmallado, ¡tenía barda! “Qué van a saber ellos si nosotros fuimos los dueños. Quienes entraban al baile pasaban por el portón, como toda la gente decente”. En ese tiempo era costumbre colocar un clavel rojo en la solapa de los caballeros, como distintivo de que ya habían pagado. Ah, qué maravilla, mirás, niña bonita, todos los hombres portaban una flor que luego podían obsequiar a su pareja.
¿Por qué te cuento esto? Por dos cosas: primero, por el sonido de la palabra y segundo porque hay personas que son como un aguaje, personas a las que te acercás y te brindan sombra y gajos de frescura. En mi vida, gracias a Dios, me he topado con gente así. ¿Sabés que vos sos como un aguaje porque tenés la flama del tenocté? Pensá tantito en la palabra y luego pronunciala como si tomaras un buche de agua fresca: ¡a-gua-je! ¡Ah, suena como suenan los chorros de La Pila en tarde soleada!
Hay palabras, niña bonita, que suenan como viento sobre los árboles, que suenan como una Pavana de Maurice Ravel o como cuadro de Chagall. Aguaje es de estas palabras. Ahora, en Comitán ya no escuchamos la palabra aguaje con frecuencia. Lo que sí escuchamos en el pueblo es radio IMER. El otro día, en el programa de radio “Crónicas de Adobe” llegó Marcos Ramos Penagos y, entre muchas ramas, apareció el árbol de su abuelo: tío Tavo Penagos. Vos no conociste a tío Tavo. Él fue un cantinero famoso, su fama llegó a todo el estado y a algunos lugares de más allá. ¿Por qué fue famoso tío Tavo? Por sus dichos, por sus bebidas y por su trato. Tal vez tu papá recuerda los famosos dichos, preguntale. Dos son los más nombrados. El primero lo decía cuando algún cliente le reclamaba lo escaso de la botana: “Es botana ¡no es comida!”, y el otro lo decía cuando le solicitaban una “macharnuda”: “¿De cuántas cuadras lo querés, hermano?”.
Los dos dichos tienen sustento en lo siguiente: las botanas que servía tío Tavo eran muy diferentes a las que servían en El Aguaje. En este lugar, como era un restaurante, los comensales le entraban a la gallina de rancho con salsa de tomate; quesos fritos; lomos dorados y lomos rellenos, al ritmo de discos con marimba o con boleros rancheros de Javier Solís. En cambio, en la cantina de tío Tavo nunca oí una cancioncita de fondo, lo que ahí imperaba era la plática sabrosa de los comensales (el tío nunca lo dijo, pero bien podría haber dicho: “¿Querés oír música? ¡andá a tu casa!”). El Aguaje era un lugar lleno de naturaleza pródiga enmarcada por el Sol (del Sol Sol, no de la cerveza); la cantina de tío Tavo era un espacio pequeño, en el centro de la ciudad, sin mucha luz y sin un gajo de rayo de Sol.
En un lugar donde amamos la botana generosa, Tío Tavo se hizo famoso, precisamente, por lo contrario: su botana era como un hilo de agua. Si cuatro compas se sentaban a la mesa, él pasaba cuatro mínimos pedazos de butifarra (dicen que cortados con guillete) aderezados con un pico de gallo, también mínimo. Así, a cada comensal no le quedaba más que “consentir” su botana, tomaba el pedazo de butifarra y lo iba comiendo poco a poco, casi casi mordisqueado con los dientes al estilo de ratón empachado. Y para que entendás lo de las cuadras, debo decirte que una de las bebidas más famosas de tío Tavo fue La Macharnuda (andá a saber de dónde pepenó el nombre). La familia de Marcos aún conserva la “receta secreta” de esta bebida alcohólica pegadora. ¿Pegadora? Sí, la Macharnuda es una bomba, porque (imagino) es producto de una mezcla de bebidas azucaradas con bebidas alcohólicas. Existe el mito de que, en efecto, el compa que pedía una macharnuda para equis número de cuadras, al salir del bar ¡caía como árbol talado por un gigante! a la hora que cumplía el recorrido.
Marcos pronuncia Macharnudo, en lugar de Macharnuda, pero yo siempre oí que mis compas pedían la bebida con nombre femenino (Fox diría que era macharnudo para los chiquillos y macharnuda para las chiquillas). ¿Macharnuda o macharnudo? Parece que es válido de ambas formas. Lo que no plantea duda es lo siguiente: es una bebida que debe tomarse con precaución para no agarrar una bolera de bestia con pezuñas; y deben prepararse el espíritu y el cuerpo para soportar una cruda de Dios Padre a la mañana siguiente.
¿Sabés cuánto tiempo vivió tío Tavo? Marcos asegura que ¡más de noventa años! Recuerdo a tío Tavo, en los años noventa, cuando ya no tenía su cantina, parado en la puerta de su casa, saludando a los compas que pasaban por la calle e invitándolos a echarse un su “pitutazo”; quienes aceptaban eran conducidos por el tío a través de un zaguán hasta llegar a un cuarto (ahora sí lleno de Sol) donde, en la puerta, tenía pegado un letrero: “Laboratorio del Dios Baco”. Sacaba una botella, dos vasos pequeños de cristal y servía: “Salud, pue’, hermano”.
A don Luis de El Aguaje no le dio por inventar bebidas. Lo que sí hizo fue preparar su propio trago en garrafones, un poco como ahora, en restaurantes de postín, sirven “la reserva de la casa”. Doña María Elena dice que el licenciado Jorge De la Vega Domínguez era cliente asiduo del restaurante. ¿Cómo no iba a serlo, si las mesas estaban debajo de la sombra de los árboles, cobijados por el azul de este cielo comiteco? ¡Ah, maravillosos lugares donde el sitio de la casa se trastocaba en el espacio para la convivencia, degustando ricas “boquitas” aderezadas con dos o tres pitutazos de comiteco!
Pero don Jorge De la Vega también fue cliente de tío Tavo. De esto da constancia el cuadro de honor que el tío tenía colgado a la mitad de una pared de su cantina. Uno entraba y podía pasarse un buen rato mirando las fotos tamaño infantil de los clientes que habían cedido su foto para convertirse en Clientes Distinguidos; uno lo hacía mientras el tío preparaba la bebida o los panes compuestos más ricos de toda la región. Marcos asegura que el cuadro de honor aún existe. Cuando Javier y yo (ya estudiantes universitarios) íbamos a echar trago a la cantina de tío Tavo, él señalaba el cuadro y, orgulloso, me decía: “¡Ahí está mi papá!”. El licenciado Javier Aguilar Torres, quien tenía su notaría a media cuadra del local, aparecía muy seriecito entre la caterva de bebedores. Si menciono a Jorge De la Vega no es para que vayás a pensar que era un gran bolo, ¡no!, él es famoso porque fue gobernador de Chiapas y siempre ha sido considerado como un gran conversador por el grupo de sus compas (uf, yo siempre pienso en todo lo que sabe de los entresijos de la política nacional. ¡Uf!).
¡Únicamente clientes distinguidos! ¡Únicamente hombres con sonido de urna griega! Por que en ese tiempo, Mariana pura, sólo hombres entraban a las cantinas. Por esto, tío Tavo no tuvo empacho en pegar carteles de nenas encueradas en el breve sanitario, de un mingitorio. Mientras el bolencón hacía de las aguas, su mirada podía regodearse en los pechos de alguna modelo de play-boy. Todo era muy íntimo.
Yo, me conocés, soy tímido, por lo que no se me da mucho eso de las relaciones sociales. Nunca fui amigo de tío Tavo, pero un día que entré a comprar unos panes compuestos (los hacía con lonjas transparentes de chicharrón de hebra, crema, repollo y pico de gallo) me contó que un día llegó el gobernador, quien era su amigo y le dijo: “Tavo, ¿no querés ser presidente municipal? Si querés ahora lo ordeno” (en ese tiempo, sólo los chicharrones del PRI tronaban y el gobernador imponía a sus compas en las presidencias). “No, mi gobernador -dijo tío Tavo, cortando rodajas de cebolla sobre una tabla de madera-. Mi pueblo merece gente capaz en el puesto. Yo soy un cantinero”. Con esto, Comitán, tal vez, perdió un gobernante regular, pero, con seguridad, conservó al mejor cantinero de la Edad de Oro de la Cantina Comiteca. Bien dice el dicho: “Cantinero ¡a tus botanas!”.
Tío Tavo fue el cantinero de oro. ¿Cuántos años? ¡Saber! ¡Muchos, muchos! Y su vida fue una vida plena. A mí me gustaba su sistema. Abría su cantina como a las doce del día y a las cinco de la tarde ¡cerraba! Quienes estaban contentos, ya medio agarrando la bolera, tenían que tomar sus chivas y salir, porque los corría a todos. A las siete de la noche volvía a abrir. Con este sistema nunca vi a alguien salir vomitando de bolo (qué diferencia con otros cantineros que, en estos tiempos, tratan que sus clientes se emborrachen hasta las chanclas, porque así les alteran las cuentas).
Ya cansado, tío Tavo dejó de trabajar y cerró su negocio. También El Aguaje cerró sus puertas un día, el día en que doña Chus murió y don Luis ya no quiso continuar con el negocio.
Ambos espacios fueron aguajes para el espíritu del comiteco, remansos para plática sabrosa.
Pd. A mí me hubiese gustado ir al Aguaje. Me encantan los instantes compartidos sin encierros. El otro día, la Paty y yo fuimos a un bosque que está a dos kilómetros delante de la comunidad que nombran El Triunfo. El lugar se llama Los Ocotales y es un pedacito de la sonrisa de Dios. Ahí, en medio de pinos llenos de tanates y cordeles de aire puro, hay un pequeño lago que mueve sus aguas sin prisa. Ese ritmo (ese tempo) contagia el espíritu. A ver qué día vos y yo nos vamos de pinta.

viernes, 17 de febrero de 2012

MUJERES QUE NO ALCANZAN A LLEGAR




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como palma bendita y mujeres que son como palmeta para matar moscas.
La mujer palmeta contra moscas es más peligrosa que el “Raid”. Como el lector ya se dio cuenta, lo más aterrador es que a todos sus pretendientes los ve como insectos alados molestosos. Su relación lo basa en hallar el instante en que el pretendiente (o amado) se vuelve insistente (como mosca en pastel) y le asesta un palmetazo.
Se las da de mucho “Soy totalmente Palacio” sin aceptar que ella también frecuenta los lugares en donde las moscas juegan: basureros, comida y pasteles de excremento.
A final es una mujer frustrada, porque ella, a pesar de todo y con todo en su pesar, no tiene alas. Estudios sicológicos han demostrado que padece el “síndrome de la ausencia del vuelo”. A pesar de que es una mujer muy hermosa, con muslos como de pasarela, manos de renuevo de menta y labios de hoja de oro para retablo, el pretendiente siempre le encuentra un parecido a esas mujeres que pepenan objetos en los basureros.
Todos sus afeites son artificiales: luz de neón sobre el escenario, donde el cantante destroza una guitarra. Se sabe que las alas de las moscas tienen una semejanza con la retícula Divina, por esto, la mujer palmeta contra moscas viste vestidos a cuadros, come sangüiches bien cortados y prefiere ver la televisión en pantallas cuadradas y no en pantallas led rectangulares.
El cuadrado define su vida, por esto se dice que tiene una forma “cuadrada” de ver la vida. Le molesta que el ala de la mosca no tenga la forma de una ventana.
Sus sueños son sueños de globo aerostático, por eso no acepta con facilidad los chunches tecnológicos contemporáneos. Le gusta emplear palabras como: preservativo, videocasetera y bolígrafo. Asimismo en su casa conserva las colecciones de aviones de plástico que venían en las cajas de los cereales, y sobre la repisa de la sala tiene una colección de muñecas de porcelana de Lladró y otra de alas de mariposa (los que la conocen dicen que en medio de esas alas aparecen las alas de moscas de todos los amantes que ha consumido).
Le gusta modificar la relación natural de los objetos, por esto juega billar con un palo de golf, voleibol con una pelota de fútbol americano y entra a ver cuadros a museos con una venda que le cubre totalmente los ojos.
Ha descubierto que el color favorito de las moscas es el naranja (¿será porque este color incita a comer?). Como las moscas viven no más de veinticuatro horas, sus relaciones son de muy poca duración. Cuando alguien le gusta de más, juega a que es un juguete de pilas y le pone baterías “duracel”, sólo para que la relación dure hasta que se agote la pila.
Ahora mismo el lector se pregunta: ¿por qué, entonces, los hombres se acercan a este tipo de mujer? ¡Ah!, la respuesta es muy sencilla: porque su piel huele a sudor de mujer que ha hecho ejercicio durante más de una hora. El aroma de esta mujer ¡es fatal! Es fatal porque conduce a los hombres a la fatalidad y porque tiene la misma secuencia del camino engañoso que sube al cielo de Dante.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como el ritmo del tambor y pito, y mujeres a quienes les mueven el tambor a ritmo de pito.

miércoles, 15 de febrero de 2012

DE PORQUÉ PARTICIPO EN LA LID

A Carlos Marroquín, editor de la sección de Cultura, de este diario chiapaneco, se le ocurrió crear la sección “La Lid” (respuesta en quinientos caracteres, aunque mi maestro Ricardo Cuéllar Valencia juega por su lado y escribe como si toda la sección fuese para él).
Una tarde, Carlos me invitó a participar. La idea era (sigue siendo) que el lector propusiera un tema y los invitados diéramos una respuesta en quinientos caracteres (aunque el maestro Colombiano…).
“Si es un juego –pensé-, ¡le entro!” Un poco como si, en la calle, una muchacha bonita me detuviera y preguntara: “¿Qué piensas de las ventanas que siempre están cerradas?” y yo, tirando la piedra sobre la rayuela, brincara y comenzara a decir que una ventana cerrada ofende su vocación, porque a la hora que un pájaro no encuentra el paso para la otra estancia…y ella, la muchacha de los aretes de ámbar y ojos del mismo color, colocara su mano sobre mi boca y me dijera: “Ya, ya, no se trata de que elabores un discurso, es un juego de pocas palabras” (500 caracteres, aunque ya se sabe que el maestro universitario…).
A Carlos le respondí que aceptaba el juego. ¡Por supuesto que sí! Y él me envió la primera pregunta (ya no recuerdo cuál era) y yo brinqué a la casilla 2 de la rayuela y jugué, respetando la regla del juego. Porque siempre he pensado que cuando alguien invita a un juego y pone sus reglas, quien acepta gustoso ¡acepta las reglas!
Somos varios compas los que tenemos el privilegio de jugar este juego. Los honrosos participantes jugamos La Lid en buena lid. No es un combate, es una simple exposición de ideas sobre el muro del viento.
Es un honor participar en este juego, donde debemos responder a bote pronto (así lo juego) la pregunta, porque (así lo considero) quienes respondemos las preguntas lo hacemos en mangas de camisa, sin dictar certezas, sino apenas esbozando interrogantes que abran otras ventanas.
El juego de Carlos (así lo entiendo) pretende motivar al lector para que también se una al juego y dé su respuesta en quinientos caracteres. Es tan sencillo ceñir una opinión a tal número. Mientras el lector de “El Heraldo de Chiapas” va en la combi o desayuna en el restaurante o le lustran los zapatos en la plaza o está recostado en una hamaca o haciendo como que trabaja en una oficina gubernamental, bien puede tomar un papel y lápiz y esbozar una respuesta inteligente y juguetona en no más de quinientos caracteres. ¡Ah, es bien bonito contar las letras y luego borrar algunas palabras para acercarse al número propuesto! (el único que no lo hace es…bueno, bueno, prometo no insistir para no caer mal).
Por esto respondo La Lid. Dios me libre de pensarme un sabelotodo y con tal espíritu opinar acerca de la fusión nuclear. ¡Dios me libre! Pero si de jugar se trata, ¡por supuesto que le entro a todo! ¿Qué pienso de la fusión nuclear? Bueno, digo que el término nuclear me obliga a rimarlo con el Rey Lear y entonces fusión lo rimo con bufón y entonces la fusión nuclear se convierte en un acto donde el poder es un entretenimiento muy cruel, muy cruel.
Por esto juego a la Lid, porque respondo al botepronto, en mangas de camisa, sólo en intento de divertirme al colocar quinientos granitos de arena (o de arenilla) para que luego llegue otro y sople o le ponga el pie encima.
¡Ay, Maestro Ricardo! ¿No es posible jugar con quinientas piedritas, con quinientas nubes? (Si esta respetuosa pregunta merece respuesta suplico que sea con quinientos caracteres. Gracias).

lunes, 13 de febrero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO PASAR DE SER SEGUNDO A SER PRIMERO




Querida Mariana: Segundo Guillén, Presidente de COPARMEX, me invitó a una reunión. Asistí. Asisto a reuniones que no pasen de hora y media y sean en las tardes. Hay gente que se reúne después de las ocho de la noche. Vos sabés que a esa hora yo me dispongo a dormir. La cita fue en la sede del IMPLAN (Instituto Municipal de Planeación), a las seis de la tarde.
Salí de casa diez minutos antes de la cita para llegar a tiempo. Siempre procuro -procuro- ser puntual. En Comitán tenemos la ingrata costumbre de llegar tarde a todos los actos. Hace como dos o tres meses un amigo me invitó a celebrar su cumpleaños. La invitación era para las dos de la tarde, en un salón que está por el Club Campestre. Ahora, los festejos se hacen en Salones. Antes, en los años sesenta, nos alegraba recibir a los amigos en el patio de la casa. Se rociaba agua al patio de ladrillo, se engalanaban las paredes con festones de juncia y se colocaba un manteado (con dos o tres hoyos que jodían la tarde de algún invitado, cuando llovía). Ahora no. Las señoras de las casas aducen que es una friega tener que andar limpiando, antes y después del festejo. Resulta más cómodo pagar la renta de un Salón. En el festejo de mi amigo fui puntual y a la hora que llegué sólo estaba el grupo de marimba. Bueno, con decir que ni el festejado estaba. Con pena me acerqué a los marimberos y comencé a platicar con uno de ellos. Cuando estaba avanzada la plática le pregunté si los contrataban por hora y él dijo que sí; y ¿de qué hora a qué hora los contrataron hoy? De dos de la tarde a ocho de la noche. Ah, qué bonito, dije. ¿Y por qué no tocan, entonces?, agregué. Y el marimbero firmó el acta de perdedor cuando me dijo: ¡No hay nadie todavía! Aproveché el desliz y dije: ¡yo soy invitado y ya llegué! Total que, para no hacer el cuento largo, me senté en una mesa, pedí un vaso de agua al mesero y escuché la primera tanda del grupo de marimba. Pensé: “Ah, no saben lo que se pierden los que llegan tarde”. Esa tarde tuve el privilegio de escuchar a un grupo de marimberos tocando sólo para mí. Pero no siempre sucede así. La tarde en que asistí a la cita de Segundo debí esperar cinco, diez, quince minutos ¡sin marimba!
Mientras nuestro convocante acudía comenzamos a platicar con los invitados que poco a poco iban llegando. Cuando Segundo apareció la reunión principió. El Director de IMPLAN explicó el motivo de habernos citado: la presentación de tres programas relacionados con el desarrollo de nuestra ciudad.
Segundo, quien, ya lo dije, es Presidente de COPARMEX-COMITÁN, nos citó para incentivarnos acerca de un tema que es añejo pero del cual no se ha logrado mayor avance: la propuesta para que Comitán sea considerado Pueblo Mágico.
Esa tarde bailó en el ambiente una certeza: Comitán ¡es un pueblo mágico! Lo intuyen sus moradores y lo reconoce la gente que llega de otras partes. No es casualidad que muchos visitantes se lamentan cuando abandonan la ciudad, y no es coincidencia que muchos de estos visitantes hayan decidido quedarse a vivir en esta tierra. ¿Qué los motiva a radicar acá? ¡La magia! Y como la magia pertenece al territorio de lo inexplicable, a los propios comitecos nos cuesta trabajo mencionar cuáles son los elementos que hacen mágico a este pueblo. La propuesta de Segundo fue retomar el tema. Mencionó que él ya hizo contacto con la Secretaria de Turismo y que la puerta se abrió. Sólo falta, precisamente, relacionar todos aquellos elementos culturales que nos distinguen de los demás pueblos del mundo.
Dentro de estos elementos hay uno que no lo entienden todos los comitecos: el voseo. ¿El voseo? Sí, uno de los ríos que hacen la magia de este pueblo es nuestro lenguaje. Muchos paisanos ven al voseo como una rémora, como una herencia húmeda que debemos erradicar. ¡Por el amor de Dios! Botar el voseo equivaldría a cancelar una de las vetas más ricas de nuestra idiosincrasia. El lenguaje está íntimamente relacionado con los entornos social y cultural. El lenguaje construye el espíritu del hombre. Los estudiosos del lenguaje coinciden en que las sociedades que reflexionan acerca de sus modalidades lingüísticas tienen más elementos de identidad y se adaptan, con dignidad, a los inevitables procesos de transculturación, tan comunes en esta época de globalización. Nosotros hablamos igual que hablan millones de argentinos y quienes lo hacen con orgullo. La única diferencia es el timbre de voz. Y acá brinca un fenómeno singular. Cuando escuchamos hablar a un argentino llama nuestra atención el tono con que hablan, pero cuando hablamos nosotros “nos oímos mal”, nos da pena. Ah, no sabemos que nuestra riqueza radica precisamente en ese cantadito tan peculiar, tan de tiuca alebrestada. Muchos comitecos dicen que hablar de vos representa un retroceso cultural. Como si el hablar de tú nos abriera una puerta al desarrollo y nos convirtiera en una sociedad de Primer Mundo. No nos hemos dado cuenta que el día que volvamos prestigioso al voseo nos devolveremos el prestigio que una vez tuvimos.
Esa tarde de la reunión coincidimos en que era necesario aportar datos acerca de los elementos distintivos. Nos dimos cuenta que ¡lo diferente! es lo que provoca la magia. Todo lo que nos iguala ¡nos mimetiza, nos desvaloriza! Por el contrario, todos aquellos elementos culturales que nos son propios nos otorgan un valor esencial, ¡nos hace únicos! Y en la vida se trata de ser diferentes. Basta poner un ejemplo: en literatura, nadie quiere leer textos que se parezcan a otros textos. Nos sublima la idea de hallar historias inéditas en las páginas de los libros. Lo mismo sucede con la comida y demás elementos culturales que forman el entorno del hombre.
A ver, te invito a hacer un ejercicio de imaginación. Imaginá un mundo donde no hubiese más que hot-dogs y hamburguesas para comer. ¿Imaginás que tragedia tan cruel? Bueno, pues lo mismo sucedería si todo mundo uniforma sus diversos modos de ser (al paso que vamos no va lejos que el mundo termine así y con ello acabemos con el mundo).
La propuesta de que Comitán sea reconocido como Pueblo Mágico nos recuerda la maravillosa certeza de que este pueblo es diferente y que corresponde a los comitecos conservar esa joya. Para lograr esto, antes que convencer a las autoridades federales, es necesario convencernos nosotros y obtener el respaldo de las autoridades locales. ¿Estamos conscientes de que este pueblo es mágico? ¿Reconocemos cuáles son los elementos que nos otorgan esa magia? ¿Podemos enumerarlos? ¿Sabemos que parte de esa magia está instalada en sus bajadas y subidas, en sus balcones, en sus patios llenos de flores, en sus arcos, en sus balcones, en sus techos de teja, en sus…? ¡Uf! Y esto sólo para hablar de sus rasgos arquitectónicos. En la medida que cancelamos estos elementos arquitectónicos propios nos volvemos más como los otros y vamos dejando de ser nosotros, dejamos de poseer esa magia. Jamás, jamás, querida mía, ¡jamás!, llegaremos a poseer la magia que posee Nueva York, por ejemplo, con sus rascacielos. ¿Por qué entonces imitamos la grandeza de aquellos edificios con modelos chiquitíos y jodidos que, en lugar de causar asombro, provoca la misma tristeza que aparece cuando mirás a un niño pepenando frutas podridas en un basurero?
¿Podemos relacionar todas las riquezas de nuestro pueblo? ¿No? Esto fue lo que Segundo nos advirtió. Es necesario hacer un inventario de todos los elementos que hacen de este pueblo un pueblo mágico. ¿Qué sucede con la comida? Pensemos un poco en la riqueza gastronómica que poseemos. ¿La valoramos en todo lo que vale? La compañía de gas GAS-COM editó, para obsequiar a sus consumidores, un Recetario de Cocina Chiapaneca. Es una bella edición que realizó con motivo al aniversario número cuarenta. Ahí, a todo color, en papel couché, hay muchas fotografías de esas riquezas gastronómicas que nos hacen diferentes. ¡Por ahí asoma el pan compuesto, la olla podrida, la butifarra, el hueso, los picles, el atol agrio… y más, mucho más!
Pensá, niña mía, pensá en todos los dulces que a vos te gustan y que sirven en las casas comitecas como postre después de la comida.
Pensá, amor mío, en los panes, los panes de Las Torres que comés a las seis de la tarde, con un cafecito, en el corredor de tu casa, mientras el sol se oculta.
Pensá en todo lo que nos hace diferentes; en lo que hace mágico a este pueblo.
La reunión en el IMPLAN sirvió para decirnos que los comitecos poseemos un tesoro casi tan mágico como su clima. ¿Lo hemos valorado? ¿Vamos a catafixear nuestro oro por las piedritas con brillitos? ¡No debemos permitirlo, al contrario, debemos apoyar esta iniciativa! Cada uno, desde su trinchera puede contribuir a preservar y a enriquecer este lingote de luz. Vos, niña mía, como joven, podés hacer que este pueblo sea más grande de lo que es. Sólo un ejemplo pongo: oí a Espinosa Paz, a la Chica Dorada, a Los Tigres del Norte, a Elvis Presley, a Los Beatles, pero date el tiempo para sentarte en el atrio del templo y escuchar la marimba cuando hay novenas y entradas de flores. Mirá cómo fluye la armonía entre el brillo de los farolitos. Procurá entender el simbolismo de las entradas de velas y flores y mirá cómo el cielo es diferente en esta parte del mundo.
Pd. Ahora que celebramos a San Caralampio hay motivos suficientes para ver cómo este pueblo tiene la magia de lo diferente. No hay otro pueblo del mundo que tenga tanta fe en este Santo. Esta fe ha dado paso a un fenómeno antropológico que es único en el universo. El día que quienes se llaman Caralampio digan su nombre con orgullo ese día entenderemos la belleza de nuestras palabras. Comitán está en un segundo lugar, pero, vos lo sabés, está destinado a ser un lugar de primera. Mientras tanto, yo conmino a la gente a procurar ser puntual, porque la impuntualidad no es rasgo cultural que nos conceda orgullo.

viernes, 10 de febrero de 2012

UNICORNIO CON ALAS DE LUMBRE




Socorro Trejo dice que Efraín Bartolomé catafixeó un homenaje. El Homenaje lo convirtió en: ¡Oh, menaje! El poeta pensó que era preferible homenajear a los niños de Chiapas a través de la magia de la ilustración y de su palabra. Un poco como si quisiera recordarnos que el hombre es ¡su obra!
¿Lo catafixeó? ¡Qué palabra tan irrespetuosa! ¡Qué poco poética! ¿Qué decir, entonces para que suene más sutil, menos escabroso? ¿Decir que Efraín hizo un trueque donde intercambió el instante de gloria terrenal por la cinta de luz infinita?
Un día, Efraín, en una cajita de viento, llevó cinco atados de palabras y los entregó. Los entregó para que, como en la multiplicación de los panes, los encargados del homenaje lo convirtieran en libros. Por eso, Efraín dedicó estos últimos días, que son como los primeros del Origen, a compartir esos panes y esos peces por varias ciudades de Chiapas.
El poeta entrega a Chiapas cinco libros porque cinco son las vocales. Las palabras serían bultos de arena si sólo existieran las consonantes. Antes consonantes, sólo arena, antes de la A de Amistad, de la E de Entrega de Efraín, de la I de Inteligencia, de la U de Único y de la O de ¡Oh, menaje!
El menaje de la sala de los niños chiapanecos ahora está completo. Porque un día, Efraín, el travieso, el niño de la barba de agua de Iguazú, nos dijo que el espíritu del hombre está incompleto si no tiene el color de la tierra y del cielo.
Cinco libros que son como “una gran fiesta en el monte”, porque en el monte es donde se gesta la vida y donde el espíritu puede entonar una “canción con dos niños”, una canción que, detrás del sonido de “la marimbita”, se pasee como ninfa “en la selva de niebla”, ahí donde, al lado del ocofaisán puede aparecer “el cadejo”.
Las palabras que aparecen entre comillas son las palabras que forman los títulos de sus libros. Son palabras que vuelan por todos los cielos hispanos, pero que, en la voz de Efraín, suenan como si en Chiapas hubiesen nacido; porque, sin parodiar a Enoch, Chiapas es monte, es canción, es marimba, es selva, niebla y leyenda.
Efraín catafixeó el homenaje y entregó cinco libros (¡otra vez la palabreja, qué necio!). Alguien le propuso elegir entre la bolsa izquierda y la bolsa derecha, pero él, duende travieso, dijo: “Lo que tengo en la bolsa de mi camisa, la que está cerca de mi corazón”, y botó el homenaje y, ¡oh, menaje!, llenó de aire y de cielo los bolsillos del corazón de los niños chiapanecos.
Los libros están bellamente ilustrados. Por ahí, junto al nombre de Efraín, se cuelan los nombres de Margarita Sada hada; de Gabriela Podestá quien ahora está y ahora no está; de Cecilia Rébora rémora de aire en el aire; de Silvana Ávila que silba la hábil a; y de Balam Bartolomé, hijo de Efraín somé que lanza cohetes en la enrama de Ocosingo pingo tiringo.
Socorro dijo que Efraín catafixeó el homenaje. ¿Socorro? ¿Qué Socorro? Trejo, bermejo, cadejo.
Efraín hizo un trueque: ¡libros por egos! ¡Alas por trasiegos!
¡Larga vida al libro! ¡Larga vida al unicornio con alas de fuego!

miércoles, 8 de febrero de 2012

ARENILLA PARA ROXANA SAGASTUME




Roxana nació en Honduras ¿o nació en Sagastume? Radica en San Cristóbal de Las Casas ¿o lo hace en la hondura de la grieta de la luz? ¿Cuáles son las honduras del cielo, las hendijas del espíritu? Ella es fotógrafa. La tarde en que me la topé, ella cargaba para todos lados un ramo de flores que le ofrecieron en la inauguración de una exposición donde participó con su obra. Por todos lados llevaba el ramo, como si esas flores definieran un poco lo que es su trabajo creativo. Porque las flores -yo las he visto- están en los floreros, en las macetas, en los camellones o sobre las lápidas. Ella, en medio de las salas del Museo, llevaba las flores a todos lados, como si las ofreciera o como si se hubiera citado con alguien y hubiese dicho: “Para que me reconozcas llevaré en las manos un ramo de flores”. ¡Las llevaba por todos lados, como nubes sobre su pecho! Cuando un muchacho universitario (de los muchos que acudieron a la exposición) preguntó quién era Roxana porque le gustó una de las fotografías, el encargado del Museo, señaló con su mano y dijo: “La que tiene el ramo”. Roxana parece que está acostumbrada a cargar ramos en sus manos: ramos de flores, de vientos, de sueños. La tarde en que me la topé sólo le pregunté quiénes eran sus pintores favoritos y ella, como si pasara las cuentas de un rosario en sus manos, me recitó una serie de surrealistas, entre quienes sobresalían Dalí y Remedios Varo. Basta ver sus obras para intuir que ella vive del sueño, en el sueño y para el sueño. ¿Cuáles son las honduras del alma? ¿Cuál la obsesión lúdica de lo onírico?

1.- ¿Qué le roza a Ana Sagaz?
La impotencia, a veces, de no poder crear.

2.- ¿Cuánto VARO pagás por hallar cuatro REMEDIOS?
Ni juntando toda la arena del mar, porque no se puede comprar.

3.- ¿Para qué un ojo (como cíclope) en medio de los pechos de una mujer?
Para poder ver lo que con los de la cara no se puede ver.

4.- ¿Cuál es el más viejo compañero de tus sueños?
Aquél al que los otros le dicen amor y yo helado de limón.

5.- ¿Qué semillas planta una muchacha bonita en el páramo de su amado?
Aquéllas que no se atreve a sembrar en el propio, por miedo a echar raíces.

6.- ¿Qué hijos cría la fatalidad?
Los hijos del arte, los de la verdad.

7.- ¿Cuál de tus deseos sexuales conservás en formol?
Bi y trans.

8.- ¿En dónde reposa lo contemporáneo del pasado?
En lo que no se reinventa, pero se compone de diferente manera y al mismo tiempo igual pero con firma propia.

9.- ¿Qué abismo formás a la hora que un espectador observa tu obra fotográfica?
Tantos como personas en el mundo.

10.- ¿Cuáles son tus más sentidas honduras?
La incomprensión a mí misma, porque hoy soy yo o tal vez no.

(Roxana Sagastume, nació en 1981, en Honduras. Reside en México, desde 1996. Dice que trabaja con herramientas digitales para transmitir lo que su imaginación desborda. Ha participado en exposiciones individuales y colectivas; entre estas últimas: en el Séptimo Festival Cervantino Barroco, en Chiapas; y en la Primera Feria de Arte Chiapas. Sus obras se han publicado en varias revistas digitales e impresas. Coneculta editó un libro con parte de su obra).

lunes, 6 de febrero de 2012

LA CUERDA DE UN SNOB


Me quedé con la pausa entre las manos, como si la pausa fuera ese territorio donde las mujeres descuelgan la noche. María llamó por teléfono y me dijo: "Murió Szymborska". Sí, ya lo sé, pensé. Ahora en este mundo "googleado" todo se sabe. Todo, menos lo que pasa en el corazón del que despacha en la tienda o en el espíritu de la que hace tortillas a mano.

Me quedé con el río en espera del agua. María y yo leímos a Szymborska al otro día que le concedieron el Nobel. No recuerdo qué hizo María, pero a la mañana siguiente llegó con un juego de fotocopias con versos de la escritora.

María siempre supo que yo era un snob y en cuanto conocía el nombre del ganador del Nobel de Literatura comenzaba a buscar sus libros.

Me quedé con los gajos de la naranja entre los labios, como ahora me quedo con el nombre de María entre los dedos. Porque María no se llama María. Si ahora la llamo así es porque no deseo escribir su verdadero nombre. No sé, ahora que lea este texto, qué vaya a pensar por haberla rebautizado con un nombre tan común. Porque ella y yo siempre jugamos a nombrarnos con nombres inéditos, con nombres que sólo reconocen los amados. Esos nombres eran (qué difícil resulta pepenar hojas secas) señales, eran guiños.

Lourdes (por si el nombre de María no le gusta, propongo llamarla Lourdes a partir de esta línea y hasta que el cordel alcance) me acompañaba todos los días a comprar el periódico "La Jornada", y, a partir de las seis de la tarde (ya se sabe que en Comitán el periódico llega con un día de retraso), cada uno en su casa, leía la sección cultural y a la mañana siguiente comentábamos las noticias. Así fue que una mañana de mil novecientos noventa y tantos, Lourdes entró a mi oficina y, cuando yo le dije que Szymborska había obtenido el Nobel, ella abrió su mochila y sacó el bonche de copias dobles con poemas de la escritora. Y la leímos y dijimos que era una gran poeta y soñamos con las puertas del destino y abrimos la ventana y vimos cómo también el cielo de Comitán coincidía con nosotros y con las palabras de la poeta. Ella (María-Lourdes-Azucena), con su memoria prodigiosa, se aprendió dos poemas de memoria y cuando el día estaba nublado me pedía que cerrara los ojos, que pusiera mis manos detrás de mi cuello y que la oyera. Ella juntaba su silla a la mía y, de memoria, siempre de memoria, me recitaba uno de los poemas, con su voz de libro sobre el estante más alto.

Y ahora, ahora que no sé en dónde vive (porque no ha querido decirme y porque su número de teléfono siempre se revela como "número privado" en mi identificador de llamadas), ella sigue agarrada de ese hilo tan delgado que un día nos encuachó. "Murió Szymborska", dijo y su voz tenía un desplome de agua, como de lluvia en tarde sobre un río. Yo, ya lo dije, me quedé con la pausa entre las manos, y ella no espero a que yo dijera algo y colgó. Colgó porque nuestro hilo es muy delgado y, sin embargo, sigue soportando el puente de palabras que algún día construimos, mañana a mañana, tarde a tarde, noche a noche.

Murió Szymborska, un poco como decir: los poetas también son humanos y mueren. Lo único que sobrevive es la palabra, ave que vuela muy alto. Murió Szymborska, un poco como decir: aún recuerdo nuestro laberinto. Lamenté que hubiese colgado tan pronto. Hubiese deseado, a manera de reconocimiento a la poeta, oír un verso, al menos un verso, que dictara de memoria. Yo habría cerrado los ojos y colocado mis manos sobre mi corazón que es donde ahora tengo el cuello que, cuando la sueña, piensa en María-Lourdes-Azucena-Rocío. Digo esta cadena de nombres para no decir su verdadero nombre, para no enredarme en la trampa.

viernes, 3 de febrero de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL SOL ES UNA LUNA ROJA NACIENTE




Querida Mariana: a veces a Comitán lo abandono tantito. En las últimas semanas he andado por Japón, esa tierra llena de sake, Fujiyamas, cerezos en flor y mujeres envueltas en kimonos. Briseida Guillén, hace tiempo, me obsequió “Los Siete Samurais”, de Kurosawa (por cierto, Briseida recibió una de estas tardes la bendición de un hijo. Le envío un abrazo, con afecto). De igual manera, hace tiempo, revolviendo papeles viejos hallé una copia de “La casa de las bellas durmientes”, maravillosa novela de Kawabata.
Vos sabés, te he contado, que a veces me llegan libros que no sé de dónde llegan. Una noche, hace tiempo, oí ruido en la puerta de la casa, la perrita se subió al sofá y comenzó a ladrar. Al día siguiente encontré un libro que alguien metió por debajo de la puerta. ¡Uf, qué bendición! (hasta la fecha no sé quién fue el generoso proveedor). Lo mismo me sucedió hace como tres o cuatro meses. Recibí un envío incógnito conteniendo un libro de Kenzaburo Oé: “Cuadernos de Hiroshima”. Y ahora, hace apenas cinco o seis días, Enrique fue a la ciudad de México y a su regreso me envió un mensaje en celular: “Pasá a la oficina, con mi secretaria te dejé un libro”. Resultó que el libro es una novela de Oé: “Una cuestión personal”. Enrique bromea y dice que es mi Ramiro Ruiz (lo dice porque don Rami fue el dueño de “La Proveedora Cultural” y con él compré los primeros libros).
Enrique ha sido un proveedor de afecto y de libros, desde siempre. Creo que ya te conté que cuando regresé de la ciudad de México, después de haber estado más de cinco años estudiando en la Facultad de Ingeniería, de la Universidad Nacional Autónoma de México, él, en forma regular, me enviaba libros con la siguiente leyenda: “Para que no te empolvés”.
El polvo quita el brillo a los objetos y, parece, de acuerdo con el dicho de Enrique, también enmohece a los hombres. Enrique y yo hemos sido lectores desde siempre, los libros han sido como el fieltro que sacude y da brillo a nuestro espíritu.
Y digo que estudiaba en la Nacional, porque, a pesar de que no asistía al aula “ingenieril” (por esto no terminé la carrera de Ingeniero en Comunicaciones y Electrónica), sí acudía todos los días, desde las ocho de la mañana a dos de la tarde, a la Biblioteca Central (ah, qué prodigio de edificio). Leía, como si estuviese escrito en la carrera de Letras, muchas novelas y muchos libros de cuentos (con algún agregado de poesía). ¿Por qué nunca promoví mi cambio de Ingeniería a Filosofía y Letras? ¡No, no me preguntés esto! No tendría una respuesta sensata ni lógica. Debió pasar mucho tiempo para que una tarde me inscribiera en la carrera de Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad Autónoma de Chiapas.
Por esto, porque aprendí a vivir otros mundos y adentrarme en otros tiempos, es que con frecuencia abandono Comitán sin abandonarlo. En estos días he estado seducido por la cultura japonesa, me he dejado llevar en esas aguas rituales donde es posible sentarse en medio de un jardín a ver cómo cae una hoja del árbol o cómo crece un renuevo.
Sí, para no empolvarse es necesario, con cierta regularidad, abrir caminos en medio de los libros y ¡viajar, viajar mucho! Viajar tanto que las botas se llenen de polvo, a tal grado que sea preciso tirarlas en un basurero, para que a la menor provocación metamos los pies en los ríos de agua clara que se desbarrancan cada vez que un Kawabata o un Oé nos tiran la cuerda desde sus ventanas. Ahora te dejo. Voy a ver la película de Kurosawa y a leer algunas líneas de “Una cuestión personal”.

jueves, 2 de febrero de 2012

UNA FOTO EN BLANCO Y NEGRO




¿Quién es el hombre que aparece en la foto que me envió Jaime Córdova López? Jaime radica en la ciudad de México. Creo que él es oriundo de Tzimol, un pueblo lleno de todos los verdes del universo. ¿Por qué me envió la foto? No lo sé bien a bien. Tal vez lo hizo para que yo comenzara a fragmentarla -tal como ahora comienzo a hacerlo- para luego volver a unir esos fragmentos en un intento de jugar a formar los rompecabezas que de niño jugué. Por esto, ahora vuelvo a preguntar: ¿quién es el hombre que aparece en la foto? El hombre que está al lado de un perro que, intuitivo, voltea hacia la cámara. Porque el hombre, dubitativo, mira al frente. Al fondo de la fotografía aparece un murete de piedra, de esos que eran tan comunes en los pueblos para demarcar los territorios y que ahora son cada vez más escasos. Son escasos porque ahora los hombres levantan muros altos, cada vez más altos, del tamaño de la inseguridad. Antes, así lo corrobora esta fotografía, los espacios eran más libres. Los obstáculos eran los naturales y la gente podía, sin pedir permiso, entrar a los terrenos vecinos, porque, se sabía, nadie iba a cometer un hecho inapropiado. Lo más que hacían los niños de esos tiempos era entrar a los terrenos para mover la piedra que tapaba el hueco del maguey para chupar el aguamiel.
En la foto que Jaime me envió miro algo como un arco que define el primer plano. El arco, la sombra, a modo de cielo, está hecho de ramas de un árbol que parece un espino. ¿Es un espino? ¿Este elemento es algo como aquella corona que ciñó la frente de Jesús? ¡No puede ser! Sin embargo, la imagen (en blanco y negro) ahora me remite a esas imágenes del cine mexicano, de los años sesentas, donde Rodolfo de Anda, sobre un caballo blanco, cabalgaba en intento de huir de un grupo de apaches que lo perseguía; o donde Luis Alcoriza, amarrado de las manos, era escoltado por un grupo de soldados romanos que lo conducía ante Poncio Pilatos. En ese tiempo, el cine estaba lleno de polvo. Como el terreno era similar al que se distingue en la fotografía de Jaime, los caballos y los hombres levantaban mucho polvo, esta niebla opacaba el horizonte y, por ende, el futuro. Ahora, en tiempos en que todo lo cubrimos con cemento, el polvo ha desaparecido y, tal vez por esto, pensamos que somos inmortales y olvidamos aquello que nos recordaba que somos polvo y…
La sombra del arco de espino cae a plomo, como a plomo cae la sombra del perro y del hombre. ¿Quién es éste? ¿Qué piensa mientras mira al frente? ¿Acaso advierte lo que el futuro depara al hombre? El paisaje es un paisaje miserable dentro de su belleza: piedras, tierra yerma y espinos forman su forma. Cualquiera pensaría que no tiene vida y ¡sin embargo! Ahí está el perro que mira a la cámara, sin preocuparse del futuro hacia donde se dirige la vista del hombre. El hombre, recto, más recto que el árbol de espino, se enorgullece de sus dos ramas: una, la izquierda, forma un ángulo recto sobre su cintura, y la otra, la derecha, también en ángulo recto forma la clásica figura del pensador pues es la mano sobre la barbilla. ¿Qué piensa el hombre? ¿Por qué está parado debajo del sol? ¿Por qué no se resguarda debajo del arco y de la sombra? Tal vez el perro voltea a ver la cámara porque ésta sí se cobija en la sombra. Pero el hombre parece que no se moverá durante algún tiempo. Algo le hace ver hacia el frente, hacia donde el horizonte es una incógnita, donde, tal vez, crece la milpa o el verde de la caña de azúcar alimenta el trapiche y se forman los batidos de panela debajo de un cobertizo o, tal vez, el agua de la Rejoya se descuelga debajo de los árboles que están llenos de vida y que contradicen este paisaje de espino, de piedra y de polvo inmanente. Tal vez por esto el hombre es como un sabino y sus ramas están a punto del aleteo. Los perros no vuelan, por esto, lo más que hacen es mirar a la cámara. El hombre mira un punto que está un poco más allá de las estrellas, un poco más allá de donde el agua gorgoritea y se extiende sobre el valle. ¿Por qué Jaime me envió la foto? No lo sé. Tal vez fue un envío para decir que más allá del polvo está la transparencia del agua; y que más allá de los arcos de espino está el azul donde retoza el Sol; y que, a veces, uno puede jugar a armar rompecabezas como cuando era niño, como cuando las fotografías sólo eran un mundo en blanco y negro.