martes, 28 de febrero de 2017

CASTIGOS (2)




Luego advertí que el castigo tenía una extensión: No sólo era mi conciencia que, como capataz, me laceraba con un látigo que tenía puntas de plomo, sino que era imposible que yo justificara el cohete. ¿Qué diría cuando mi mamá preguntara el origen del juguete? Al día siguiente entré a la oficina de mi papá, lo abracé y le pedí dinero para comprar el juguete. Mi papá abrió la gaveta superior del lado derecho del escritorio, sacó la libreta donde apuntaba las cantidades de dinero que me entregaba y leyó: “Domingo 12. Un peso para cuaderno de dibujo”, cerró la libreta y dijo: “Apenas el domingo pasado te di un peso”. Era viernes. Yo lo abracé más fuerte y le dije que me había portado bien. Le pregunté si quería ver los dibujos que había hecho. Dijo que sí. Salí corriendo de su oficina y fui a mi cuarto, donde abrí la gaveta de mi buró. Saqué el estuche de plumines y el cuaderno, abrí éste en la primera página, donde estaba un cordero que había dibujado en medio de un caserío, tal vez como recuerdo de algún viaje a Amatenango del Valle, comunidad a la que viajábamos con cierta frecuencia para ir a saludar al padre Juan, que era mi tío y encargado del templo. Iba a correr a la oficina de mi papá cuando lo vi a él en la puerta de mi cuarto. “A ver, a ver -dijo- ¿en dónde están los dibujos que venderemos al museo de arte moderno?”. Y le enseñé el dibujo del cordero en el valle. Mi papá tomó el cuaderno con ambas manos. Vi que su rostro se iluminó, como si el sol de mi dibujo fuera un foco que lo alumbrara. “Sí -dijo- no está mal. Es un dibujo muy bien hecho”. Ese fue el primer dibujo que vendí. Mi papá me pagó ¡un peso! Dinero suficiente para comprar el cohete. Salí de la casa, caminé por la banqueta de laja y llegué a la tienda de doña Angelita, quien, detrás del mostrador, me saludó, preguntó por mi mamá y, cuando yo le dije que estaba bien, investigó qué era lo que deseaba. “Tres tiras de fulminantes”, dije.
De esta manera mostré con toda libertad el cohete y jugué con él por todo el corredor. Colocaba un fulminante en la punta y lo aventaba lejos, alto, muy alto, muy lejos. Corría detrás de él y miraba cómo caía. Pienso ahora que la punta del cohete tenía un pedazo de metal pesado, porque el cohete siempre chocaba con el piso.
Fui corriendo hasta la cocina donde estaba mi mamá. La olla de chocolate estaba en el fogón y ya comenzaba a hervir. El maestro Beto nos había enseñado en clase que el cacao había sido un obsequio de México al mundo. Los conquistadores españoles lo habían llevado a Europa. En casa llegaba una señora a moler el cacao, ella ponía un brasero debajo del metate, para que el cacao se ablandara y le resultara más fácil el trabajo de molienda. Estas dos imágenes me han acompañado siempre: la olla borbotando y la mujer, hincada, dale y dale con ambos brazos sobre el metate. A mi mamá le enseñé el cohete. Mi mamá dijo que estaba bonito, pero, en plan de broma, puso carita de tiuca triste, me preguntó por qué yo no le vendía uno de mis dibujos, ¿acaso su dinero no valía? Sí, dije que sí y corrí a mi cuarto y corté la otra hoja donde estaba un caballo pintado en color verde. Luego, muchos años después sabría que Franz Marc había pintado un caballo azul. Regresé a la cocina y se lo entregué a mi mamá, ella se limpió las manos con el mandil, tomó la hoja, vio el dibujo y me dijo: “Eres un gran artista, hijo.”, dejó el dibujo sobre la mesa de madera y me abrazó. Yo me apreté a su cuerpo calentito y, cuando me soltó, extendí la mano con la palma hacia arriba y moví los dedos en signo de pedir la paga. Mi mamá sonrió y dijo que ya lo había pagado. “Tu papá te lo pagó en un peso y yo pagué un peso con cuarenta por esta obra”. Supe que ella había sabido que su hijo había tomado el “cambio” de la mesa. Me puse colorado y el agua apareció en mis ojos. Mi mamá volvió a abrazarme y yo solté el llanto contenido.