martes, 31 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN RAYO

Querida Mariana: la Secretaría de Cultura conmemoró el natalicio del escritor Rafael Ramírez Heredia, mi maestro de cuento. Sé que muchos asistentes a su taller de narrativa lo recuerdan con afecto, con agradecimiento. Fue uno de los más grandes conductores de talleres creativos en México. En los años noventa, el Instituto Chiapaneco de Cultura lo contrató para dar un taller de narrativa, mientras Óscar Oliva impartía el taller de poesía. Muchos entusiastas aprendices acudíamos al Teatro de la Ciudad cada mes. Ahí, en forma puntual asistía el maestro, el reconocido Rayo Macoy, título del cuento que obtuvo el premio Juan Rulfo, del concurso internacional que organizaba Radio Francia, en París. No recuerdo con certeza, pero tal vez el taller iniciaba a las diez de la mañana y se prolongaba un poco más allá de las dos o tres de la tarde, porque asistíamos entre quince y veinte personas, llegadas de varias partes del estado: Tapachula, San Cristóbal, Comitán y Tuxtla, por supuesto. La dinámica era sencilla, conforme llegábamos así era el orden de lectura. Él no permitía que lleváramos copias para repartir, porque, decía con toda la razón, si el texto tenía errores ortográficos la lectura se fracturaba; tampoco permitía que lleváramos textos con tachaduras, debíamos (cuando menos) imprimir el texto escrito en una computadora o pasado en limpio a mano. Sí, vos sabés que a la hora de redactar cualquier texto hay palabras que se eliminan y esto obliga, en un cuento, a pintar flechitas para seguir el caminito. El Rayo se sentaba en la cabecera de la larga mesa (el personal del Teatro unía varias mesas), dejaba un papel a su lado derecho, junto con una pluma, saludaba, hacía algún comentario y pedía que iniciara el primero de la lista. Esta persona leía, todos escuchábamos. A veces, en contadas ocasiones, después de una o dos líneas, solicitaba que iniciara la lectura de nuevo, “perdón”, y ya agarraba el hilo. Al final de la lectura cada uno de los participantes hacía comentarios acerca del texto y el maestro cerraba el círculo de opiniones. Tomaba el papel donde había hecho algunas anotaciones y puntualizaba. Era, por supuesto, el momento más importante, el que esperábamos todos los participantes. Nieto del no menos famoso Rafael Ramírez Castañeda, el creador de la escuela rural y de las misiones culturales, heredó la vocación de ser lector. En una entrevista dijo que leía a todas horas, pero nunca fue un niño nerd, ¡no!, era un gran lector, atento lector, pero era bien pueblo. De acá pepenó muchas historias que luego llevó a sus libros. Comenzó a escribir de manera profesional cuando tenía un poco más de veinte años; es decir, cuando lo conocí había sido lector durante más de cuarenta años y escritor durante más de veinte. Estaba curtido en literatura. Siempre alabé y reconocí su compromiso. Escuchaba con la misma atención todas las lecturas, desde la primera hasta la última. No sé cómo le hacía. Sus comentarios también eran con similar profesionalismo. A veces llegaba medio crudo, porque al bajar del avión el viernes por la tarde tomaba algunos tragos, ya que era un gran bohemio, pero al iniciar el taller su capacidad de escucha atento estaba al ciento por ciento. Nunca mostró cansancio. Claro, cuando había llegado medio crudo, a las dos o tres de la tarde, ponía las manos sobre la mesa, se paraba y decía que fuéramos a una cantina a tomar una cerveza fría con botana. Todo era aprendizaje. Nos enseñó que la vida era la que había llevado desde niño: la lectura de muchos libros a la par de las vivencias en contacto con las personas, en la calle, en la cantina, en el prostíbulo, en las escuelas, en las plazas. Una vez, ya radicando en Puebla, me envió un correo y dijo que el Fondo de Cultura Económica había reunido sus cuentos y los había publicado. Un fin de semana viajé a México para comprar el libro que está dedicado a muchos amigos, más de cien, más de quinientos. Me dio gusto hallar mi nombre. En Puebla, una mañana triste de 2006, me enteré que el maestro había fallecido. Murió de un cáncer que le hizo una mala jugada. Lamenté mucho la noticia, junto con muchos lectores, escritores y asistentes a sus talleres. Fue uno de los más grandes conductores de talleres de cuento, hombre generoso y crítico severo. No era complaciente en sus juicios. Sabía que la única manera efectiva de que sus alumnos crecieran en materia literaria era siendo un crítico imparcial y riguroso, señalando errores y destrozando egos. Posdata: el cuento del Rayo Macoy también es uno de los grandes cuentos de la literatura mexicana, tiene todo el sabor del buen lenguaje popular trasladado al arte. Es un texto que releo con gusto. El Rayo Macoy es la historia de un boxeador que llegó a ser un triunfador y que como muchos boxeadores mexicanos terminó en la miseria más abyecta. ¿Ya lo leíste? Te lo recomiendo. ¡Tzatz Comitán!

lunes, 30 de enero de 2023

ORACIÓN POR EL TÍO GILBERTO BERMÚDEZ BERMÚDEZ

Que Dios te reciba con la alegría que derramaste en vida, a la hora de la convivencia, a la hora de ir a dejar sombreros a la frontera con Guatemala, a la hora de brindar con los compadres, a la hora de correr por la casa de tía Juanita Bermúdez y de tío Guillermo Bermúdez. Que te reciba con el aroma de los pinos del rancho de tus padres: Hierbabuena; que te dé el azul del cielo, el frío sabroso de la madrugada, la caricia del sol al aparecer tras las montañas. Que oigás el mugido de las vacas y el salto armonioso del venado, el canto de los pájaros y el vuelo de los patos que migran. Que bebás agua limpia del nacedero, que al poner tus dos manos la recibás como recibiste los dones en vida, agradecido. Que destine el mejor árbol para vos, el de dos ramas con el mismo apellido: Bermúdez. Árbol pródigo, generoso. Que te tenga destinado un buen asiento, como el que todas las mañanas recibía a tía Juanita, hermana de mi abuela paterna, a la hora que extendía la mano para recibir la moneda que dejaba el niño que, gozoso, iba al patio trasero donde estaban los tanques para nadar. Que te bendiga con el aroma de los cartuchos (alcatraces) que crecían generosos en el jardín y cuidaba Chepito. Que te dé un lugar privilegiado para cuidar a tu familia, a la tía Maty, a tus hijos Reynaldo, Mario, Miguel, Gil y Ofe, a tus nietos y demás gajos de tu gentil árbol. Que las mejores palabras te acompañen, que brinqués la cuerda de la vida eterna; que tu carne sea una con tu espíritu y todo sea parte del infinito. Que lo sembrado en la tierra dé frutos en tu nuevo espacio y tu árbol siga dando sombra, oxígeno y sea hogar para cien chupamirtos y diez mil orquídeas. Que cada charco sea como un mar lleno de peces, sardinas, tortugas; que el arco del delfín sea como tu sonrisa. Que tus ganas de vivir sean el camino que ahora anden tus pasos; que no necesités bastón para caminar ni usés cubreboca, que tu aliento sea el mismo que acarició el patio de tu casa. Tu casa, donde una vez me recibiste porque mis padres fueron de viaje; tu casa, donde escuché en radio la transmisión del partido inaugural del México 70. Patio generoso, donde jugué chinchinagua con Mario, Gil y Miguel. Que Dios te lleve a lugares bonitos, como vos nos llevaste una vez a Los Lagos de Montebello; que Él te provea lombrices para ensartar en los anzuelos y pescar pececitos en la Laguna Encantada o Esmeralda. Que tus manos sigan arando la tierra, poniendo estrellas en el cielo, acariciando nubes en lo alto. Que te sea fácil nombrar el tiempo sin tiempo, que no haya más espera que la vida eterna. Que los años por delante sean una eterna primavera, que siempre haya rosas, que todo esté verde, húmedo, que haya luz por doquier, que todo sea como una esquina iluminada. Que Dios te conserve en un rincón amable, por los siglos de los siglos. Que descansés en paz.

domingo, 29 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON PILDORITAS

Querida Mariana: siempre llevo una pluma, un pedazo de papel y un libro. Nunca me aburro. Si debo esperar leo el libro o dibujo o escribo. Una pluma, un pedazo de papel y un libro son los ingredientes para ser feliz. Hubo un tiempo que fui más sofisticado. Tenía libretas donde pegaba documentos, fotografías, dibujaba y escribía. Se volvieron un gran archivo. Muchas personas me regalaron fotografías y programas valiosos: “para tu libreta”, me decían. Te he contado que esas libretas se volvieron materia morbosa codiciada. ¿Qué tanto conservaba ahí? Un día las quemé todas. Sí, con ellas se perdió un archivo valioso, para mí y para la historia de Comitán. Hubo papeles que sólo estaban en mis libretas. Desde entonces pensé que no debía acumular. Ahora llevo un pedazo de papel y una pluma, los empleo para escribir. A veces, alguna de las cartas que te envío las escribo en el parque mientras espero o mientras hago fila para pagar el servicio de televisión por cable (servicio del que nos quejamos muchos. Mi mamá aprovecha ver las misas por la tarde, las ve y escucha con intermitencias. A cada rato aparece el mensaje: “señal no disponible”. Mi mamá pregunta si no es posible que remedien ese fallo tecnológico. No, mamá, le digo, este servicio es chafa. Y así la llevamos. Nosotros, como todos los usuarios, cumplimos con el pago puntual y la empresa del cable nos da cada vez menos canales y cada vez con más fallos. Ah, país, te amo mucho, pero reniego de tu modo de ser mediocre y rascuache). El otro día revisé la gaveta del escritorio de la oficina y hallé un papelito con pildoritas escritas a bote pronto. Te las comparto, sólo como un divertimento, como muestra de pierdetiempos, de mamaditas, de orgasmos mentales precoces: • Era tan racista que no comía nueces “de la india”. • Juan era tan discriminador que no toleraba ninguna raza indígena. La que más odiaba era la totoNACA. • Pedro, primo hermano de Juan, no comía las espiNACAS. • Era tan bobo que pensaba que comiendo Vitamina C sabría de todo. • Hablaba como español, pero no era de España. Él aseguraba que hablaba así porque comía muchas empanadas de SETAS. • Como era medio sordo equivocaba las palabras. No tomaba limonada porque no le gustaba que fueran de limones DEPRIMIDOS, ¡EXPRIMIDOS!, corregía la abuela. • Así como hay verduras, ¿hay verBLANDAS? • Así como hay hortaliza, ¿hay hortaCORRUGADA? • Se creía tan superior que nunca tomaba CARTA BLANCA. • “Siempre hay un pero”, dijo doña Llana a don Áspero. • Como era medio sordo equivocaba las palabras. Cuando le ofrecían un platillo japonés con algas, se levantaba de la mesa y decía que las japonesas aparte de culonas eran unas ofrecidas. • Así como hay martillo, ¿hay martitú, martiél? • ¿Las herramientas nunca dicen verdades? • El acorde se acordó que tenía acuerdos y huyó de la banda. • El tango dijo tengo tingo y tongo y se puso a bailar un ritmo desordenado. • Doña Soponcio se casó con don Patatús. Cuando nacieron sus gemelos, todo mundo supo que se llamarían: Telele y Tramafat. Sí, son mamaditas. Así me divierto. Veo una palabra y la pongo a rodar como si fuera canica, en cuanto entra al hoyo (la canica), ¡chiras, pelas! Posdata: en los papelitos escribo muchas boberitas. En las libretas tenía ideas para cuentos, que se malograron, pero también tenía recaditos. A la gente de acá le interesaba enterarse de los recaditos y no de los cuentitos. Quemé las libretas. Me consideraban un simple recadero y no un escritor. Ahora, ni recibo recaditos ni los envío. A vos te comparto las boberitas, los divertimentos. No, no, las mamaditas ¡no! Capaz que se enoja tu novio. ¡Tzatz Comitán!

sábado, 28 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON CASTIGOS

Querida Mariana: ¿Derechos Humanos? Antes, el tema no aparecía. En cuentos, novelas y películas de las llamadas “de época” vemos que no existían los derechos humanos. Los niños de mi generación vivimos una época donde el respeto estaba ausente. Los papás (con el derecho de potestad) dictaban castigos violentos; este derecho lo legaban a los maestros de escuela y éstos también ejercían violencia contra los alumnos. Ahora, muchas personas en Comitán se quejan de las “bombas” (así les llaman) que los fieles católicos lanzan con motivo del festejo a un santo o virgen. Acá vemos que no existe el mínimo respeto por los adultos mayores y por los animalitos; no existe el respeto a la convivencia. Antes, cuando existía un festejo patronal lanzaban cuetes de vara. Un tipo sostenía el cartucho, con una brasa o con un cigarro prendido encendía la mecha y soltaba el cuete que ascendía y tronaba. Ya el recordado maestro Bernardo, en los años sesenta, decía del peligro y molestia de estos artefactos, él llamaba turrupes a los cuetes, porque provocaban tufo, ruido y eran peligrosos. Hoy, los que celebran la festividad no lanzan sólo cuetes, ahora lanzan verdaderas descargas que provocan miedo. En casa tenemos dos animalitos: la Pigo, que es una perrita que ya tiene más de diez años viviendo con nosotros, y el Félix, que es un gatito que mi Paty adoptó, que es muy temeroso, porque andá a saber qué sufrió en la calle. Ellos son felices en el patiecito, cuando comienzan las descargas entran alarmados a buscar refugio. Dios mío, en dónde se esconden. Siempre pienso, te lo he dicho, en el temor de los niños que sufren una guerra, en el desasosiego que tienen cuando las sirenas alertan que se acercan aviones que lanzarán bombas, en el temblor de sus cuerpecitos a la hora que las bombas impactan en la tierra y deshacen edificios y matan a las personas. La ciencia nos repite a cada rato que los chuchitos, por ejemplo, tienen un aguzado sentido del oído. A la hora de la ruidazón de las “bombas” los animalitos sufren. Algunas personas sostienen que hay casos donde las mascotas mueren por el estrés a que son sometidas ante los impactos violentos. Mucha gente escribe solicitando que no exista esta práctica cruenta, pero, por supuesto, quienes lo hacen ignoran esta solicitud, bueno, ni leen los escritos. Hoy el tema de Derechos Humanos está presente, pero, en realidad, sigue siendo algo que se aleja de nuestro día a día. Basta lo que he dicho para constatar que hay personas que no piensan en los demás, que no les importa respetar el derecho de los demás. Cuando fui niño, como chuchito, sufrí maltrato. No en mi casa, en casa solo recibí cariño. Mis papás nunca ejercieron violencia contra mí, a pesar de las travesuras y maldades que todo niño hace, ellos siempre fueron respetuosos de mi espíritu y de mi cuerpo. Mi compadre Pepe bromeaba, decía que mi papá me malcrió con su amor, porque cuando me pegaba lo hacía con una media. Pero fuera de casa el mundo era irrespetuoso, siempre lo ha sido. El otro día, en un Platicatorio, mi amigo Víctor González recordó una anécdota: llegó a casa y vio que nuestro doberman tenía cola, cuando es práctica común cortársela, por estética. Mi papá le dijo que no lo había hecho, para evitar el sufrimiento del animal y porque el animal movía la cola al recibirnos y eso daba alegría. Sí, he visto a perros de esa raza que mueven el cabito de cola que les dejan, están mutilados en su manifestación de júbilo. En mi casa viví en un entorno respetuoso. A veces, cuando mi papá estaba tomado le brincaban sus fantasmas, pero conmigo nunca fue violento, fue un padre muy amoroso, tanto que Pepe decía que me malcrió, me pegaba con una media. Pero al salir de casa todo el respeto se iba a la alcantarilla. Vos conocés la ortiga, esa especie de planta trepadora que antes había en muchos entablados que servían para delimitar los terrenos. Si agarrás la ortiga te produce escozor. Pues en la escuela había maestros que castigaban a los niños aplicándoles ortiga en las manos y brazos. ¡Qué crueldad! Los maestros tenían “derecho” a hacer eso, porque los papás habían dicho: “Y si se portan mal usted aplique el castigo que sea necesario”. Y los maestros (todo sea por la patria) se daban gusto. Algo en su interior los obligaba a superarse en castigos, como si fuesen reencarnación de los tipos que aplicaban los tormentos en las salas de la Santa Inquisición. No sólo aplicaban ortiga, también pegaban con varas de membrillo. Tenían tapetes especiales para castigos: ahí obligaban a los alumnos a hincarse, el envés de las corcholatas hería las rodillas. También tenían tapetes con granos de frijol. Las mentes perversas inventaban métodos cada vez más sofisticados. Lo que parecía un acto menor, un acto de contrición, se convertía en algo cruel. Los niños católicos debíamos hincarnos frente a un sacerdote en un confesionario y ahí, como el nombre lo indica, confesábamos nuestros pecados. El concepto de pecado ya era en sí algo que hería nuestro espíritu. Todos éramos unos pecadores; es decir, realizábamos actos que nos llevarían al infierno. Ahora sé que el concepto de pecado conlleva la idea de respeto. Si yo tomaba monedas del dinero de mi mamá no estaba siendo respetuoso con la propiedad ajena, y estaba a punto de convertirme en un gran ladrón, casi casi como los llamados de “cuello blanco”; si yo me masturbaba, en mi cama debajo de mis cobijas calientitas, estaba siendo irrespetuoso con mi cuerpo. Sigo sin comprenderlo, porque era placentero. El cura no lo sabía, pero amaba mi cuerpo en ese momento. En películas he visto a monjes flagelándose, pienso que ellos sí son irrespetuosos con sus cuerpos. Por ahí me platicaron que en un colegio de monjas, en los años cincuenta, a las niñas las obligaban a clavar alfileres en el corazón de una imagen del Corazón de Jesús. ¿Imaginás lo que eso representaba para una niña católica inocente? ¿En qué mente anidaba esa idea tan cruel? Acá vale hacer la reflexión acerca de los castigos corporales y los castigos sicológicos. Resulta brutal que una persona te enseñe a respetar el corazón de Jesús y luego te obligue a clavarle alfileres a una imagen. En un cuento de Alessandro Irigoyen, escritor chileno o peruano, aparece la imagen de un niño que quiere mucho a su hermanita y que cuando se porta mal su papá lo obliga a orinar un retrato de la niña. Es una imagen absurda, tonta, inexplicable, pero crudelísima. Lo que debería ser un disfrute se convierte en un tormento. He visto a padres de familia que obligan a sus hijos a comer algún platillo que aborrecen, en el delirio de “tenés que comerlo, porque eso te hace bien”, los papás meten la comida con violencia en la boca del hijo, como si metieran un papel en un hueco. He visto maestros que castigan a sus alumnos poniéndolos a leer. ¿Mirás qué absurdo? El maravilloso disfrute de la lectura se convierte en un tormento. Los adultos somos irrespetuosos con los niños, no respetamos su naturaleza humana. Muchas personas de mi generación dicen que si ahora la juventud está más extraviada que antes es porque hace falta aplicar correctivos, dicen: “un buen cinchazo y ¡listo!” Hoy, los maestros tienen prohibido tocar a los alumnos, no deben tocarlos ni con el pétalo de una rosa, no deben pegarles ni con “una media”. Pero, ahora, la situación se ha revertido, son los jóvenes quienes son irrespetuosos. Los de mi generación recuerdan que existía un gran respeto por los maestros, aunque ellos no nos respetaran y nos infligieran castigos severos. Hoy, los maestros respetan a los chicos, pero éstos son irrespetuosos con todos sus mayores, incluso con sus padres. Los muchachos exigen que los demás los traten como si fueran de cristal, pero no son corresponsables. Advierto que el mundo sigue siendo el mismo. En casa todo va bien, afuera están los irrespetuosos. El mundo sigue escupiendo hacia arriba y pasa a ensuciar a los otros. No existe una conciencia plena del sentido comunitario. Hay personas que no distinguen el concepto de vecindad. Posdata: te he contado que a mí me dieron de reglazos por no aprender de memoria las capitales del mundo. Mi maestro no supo distinguir que la memoria no era una de mis fortalezas, refregó mi espíritu con la ortiga de su corazón. En el mío nada puse, porque desde entonces supe que él cargaba piedras más pesadas que las mías. Mi tolerancia de niño permitió que yo no cargara las piedras que él sí cargaba de grande. Lo respeté, lo sigo respetando. ¿Cariño? No, este lo reservé siempre para los que me protegieron, como lo hizo mi padre. ¡Tzatz Comitán!

viernes, 27 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON UN CRISTAL LUMINOSO

Querida Mariana: conocí a mi hermana y lloré. El llanto es liberador. Las personas lloramos por dolor o nostalgia. Algún día te daré más detalles del abrazo del universo que recibí con la visita de Esther. Lloré. Las personas lloramos por pérdidas o ausencias. Por esto, se relaciona el llanto con la tragedia. El niño llora cuando cae y se golpea; cuando lo castiga un maestro, cuando reprueba un examen, cuando se le muere su perrito consentido; el niño llora cuando se frustra. Lloré cuando, en secundaria, en clase de educación física, no logré subir la pendiente del panteón, a mitad de la subida jalé aire y me solté a llorar, mientras los compañeros pasaban a mi lado y reían o aventaban una mirada de “pobre gordo”. Pero, he visto llorar a muchas personas cuando son felices; en los aeropuertos y terminales de autobuses he visto a abuelos llorar a la hora que los nietos corren a recibir el abrazo. ¿Has escuchado la frase “lloró de la risa”? Sí, vos, yo y todo el mundo, hemos visto a amigos llorar por la intensidad de sus carcajadas. El llanto libera, es una ventana que oxigena el espíritu, es una mariposa libre. Mi hermana vino a Comitán y al verla lloré. Nos abrazamos. No nos conocíamos físicamente. Ella nació en 1945, en la Ciudad de México; yo nací en 1957, en Comitán. Soy su hermanito. Ambos somos hijos de Augusto Molinari Bermúdez. Después de 65 años pensó que debía conocerme, conocer a mi Paty, el pueblo donde nació nuestro papá (San Cristóbal de Las Casas) y el pueblo donde vivió desde inicios de los años cincuenta hasta 1990, año en que murió; vino a dejar flores a la tumba de nuestro padre. Ella me llamó por teléfono cuando regresó a su casa, en el estado de México. Ella vino acompañada de sus hijos Martín, Maricarmen Elvira y por sus nietos Mattew, Pamela y Xiadani. Ella es tan sensible que resumió en cuatro palabras luminosas esta experiencia de vida. Esas palabras ya las tengo guardadas en mi corazón. ¡Cuatro palabras! Pucha, yo me asumo escritor y jamás he logrado tal concisión. Lloré, porque me emocionó su presencia, su coraje para dejar su hogar por un rato, subir a un avión, viajar a pesar de cierta molestia física con sus rodillas; lloré, porque el universo me envió ese abrazo como lluvia de pétalos. El llanto no siempre es sinónimo de dolor ni de frustración. Ahora subo las pendientes de la vida sin prisa. Si me canso, me detengo y disfruto el paisaje, tomo huelgo y prosigo mi caminata. No corro. La vida está hecha de los extremos: risa y llanto. Como todo mundo, prefiero reír, abrir la ventana, ver el sol, los pájaros, las nubes, pero soy feliz cuando lloro de emoción amable. Odio el llanto que asoma ante la muerte de un ser querido; odio el llanto que asoma a la hora que el cuerpo del fallecido lo dejan para siempre en un hueco de la tierra o lo meten al horno. Odio las ausencias para siempre. Por esto, agradecí la presencia de mi hermana y sus palabras de hierbabuena. Vino a conocer a su hermanito, porque cuando tenía doce años alguien de su casa le dijo que en Comitán había nacido Alejandro. Ella vino a beber nuestro cielo. Cuando íbamos en el auto, ella, iluminada, señaló y dijo: ¡el templo de San José! ¿Sabés qué restaurante eligió para desayunar? El 1813. Sabía del restaurante porque ella, todas las mañanas, lee estas cartas. Mi hermana ya es bien comiteca. Posdata: un día te contaré lo que su presencia abonó en mi espíritu. Por el momento procuro imitarla, sin lograrlo. Ella, en cuatro palabras prodigiosas, sintetizó el instante. Yo apenas balbuceo y digo: lloré. Lloré el mejor llanto de la vida, el que asoma cuando Dios nos acaricia. ¡Tzatz Comitán!

jueves, 26 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON PALABRAS SABROSAS

Querida Mariana: mi mamá veía un programa de cocina en la tele. Yo pintaba, al lado del ventanal. Mientras hacía una mezcla escuché que la chica decía: “la receta de un colchón de naranja”. Dejé de pintar. Miré. Sí, la chica enseñaría a hacer colchones de naranja. Al final, quedaron unas bolitas como conejitos, bien esponjados, la chica se sirvió un poco de café y probó el colchón. Pensé que si alguien tuviera esos colchones en Comitán los sopearía en el café. La consistencia del panecillo permitiría embeber de inmediato el líquido, el interior blanco tomaría una tonalidad maravillosa, el color que buscaba para el cuadro que pintaba. Pensé que la pintura está en todo, así como la comida. He visto que hacen dibujos con café. Alguien raspa granos de café, los mezcla con tantita agua y ahí ya tiene una tonalidad maravillosa. Lo que no tiene la pintura es lo esponjoso de estos colchones de naranja, pachoncitos, como pancita de osito. Como me conocés, no explicaré que dejé de pintar porque llamó mi atención el nombre de ese pan. Se me hizo maravillosa la posibilidad de comer un colchoncito. El alburero de Romeo diría que es una bendición, porque él se come a su panquecito sobre el colchón, y ya sabés que su panquecito es su pareja. ¿Mirás cómo el lenguaje también está en todo? El Romeo le dice panquecito a su muchacha bonita, la come y la sopea en el agua de su deseo. Por eso llamó mi atención. De inmediato marqué el número telefónico de Romeo. ¿Vos has comido algún colchoncito? Primero dijo que no era chucho y contó que tuvo un chucho: “Romeín”, se llamaba, que tenía el delirio de comer colchones, era tanto su gusto que mi amigo compró un colchón nuevo y vio hacia dónde se dirigía la preferencia del chucho. El tal Romeín decidió entrarle con todo al usado y mi amigo lo tiró al piso para que ahí retozara el chucho y se diera buenos atracones de estopa. ¿Nunca se enfermó?, le pregunté. No, me dijo como si hubiera preguntado algo común, Romeín tenía estómago de alcantarilla. Entonces le expliqué lo de los colchones de naranja. Con voz de ogro dijo que ¡no!, ni pensarlo, él era fiel a su panquecito. Y me preguntó si sabía qué sabor tiene su muchacha bonita. No, le dije, nunca la he probado y solté la carcajada. Él no recibió mi broma de buen agrado, dijo, con voz de ogro ya encabronado, que, en tal caso, probaría su puño de troglodita. Además, dijo, la naranja no es lo ideal para los pastelillos, vale para jugo en la mañana, pero es la fruta menos sublime. Y fue cuando, como si me compartiera un secreto íntimamente guardado, dijo que su panquecito era sabor paisaje de José María Velasco. Eso me gustó. Sí, cuando lo dijo, me llegó el aroma de esos valles limpios, cielos transparentes, el aroma de la ropa recién lavada, de la ropa doblada después de planchar. “Naranja dulce, limón partido”, dice la canción infantil. En Comitán es muy apreciada la naranja agria. Las cocineras tradicionales la usan para poner carne en salmuera, la carne toma un sabor exquisito. En casa de mis papás, en el patio trasero sembraron un árbol de naranja agria, mi papá mandó a hacerle una rotonda. Jamás he vuelto a ver un reconocimiento tan espectacular a un árbol de naranja. Estaba a mitad del patio, caminar a su alrededor otorgaba nobleza. Para cortar las naranjas, mis papás usaban un palo largo con un chunche especial en la punta que permitía doblar la ramita y que el fruto cayera. La naranja caía sobre la tierra que rodeaba al árbol y que era la base de la rotonda, a una altura de metro y medio, por lo que luego era algo simpático usar otro palo con una red en el extremo que servía para “pescar” la naranja que nadaba en la alberca circular de tierra. Posdata: llamó mi atención el nombre de los panecillos: colchoncitos. Le pregunté a mi mamá y dijo que sí, que puede hacerse con otros sabores. Iba a preguntarle si podría hacerse con sabor de paisaje de José María Velasco, pero sé que habría dicho que no. Y habría dicho no, porque ese es privilegio de Romeo, sólo él disfruta su panquecito con ese sabor. Recordé entonces que Jaime le dice bizcochito a su muchacha bonita. Me ganó la risa cuando pensé que Luis le decía butifarrita a una novia que tuvo. Él se comía su butifarrita sobre un colchón. ¡Tzatz Comitán!

miércoles, 25 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON UNA SELECCIÓN

Querida Mariana: ¿conocés la revista Selecciones, del Readers Digest? En un Platicatorio, mi amigo Marco Polo dijo que en su trabajo de cartero le tocaba repartir esta revista. Cuando llegaba la revista la mochila pesaba más. En los años sesenta, muchos comitecos leían la revista. Mi papá estaba suscrito a la revista. Los tres la leíamos. Asumo que lo mismo sucedía en muchas casas comitecas. El cartero llegaba y, junto con sobres de correspondencia ordinaria, dejaba la revista. Mi papá era muy generoso, siempre me daba el privilegio de ser el primer lector. La actividad era cosa de un día, al otro día le regresaba la revista y él la leía con calma. Cuando fui adolescente comenzó a llegarme una revista con diseño similar, que llegaba de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas, era la contraparte, porque Selecciones era una revista que, de manera sutil, enviaba mensajes ideológicos del capitalismo. No sé si la revista de la URSS era gratuita o alguien hizo favor de pagar mi suscripción. En ese tiempo ya no estaba tan marcado lo de la Guerra Fría, pero seguía imperando el afán doctrinario de ambas potencias. Ahora sigue presente ese adoctrinamiento. El otro día, el periodista de apellido Longobardi entrevistó a una chica que nació en Corea del Sur y llegó a vivir con su familia a Argentina cuando ella tenía ocho años de edad. En la plática quedó demostrado cómo Corea del Sur se volvió una potencia, la chica dijo que Corea del Sur invirtió en la innovación en todos los campos del conocimiento. Mi Paty consume canciones y películas de coreanos. Como cualquier jovencita está fascinada con BTS. No entiendo bien a bien el manejo mercadológico, pero intuyo que esta afición de millones de personas en el mundo se traduce en millones de dólares en divisas para los coreanitos. En los años sesenta había miles y miles de lectores de la revista Selecciones. Su estrategia de mercadotecnia era muy adecuada y esto significaba divisas para los Estados Unidos de Norteamérica. Las grandes potencias saben perfectamente que somos lo que leemos, lo que comemos, lo que vemos. En los años sesenta, aparte de leer Selecciones, los comitecos veíamos mucho cine mexicano (en el Cine Comitán) y mucho cine norteamericano (en el Cine Montebello). Hoy, los jóvenes de estos tiempos ven poco cine mexicano, la mayoría de cintas que consumen son películas norteamericanas, por eso, poco a poco se hacen más al modo de allá que de acá. Con frecuencia escucho que dicen que las películas mexicanas son chafas, que no tienen la maravilla de los efectos especiales de las películas gringas. ¡Es cierto! Los norteamericanos invierten millones de dólares en la producción y en la publicidad. Esto les garantiza que al mes de exhibición de una película de estreno ya hayan recuperado con creces la inversión. Todo lo tienen bien amarrado. En los circuitos de exhibición, una mayoría de estrenos son norteamericanos, las salas para películas mexicanas son limitadas, como limitados los recursos destinados para la producción. Sí, la mayoría de películas mexicanas son chafas. En los años sesenta la carencia de dinero fue sustituida por talento y creatividad. El cine mexicano tuvo un gran mercado en toda Latinoamérica, esto hizo que mucha paguita llegara a nuestro país; hoy ya no sucede así. El grueso de los cinéfilos latinos consume productos norteamericanos, la paguita se va a los Estados Unidos, por ellos siguen siendo poderosos. Leímos Selecciones. El maestro Güero llegaba al Colegio Mariano N. Ruiz para impartir las clases de Física y de Dibujo Técnico, siempre vestido en forma impecable con traje, donde, en la bolsa trasera de su pantalón, iba un ejemplar de Selecciones, doblado a la mitad. La revista, como su nombre lo indica, era una selección de artículos publicados por la editorial Reader’s Digest, que, entiendo en mi inglés de párvulo, más o menos quiere decir que son resúmenes para los lectores. La empresa tenía una colección de libros, donde en cada tomo publicaba síntesis apretadas de novelas. Esto puede darte una idea de que, ya en ese tiempo, los hábiles editores nos daban resúmenes, pildoritas que no exigían gran esfuerzo por parte del lector. Posdata: los grandes lectores abominaban la revista Selecciones, decían que era un producto pro yanqui y que, ahora dirían, era algo light. Pero en Comitán, cuando menos, hubo un sector de población que leyó. Ahora ni eso. En la portada de un ejemplar de 1971 aparece la leyenda: “La revista más leída del mundo” y dice que tenían un tiraje de ¡29 millones de ejemplares en 13 idiomas! Pucha. Pero esta editorial no sólo distribuía la revista, también editaba libros y colecciones de música. En el pueblo hubo discos de música clásica y libros de Selecciones del Reader’s Digest. ¡Tzatz Comitán!

martes, 24 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON ESPACIOS DE PODER

Querida Mariana: qué pequeñas las grandes personas, usan sus espacios de poder para compensar sus carencias espirituales. Me ha tocado ver cómo actúa la mayoría de personas en sus espacios de poder. He visto a curas cuando alguien solicita un servicio, a maestros que sancionan a alumnos, a secretarias cuando saben que tienen el mínimo poder para extender un documento, para poner un simple sello. Los he visto en el espacio mínimo. En Comitán aplicamos la palabra chinaj cuando alguien es enojón por naturaleza. ¿Imaginás a un chinaj en un espacio de poder? Quien detenta un espacio de poder reconoce que todo aquel que se les acerca es porque necesita algo. En este reconocimiento está presente la soberbia, lo que, en teoría, les hace crecer su ego, un ego de plástico. Los espacios de poder, como todo en la vida, tienen niveles. No es lo mismo ser presidente de una república que simple barrendero. Ambos personajes, si tienen carencias espirituales, abusan de su espacio. Todo mundo les recuerda que un día abandonarán ese espacio temporal; todo mundo les sugiere que sean humildes, pero no hacen caso. El espacio de poder los llena de soberbia, los baña de una aparente lluvia luminosa. Vos y yo lo hemos vivido, lo hemos padecido. De un tiempo acá lo tomo con simpatía. Como si fuera estudioso del fenómeno sólo consigno los comportamientos de esas personas. Hoy comparto con vos mi experiencia de ayer. Se terminó el agua, subí tres garrafones y fui a la planta a comprar. Me estacioné, esperé que saliera el encargado, como esto no sucedió entré y vi a una chica que salió de la oficina, como caminó apresurada hacia el interior, saludé, en voz alta: buenas tardes, necesito tres garrafones. Ella volvió la mirada y señaló al encargado que salió de su oficina, un chaparrito simpático, con cara de doberman, que me dijo: ¡tranquilo, tranquilo! Puse mi cara de estudioso del fenómeno y pensé que, además de despachar garrafones de agua es algo así como una doctora corazón. Fue al carro, revisó los garrafones vacíos y, con voz de maestro enviándome a la esquina del salón, dijo que uno no lo recibiría, porque tenía algo, nunca entendí qué. Iba a explicarle que esos garrafones me los había dejado un compañero de su misma empresa, pero, estudioso del fenómeno sólo anoté que el sicólogo frustrado usaba su espacio de poder. Le dije que me diera los dos restantes. Los llevó y le di un billete de cincuenta. El costo de los dos garrafones es de cuarenta pesos. Cuando lo vi sudar tantito al cargar un garrafón en cada mano, pensé en dejarle el cambio. Soy estudioso del fenómeno, pero reconozco los mínimos espacios de poder donde fuera de ellos estos tipos son miserables. El tipo recibió el billete y me dijo: “uh, no tengo cambio. Mire, no es porque no quiera”, y sacó un fajo de billetes, con billetes de cincuenta, de veinte, de cien. No, no tenía cambio, pensé. Sonreí. No hay billetes de diez pesos. Volví a sonreír. Le dije que así estaba bien, los diez pesos de cambio eran para él. Entonces, cambió su cara y me dijo: “Dios lo bendiga”. Cada persona tiene su espacio de poder. El presidente de una república es un todo poderoso, su influencia es, como dicen los que saben, omnímoda (pucha, qué palabrita tan de poder lingüístico mamila). Pero, quienes están cerca de un poderoso se contagian. Como si pasaran sus manos sobre el pecho del poderoso y luego se untaran esa energía, se creen poderosísimos. Los he visto, vos también. El más modesto personaje tiene un espacio de poder y como el poder es letal y dañino provoca comportamientos que tratan de enardecer a los simples mortales, quienes, en su espacio de poder, también abusan de esa autoridad. Posdata: tranquilo, tranquilo, me dijo el despachador. Yo estaba tranquilo. Pienso que, en el fondo, lo que quería era intranquilizarme, como es el objetivo de todos los chinajs que abusan de su espacio de poder, como sucede en muchos casos, también, en caso de usuarios chinajs. Al final, gracias a mi tranquilidad, no me molesté, sólo fui testigo de cómo funciona el mínimo espacio de poder. Y acá el Molinari usa su espacio de poder. Bobo. ¡Tzatz Comitán!

lunes, 23 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON ASOMBROS

Querida Mariana: quienes nacieron en este siglo XXI no se sorprenden. No sé si a los de mi generación les sucede lo mismo que a mí. Me cuesta escribir los años de este siglo. Nací en el siglo XX. Parece un acto mínimo, pero a mí me apabulla esta situación que defino como milagrosa. Mi papá nació y murió en el siglo XX. Cuando él tuvo que escribir una carta y fecharla siempre escribió mil novecientos y tantos. A mí me tocó lo mismo hasta que el año 1999 asomó y entendí que era el último año donde el mil novecientos y tantos aparecería. De pronto, el año 2000 asomó su cara y metió su pie en mi vida o, más bien dicho, yo me metí en él. Y el mil novecientos noventa y tantos perdió su preeminencia. A partir del año dos mil todos los subsecuentes han tenido el símbolo del nuevo siglo para mí, el siglo XXI. Viví la transición sin mucho conflicto, fue casi casi como una cosa natural, pero, en realidad, a la par del prodigio aparece algo que me provoca ruido: soy un hombre que ha vivido en dos siglos. La naturaleza es pródiga, nos ha provisto de un mecanismo de adaptación. Sin darme cuenta precisa he ido nadando en las aguas de este siglo portentoso. El siglo XXI es un siglo que nada tiene que ver con el anterior. Nací en 1957, en un Comitán apacible, afectuoso. Hoy, Comitán es una ciudad que, en ocasiones, se muestra caótica, como los demás pueblos de nuestra patria. Los que nacimos y crecimos en el siglo XX debimos aprehender mecanismos que nos permitieran asimilar la brutalidad de estos tiempos; a la vez hemos asimilado todos los avances tecnológicos que se mostraron tímidos a finales del siglo pasado y que ahora se muestran con gran descaro en toda su maravillosa presencia. Por ahí, en redes sociales, aparecen escritos que comentan los cambios radicales que se han dado en las personas de mi generación. Cambios en todos los aspectos, pero, sobre todo, en la apreciación de valores y en la aparición de los llamados gadgets (mirá qué palabra, para los chicos de este siglo es algo normal, para mí es algo que aun no entiendo a cabalidad, pero la uso, porque este siglo tiene bordados sus hilos en chunches sorprendentes). Sigo escribiendo cartas cuando muchas personas ya no lo hacen. Ahora, lo entiendo, ya no hay necesidad de escribir cartas como sí fue necesario hacerlo en el siglo pasado. En los años setenta fui a estudiar a la universidad en la Ciudad de México, allá viví casi cinco años, cinco prodigiosos años en los que leí muchísimo en la Biblioteca Central y vi cine de calidad en los cineclubs de las facultades de la UNAM. Esos años fueron definitivos para consolidar mi vocación. Nunca terminaré de agradecer a mis papás la oportunidad que me brindaron para llenarme de chunches que alimentaron mi intelecto, aportaron buen abono a mi espíritu. En los años setenta sólo podía comunicarme con mis papás a través de telegramas, cartas o llamadas telefónicas. Los telegramas permitían enviar mensajes breves (diez palabras), las llamadas telefónicas eran muy costosas. Las cartas tardaban tiempo en llegar, pero permitían contar muchas cosas y el costo era mínimo, así que me habitué a escribir cartas, a los amigos, a algunas chicas ocasionales que me gustaban y que, siempre, terminaron por aburrirse de mis envíos. ¿Hoy? ¿Qué puedo decirte? Todos los que vivimos estos tiempos sabemos de la riqueza de la inmediatez. Quienes radican en otras ciudades del país o del mundo pueden comunicarse con los suyos de manera inmediata y sin costos elevados. La chica que estudia en Tokio puede, tranquilamente, despertar a su novio y platicar con él mucho tiempo. ¿No te gusta escribir mucho? Ah, bueno, pues enviás un tuit con pocas palabras y te comunicás con todo el mundo. ¿Quién pierde su tiempo escribiendo cartas en un siglo donde domina la imagen y la brevedad? Pocos, pocos lo hacen. Tu Alejandro es uno de ellos. A mí me encanta escribirte cartas. Agradezco que vos sos mi cómplice en esta aventura de vida, porque pocas personas, también, están dispuestas a leer textos largos. Vos también compartís conmigo el privilegio de ser persona de dos siglos. Claro, vos naciste ya muy avanzado el siglo XX, yo nací cuando apenas rebasaba la cintura. Pero vos has sido la pértiga que me ayudó a dar el salto y el asidero para descubrir la maravilla tecnológica de este siglo XXI. Siempre escribí cartas a mano, en alguna ocasión lo hice en máquina mecánica, hoy te escribo en un teclado de computadora y te envío cartas por correo electrónico. Nunca imaginé esta bendición. Posdata: soy, como millones de seres humanos, hombre de dos siglos. He transitado de un siglo a otro, casi sin darme cuenta. Pero cuando vuelvo la mirada me apabulla esta simple idea. Vengo de un siglo afectuoso, estoy metido en un siglo de vértigo. Una certeza me invade. El siglo XXII es un siglo ajeno, no lo viviré. ¿Hasta cuándo en este siglo? ¿Cómo? ¡Tzatz Comitán!

sábado, 21 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON RETAZOS

Querida Mariana: parece que la Biblia dice que hay un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar. La experiencia dicta que, en ocasiones, los que siembran no cosechan. Por eso, la sentencia popular advierte que “nadie sabe para quién trabaja”. Hay árboles que tardan mucho en dar frutos, por lo que quienes disfrutan los frutos son los nietos del abuelo sembrador. Dirás qué mosca me picó para que hable de esto. Pues no me picó mosca alguna, lo digo porque ayer caminé por nuestro pueblo (sigo con cubrebocas y conservando sana distancia, hasta donde el mundo me lo permite). Caminé por el centro de la ciudad y reflexioné en eso: este pueblo es fruto de la siembra de muchos comitecos, algunos de los cuales ya gozan de mejor vida. Ahora somos nosotros, los que acá vivimos y quienes llegan de visitantes, quienes gozamos de esos frutos. Pero, lo que sembremos hoy definirá el pueblo del mañana. ¿Estamos haciendo una siembra correcta? ¿Estamos sembrando los árboles que den los mejores frutos? ¿Hacemos lo correcto para preservar los mejores árboles que sembraron nuestros mayores? O ¿andamos, como talamontes, cortando nuestros mejores árboles y dejando desiertos donde fue selva? La pregunta obligada es: ¿te gusta el pueblo que sembraron nuestros mayores? Sé que vos decís ¡sí!, de inmediato. Sé que te gusta Comitán, que vivís a gusto en nuestro pueblo, que lo amás y que procurás hacer buena siembra para estos tiempos y los que están por venir. Conozco a muchas, muchísimas personas, que como vos aman este pueblo, los veo orgullosos de nuestras costumbres, nuestras tradiciones, los veo enamorados de la cultura comiteca. Se sienten chentos por haber nacido acá y, de igual manera, los veo sembrando luz para que nuestro pueblo siempre irradie concordia. Fui al mercado Primero de mayo y pedí un vaso de jocoatol. Me gusta mucho el atol agrio, me encanta su color. A veces, cuando pinto hago mezclas en busca de esa tonalidad, para que cuando me pregunten qué color usé yo diga: ¡color jocoatol! Cuando alguien tiene un carácter feo se dice que tiene un carácter agrio. A mí me desagrada esta comparación, porque el atol agrio es riquísimo y el color es fascinante. El carácter jocoatol debería emplearse para alguien que tiene un sabor especial y una tonalidad exquisita. Me fascinan las personas jocoatol. Al probar el atol calientito pensé en el instante que nuestros mayores (debieron ser mujeres) descubrieron esta receta. No sé en qué momento alguien descubre una maravilla. Las primeras mujeres que hicieron el jocoatol debieron ser mujeres conectadas con la esencia del universo. El otro día vi una serie en Netflix, narrada por el actor Morgan Freeman, que explica, en forma sensacional, cómo cada elemento de nuestra vida terrenal está conectado con lo más sublime del origen del universo. Muchos escritores hablan de su experiencia a la hora de crear un texto, dicen que hay algo misterioso en este acto creativo, en ocasiones piensan que algo superior dicta las palabras, los conceptos. Soy testigo de ello. A mí me sucede, comienzo a escribir sin saber bien a bien qué decir y cuando vengo a ver ya dije. Me sorprende esta maravilla que, salvadas las distancias, tiene mucha semejanza con el origen de todas las cosas. Esto de la escritura está relacionado con el descubrimiento de la receta del atol agrio (atol decimos en Comitán, pero es atole); está relacionado con la siembra que hicieron nuestros mayores y que ahora seguimos haciendo. Nuestros mayores construyeron un pueblo lleno de deslumbres. No por algo, las autoridades federales volvieron la mirada hacia acá y dijeron: este pueblo es un pueblo mágico. Sí, Comitán es un pueblo mágico, por la siembra que hicieron nuestros mayores, gente buena, noble, trabajadora, visionaria, inteligente, pícara, mordaz, chismosa, jodona, amante de la vida, de la vida sencilla. Lo sencillo ha sido una rama importantísima de nuestro árbol mayor. Eso está reflejado en muchos elementos de la gastronomía comiteca. ¿Qué cosa más sencilla que un vaso de atol de granillo o de un vaso de jocoatol? La grandeza está en la preparación, que no es sencilla. Pero si vemos los ingredientes necesarios para hacer estas delicias observamos que son esencias mínimas. Lo mismo podemos decir acerca de uno de los antojitos más reconocidos de Comitán: el pan compuesto. Todo mundo alaba esta exquisitez. ¿Qué tiene de especial? Su preparación, la perfecta armonía entre sus ingredientes, sencillísimos. En primer lugar está el pan, un panito casi simple que se llama “pan francés”, pucha, eso le da un toque internacional. ¿Por qué el nombre? No lo sé. ¿Desde cuándo se comenzó a hacer? ¡Sepa la bola! Por ahí algún experto historiador nos dará la respuesta. Mientras tanto, una amiga me dijo los ingredientes de este maravilloso pan que es esencial para hacer el pan compuesto. Mirá los ingredientes: agua, levadura, harina, huevo, manteca y sal. Punto. Ah, pero me explicó la forma de hacerlo, cuando lo hacía me dijo que los panaderos esperan que el pan “liude” para que quede con la consistencia perfecta. Mirá qué término tan bello: liude. En otras partes dicen que leude y es el crecimiento de la masa. Este término ya no es muy usado. Acá en Comitán sigue presente y se le dice: liude. Esto que digo es parte de la tradición, del enormísimo árbol comiteco. ¿Mirás que nuestra herencia cultural es como una sofisticada receta? Los comitecos heredamos los ingredientes sencillos para hacer un exquisito antojo de vida. La grandeza de Comitán radica en la forma como mezclamos los ingredientes que están en todas partes, en todas las ciudades del mundo. Nosotros heredamos la receta secreta y con la mano fabulosa de nuestros cocineros y chefs adobamos la esencia vital. Heredamos la lengua castellana, aderezada con exquisitas palabras del tzeltal, tzotzil y tojolabal. Con este selecto y único diccionario conformamos uno de los más hermosos dialectos del mundo, seguimos voceando, porque así lo dicta nuestra tradición. Igual que los argentinos y uruguayos nosotros decimos vení, sentate, bebé, comé, tragá, besá, rezá, trepá. Somos un pueblo auténtico, alimentamos la gran burbuja cultural, somos ejemplo de que la riqueza cultural está en la diferencia. Hemos vivido alejados de los modos solemnes, por eso amamos las anécdotas que muchos comitecos cuentan con una gracia especial; por eso somos jodoncitos e inventamos apodos, nos encanta nombrar y renombrar los chunches y a las personas. Esta práctica jodona no hace más que honrar al lenguaje y a la vida. Lo que no se nombra no tiene existencia. ¿Te llamás Alfonso? Ah, existen mil Alfonsos en Chiapas, pero Alfonso “Pocopelo”, sólo hay uno, y está en Comitán. Eso nos distingue, nos hace exclusivos. Salí del mercado Primero de mayo con mi vaso de jocoatol en una mano y con chinculguajes en la otra mano (con salsita roja, comprados con doña Chusy, de Quijá. ¡Exquisitos!). El Chinculguaj es muestra de lo que acá he dicho: es un antojito que está hecho con ingredientes mínimos, sencillos, pero que, hechos con manos benditas, producen un producto gastronómico delicioso. Maíz, agua, sal, cilantro, frijol y no sé qué más. Todos elementos sencillos. Comitán es una ciudad hecha con elementos sencillos, pero mezclados de forma auténtica, exclusiva, que han dado como resultado a una de las ciudades más afectuosas del mundo. No lo digo yo, no lo decimos nosotros, lo dicen las personas que nos visitan y se sorprenden. Ellos no saben decir bien a bien cuál es la magia que contiene este pueblo, pero se deslumbran ante su grandeza dentro de sus formas simples, dentro de su carácter sencillo. A la siembra cultural realizada por los comitecos de todos los tiempos agregale el maravilloso entorno físico y su clima y tenés la receta eminente, soberbia. Y digo soberbia no por pedante, sino por magnificente. Posdata: parece que la Biblia dice que hay un tiempo de siembra y otro tiempo de cosecha. Los comitecos de hoy cosechamos la siembra de nuestros mayores. Tal vez debamos comprender que estos tiempos son de cosecha, pero también de siembra. Que los malintencionados no nos jodan, que no talen nuestros árboles. Preservemos nuestra herencia y sigamos sembrando luz, mucha luz. Este pueblo es grandioso. Muchos comitecos merecen este pueblo y Comitán los merece a ellos. ¡Tzatz Comitán!

viernes, 20 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON MOSTRADORES

Querida Mariana: la palabra es hermosa, decidora: ¡mostrador! Entiendo que se aplica a lo que muestra. Mi prima Luvia era mostradora en su adolescencia, su mamá se molestaba, siempre la regañaba: “Niña, no andes mostrando todo”, y es que Luvia era generosa con el mundo, usaba blusas escotadas y faldas pequeñas. Pero, sobre todo, la palabra mostrador se aplica a los objetos que sirven para mostrar mercancía en los negocios. En los negocios tradicionales, el mostrador es como una línea divisoria. Detrás del mostrador está la persona que atiende, y al frente está el comprador, el que admira lo que el mostrador enseña. Los mostradores habituales tienen cristales al frente, los más novedosos llevan también cristales en la parte superior. Si entrás a una joyería mirás a través de los cristales los relojes, aretes y las deslumbrantes gargantillas de oro con incrustaciones de piedras preciosas. En las tienditas de la esquina los mostradores, más que exhibidores, sirven para guardar las cosas que los clientes pedirán y para, como ya dije, delimitar el espacio. Mi madrina Clarita tenía un amplio mostrador en su tienda, ella permanecía sentada detrás del mostrador, cuando llegaba un conocido lo pasaba al interior y le ofrecía una silla que tenía al lado de la que ella usaba. Esto era una muestra de confianza, era como si el guardia de otro país dejara pasar al territorio extranjero, sin necesidad de presentar documentos migratorios. “Pasá, sentate”, eran las dos palabras que mi madrina decía. Esas palabras servían como diferenciadores. Quienes permanecían del otro lado del mostrador eran clientes, los que pasaban la aduana eran amistades. Los mostradores siempre han llamado mi atención. También las mostradoras. La palabra es hermosa. Dice desde el primer instante para lo que sirve, nada esconde. La palabra mostrador es una palabra que tiene cristales limpios. ¿Puedo decir que crecí detrás de un mostrador? Mi mamá tuvo una tienda de estambres, durante muchos años. Ahí crecí. Me sentaba en el piso detrás del mostrador. Jugaba carritos, muñequitos o bloques de madera; ahí leía revistas de monitos o dibujaba. Me encantaba iluminar los rostros y fotografías en blanco y negro de los periódicos. Detrás del mostrador siempre existe una penumbra, la claridad total está en la superficie. Levantaba la vista y miraba la luz. Desde mi trinchera escuchaba las voces de los clientes (mujeres, sobre todo). Llegaban y pedían estambre Meta, de color rojo o blanco. Mi mamá iba al estante y bajaba la bolsa donde estaban los bollos. Escuchaba las voces de mi mamá y de la cliente. Me encantaba esa burbuja. Odiaba cuando quien llegaba era amiga. “Hildita”, y acto seguido mi mamá abría la puertecita lateral del mostrador y hacía pasar a la recién llegada. “Pasá, sentate”, decía mi mamá, repitiendo como loro lo que mi madrina Clarita decía. Eso provocaba una línea de cercanía entre ellas, pero tendía una alfombra de alambre de púas en mi burbuja. Alejandrito debía saludar, pintar una sonrisa falsa en su rostro. Mi nombre aparecía en la plática de ellas hasta que ya otros chismes superaban mi presencia. De todos modos, mientras la amiga estaba en el güirigüiri con mi mamá, mi mundo ya no era el mismo. Cerraba los ojos y pedía a todos los dioses, ¡todos!, que la fulana de tal recordara algún compromiso superior, se levantara y se despidiera. Los dioses, bola de abusivos, parecían ponerse de acuerdo en no hacer caso de mi petición y, por lo regular, la amiga tardaba horas y horas en la plática. Las veía satisfechas, felices. Me gustaba ver feliz a mi mamá, pero odiaba que su alegría estuviera encaramada en mi tranquilidad. Me gustaba estar en mi mundo, sentado en el piso de mosaico, detrás del mostrador. El mostrador cumplía con su misión inalterable de mostrar los productos que mi mamá vendía y de ser la frontera entre el mundo absurdo de afuera y mi mundo, el que me permitía jugar carritos, muñequitos, dibujar y colorear. Posdata: la palabra mostrador es una palabra limpia, cristalina, muestra sin misterios lo que nombra. El mostrador muestra, todo lo muestra sin ocultaciones. Por eso, sonrío cuando veo un mostrador al que le ponen una manta para proteger del sol las cosas del interior. Sé que lo hacen para evitar que las cosas se decoloren o se echen a perder, pero lo que echan a perder es la vocación del mueble que se convierte en un mostrador que nada muestra. Los primos le decíamos a Luvia que no le hiciera caso a su mamá, nos encantaba que mostrara. ¡Tzatz Comitán!

jueves, 19 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON NOMBRES

Querida Mariana: respondemos a nuestros nombres. Bueno, en Comitán, muchos responden a los apodos. Por ahí dicen que los seres humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Pucha. Los expertos han sintetizado la vida en cuatro grandes momentos: nacer, crecer, reproducirse y morir. En estos tiempos hay personas que evitan el tercer instante: no se reproducen. La vida, dicen, es un absurdo; por ello, piensan, evitan traer niños a este mundo absurdo. Hay libros para elegir el nombre de recién nacidos. Antes, muchos papás consultaban los nombres en el santoral. Si nacías el día de San Apolonio, bueno, pues te tocaba llamarte Apolonio o Apolonia, como el nombre era un poco extraño se suprimían algunas letras para hacerlo menos agresivo, así a don Apolonio le decían Apo o Poly. Una vez elegido el nombre, los papás abrazaban a la criatura en una cobijita tejida por la abuela y lo llevaban al Registro Civil y se oficializaba el nombre; como cita bíblica, pero con espíritu Juarista, aparecía “te llamarás…”, y a partir de ese momento y hasta más allá de la muerte el individuo asumía un nombre. El nombre y el sobrenombre son como el quinto elemento vital, sobreviven después de la muerte. La historia del mundo está llena de nombres de personas fallecidas. Gracias al nombre (sobrenombre) nuestros bisabuelos siguen existiendo. Las fotografías son un soporte maravilloso para iluminar la memoria, pero si no fuera por los nombres la historia estaría incompleta. A veces la gente se incomoda con su nombre. Hay personas que odian los nombres que sus padres les impusieron, hacen trámites legales para cambiárselos. Los estudiosos de la Biblia dicen que Moisés fue quien, inspirado por Dios, escribió el Génesis. En el Paraíso no hubo Registro Civil donde quedara consignado en una libreta los nombres de Adán y Eva. ¿Qué sucedió con el Nuevo Testamento? Tal vez (qué genialidad) los evangelistas fueron los inventores de los nombres de los personajes bíblicos o simples escribas de la historia oral. Los pone apodos comitecos siguen con la tradición de nombrar. Los pone apodos son groseros, pero osados, atrevidos, ingeniosos; groseros, porque no respetan la decisión de quienes, por ley, tienen el privilegio de la patria potestad, se asumen más poderosos que los propios padres; y son osados, porque continúan con la tradición de nombrar fuera del protocolo oficial. En Comitán, lo hemos platicado en muchas ocasiones, hay apodos que hacen honor a su nombre: sobrenombre, porque se encaraman en la espalda del verdadero nombre. Hay comitecos que aborrecen los apodos, que se enojan si alguien les dice su sobrenombre; hay otros, por el contrario, que lo asumen como un agregado al nombre oficial y se divierten usándolo, esto sucede cuando el apodo es ingenioso. En casa veo que la perrita responde al nombre que tiene: Pigosa. Cuando ella escucha ¡Pigo! se alerta, sabe que ella se llama así. Vos respondés a la mención de Mariana; lo mismo hago yo cuando escucho mi nombre, a veces voy en la calle y oigo: ¡Alejandro!, y vuelvo la vista, sólo para encontrarme que no era a mí a quien llamaban sino a un tocayo mío. En casa tuvimos una perrita que se llamó Tasha y tuvimos un gatito que se llamó Kremlin. Ellos, la Tasha y el Kremlin ya no están con nosotros, ya son polvo, y sin embargo acá están, en este instante me bastó nombrarlos para traerlos a mi memoria y a mi corazón. Si esto pasa con los animales, imaginá lo que sucede con los humanos. Gracias a los nombres ellos siguen presentes, aunque físicamente ya no estén con nosotros. Medio mundo que ha perdido a sus padres comenta que no hay día de Dios que no piensen en ellos. Los nombres están presentes. En los cementerios existen lápidas donde aparecen los nombres de los fallecidos. Los seres humanos nacen, crecen, algunos se reproducen y todos mueren. En las lápidas está la síntesis de este ciclo: un nombre y dos años, el del nacimiento y el de la muerte. El nombre sobrevive al hombre. Posdata: el tío Armando siempre pidió dos cosas en vida: que no lo incineraran, quería ser enterrado para que sus amigos y familiares le llevaran flores y mariachis en Día de Muertos, y que en su lápida no sólo se escribiera su nombre sino también su apodo. El destino quiso que ninguno de los dos deseos se cumpliera, un día, en Veracruz, bebió de más y, tataratero, no alcanzó a cogerse de la pasarela del barco, cayó al mar y se ahogó. No hallaron su cuerpo. Su nuera Vanesa juraba que miró cómo un tiburón le dio insana sepultura. ¡Tzatz Comitán!

miércoles, 18 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON MUEBLES

Querida Mariana: ¿en qué momento el hombre construyó el primer mueble? En el Internet debe estar la explicación. Adán y Eva no necesitaron chunches. A mí me encantan los muebles. En el mundo hay museos donde se exhibe mobiliario de todo tipo. Si pensás en la casa de tus abuelos verás que están llenos de muebles. En la oficina tengo un restirador, un escritorio y una mesa con tapa que se levanta y permite guardar cosas. Los tres muebles son de madera, de pino. Pero, en casa de mi tío Adolfo había escritorios y mesas construidas con madera de cedro. La madera de pino se apolilla, la de cedro no. Por eso, el tío Adolfo decía que él era de buena madera, se palmeaba el brazo: “de madera de cedro”. Pero, en la casa del tío Adolfo no sólo había mesas y escritorios de cedro, también estantes que conservaban cientos de libros. Sí, recuerdo el aroma del cedro al entrar a la biblioteca. Todas las paredes estaban tapizadas con estantes. Sólo en una pared lateral había un hueco entre estantes que tenía una ventana y permitía el paso de luz natural y del aire. En compensación, al centro de la estancia había una lámpara que regaba con luz generosa todo el espacio. En la cocina de la casa del tío Adolfo, obvio, había una serie de vitrinas donde guardaban hierbas, pomitos con esencias, cucharas de madera (nunca supe si también estaban hechas de cedro). La casa la vendieron los hijos cuando el tío Adolfo falleció. A mí me dio pena. Me gustaba tanto ir a esa casa con cuatro corredores y jardines llenos de plantas y árboles. El tío tenía dos jardineros de planta. Por eso siempre estaba limpio. Las flores crecían con un orden diferente al que existe en el campo o en jardines descuidados. Esto lo agradecían los pájaros que llegaban. Siempre pensé que el canto de los pájaros era diferente al que se daba en otras casas. Las vitrinas y estantes sirven para dar orden. Así como los jardineros se encargaban de mantener impecable el jardín, siempre pensé que el tío dedicaba cierto tiempo del día a ordenar los libros de su inmensa biblioteca. Cuando tardaba revisando los libreros, veía que el tío bajaba uno, dos, tres… muchos, los consultaba, los dejaba en el escritorio donde llenaba las carpetas que servían para redactar sus ensayos. Al día siguiente todo estaba en un preciso orden. Ah, ya me hubiera gustado ver a Carlos Monsiváis en ese espacio. Monsi conservaba un maravilloso desmadre en su estudio, su escritorio era un bosque lleno de revistas, periódicos y libros, un bosque donde la cereza del pastel eran los gatos encaramados sobre esas montañas de papel. Los estantes sirven para exhibir productos en negocios de artesanías. Las dependientes frotan con un paño las ollas y los muñecos y luego los colocan en un orden exquisito. Lo mismo sucede en dulcerías, panaderías y tiendas de juguetes. En las bibliotecas públicas existe un orden pulcrísimo, dictado por un sistema de registro. Cada libro tiene un lugar específico y los lectores lo encuentran en forma inmediata. En los supermercados también existen exhibidores que permiten hallar con facilidad lo que uno busca, incluso lo que uno no busca y termina comprando. Los muebles ponen orden en esta vida desordenada que llevamos. A mí me encantan los chunches. Los disfruto. Recuerdo los de mi casa de infancia. En el comedor hubo una mesa de madera para seis personas; cuando nos pasamos a vivir a la casa que fue propiedad nuestra, la mesa fue para doce personas. Sólo en dos o tres ocasiones estuvo llena. Nunca tuvimos muchos festejos. Hoy, la mesa es discreta, de nuevo. Sólo mi mamá come en ella. Mi Paty come en una mesita de plástico, de esas plegables. Hago lo mismo. Cuando llego a casa, preparo mi plato y como, mientras reviso cómo está el mundo de las redes sociales. Mi mamá siempre dijo que no se leía a la hora de comer, cuando fui niño. Yo tenía la costumbre de leer las revistas de monitos mientras comía las quesadillas o tomaba la sopa de poro. Esta lucha sí la perdió mi mamá. Hoy, mientras ceno, leo novelas o cuentos en el Kindle. Posdata: a veces pienso que faltan estantes para conservar recuerdos maravillosos. Sería bello extender la mano y tomar los momentos más sublimes; sería bello que estos instantes conservaran todas sus esencias, sus aromas, su calor. Que fueran como pomadas para untarlas al espíritu; que las vitrinas fueran hechas con madera de cedro, aromática, sin polilla. Y digo sin polilla, porque a veces, no sé si a vos te sucede, encuentro recuerdos apolillados, endebles, que se deshacen en cuanto los agarro y se hacen polvo, nada. En mi oficina tengo dos estantes para libros. Son de metal, fríos. El calorcito que se desprende es dado por los libros, las novelas y cuentos, aún los más dramáticos, tienen vida y la vida tiene la capacidad de la mano que se posa como mariposa. El de la foto que anexo estaba en la oficina del padre Carlos, ahora está en la Biblioteca del Colegio Mariano N. Ruiz. ¡Tzatz Comitán!

martes, 17 de enero de 2023

CON LA VIDA EN LA ESPALDA

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como cuerda para amarrar barcos, y mujeres que son como una cobija. La mujer cobija hace honor a su nombre: arropa espíritus, es fiel al ser humano, porque cubre al hombre desde que es niño hasta que se hace viejo. La he visto en muchos lugares abrazando a criaturitas, dándoles calor en invierno, cubriéndoles el pechito para que no se les congestione, porque a veces los pechos se vuelven un caos de células chocando en los pulmones. La mujer cobija, a pesar de que tenga muchos colores, siempre tiene un espíritu sepia, un color de nostalgia, de bendición; es como una chica sentada en un andén, viendo el paso de los trenes y de los viajeros, los que llegan y los que se van. Siempre está atenta a lo que sucede en cada abrazo de despedida o de bienvenida. Ahí hay una cuerda que no está en ningún otro tendedero de la vida. Ella misma se cobija, se hace cariños, se refriega amorosamente sus brazos, su pecho, sus piernas. Sabe que el cuerpo es una manzana que necesita calor, ella es una mujer cálida, que no caliente. Porque las calientes son las que, a la primera provocación, mandan a volar las cobijas para quedarse desnudas, sugerentes. La mujer cobija calienta el espíritu, cuando el espíritu está caliente, el cuerpo lo sigue, como oveja en desfiladero. Ella es como cuerda de guitarra, vibra a la menor provocación del dedo de su amado. La vibración es la campana que llama al festejo, a la celebración, al ritual. Porque ella es una convencida de que la vida es el ritual mayor y que para que se dé es preciso colocar piedritas en el oratorio, prender velas y luciérnagas, arder en la brasa mayor de la pareja. La mujer cobija tiene la fragilidad de un barquito de papel y la fuerza de un trasatlántico, en su piel el amante descubre saltos de delfines, vertederos de agua en el cuerpo de ballenas. Su mirada siempre tiene el color de perla de los atardeceres. Sus horizontes son los mismos que tienen los niños a la hora que recuestan su cabeza sobre una almohada, a la hora que sueñan con canciones interpretadas por un pianista en lo más alto del Everest, sobre una balsa que boga en el Cañón del Sumidero, en el ala de un tigre que vuela. La he visto dar calor a una anciana torcida como un árbol viejo, con gorro en la cabeza ya con poco cabello. La he visto enredarse, como amorosa serpiente, sobre las piernas llenas de várices. La mujer cobija, nunca es madre, siempre es hija, es hija de la cómoda donde la abuela guarda las carpetas tejidas; es hija del vapor que sale de la olla de los frijoles; es hija del hombre que se levanta a las cuatro de la madrugada y sale a vender tamales calientes a las mujeres que trabajan en fábricas; es hija de la maleta que jala el viajero que no tiene un rumbo definido. La mujer cobija es la que camina sobre las rejillas de metal, la que riega los rosales, la que se tiende sobre una hamaca y sigue el ritmo del mundo. Lleva registro de los días, de los consumidos y de los que, nunca se sabe, pueden llegar cargados de saludos del amigo que regresa, de panes hechos por la abuela, de los lamentos de aquella noche donde se quebró un espejo presagiando siete años de mala suerte. Sabe que los caminos son como arrugas en la frente de los ancianos. La he visto abrazar a las ancianas que dan de comer a las palomas en el parque; a las que, no por vocación sino por necesidad, siguen alquilando sus cuerpos a los traileros en lupanares que huelen a tristeza. La he visto acercarse al muchacho que duerme en la calle, el drogadicto que se cubre con cartones el cuerpo lleno de mordeduras de fentanilo. La he visto hincarse ante lo que no miran los demás, ante la podredumbre hecha realidad. A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que tienen la mirada de una ventana sin cristales, y mujeres que abandonaron su sonrisa en un camposanto.

lunes, 16 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON TOQUIDOS

Querida Mariana: tam tam. Dicen que es el sonido del tambor; dicen que por eso este instrumento de percusión se llama así: tambor; dicen que fue el primer instrumento musical. Tal vez sea así. Es tan natural somatar superficies con las manos. Por ahí hay un instrumento maravilloso que tiene un nombre simple: cajón. Se llama así por la forma: es un cajón, y es maravilloso porque el ejecutante se sienta sobre él. Genial. Mientras el que toca los timbales se cansa de tanto estar parado, el “cajonista”, bien galán, toca sentado. Mi papá me inscribió en clases de piano y de marimba. Las dos actividades fueron rechazadas por mi ego. Nunca entendí la gracia de esos instrumentos. No lo entendí, porque ambos requerían estudio. Y siempre pensé que la música debía ser un disfrute como el de somatar las manos sobre una superficie. Desde niño me han gustado los instrumentos de percusión. Quien toca el piano debe aprender a leer partituras. Los expertos percusionistas también. Pero, estarás de acuerdo conmigo, cualquiera puede hacer música con las palmas de las manos al somatar cualquier superficie. El cajón es un instrumento maravilloso. Por ahí veo que tiene un hueco donde sale el sonido. El ejecutante se sienta encima del cajón y toca la pared de enfrente. Entiendo que el sonido sale por el hueco lateral. Qué instrumento tan genial. Ahora que escribo esta carta, sobre un teclado de computadora ¡hago música! Escucho el sonido que sale de mis dedos cuando aprieto cada tecla. Por ahí, el gran escritor portugués António Lobo Antunes dijo que la música es uno de los cordeles más resistentes de su creación literaria (perdón, le puse tilde a su nombre, porque en portugués lo lleva, en nuestro castellano no). Sí, a mí me encanta todo lo que al somatar provoca sonidos, música. Somos musicales. No somos pájaros, pero chiflamos y con la boca podemos crear música. No somos simios, pero a veces gritamos como monos aulladores y hacemos sonidos. ¿Hacemos música? Si le damos un sentido estético a los gritos ¡sí! Como juego a veces, cuando preguntan si tocamos algún instrumento, decimos que no tocamos más que la puerta. Lo decimos como juego, pero si le damos sentido a lo que decimos vemos que, en forma muy elemental, hacemos sonidos, que pueden ser musicales. También como juego, a veces tocamos una serie de sonidos que significan una mentada de madre. Pucha, qué códigos tan hermosos tenemos los seres humanos. ¿A quién se le ocurrió mentar la madre a través de claves sonoras? No sólo lo hacemos al tocar una puerta, también lo hacemos cuando vamos en el auto y tocamos el claxon. Ta tata ta ta, tata. Tam tam. Dicen que es el sonido del tambor. Por eso, dicen, tambor es una palabra onomatopéyica. En Comitán, al acto de tocar lo nombramos Toc toc. Hay un pájaro que se llama Tectec. El sonido de los segundos de un reloj es tic tic, tic tac. Pau dice que hay un personaje de caricatura que se llama Tuc Tuc. No lo sé. Las palabras son musicales. Unas más que otras. Lobo Antunes crea sinfonías con las palabras. Ah, es tan difícil lograr un texto musical. Hay algunos que se llaman poetas que derrapan en los primeros versos, porque les falta musicalidad. La poesía, sobre todo, es ritmo. El ritmo también debe estar presente en la narrativa. Los conductores de talleres sugieren que, si deseás expresar movimiento debés colocar palabras como si fueran ovejas y echarlas a andar, a correr, a volar, una tras otra, como un encabalgamiento trepidante, que los verbos sean como chorizo. Mirá cómo expresamos por escrito la mentada de madre: ta tata ta ta, tata. Es una serie de sílabas que lleva una secuencia, hay silencios y luego una seguidoña. Tam tam, dicen que así suenan dos somatadas de tambor. Una caja registradora hace un sonido metálico: tin tin, en concordancia con el sonido que hacen las monedas. Las monedas son metálicas. A mí me fascinan los instrumentos de percusión. Me asombra la forma en que algunas personas hacen música con las palmas de las manos. No todo mundo tiene la capacidad del ritmo; así como hay personas que nacieron incapaces para el baile y dicen que nacieron con dos pies izquierdos, así hay gente que al somatar las palmas de las manos parecen estar matando zancudos. Me encanta ver y escuchar a intérpretes de cante jondo. Mientras cantan parecen despertar el espíritu de las grutas cuando palmean rítmicamente. Posdata: toc toc. ¿Quién es? La vieja Inés. ¿Qué quería? ¡Un listón! ¿Lo leíste tal como lo jugábamos? ¡Qué ritmo tan maravilloso! ¿Verdad? ¿Quién es? La vieja Inés. Todo cuadra a la perfección. El juego se echaría a perder si la vieja se llamara Epifanía o Dorotea. A la hora de preguntar: ¿quién es? Para que exista música, la respuesta debe ser: la vieja Inés. Ah, qué genialidad. ¡Tzatz Comitán!

domingo, 15 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON ANIMALITOS

Querida Mariana: ¿con qué animal te identificás? El poeta Díaz Mirón le dijo a una chica: “…tú como la paloma para el nido, y yo, como el león, para el combate”. Las feministas de este tiempo se rebelarían ante este cliché. Muchas chicas de hoy ya no se identifican con esa “paloma para el nido”, hay unas que son como leonas combatientes. Carlos Monsiváis amaba a los gatos. La maestra Geny ama a los chuchos y a los gatos. Romelia ama a los chuchos (tiene cuatro, uno bien bonito, chiquitío, mini no sé qué). Hay gente que odia a los animales. Hay gente que los ama. Nunca he sido amante desmesurado de animales, pero siempre he sido respetuoso. Mi Paty los quiere, desde siempre. ¿Mirás cómo en la cultura egipcia antigua adoraban a los gatos? Los que saben dicen que los egipcios asociaban a los gatos con la protección, por eso eran venerados. En nuestra cultura hay personas que piensan que el gato negro es de mala suerte. La tía Elena se sacudía la falda, como si se quitara polvo, cada vez que se topaba con un gato negro en el sitio de la casa o en la calle y les echaba agua bendita de un frasco que llevaba siempre en su bolso. ¿Hay alguna cultura que idolatre a las cucarachas? No lo sé, parece que no. Pero sí hay espíritus Kafka, espíritus de Metamorfosis, pero esa es otra historia. Las cucarachas no son bien vistas. Hay culturas donde toda vida animal es respetada. Por ahí hay una película de la serie Karate Kid donde se ve a un grupo de monjes que barre con escobetas delicadas el camino donde pasarán a fin de que si por ahí hay una hormiguita o un bolocoy no lo pisen. Pucha, qué maravillosa forma de respeto por la vida. No somos así. Bueno, cuando menos yo no, mato zancudos, cucarachas, hormigas y demás alimañas. Las arañas me provocan temor. Odio que exista una araña que se llame violinista. ¿A quién se le ocurrió bautizarla con ese nombre? El término violinista debería ser exclusivo de quienes tocan el instrumento, en un concierto en sala de París, en una cantina de Tonalá o en una entrada de flores de San Sebastián. Mi papá creía en la posibilidad de la reencarnación o, cuando menos, no veía con desagrado la idea de reencarnar. Era católico ferviente, pero llamaba su atención el hecho de que, en otra vida, un espíritu reencarnara, incluso, en un animal. A veces jugábamos con tal posibilidad: ¿en qué animal te gustaría reencarnar? Mi papá no dudaba: gato, decía. De niño tuvo un gatito como acompañante en la bodega donde trabajaba al lado de tío Víctor, en San Cristóbal de Las Casas. Como mero juego, querida niña: a vos ¿en qué animal te gustaría reencarnar? ¿En una mariposa, en un delfín, en una tortuga? La tortuga, me platicó una japonesa que compró una de mis cajitas, es un animal protector en su país, es respetado, casi casi venerado. Acá en Comitán hay muchos que parecen haber reencarnado en vida, porque los mirás que a cada rato se hacen tacuatz. ¿Imaginás que fueras una jirafa? Cuando miro tus ojitos, claros, como agua limpia, veo que podrías ser todo, menos un animal depredador, no te miro como tigre o como leona. Te miro como conejita, de pelaje de nube, te miro como tortuguita, como delfín infinito. No te miro como águila. Actualmente muchos conferenciantes motivadores insisten en decir a la gente que tenga espíritu de águila. ¿De verdad eso tiene que ser una persona para ser exitosa? ¿No se puede ser colibrí? Posdata: en la cultura de nuestros mayores, en la zona de Comitán, existía la creencia de que las personas tenemos dos almas: la del espíritu humano y el alma de un animal que es como el protector (el chulel o nahual). La persona resiente lo que le sucede al animal protector. Pucha. Entiendo que si el chulel de fulano es una mosca y ésta queda atrapada en una telaraña, fulano se siente como amarrado; es necesario acudir a la ayuda de un hechicero (los hechiceros tienen animales protectores vigorosos) para que ayuden a liberar a la mosca y vuele libre. Son pensamientos mágicos. La única certeza es que el espíritu del hombre está íntimamente ligado con los animales. En el Paraíso andaban bien tranquilos Adán y Eva cuando una serpiente se acercó a la chica y le dijo: ¿no se te antoja una manzanita del árbol del bien y del mal? Cuando miro tus ojitos, de ámbar, nunca advierto una mirada de culebra culera, ¡no!, siempre veo algo como una tarde tranquila en el parque de San Sebastián, una niña con una paleta de chimbo en una mano y un globo en la otra mano. Siempre te miro animal bendito, sublime. ¡Tzatz Comitán!

sábado, 14 de enero de 2023

CARTA A MARIANA, CON HISTORIAS FASCINANTES

Querida Mariana: vi en Netflix la película “El prodigio”, del director Sebastián Lelio. Al inicio de la cinta una actriz dice que los personajes “creen en sus historias con total vocación”. El locutor Paco Ruiz Vera cree en su historia con total vocación. Vos conocés a Paco, reconocido locutor que ha laborado en varios medios de comunicación de la ciudad. Ahora está publicando, en redes sociales, una serie de crónicas con el título: “Mi vida en la radio, en Comitán”. Aplaudo la iniciativa, la agradezco en nombre de la sociedad. Lo agradezco porque vos sabés qué bien hace que los protagonistas de las historias comunitarias cuenten su versión. Paco hizo hace años un trabajo acerca de los apodos en Comitán. Es, hasta la fecha, el trabajo más interesante y completo que se ha hecho acerca del tema. Sería maravilloso que Paco, con patrocinio de alguna empresa, volviera a publicarlo. Inicialmente lo dio a conocer en un periódico, pero, lo sabemos, los periódicos tienen vida efímera. Hoy vuelve a sorprendernos con una gran historia, una que contiene su historia personal en un espacio que es fundamental para la historia del pueblo. Paco, como muchos otros locutores locales, se enamoró de la radio desde pequeño. Su vocación lo llevó al lugar donde hoy está: ser uno de los locutores más reconocidos del medio. Paco tiene una gran capacidad para narrar los hechos vividos, tiene bien apersogados los nombres de sus compañeros, los momentos que compartió en la cabina con ellos. Su testimonio es de primera mano. Qué bueno que se da el tiempo para pasar al papel sus recuerdos. La historia de la radio comiteca está por escribirse. Los historiadores deberán hurgar en archivos para que nos entreguen una historia de ese medio que, aún en tiempos de Podcasts, sigue teniendo un sitial de honor. Esta apasionante historia inicia con la llegada del primer aparato a Comitán. Doña Lolita Albores, nuestra querida cronista vitalicia, da algunos indicios de ese momento; asimismo, Rosario Castellanos, la gran escritora reconocida a nivel internacional, dejó testimonios de la conmoción que significó para el pueblo el momento en que los vecinos se arremolinaron en la casa del feliz propietario para ver el aparato conocido con el nombre de radio. Y digo ver, porque cuenta Rosario y doña Lolita que la primera ocasión, por la estática y por la carencia de una buena antena, no fue posible escuchar transmisión alguna. Pero, poco a poco en más casas hubo aparatos y comenzaron a escucharse transmisiones en banda ancha, de algunas partes del mundo. En el pueblo la gente escuchaba, sobre todo, la XEW, la Voz de América Latina, desde México. La cercanía con Guatemala también permitió escuchar programas de radio del país centroamericano. Un día, en los años sesenta, por ahí lo consigna la historia se inauguró la primera estación comercial en Comitán, la maravillosa XEUI. A partir de ese momento inició la historia de la radiofonía comiteca, con una serie de nombres maravillosos, entre los cuales está, por supuesto, el nombre de Paco Ruiz Vera. La historia de la radio en Comitán contiene mil anécdotas, muchas son chuscas, otras son gloriosas y algunas más, tristes. Todas forman un compendio de vida que tiene el sello comiteco. Paco ya dio el primer paso. Falta que los demás protagonistas que aún viven cuenten sus historias, para que se termine de escribir la gran historia. Cuesta trabajo dimensionar todo lo que la radio comiteca ha significado para nuestra comunidad. Pero cuando hacemos un alto en el camino y nos detenemos a ver el avance observamos todos los matices. El gran mural es impresionante. Paco narra en la segunda parte de su testimonio que comenzó a ir a la radio a hacer algunas actividades sin recibir un solo centavo. Lo imagino pegado al cristal de la cabina viendo al locutor poner discos en la tornamesa, decir los mensajes pagados, dando la hora, llegando a cientos de aparatos radiofónicos. Hace años tuve la oportunidad de platicar con don Romeo Torres Ventura, otra de las grandes voces de la radio comiteca. Don Romeo (en paz descanse) con generosidad me contó parte de su historia, intercalando varias anécdotas chuscas, inolvidables. Con ese testimonio, la Universidad Mariano Nicolás Ruiz Suasnávar publicó un cuadernillo impreso. Tiempo después lo digitalizamos y lo subimos al Internet, donde está disponible para quien lo desee, en forma gratuita. ¡Falta! ¡Faltan muchos testimonios! Don Romeo fue generoso al compartir, ahora Paco también lo es. Con gran generosidad cuenta su historia, parte de lo vivido en la radio. Paco escribió lo siguiente: “…estoy entre los tres locutores más antiguos, con más de cuarenta años, como Armando Rivera y Rodolfo Ramírez, quienes ya estaban cuando inicié”. ¿Mirás, querida mía? Faltan los testimonios de don Armando y de don Rodolfo. ¡Ah, cuánta historia está almacenada en sus mentes! Necesitamos tener esos recuerdos, Comitán los necesita. Que nada quede incompleto. De los nombres que Paco menciona en su segunda crónica, ya existen varios que fallecieron. ¿Cómo recuperar esos testimonios? Difícil. Los hijos, tal vez, pueden aportar fotografías y recuerdos, pero algo esencial ya se extravió en el éter infinito. Si alguien no escribió su autobiografía o dio datos para que se escribiera una biografía se pierde un hilo del maravilloso entramado que es la historia. Por esto, la iniciativa de Paco es gratamente recibida. Leí con atención lo que Paco compartió y en un párrafo hallé el nombre de Paquito Cruz, y en seguida el de Mario Milton Domínguez, ambos ya no están físicamente con nosotros. Los fragmentos de historia que ellos poseían ya son irrecuperables. Pero, en el mismo párrafo, encontré el nombre de Genaro, quien, gracias a Dios, está vivito y coleando. El testimonio de Genaro Aguilar hace falta. Él debe hacer lo mismo que está haciendo Paco, contar su historia, una historia también fascinante. ¿Cómo empezó Genaro? No lo sé. Paco dice que Genaro es sobrino de Paquito Cruz, ¿por ahí se dio la entrada de Genaro a la radio? No lo sé. Para evitar especulaciones que Genaro nos cuente, que nos dé su testimonio. A Genaro lo conocí en radio IMER, estación pública del Instituto Mexicano de la Radio, ahí sigue laborando. Cada una de las líneas que Paco escribió abren más ventanas. La radio, ya lo dije, sigue siendo uno de los medios de comunicación más importantes de la región. Si bien es cierto que en la ciudad ya no escuchamos las notas luctuosas en la radio XEUI, como lo hacíamos antes, porque ahora el Facebook nos da la noticia en forma inmediata (lo que permite enviar pésames por escrito a los familiares), seguimos escuchando programas de radio al ir en automóvil o al estar preparando la comida en casa. Hoy, el espectro es amplio. La XEUI desapareció con esas siglas, pero sigue presente. Paco dijo que, aparte de la XEUI, laboró en RADIO NÚCLEO y ahora lo hace en BOOM FM, que es una estación radiofónica recién estrenada en Comitán. Está Radio IMER; Radio Batidillo, que tiene el noticiario NOTI-VOS, que conduce el comunicólogo Iván Ibáñez; una estación que fundó el periodista Luis Octavio Jiménez Pinto, Radio Independiente de Comitán, que tiene una gran audiencia; y muchas estaciones religiosas. Lo que comenzó en los años sesenta del siglo pasado se ha visto fortalecido. La audiencia de los años veinte de este siglo XXI tiene un gran abanico de opciones, tanto en la radio pública como en la radio privada. Ahora ya no existen los avisos que la gente de comunidad escuchaba. Los hacendados enviaban recados a los encargados de sus ranchos o la gente de comunidad también enviaban mensajes a sus familiares cuando estaban en la ciudad, era la manera de estar comunicados. La recopilación de esos mensajes daría para un libro interesantísimo del modo de ser de la gente en las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. Hoy, la comunicación es instantánea. La gente de las comunidades se comunica a través de un teléfono celular; el hacendado toma el teléfono y de inmediato se comunica con el encargado de su rancho y da las instrucciones. En aquellos años, el medio que permitía estar comunicados era la radio. La radio sigue siendo un medio eficaz, un hilo lleno de nostalgia. A veces prendo la radio y escucho un programa matutino que transmite música mexicana, oigo que el locutor envía saludos que pidió audiencia de rancherías. Para la gente del campo, la radio, a pesar de los grandes avances tecnológicos, sigue siendo consentida de audiencias. ¿Cuál es la magia que posee ese pequeño aparato? Cada uno tiene su historia. Paco Ruiz Vera, protagonista sensacional de la historia de la radio comiteca, nos está entregando un documento maravilloso: su vida en la radio comiteca, lo que vivió, lo que vive. Posdata: Paco, además, se ha revelado como un gran entrevistador a través de videos. Su trabajo revela los años de experiencia que le ha dado estar presente en medios durante más de cuarenta años. Comenzó en el terreno analógico, ahora se mueve como pez en el agua digital. ¡Bien! ¡Tzatz Comitán!