sábado, 20 de octubre de 2018

CARTA A MARIANA, CON RECUERDOS DE LOS SETENTA




Querida Mariana: En los años setenta existía una manzana frente al parque central. Dicha manzana luego fue conocida como la Manzana de la Discordia, porque el gobierno decidió derruirla para ampliar el parque. Muchos propietarios se opusieron, pero, al final, el poder gubernamental venció y, previo pago, derruyeron la manzana, hasta quedar como está actualmente (bueno, esto es una exageración, porque el estado actual es lamentable).
En la manzana derruida había muchos negocios que, para quienes vivimos esos tiempos, significan un cordel para jalar la memoria del corazón. No sé cuántos de esos negocios siguen vivitos y coleando. Muchos de ellos ya no existen, por ejemplo, recuerdo a Casa Tovar que ya pasó a mejor vida. Pero aún hay algunos que sobreviven: La Proveedora Cultural, Singer, Casa del Ciclista y Novedades Cecilia (que el humor popular dice que por el paso del tiempo ya son Antigüedades Cecilia. ¡Ah!, ya mirás cómo es jodón el pueblo). También sigue vigente el doctor Enrique Cancino, quien tenía su consultorio dental en esa manzana. Desaparecieron la Joyería Escobar, la Casa Ancheyta, Nevelandia, Tío Tavo, Selecciones (de Merce Solís), la Casa León, la Casa Yanini (que luego fue tienda de estambres que atendió mi mamá) y varios más.
Ese tiempo está muy distante. Vos y los de una generación anterior y de generaciones posteriores y actuales han crecido ya con el parque ampliado. Ahora hay muchas fotografías tomadas desde la parte alta del parque que muestran los soberbios edificios del templo de Santo Domingo y el del Centro Cultural Rosario Castellanos (fachada esta última que Gladys Bonifaz definió espléndidamente al decir que está “bañada en piedra”. ¡Ah, qué bonita comparación!) Las fotografías de mi tiempo muestran apenas la parte alta de la torre del templo, por encima de los tejados de los locales comerciales que estaban alineados en un portal (ahora recordé al Rincón Brujo, que era una cantina muy visitada).
Aquellos años están más allá del cordel de la memoria. A veces aparecen con cierta nitidez, pero la mayoría de ocasiones se muestran como una película en blanco y negro un poco diluida. ¿Todo ya desapareció? No, digo que hay todavía algunas huellas, a veces hay necesidad de rascar, en otras ocasiones se presentan como un sol que deshace la niebla. Esto me sucedió hace dos o tres días. Caminaba por la banqueta donde ahora está La Casa del Ciclista y vi este exhibidor con nueve discos de aquellos tiempos. Estos discos casi casi tienen la misma cara del recuerdo de la manzana: algunos artistas ya murieron, otros siguen vigentes (bueno, esto de vigentes es un decir, digamos que aún sobreviven).
A ver, hagamos un ejercicio de sobrevivencia. De los tres compas de arriba, sólo sobrevive Julio Iglesias; Víctor Yturbe y Chayito Valdez ya pasaron a mejor vida. El caso de Víctor fue trágico, porque, se dijo en su momento, que lo habían asesinado porque andaba metido en cosas no muy limpias. ¡Andá a saber!
De la fila de en medio, Leo Dan y Roberto Carlos siguen vivitos. Te he contado que no soporto a Leo Dan, pero bien que me sé esa canción que dice: Mary es mi amor, sólo con ella vivo la felicidad. Los chavos de mi generación cambiábamos el nombre de Mary por el de nuestra chica añorada. ¿Qué sucedió con los “tres grandes de la Matancera”, que era un grupo musical cuyo nombre completo era Sonora Matancera? El primero que aparece en la portada del disco es Daniel Santos. Busco en Internet y encuentro que ya falleció. A ver, ¿qué sucede con el segundo cantante, Celio González? ¡Uf! Ya falleció también. ¿Y Bienvenido Granda? De igual manera ya no está en este mundo.
¿Mirás? De ocho cantantes sólo tres sobreviven. ¿Y qué pasa con la fila de abajo? Bueno ahí aparece un cantante. Los otros discos son de marimba. ¿Vive José Luis Rodríguez, “El puma”? Sí, él, igual que Julio Iglesias, Leo Dan y Roberto Carlos, sigue tumbando caña. Julio Iglesias (papá de Enrique Iglesias) es español, Leo Dan es argentino, Roberto Carlos es brasileño y El puma es venezolano. De los cuatro, coincido con mi amigo el arquitecto Jesús Estrada, el único que vale la pena es Roberto Carlos. En los años setenta era un trancazo. Se hizo más famoso en México cuando una de sus canciones fue elegida para recibir a Juan Pablo I, aquella que dice: “Tú eres mi hermano del alma, realmente mi amigo…”, una de las canciones medianonas, pero, bueno. No me gusta Julio Iglesias, pero el otro día me encontré escuchando canciones interpretadas por él, en youtube. ¡Cómo! Pues muy sencillo, mis primeras ilusiones platónicas crecieron con esas canciones. El otro día, qué pena, me escuché cantar: “Tiré mi pañuelo al río, para mirarlo cómo se hundía”. Miré para todos lados, para constatar que nadie era testigo de esta vergüenza. ¿Ya viste qué bobera de letra? El tipo (la canción se llama Río Rebelde) tiraba su pañuelo para mirarlo cómo se hundía. La primera vez que oí la canción en casa de Mónica, quien la ponía a todas horas, pensé que, tal vez, el tipo tiraba el pañuelo porque estaba sucio, lleno de mocos. Pero una línea después escuché que lo tiraba porque era el último recuerdo que tenía de su muchacha bonita. Pensé que era una bobera que lo tirara. Yo lo hubiera conservado siempre (aunque estuviera lleno de mocos de mi muchacha). Siempre fui dado a guardar objetos que habían sido tocados por las manos de la niña que me gustaba, siempre estaba pendiente del instante en que mi muchacha le quitaba el papel al dulce y tiraba el papel. Yo esperaba que ella se retirara riendo al lado de sus amigos y corría a levantar el papelito. ¿Conciencia ecológica? ¿Defensor del medio ambiente? ¡No! Era simple cursilería. Ahora ya no sé quién era más cursi, si Julio Iglesias que tiraba al río el único recuerdo que tenía de su muchacha o yo que guardaba el papel del dulce que comía mi amor platónico (quien nunca se interesó por mí). ¿El pañuelo se hundía? Pensaba entonces que sí, que si yo fuera al río grande (el único que estaba a nuestro alcance) el pañuelo se hundiría casi en automático. Lo lanzaría, el pañuelo de tela empaparía el agua y el peso lo hundiría. Pero, pensaba, que el pañuelo no se hundiría tan rápido si lo aventaba en uno de esos ríos furiosos que veía en las películas de Tarzán, ríos en los que la corriente corría más veloz que el más veloz de los maratonistas. Imaginaba al pañuelo dando vueltas sobre la corriente atolondrada, dando tumbos; imaginaba que por la fricción el pañuelo tardaba mucho en empaparse, por lo que el tipo que tiraba el pañuelo ya no alcanzaba a ver cómo se hundía. Era preciso que se trepara a una bicicleta y pedaleara en la orilla del río, para que fuera a la par del pañuelo que, como serpiente borracha, se dirigía, como todas las cosas del mundo, al mar. Porque todo se iba al mar: el pañuelo y el amor que yo le tenía a la muchacha que nunca me echó un lazo y que jamás me dio un pañuelo como recuerdo y de quien sólo tuve papelitos que botaba.
La Casa del Ciclista ¿vende antigüedades? Pues sí y no. Sí, porque son discos de hace más de cuarenta años, pero no, porque esto no ha muerto del todo. A pesar de que ahora ustedes los jóvenes escuchan música en dispositivos posmodernos que nada tienen que ver con estos acetatos, el otro día vi un programa en la televisión, en canal once, donde Alexia (la conductora) entrevistó a un chavo que tiene un negocio de venta de acetatos, en la Ciudad de México. Él contó que cuando le dijo a su esposa que abriría un negocio de venta de discos, ella estuvo de acuerdo, dijo que sería magnífico vender discos compactos. Su alegría terminó cuando él le dijo que sería de acetatos. ¡Quién comprará esas antiguallas!, gritó ella. ¡Pues sí! Hay mucha gente que aún adquiere tales chunches. Contra lo que dicta el sentido común, el joven vendedor de acetatos explicó que los dispositivos actuales no tienen la calidad de sonido que sí tienen los discos viejos. Mi sorpresa fue mayor cuando él explicó que fabrica las tornamesas para escuchar esos discos. ¿Lo mirás? ¡Fabrica las tornamesas! Mostró portadas de sus discos favoritos. Recordé entonces a Miguel, quien era un melómano consumado y compraba discos en La Casa del Ciclista en Comitán, pero, sobre todo, los pedía a la Ciudad de México y en una disquera de los Estados Unidos. Siempre presumía el arte de dichas portadas. Como en ese tiempo estaba de moda la sicodelia, las portadas eran alucinantes y muy coloridas. En realidad eran ilustraciones extraordinarias. ¿Ahora? Los jóvenes se pierden esa experiencia. Ahora, un USB guarda cien canciones, sin el arte de la portada, sin la fotografía del cantante.
Posdata: Julio Iglesias tiraba su pañuelo al río. Durante algún tiempo, muchos tiramos los acetatos al basurero. Ahora sé que muchos (inteligentes) buscan con denuedo los acetatos, porque la calidad de sonido es superior. Si uno tiene cuidado al colocar la aguja sobre el surco, el disco puede mantenerse en buen estado, sin rayarse. Sí, querida Mariana, los chavos de los setenta comprábamos discos en La Casa del Ciclista. Comitán es muy surrealista. Sólo faltaba que alguien abriera un negocio llamado Casa del Músico y ahí compráramos bicicletas.