sábado, 7 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO NO ES UNA TUERCA O UN TORNILLO


Con un abrazo respetuoso a la familia Palacios De León,
por la ausencia física de doña Esperancita.




Querida Mariana: los adultos se quejan de los jóvenes de estos tiempos. “¡No, no, no tenés idea de cómo son ahora! Antes no eran tan irrespetuosos.”, dice doña Socorrito, quien vende chinculguajes en la escuela. Y mientras lo dice dos niñas de secundaria pasan frente a nosotros y una de ellas le dice a la otra, en voz altísima: “¡Se pasó de verga el güey!”. Mejor ni pregunto de qué o de quién hablan porque capaz llueve en mi milpita.
Recuerdo que, en los años setenta, los papás se quejaban de nosotros: ¡los jóvenes! Mi abuela Esperanza ponía cara de fin del universo y decía que no sabía a dónde iba a parar el mundo con esa “bola de melenudos, buenos para nada”. Ahora que te escribo esto imagino lo que mi abuela veía cuando caminaba por el portal, frente al parque: un grupo de melenudos, con pantalones acampanados, camisas con estampados sicodélicos, sentados sobre los respaldos de las bancas, con “las patotas” sobre los asientos, con los cigarros en la mano, riéndose, haciendo el símbolo de “Amor y Paz” y repitiendo aquello de “Haz el amor y no la guerra”, porque era el tiempo en que los hippies dominaban los extensos territorios del porvenir. Y entre los chavos de ese grupo: ¡su nieto, Alejandrito! Dios mío -pensaría- ¿qué futuro le espera a México?
Esos chavos melenudos, buenos para nada, chavos de los setenta, son los que ahora dirigen el mundo. Según el Internet, Ángela Merker (Presidente de Alemania) nació en 1954; Vladimir Putin (Presidente de Rusia) nació en 1952; Francoise Hollande (Presidente de Francia) nació en 1954. Mi abuelita diría que por eso el mundo anda como anda, y agregaría: ¿Qué futuro le espera al mundo para los próximos decenios si los malcriados chavos actuales serán los responsables de conducir su destino?
No creo que la realidad sea tan dramática; no creo que los jóvenes de ahora sean peor de como fuimos nosotros, así como nuestros padres no fueron más rebeldes que sus padres cuando jóvenes. Lo que sucede es que los adultos olvidamos cómo fuimos.
Cuando ahora veo a un estudiante de secundaria o de preparatoria hago el esfuerzo mental de verme reflejado. Hago el intento de entenderlo para entenderme. ¿Cómo era yo a esa edad? ¡Malcriado! ¡Irrespetuoso! Si me comparo casi casi llego a la conclusión que yo fui peor que los chavos de este tiempo, un poco al estilo de Sor Juana que decía que era “la peor de todas” (y estoy hablando de la máxima escritora de esta patria). Si yo fuera mi abuelita no caminaría por el portal (porque la manzana de la discordia fue derruida), caminaría por el corredor exterior de la Casa de la Cultura y vería a los jóvenes, cerca de la fuente, vestidos de manera menos estrafalaria (ahora todo mundo anda con pantalones de mezclilla); vería a muchachas con tatuajes, pero sin las minifaldas de aquellos tiempos que tanto alboroto causaron porque nada dejaban a la imaginación. Las faldas eran tan mini que los jóvenes, y los viejos, mirábamos a nuestras amigas y sabíamos de qué color eran sus pantaletas (ahora les llaman chones) y a algunas les mirábamos hasta el grueso de sus amígdalas (dicho esto en sentido metafórico y perverso). Los jóvenes de hoy no son peores que los jóvenes de todos los tiempos. Cada tiempo ha tenido ¡sus peores!
Dios mío, querida mía, si yo te contara cómo fui. Te contaré sólo una “anécdota”. El maestro Reynaldo nos daba Ejercicios Lexicológicos, en la gloriosa escuela Preparatoria. El aula era donde ahora está el salón de exposiciones temporales, del Centro Cultural Rosario Castellanos. Yo tenía diecisiete años y esperaba terminar la preparatoria para ir a estudiar a la UNAM, en la ciudad de México. Recuerdo un salón desordenado, con sillas de madera pintadas en verde y azul descascarado. A la hora que el maestro Rey entraba al salón, él siempre vestido con traje y con su pequeño libro de Ejercicios Lexicológicos, mis compañeros seguían platicando, desparramados en las sillas, sin hacer caso al maestro que comenzaba a dictar los ejercicios. Al Maestro Rey le decíamos: “Totón, totón”, porque cuando algún alumno no respondía la pregunta de manera correcta él amenazaba con poner un “tostón” de calificación (cincuenta). Lo pronunciaba eliminando la “ese” y, por eso, sonaba “totón”. Yo (lo juro) siempre me sentaba hasta adelante en su clase y ponía atención. Lo hacía porque, desde entonces, el estudio del lenguaje me causaba fascinación y también lo hacía porque me causaba cierta tristeza ver la forma en que tratábamos al maestro. ¡Éramos unos irrespetuosos ante la figura gigante del sabio maestro! Yo cumplía con mis deberes y sacaba dieces en los exámenes de su materia. Pero el día del examen final hice mi gracia, más bien ¡desgracia! El examen estaba programado para las cuatro de la tarde. A la una estudiaba en casa cuando oí el claxon del auto de Alfredo Domínguez (en paz descanse). Salí y Alfredo me dijo: “Vonós, estoy con las fulanas”; como las fulanas eran muchachas bonitas bien jaladoras, le dije a mi mamá que ya me iba a la escuela. Nos fuimos por el rumbo de la colonia Miguel Alemán, zona que ahora está poblada pero que en esos tiempos era un “campito fajador”. Ahí estaban las fulanas y otros compas con dos botellas de un trago llamado Delfín y chicharroncitos de botana (los chicharroncitos comprados en el mercado y los chicharroncitos de ellas). Me senté y acepté la primera copa. A las cuatro con diez (ya bolo) le pedí a Alfredo que me llevara a la escuela porque mi sentido de responsabilidad estaba por encima del guateque. Él se botó de la risa, dijo que qué iba a hacer si estaba borrachísimo. Fue tanta mi insistencia que me llevó. Al entrar a la escuela vi a todos mis compañeros en el corredor. Habían sacado las sillas para evitar la copia. Todos me vieron, todos rieron al verme tataratear. Me senté. La güerita (la secretaria) se acercó, me dio el examen y me dijo que me fuera, si el maestro se daba cuenta que estaba borracho me expulsaría de la escuela y no tendría certificado de bachillerato. No le hice caso, quería demostrar que sabía (¡bestia!). Miré la hoja y no distinguí las letras, todo era una mancha, así que agarré mi pluma y, como si anulara mi voto en elección Peñanietera, pinté una gran equis en toda la hoja y la entregué a la secretaria. El maestro Rey me vio, me vio desde mi llegada, supo -sin duda- que estaba tomado. Al otro día, ya podrás imaginarlo, no fui a la escuela. La vergüenza era una lápida que me convirtió en un Pípila castrado. Dos días después me atreví a ir a mi escuela. Me acerqué a la secretaría, saludé a la güerita, con pena, y pedí mi boleta final. El maestro Rey me puso ¡diez! ¿Cuántos alumnos llegan borrachos a presentar exámenes, el día de hoy? ¡Uf, poseo un récord nada envidiable! ¿Peores los muchachos de estos tiempos?
Como dicen los que saben: “los jóvenes son revolucionarios por naturaleza” y son irrespetuosos porque son ignorantes y los ignorantes son ciegos. Conforme crezcan se darán cuenta que el mundo no está diseñado a su imagen y semejanza. Pero mientras crecen, ellos se rebelan a todo lo establecido. Y esto es así porque ven que el mundo formado por los adultos no es el mejor de los mundos posibles. Ante la posibilidad de crear nuevas formas de ser, los jóvenes se rebelan. Ya cuando se vuelvan viejos olvidarán cómo fueron y, en palabras del enormísimo poeta José Emilio Pacheco, verán que: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”.
En las escuelas de Comitán se han escrito mil anécdotas que dan cuenta de las travesuras juveniles. Unas son ingenuas, pero otras son perversas. Entre las “ingenuas” está la del maestro que salió de clases y no halló su carro en el estacionamiento de la prepa. Un grupo de alumnos, mientras el maestro estaba en el aula, “cargó” el carro y lo “estacionó” en otro lugar (claro, a veces hay que contar el otro lado de la historia. Dicen que los alumnos se desquitaron porque el maestro era un tacuatzón que no cumplía con sus obligaciones). Otra “ingenua” es la del maestro que entró a la oficina del Director, con lágrimas en los ojos, y le enseñó su pantalón. Una tarde antes el maestro, que siempre vestía los pantalones acampanados caducos de su juventud, compró un pantalón. Llegó muy chento a la escuela y nunca se dio cuenta que los alumnos colocaron sendos chicles en su asiento, uno para cada nalga. Los jóvenes hacen travesuras a los viejos por pura rebeldía; muchos viejos tratan mal a los chavos y éstos bordan resentimientos que olvidan con dificultad.
Cuando estudié en la Universidad del Valle, en la ciudad de México, los alumnos nos sentábamos en sillas de asiento metálico. Algunos perversos hacían una fogata con papeles en la base de la silla y más tardaban las compañeras en sentarse que, en medio de aullidos, pararse sobando las nalgas.

Posdata: ¿Qué travesuras hacen ahora los muchachos que superen las de todos los tiempos? Es cierto, ahora las niñas bonitas tienen un lenguaje que se acerca mucho al de los albañiles. ¿Por qué? La respuesta es simple: ocurrió un fenómeno de liberación. Antes, ¿quién se atrevía a hablar de sexo en la forma tan abierta como se hace ahora? Esta liberación es resultado de un proceso. Los jóvenes de todos los tiempos han contribuido a lograr esta transformación. ¡Vuelan hojas y polvo cada vez que se abre la ventana de un cuarto que ha permanecido cerrado años y años!
Cuando los españoles se liberaron de la opresión del dictador Franco se dio un destape extenuante. Todo mundo español se destapó de alma y de cuerpo. La imagen y la palabra se mostraron sin pudor. Esto es explicable porque, cuando un pueblo está sometido a la censura total, la primera bocanada libertaria provoca un aire cercano al libertinaje. Esto mismo sucede con las muchachas bonitas actuales. Durante muchos años, las comitecas fueron sumisas y entumiditas. En las casas tenían prohibido hablar. Ahora que tienen los mismos derechos que los hombres trabajan en espacios que fueron exclusivos para los varones y se expresan de igual manera. Por esto ahora gritan las mismas malcriadezas que gritan los hombres. Creen que con ello liberan a la palabra de la opresión. Ignoran el sentido sagrado de la palabra. ¡Es un destape violento! Algún día todo volverá a tomar su cauce normal.
¿Los jóvenes de ahora son más irrespetuosos? ¡No lo creo! Como en todos los tiempos, ahora hay muchos jóvenes responsables que tienen un proyecto de vida bien cimentado; como en todos los tiempos también hay miles y miles de jóvenes desubicados que andan como ciegos. Por esto, insisto, los viejos tenemos el compromiso moral de procurarles mejores sendas.
Siempre que veo a un joven titubeante, confuso, me veo reflejado y la imagen de mi maestro Rey aparece y sé que ahí estuvo un hombre bueno y tolerante que construyó veredas llenas de luz. Cuando esto sucede mi esperanza florece. En estos tiempos confusos aún hay jóvenes dispuestos a cambiar. Los viejos tenemos que ofrecer certezas.