viernes, 13 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LO MEJOR DE LA VIDA ES LA LUZ




Querida Mariana, dejá que te cuente: un día el maestro Gerardo llegó a mi oficina y me preguntó, con su carita de árbol lleno de luz: “¿Qué talla de camisa sos?”. Le dije que no le diría porque no quería regalos. Él cambió la plática. Sí, pensé, Gerardo quería darme un obsequio. Cuando alguien me regala algo me pone en aprietos. No me gusta que me regalen. No sé recibir presentes (ni pasados, ni futuros). No sé poner la cara de “perro feliz ante las croquetas”, no sé mover la cola, ni dar de brincos, ni dejar de lado mi cara de piedra. Cuando alguien me obsequia algo yo no puedo obsequiarle mi agradecimiento. Esto me provoca un pesar. Por esto ¡no me gusta que me obsequien chunches! El día de mi cumpleaños me escondo, me voy a un callejón donde nadie me encuentre. Las normas sociales exigen (¡bonita exigencia!) que cuando alguien da un obsequio, el recipiendario (¡pucha, qué palabrita), a la hora de formalizar su ingreso a la Cofradía de Los Gratos a los Ojos del Otro, haga como si hubiese recibido la Gloria del Espíritu Santo.
Si me diesen a elegir optaría por lo que hizo mi afecto Israel. Un día hallé debajo de mi puerta un libro. Luego supe que había sido él. ¡Ah, qué maravilla! ¡Qué manera tan discreta de poner el mundo en mis manos! Pero, claro, el mundo no siempre es así.
Si me diesen a elegir optaría por lo que hace mi compadre Quique. Él, cuando viaja a Puebla o a la ciudad de México, tiene la sana costumbre de visitar la librería Gandhi. Cuando camina en esos pasillos llenos de mesas y libreros, él, siempre, ¡qué bueno!, sigue alentando la sana costumbre de acordarse de mí y me envía un mensaje preguntándome qué libro quiero. Cuando regresa a nuestro Comitán me envía otro mensaje que dice: “Dejé tu libro en la recepción de mi oficina”, entonces paso y la muchacha bonita que atiende el teléfono y recibe a los clientes del Notario me entrega el libro. Salgo, me paro en la puerta y a Quique le envío un mensaje donde le digo que ya tengo en mis manos el libro, le mando un abrazo y punto y aparte. El libro más reciente que Quique me obsequió es “Kafka en la orilla”, de Haruki Murakami (libro que, por el momento, tengo en la orilla de mi Kafquiano buró. Ahora leo el libro que me obsequiaste, niña bonita: “Instrucciones para salvar el mundo”, de Rosa Montero).
Si me diesen a elegir optaría por lo que hizo Eugenio Córdova López (a quien no tengo el gusto de conocer físicamente, pero de quién sé que es fotógrafo, además de académico, oriundo de ese pueblo río que se llama Tzimol, y quien ahora radica en la ciudad de México). Ayer llegó el maestro Jorge, me llamó y de su auto sacó un libro: “La Capilla del Rosario”, de Daniel Durán, una edición de 1938, auspiciada por la Sociedad “Acción Pro-Puebla”. Maestro Jorge me dijo que Eugenio lee las Arenillas y por esto, sólo por esto, envió este abrazo por apreciable conducto de su hermano.
Eugenio no sabe toda el agua limpia que removió. Conocí esa capilla poblana en compañía de mi papá y mamá una vez que fuimos de vacaciones; luego (un día prodigioso) en un viaje de estudios, cuando estudiaba Arquitectura en la Universidad del Valle de México, mi maestra Miriam me enseñó a descifrar el mundo formulado en sencilla argamasa. Cuando radiqué en la ciudad de Puebla constantemente visité la Capilla, sólo para alimentar mi asombro.
Si me diesen a elegir optaría (y copio del libro que Eugenio me envió) por lo que Rubén Darío dijo: “¿Que no hay gloria? Sí la hay, yo la he visto y es ¡de luz!”. Pero el mundo no es como uno quiere que sea, niña bonita, y no faltará el tipo que ante la lectura del verso diga: ¿Que no hay gloria? Sí, sí hay, trabaja de sirvienta en mi casa.
Va pues, si pudiera elegir, elegiría la mano derecha que se oculta en el instante que la izquierda diseña el mundo; y sólo bordaría una palabra como puente: ¡Gracias! No más.
Si el maestro Gerardo lee esta Arenilla ya sabe ¡no quiero camisa!, menos de fuerza o a la fuerza.