lunes, 9 de julio de 2012

MIENTRAS LA LLUVIA PASA




“¿Te tiñes el cabello?”, preguntó ella, aún cuando sabía que no era el inicio ideal de la novela que planeaba escribir. ¡Su primera novela! La respuesta, supo, mientras tomaba una malteada de vainilla, al lado del ventanal del restaurante, dependía de su humor, del camino que deseara tomar.
Durante muchos años pensó en escribir la gran novela de la literatura chiapaneca. Ahora, mientras miraba la gente caminar por la calle, había comenzado, pero se sentía defraudada porque su inicio había sido titubeante. ¿A quién se le ocurre iniciar una novela con una pregunta tan sosa?
Pero la vida tiene caminos insospechados, porque, mientras ella pedía otra malteada a la mesera (ahora, de fresa), un hombre se acercó hasta ella y preguntó lo mismo que ella había escrito en su libreta: “¿Te tiñes el cabello?”. Ella lo vio, se tomó el cabello y como si le buscara orzuela agarró las puntas y dijo: “¡Sí! ¿Por qué?”. El hombre abrió un maletín y dejó sobre la mesa un folleto, hizo una reverencia con el sombrero y se alejó, sin decir algo más.
Ella tomó el folleto y vio que anunciaba tintes para el cabello. Sonrió. ¡Qué coincidencia!, pensó.
Pero, ella lo sabe o si no lo intuye, las coincidencias son el camino de la fatalidad.
Dos segundos después la mesera se acercó y dijo que no tenían fresas. Está bien, dijo ella, tráeme una de chocolate. La mesera apuntó en su libreta y se retiró. Ella vio la calle, muchas personas se ponían los impermeables o abrían los paraguas. Ella pensó que, tal vez, los tintes que anunciaba el folleto eran de tal calidad que se “corrían” con el agua de la lluvia. Vio la calle, de nuevo, e imaginó que las mujeres con el cabello recién pintado se protegían la cabeza con periódicos para no despintarse. Imaginó a las mujeres con el tinte escurrido por la cara, como si fueran payasos llorones.
La mesera se acercó, se llevó las manos a la cara y dijo que qué pena, el chocolate también se les había terminado y que ya tampoco había vainilla, la que le servimos fue la última. Ella no se enojó. Le dijo que se sentara, pero la mesera dijo que no podía, la política del restaurante no les permitía sentarse con los clientes. “¿Te tiñes el cabello?”, preguntó ella y la mesera respondió con otra pregunta: “¿Se nota?” y comenzó a llorar. Dejó la libreta sobre la mesa, sacó un kleenex de la bolsa de su delantal y se limpió. El rímel se le regó y ella pensó que era un tinte escurrido sobre su cara, entonces pensó (¡qué bobera!) que es bueno que el color de la piel no se despinte con el agua de la lluvia o con las lágrimas. Entonces pensó (¡qué bobera!) que la pregunta inicial de su novela podría ser: “¿Te tiñes la piel?”, pero tampoco era un buen inicio, porque la palabra teñir tiene mucha cercanía con la palabra tiña. La pregunta podría ser: “¿Te pintas la piel?”. Quien haría la pregunta sería un famoso pintor (digamos Diego Rivera), le haría la pregunta a la mesera de aquel restaurante y luego se convertiría en su modelo y luego su amante. Mesera que, por cierto, había sacado otro kleenex y ahora contaba, entre un llanto como de grifo a media noche, que una vez, muy chica, había tomado el tinte de su mamá y se había teñido el cabello de color azul y la mamá la había golpeado hasta dejarla morada de la calle. ¿Se da cuenta?, preguntó, tenía el cabello azul y la cara morada.
En la calle había dejado de llover y ahora la gente entraba al restaurante, se quitaba el impermeable, lo dejaba en el perchero, buscaba una mesa, se sentaba, levantaba la mano en busca de una mesera y el dueño, desde la barra, con una servilleta en la mano, también levantaba la mano llamando a la mesera que seguía en la mesa de ella y ahora contaba que, niña, le gustaba leer novelas y cuentos, porque ella le había dicho que escribía y estaba a punto de iniciar su primera novela y la mesera decía que sí, mientras sacaba otro kleneex, que sí, que la pregunta de “¿Te tiñes el cabello?” le parecía un buen inicio de novela, porque, entonces la mesera se puso seria y preguntó: “¿Usted ha leído una novela que empiece así?”. ¡Ahí está! Usted se hará famosa, dijo la mesera, mientras el dueño del restaurante, la jalaba del brazo, la paraba y le mostraba todos los brazos alzados de los comensales que solicitaban servicio y la mesera se quitaba, con lentitud, el mandil color rosa con franjas blancas, tiraba la libreta y decía que renunciaba en ese momento y regresaba a sentarse a la mesa de ella y levantaba el brazo en intento de llamar la atención a algún mesero o mesera para pedir una malteada de vainilla, mientras ella pensaba que tal vez la mesera tenía razón y la pregunta inicial podría ser un buen inicio de su primera novela. Ahí, sobre la mesa, tenía un folleto con instrucciones sobre cómo teñirse el cabello, en tres pasos.