sábado, 21 de julio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VOCACIÓN ES ASUNTO DE SALÓN




Querida Mariana: ¿la escuela es un encierro? Sí, aunque dé pena aceptarlo, de ocho de la mañana a dos de la tarde, el salón de clases es lo más parecido a un presidio. Leo el libro más reciente de Xavier Velasco “La edad de la punzada” y me divierto con las “caballadas” que narra. Caballadas y burradas de su época escolar. El libro es muy disfrutable. Está narrado sin pedanterías, en un lenguaje que se acerca mucho al cotidiano de los chavos; además tiene el agregado de contar algo que nos “toca” a todos: la etapa del primer enamoramiento (real o platónico) y del suplicio de asistir a la escuela secundaria.
¿Es cierto que cada hombre nace con determinados dones? Los que saben dicen que sí, que cada uno cuenta con determinadas capacidades y aptitudes. Pero esto que acabo de escribir, querida Mariana, lo ignora el sistema educativo mexicano y ahí tenés a medio mundo llevando materias que no corresponden a sus fortalezas. A cada rato me topo con amigos que, aseguran, nunca les ha servido para maldita la cosa haber aprendido la regla de tres. A veces, un muchacho hace un dibujo mientras el maestro dicta una clase de Biología. Es obvio que su vocación es el Dibujo y no la Biología. ¿Por qué el maestro se empecina en que el muchacho aprenda de memoria la relación de las dicotiledóneas cuando el sentido común indica que él debería conocer de técnicas de Dibujo y tal vez sería más recomendable incitarlo a que dibuje láminas que tengan relación con la Biología? Algo huele a podrido en el sistema educativo y por eso nos va como nos va en este país.
No sé vos, pero yo nunca he hallado a un adolescente que ame el encierro de los salones. Todos los alumnos, absolutamente todos, ven su reloj a cada rato esperando que el minutero alcance la hora y toque la chicharra (antes era la campana). De niño me aburría en las clases como tortuga en el desierto, pero ahora, ya con cincuenta y cinco años encima, no me aburro; no obstante, a veces, algo como una nostalgia de fastidio me atrapa. Cuando estoy en casa, solo, leyendo o escribiendo o pintando, un agobio me asfixia, entonces hago lo que hace medio mundo: salgo de casa, voy al parque, disfruto del aire, de la gente que camina, de los que hacen fila para comprar un raspado con El Nuka, de los que bailan frente a la presidencia cuando toca la marimba del Ayuntamiento, de los niños que corren y se divierten (miro a las muchachas bonitas y disfruto su caminar y su coquetería). Esto, que es la definición exacta de la libertad, no puede hacerlo el alumno, mucho menos el presidiario. A veces pienso que, incluso, el presidiario tiene más posibilidad de movimiento que el alumno. El presidiario, en su celda, puede tirarse en la cama, leer una revista, prender la radio (algunos, los privilegiados, tienen derecho a una televisión, a celulares, a computadora con Internet y a echarse unos tragos de güisqui con agua mineral o en las rocas). ¿Los alumnos? Éstos deben permanecer bien sentaditos siguiendo las instrucciones del maestro. En mis tiempos de estudiante era común que el maestro (instalado ya en el fastidio) me impusiera un castigo: “Y ahora, por malcriado, vas a escribir mil veces: Debo ser respetuoso con mis maestros y mis padres”. Y, mientras los bien portaditos corrían, jugaban pelota o comían chinculguajes o tomaban atole de granillo, yo me quedaba encerrado a la hora del recreo, dándole al lápiz llenando planas y planas.
Por esto y más, disfruto el libro de Xavier Velasco. La experiencia que tengo como alumno y como maestro me indica que el salón de clases es algo como un contrasentido: la mayoría de alumnos no “se muere” por recibir el conocimiento, y la mayoría de maestros no “se muere” por impartirlo. Y esto es una pena, porque las acciones de la vida demandan pasión y los apasionados son los que “se mueren” por conseguir algo. Los logros importantes son los dictados por la pasión. Ahora que los Juegos Olímpicos de Londres están a punto de iniciar, pienso que los atletas llegan ahí porque su pasión les ha hecho ser los mejores del mundo. ¿Por qué fregados jamás un comiteco ha estado en Juegos Olímpicos? ¿Nos ha faltado pasión? ¿No hemos soñado lo suficiente? Tal vez lo que ha fallado es nuestro sistema educativo, porque mientras los viejos deberíamos alentar los sueños de un joven deportista con posibilidades, nos hemos dedicado a obligarle a aprender la regla de tres. Los muchachos se aburren en el salón de clase porque reciben algo que no va acorde a sus intereses y potencialidades.
Pregunto a mis amigos qué entienden por “punzada”, todos coinciden en que es algo como “piquete”. Miguel va más allá y dice que se llama Edad de la Punzada a la Edad de la Calentura. La edad de la punzada es una etapa que se caracteriza por la confusión, por la búsqueda de la formulación del proyecto de vida. A veces algún amigo me pregunta si me gustaría ser joven de nuevo. ¡No, no!, es mi respuesta. A mí me provoca escozor la punzada; el piquete abre boquetes en mi espíritu. Es así porque, igual que al autor de “La edad de la punzada”: un monstruo me dominaba y ese monstruo era yo.
Querida mía, ¿cómo ha sido tu paso por las celdas escolares? Espero que te haya tocado un camino sin mucha piedra y que, de aquí en adelante, no tengás mayor problema. Mi camino fue pedregoso, no tanto por mis maestros (la mayoría fue como dicen que es la caca de paloma, que ni huele ni jiede), sino por mí. Siempre anduve en la cuerda del bien y del mal. Por quedar bien con los compañeros hacía payasadas mil, muchas de ellas lindaban el terreno de lo perverso y de la malcriadeza.
En mi vida escolar sólo tuve una maestra inspiradora. Por fortuna ¡eso fue suficiente! Un poco como dicen deben ser los amigos: pocos, pero buenos. Mi maestra, ya te he contado, me enseñó a descifrar el mundo, me guió para que (sin ella proponérselo) yo encontrara cuál era mi camino en la vida y terminara mi confusión.
Xavier Velasco no descubre el hilo tibio ni el agua negra. Lo que cuenta en su libro ha sido motivo creativo de muchos escritores. Y es que la literatura está plagada de alumnos traviesos, cabroncitos. Las vidas que son planas, ordenadas, de puros dieces, ¡no sirven para la literatura! La literatura está plagada de seres marginales, de hombres a contracorriente. Por esto no es de extrañar que el libro de Xavier esté lleno de “alimañas” en busca de la redención. Los alumnos y maestros que desfilan en el libro son seres de carne y hueso.
¿Quiénes son los hombres y mujeres exitosos en la vida? ¿Los alumnos aplicaditos, los ordenaditos, los que sacan puros dieces? ¡No! Estadísticas demuestran lo contrario. “Los mataditos” tienen problemas severos para desenvolverse en la sociedad, cuando son mayores. Parece que los hombres exitosos son aquéllos que encuentran su vocación en el momento exacto y la convierten en su pasión sin que les importe sacara dieces o sietes. He conocido alumnos que, desde pequeños, sabían a qué se iban a dedicar en la vida y tal conocimiento lo convirtieron en su pasión. Dentro de ellos hubo muchos que sabían que la escuela no era para ellos. Tengo dos amigos comerciantes, exitosísimos, que ya no estudiaron la preparatoria porque se dedicaron a trabajar y a hacer dinero, ¡mucho dinero! (supieron que la regla de tres les iba a servir para una chingada. En todo caso, si en algún momento lo necesitan, ahora contratan a un tipo que lo sepa hacer).
Yo descubrí tarde lo que era obvio: mis materias favoritas tenían que ver con el estudio del idioma, con la literatura, con el dibujo y pintura. Por mí, la regla de tres y el maestro que la enseñaba se podían ir mucho al Cenicero, pero como yo era el presidiario (sí, de a diario), salí perdiendo porque el maestro me reprobó y ese mes de vacaciones me lo pasé en “El Cenicero” de los extraordinarios.
Esto último que digo es lo que me emparenta con Xavier Velasco. En un párrafo de su libro, y a propósito de las materias que recibe y de los maestros que la imparten, escribe: “El de Literatura es buena persona, y además su materia es entretenidísima. Cada vez que nos deja de tarea leer una novela, me vuelve la cosquilla de escribir historias. Casi no lo hago ya, desde que vine a dar al Instiputo, pero hay días en que algo se me ocurre y me siento a escribirlo, a escondidas de todos. Me parece rarísimo que en una escuela tan ojeta como ésta te pongan a leer un libro como El lazarillo de Tormes. Lo malo es que no siempre hago los trabajos, así que saco dieces y ceros. Pero en Historia nunca tengo menos de ocho, a pesar de Clemente. Ésa y Literatura son las únicas dos materias que me convencen de estudiar en mi casa…”.
Y es que Xavier estudió en el Instituto Simón Bolívar, de la ciudad de México, pero él, a su querido colegio, le dice Instiputo.
El libro de Xavier, ya lo dije, es muy disfrutable (claro, no es para gente que se alarma ante el uso de malcriadezas en el lenguaje). Es disfrutable porque todos, en algún instante, fuimos alumnos y padecimos algunas de las tragedias escolares. ¿Quién no sufrió el acoso de un compañero mayor que se encargó de joder todas las mañanas con sus burlas y golpes?

Posdata: Cuando México celebra el Día del Maestro siempre pienso en que la figura del maestro está sublimada más allá de lo sublime. Habría que hacer una necesaria distinción. ¡Nada de enviar felicidades, de manera indiscriminada, a todos los maestros! Hay algunos que no merecen tal felicitación. Existen, debemos reconocerlo, maestros que provocaron un daño irreversible al espíritu de algún niño. ¿Cómo se resana una grieta del corazón? Pero, igual, cuando es Día del Estudiante es necesario discriminar y felicitar sólo a aquéllos que merecen el título de estudiante. Pero, bueno, mientras tanto, nos enganchemos al encierro del televisor y nos maravillemos ante la magia de los atletas olímpicos. Tal vez algún día un comiteco nos dé la gloria a través del deporte.