martes, 18 de junio de 2024

CARTA A MARIANA, CON PALABRAS DE CUATRO LETRAS

Querida Mariana: la palabra más mencionada por los jóvenes es la de cinco letras. Ayer estuve con Elena y me dijo que a ella le tiene sin cuidado la famosa palabra con cinco letras, a ella le importan, desde siempre, dos palabras con cuatro letras: amor y edad. Desde siempre las carga como bultos de maíz, bien pesados. Aborrece ambas, sin embargo, son palabras que no puede eludir. Cuando fue pequeña su mamá, al despertarla, cuando le quitaba las cobijas de encima y le decía que ya, que debía levantarse, la abrazaba y le decía: “te amo, recordá que siempre debés elegir el amor”. Me contó que su mamá siempre fue muy amorosa, creía que el género humano podría vivir mejor si todo mundo se daba amor. Era una mujer inocente, bien intencionada, que, tal vez, estuvo influenciada por la prédica de los años setenta que impulsaba a los jóvenes a buscar la paz y el amor (peace and love). Siendo niña, Elena vivió con la idea enraizada: el amor salvaría a la humanidad, y se dedicó a prodigarlo, aunque en el colegio sus compañeras se burlaban de ella, le ponían el pie para que cayera, le aventaban papeles a la hora de clase, la empujaban (un día la encerraron en el salón de música, que no tenía ventanas), le robaban la torta que le preparaba la mamá, le jalaban la coleta (porque ella siempre anduvo como anda la presidenta electa de México). El maestro de matemáticas, un joven prepotente, con barba y saco, la bautizó con el nombre de Elena Amor; cuando la maestra de español lo supo le preguntó (también en forma inocente) si era pariente de la poeta Pita Amor, así que desde ese día, sus compañeras le comenzaron a llamar Pita y como pita es lazo, la malvada del grupo, comenzó a decir, con ironía: “ahí viene la cuerda”, bastó un día para que el antónimo apareciera y todo mundo comenzó a decirle “loca”. Cuando llegaba a casa y dejaba la mochila sobre el sofá de la sala, la mamá le preguntaba si había elegido el amor ese día y ella, roja de cólera, decía que sí, pero que el maldito mundo parecía haber elegido la guerra y soltaba el llanto y contaba lo que le sucedía, su mamá la abrazaba, le pasaba la mano amorosamente sobre el cabello e insistía: “no declinés, hijita, vos seguí eligiendo el amor”. Hoy, odia la palabra, es una buena mujer, pero se altera cuando escucha que alguien llama amor a otra, hoy es una convencida de que el concepto amor es inexistente, que la palabra debería borrarse del diccionario, porque es la más grande ironía que el mundo ha inventado para alimentar la fe de los incautos, para burlarse de la fe. ¡El amor no existe!, asegura. Y la palabra edad apareció en su vida ya siendo adolescente, de niña ella vivió en la burbuja del amor de su madre y de la esfera llena de púas donde la encerraban sus compañeras, pero jamás pensó que la vida le ponía canas a su madre, menguaba sus facultades físicas y llenaba de telaraña a su mente, pero una mañana su madre tropezó y se fracturó el brazo, la mamá, ya en la cama del sanatorio, abrazó a su hija (con el brazo sin dañar) y le dijo que había sido “por la edad”. ¿Por la edad?, preguntó Elena, ¿ella te aventó? No, le dijo la mamá, ¿no sabés qué es la edad? Elena tuvo que confesar que jamás había escuchado tal palabra. ¿Cómo es posible?, dijo la mamá. Elena tenía más de quince años, entonces. ¿De verdad nunca había escuchado la palabra edad? ¿Ni en canciones, ni en los libros? No, dijo Elena, con cierto sentimiento de culpa dijo que nunca había escuchado la palabra edad, ¿qué era? La mamá abrazó a su hija y le dijo que edad era la acumulación de años. Elena se retiró del abrazo y, como si estuviera frente a un perro con rabia, dijo: ¡no quiero acumular años, no quiero que me aviente y me fracture un brazo! La mamá intento volver a abrazarla, pero Elena se retiró más, se sentó en una silla que estaba al lado de la pared, subió las piernas y las abrazó. “La edad es la mujer más puta del mundo”, dijo. Posdata: ¿y las demás palabras?, le pregunté, ¿qué te ocasionan? Todas me hieren, dijo Elena. Me duele mucho la palabra honestidad, la palabra espiritual, la palabra virginidad. Entonces recordé la historia de una amiga que aseguraba ser virgen cuando ya no lo era. Todo un mero juego que confunde. ¿Y la palabra cielo?, le pregunté a Elena. Es igual que la palabra infierno, me dijo. Ambas no existen. Cómo no, le dije y la invité a ver hacia arriba, ahí está el cielo, le dije. ¡Eso no es el cielo!, me dijo ella, mi tío Armando me decía que allá, en el cielo, estaba cuidándome mi abuela. ¡Falso! Arriba no hay más que millones de planetas, millones de galaxias. Mi abuela está enterrada, muerta para siempre. ¡Tzatz Comitán!