martes, 11 de noviembre de 2025
CARTA A MARIANA, CON UNA BOTELLA
Querida Mariana: ¡ah, los años setenta! ¡Ah, el Distrito Federal! No sé la fecha exacta, ni el lugar exacto de la fotografía, pero son los años setenta y es un restaurante en la Ciudad de México. En la mera izquierda estoy yo, luego Quique, luego Jorge y al final César. Nos menciono sólo a nosotros, para decir que éramos estudiantes universitarios, yo en ingeniería, Quique y César en Derecho y Jorge en Arquitectura, pero estamos en el restaurante (tal vez en la colonia Del Valle o Narvarte), porque Don Jorge Pérez Mora, que aparece en el centro, y Don Óscar Cancino, llegaron desde Comitán.
Los papás y las mamás llegaban de vez en vez a la Ciudad de México, por algún asunto o por saludar a los hijitos. Cuando ellos llegaban era día de fiesta para todos, porque llevaban unas cajitas de cartón que al abrirlas mostraban su rico contenido: tostadas de manteca, chorizos, chicharrón, tamales, butifarras (ah, las riquísimas butifarras comitecas) y, en ocasiones, una botella de comiteco, para que regaláramos a los cercanos (en realidad, siempre terminábamos bebiéndola).
¿Ya mencioné a todos los protagonistas de la mesa? Ya, sólo falta la botella que está al frente. Don Jorge viajaba, en ocasiones, de Comitán al Distrito Federal en uno de sus autos (siempre de lujo. Recuerdo que cuando se acercaba el fin de año, algún agente de ventas de la Dodge, llegaba a su casa -frente al templo de El Calvario- y le enseñaba el nuevo modelo, Don Jorge se trepaba y después de algunas vueltas por el pueblo cerraba el trato, compraba el auto. Don Jorge siempre tuvo paga, tenía muchos ranchos, ranchos que nosotros, amigos de Jorge, disfrutamos en periodos de vacaciones). Don Jorge viajaba a la Ciudad de México y Óscar era su chofer de confianza. Así que, en la ocasión de esta fotografía, Don Jorge llegó a saludar a su hijo y, espléndido, nos invitó a comer. No sé por qué Miguel Román no estuvo en esa ocasión, tal vez tuvo un deber en la UAM, donde estudiaba. Yo era el único puma, los demás estudiaban en la UAM, Derecho y Arquitectura estaban en el plantel de Azcapotzalco, hasta allá viajaban ellos, mientras yo trepaba en un urbano hasta CU, en la gloriosa UNAM.
Quique y yo tomamos los vasos con la cuba a la hora que el fotógrafo del restaurante nos dijo que viéramos el pajarito para la foto. ¡Ah, los gloriosos años setenta! Don Jorge ya falleció, los demás, gracias a Dios seguimos papaloteando en este mundo. Ahora, vos lo sabés, ya no tomo mis cubas, como el del texto tan bobo que declaman niños en la primaria: “ya no tomo trago, aunque me lleven los pingos”. Dejé de beber, porque le hacía daño a mi espíritu, las bebidas espirituosas alteraban de más mi emoción y terminaba “haciendo loco”, pero acá estamos muy seriecitos, disfrutando la convivencia, agradecidos porque el papá de nuestro amigo nos invitó a comer. Claro, acá sólo se ve la botella (¿y la botana, ‘apá?), esperamos que nos sirvan la comida, porque en ese restaurante, hasta donde recuerdo, servían carnitas al estilo Michoacán, y nos preparábamos unos tacos bien ricos con salsa picosa.
Es un restaurante de prestigio, Don Jorge no podía llevarnos a la taquería de la esquina, ¡no!, nos trataba bien. Siempre los papás y las mamás nos trataban bien. Quique dice que cada uno de los papás y cada una de las mamás de la palomilla también eran nuestros padres y madres, porque nos atendían, nos cuidaban, como si fuéramos un integrante más de su rebaño (ahora que escribo esto, pienso que todos nuestros papás ya fallecieron y que sólo la mamá de Quique es nuestra mamá sobreviviente; hasta hace cosa de días ahí estaba mi mamá, pero ahora ya duerme el sueño de la eternidad. Ah, nos vamos quedando solos).
Nuestro amigo Jorge fue el único varón de Don Jorge en su matrimonio con Doña Carmelita Velasco, las demás hijas fueron niñas, así que (clásico) Jorge era el orgullo del papá. Oh, Dios mío, ahora caigo en la cuenta que cuando dije que Don Jorge ya falleció mencioné que los demás, gracias a Dios, seguimos vivos, Dios mío, no es cierto, también el hijo ya murió, nuestro amigo Jorge falleció hace cosa de meses, así que únicamente los dos del extremo izquierdo (Quique y yo) y los dos del extremo derecho (Óscar y César) seguimos como testigos sobrevivientes de este momento.
Posdata: ¡Ah, los gloriosos años setenta! Los cuatro de la palomilla éramos estudiantes universitarios. Quique y César fueron muy disciplinados, estudiaban con responsabilidad la licenciatura en Derecho; Jorge y yo fuimos más indisciplinados, ni él terminó Arquitectura ni yo Ingeniería. Ya te he contado que, felizmente, decidí en estos años licenciarme en lectura y todos los días iba a la UNAM, pero en lugar de ir a la Facultad de Ingeniería, cortaba camino entrando a la Biblioteca Central Universitaria.
¡Ah, los años setenta! Nuestros papás y mamás, religiosamente, enviaban nuestra mensualidad en un giro telegráfico, esa paga la destinábamos para nuestros gastos, las botellas de trago estaban incluidas, por supuesto, pero también íbamos al cine o de paseo a Querétaro o Guanajuato (al Festival Cervantino) y, Quique y yo, íbamos a las ferias de libro y comprábamos ejemplares. El vicio del trago lo dejé, el del libro, gracias a Dios, lo llevaré hasta el último día de mi vida. La tarde de mi muerte entraré al crematorio con un libro en la mano y pediré al operario: “que mi libro no se queme, por favor”.
¡Tzatz Comitán!
