jueves, 2 de marzo de 2017

CASTIGOS (4)




¿Nada le hizo falta a Dios a la hora de hacer la relación de sus mandamientos? Nos conminó a no robar, a no matar, a no mentir, pero nada dijo del castigo. La tía Eugenia decía que toda calamidad era un castigo divino y éste era merecido por nuestros actos indignos. La tarde que el techo de la bodega se vino hacia abajo por el aguacero intenso que se desgajó sobre Comitán y Arminda gritó que Dios era injusto y se llevó las manos al rostro para apagar su llanto, la tía le dio un manotazo y le dijo que Dios era justo y que ese suceso era menor a lo que Dios había mandado cuando ocurrió el Diluvio Universal. ¿No veía que Dios, en su infinita piedad, había dado a Noé la oportunidad de construir una barca para salvar a la humanidad?, y volvió a darle otro cachetadón. Arminda después, ya en la cocina, tomando un té de tila, se quejó de lo injusta que era la tía Eugenia y dijo que le había aplicado un castigo indebido.
Arminda tenía razón, en la vida, siempre hay castigos que son gratuitos. Los poderosos se equivocan en sus métodos sancionadores. Franz Kafka, en su cuento “El buitre”, retrata a la perfección al poderoso que abusa de su estatus. En el cuento de Kafka un buitre picotea los pies de un hombre que resiste con absurda pasividad el castigo inclemente. La situación es tan inadmisible que otro personaje le recrimina por qué no hace algo para evitar ese sufrimiento. El hombre que es sujeto del tormento dice que pensó en retorcerle el pescuezo, pero el buitre es un animal muy fuerte. El otro tipo dice que bastaría un balazo para acabar con la bestia. ¿Por qué el buitre castiga de forma tan inhumana al hombre? Porque el buitre no tiene rasgos humanos. El castigo, parece, siempre es una forma que está en los terrenos de lo bestial, con una diferencia, no ataca como defensa de territorio invadido, ataca por instinto irracional, porque castigar al indefenso le provoca un placer insano. ¿Puede castigar el indefenso? ¿Puede el desvalido castigar al poderoso? Dicen que eso sólo es posible cuando los olvidados se unen y arman revoluciones. La historia consigna que en la revolución francesa los hombres inventaron la guillotina, un método infalible para decapitar. Los revolucionarios fabricaron una máquina certera. Cuando la revolución triunfa, los anteriores poderosos son pasados a la guillotina, son castigados.
La Edad Media tuvo castigos inclementes: ahorcaba, mutilaba, desmembraba, ¡quemaba! ¿Hay alguna prueba de un castigo más injusto que la crucifixión de Jesús? A mí me gustaba acompañar a mis papás al templo de Santo Domingo, que era el templo más cercano a la casa. Bastaba caminar media cuadra y cruzar el parque para entrar a la gran nave del templo. Me gustaba ir, porque podía admirar los cuadros que colgaban en las paredes. Esos cuadros (lo supe después) fueron pintados por un gran artista comiteco: Javier Mandujano Solórzano, el maestro güero, íntimo amigo de Rosario Castellanos. Tuve el privilegio de recibir sus clases de dibujo, modelado y física, en la secundaria del Colegio Mariano N. Ruiz; muchos años después fui compañero de trabajo en la misma secundaria, cuando el padre Carlos me dio la oportunidad de impartir cátedra. A pesar del calorón que había en el interior del templo, porque en ese tiempo la iglesia se llenaba con tanto fiel que acudía a misa, a mí me gustaban los rituales que ahí se escenificaban. Me encantaba ver cómo la mayoría estaba atenta a lo que el sacerdote decía. Los cuadros del maestro güero tenían, por supuesto, motivos religiosos, pero ninguno de ellos era violento. Ninguno de los santos ahí representados sufría algún castigo. Todos los cuadros mostraban a los santos en situaciones casi agradables. Los cielos eran espléndidos, llenos de aire; las escenas estaban iluminadas por una luz que el pintor había obtenido de algún punto lumínico, no advertido en el cuadro. Era como si la luz divina tocara ese ambiente. Recuerdo un cuadro en particular donde el santo estaba acompañado por un perro, un perro bien alimentado, que miraba con admiración al santo. En el piso estaba un pedazo de pan que, sin duda, el santo le había dado al perro y éste había mordido, porque el pan estaba roído.
Lo que odiaba era la Semana Santa. Sin embargo era obligado a ir. Mis papás no lo sabían, pero eso era uno de los peores castigos que me ocasionaban. En Semana Santa siempre era mencionado el instante de la crucifixión de Cristo. Pienso que desde entonces tuve la capacidad de imaginar la escena real, no la que presenta la imagen del cristo crucificado que hallamos en cualquier templo u oratorio, donde hay una cierta apacibilidad. ¡No! A mí se me representaba casi con la misma crueldad y verismo con que Mel Gibson lo presentó en su película “La pasión de Cristo”. Es tal la brutalidad con que Mel presenta las escenas del castigo que sufrió Cristo que muchísimas personas abandonaban las salas cinematográficas. La película fue muy criticada, pero Mel justificó las imágenes crueles diciendo que el castigo fue humano y no divino. La crueldad del castigo humano está mostrado en toda su crudeza. El doctor Guillén decía, de manera coloquial, que la cabeza es muy escandalosa: fragua las ideas más alocadas y cuando se hiere sangra como si la vida se fuera por ahí, y esto es porque la cara y el cuero cabelludo tienen muchos vasos sanguíneos muy cerca de la superficie. Basta mirar las sienes de alguien para detectar las venas saltonas. Cuando los soldados romanos (¿fue así?) ensartaron la corona de espinas al Rey de los Judíos, la sangre debió manar de la forma en que Mel lo presentó en la pantalla. Pues las mismas imágenes que Mel imaginó y plasmó en su película, muchos años antes yo las tenía en mi cabeza escandalosa. No me gustaba ir al templo en Semana Santa. En esos días, la rutina casi simpática del ritual se modificaba y perdía su rostro de pintura del maestro güero y adoptaba la de una película de Mel. Lo insoportable era el sufrimiento de la madre de Jesús. La pobre virgen María (siempre vestida de negro, siempre con el rostro sufriente) representaba el dolor de todas las madres que pierden a sus hijos. No era simpático ir. Ni siquiera me gustaba presenciar la escena en la que doce compas comitecos (siempre hombres), bien sentaditos, con mantas de colores en los hombros, extendían un pie para que fuera lavado por el sacerdote. Yo sabía que la escena era falsa, no tenía la verosimilitud para reconocer en él un acto de humildad. ¡No! Todo era una mala representación. Sabía que el sacerdote hacía esta representación con cierta mueca de asco.