jueves, 30 de marzo de 2017

UN CERILLO





La tarde que Juan murió, la tía Engracia dijo que había sido castigo de Dios, por ser un mal hijo. Ese día, como siempre, Juan estaba en la sala, recostado sobre el sofá, viendo la repetición de un partido de fútbol. Sobre la mesa de centro tenía varios botes de cerveza vacíos. Leía una revista deportiva, que daba cuenta de las estadísticas del fútbol nacional y noticias de la vida de Chicharito, de Dos Santos y demás jugadores famosos.
A las tres con veinticinco minutos, la mamá de Juan entró a la sala, dejó sobre la mesa de centro una cerveza que Juan había pedido a gritos. La mamá acarició la cabeza de su hijo, mientras éste decía: Ah, no estés jodiendo. La mamá desvió la mirada y preguntó si podía pedir un favor, iría a la casa de su hermana Alfonsina, porque seguía malita, ¿podía apagar la lumbre de la estufa? Que la apagara en diez minutos más, los frijoles ya casi habían hervido. Sí, sí, dijo Juan, mientras estiraba el brazo en señal de que la mamá abriera el bote. La mamá abrió la cerveza, la dejó sobre la mesa, se puso el chal y le recordó al hijo que en diez minutos apagara la hornilla. Sí, sí, dijo Juan, con un movimiento de brazo, como si espantara una mosca.
La mamá salió, jaló la puerta y detuvo un taxi. No volvería a ver vivo a su hijo. Nunca sabría que su hijo aplicaría un conocimiento inútil, pero práctico, que ella le había dado de pequeño. Cuando Juan entraba al baño después que la abuela Dulce había defecado y se tapaba la nariz con los dedos índice y pulgar, la mamá llegaba con una caja de cerillos, prendía uno y lo apagaba de inmediato. El humo del cerillo quita el mal olor de la caca, decía la mamá y acariciaba a su hijo.
Juan no olvidó la petición. Veinte minutos después tomó el último trago de la cerveza, eructó, dejó la revista sobre la mesa de centro y se paró, más que para cumplir con el encargo, para ir por otra cerveza. Abrió la puerta de la cocina, abrió la puerta del refrigerador, sacó otra cerveza y, con ésta en la mano, se acercó a la estufa. Ahí estaba la olla de barro con los frijoles. Había dejado de borbotear. Vio que la flama estaba apagada. Sintió un olor fuerte recorrer los laberintos de su nariz. Pensó que era el aroma de los frijoles. Jamás imaginó que el agua de los frijoles había desbordado y la flama se había apagado. El gas seguía saliendo.
Juan regresó a la sala. El partido Chivas-Pumas estaba a punto de iniciar. El comentarista daba la alineación del equipo universitario, el equipo del que era fan desde los cuatro años de edad, edad en que, de la mano de su papá, fue al estadio de CU una vez que viajaron a la Ciudad de México. Su papá le había dicho que un día él llegaría a jugar ahí, su mamá había dicho que sí, porque él estudiaría ahí, y con el brazo hizo un movimiento circular que alcanzó el edificio de rectoría y de las facultades de arquitectura y derecho. Juan, con un movimiento de cabeza, dijo que sí, pero urgió con sus palabras a entrar al estadio, porque ya la multitud se aglutinaba en los túneles.
Los deseos de sus papás no alcanzaron a cumplirse. Juan, apenas tres meses después de la muerte de su papá comenzó a fumar y a beber, abandonó el deporte, para el que parecía predestinado, porque era un jugador muy hábil. En el segundo grado de bachillerato abandonó la escuela y, con ello, cercenó los sueños de la mamá de que tendría un profesionista en casa.
El día que Juan murió tenía treinta y dos años de edad. Los últimos quince los había dedicado a leer revistas de deportes, a ver cientos de partidos de fútbol, en vivo y en repeticiones, y en beber cantidades bárbaras de cerveza, que era comprada por la mamá alcahueta, para evitar que Juan cumpliera la amenaza de abandonar la casa si no le compraba su diaria dotación. Juan sólo eso hacía. Su vientre había crecido de forma enorme. No tenía amigos, ni amigas. Su vida era solitaria. Se centraba en ver el fútbol en la tele, leer el Esto y beber y beber.
El partido seguía cero a cero. En dos ocasiones, Juan había estado a punto de pararse para ir por otra cerveza, pero, justo en esos instantes, había jugadas en el área de tiro a gol y parecía que era la jugada que daría el primer gol a los pumas. En las dos ocasiones los delanteros habían cometido errores. Juan apretaba el bote de cerveza y lo estrellaba contra el tablero de madera de la mesa de centro.
Llegó el medio tiempo. Cuando iba a pararse para ir por otra cerveza, sonó el timbre. Juan pensó que era alguna comadre de su mamá, más le valía no moverse. El timbre volvió a sonar. Juan, con cuidado, se acomodó sobre el sofá y procuró que su respiración fuese lenta, que no se oyera que había alguien en casa.
Después se supo que quien tocaba el timbre era una vecina, que deseaba avisarle a la mamá de Juan que parecía se escapaba el gas de su casa. Juan no abrió. Como se había acomodado bien en el sofá le ganó el sueño. Despertó en el minuto treinta y dos de la segunda parte del partido. Se paró de inmediato. Sintió el olor que ya invadía toda la casa. “¡Mierda! ¡Pinches frijoles!”, dijo. Mientras buscaba la caja de cerillos pensó que con razón apestaban tanto los pedos de los indios que comían puros frijoles. Sintió una somnolencia que le entumecían los brazos, lo atribuyó a la cantidad de cervezas ingeridas. Abrió la gaveta, tentaleó la base, halló la caja de cerillos, la abrió, sacó un cerillo y lo frotó contra el raspador. Todavía escuchó el sonido de una sirena. Era el carro de bomberos que había acudido al llamado de la vecina, porque en la casa de al lado parecía haber una fuga de gas.