jueves, 23 de marzo de 2017

MILAGRO CONCEDIDO




Nunca tuvimos la costumbre de hacer un oratorio en la casa. Quien necesitaba pedir algún favor a Dios lo hacía donde podía: en el sitio, cerca del árbol de jocote, algunos, incluso, oraban a la hora que estaban en el baño. Uno pasaba por enfrente y escuchaba detrás de la puerta el chorro de los orines confundido con un padre nuestro o un ave maría. Por eso, el día que tía Lencha se puso mala y pidió una imagen para pedir por su salud ¡nadie supo qué hacer! El tío Eusebio, nervioso, preocupado, estrujándose las manos, entró a mi cuarto y me pidió una imagencita, aunque fuera pequeña, aunque fuera de un santo que no fuera conocido por milagroso. “Tu tía quiere una imagen para pedir por su salud”, dijo y me urgió a que buscara en mis libros alguna fotografía. El tío estaba realmente inquieto, así que me paré de la cama, donde estaba recostado leyendo un libro de Michael Ende. Lamenté, ahora sí lamenté mucho, no tener libros con “figuritas”, tal como los pedía mi sobrina Pau. Busqué y busqué entre todos los libros, pero todos eran novelas y antologías de cuentos. Pero (Dios siempre es misericordioso) cuando abrí el libro “Cien años de Soledad” una foto cayó. Era la foto de Rodrigo Díaz (no De Vivar), mi amigo de la prepa que, dos o tres años antes, había mandado una foto para que se la entregara a mi prima Rocío, como “muestra de cariño”. A mí me sorprendió que, en tiempos de celulares y fotografías digitales, alguien se atreviera a enviar una foto impresa, en color sepia, como lo hacían los antiguos amantes. Sin duda que Rocío (siempre cruel con el amor manifiesto de Rodrigo) había ignorado tal detalle y, solo por no quemarla, la metió dentro de mi libro, mandándola a la jaula del olvido. Pero (los caminos de Dios son inescrutables), ahora la fotografía de Rodrigo aparecía en buen momento. Con un plumón, de tinta dorada, le pinté un aura, a la usanza tradicional de los santificados. Salí al corredor y llamé a mi tío Eusebio. “Acá está”, dije y le extendí la foto. Él, como si fuese un retrato de un verdadero santo, lo acarició y dijo: “Sí, qué maravilla”, luego me preguntó quién era y yo dije que Rodrigo, iba a comentar que era un amigo mío, pero decidí jugar seriamente desde ese instante: “Rodrigo, San Rodrigo, es rete milagroso”. Mi tío sonrió, llamó a Prudencia, la sirvienta, le dio la fotografía y pidió que quitaran la foto de la abuela del marco y que pusieran en su lugar la de San Rodriguito y que se la llevaran, de inmediato, a la tía Lencha. Cuando la tía se incorporó en su cama y Prudencia le arregló la almohada, comenzó a llorar al ver la imagen de San Rodrigo. Tomó el cuadro entre sus manos, lo llevó a sus labios y comenzó a besarlo: “San Rodriguito, te pido, por lo que más querás, que este mal abandone mi cuerpo”. Prudencia dijo que así sería, que ya vería cómo San Rodrigo era rete milagroso y que, en un abrir y cerrar de ojos, haría el milagro de que sanara, al ciento por ciento. La tía pidió caldo de gallina y (cosa que no había hecho en los últimos meses) pidió que le dieran un poco de arroz con leche.
Todos los de casa fuimos testigos de la evolución de la enfermedad de la tía, pasó de estar considerada como muy enferma, a enferma y de enferma a delicada y de delicada a mejoradita y de mejoradita a buenita y de buenita a casi sana y de casi sana a como si nada. Cuando estuvo como si nada, se paró y pidió que un grupo de albañiles construyera, cerca de la troje, una capilla dedicada a San Rodrigo. Mientras un ejército de hombres cargaba cubetas llenas de arena, agua y cemento y hacían las mezclas en el piso y pegaban ladrillos e improvisaban andamios con tablas tembleques, el tío me preguntaba qué sucedería la tarde que inauguráramos la capilla y llegara mucha gente y alguien (nunca falta una devota) dijera que esa imagen no era de San Rodrigo. ¿Existía San Rodrigo? Yo le decía al tío que no se preocupara, le decía que colocaríamos la imagen de mi amigo adentro de un nicho y éste lo pondríamos en la parte más alta del retablo, de tal suerte que quienes se hincaran en los reclinatorios no pudieran distinguir bien la imagen. Además, le decía, le colocaríamos una veladora de esas electrónicas para que el reflejo de la lucecita roja hiciera una sombra luminosa sobre el rostro del santo.
Pero, así como Dios es muy generoso en sus bondades, también manda travesuras de vez en vez, y una mañana, Prudencia tocó la puerta de mi cuarto. “¿Quién?” pregunté, bajando el libro de Vargas Llosa que leía, tumbado en la cama. “Soy yo”. Reconocí la voz de Prudencia. “¿Qué querés?”. “Lo buscan”, dijo Prudencia. “El hombre me dijo que yo dijera que es su amigo Rodrigo que lo busca”. ¿Qué? Me incorporé como si hubiese visto una araña en el buró. “¿Qué Rodrigo?”, pregunté, mientras caminaba hacia la puerta. “¡Ah, no sé, sólo me dijo que yo dijera que era su amigo Rodrigo!”. Abrí la puerta y vi a Prudencia que tejía, mientras señalaba hacia la sala de la casa: “Ahí lo dejé esperando. ¿Hice bien en dejarlo pasar?”. Dije que sí y caminé hacia la sala. No hizo falta que entrara para saber que el tal Rodrigo era mi amigo Rodrigo Díaz, porque vi que él estaba parado a la mitad de la sala, al lado de la mesa de centro, y tenía una mirada como si estuviera ante un abismo, porque, justo frente a él, estaba mi tía, hincada, abrazada a sus piernas, besándole los zapatos y diciendo: “San Rodriguito, gracias, gracias”. Mi tía lloraba, su rostro estaba transfigurado. Mi tía tenía razón de estar así, porque no a cualquiera se le aparece un santo milagroso, a plena luz del día y en la casa.
El tío me llevó a un esquinero del patio central y me preguntó qué haríamos. “Nada”, dije, “Nada”. Y nada hicimos. La tía, después de la catarsis, le preguntó al santo si podía servirle una taza de chocolate y un plato de pan. Rodrigo se dejó conducir. Nada dijo en el trayecto. Se sentó y esperó que le sirvieran el chocolate y el pan. Prudencia (haciendo eco de su nombre), en un instante en que la tía fue a la cocina, se acercó a mi amigo y le dijo que yo estaba en mi cuarto. Hasta ahí llegó. Nos dimos un abrazo y cuando nos apartamos, de inmediato, me preguntó qué había sucedido. Le expliqué. Rodrigo rio a carcajada limpia. Se sentó en el borde de mi cama y cuando su risa se extendió como mar se tiró sobre la cama y pataleó. “Soy un santo. Esto debería verlo mi mamá”, dijo, mientras somataba el colchón con ambas manos. Cuando se calmó, se sentó en el borde de nuevo y dijo: “Esto también debería reconocerlo Rocío”, y puso una cara de ardilla melancólica. Yo, para animarlo, dije que su foto había servido para hacerle el milagro a mi tía. “Sí, la mente es poderosa.”, dijo. Yo estuve de acuerdo y agregué que la fe también es poderosísima. “Bueno, creo que no puedo quedarme.”, dijo Rodrigo. Estuve de acuerdo. Antes de irse, pidió algo especial: quería ver el altar y tomar una foto. Lo llevé a la capilla y, en la puerta, tuvo que detenerse ante el marco de cedro. Quedó extasiado ante la belleza del retablo. El cuadro con su foto estaba enmarcado con columnas jónicas, recubiertas con hoja de oro. No había más imagen que la suya. “¿Todo esto está dedicado a mí?”. Asentí, sin decir algo más. Lo vi emocionarse y guardar su celular sin tomar la foto. Entendí su reacción y la agradecí.
Oímos unos pasos menudos. Era mi tía que se acercaba. Rodrigo se volvió, levantó la mano y, dirigiéndose a ella, dijo: “Hija mía, tu fe te ha salvado.”. Mi tía se hincó, llevó sus manos a su cara llena de lágrimas. En ese momento, Rodrigo me hizo una seña para que, de puntillas, saliéramos de ahí. En la puerta le di un abrazo y agradecí su complicidad.
De más está decir que el día de la inauguración se llenó la casa y muchas personas se pasaron al bando de los devotos del milagroso San Rodrigo.
Muchos más levantaron oratorios dedicados al santo, pero nadie tuvo la imagen que tenía la capilla de la casa. Cuando la tía llegaba a algún oratorio vecino nada decía, sólo nos quedaba viendo y sonreía, como pidiendo nuestra complicidad, porque yo le había dicho que San Rodrigo, el nuestro, a la hora de despedirse había pedido que no se diera copia de su imagen, de tal manera que quien quisiera un verdadero milagro tuviera que arrodillarse ante su imagen de la capilla de la casa.
Cuando los fieles no reciben la tan anhelada petición, la tía los invita a que lleguen a orar ante nuestro altar y, según cuentan, muchos de ellos sí han recibido los favores del santo que está en medio del retablo, el nuestro, el que es muy milagroso.