lunes, 13 de marzo de 2017

LA ÚLTIMA VOLUNTAD




Todos esperaban que Romina dijera sus últimas palabras. La palabra todos engloba a Rosario, a Rodo, a Raúl y a Ricardo. Todos, sobrinos legítimos de Romina.
Salvo todos y el notario, nadie más sabía por qué ellos estaban tan pendientes de las últimas palabras de Romina.
Romina había determinado que lo más grueso de la herencia (según el testamento) quedaría en manos del sobrino que “escuchara sus últimas palabras”. ¿Por qué tal decisión? Porque Romina pensaba que quien escuchara sus últimas palabras sería el sobrino que estuviera pendiente de los cuidados que ella necesitaba en su lecho de muerte.
Todos (gracias a una estrategia calculada de Romina) se enteraron de la voluntad expresada en su testamento y se dedicaron en cuerpo y alma a atender a Romina y, con sus celulares prendidos, grababan lo que la tía Romina ordenaba, ya que cada orden podía convertirse en las últimas palabras de la enferma.
El notario había mandado instalar una cámara en el cuarto de Romina, en lo alto de un esquinero, para que la grabación le sirviera de testimonio a la hora de abrir el testamento y leer que, por voluntad expresa de la, en ese instante, ya fallecida Romina, la casa grande, los dos autos, el rancho de tierra caliente y la cuenta bancaria serían de quien hubiese estado a su lado y hubiera escuchado sus últimas palabras.
Romina logró su objetivo de ser atendida por todos, porque su recámara era un avispero, donde las abejas (es decir: todos) se movían a su alrededor cumpliendo sus deseos a fin de que uno de ellos fuera el elegido.
Cuando Romina comenzó a agravarse, ella gozó su decisión, porque pedía que alguno de todos se acercara y balbuceaba algunas palabras incomprensibles. El elegido rogaba a su Dios que en ese instante la enferma cerrara los ojos para no volver a abrirlos. Pero, la enferma llamaba a otro sobrino y, de igual manera, balbuceaba incoherencias. Así hasta agotar la lista de sobrinos. Cuando terminaba, solicitaba (con palabras claras) que la sentaran, prendía el televisor y veía su serie favorita, como si la enfermedad no estuviese haciendo mella en el interior de su cuerpo.
De más está decir que los sobrinos se lamentaban y se la mentaban a la tía Romina.
A la hora de la cena, todos se sentaban en la gran mesa de cedro, cerraban la cortina de encajes y revisaban su celular en intento de descifrar lo que Romina había dicho. Todos coincidían en que “la puta vieja” estaba jugando con ellos, porque fingía su voz, la hacía cansada, como si tuviera una piedra sobre la lengua. Sus palabras eran ininteligibles. A todos les daba un escozor pensando que el notario, a la hora de abrir el testamento, los obligara a repetir las últimas palabras de Romina. Nunca podrían interpretar ese lenguaje abstruso.
Rosario comentaba, con frecuencia, que sabía de la existencia de una cláusula adicional, pero nadie conocía el contenido de ella. Cuando lo hacía llamaba a los tres hermanos, les ofrecía un café en la cocina y les proponía un acuerdo: “La herencia es amplísima, ¿por qué no acordamos que, independientemente de quién escuche las últimas palabras, nos la repartamos en partes iguales?”. Ninguno de los erres aceptó. La avaricia los consumía. Cada uno pensaba que había destinado cientos de horas en los últimos tiempos en intento de ser el afortunado heredero. Así que la presencia de todos en la recámara de Romina era como una batalla campal encarnizada.
Una mañana que amaneció con llovizna y las cortinas de la recámara de Romina fueron corridas y debieron prender la luz de la mesilla de noche y colocar un paño sobre los ojos de la enferma para que no estuviera incómoda, la enferma tuvo conciencia de que su fin estaba cerca. Supo que no llegaría a la hora de la comida, así que, con mano indecisa y tembleque, llamó a Rosario y le pidió que le diera un poco de agua, lo hizo con voz de mirlo apagado. Rosario también supo que la tía estaba muy mal. Pronto moriría, así que decidió no hacer caso a la petición de la tía, porque podía suceder que mientras ella iba a la cocina por el vaso de agua la tía dijera sus últimas palabras. Romina, con la cabeza apoyada de lado sobre la almohada, vio que la sobrina jaló una silla y accionó el grabador del celular. Vio que los demás sobrinos se sentaron en el piso de madera e hicieron lo mismo que Rosario. Era como si un grupo de periodistas esperara una declaración vital de una política en decadencia. Decidió entonces no volver a hablar, pero hizo un registro mental para determinar cuáles habían sido sus últimas palabras y a quién se las había dicho. Si alguien hubiese accionado la grabación de la cámara en el esquinero del techo habría dicho que sus últimas palabras habían sido: “Un vaso de agua” y se las había dicho a Rosario, a la fatua de Rosario, que no le había hecho caso y se había quedado apoltronada como una niña malcriada.
Romina ya se había divertido y había logrado su objetivo de no ser olvidada. Los sobrinos interesados le habían prodigado cuidados hasta horas antes de su muerte, así que decidió que sus últimas palabras las diría en voz alta y viendo hacia el techo. Imaginó la escena en el siguiente minuto de su último aliento: los sobrinos se despedazarían como hienas tras una pierna de venado.
Romina sintió cómo la muerte tomaba su mano, que estaba tan fría como la de la señora de las tinieblas infinitas, y pensó que debía decir sus últimas palabras. Los sobrinos la vieron llevarse las manos al pecho, dirigir su mirada ya casi agotada al techo del cuarto y escucharon, con voz clara, pero ya como de corredor en el último metro de una maratón: “Luz, ¡más luz!”. Estas palabras las había elegido en el momento de leer una biografía de Goethe y saber que habían sido las últimas palabras que dijo el famoso escritor alemán. Apenas dichas las palabras, se volvió hacia el lado izquierdo, cerró sus ojos y, como pajarito, trincó el pico.
Ninguno de los sobrinos hizo alguna muestra de afección dolorosa, ninguna lágrima asomó a sus rostros. Todos checaron su celular para comprobar que habían grabado las últimas palabras. Después de tres minutos, Rosario se paró, dio la vuelta a la cama, se hincó y colocó un espejo frente a la nariz y boca de Romina para comprobar que el azogue no se empañaba. ¡Romina había muerto!
Los lectores inteligentes ya advirtieron el final de la historia. El día que el notario llamó a los sobrinos para dar lectura del testamento de Romina, todos se abalanzaron sobre el escritorio lleno de papeles y cada uno accionó la grabadora para demostrar que tenía las últimas palabras. Rosario se atrevió a exigir que el notario viera la grabación de la cámara del cuarto para comprobar que su celular era el que estaba más cerca de los labios de la difunta; Rodo exigió que el notario llamara a un topógrafo para que determinara que, como él estaba parado en el instante de la última declaración de Romina, el ángulo determinaba que los ojos de la difunta estaban más cerca de él que de los otros.
Después de escuchar con paciencia las sandeces de todos, el notario abrió una gaveta del escritorio, sacó un legajo de papeles y leyó la voluntad de la occisa: “El sobrino que escuche mis últimas palabras será quien herede mi casa grande, el rancho de tierra caliente, los dos autos y mi cuenta bancaria. Pero, si sucediera el caso que todos fueran testigos presenciales de mis últimas palabras determino que se aplique la cláusula B1 que a continuación expreso…”
El notario se quitó los lentes que había usado para leer, apoyó su espalda sobre el sillón de cuero y dijo: “Queridos míos, parece que, en este caso, tal como lo predestinó su tía, todos fueron testigos presenciales de sus últimas palabras, por lo que debe aplicarse la cláusula B1…”
Y todos salieron bufando de la oficina del notario. Rosario, antes de subir al auto, dijo, casi a gritos para que la escucharan los tres hermanos: “Ambiciosos y pendejos. Si me hubieran hecho caso, ahora todos tendríamos parte de la jugosa herencia. No que ahora, los putos niños del hospicio de San Juan tendrán lo nuestro. Pendejos. Chinguen a mi madre, que también es la suya.” Subió a su auto, azotó la puerta y arrancó rechinando las llantas.