domingo, 19 de marzo de 2023
CARTA A MARIANA, CON ESPÍRITU DE CERA
Querida Mariana: Lizbeth es juguetona, me encanta. Cuando era niña preguntaba, con el mismo tono del personaje de Derbez: ¿La cera, es el novio del cero? Y se botaba de la risa y yo con ella. Siempre ha jugado con las palabras. Ya de joven fue bien alburera. Cuando jugaba conmigo me fascinaba, pero ella lo hacía como si se columpiara o saltara la cuerda. ¿Yo? Ya me conocés, terminaba con un calorcito rico, pero peligroso. Ella se botaba de la risa cuando me veía todo colorado, yo me sentía apenado.
Ahora ella vive en Estados Unidos, pero sigue siendo juguetona, tal vez, no lo sé, ahora también juega con palabras en inglés, con tilde, porque en una ocasión leyó, en una academia comiteca: “Se dan clases de ingles” y ella dijo que no se inscribiría, porque las ingles son las vecinas púdicas de las pubis, las que no se sueltan el pelo, y ahí ella soltaba la carcajada.
El otro día caminé por el parque de La Pila y mirá lo que encontré, un negocio que se llama San Caralampio, que ofrece velas y veladoras. Como estaba cerrado el local, porque era la hora de la comida, imaginé el interior con un mostrador de madera y una lluvia de candelas en todo el espacio, con velas delgadas y unas más gordas, de diversos colores, rojas, amarillas, blancas y también verdes; y un estante con veladoras, también coloridas.
No sé a vos, pero a mí siempre me ha encantado el aroma de la cera, de las velas y veladoras. Al entrar a un templo, casi en automático, aunque no haya veladoras prendidas, llega a mi espíritu el aroma de las velas que, cuando fui niño, siempre aparecían en el templo de Santo Domingo o en oratorio de la casa.
Aparte de las luces de bengala, que eran mi delirio, lo que me encantaba en época de navidad era el instante cuando mi mamá me daba una velita, de color rojo, que tenía un relieve como de tornillo. Esa velita la prendía, junto con la recomendación: “no te vayás a quemar”. El pabilo (¿así se llama el hilito que sostiene la flama?) tomaba vida y daba luz. La unión de la cera con el fuego es una de las cosas más sorprendentes. Si en gastronomía hay lo que se llama maridaje, entre un vino y un determinado guiso, entre la cera y el fuego hay un encuache divino, que bien puede llamarse ceragaje.
Me fascinaba jugar con las velitas rojas. La cera se derretía y formaba círculos en el piso. Eran unas escamitas que luego, al término del rezo, las levantaba con cuidado para que no se rompieran. Luego las colocaba en una tablita sobre la cama y hacía figuras con esas laminitas.
Luis Aguilar, el escultor comiteco, dice que hay un proceso artístico que se llama “a la cera perdida”. ¿Mirás? En mi infancia hice el proceso contrario: “a la cera hallada”.
A veces, cuando nada tenía por hacer, me robaba una o dos de esas velitas navideñas, las depositaba en un traste de peltre, que ponía en una de las hornillas del fogón. Como el fuego es aliado de la cera, de inmediato, la cera se derretía. Me encantaba el cambio que se daba de sólido a líquido. Tal vez nunca tuve una clase de física tan llena de vida. Mi mamá vendía moldes de yeso para hacer figuras de frutas. Pregunté si podía hacer una manzana con cera, mi mamá me dijo que sí, pero que llevaría mucha cera. A partir de ese instante me convertí en un coleccionista de velas, pedí a mis primas que me regalaran velas. Ellas, generosas, iban a sus casas y robaban las velas, Martitha, que era sobrina de alguien que daba clases de doctrina en algún templo católico, llegó una tarde a la casa y me dijo que fuéramos a mi recámara. Yo me entusiasmé y mi entusiasmo acrecentó cuando colocó sobre mi cama la maleta que llevaba en las manos. ¡No!, grité maravillado, ella me dijo que callara y sacó un cirio gordísimo, con grecas rojas. Nunca vayás a decir que yo te lo di. Saqué el cirio y lo puse en el baúl donde estaban las demás velas. ¡Sí, con eso alcanzaba para hacer lo que deseaba!
Con mucho sigilo formé en líquido el cirio sólido y, con una aceitera, llené el molde de manzana, previamente engrasado. Lo dejé todo un día, a la mañana siguiente, con mucho cuidado, abrí el molde y, ¡albricias!, apareció la manzana de cera, perfecta, única, maravillosa. Tenía un color prodigioso.
Posdata: la reja de papel de china siempre se pegó con cera cantul, que, Mario me explicó, era una cera proveniente de los panales. Nunca supe si eso era cierto, pero servía a la perfección, porque se pegaba al marco de madera y permitía que el papel de china quedara detenido sobre la puerta.
La cera siempre me ha seducido. Una tarde de éstas iré al parque de La Pila y entraré al templo y luego al local San Caralampio. Sé que en ambos sitios me abrazará el aroma de cera. Y pensaré si la cera es la esposa del cero, como dice Lizbeth.
¡Tzatz Comitán!