martes, 27 de septiembre de 2016

COMO EL AGUA CUANDO SE EVAPORA




Admiro a los chefs, a los boleros, a los artistas que pintan sobre el piso. Los admiro porque no buscan la gloria de la inmortalidad. El chef prepara un platillo exquisito y media hora después el comensal ya le dio una muerte dulce. Lo mismo sucede con la labor del bolero, después del ritual en el templo, el recién casado termina con los zapatos vomitados por un compadre que se excedió en tragos. ¿Y qué decir de esos artistas que, con gises de color, pintan increíbles dibujos, mismos que después de un aguacero quedan convertidos en nada? Las obras de los chefs, boleros, artistas mandaleros y mil oficiantes más quedan convertidas en nada después de un cierto tiempo.
Por lo mismo, también admiro a los fotógrafos, a los cineastas y a los escritores, porque son quienes se encargan de dar testimonio que, una tarde, el chef fulano de tal ofreció una tostada con flor de calabaza al gratín. Asimismo, el fotógrafo es quien toma la placa que demuestra que Juan eme tuvo los zapatos bien boleados y la novia el vestido impecable (porque el compadre borracho también salpicó el albo vestido de la recién casada).
Admiro a los escritores porque son ellos quienes consignan, para la posteridad, las historias de esos hombres que dedican su vida a realizar obras perecederas, fugaces.
¿Qué muestra de mayor humildad en el pescador? En la madrugada sube a su barco, se interna en el mar (aún con el riesgo de una tormenta), lanza su red y regresa a la playa, sudoroso (aguijoneado por los rayos del sol inclemente del medio día), con la pesca lograda. Guarda los pescados en una cubeta y los lleva al mercado donde vende el producto. La genialidad de Hemingway logró dar cuenta de la grandeza miserable del pescador en “El viejo y el mar”. ¿Qué llevó el viejo a la playa después de una batalla infinita? Llevó despojos, él mismo fue un despojo, un harapo. ¿Quién hubiese reconocido tal hazaña? Fue necesario que Ernest tomara la máquina mecánica y diera luz a la sombra.
¿Y las putas que permanecen en las esquinas y se acuestan con borrachos en cuartos de moteles apenas iluminados por el letrero fluorescente? ¿Y los que hacen artesanías con barro o con cáscara de coco? ¿Y los taxistas y choferes de tráileres? Sus oficios son oficios de albañal, donde el agua de su labor se diluye, se hace hilo que se rompe, se hace nada.
Lo mismo sucede con los oficinistas y con los delirios de los poderosos. Todo se vuelve nada. Sólo perdura la creación de unos cuantos. El papa que mandó a pintar la capilla sixtina ya cumplió la sentencia bíblica y regresó al polvo. Por el contrario, la obra de Miguel Ángel está incólume, grandiosa. En estos días se presentan réplicas de esa obra monumental en la ciudad de Puebla. Ya, en la Ciudad de México, se montó una estructura, con escala uno a uno, de ese prodigio. La obra de los creadores está cerca de la línea infinita. Pero, ¿quién vale más: el modesto artesano o el fotógrafo renombrado? ¿El que trabaja con la conciencia de que todo acaba o el iluso que sueña con la inmortalidad?
A veces voy a los panteones y descubro muchos nombres en las lápidas. Nombres que nada me dicen. Amigos que han ido a París me cuentan que en el cementerio de Montparnasse todo es como muy conocido, como íntimo, como inmortal, porque las tumbas están llenas de nombres famosos. Son personas que ya son polvo, pero que sus nombres traspasaron la línea de la inmediatez. ¿Tiene alguna importancia?
Admiro a los hombres que, de manera anónima, conscientes de que su obra es frágil, ponen su vida entera al servicio de ese oficio. Admiro a los que venden cachitos de lotería; a los que, en las esquinas, ofrecen naranjas con chile en polvo; a las que, en su casa, pedalean sobre viejas máquinas de coser; a las alumnas que, con el escote abierto, se acercan al escritorio del maestro para pedir otra oportunidad en el examen reprobado. Admiro a los viejos que dan de comer a las palomas en las plazas; a los que despachan gasolina; a las que cortan el cabello en sus estéticas de sillas frágiles; a los que cargan maletas en los andenes; a las que corren todas las mañanas, bien sea para llegar a tiempo a la maquiladora, o como ejercicio.
Admiro a todos aquellos que se dedican a oficios simples, oficios que construyen puentes de día que se consumen al llegar la noche.