jueves, 29 de septiembre de 2016

KURST




Todo comenzó como un juego, inocente, de hierba frágil. Cualquiera diría que Kurst era un gato común y corriente, pero no era así, porque era blanco como conejo y en esto radicaba su misterio, su capacidad de camuflarse, de mimetizarse, de casi casi convertirse en el objeto, planta, animal o persona cercanos.
Cuando estaba sobre la repisa, al lado de aquella figura de porcelana de Sèvres, Kurst semejaba una deidad egipcia. Su pelaje blanco dejaba de estar esponjado y, como si alguien le hubiese puesto gomina, se le untaba al cuerpo con tal intensidad que parecía un gato sin pelambre. ¡Ah, qué dignidad en su postura erguida! Desde la altura de la repisa veía toda la sala, con su soberbia animal de dios. Era tal su capacidad de camuflaje que un día la señora Guillén, mientras doña Galinda iba por la tanda, ella se quedó viendo las figuras de la repisa y estuvo a punto de tocar lo que ella creyó una simple figura de porcelana. Por fortuna, doña Galinda regresó con los billetes en lo alto, moviéndolos como si fuese un abanico y la señora Guillén se volvió, sonrió y recibió los billetes uno por uno. ¿Qué habría pasado si la afable señora hubiese extendido la mano y tocado a Kurst? ¿Qué habría hecho Kurst? El gato pensó que hubiese sido un juego divertido, dejar que la mano se acercara, que sintiera el frío de la porcelana, que la mujer lo tomara, lo llevara cerca de sus ojos para buscar en la base la etiqueta de la marca de Sèvres, para constatar que doña Galinda poseía objetos finos y no baratijas “made in China”. Y cuando la señora Guillén, saciada su curiosidad, estuviese a punto de dejar sobre la repisa de madera de cedro lo que ella consideraba una figura de porcelana, Kurst habría cerrado la actuación esponjándose y dando un maullido como si fuese una insistente chicharra. ¡Ah, habría sido un éxito actoral!, pero la mujer tuvo suerte y no fue más allá, porque había entrado a la casa no por el gato sino por el dinero de la tanda.
Fue entonces cuando Kurst ideó lo que debía hacer. ¿Quién en la casa lo trataba mal? Sólo Adolfo, Adolfito, el hijo menor de la familia Hernández Suárez. De doña Galinda nada podía decir. Lo mismo sucedía con don Galo, el viejo que recién se había jubilado, era un hombre afable, casi cariñoso con él. Temprano abría el cuarto que servía como bodega y donde cada noche lo metían para que durmiera, lo sacaba y, haciéndole cariños sobre su lomo, le servía un plato de croquetas. El gato era agradecido, se sobaba dos veces en la pierna izquierda de don Galo y luego, ya, se dedicaba a comer. Faustina, quien era la sirvienta, tampoco era grosera con él. Podía decirse lo mismo que de don Galo, le dispensaba un trato afectuoso. Doña Galinda lo adoraba. Cada temporada de frío le tejía chambritas, como si fuese un bebé, y las colocaba a manera de sobrecama sobre el cojín que tenía la cesta de mimbre donde Kurst dormía. Sí, el único grosero era Adolfo. Si Kurst hacía el intento no recordaba un solo instante en que él hubiese sido, ya no digamos amable, un poco respetuoso. Cuando Kurst estaba más pequeño, una tarde en que Adolfo había acompañado a la caterva de sus amigos del colegio, uno de los niños, el que llevaba la gorra de beisbolista al revés, había sugerido (¡bonita sugerencia!) que atraparan al gato y que, como parte del juego, le amarraran la cola con una cuerda y lo colgaran en una rama del árbol de jocote. Kurst había visto a Adolfo de inmediato, lo había hecho en espera de que él dijera que no, esperaba que propusiera otro juego, ¡habían tantos juegos para jugar!, pero ¡no!, Kurst vio con desilusión al principio y con coraje al final que Adolfo dijo que sí y fue a la bodega (al lugar que era como la casa del gato) por una cuerda fina, resistente, para colgar al gato de la cola. Kurst, como pudo, trepó al árbol que los niños maldosos emplearían para colgarlo, se acercó a la ardilla que siempre comía avellanas y se camufló de tal manera que cuando los niños vieron volar una ardilla de una a otra rama no imaginaron que era el gato camuflado. La visión de las ardillas hizo que los niños olvidaran la idea macabra de colgar a Kurst y entender que la ardilla, tan veloz, tan sagaz, nunca sería objeto de sus juegos perversos. Kurst vio desde lo alto de la rama más alta como los niños cambiaron de idea y la cuerda les sirvió para atar a uno de ellos (al que hacía de ladrón) y conducirlo a la bodega (que sirvió como prisión). Por eso, cuando imaginó lo que a la señora Guillén le provocaría tocar lo que ella consideraba una figura de porcelana, decidió que le haría una broma al tal Adolfito. La noche del viernes, a la hora que Adolfo ya había apagado la lámpara del buró, había levantado ambas piernas para liberar las sábanas y colchas debajo del colchón, a fin de que sus pies pudieran permanecer calientes durante toda la noche, Kurst se camufló en hoja de papel y pasó por debajo de la puerta; ya adentro del cuarto se mimetizó en aire y voló hasta el buró donde se convirtió en reloj despertador. Así permaneció toda la noche, moviendo la cabeza a la izquierda y a la derecha, cada segundo, hasta que llegaron las cinco de la mañana, hora en que comenzó con su alarido de despertador. Adolfo, quien dormía al lado contrario, se volvió, con la mano buscó a tientas el despertador sobre la superficie del buró. Su mano chocó contra un frasco de pomada que su mamá le ponía todas las noches para evitar el dolor de brazo que a veces le molestaba, siguió buscando hasta que dio con lo que él creyó era el despertador. Su mano se paralizó cuando halló una superficie llena de pelos, curva, enorme, de rata, ¡de rata enorme, gigantesca! Adolfo retiró la mano, golpeó contra la lámpara, ésta cayó, se quebró. Kurst saltó sobre la cara de Adolfo y la rasguñó, patinó sobre ella en intento de regresar al buró. Adolfo creyó que no era rata, que era un león y se desmayó.
Ante el ruido los papás acudieron de inmediato, se alarmaron al ver el tiradero, al hallar a su hijo con la boca doblada como si fuese una sardina enlatada. El médico (horas después) dijo que la pérdida del habla había sido por un impacto mental demoledor. ¿Qué le había pasado antes de dormir? La mamá decía que nada especial, ella le había puesto su pomada, como todas las noches, le había hecho la señal de la cruz sobre su frente, lo había besado y había cerrado la puerta con cuidado, como todas las noches. Ella había escuchado el clic de la lámpara a la hora que su hijo apagó la lámpara. Debe haber tenido una pesadilla brutal, sentenció el médico. Kurst sonrió, se acercó a las piernas de don Galo y se sobó una y otra vez en su pierna izquierda. Don Galo bajó la mano y lo acarició, mientras daba órdenes de que buscaran en el directorio telefónico a una enfermera que llegara para cuidar a su hijo.