jueves, 22 de septiembre de 2016

DE LA SERIE: “PORQUE LA TELE TAMBIÉN BORDA NUBES” (2)





Acá está Isela. El símbolo sexual de los setenta: Isela Vega. La mención de su nombre catapultaba la hierba amarga de la adolescencia. Cuando el carro de promoción del Cine Comitán anunciaba que se exhibiría una cinta con ella como actriz principal, medio mundo hombre dejaba de hacer lo que hacía y cancelaba citas o las catafixiaba para verse en la función de las seis. ¿Cómo iba uno a dejar de ver una película con esa diosa, con la mamá de las pollitas eróticas del cine mexicano? Porque, habrá que decirlo, ella era la mera madre. La primera actriz que hizo un desnudo en el cine, la modosita de la María Félix, la inquietante Pilar Pellicer y las pichitas de Meche Carreño y Leticia Perdigón eran poco menos que aire contaminado al lado de la diosa: ¡Isela Vega! Norteña, bragada, grosera, encuerada. Todo mundo cinéfilo esperaba con inquietud un nuevo estreno, un estreno donde ella apareciera anunciada. Todo mundo sabía que la Vega mostraría su cuerpo sin pudor, porque ella no tenía la gracia de la sugerencia, ¡no!, ella aventaba el magistral par de pechos como si un chubasco de cuerpo sin anuncio previo (bueno, en realidad ya estaba bien anunciado, porque cuando el programa del cine decía que Isela actuaría, todo mundo sabía que se encueraría y que enseñaría ese par que, ya se dijo, era como los balcones donde el deseo asomaba de inmediato. Si los cinéfilos tenían suerte, ella, mar de miel amarga, dulce salado, también enseñaba su monte de venus. Ah, los cinéfilos éramos felices, sabíamos que toda la vida se concentraba en ese instante y reconocíamos que ahí estaba la cumbre más alta, el nicho más luminoso).
Pobres las comitecas de nuestra generación. Pobres, porque nosotros no dejábamos de hacer comparaciones. ¿Quién podía competir con la voluptuosidad de la Isela? ¡Nadie! Nuestras amigas eran modositas, envueltas en chales finos, bien habladas, finas. Isela era una yegua, una potra desempotrada. La amábamos con la misma intensidad con que la temíamos. Nadie (en sus cinco sentidos) habría soñado con acostarse con Isela. ¡Cómo, si era una mujer castrante, una mujer divina, una mujer que hacía cucaracha a cualquier hombre! Seguro que ella tenía que acostarse con algún amigo de Neptuno, con alguien que viviera en el Olimpo. Ella era para seres superiores, no para cositas humanas. Por eso, gracias comitecas lindas, porque ellas sí despertaban nuestros sentimientos más tiernos, las amábamos, las idolatrábamos. Pero lo que ellas nunca supieron es que a la hora de ir a dormir, a la hora de meternos debajo de las camas, nuestras manos (en movimiento automático), como serpientes, bajaban hasta nuestros genitales (por debajo de la pijama) y, con los ojos cerrados, veíamos la imagen de Isela recostada en una cama con cabecera de latón forjado. Isela diosa nos regalaba sus pechos perfectos con sus pezones de botón de rosa café. Ahí estaba el deseo, ahí estaba el sueño supremo. Ya al otro día, las comitecas bonitas volvían a tomar el lugar que les correspondía.
Sabíamos que ninguna comiteca hacía lo que Isela hacía, porque las cachorras no pueden compararse con las leonas (años después me enteraría que mis amigos -menos cinéfilos que yo- jugaban con sus novias los mismos juegos de la Isela y también eran unas potritas desenfadas. ¡Ah!, de haberlo sabido).
Y acá está doña Isela. Mujer que sigue siendo una de las actrices que más admiro. Y esto es así porque la Vega entendió que la naturaleza es implacable y dejó que las arrugas se colocaran orgullosas en ese orgulloso cuerpo. ¿Cuántas actrices recurrieron al cirujano para tratar de camuflar la edad? Muchas. Isela ¡no! Ella dejó que su cuerpo se llenara con arrugas y las enseña con el mismo desparpajo que mostró sus tetas y su mata de pelo negro, negrísimo, calentísimo, adoradísimo.
Ahora, doña Isela actúa en papeles de vieja, de vieja cabrona, porque, habrá que decirlo, no le quedan los papeles de mujer abnegada, ella sigue la misma diosa de roca que fue siempre, pero ahora, ¡qué bueno!, ya no enseña chichis, ahora muestra lo que tiene adentro. Por esto, Isela sigue siendo una de mis consentidas. Ahora, imagino, sus pechos son dos enormes manzanas pasa, chupadas, arrugadas. Pero ¿cuál es el problema? Si quiero recordarla impecable, absoluta, rotunda, cabroncísima, calentísima, me basta entrar a youtube y ver “La viuda negra” para ver cómo Mario Almada, que hace el papel de cura, queda sorprendido ante ese cuerpo maravilloso. La Isela se coge a don Mario, porque lo atrapa con su telaraña infinita. ¡Dios mío!, si la Vega se cogía a los curas, ¿qué podía esperarse con los demás, simples mortales? Isela se cogió a millones de espectadores calenturientos y todos éstos fueron felices, aunque fuera por un ratito, en medio de un sueño.
Isela sigue siendo una de mis consentidas. Nada hizo para impedir el paso del tiempo. Ahora es una vieja, casi anciana, que sigue dando cuerda. Vieja cabrona, vieja chingona, vieja maravillosa, sin pelos en la lengua (en realidad, los que quedaban con los pelos en la lengua eran los otros, Mario Almada, en el papel de cura, sin duda).