miércoles, 14 de septiembre de 2016

HUMÍLLAME, PERO NO ME DEJES





Se trata de humillar al otro.
Juan prende la televisión, mientras su esposa prepara la botana. Desde la cocina pregunta si quiere guacamole. Juan dice que sí, con tostadas. Juan ya tiene lista la cerveza en la mesa de centro, la sirvió en un tarro que sacó del congelador. El partido de fútbol soccer está a punto de comenzar. Es un partido de liga mexicana, de esos que, con frecuencia, terminan cero a cero.
Pero, en esta ocasión, el partido será inolvidable. El partido terminará cuatro a tres. El equipo azul anota el primer gol. Juan le va al equipo amarillo. Cuando el azul anota, Juan golpea contra el descansabrazo del sofá. Toma un sorbo de cerveza, largo, sostenido, para compensar el coraje. Le pide otra cerveza a su esposa, quien sigue en la cocina dorando tostadas. Juan dice que el amarillo conseguirá el empate. Un gol nada es.
Se trata de humillar al otro. Porque en la pantalla se ve cómo el anotador del equipo azul, después de anotar el gol, corre hacia la tribuna y se golpea el pecho, como si fuese un simio a mitad de la selva. La señal es para decir a los que tienen playera amarilla que el azul es su padre. Los amarillos en la tribuna levantan el brazo, lo doblan, luego avientan envases de cerveza sobre la humanidad del simio goleador. ¡Soy su padre!, dice el simio a través de la señal (lenguaje con el que los simios se comunican). ¡Chinga tu madre!, dice el amarillo, también a través de señales simiescas.
Juan bebe su cerveza. Desde la sala de su casa, al filo del sofá, alienta a los amarillos a que anoten el gol de empate y, luego, remonten el marcador y demuestren quién es el padre. Pero, cinco minutos después, un jugador azul hace la travesura y anota otro gol. El marcador se mueve: Azules: dos; Amarillos: cero. Y el anotador del gol repite la acción del compañero anterior, corre como venado enfebrecido, con las manos hacia arriba, llega frente a la tribuna donde hay espectadores azules y amarillos, y, a media asta, levanta los brazos y los jala, en una señal inequívoca de “Se las metí”. La respuesta de los amarillos es la misma. En medio de la frustración por los dos goles mientan madres y avientan vasos llenos de cerveza, empujan a los aficionados azules, los retan. Juan golpea el mueble y patea la mesita de centro. El tarro se cae. La esposa se asoma desde la cocina y pregunta qué pasó. Juan nada dice. Se levanta, va al sanitario, orina, regresa a la cocina, abre el refrigerador, saca otro tarro y otra cerveza. Nada dice, mientras su esposa dora más tostadas y pregunta si ya sirve el chicharrón de hebra. Juan abre la lata, bebe un sorbo y el resto lo sirve en el tarro. Se sienta. Sigue alentando al Amarillo. Como si estuviese al lado de un amigo comenta: “Son dos apenas. El Amarillo es capaz de anotar tres o cuatro. ¡Fácil!”. La esposa vuelve a asomarse. No le sorprende que Juan hable solo, que se pare y, como si fuese el entrenador, dé indicaciones de qué debe hacer el delantero amarillo. Es el comportamiento normal de todos los domingos.
¡No puede ser! Cinco minutos después, un jugador azul “roba” el balón a mitad de la cancha, dribla a un defensa amarillo, hace lo mismo con el portero y anota. ¡Tres a cero! Todos los aficionados azules levantan los brazos a media asta en la tribuna y jalan sus brazos, en señal inequívoca de “¡Se las estamos metiendo doblada, triplicada!”. Los ofendidos amarillos interpelan a los azules, se empujan, hay amagues de golpes, hay golpes. Los aficionados se retiran, abren el círculo y dejan que dos aficionados opuestos se trencen a golpes sobre los asientos. Son como simios.
Mientras tanto, en la cancha, las acciones siguen. Ya la primera parte del encuentro está a punto de concluir. Los jugadores irán a los vestidores. Los azules recibirán la indicación de que defiendan el triunfo; los amarillos saldrán dispuestos a anotar, a alcanzar al azul, a vencerlo.
Juan ya ha tomado cuatro cervezas. Su cara está colorada por efecto del alcohol y por el coraje. Su equipo va perdiendo. Está molesto. Ya no responde a la pregunta de su esposa si quiere sopa de frijol, con crema, totopos, queso y chile siete caldos. La esposa le sirve en un tazón y le lleva otra cerveza. Ella también abre una lata y bebe. Se sienta. Verá la segunda mitad del partido. Como siempre, procurará no hacer comentarios. Reconoce cuando Juan está molesto, ¡enchilado!, sin haber probado el siete caldos.
Se trata de humillar. Los tres goles azules han humillado a todos los miles de aficionados amarillos que están en el estadio y a los millones que ven la transmisión desde las salas de sus casas.
La segunda mitad empieza. Juan repite la clásica sentencia de ¡Sí se puede!, y le dice a su esposa que sus amarillos son capaces de empatar y de remontar el marcador. En realidad son los padres de los azules. Ella nada dice, bebe un sorbo de cerveza. Le sube volumen a la televisión.
Y en un indeterminado minuto, un amarillo avanza por el lateral izquierdo, dribla a un azul, patea el balón al centro donde un compañero se tiende de palomita, martilla con la cabeza y logra conectar el balón que supera la estirada del portero y se incrusta en las redes. ¡Gol del amarillo! Juan se para, levanta los brazos y golpea el piso con sus pies, en una cómica danza ritual. La esposa también celebra. Va a la cocina y trae el plato con tortillas y chicharrón de hebra. Hay que celebrar el gol. “¡Vamos por el otro!”, grita Juan.
Un amarillo se mete a la portería contraria y saca el balón. Los amarillos tienen prisa, quieren que el balón vuelva al centro del campo. Irán en busca del segundo gol, el que los acerque al empate. Y el prodigio se da, porque, diez o doce minutos después, un delantero amarillo dribla a un defensa azul, levanta la mirada, observa que el portero está fuera de su área y, con fuerza, pero con gran tino, patea el balón, mismo que vuela por encima del portero y entra a la portería justo a la mitad. En cuanto el delantero amarillo ve que el balón entra a la portería contraria corre hacia la tribuna y repite las mismas señales que el azul hizo cuando anotó el tercer gol. Los amarillos están a un gol del empate. Los aficionados azules comienzan a extraviar su soberbia. Ahora son los amarillos quienes levantan los brazos y se golpean en el pecho, ahora son ellos los padres, ahora es Juan quien ha cambiado de color su coraje, quien grita, como si estuviese en el estadio: “Piches azules, los amarillos somos sus padres”. Y pareciera que sí, cuando menos en esta ocasión, porque ahora un tiro de esquina sobrepasa la defensa y llega hasta donde un amarillo baja el balón con el pecho y, sin dejar que toque el piso, con la pierna derecha, le pega con tal precisión que lo coloca donde “las arañas tejen sus redes”, en un esquinero de la portería. El comentarista de la televisión se desgañita y deja que la o de gol se estire como si fuera liga: ¡Gooooooooooooool! El partido está empatado tres a tres. Los azules no pueden creerlo. Los amarillos, quienes habían escondico su soberbia cuarenta minutos antes, han abierto la ventana y la refriegan sobre los azules que, ante la impotencia, no les queda más que responder con golpes y con frustradas palabras violentas.
Juan suelta su cuerpo, avienta las piernas hacia adelante, luego las vuelve a poner en posición tensa, asegura que el Amarillo meterá otro gol y les demostrará a los azules quién es su padre. El Amarillo mandará a chingar a su puta madre al azul. Y el milagro se cumple. Un jugador azul que no entiende cómo ahora están empatados si cuarenta minutos antes estaban ganando tres goles a cero, ¡tres a cero!, se equivoca en un pase y un amarillo recibe el balón, el amarillo ve que un compañero está libre en el lateral derecho y le pone un pase milimétrico, de tal perfección que el jugador receptor se tiende en el aire y de chilena logra conectar el balón que entra a la portería sin que el guardameta se dé cuenta. La afición del estadio, de por sí dividida, se manifiesta con brutalidad: los humillados del principio se erigen como estatuas de dictador, levantan el brazo y someten a la ignominia a los azules, soberbios al momento del tres a cero.
Juan grita, baila feliz, abre una de las ventanas de la sala, la que da a la calle, y, ya con siete cervezas entre pecho y espalda, grita: “¡Putos azules, chinguen a su madre! ¡El Amarillo es su padre!”. Su esposa está contenta, va a la cocina y trae otra cerveza a su esposo. Brindarán por el triunfo. Hoy son los poderosos. Algún otro domingo volverán también a ser humillados, y dirán: “Soy amarillo en las buenas y en las malas”, y con eso justificarán su frustración y la medianía de su vida.