jueves, 29 de septiembre de 2016
KURST
Todo comenzó como un juego, inocente, de hierba frágil. Cualquiera diría que Kurst era un gato común y corriente, pero no era así, porque era blanco como conejo y en esto radicaba su misterio, su capacidad de camuflarse, de mimetizarse, de casi casi convertirse en el objeto, planta, animal o persona cercanos.
Cuando estaba sobre la repisa, al lado de aquella figura de porcelana de Sèvres, Kurst semejaba una deidad egipcia. Su pelaje blanco dejaba de estar esponjado y, como si alguien le hubiese puesto gomina, se le untaba al cuerpo con tal intensidad que parecía un gato sin pelambre. ¡Ah, qué dignidad en su postura erguida! Desde la altura de la repisa veía toda la sala, con su soberbia animal de dios. Era tal su capacidad de camuflaje que un día la señora Guillén, mientras doña Galinda iba por la tanda, ella se quedó viendo las figuras de la repisa y estuvo a punto de tocar lo que ella creyó una simple figura de porcelana. Por fortuna, doña Galinda regresó con los billetes en lo alto, moviéndolos como si fuese un abanico y la señora Guillén se volvió, sonrió y recibió los billetes uno por uno. ¿Qué habría pasado si la afable señora hubiese extendido la mano y tocado a Kurst? ¿Qué habría hecho Kurst? El gato pensó que hubiese sido un juego divertido, dejar que la mano se acercara, que sintiera el frío de la porcelana, que la mujer lo tomara, lo llevara cerca de sus ojos para buscar en la base la etiqueta de la marca de Sèvres, para constatar que doña Galinda poseía objetos finos y no baratijas “made in China”. Y cuando la señora Guillén, saciada su curiosidad, estuviese a punto de dejar sobre la repisa de madera de cedro lo que ella consideraba una figura de porcelana, Kurst habría cerrado la actuación esponjándose y dando un maullido como si fuese una insistente chicharra. ¡Ah, habría sido un éxito actoral!, pero la mujer tuvo suerte y no fue más allá, porque había entrado a la casa no por el gato sino por el dinero de la tanda.
Fue entonces cuando Kurst ideó lo que debía hacer. ¿Quién en la casa lo trataba mal? Sólo Adolfo, Adolfito, el hijo menor de la familia Hernández Suárez. De doña Galinda nada podía decir. Lo mismo sucedía con don Galo, el viejo que recién se había jubilado, era un hombre afable, casi cariñoso con él. Temprano abría el cuarto que servía como bodega y donde cada noche lo metían para que durmiera, lo sacaba y, haciéndole cariños sobre su lomo, le servía un plato de croquetas. El gato era agradecido, se sobaba dos veces en la pierna izquierda de don Galo y luego, ya, se dedicaba a comer. Faustina, quien era la sirvienta, tampoco era grosera con él. Podía decirse lo mismo que de don Galo, le dispensaba un trato afectuoso. Doña Galinda lo adoraba. Cada temporada de frío le tejía chambritas, como si fuese un bebé, y las colocaba a manera de sobrecama sobre el cojín que tenía la cesta de mimbre donde Kurst dormía. Sí, el único grosero era Adolfo. Si Kurst hacía el intento no recordaba un solo instante en que él hubiese sido, ya no digamos amable, un poco respetuoso. Cuando Kurst estaba más pequeño, una tarde en que Adolfo había acompañado a la caterva de sus amigos del colegio, uno de los niños, el que llevaba la gorra de beisbolista al revés, había sugerido (¡bonita sugerencia!) que atraparan al gato y que, como parte del juego, le amarraran la cola con una cuerda y lo colgaran en una rama del árbol de jocote. Kurst había visto a Adolfo de inmediato, lo había hecho en espera de que él dijera que no, esperaba que propusiera otro juego, ¡habían tantos juegos para jugar!, pero ¡no!, Kurst vio con desilusión al principio y con coraje al final que Adolfo dijo que sí y fue a la bodega (al lugar que era como la casa del gato) por una cuerda fina, resistente, para colgar al gato de la cola. Kurst, como pudo, trepó al árbol que los niños maldosos emplearían para colgarlo, se acercó a la ardilla que siempre comía avellanas y se camufló de tal manera que cuando los niños vieron volar una ardilla de una a otra rama no imaginaron que era el gato camuflado. La visión de las ardillas hizo que los niños olvidaran la idea macabra de colgar a Kurst y entender que la ardilla, tan veloz, tan sagaz, nunca sería objeto de sus juegos perversos. Kurst vio desde lo alto de la rama más alta como los niños cambiaron de idea y la cuerda les sirvió para atar a uno de ellos (al que hacía de ladrón) y conducirlo a la bodega (que sirvió como prisión). Por eso, cuando imaginó lo que a la señora Guillén le provocaría tocar lo que ella consideraba una figura de porcelana, decidió que le haría una broma al tal Adolfito. La noche del viernes, a la hora que Adolfo ya había apagado la lámpara del buró, había levantado ambas piernas para liberar las sábanas y colchas debajo del colchón, a fin de que sus pies pudieran permanecer calientes durante toda la noche, Kurst se camufló en hoja de papel y pasó por debajo de la puerta; ya adentro del cuarto se mimetizó en aire y voló hasta el buró donde se convirtió en reloj despertador. Así permaneció toda la noche, moviendo la cabeza a la izquierda y a la derecha, cada segundo, hasta que llegaron las cinco de la mañana, hora en que comenzó con su alarido de despertador. Adolfo, quien dormía al lado contrario, se volvió, con la mano buscó a tientas el despertador sobre la superficie del buró. Su mano chocó contra un frasco de pomada que su mamá le ponía todas las noches para evitar el dolor de brazo que a veces le molestaba, siguió buscando hasta que dio con lo que él creyó era el despertador. Su mano se paralizó cuando halló una superficie llena de pelos, curva, enorme, de rata, ¡de rata enorme, gigantesca! Adolfo retiró la mano, golpeó contra la lámpara, ésta cayó, se quebró. Kurst saltó sobre la cara de Adolfo y la rasguñó, patinó sobre ella en intento de regresar al buró. Adolfo creyó que no era rata, que era un león y se desmayó.
Ante el ruido los papás acudieron de inmediato, se alarmaron al ver el tiradero, al hallar a su hijo con la boca doblada como si fuese una sardina enlatada. El médico (horas después) dijo que la pérdida del habla había sido por un impacto mental demoledor. ¿Qué le había pasado antes de dormir? La mamá decía que nada especial, ella le había puesto su pomada, como todas las noches, le había hecho la señal de la cruz sobre su frente, lo había besado y había cerrado la puerta con cuidado, como todas las noches. Ella había escuchado el clic de la lámpara a la hora que su hijo apagó la lámpara. Debe haber tenido una pesadilla brutal, sentenció el médico. Kurst sonrió, se acercó a las piernas de don Galo y se sobó una y otra vez en su pierna izquierda. Don Galo bajó la mano y lo acarició, mientras daba órdenes de que buscaran en el directorio telefónico a una enfermera que llegara para cuidar a su hijo.
martes, 27 de septiembre de 2016
COMO EL AGUA CUANDO SE EVAPORA
Admiro a los chefs, a los boleros, a los artistas que pintan sobre el piso. Los admiro porque no buscan la gloria de la inmortalidad. El chef prepara un platillo exquisito y media hora después el comensal ya le dio una muerte dulce. Lo mismo sucede con la labor del bolero, después del ritual en el templo, el recién casado termina con los zapatos vomitados por un compadre que se excedió en tragos. ¿Y qué decir de esos artistas que, con gises de color, pintan increíbles dibujos, mismos que después de un aguacero quedan convertidos en nada? Las obras de los chefs, boleros, artistas mandaleros y mil oficiantes más quedan convertidas en nada después de un cierto tiempo.
Por lo mismo, también admiro a los fotógrafos, a los cineastas y a los escritores, porque son quienes se encargan de dar testimonio que, una tarde, el chef fulano de tal ofreció una tostada con flor de calabaza al gratín. Asimismo, el fotógrafo es quien toma la placa que demuestra que Juan eme tuvo los zapatos bien boleados y la novia el vestido impecable (porque el compadre borracho también salpicó el albo vestido de la recién casada).
Admiro a los escritores porque son ellos quienes consignan, para la posteridad, las historias de esos hombres que dedican su vida a realizar obras perecederas, fugaces.
¿Qué muestra de mayor humildad en el pescador? En la madrugada sube a su barco, se interna en el mar (aún con el riesgo de una tormenta), lanza su red y regresa a la playa, sudoroso (aguijoneado por los rayos del sol inclemente del medio día), con la pesca lograda. Guarda los pescados en una cubeta y los lleva al mercado donde vende el producto. La genialidad de Hemingway logró dar cuenta de la grandeza miserable del pescador en “El viejo y el mar”. ¿Qué llevó el viejo a la playa después de una batalla infinita? Llevó despojos, él mismo fue un despojo, un harapo. ¿Quién hubiese reconocido tal hazaña? Fue necesario que Ernest tomara la máquina mecánica y diera luz a la sombra.
¿Y las putas que permanecen en las esquinas y se acuestan con borrachos en cuartos de moteles apenas iluminados por el letrero fluorescente? ¿Y los que hacen artesanías con barro o con cáscara de coco? ¿Y los taxistas y choferes de tráileres? Sus oficios son oficios de albañal, donde el agua de su labor se diluye, se hace hilo que se rompe, se hace nada.
Lo mismo sucede con los oficinistas y con los delirios de los poderosos. Todo se vuelve nada. Sólo perdura la creación de unos cuantos. El papa que mandó a pintar la capilla sixtina ya cumplió la sentencia bíblica y regresó al polvo. Por el contrario, la obra de Miguel Ángel está incólume, grandiosa. En estos días se presentan réplicas de esa obra monumental en la ciudad de Puebla. Ya, en la Ciudad de México, se montó una estructura, con escala uno a uno, de ese prodigio. La obra de los creadores está cerca de la línea infinita. Pero, ¿quién vale más: el modesto artesano o el fotógrafo renombrado? ¿El que trabaja con la conciencia de que todo acaba o el iluso que sueña con la inmortalidad?
A veces voy a los panteones y descubro muchos nombres en las lápidas. Nombres que nada me dicen. Amigos que han ido a París me cuentan que en el cementerio de Montparnasse todo es como muy conocido, como íntimo, como inmortal, porque las tumbas están llenas de nombres famosos. Son personas que ya son polvo, pero que sus nombres traspasaron la línea de la inmediatez. ¿Tiene alguna importancia?
Admiro a los hombres que, de manera anónima, conscientes de que su obra es frágil, ponen su vida entera al servicio de ese oficio. Admiro a los que venden cachitos de lotería; a los que, en las esquinas, ofrecen naranjas con chile en polvo; a las que, en su casa, pedalean sobre viejas máquinas de coser; a las alumnas que, con el escote abierto, se acercan al escritorio del maestro para pedir otra oportunidad en el examen reprobado. Admiro a los viejos que dan de comer a las palomas en las plazas; a los que despachan gasolina; a las que cortan el cabello en sus estéticas de sillas frágiles; a los que cargan maletas en los andenes; a las que corren todas las mañanas, bien sea para llegar a tiempo a la maquiladora, o como ejercicio.
Admiro a todos aquellos que se dedican a oficios simples, oficios que construyen puentes de día que se consumen al llegar la noche.
lunes, 26 de septiembre de 2016
LOS JUEGOS DE LA VIDA
Hay un juego en el Facebook que se llama: Si tu vida fuera un libro, ¿quién sería el escritor? Y es como un horóscopo, donde todos los Aries tienen el mismo destino. He visto a dos amigas que les tocó Gabriel García Márquez como el narrador de sus vidas. Las dos demostraron emoción. Imagino que el juego electrónico tiene en su base de datos a los escritores más connotados del mundo y de ahí la ruleta elige a uno al azar. Mis dos amigas, fascinadas, me dijeron que les había tocado un premio Nobel de Literatura. ¿Por qué no lo hacés?, me dijeron.
¿Mis amigas reflexionaron en lo que el juego vaticinó? No lo creo, porque las conozco a ellas y sé que la imaginación de Gabo no corresponde a sus personalidades. X y Y (las llamaré así para no dar pistas de sus nombres verdaderos) no tienen nada que ver con el realismo mágico. No tienen nada que ver con mujeres que levitan, ni con mujeres a las que les da el mal del olvido. No tienen nada que ver con las putas tristes.
El juego se me hace interesante, como cualquier juego que estimule la imaginación. Pero es un fraude desde el instante que es la imposición estilo maquinita de Las Vegas. Me da roña pensar que me tocará el mismo escritor que le toque a Juan Ñ o a Romeo Z, cuando, todo mundo sabe, que Juan Ñ no tiene nada que ver conmigo.
Si de veras jugáramos al juego: Si tu vida fuera un libro, ¿quién sería el escritor?, la posibilidad debería hacerse al contrario; es decir, habría qué elegir al escritor favorito y, a partir de ahí, escribir una relación con los rasgos de la personalidad y con momentos importantes vividos, para que el escritor jugara a escribir la novela de la vida.
Así, entonces, me dirijo al lector de esta Arenilla y le pregunto: ¿Cuál es tu escritor mexicano favorito? Digo, para no aparecer malinchista, lo más recomendable (en un juego inicial) sería elegir a un paisano. ¿La Poniatowska? ¿Ángeles Mastretta? ¿Juan Villoro? ¿Héctor Cortés Mandujano? ¿Fernando del Paso? ¿José Agustín? ¿Laura Esquivel? ¿Xavier Velasco? ¿Silvia Molina? ¿Nadia Villafuerte? ¿José Martínez Torres? ¿Ethel Krauze? ¿Jorge Volpi? ¿El poblano Pedro Ángel Palou? ¿Sergio Pitol?
¿Ya tenés el nombre de tu escritor favorito, el que se encargará de escribir la novela de tu vida?
Muy bien. Ahora debés proceder a decir tu edad, sexo y lugar de residencia, para, luego, elaborar la relación de rasgos de carácter. Por ejemplo: Soy tímido; me gusta comer panes compuestos; camino por las tardes; no me gustan los gatos, pero adoro los perros (también las perras); juego fútbol; tomo cerveza con botana los sábados; las mañanas de domingo las empleo en ver futbol por la televisión; y diez o doce características más, incluidas las de tener la costumbre de morderse las uñas y de ver cine mexicano todas las noches.
¿Ya hiciste tu lista?
Perfecto, ahora es preciso anotar unos diez o doce instantes decisivos en la vida. Por ejemplo, la mañana en que tu papá te soltó en la resbaladilla y vos caíste de bruces y te lastimaste la cara (y comenzaste a odiarlo); la tarde en que tu mamá no supo decir cuánto te quería como respuesta a la pregunta de Marlene, la chica que, en ese momento, era tu novia (y comenzaste a odiarlas); el momento en que el maestro de natación te aventó desde el trampolín de diez metros; la noche en que Irene exigió que te pusieras condón y vos te palmeaste las bolsas del pantalón, sabiendo que nunca comprabas preservativos; el día que te casaste y llovió y tu futura esposa lloró porque su vestido se manchó de lodo; la mañana en que te invitaron a Los Pinos, la residencia presidencial, y no fuiste y te quedaste en el hotel porque te dio una infección estomacal que te mantuvo sentado en la taza del baño todo el día; la noche en que entraste, por primera vez, al Palacio de Bellas Artes y te deslumbraste con la actuación de un ballet de Cuba; el día que, en la Feria Internacional del Libro, conociste a Xavier Velasco y te arrepentiste de haberlo hecho, porque te pareció muy común, casi como el vecino borracho con el que siempre te topás cuando salís de casa.
Una vez hecho tal recuento, debés conseguir la dirección de tu escritor favorito (¿te decidiste por Juan Villoro?) y enviarle el material con la explicación anexa. A partir de ese instante no harás más que estar pendiente de que una mañana, como a las diez, toquen a la puerta de tu casa y salgás para recibir el envío por mensajería de un ejemplar de tu libro, de tu vida, escrita por Villoro. Si tu vida fuera un libro, el escritor sería Juan Villoro, porque vos así lo decidiste y él consideró que tu vida no era un desperdicio.
Ahora que, si los de mensajería nunca tocan a tu puerta, después de diez años, dirás que el juego no funcionó y será mejor optar por otro, por uno que se llama: “Si tu vida fuera azul, ¿cuál sería el gris de tu futuro?”
jueves, 22 de septiembre de 2016
DE LA SERIE: “PORQUE LA TELE TAMBIÉN BORDA NUBES” (2)
Acá está Isela. El símbolo sexual de los setenta: Isela Vega. La mención de su nombre catapultaba la hierba amarga de la adolescencia. Cuando el carro de promoción del Cine Comitán anunciaba que se exhibiría una cinta con ella como actriz principal, medio mundo hombre dejaba de hacer lo que hacía y cancelaba citas o las catafixiaba para verse en la función de las seis. ¿Cómo iba uno a dejar de ver una película con esa diosa, con la mamá de las pollitas eróticas del cine mexicano? Porque, habrá que decirlo, ella era la mera madre. La primera actriz que hizo un desnudo en el cine, la modosita de la María Félix, la inquietante Pilar Pellicer y las pichitas de Meche Carreño y Leticia Perdigón eran poco menos que aire contaminado al lado de la diosa: ¡Isela Vega! Norteña, bragada, grosera, encuerada. Todo mundo cinéfilo esperaba con inquietud un nuevo estreno, un estreno donde ella apareciera anunciada. Todo mundo sabía que la Vega mostraría su cuerpo sin pudor, porque ella no tenía la gracia de la sugerencia, ¡no!, ella aventaba el magistral par de pechos como si un chubasco de cuerpo sin anuncio previo (bueno, en realidad ya estaba bien anunciado, porque cuando el programa del cine decía que Isela actuaría, todo mundo sabía que se encueraría y que enseñaría ese par que, ya se dijo, era como los balcones donde el deseo asomaba de inmediato. Si los cinéfilos tenían suerte, ella, mar de miel amarga, dulce salado, también enseñaba su monte de venus. Ah, los cinéfilos éramos felices, sabíamos que toda la vida se concentraba en ese instante y reconocíamos que ahí estaba la cumbre más alta, el nicho más luminoso).
Pobres las comitecas de nuestra generación. Pobres, porque nosotros no dejábamos de hacer comparaciones. ¿Quién podía competir con la voluptuosidad de la Isela? ¡Nadie! Nuestras amigas eran modositas, envueltas en chales finos, bien habladas, finas. Isela era una yegua, una potra desempotrada. La amábamos con la misma intensidad con que la temíamos. Nadie (en sus cinco sentidos) habría soñado con acostarse con Isela. ¡Cómo, si era una mujer castrante, una mujer divina, una mujer que hacía cucaracha a cualquier hombre! Seguro que ella tenía que acostarse con algún amigo de Neptuno, con alguien que viviera en el Olimpo. Ella era para seres superiores, no para cositas humanas. Por eso, gracias comitecas lindas, porque ellas sí despertaban nuestros sentimientos más tiernos, las amábamos, las idolatrábamos. Pero lo que ellas nunca supieron es que a la hora de ir a dormir, a la hora de meternos debajo de las camas, nuestras manos (en movimiento automático), como serpientes, bajaban hasta nuestros genitales (por debajo de la pijama) y, con los ojos cerrados, veíamos la imagen de Isela recostada en una cama con cabecera de latón forjado. Isela diosa nos regalaba sus pechos perfectos con sus pezones de botón de rosa café. Ahí estaba el deseo, ahí estaba el sueño supremo. Ya al otro día, las comitecas bonitas volvían a tomar el lugar que les correspondía.
Sabíamos que ninguna comiteca hacía lo que Isela hacía, porque las cachorras no pueden compararse con las leonas (años después me enteraría que mis amigos -menos cinéfilos que yo- jugaban con sus novias los mismos juegos de la Isela y también eran unas potritas desenfadas. ¡Ah!, de haberlo sabido).
Y acá está doña Isela. Mujer que sigue siendo una de las actrices que más admiro. Y esto es así porque la Vega entendió que la naturaleza es implacable y dejó que las arrugas se colocaran orgullosas en ese orgulloso cuerpo. ¿Cuántas actrices recurrieron al cirujano para tratar de camuflar la edad? Muchas. Isela ¡no! Ella dejó que su cuerpo se llenara con arrugas y las enseña con el mismo desparpajo que mostró sus tetas y su mata de pelo negro, negrísimo, calentísimo, adoradísimo.
Ahora, doña Isela actúa en papeles de vieja, de vieja cabrona, porque, habrá que decirlo, no le quedan los papeles de mujer abnegada, ella sigue la misma diosa de roca que fue siempre, pero ahora, ¡qué bueno!, ya no enseña chichis, ahora muestra lo que tiene adentro. Por esto, Isela sigue siendo una de mis consentidas. Ahora, imagino, sus pechos son dos enormes manzanas pasa, chupadas, arrugadas. Pero ¿cuál es el problema? Si quiero recordarla impecable, absoluta, rotunda, cabroncísima, calentísima, me basta entrar a youtube y ver “La viuda negra” para ver cómo Mario Almada, que hace el papel de cura, queda sorprendido ante ese cuerpo maravilloso. La Isela se coge a don Mario, porque lo atrapa con su telaraña infinita. ¡Dios mío!, si la Vega se cogía a los curas, ¿qué podía esperarse con los demás, simples mortales? Isela se cogió a millones de espectadores calenturientos y todos éstos fueron felices, aunque fuera por un ratito, en medio de un sueño.
Isela sigue siendo una de mis consentidas. Nada hizo para impedir el paso del tiempo. Ahora es una vieja, casi anciana, que sigue dando cuerda. Vieja cabrona, vieja chingona, vieja maravillosa, sin pelos en la lengua (en realidad, los que quedaban con los pelos en la lengua eran los otros, Mario Almada, en el papel de cura, sin duda).
martes, 20 de septiembre de 2016
PUENTE SOBRE EL RÍO DE COMITÁN
Comitán no tiene río, apenas un hilo de agua sucia que llamamos Río Grande. El Río Grande, ya Óscar Bonifaz lo dijo: ni es río ni es grande. No obstante, en esta fotografía, está un puente. Un puente, como esos colgantes de Chamic, como esos que van de una a otra orilla del río Sena. Un puente que une dos orillas inadvertidas.
¿A quién se le puede ocurrir construir un puente que vaya de la Tierra a la Vía Láctea? ¡Es un proyecto imposible!, dirán muchos. Pero hay personas que sueñan con construir puentes. Hay muchos soñadores. Pero los soñadores son prescindibles. Los imprescindibles son los que sueñan los sueños y les echan mezcla y les tienden cuerdas y les adosan tablones para que los puentes sean realidades. Los imprescindibles son los que posibilitan que otros, poco soñadores y poco constructores, pero con curiosidad por saber qué hay del otro lado, crucen esos puentes.
Cuando las personas van en auto y cruzan el puente Chiapas, que une orillas en la presa Malpaso, todo mundo se sorprende ante ese prodigio que es una línea sobre el agua, pero a nadie le interesa saber el nombre de los constructores. Esos nombres son nombres que se ahogaron en el instante que ahogaron los cimientos en cemento.
El puente que acá se ve es como una línea que va de un lado a otro. Por fortuna sí sabemos los nombres de los cimientos. Una base del puente se llama Óscar y la otra se llama Manolo. Óscar Bonifaz y Manolo Morante forman el puente. Ninguno de los dos es más o menos importante que otro. Los puentes tienen esa característica: los anclajes de ambas orillas son necesarios e imprescindibles. Sin la presencia de Óscar este puente no existiría; lo mismo puede decirse: sin la presencia del ojo fotográfico de Manolo el mundo estaría como ausente.
Manolo se dedica a captar a personajes y monumentos de Comitán; lo hace desde hace poco tiempo. Una tarde pensó que sería bueno hacer una bitácora de personajes y de instantes; pensó que a través de sus imágenes podría realizar un registro del Comitán contemporáneo. ¡Está en lo correcto! Tan es así, que acá, en este puente, logró una imagen que difícilmente se repetirá. Óscar, como si fuera Diógenes, tiende un haz en pleno mediodía. ¿Por qué Óscar lleva una lámpara en la mano si la luz que se derrama en Comitán es generosa? ¿No le basta esa luz para hallar lo que busca, lo que a los hombres de todos los tiempos se les escurre entre el vacío y la plenitud? Diógenes andaba con la lámpara encendida buscando “un hombre honrado y aún con el candil encendido no podía hallarlo”. ¿Qué busca Óscar que ni la luz en cascada le alcanza para hallar la cosa buscada?
Uno no puede saber qué luces y sombras habitan en los cerebros de las personas. Tal vez Óscar lleva esta lámpara por cuestiones prácticas, tal vez la lleva porque en el Teatro de la Ciudad se le cayó una moneda en un hueco oscuro del escenario; o tal vez la lleva porque la lámpara tiene un nombre: es “Una lámpara llamada Rosario”. Óscar, como si fuese integrante de una cofradía, de esos que jamás abandonan el rosario porque lo rezan todas las tardes, ha sido fiel a la memoria de Rosario Castellanos y la lleva a todos lados, a todas horas.
Acá hay un puente, un puente sobre un río que se desborda en nubes y en aire. Un cimiento se llama Óscar y el otro se llama Manolo. A la usanza de clásico chiste del político que promete hacer un puente, cuando alguien del pueblo grita: “No tenemos río”, Manolo dice: “Haremos el río”. Acá está el puente. Falta hacer el río. El río ya es lo de menos. El puente era el difícil. Para lo otro basta esperar que llueva, que llueva mucho, para encauzar el agua por debajo de este puente.
¿En qué otro instante Manolo captará a Óscar llevando una lámpara en la mano? Tal vez ya nunca. Óscar, lámpara de inagotable palabra; Manolo, lámpara de inagotable imagen.
Acá ¡hay un puente!
lunes, 19 de septiembre de 2016
DE LA SERIE: “PORQUE LA TELE TAMBIÉN BORDA NUBES” (1)
Una noche, Eugenia León cantó Comitán. Cantó la canción de Roberto Cordero Citalán, esa que dice: “…Comitán, Comitán de las flores, donde están mis amores, los que quieren de verdad…”. Muchos cantantes han interpretado esta famosa canción. En el plano local, todos los grupos de marimba la tienen en su repertorio. La Estudiantina de la Preparatoria, de los años setenta, no la tenía en su relación de canciones y cuando fue a Casa de Gobierno a cantarle las mañanitas a la esposa del gobernador estuvo a punto de caer en descrédito, porque la señora, satisfecha por la calidad de la estudiantina, se sentó a mitad de la sala y pidió ¡Comitán! Eh… el director de la estudiantina, con la pena, estuvo a punto de decir: “No la tenemos puesta”, pero Ramiro Domínguez (qepd), quien era un excelente guitarrista, jaló una silla a mitad de la sala, subió el pie izquierdo sobre el asiento tapizado y con sus dedos hilvanó los primeros acordes. El director del grupo se limpió la frente sudorosa (por el calor tuxtleco e incrementado por los nervios), se paró frente a los integrantes, levantó las manos y comenzó a dirigir a la estudiantina, convertida en un símil de los niños cantores de Morelia. Todos comenzaron a cantar: “Comitán, Comitán de las flores…”. Al final, la señora se paró y fue a abrazar a Ramiro. El honor del pueblo había sido salvado. Ramiro había sido el héroe de esa mañana.
Los que saben dicen que, en México, hay tres voces femeninas contemporáneas que parten los cielos de la música: Guadalupe Pineda, Eugenia León y Tania Libertad (quien nació en Perú).
Eugenia cantó Comitán en una noche tuxtleca. En el video del canal 22, del programa Tocando Tierra, se ve cómo Eugenia está en una explanada en los altos de Tuxtla. Al fondo, como si fuera un vestido de luciérnagas, Tuxtla se derrama generosa y parece tenderse a los pies del genio de la cantante y de la inspiración del compositor. (Don Roberto Cordero Citalán se revolvería en su tumba si supiera que el Canal 22 puso que la canción Comitán se llama Comitán de las Flores y es de Dominio Público. Bueno, se ha cantado tantas veces y a los comitecos les significa tanto que dicen que es el himno de Comitán, así que los comitecos se la han apropiado como si fuera uno más de los aires que llegan de la Ciénega.)
Los ejecutantes musicales que llegan de otra parte saben que si quieren apachurrar el corazón de los comitecos y ganarse su cariño, al final de su actuación deben interpretar la canción Comitán. La gente aplaude; saca sus pañuelos, con los que, primero, se secan las lágrimas de emoción, y, luego, como si estuvieran en el estadio Santiago Bernabéu, los levantan y los mueven como palomas arrechas. La tarde de inauguración del Auditorio Belisario Domínguez, un pianista que acompañó a la mezzosoprano Cassandra Zoé, cerró el acto. Pobre la Zoé, el pianista se llevó la tarde. ¡Cómo no! Con todo el colmillo retorcido dijo a la audiencia que le haría un regalo, se sentó y, sonriente, comenzó a tocar los acordes de ¡Comitán! Los aplausos asomaron como cohetería en el cielo. La actuación espléndida de Cassandra no alcanzó tal cantidad de aplausos. Ya sabe la mezzosoprano que, para la otra, como cierre de su actuación debe cantar Comitán.
De las tres cantantes mencionadas, la que menos me gusta es Tania (perdón). No le aguanto más de dos canciones. A la tercera, como si fuese un melómano aficionado grito: “¡Otra, otra, otra!”, pero ¡otra intérprete! La disfruto con dos canciones. Ya luego me empalago. ¿Quién es capaz de comerse diez chimbos uno tras otro? Sí, Tania me empalaga. ¿Y Guadalupe Pineda? Me gusta más que Tania, pero menos que Eugenia. Sé que es cosa de gusto musical y ya los sabios dijeron que en gustos se rompen géneros y en géneros musicales se rompen gustos. Me gusta la voz de Eugenia, me place la León que borda nubes con los hilos del pentagrama y, ahora, cuando estoy contento busco su interpretación en youtube y me la bebo como si fuera agua fresca.
Una vez, hace años, Eugenia ganó un festival de la canción, realizado en Europa. Los chauvinistas inversos de siempre dijeron que le habían concedido el premio como consolación para México, porque recién había ocurrido el terremoto que botó, entre otros edificios, el Hotel Regis. Lo único que sé es que yo recuerdo una magnífica interpretación de la canción de Marcial Alejandro que se llama “Fandango” y que, como el título enuncia, es una bullanguería bien sabrosa. Eugenia, como si fuese un pájaro, se trepó a la rama más alta y ahí lanzó sus líneas de luz.
En la canción Comitán, Eugenia se hace acompañar de un acordeonista y de la marimba de las hermanas Gutiérrez Niño. A mitad de la canción, la León se echa un viva, un ¡viva Chiapas!
Algo debe haberle quedado a Eugenia de esa noche que cantó Comitán en Tuxtla. A nosotros, los comitecos, nos regaló una bella interpretación; interpretación que, debo decirlo, no conocen todos los habitantes de este pueblo. Su obsequio fue como un ramo de flores de tenocté. Y digo que algo debió llevarse en su corazón, porque ahora que la vi en el canal 11, ofreciendo una entrevista, hallé que en su sala tiene una marimba. ¿En cuántas casas de comitecos hay una marimba?
Llama mi atención que para celebrar las fiestas patrias, por ejemplo, en la Embajada de México en España hubo marimba. ¿Qué se escuchó en Tapachula? La voz de silbato desafinado de Paulina Rubio. Aplausos para el embajador de México en España; rechiflas para el gobierno del estado de Chiapas, el estado que debiera enorgullecerse de la marimba.
Por ello, Eugenia me cae bien, porque es un cenzontle y en la sala de su casa tiene un árbol de hormiguillo con forma de marimba. Y me cae más bien porque le regaló a Comitán una maravillosa interpretación de Comitán.
Quien no haya escuchado tal versión puede encontrarla en youtube. Lástima que el canal 22 no incluyó imágenes de Comitán. Las imágenes que aparecen son de pueblos chiapanecos. Para justificar tal yerro se puede decir, en una exageración afectuosa, que todo Chiapas es Comitán.
sábado, 17 de septiembre de 2016
CARTA A MARIANA, CON EL CIELO ABIERTO
Querida Mariana: Nada descubro si digo que hay días claros y días grises. El gran escritor Roberto Bolaño, en su novela 2666, dice que un día gris es como “una nube de mil kilómetros de largo”. El otro día, el cielo comiteco se oscureció con una nube inmensa, tan inmensa como la cola de un pavo real negro. Llovió, llovió mucho, horas y horas. Cuando dejó de llover, el cielo se aclaró y mostró una cara espléndida, limpia.
Pancracio dice que el cielo se abre cuando deja de llover, cuando esa nube “de mil kilómetros” se diluye; la tía Romelia dice que, de acuerdo con la Biblia, el cielo se abre cuando aparece el Espíritu Santo y desciende en forma de paloma.
Cuando fui niño, mis cielos siempre estuvieron abiertos. Si llovía, mi mamá cerraba la ventana de mi cuarto, encendía la lámpara del buró, tomaba un cuaderno, lápices de colores y me decía que dibujáramos paisajes con cielos azules y soles redondísimos, naranjísimos. Cuando dejaba de llover, mi mamá abría los postigos y yo veía un cielo claro, abierto, como si hubiese una ventana que dejara pasar la transparencia de la luz de la tarde. Nunca, que yo recuerde, hallé un cielo gris u oscuro. Todos mis cielos fueron luminosos, abiertos. Conforme crecí, los cielos, de vez en vez, se oscurecieron. Dicen que así es la vida. El otro día, una amiga me dijo que no quería que sus hijos crecieran, así, de cinco y seis años están bien. Estoy seguro que, por ahora, los cielos de esas criaturas están abiertos, son luminosos. Pero ellos crecerán y, es inevitable, sus cielos tomarán tintes grises.
Dicen que lo mismo sucede con la patria. Hubo un tiempo, cuentan, que sus mañanas eran limpias, diáfanas. Ahora, los cielos de este país se mueven en un rango de grises a oscuros impredecibles, rotundos, absurdos.
Rocío fue a Nueva York en agosto. A su regreso me trajo una postal del MET (Museo Metropolitano de Arte), con el siguiente mensaje: “Querido mío, Dante no lo dijo, pero éste es el séptimo círculo del cielo. Un beso”. El cuadro de la postal era un autorretrato de Vincent Van Gogh. El pintor impresionista que pintó los cielos más insólitos, los más bellos que jamás se pintaron y se pintarán.
¿De qué estaban formados mis cielos de infancia? Del cielo de mi cuarto, del cielo del Cine Comitán, del cielo del templo de Santo Domingo y del cielo cielo de pueblo. El cielo cielo del pueblo era, como hasta la fecha, un cielo limpio, apenas interrumpido por algunas nubes y por algunas líneas oscuras trazadas por los zanates; el cielo del Cine Comitán era de madera, cuando llovía se escuchaba la tronazón, era un cielo plano, de color amarillo chicle; el cielo de mi cuarto también era plano, cuando yo me acostaba bocarriba miraba cómo ese cielo era como un tablero de ajedrez. Mi papá había mandado a construir el plafón de mi cuarto con cuadrados de cincuenta por cincuenta centímetros, con fibracel. Los cuadros de las esquinas tenían huecos redondos. Imagino que era para que algo de aire circulara, el aire del tapanco. En realidad, por ahí pasaban las cucarachas y el polvo que removían las ratas que corrían en el techo. ¿Y el cielo del templo de Santo Domingo? Este cielo lo veía mientras comenzaba la misa, porque cuando el padre asomaba mi vista dejaba de ver hacia arriba y hacia el frente. Mi vista comenzaba a pasearse por las paredes, porque ahí, colgados estaban los cuadros pintados por el maestro Güero (Javier Mandujano Solórzano). El cielo del templo era como un manteado que protegía esos cuadros. El cielo del templo era como el resguardo de esa galería. Porque en Comitán, en ese tiempo, no había más sala de arte que la del templo. El padre Carlos, quien era el párroco de Santo Domingo, era un hombre culto. Cuando se hizo cargo del templo halló las paredes desnudas, con apenas unas cruces de madera que servían para que los fieles hicieran el ritual del viacrucis. Las paredes, altas y largas, a gritos pedían la presencia de imágenes religiosas, porque se sabe que los creyentes necesitan nichos para expresar sus pedimentos y sus agradecimientos.
El padre Carlos no se limitó a llenar de imágenes de bulto los nichos. Una tarde soñó que haría su capilla Sixtina a la comiteca y fue a visitar a su primo Javier, quien había estudiado pintura en la Ciudad de México. El maestro güero (amigo íntimo de Rosario Castellanos) aceptó el encargo y pintó lienzos de gran formato para que se integraran a los muros del templo. La mayoría de cuadros representaba imágenes donde estaban los santos y vírgenes en medio de un entorno lleno de luz y de vida. Esos cuadros compensaban la rigidez de las imágenes de bulto que, siempre, se presentan completamente inmóviles. Las pinturas del maestro güero (gran artista académico) estaban llenas de movimiento (condición indispensable de las obras de arte). El padre Carlos halló en el talento de su primo el cauce ideal para llenar de obras de arte sacro esas paredes vacías. De esta manera, el sacerdote se convirtió en el gran mecenas y el maestro Javier jugó a ser el Miguel Ángel comiteco.
Hoy sé que tuve grandes cielos en mi infancia. Los cielos de los salones de la escuela no fueron tan llamativos, a veces se convertían en losas enormes sobre mi cabeza, sobre todo cuando aparecía el molestoso que me chantajeaba con que si no le daba los veinte centavos de mi gasto me madrearía. El cielo de la escuela nunca fue un cielo grato. Pero, en compensación, los otros cielos que te he mencionado, mi niña querida, sí fueron cielos llenos de luz y de pájaros. El cielo de mi cuarto, el del Cine Comitán, el del templo y el cielo cielo de mi pueblo, fueron los cielos más afectuosos que niño alguno pudo tener. Me encantaba ir al parque o al cine acompañado de mis papás. Caminaba chento, de la mano de mi papá, por las avenidas llenas de árboles del parque central; asimismo, cuando me sentaba en una butaca roja del cine y miraba la vastedad de ese espacio sentía que ese cielo era el lugar donde había más estrellas (aparte de las que se presentaban en la pantalla, como María Félix y Dolores del Río).
Estos cielos que te cuento fueron los que más me definieron. Bajo el cielo cielo del pueblo jugué en el parque y en el sitio de mi casa. Estos dos espacios fueron los más bellos. Solo, o acompañado de mis papás, me sentía pleno. En el sitio de la casa me tiraba en el piso, bocarriba y jugaba el clásico juego de buscar forma a las nubes: un venado, un león, ¡un hipopótamo! ¿Dónde, dónde?, decía mi papá y yo señalaba y él decía que sí, sí, aunque fuera mentira, aunque él viera otra cosa, porque es muy difícil que dos personas coincidan con lo que ven al frente. Hay gente que mira un unicornio cuando el otro (o la otra) no mira más que un caballo triste. El otro cielo que me definió para siempre fue el cielo del Cine Comitán. ¿Cómo era posible que, en nuestro pueblo olvidado, tuviéramos al alcance de la mano a los artistas más grandes del cine mexicano? En ese tiempo las historias ahí contadas abrían una gran ventana en la pared oscura del pueblo. En Comitán todo era tan común, tan simple. Incluso (perdón) las historias de fantasmas que Sara contaba por las tardes al amparo de la brasa del fogón, en la penumbra de la cocina, eran bobas, comparadas con las historias que vivía Santo, el enmascarado de plata. ¿Por qué en las leyendas del pueblo no había alguna nave interplanetaria de donde bajara un grupo de hombres verdes y cabezas enormes? No, en el pueblo nunca nadie había visto un vampiro, lo más que aparecía era un murciélago escuálido que cagaba las paredes durante las noche. El cielo del cine estaba lleno de zombis (antes de que el cine norteamericano y las series de televisión los pusieran de moda). A veces, cuando salíamos del cine, a las nueve de la noche, y mi mamá me cerraba el abrigo hasta el cuello, yo imaginaba que lo hacía para que Drácula no pudiera clavarme sus colmillos. La casa estaba a dos cuadras del cine, a media cuadra del parque, pero yo miraba que la calle era interminable y descansaba hasta que entraba a la casa, porque creía que detrás de algún árbol del parque estaba oculto uno de los monstruos que habíamos visto en la pantalla del cine.
Y el cielo que más abonó para mi amor al arte fue el cielo del templo de Santo Domingo. Los cuadros pintados por el maestro güero fueron el museo que tuve a la mano. Mientras el padre levantaba la hostia y decía: “Tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo…”, yo bebía con pasión irrefrenable esos colores que hacían más amistosos esos muros húmedos y fríos.
Posdata: Mi infancia estuvo llena de días claros, cielos espléndidos. Ahora, los cuadros del artista están desperdigados. Cuando el padre Mejía llegó a hacerse cargo del templo los retiró. Eran otros tiempos. Los cuadros del maestro güero, un artista comiteco excepcional, se echan a perder. En el Salón Lino Morales hay dos o tres de esos cuadros, ahora están todos ahumados, porque lo que fue un salón de conferencias, ahora es una fonda que vende tacos de carne asada. ¿Comed todos de él, porque este es mi cuerpo? Y dicen los que saben, que se verán cosas peores.
jueves, 15 de septiembre de 2016
UN VETERANO DE GUERRA
Al tío Abundio le servían la comida en un plato de aluminio. Contaba que había participado en la guerra y juraba que ahí se había acostumbrado porque el ejército usaba platos de aluminio. La tía Eusebia decía que era cierto, que había visto en las películas de guerra cómo en los comedores militares usan vajilla de aluminio. La abuela Abundia quiso implementar tal práctica en la casa y generalizar el uso de platos de aluminio, porque Martha siempre rompía las tazas y platos de porcelana, pero el tío no lo permitió, dijo que ese privilegio estaba destinado a los veteranos de guerra, no podía darse tal trato a cualquier individuo. Implementó, como si fuese una orden militar, que “los de tropa” comieran el platos de plástico.
Juan dudaba de la veracidad del dicho del tío. ¿Cómo juraba haber participado en la guerra si era un soberano cobarde y un gran inútil? Porque, en los últimos tiempos, el tío se la pasaba leyendo periódicos, durante la mañana, y jugando billar con sus amigos, por las tardes. Además, estaba en la memoria de todos los de casa aquella tarde en que un delincuente saltó la barda. El tío se escondió debajo de la cama, mientras Martha y Lucía, las sirvientas, tomaron las escobas y un machete y lograron asustar al delincuente, quien fue atrapado a dos cuadras, por los primos que, ya con pistolas en mano, corrieron a buscarlo. Cuando le preguntaron al tío por qué se había escondido debajo de la cama, él pretextó que los veteranos de guerra son crueles y deben reprimirse para no hacer picadillo a los malhechores.
Además, ¿de cuál guerra hablaba el tío? No pudo haber participado en la revolución o en la guerra cristera, porque cuando se dieron estas batallas el tío ni siquiera había nacido. Juan decía que, tal vez, había sido en la guerra de Vietnam, porque hubo un lapso, dos o tres años, que el tío desapareció de casa y corrió el rumor de que había ido al otro lado. ¿Se había dado de alta en el ejército norteamericano? ¿Había combatido defendiendo la bandera de Estados Unidos?
¡Mentira!, gritaba Pablo, y, para dar sustento a su dicho, comentaba que el tío era incapaz de decir alguna palabra en inglés. Pablo decía que el compadre Hermisendo le había dicho que el tío Abundio nunca fue a Estados Unidos, quiso hacerlo, pero cuando vio la dificultad de lograrlo, decidió volver. Pero, a mitad de camino, lo pensó mejor. Recordó que en Veracruz vivía Rosa, una novia que le había jurado amor eterno. Tomó un camión y fue a Veracruz y se dedicó a buscar a aquella antigua novia, hasta que la halló. Ella, casualidad de la vida, recién se había separado de un esposo desobligado y pendenciero y dio entrada a su casa y a su cama al tío Abundio. Rosa era dueña de una palapa donde ofrecía cocteles de camarón y de pulpo. El viejo Abundio, según el decir de Hermisendo, comenzó a ayudar con gran atingencia en la atención de los clientes, pero, al mes, le brincó su natural y olvidó sus buenos propósitos, se recostaba todas las mañanas en una hamaca y leía la prensa y, en la tarde, a la hora que los empleados lavaban el piso y los platos, él tomaba su sombrero y se dirigía al centro de la ciudad para jugar billar. Pablo decía que Rosa se fastidió de mantener al viejo y una tarde en que estaba anunciado un huracán, ella, a la vez de colocar protecciones a los ventanales, colocó a media calle la maleta del viejo y le dijo que se apurara a largarse porque el temporal estaba a punto de llegar y le dio un boleto que lo envió de vuelta al pueblo donde la tía abuela Abundia lo recibió con la misma emoción con que fue recibido el hijo pródigo. Fue tal el gusto de la abuela que, al día siguiente, le organizó una comida a la que invitó a todos los familiares. En esa comida, a la hora que ya el sol declinaba y las botellas de licor habían quedado vacías, el tío se paró, se apoyó con ambas manos sobre la mesa y agradeció el magno recibimiento, recibimiento que sólo se destinaba, dijo, a los veteranos que, como él, habían dado prestigio al pueblo que los vio nacer. Ahí fue donde nació el mito de su intervención en la guerra. En la mañana del otro día llegó a la cocina y le dio un plato de aluminio a su esposa. Le dijo que en el comedor del ejército ahí le servían su desayuno y lo había conservado como un recuerdo de esa época en que el valor había sido un callejón de la patria. La tía tomó el plato, lo lavó y, con una piedra pómez, borró el logotipo que tenía en la base y que decía: “Palapa Rosa. Tradición veracruzana desde 1956”.
Juan siempre dijo que al viejo le iba bien lo de veterano, se había pasado toda su vida botado en hamacas y jugando billar.
miércoles, 14 de septiembre de 2016
HUMÍLLAME, PERO NO ME DEJES
Se trata de humillar al otro.
Juan prende la televisión, mientras su esposa prepara la botana. Desde la cocina pregunta si quiere guacamole. Juan dice que sí, con tostadas. Juan ya tiene lista la cerveza en la mesa de centro, la sirvió en un tarro que sacó del congelador. El partido de fútbol soccer está a punto de comenzar. Es un partido de liga mexicana, de esos que, con frecuencia, terminan cero a cero.
Pero, en esta ocasión, el partido será inolvidable. El partido terminará cuatro a tres. El equipo azul anota el primer gol. Juan le va al equipo amarillo. Cuando el azul anota, Juan golpea contra el descansabrazo del sofá. Toma un sorbo de cerveza, largo, sostenido, para compensar el coraje. Le pide otra cerveza a su esposa, quien sigue en la cocina dorando tostadas. Juan dice que el amarillo conseguirá el empate. Un gol nada es.
Se trata de humillar al otro. Porque en la pantalla se ve cómo el anotador del equipo azul, después de anotar el gol, corre hacia la tribuna y se golpea el pecho, como si fuese un simio a mitad de la selva. La señal es para decir a los que tienen playera amarilla que el azul es su padre. Los amarillos en la tribuna levantan el brazo, lo doblan, luego avientan envases de cerveza sobre la humanidad del simio goleador. ¡Soy su padre!, dice el simio a través de la señal (lenguaje con el que los simios se comunican). ¡Chinga tu madre!, dice el amarillo, también a través de señales simiescas.
Juan bebe su cerveza. Desde la sala de su casa, al filo del sofá, alienta a los amarillos a que anoten el gol de empate y, luego, remonten el marcador y demuestren quién es el padre. Pero, cinco minutos después, un jugador azul hace la travesura y anota otro gol. El marcador se mueve: Azules: dos; Amarillos: cero. Y el anotador del gol repite la acción del compañero anterior, corre como venado enfebrecido, con las manos hacia arriba, llega frente a la tribuna donde hay espectadores azules y amarillos, y, a media asta, levanta los brazos y los jala, en una señal inequívoca de “Se las metí”. La respuesta de los amarillos es la misma. En medio de la frustración por los dos goles mientan madres y avientan vasos llenos de cerveza, empujan a los aficionados azules, los retan. Juan golpea el mueble y patea la mesita de centro. El tarro se cae. La esposa se asoma desde la cocina y pregunta qué pasó. Juan nada dice. Se levanta, va al sanitario, orina, regresa a la cocina, abre el refrigerador, saca otro tarro y otra cerveza. Nada dice, mientras su esposa dora más tostadas y pregunta si ya sirve el chicharrón de hebra. Juan abre la lata, bebe un sorbo y el resto lo sirve en el tarro. Se sienta. Sigue alentando al Amarillo. Como si estuviese al lado de un amigo comenta: “Son dos apenas. El Amarillo es capaz de anotar tres o cuatro. ¡Fácil!”. La esposa vuelve a asomarse. No le sorprende que Juan hable solo, que se pare y, como si fuese el entrenador, dé indicaciones de qué debe hacer el delantero amarillo. Es el comportamiento normal de todos los domingos.
¡No puede ser! Cinco minutos después, un jugador azul “roba” el balón a mitad de la cancha, dribla a un defensa amarillo, hace lo mismo con el portero y anota. ¡Tres a cero! Todos los aficionados azules levantan los brazos a media asta en la tribuna y jalan sus brazos, en señal inequívoca de “¡Se las estamos metiendo doblada, triplicada!”. Los ofendidos amarillos interpelan a los azules, se empujan, hay amagues de golpes, hay golpes. Los aficionados se retiran, abren el círculo y dejan que dos aficionados opuestos se trencen a golpes sobre los asientos. Son como simios.
Mientras tanto, en la cancha, las acciones siguen. Ya la primera parte del encuentro está a punto de concluir. Los jugadores irán a los vestidores. Los azules recibirán la indicación de que defiendan el triunfo; los amarillos saldrán dispuestos a anotar, a alcanzar al azul, a vencerlo.
Juan ya ha tomado cuatro cervezas. Su cara está colorada por efecto del alcohol y por el coraje. Su equipo va perdiendo. Está molesto. Ya no responde a la pregunta de su esposa si quiere sopa de frijol, con crema, totopos, queso y chile siete caldos. La esposa le sirve en un tazón y le lleva otra cerveza. Ella también abre una lata y bebe. Se sienta. Verá la segunda mitad del partido. Como siempre, procurará no hacer comentarios. Reconoce cuando Juan está molesto, ¡enchilado!, sin haber probado el siete caldos.
Se trata de humillar. Los tres goles azules han humillado a todos los miles de aficionados amarillos que están en el estadio y a los millones que ven la transmisión desde las salas de sus casas.
La segunda mitad empieza. Juan repite la clásica sentencia de ¡Sí se puede!, y le dice a su esposa que sus amarillos son capaces de empatar y de remontar el marcador. En realidad son los padres de los azules. Ella nada dice, bebe un sorbo de cerveza. Le sube volumen a la televisión.
Y en un indeterminado minuto, un amarillo avanza por el lateral izquierdo, dribla a un azul, patea el balón al centro donde un compañero se tiende de palomita, martilla con la cabeza y logra conectar el balón que supera la estirada del portero y se incrusta en las redes. ¡Gol del amarillo! Juan se para, levanta los brazos y golpea el piso con sus pies, en una cómica danza ritual. La esposa también celebra. Va a la cocina y trae el plato con tortillas y chicharrón de hebra. Hay que celebrar el gol. “¡Vamos por el otro!”, grita Juan.
Un amarillo se mete a la portería contraria y saca el balón. Los amarillos tienen prisa, quieren que el balón vuelva al centro del campo. Irán en busca del segundo gol, el que los acerque al empate. Y el prodigio se da, porque, diez o doce minutos después, un delantero amarillo dribla a un defensa azul, levanta la mirada, observa que el portero está fuera de su área y, con fuerza, pero con gran tino, patea el balón, mismo que vuela por encima del portero y entra a la portería justo a la mitad. En cuanto el delantero amarillo ve que el balón entra a la portería contraria corre hacia la tribuna y repite las mismas señales que el azul hizo cuando anotó el tercer gol. Los amarillos están a un gol del empate. Los aficionados azules comienzan a extraviar su soberbia. Ahora son los amarillos quienes levantan los brazos y se golpean en el pecho, ahora son ellos los padres, ahora es Juan quien ha cambiado de color su coraje, quien grita, como si estuviese en el estadio: “Piches azules, los amarillos somos sus padres”. Y pareciera que sí, cuando menos en esta ocasión, porque ahora un tiro de esquina sobrepasa la defensa y llega hasta donde un amarillo baja el balón con el pecho y, sin dejar que toque el piso, con la pierna derecha, le pega con tal precisión que lo coloca donde “las arañas tejen sus redes”, en un esquinero de la portería. El comentarista de la televisión se desgañita y deja que la o de gol se estire como si fuera liga: ¡Gooooooooooooool! El partido está empatado tres a tres. Los azules no pueden creerlo. Los amarillos, quienes habían escondico su soberbia cuarenta minutos antes, han abierto la ventana y la refriegan sobre los azules que, ante la impotencia, no les queda más que responder con golpes y con frustradas palabras violentas.
Juan suelta su cuerpo, avienta las piernas hacia adelante, luego las vuelve a poner en posición tensa, asegura que el Amarillo meterá otro gol y les demostrará a los azules quién es su padre. El Amarillo mandará a chingar a su puta madre al azul. Y el milagro se cumple. Un jugador azul que no entiende cómo ahora están empatados si cuarenta minutos antes estaban ganando tres goles a cero, ¡tres a cero!, se equivoca en un pase y un amarillo recibe el balón, el amarillo ve que un compañero está libre en el lateral derecho y le pone un pase milimétrico, de tal perfección que el jugador receptor se tiende en el aire y de chilena logra conectar el balón que entra a la portería sin que el guardameta se dé cuenta. La afición del estadio, de por sí dividida, se manifiesta con brutalidad: los humillados del principio se erigen como estatuas de dictador, levantan el brazo y someten a la ignominia a los azules, soberbios al momento del tres a cero.
Juan grita, baila feliz, abre una de las ventanas de la sala, la que da a la calle, y, ya con siete cervezas entre pecho y espalda, grita: “¡Putos azules, chinguen a su madre! ¡El Amarillo es su padre!”. Su esposa está contenta, va a la cocina y trae otra cerveza a su esposo. Brindarán por el triunfo. Hoy son los poderosos. Algún otro domingo volverán también a ser humillados, y dirán: “Soy amarillo en las buenas y en las malas”, y con eso justificarán su frustración y la medianía de su vida.
lunes, 12 de septiembre de 2016
UN SENTIDO EQUIVOCADO
“¡Tío, tío!” me alertó Sofi. “Vamos en sentido contrario”, dijo y me enseñó el letrero. Sofi y yo caminábamos y de pronto estuvimos frente a este letrero. Una señora que sacaba la basura de su casa nos vio, sonrió y se dirigió a la esquina para depositar ahí la basura.
No, le dije a Sofi, nosotros caminamos bien. Las banquetas, siempre, son de doble sentido. Nunca he conocido una banqueta que indique un solo sentido. Los caminantes podemos caminar de ida y de regreso.
Busqué si había algún agente de vialidad. A veces, están ahí sólo para infraccionar. ¿Por qué ese letrero estaba ahí a mitad de la calle? Sin duda que son varios, o muchos, los automovilistas que infringen la norma. Si el letrero está ahí significa que, con frecuencia, los automovilistas se meten en sentido contrario. Sofi y yo regresamos a la esquina y vi que sí existe un señalamiento adecuado que indica el sentido de la calle. ¿Por qué, entonces, algunos automovilistas insisten en meterse en sentido contrario? Es como un sinsentido.
A veces hay trampas. No era éste el caso, porque busqué la patrulla de vialidad y no la vi. Recordé una práctica perversa que no sé si continúa en Comitán. En la entrada al pueblo, viniendo de San Cristóbal hay dos elementos permanentes: una rotonda (donde está la estatua de Belisario Domínguez) y una patrulla de vialidad. ¿Qué hace esa patrulla? Ah, la respuesta es simple cuando se conoce el truco. Esos agentes están agazapados esperando que un automovilista, en lugar de dar la vuelta completa a la rotonda lo hace al término del bulevar; es decir, esos compas están ahí para multar a automovilistas incautos. El truco consiste en que no hay un solo disco, ¡ni uno solo!, que indique que debe darse la vuelta completa hasta la rotonda. El sentido común indica que podría darse vuelta en el retorno. Esto lo saben muy bien los oficiales de vialidad, por eso están ahí de manera permanente. En cuanto un automovilista “infringe” la ley, los agentes hacen la parada y proceden a multar al incauto. ¡Es un negocio perverso lo que hacen! ¿Por qué no colocan una señal de advertencia? No lo hacen porque se les acaba el negocio.
Lo que sucede en esta calle no es común; es decir, sí, con frecuencia, los automovilistas se meten en sentido contrario, pero no en todas las calles existen letreros con la advertencia de: “Ojo, vas en sentido contrario”.
Sofi y yo seguimos caminando. Ella se limpió con la mano el sudor de la frente y yo le prometí que, en cuanto llegáramos a casa, le ofrecería un helado de chimbo. Ella brincó como corderito.
Mientras caminábamos pensé que, en la vida, deberíamos tener esa clase de advertencias cuando el sentido que toma nuestra vida no es el correcto. Algo como una señal en rojo debería encenderse para obligar a hacer alto total: “Ojo, vas en sentido contrario”. No sería malo, entonces, echar reversa para retomar el sentido correcto de nuestras vidas. Pero, ¡oh, vida mundana!, dichas señales no son tan claras. Hay advertencias, pero, ya trepados en el carro de la vida, no hacemos alto y, a veces, sin darnos cuenta, llegamos al precipicio donde basta un empujoncito para terminar en el fondo del abismo.
La señora salió de nuevo de su casa, cargaba otras dos bolsas de basura. “¿Qué?”, dijo cuando vio que la veía. Lo dijo con cara de llanta de tractor enlodado. Nada dije. Tomé a Sofi de la mano y la apuré a salir de ese barrio. Tal vez el letrero tenía razón y yo debía hacer caso a la recomendación: Andaba en sentido contrario.
sábado, 10 de septiembre de 2016
CARTA A MARIANA, CON HUELLAS ENDEBLES
Querida Mariana: hay expertos en seguir huellas. Recuerdo una película donde un indio navajo se acuclillaba para revisar la arena y la maleza quebrada por las pisadas del hombre que iba persiguiendo. Era como un perro de esos que usan los agentes policiales, que tienen un olfato privilegiado.
A veces me da por ir detrás de mis huellas, las que fui dejando por todos los caminos. Me cuesta mucho trabajo, porque esta labor no es física sino intelectual, memorística. Y vos sabés que mi memoria es endeble. Mi memoria sólo logra recuperar algunos retazos, retazos que, al final, no logran dar forma a una tela. Una vez, cuando jugábamos a formar un rompecabezas en la sala de la casa, mi tío Enrique dijo que su memoria era como un conejo que siempre se le escapaba. Como en la caja del rompecabezas decía que esa imagen contenía mil piezas, dijo que de las mil piezas de su rompecabezas mental ya se le habían perdido novecientas. Según él (tenía ya ochenta y dos años) el rompecabezas de su vida jamás se completaría. En ese momento vi su vida como un cuadro incompleto, como si fuese una carretera llena de baches y los baches fueran, ¡Dios mío!, lo más importante de su historia.
Muchos dicen que lo más importante es lo que se recuerda, lo que se imprime en la memoria. Los científicos dicen que enloqueceríamos si no olvidáramos, dicen que el olvido hace bien al espíritu y al cuerpo.
Yo no creo eso. A mí el olvido no me ayuda mucho a sobrevivir. Quisiera tener la memoria que, juran, tenía Carlos Monsiváis, quien no enloqueció a pesar de que el olvido no era su amigo dilecto.
Dichosos los escritores que, en edad temprana, comienzan a redactar cuaderno tras cuaderno a manera de bitácora. Cuando llegan a la edad de ochenta años les basta revisar esos cuadernos para hallar los instantes más importantes de su vida. Y como los escritores tienen la facultad de describir con precisión los lugares y las emociones, recuperan los aromas y las texturas de los instantes.
Pero yo nunca fui previsor. Cuando estudiaba en la prepa y ya era un lector consumado comencé a escribir una especie de diario, pero éste no prosperó. Como leía con voracidad pensé que no podía perder mi tiempo en redactar notas que no tenían mayor interés. A la hora que comencé a leer a Unamuno mis textitos me parecieron ridículos. Mi error estuvo en compararme con don Miguel y en creer que mis notas debían tener rasgos literarios. No supe que esa bitácora sólo era el sustituto grandioso de mi memoria tunca. Ahora pienso que si hubiese continuado con esos diarios tendría la historia de mi vida en la palma de mi mano. Pero, como dice tío Concho, si mi abuela tuviera llantas fuera un dinosaurio en patines; es decir, si deseo recuperar algún momento de mi vida no tengo más que jugar a ser un cazador de huellas, ponerme en cuclillas y rascar la tierra para ver si por ahí logro advertir una mínima traza de mis pasos.
A veces sucede que un amigo me pregunta si recuerdo tal hecho y me da pormenores de él. A mí me da pena cuando veo que ese hecho es como si mi amigo me contara una película que nunca he visto o me platicara la historia de una novela que jamás he hojeado. Más pena me da cuando el amigo insiste en que yo fui protagonista de esa película o de esa novela.
Julio Cortázar aseguraba que la memoria guarda todo. Él, con frecuencia, hacia el ejercicio de recordar, no lo primero que asomaba en su mente, sino lo que estaba detrás. Era un convencido de que, en algún momento, aparecería el recuerdo de lo mínimo, de lo insustancial, que a la hora de recordarlo se convierte en lo más importante.
¿Qué había en la sala de mi casa de infancia? No lo recuerdo con precisión, apenas recuerdo un aparato que se llamaba radiola y que, en la parte frontal, donde estaba la bocina, tenía un tejido de mimbre por donde salía el sonido. Recuerdo que yo me recostaba sobre el piso de madera y pegaba mi oído a la bocina para tratar de desentrañar los mensajes que alguien enviaba desde otra parte. En ese tiempo, en Comitán era imposible captar con fidelidad las estaciones radiofónicas de otros lugares del mundo. Había algo que se llamaba “estática” y que era una interferencia, como si alguien, con hilos metálicos, golpeara una placa de hierro. Las tardes eran plácidas. Mi papá entraba a la sala y me preguntaba qué escuchaba. ¿Qué podía decirle? ¡Inventaba! Inventaba historias. Debo agradecer a mi papá que siempre tuvo la tolerancia para jalar una silla y sentarse a mi lado para escuchar lo que, según yo, había oído en la radio. Recuerdo (ahora, en este juego de buscador de huellas) que una de las historias que le conté fue la del niño al que le robaron su bicicleta.
Nunca tuve una bicicleta. En el territorio de los juguetes (te parecerá fantástico, pero es cierto) pasé del triciclo al auto. En una navidad mi papá me regaló un carro de pedales. Era un auto magnífico con el que le daba vueltas y vueltas a los corredores de la casa. A veces me cansaba de pedalear y le pedía a Víctor, quien era el hijo de la sirvienta y era cinco años mayor que yo, que me empujara. Víctor no se negaba. Yo veía (o al menos así lo creía) que él se divertía al agacharse sobre el capó trasero del auto y empujar. Cuando se agotaba se tiraba al piso de ladrillos y pedía agua, agua. Yo (muy generoso) iba a la cocina, pedía un vaso de agua a su mamá y regresaba para hacerle beber.
¿Por qué pepeno tan pocos elementos de mi memoria? A veces creo entenderlo. Es porque, además de que mi memoria es endeble, tengo propensión a inventar. Sigo practicando lo que hacía cuando escuchaba radio y mi papá preguntaba qué oía. Decir que escuchaba radio tiene cierto grado de verdad, porque aunque captar la estación con fidelidad era muy difícil, yo sí alcanzaba a oír las historias que me inventaba. Era como, si en la voz de los grandes locutores de la XEW, las historias salieran de la bocina, se elevaran y circularan por la sala de la casa. Esas voces eran como fantasmas, pero no fantasmas terroríficos, ¡no!, eran fantasmas como el de Canterville, que inventó el escritor británico Óscar Wilde, y que era un fantasma que no producía miedo. Mis fantasmas bailaban, silbaban y cantaban por el aire y yo veía cómo se integraban de manera afectuosa a mi imaginación.
Era muy fácil, en ese tiempo, inventar historias, porque el cine y las revistas de monitos nos habían entrenado en ese maravilloso oficio de contar historias. Tal vez -ahora lo pienso- los comitecos son rebuenos para contar anécdotas, porque tuvieron que inventarse sus propias historias. Los habitantes de la Ciudad de México tenían las historias que la W narraba todas las tardes. Ellos vivieron esa terrorífica historia en la que el locutor casi ordenaba: “Apague la luz y escuche”. Acá en Comitán, con la luz del quinqué, los comitecos se reunían en torno al abuelo y escuchaban, maravillados, las historias que el abuelo contaba.
Tal vez algo de eso se me pegó y, mientras el común de los mortales registraba los hechos históricos que pasaba cada día a toda hora, yo me sentaba a inventar la realidad. Por esto, entonces, a la hora que trato de hallar huellas la costumbre me gana y termino inventando mi pasado.
¿Por qué te digo esto? ¡Fácil! Siempre recordé un perro negro sobre el que yo me subía como caballo. Mi recuerdo es tan vívido, que recuerdo que el pobre perro se pandeaba tantito cuando yo, gordo en aquel tiempo, me inclinaba sobre su lomo. Mi mamá, una tarde, me dijo que nunca habíamos tenido un perro en casa. Pero, ¿cómo?, quise protestar. Callé. Supe que no podía convencer a mi mamá de la veracidad de ese recuerdo. Mi mamá nunca me preguntó qué oía en la radio, ni nunca se sentó a mi lado para oír mis historias.
Debo concluir que soy muy malo para pepenar huellas reales. Por eso, a veces, mis amigos me exigen bajar de mi nube (como si fuera yo Cornelio Reyna). Los entiendo. Ya comprendí que, la mayor parte del tiempo, estoy pepenando sueños e historias inventadas.
Posdata: Esto que cuento no es sencillo. A mis cincuenta y nueve años de edad tengo una necesidad imperiosa de buscar mis huellas del pasado, de armar mi rompecabezas. Pero, en ocasiones, creo que estoy igual que mi tío Enrique, del rompecabezas de mil piezas apenas logro pepenar cien o doscientas. ¿En dónde se quedaron las demás? Y, sin embargo, cuando veo sobre la mesa encuentro que el rompecabezas casi está completo. ¿Por qué? Ah, muy sencillo, porque he llenado los baches y huecos con figuras inventadas. Por eso digo que mi vida no es sencilla: he creado una historia que entremezcla los recuerdos reales con la invención completa y, la mayor parte del tiempo, ya no sé diferenciar entre un territorio y otro.
Cuando íbamos al rancho de Jorge, había un hombre que era experto en reconocer la trilla de los animales. Veía la huella sobre la tierra y, sin dudar un instante, decía: “Acá hay venado”. Me gustaría volver a toparme con este hombre para que me hiciera favor de revisar mis huellas y decir si eso que ve es la trilla de un hombre o de un fantasma.
jueves, 8 de septiembre de 2016
COMO QUIEN RECOGE NUBES O PIEDRAS
Pepenar objetos es una labor riesgosa. A veces falla el tacto a la hora de identificar los objetos valiosos de los falsos. A veces es preferible cerrar los ojos y confiar en la intuición. Muchos grandes pepenadores de la historia cerraban los ojos para pepenar nubes altísimas, basta como ejemplo los casos de Homero y de Borges.
Alguien tendría que inventar un detector de nubes en el piso. El tío Armando era especialista en detectar nubes en el cielo. No tenía mucho chiste, según yo. Según Romelia, ¡sí!, porque les avisaba cuando iba a llegar una tormenta y ella corría a levantar la ropa colgada en el tendedero.
Tiene tiempo que me dedico a pepenar objetos. Lo hago con la pasión del coleccionista, con la emoción del que reúne objetos para hacer un museo. Lo hago con la experiencia del diletante.
Pero, a veces, me equivoco y me sucede lo que les ocurrió a los súbditos de Moctezuma, que cambiaron oro por cristalitos.
El otro día creí que era una nube color tierra lo que estaba al lado del tronco de un ciprés y, a punto de tomarla, Mariana me gritó que no lo hiciera: era una bola de caca.
Sucede con frecuencia. Por eso, a veces dejo de buscar en el suelo y me concentro en el cielo. Como si fuera maná, de vez en vez, me llegan algunos hilos que sirve para enredar canastos.
El otro día, estaba en mi carro, estacionado. Mientras mi mamá hacía unas compras, me quedé en el carro ¡leyendo! Por el espejo lateral vi que un señor se acercaba. Pensé: “Me pedirá una moneda” y estuve a punto de subir el cristal, pero no lo hice. El señor se paró frente a mí y dijo: “Ya voy a mi casa, ya estoy llegando. Soy como la oveja vieja, si no me duele la pata, me duele la oreja”, y siguió su camino. Lo vi renguear tantito. Pensé que se había acercado sólo para regalarme esta joya del lenguaje. Porque, así lo pensé, sin duda lo que me dijo es como una sentencia popular. En algún momento lo escuchó y ahora lo repite. Lo repite cada vez que se topa con alguien, sólo para decir que ya está cansado y que, en la vejez, si no se padece de una cosa se padece de otra. Pero para decirlo de manera cristalina dice: Soy como la oveja vieja, si no me duele la pata ¡me duele la oreja!
Todo mundo pepena objetos, palabras, vasos de agua, hilos de oro, nubes engarzadas. Hace muchos años, en el Cine Comitán, vi una película del Indio Fernández, uno de los grandes directores del cine mexicano, era una de sus últimas películas, a color. Adentro de una choza, la mujer le dijo a su pareja:
Pepenar objetos, sentencias, frases, atardeceres, vasos vacíos ha sido mi afición de los últimos años. Me gusta hacerlo, porque (¡bendito Dios!) no hay necesidad de cargar morrales para guardar esos objetos. Basta con el corazón y con la memoria. Y a pesar de que esta última la tengo endeble, mi corazón suple la carencia.
El otro día, le dije a Miguel que a mi papá le gustaba mucho la canción Vereda Tropical: “Voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud…”. Él sonrió y me dijo que una tarde, en Tepito, había escuchado que alguien la cantaba, modificándole la letra: “Voy por la columna vertebral, buscando el hoyo principal…”. Lo vi reír como pocas veces. Acabó el encanto de la canción.
Ya dije que en una ocasión, en vísperas del doce de diciembre, un par de borrachos, a media calle, cantaba lo siguiente, a ritmo de la Guadalupana: “Nos pusimos pedos, nos pusimos pedos, nos pusimos pedos ¡al amanecer!”.
¿En dónde están las nubes más altas? A veces no están en los cielos, a veces están debajo de los puentes, en los parques, en las cantinas, en las aulas universitarias, en la calle, sobre todo, ¡en la calle!
Es bonito ser pepenador. No se necesita bolsa alguna para recoger las nubes. Sólo basta tener cuidado, porque, a veces, en lugar de pepenar una nube de algodón se pepena una nube llena de caca.
miércoles, 7 de septiembre de 2016
CARTA A MARIANA, DONDE HAY UNA PÉRGOLA
Querida Mariana: Juan dijo que esta fotografía no podía ser de Comitán. La foto es de fines de los años cincuenta o principios de los años sesenta del siglo pasado. Los cronistas deben tener la fecha precisa. Sí, sí es de Comitán. Es la pérgola que estaba en el centro del parque central.
Esta foto la tomé de una foto que está en Cancún. ¡No, no es un juego verbal! En el restaurante Cancún, de Comitán, existe un muro en el que hay fotografías antiguas de Comitán.
Mi tío Armando dice que esta pérgola nunca debió ser derruida, mientras su hija, mi prima Estela, dice que fue lo mejor que pudieron hacer, porque esta mole de cemento (así lo dijo) no corresponde a una ciudad, más bien es para pueblo de segunda. Estela, molesta, preguntó: ¿Cómo una pérgola a mitad de un parque de una ciudad como Comitán? Un poco como si dijera que esta estructura demeritaba nuestra personalidad. Estela recuerda que el maestro Bernardo decía que esta construcción era “un puente sin río”, como decir que era una tontería. Porque, en efecto, acá se ve que la gente podía caminar en la parte superior.
Quienes vivieron estos tiempos recuerdan la cafetería que estaba en la parte inferior y que en esta foto, poco conocida, se puede apreciar. Debajo del arco se logra ver dos o tres mesas y sillas de madera. Se advierte que el pretil tiene esa maravillosa celosía de ladrillos, en forma de triángulos, que identifica la arquitectura de nuestra región.
Quienes no vivimos esa época sólo podemos imaginar lo que ahí sucedía. En las tardes, una pareja se acodaba en ese pretil y miraba hacia abajo, sintiendo el aire fresco que llegaba de la Ciénega. Tenía razón el maestro Bernardo: era un puente sin río, sin agua. Pero esto (perdón, maestro Berna) no era demérito; esto (perdón, Estela) era como un sueño a mitad del jardín.
Porque, dicen los que saben, las pérgolas, sobre todo, se colocan en los jardines, para que las enredaderas se trencen en sus pilares; es decir, las pérgolas sirven para que los deseos de las plantas no se queden enterrados. Y para eso, entonces, servía la pérgola comiteca sembrada a mitad de su jardín principal, para que los deseos y sueños de los habitantes de esta maravillosa ciudad encontraran el camino para subir al cielo.
Estela diría: ¿En qué ciudad de caché se ha visto que haya una pérgola en el centro del parque central? ¡En Comitán, Estela, en Comitán! Y era un puente que permitía que las parejas vieran hacia abajo correr el agua invisible de sus deseos.
Los que no vivimos esa época imaginamos este “puente” como si fuera el Pont des Arts, de París. Debajo de este puente nunca hallamos clochards, sino amigos que tomaban un refresco en la cafetería.
Es cierto, en el zócalo de la Ciudad de México no hay una pérgola. Ahora no hay más que un asta bandera. No podíamos compararnos con esa gran ciudad. No, no podíamos hacerlo. Nuestra ciudad era modesta, pero (qué pena que ahora no podamos enorgullecernos de ello) contaba con un “puente sin río” en el centro de su jardín, porque, en ese tiempo, Comitán era Comitán de las Flores y no Comitán de Domínguez.
Y es que así como los gobiernos se apoderan de las ciudades, de igual manera los presidentes municipales, mientras permanecen en el cargo, se creen dueños de los pueblos.
Los pueblos y ciudades no deberían ostentar apellidos, debían bastarse con sus nombres. Si hiciésemos una encuesta de banqueta, la mayoría diría que nació en Comitán y no en Comitán de Domínguez. A los comitecos nos basta el nombre de Comitán, por eso nos asumimos comitecos y no dominguistas; nos asumimos, eso sí, amigos de las flores y de los jardines.
El parque central de ese tiempo era como un jardín y nadie tenía empacho que, en el centro de ese jardín, hubiera una pérgola para que treparan las enredaderas de los sueños y de los deseos.
Pero un día, un presidente municipal, que pensaba como Estela piensa, decidió que tener una pérgola a mitad del parque central no era digno para una ciudad y mandó a botarla y dictó que se levantara una fuente, y luego una estatua del que pareciera ser dueño de la ciudad, y luego un kiosco. Un kiosco, porque en la mayoría de ciudades de caché hay kioscos y no pérgolas.
Y los comitecos nos quedamos sin ese “puente sin río” y, desde entonces, no tenemos pilares que sostengan nuestras enredaderas y andamos más enredados que nunca.
martes, 6 de septiembre de 2016
LENGUAJE AL NATURAL
Podría mencionar, cuando menos, diez razones por las cuales leo novelas. Diez razones que son como esas líneas que escriben los enamorados cuando describen las cualidades de sus muchachas bonitas. Puede ser que una sea cursi. Se sabe que cuando alguien ama omite los defectos y privilegia las virtudes. ¡El colmo, convierte en virtud el defecto!
Podría mencionar más de diez, pero ahora sólo digo una: La novela tiene la capacidad de nombrar pan al pan y vino al vino; es decir, no necesita emplear sucedáneos para nombrar los objetos y las acciones. Esto ayuda a evitar la creciente hipocresía en el mundo. El avance hipócrita es tan intenso que llega al lenguaje (¿o parte de acá?).
Me irrita el diálogo de oficina. ¡Es tan quirúrgico, tan impoluto, tan falso! Si llego a una oficina, el diálogo se da más o menos así:
―Buenos días. ¿Está el director?
―Buenos días. ¿De parte de quién?
―De Alejandro Molinari, servidor.
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor.
―Sí, gracias.
¡Es tan plástico! Y así debe darse. Porque el diálogo de oficina obliga a mantenerlo dentro de lo que se considera la franja de la decencia y de las buenas formas. Es de mala educación omitir, por ejemplo, el saludo; es decir, el diálogo no podría darse así:
―¡Quiero ver al director!
―Buenos días. ¿De parte de quién?
―¡No tengo nombre!
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor.
―No, ni madres. Espero aquí.
¡No, no puede darse así!
Me gusta la novela, porque no busca eufemismos. Usa las palabras que tenemos en la mente, las que pensamos. Jamás un personaje se reprime. Sería absurdo que un escritor se reprimiera cuando cabalga por el territorio donde todo, ¡todo!, está permitido.
Recuerdo cuando Gabrielito García Márquez tituló a su novela con un desenfadado: “Memoria de mis putas tristes”. Cuando los conductores de programas de televisión dieron la noticia, la audiencia televisiva escuchó algo como esto: “Gabriel García Márquez, premio nobel de literatura, presentó su novela más reciente: “Memoria de mis (piiiiiiiiii) tristes”. Fueron incapaces de pronunciar la palabra puta. Es que, así como existe el lenguaje de oficina, también existe el lenguaje televisivo y el radiofónico y el familiar y el de aula. El lenguaje político es el que más ha contribuido (en mala hora) a que nuestra sociedad se maneje en la hipocresía rotunda. Cualquier ciudadano escucha que un político da razones contrarias a la realidad. Un político cualquiera puede decir: “Lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”; cuando, si pudiéramos escuchar la oración cercana a la realidad sería que nada bueno hay para contar. El país ya se cansó de contar todos los agravios y falsedades. Pero, también, hay un lenguaje periodístico y un lenguaje de salón, donde el pensamiento preciso y el análisis objetivo están ausentes.
Por eso me gusta leer novelas. En manos de un escritor, el diálogo inicial podría ser así:
―Buenos días. ¿Está el director? ―Alejandro sostuvo sus manos en el barandal frente al escritorio y pensó: ¡Padre eterno! Qué buenas tetitas tiene esta niña.
―Buenos días. ¿De parte de quién? (¡Uf! Viejo asqueroso. Le apesta la boca a albañal).
―De Alejandro Molinari, servidor. ―Mientras lo dijo, hizo un movimiento hacia adelante, para ver un poco más el nacimiento de esos pechos que asomaban como panes en el horno. La blusa de ella era transparente, de una tela vaporosa. Su sostén, de un brocado tenue, dejaba ver las areolas: ojos cafés a mitad de una montaña blanca. Alejandro pensó: Las tiene ricas.
―Permítame. Voy a ver si puede recibirlo. Tome asiento, por favor. (Pinche viejo asqueroso, ¡lárguese de acá, y vaya a verle las tetas de vaca tísica a su pinche madre!).
―Sí, gracias. ―Pero Alejandro se queda parado ahí. Abre un libro y, de reojo, ve los pechos de la secretaria. Calcula cuántos años tiene. ¿Diecinueve? Sí, diecinueve muy bien puestos. Vuelve a pensar que tiene unas tetitas ricas.
Me gusta el lenguaje de las novelas. La creación literaria no usa eufemismos. Contribuye a que la sociedad sea menos hipócrita, hace que el vuelo sea más libre, menos falso. La literatura llama pan al pan y tetitas a las tetitas.
No sé los demás, pero yo (siempre) elijo la libertad en el lenguaje. Me roen el espíritu esos diálogos falsos que, como hongos, crecen al amparo de año nuevo, donde los compañeros de oficina dicen frases tan plásticas como: “Que el próximo año sea lleno de felicidad”, cuando, en realidad, a la hora del abrazo hipócrita, piensan algo diferente.
Por eso me gustan los diálogos literarios y prefiero leer una novela a escuchar los diálogos tontos, hipócritas y planos de la realidad real.
lunes, 5 de septiembre de 2016
LAS ESTATUAS
La tía Elenita era una buena mujer. Se pasaba. Era una mujer sensacional. Siempre pendiente de los sobrinos, siempre orando por los demás. Tal vez por esto, el sobrino Armando, un día que celebrábamos el cumpleaños de la tía, dijo: “Vale su peso en oro”. Todos los que estábamos en la mesa aplaudimos, manifestando nuestro acuerdo. Ella era un tesoro para la familia.
Pero, horas después, yo dudé. A la hora que la fiesta estaba en todo su esplendor y que muchos bailaban al ritmo de la marimba; a la hora que el tío Ramiro ya servía el ron en los vasos vacíos; a la hora que la festejada (la mujer que valía su peso en oro) levantaba los platos sucios de la mesa; a la hora que los pájaros buscaban su refugio en lo alto del ciprés, yo pensé que no era un buen deseo lo propuesto por Armando.
¡No! Era un agravio decir eso. Comprendí que Armando repitió el refrán que dice medio México cuando alguien es una persona sensacional, pero yo vi que la tía Elenita, con su metro y medio de altura y su rostro inmaculado de virgen infinita, no podía ser como esas estatuas que los seres humanos levantan en las plazas de los pueblos. Porque así la imaginé, como una estatua de oro a mitad del parque central, parque que caminaba todas las mañanas para ir a misa primera.
La imaginé como esas estatuas de héroes que levantan un brazo, sosteniendo una cadena que era el oprobio y signo de esclavitud.
Yo no quería que la tía terminara a mitad de la plaza, cagada por las palomas, olvidada por todos nosotros. Porque a las estatuas, como al nopal cuando tiene tunas, sólo las visitan el día de su cumpleaños. Les colocan ofrendas florales, les pintan las bases carcomidas donde se sostienen, las cepillan con agua y jabón para limpiarles todas las cagadas de paloma, y las recuerdan a través de discursos emotivos. Pero, cuando el día termina vuelven a ser olvidadas. Se quedan ahí, solas. Cuando llueve son las únicas que se quedan a mitad del parque; cuando hace frío nadie se acomide a cubrirlas con una frazada. ¿Una chamarra para una estatua? ¡Qué tontería! Y sin embargo, cuando es invierno yo me he parado frente a una estatua, me he puesto en puntillas y he tocado su pie y lo he encontrado más frío que el corazón de un cadáver.
No, la tía Elenita valía su peso en nubes, en pájaros, en flores, en campos llenos de margaritas; la tía Elenita valía su peso en miles de rosarios, en cientos de abrazos, en decenas de vueltas a la rueda de caballitos. La tía Elenita valía su peso en toneladas de aire limpio.
¿Por qué ahora somos una sociedad materialista? Tal vez porque todo mundo, al ver a una persona excepcional dice que su peso vale en oro. Al oro le otorgamos el supremo valor. Confundimos la grandeza de espíritu con el tonelaje de un lingote de oro.
Para definir a seres excepcionales, los mexicanos de estos tiempos deberíamos hallar nuevos refranes. No compararlas con el oro. Porque, además de que es un agravio, se convierte en una burla. ¿Quién, en este país, vale su peso en oro? Tal categoría sólo lo alcanza un mínimo porcentaje de la población: los millonarios. La mayoría de mexicanos pedaleamos para llegar al fin de quincena de manera digna. Sólo Carlos Slim “vale su peso en oro”.
Esa tarde, cuando ya la tía se sentó en su poltrona y sonrió feliz porque la familia había celebrado con ella su cumpleaños, me acerqué y le dije que agradecía a Dios por la bendición de su presencia. Ella me tomó de la mano y nada dijo. Vio el jardín, como si fuese un chupamirto. La noche ya había llegado. En la mesa del patio sólo quedaban el tío Ramiro y el tío Neto. A la distancia los vi reír. Alguna travesura estaban contando. Los demás primos jugaban a saltar la cuerda. Mi mamá había ido a la sala por mi suéter. Mi papá ya se despedía del tío Ciro. Y yo estaba al lado de la tía dando gracias porque ella era de carne y no oro, ella era de nubes y no de metal. Ella era un chupamirto y, con su aleteo, refrescaba mi tarde, mi noche, mi vida.
sábado, 3 de septiembre de 2016
CARTA A MARIANA, CON RECUERDOS DEL CINE
Querida Mariana: ¿Has oído alguna vez el nombre de Emilio García Riera? Él es un referente para el conocimiento del cine mexicano. Don Emilio fue uno de los tantos españoles que llegaron a México en tiempos de la guerra civil de aquel país.
A Don Emilio lo recuerdo por tres actos: el primero es porque él escribió la Historia Documental del Cine Mexicano, donde, en varios tomos, explica la evolución de nuestro cine, desde sus inicios hasta la época de Luis Echeverría; el segundo es porque escribió un libro que se llama: “El cine es mejor que la vida”, con el cual ganó el premio Xavier Villaurrutia; y el tercero es porque (para dar sustento al título de su libro) un día declaró “Viendo cine encontré un desmentido de la trágica realidad. Mientras en la realidad ganaban los malos, ganaba Franco, en el cine ganaban los buenos, ganaba Gary Cooper”.
Cuando me enteré de su muerte, la lamenté. Pero luego pensé que había sido una vida fructífera y dio lo que pudo, que pudo mucho. Un migrante español nos dio un buen legado: documentó la historia de nuestro cine. Para ello, sin duda, tuvo que ver todas las películas del cine mexicano, ¡todas!
En una ocasión, un compa comiteco que estudió cine se burló porque le dije que yo había visto mucho cine de Santo, el enmascarado de plata, y cine de Cantinflas y de Viruta y Capulina. Él, con cierta petulancia, me habló del cine de Kieslowski, Fellini, Kurosawa y varios directores de cine de arte.
Debo confesar que me gusta el buen cine, el cine de arte. A veces no le entiendo a cabalidad, pero detecto (nací con un detector especial) cuando hay una propuesta interesante e inteligente. Lo mismo me sucede con la poesía, con la música, con la literatura, en general con todo lo relacionado al arte. Sé diferenciar el buen cine del malo, pero, igual que García Riera, no desprecio a este último. No lo desprecio, porque me interesa pepenar la mayoría de imágenes que dan cuenta de la historia de nuestra patria, sean éstas buenas o malas. De igual manera, leo lo bueno y lo malo; escucho música buena y mala. ¿Cómo establecer la diferencia entre la letra de una canción de Arjona y la letra de una canción de Joan Manuel Serrat? La única manera de hacerlo es escuchando, con atención, ambas canciones. ¿Cómo identificar los valores culturales de los pastelazos del cine de Capulina?
En mis años de infancia tuve la fortuna de vivir los años de gloria de los cines Comitán y Montebello. Y digo los años de gloria, como decir la etapa de oro de las salas de cine de este pueblo, porque, como en todo el país, llegó el momento en que las salas cinematográficas comenzaron a desfallecer. ¿Quién iba a decir que aquellas salas que se llenaban al tope los domingos iban a ser salas con funciones donde había uno o dos espectadores y no más? El Cine Comitán era una sala especializada en exhibir películas mexicanas, el dueño buscó la manera de revivir al moribundo y ofreció funciones con películas XXX. El cine comenzaba a agonizar y todo mundo lo reconocía.
Los cinéfilos que habíamos crecido en esa plenitud de la imagen lamentamos el cierre de esas salas. Supimos que la vida había perdido la puertecita que nos permitía entrar a ese mundo que, como bien dijo García Riera, era mucho mejor que la vida.
El cierre de esas salas fue, para muchos, tan trágica como el derribe de la manzana de la discordia, que estaba frente al parque central. Nos arrebataban algo importante, algo que había significado mucho en nuestra infancia.
Cuando fui a estudiar a la Ciudad de México, la única compensación que hallé fue precisamente la enorme oferta cinematográfica. Por primera vez tuve la oportunidad de elegir entre un gran abanico de posibilidades y opté, por supuesto, por el cine de arte. En Comitán no había más que elegir entre el Cine Comitán, con sus estrenos y refritos mexicanos, y el Cine Montebello con sus películas norteamericanas, pero, como lo has de suponer, no existía la posibilidad de elección. Los cinéfilos veíamos las películas que el programador determinaba. A nosotros nos importaba ir al cine por el placer de acudir al cine, sin darle mayor relevancia al tipo de cine que veríamos. Por ahí, de vez en vez, se colaba alguna película que tenía un guion notable, por ejemplo, “Los olvidados”, de Luis Buñuel, que la exhibieron en el cine junto a una película de Clavillazo.
Me maravillé el primer día que estuve en Ciudad Universitaria de la UNAM. Mi mente jamás había vislumbrado que esa palabra de Ciudad nombraba a una gran extensión donde había papelerías, cafés, bibliotecas, decenas de facultades y, con éstas, decenas de auditorios donde, ¡bendito Dios!, programaban ciclos de cine.
Bueno, mi niña, mentiría si dijera que sólo vi cine de arte. No. En los años setenta se puso de moda el cine de ficheras y de albures del cine mexicano y no dejé de ver ninguna de esas películas. Como si fuese alumno de García Riera me justificaba diciendo que debía ver todo el cine que se producía en el país. Que nada me fuera ajeno, que todo me significara algo. Por eso, también, cada vez que veíamos el cartel de un estreno de Edwige Fenech, Quique y yo estábamos en primera fila. Y esto era así, porque la Fenech (Eduviges para los cuates) era una actriz italiana que participó en películas eróticas. ¿Qué podés imaginar si, como ejemplo, escribo el título de uno de sus films: “La profesora enseñante”? Ah, maravillosas lecciones recibimos en esas salas de la Ciudad de México.
En aquella maravillosa y caótica ciudad esperaba con ansias la llegada de la Muestra Internacional de Cine, que me permitía conocer un poco de lo mejor que se filmaba en diversos países. Siempre adquiría mi pase para ver todas las cintas.
No hallé el camino, no supe qué hacer, porque, hubo un instante, uno solo, en que pensé si existiría una carrera universitaria en la que pudiera estudiarse la profesión de crítico de cine (hasta la fecha no sé si exista tal posibilidad). Soñé, sólo un instante, en ser como Tomás Pérez Turrent, quien era un renombrado crítico cinematográfico. Lo soñé, porque me fascinó la idea de vivir haciendo tal actividad. ¿Imaginás ver cine todos los días, ver muchas películas para escribir las reseñas que se publican en periódicos o revistas especializadas? ¿Imaginás ir a todos los festivales cinematográficos del mundo con gastos pagados por la empresa editorial para la cual se trabaja? ¡Ah, ir a Cannes y tener el privilegio de ver, aunque sea de lejitos, a los grandes directores y a las grandes actrices! Yo sabía que la tal Eduviges no asistía a los festivales del mejor cine, pero imaginaba que sí acudía a los Festivales de Cine Erótico que en el mundo debían realizarse. Imaginaba a la Eduviges caminando sobre la alfombra roja, con un vestido negro, que dejaba ver su espalda y la parte superior de sus pechos generosos; la imaginaba saludando a medio mundo con la mano levantada y aventando besos con esos labios que eran como alas húmedas de mariposa.
Y digo que sólo lo imaginé por un instante, porque no era una pasión. Nunca tuve pasiones desbordadas. O tal vez sí y el cine era una de ellas. Nunca soñé ser actor ni director. Me gustaba la actividad de cinéfilo, de espectador. Eso era maravilloso. Me gustaba que me contaran historias. Veía muchas de las historias bobas del cine mexicano y mundial (incluidas las de la Eduviges), pero siempre buscaba las historias inteligentes que me mostraban diversas aristas de culturas muy lejanas. Pero, por lo mismo, la labor de crítico está aparejada con el gusto del cinéfilo. No se puede ser crítico cinematográfico si antes no se es apasionado del cine. Así como nadie puede ser un buen escritor si antes no es un apasionado lector.
Y un día, Comitán se quedó sin salas. El arquitecto Pascasio que había construido los Cinemas Galaxia 2000 también los cerró porque ya la televisión y el video estaban metidos en todas las salas familiares. La gente había descubierto que se podía ver cine sin necesidad de acudir a una sala cinematográfica y habían aceptado tal trueque. A mí me causaba escozor, me provocaba nostalgia.
No creerías si te digo que en la Ciudad de México hubo un cine que se llamó Estadio, porque era enorme. Había parejas que buscaban las butacas finales para hacer travesuras y las hacían sin que nadie más se enterara. Yo imaginaba, como si fuese una escena de película de misterio, que una pareja era violada y asesinada en esa penumbra y sus cadáveres eran descubiertos sólo cuando la peste de la pudrición ya era insoportable.
Posdata: De manera frecuente pienso en lo que dijo García Riera, en el cine ganaban los buenos y en la vida real ganaban los malos. La vida es así. Lo constato a cada día, por esto, cada vez los malos son más, y esto es así, porque los jóvenes encuentran en esos vencedores su modelo a seguir. Yo, por esto, como don Emilio, prefiero mil veces el cine a la vida real. Siempre que puedo procuro ver cine, cine de arte, cine que me hace olvidar la tonta idea de que en la vida no ganan los buenos sino los malos.
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