sábado, 1 de octubre de 2016
CARTA A MARIANA, DONDE APARECEN ESPACIOS PARA CONSTRUIR MIRADAS SUBLIMES
Querida Mariana: ¿Para qué los hombres construyen bibliotecas, museos, auditorios, salas de concierto y demás estructuras destinadas al fomento de la creación y del arte?
Bueno, como todas las preguntas, ésta puede tener varias respuestas. Desde la que está de moda y que es la manera de que los gobernantes deshonestos justifican el apoyo a las artes y se quedan con una buena tajada del presupuesto hasta la que sería deseable y es la de que el arte ayuda a hacer sociedades más dignas.
Al principio, las sociedades crearon espacios especiales para el disfrute del arte. La gente acudía a las grandes salas a regocijarse con la ópera, con el ballet, con la música culta. Había una necesidad espiritual, una necesidad de crecimiento en las humanidades. ¿Qué sucede ahora? No sé qué pensar cuando me entero que en el Palacio de las Bellas Artes (sí, así se llama, porque invoca, precisamente las bellas artes) se presentó, en días pasados, un concierto de Mijares. Manuelito es un cantante soberbio, pero ¿Bellas Artes es el escenario para que presente sus canciones que son muy medianonas? Poco falta (¡Dios mío, que nunca se cumpla!) para que el guatemalteco Arjona también solicite dicho espacio.
Mario Vargas Llosa, en un libro luminoso e iluminador, habla acerca de cómo el arte puro ha ido perdiendo terreno y ahora el arte se presenta como un gran espectáculo. El cine de arte ha cedido su espacio privilegiado y ahora medio mundo adora el cine de Hollywood con la gran parafernalia de los efectos especiales.
Ya muchos críticos expertos han comentado cómo el performance y las instalaciones que proliferan en museos y galerías son, en muchas ocasiones, muestras fraudulentas, alabadas por gente sin la menor educación en artes plásticas.
Con frecuencia escucho que algunos intelectuales sostienen que la gente común no acude a museos ni a los espacios donde el arte se presenta. ¡Es cierto! Pues ¿qué querían? En los países subdesarrollados (como el nuestro) no existe una educación artística. La gente acude a los espacios donde está lo cotidiano, lo que se ha vuelto costumbre. La gente acude a los estadios, los días en que el fútbol soccer aparece o cuando un cantante o grupo musical actúan.
Pero, ¿cómo revertir esa tendencia negativa? ¿Cómo hacer para que la gente acuda a espacios donde puede alimentar su espíritu? Ya se dijo que el concepto de educación es fundamental. Es una pena que el sistema educativo de este país no le dé importancia al arte; es una verdadera pena que las autoridades gubernamentales soslayen la trascendencia del arte. En el recorte presupuestal de este año, ya lo dijeron los expertos, impacta el porcentaje que el gobierno eliminó al sector llamado cultura. A este sector le mocharon más del treinta por ciento con respecto al año anterior.
A mí, más que los organismos oficiales, me atraen los espacios que promueve la iniciativa privada.
En Comitán, en los años sesenta, querida niña, no existían museos. ¡No! ¿Cómo era posible esto? No lo sé. En casas particulares existían pequeños museos arqueológicos. Los comitecos coleccionaban las figuritas que se hallaban en los campos de siembra. Muchas zonas arqueológicas eran usadas para sembrar maíz, cuando los labriegos echaban la coa brotaban las figuras de barro y los tepalcates (nunca, que yo sepa, alguien dio con un gran tesoro de piezas en oro o alguna máscara de jade). Esas figuras servían para adornar repisas de casas particulares. También existió lo contrario, un tráfico intenso de piezas arqueológicas que eran vendidas a compradores extranjeros. Esta es la razón por la cual mucho de nuestro tesoro cultural está exhibido en vitrinas de países ajenos.
No sé bien, pero, sin duda, quienes poseen piezas arqueológicas en su casa no cometen delito federal. No lo sé. El tráfico sí es penadísimo. Y digo esto, porque, hasta la fecha, conozco a más de dos comitecos que en sus casas poseen piezas originales. Cualquiera podría pensar que esas piezas deberían estar a resguardo de las instituciones culturales oficiales (digamos INAH), pero, se entiende que esos coleccionistas mantienen en custodia el tesoro de nuestro país. Son como pequeños museos privados. Seguro que es más el número de piezas que se ha traficado que el que se conserva en casas particulares. A fines de los años ochenta, con un grupo de amigos, iba a las ruinas de Tenam (aún no estaban bajo la encomienda del Instituto Nacional de Antropología e Historia). En la comunidad de El Puente llegábamos a casa de un muchacho (Víctor, creo que se llamaba o se llama. Ya no debe ser muchacho) y le preguntábamos si tenía figuritas para vender. Nos pasaba a la sala de la casa, con piso de tierra, nos ofrecía unas sillas para sentarnos y un vaso de agua de chilacayote para beber y, poco a poco, iba sacando las piezas de barro que mantenía en otra habitación. Eran figuras prehispánicas que él o sus familiares rescataban de la zona arqueológica en el momento que preparaban la tierra para la siembra. Víctor (¡ay, por Dios!) tenía la costumbre de pintar las figuritas. Como si fuera un ejercicio escolar él tomaba la figura de barro y le echaba color. Usaba el color azul con frecuencia. Como que ese era su color favorito. Adolfo se molestaba, le decía que no lo hiciera, pero nosotros, ya afuera de la casa, le decíamos a Adolfo que no dijera eso, porque entonces Víctor entendería el valor de las piezas y nos las vendería más caras. Una vez, Víctor nos llamó, nos llevó al patio y nos mostró una pieza de piedra. Era la figura de un guerrero, sin cabeza, con las manos atadas a la espalda, hincado. Jorge dijo (como si fuese un experto) que representaba la figura de un hombre que había sido vencido en el juego de pelota. La figura estaba desnuda, apenas se alcanzaba a mirar un mashtate cubriéndole el bajo vientre. Adolfo dijo que no, que no podíamos comprar esa figura. Eso ya rebasaba nuestra inocente acción de comprar figuritas pequeñas hechas en barro o puntas de flecha talladas en piedra. Conozco mucha gente que conserva en su casa puntas de flecha talladas en piedra. Es emocionante saber que esas puntas fueron empleadas para cazar animales de la zona. Las figuras que Víctor nos ofrecía fueron siempre muy pequeñas, tal vez estas figuras eran juguetes de los niños que habitaron esa zona arqueológica. El día que Víctor nos sorprendió fue cuando nos enseñó la figura de piedra, ésta sí medía más de medio metro de altura. ¿Cómo la bajaste?, preguntó Jorge. Víctor sonrió y nos mostró la carreta que estaba en el sitio.
Ahora, el INAH mantiene un museo arqueológico en el edificio que anteriormente ocupó la escuela federal Belisario Domínguez. Ahí están las piezas a resguardo, para el disfrute de todo mundo; ahí, los investigadores las estudian y nos dan pautas de nuestro pasado histórico; pero también hay casas particulares (en todo el país) donde están exhibidas figuras pequeñas que son el complemento de ese rompecabezas incompleto que es nuestra historia. Miles de piezas están en museos extranjeros, en casas de extranjeros millonarios.
Ah, no, a mí no me quedés viendo así. No tengo ni una sola pieza. Tenía un pedazo de estuco que una mañana levanté en la zona arqueológica, pero ya se perdió. Las piezas que a Víctor le compré, que no fueron más de cuatro o cinco (incluidas dos puntas de flecha) las obsequié. Siempre he sido muy dado a regalar los objetos que me rodean. Gracias a Dios no tengo un sentido exagerado de posesión material. Una vez llegaron dos amigos poetas a desayunar a la casa, salió el tema a la hora que tomábamos café y yo me levanté, traje dos de esas piezas y las puntas de flecha y se las obsequié. No sé si ellos las conservan todavía. Debe ser que sí.
Esta historia que te cuento es una historia que se repite en muchos casos. Para nosotros, los legos, es muy difícil identificar la originalidad de las piezas. Mi tío Neto era experto en moldear figuras. Tomaba una piedra, cualquiera del rancho, y, con la paciencia de Job, pero con la impaciencia del comerciante judío, la tallaba teniendo como modelo una de las piezas auténticas que había encontrado cerca de un montículo en la hacienda. Tocado con la gracia de los dioses mayas, el tío lograba crear una pieza que sólo los expertos podían descubrir que no era auténtica. Tenía un método de “envejecimiento” de las piezas con el cual les imprimía un aire de pieza del siglo X. Metía la pieza en un morral y se iba a ofrecerlo a San Cristóbal. En la tarde ya estaba de vuelta en Comitán, con la paga en la bolsa. Esos norteamericanos (sobre todo) deben tener esas piezas en sus residencias creyendo que poseen tesoros originales. Sólo faltaba que el tío le pusiera una etiqueta, en la base, con su número de teléfono por si alguien deseaba adquirir otra figura tallada por los mayas.
Posdata: Me fui por otro camino. Quería contarte de los espacios dedicados al arte que la iniciativa privada ha construido y de los beneficios que esto provoca en la población en general, pero, bueno, será motivo de reflexión en otra carta.