viernes, 25 de noviembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA PALABRA POSEE MIGAJAS DE SOL




Querida Mariana: ¡vivimos gracias al aire!
La palabra es el aire para nuestra memoria y para nuestra inteligencia.
“A ver, chitirís -me decía doña Chonita-, dejá de respirar un ratitío y mirá qué te pasa”. Y yo jugaba, me cubría la nariz con los dedos índice y pulgar hasta que no podía más, retiraba mis dedos y, abriendo la boca, jalaba aire, ¡mucho aire! “¿Qué sentiste?”, preguntaba la mujer, mientras se secaba las manos con el delantal. ¡La muerte, doña Chonita!, decía yo y ella lo celebraba: “¡Ah, ya lo miraste!”, y convertía su boca en una rebanada de sandía. Con la tranquilidad de quien posee la verdad, Doña Chonita seguía cortando el palmito, bien fino, sobre una tabla de madera, para echarlo al pomo donde estaban las demás verduras para el chile en vinagre. Me gustaba ese instante en que la asfixia me oprimía y yo, desesperado, volvía a jalar aire, era como tener plena conciencia de un acto que repetimos cientos de veces al día y lo ignoramos.
No valoramos el prodigio del aire. De igual forma, a veces, ignoramos a hombres y mujeres que son aire para nuestro espíritu.
Elena, el otro día, me dijo: “Extraño mucho a mi abuelita” y me contó todo lo que ella había significado en su vida. La abuelita murió hará cosa de dos o tres años. Elena me dijo: “Mi abuelita era ¡mi aire!”. ¿Mirás cómo hay seres que son como el viento? Basta subir a su montaña y abrir los brazos para recibir el latigazo afectuoso de la vida. Pero, ¡es una pena!, con frecuencia olvidamos esas cimas luminosas. Estamos tan metidos en este arguende que llamamos vida (trabajo, oficios de casa, escuela, pantallas de computadora, lecturas de tvnotas, películas, series de televisión) que nos olvidamos del sencillo acto de intercambio de palabras con nuestros mayores, con nuestros padres y abuelos; nos olvidamos de esa trasfusión de aire ¡tan necesaria! Por esto, el otro día me dio mucho gusto toparme con doña Bety Mandujano de Ruiz, una comiteca bellísima que, sin proponérselo, preserva mucho de nuestra identidad en libretas. En la libreta que me prestó encontré muchas bombas comitecas, palabras comitecas en desuso y una extensa relación de apodos comitecos. Esa libreta es como uno de los salmos para nuestra identidad.
Por fortuna, para el candil de mi vida, pepené muchos hilos que doña Chonita me regaló. Mientras ella hacía las bolitas de masa para las tortillas yo escuchaba, sentado en una silla bajita, todas las anécdotas que me contaba. Su palabra era como el aire que abrillantaba la brasa de mi fogón. Mientras sus manos hacían soles con la masa yo sembraba árboles de palabras en mis ventanas.
En ese tiempo no sabía que la mujer hacía un tachilgüil con las palabras, porque mezclaba las que nos heredaron los españoles con aquéllas que fuimos tomando prestadas de lenguas indígenas cercanas; tal vez: tojolabal y chol. Esta mezcolanza es lo que hace tan particular a nuestro lenguaje comiteco. Nuestras palabras vuelan a gusto por ambos cielos y borran esas líneas estúpidas que se llaman frontera.
Los académicos dicen que nuestra lengua española contiene unas 80 mil palabras. ¡Uf, qué prodigio!; pero a la vez afirman que, actualmente, usamos muy pocas, debido a que los medios de comunicación sólo emplean un oleaje mínimo de ese mar. Cada vez nuestros arrecifes reciben menos zarandeadas. Los jóvenes (dicen los mismos académicos), emplean no más de trescientas palabras para comunicarse. Óscar Bonifaz cuenta que dos estudiantes llegaron a verlo y cada vez que decían algo comenzaban con: “Lo que pasa es que…”
Y sí, lo que pasa es que nos hemos ido quedando sin palabras porque cada vez nos alejamos más de las fuentes donde mana el agua.
Los comitecos (lo hemos dicho muchas veces), al tiempo que hemos reducido nuestro bagaje lingüístico español, hemos ido botando nuestra herencia dialectal indígena.
Antes, muchas personas se ponían pandos del coraje cuando miraban un “cotz” pintado en la fachada de su casa. ¡Ah, cómo se enojaban! Si alguien les hubiese dicho que años después sus fachadas estarían pintadas con grafitis que saber qué dicen, estoy seguro habrían cambiado de actitud. El “cotz” era nuestro, en cambio, el grafiti es algo ajeno a nuestra identidad. Los jóvenes de hoy se han apropiado de algo que, tal vez, no tienen mucha conciencia acerca de su simbología, pareciera que es un mero acto de imitación. Hoy, el “cotz” ya se perdió (bueno, Marianita, digo que se perdió la palabra, porque los comitecos siguen siendo muy arrechos con eso de darle gusto al cuerpecito).
En la libreta que me prestó doña Bety encontré muchas “bombas” (que no lo vayan a saber en la Casa Blanca porque son capaces de acusarnos de terroristas y enviarnos un comando “rápido y furioso”).
Quién sabe si en las fiestas actuales “echan bombas”. Antes, cuentan los mayores y doña Bety lo corrobora, en los guateques era costumbre que la marimba hiciera una pausa para que uno de los bailadores, a mitad del patio lleno de juncia y debajo del manteado, dijera una bomba. “¡Bomba, bomba! Cuando vayás al mar / no te metás en lo hondo, / porque vienen los pescados / y te pican lo hediondo.”, y la gente aplaudía, zapateaba de la risa y se metía un su pitutazo de comiteco.
Pero no sólo bombas tiene apuntadas doña Bety, también aparece un glosario que dice: La mayoría de la juventud presente no conoce:… y viene una relación amplia de palabras que los comitecos empleaban y que ahora ya no son usadas.
Si, como digo, Marianita de mis salvadillos, las palabras son nuestro aire, nuestros globos cada vez están más como condón usado. ¡Nos hace falta aire para respirar, para llenar de luz nuestros cielos!
Algunas palabras que son el pan de mi mesa las aprendí de doña Chonita. Si seguimos al ritmo que ahora tenemos, llegará el día en que los encargados de trasmitir las palabras no tendrán qué dar, abrirán sus manos y sólo hallaremos un lenguaje reducido a su mínima expresión.
Los académicos (¡de nuevo!) dicen que para incrementar nuestro baúl de palabras es preciso leer, leer mucho y bueno. Yo agregaría, mi niña bonita, que también se vale recuperar esas veladas donde, al amparo de la brasa del fogón o en la penumbra del sitio, debajo de un árbol, escuchábamos maravillados los relatos de los abuelos. Éstos nos contaban leyendas y cuentos de nuestras tierras y lo hacían con el aleteo de nuestros modismos y regionalismos. Los chiquitíos de esos tiempos, con las manos adentro de las bolsas de la chamarra, oíamos asombrados cuentos de fantasmas. Mientras la brasa de carbón hacía nacer luciérnagas en medio de la ceniza, nosotros sentíamos cómo la babosa del miedo nos recorría y untaba su baba en las palmas de nuestras manos. ¿Qué pepenábamos en esas noches? ¡Palabras! ¿Hay algo más valioso que la palabra? La palabra hace al objeto, a la persona. Si ahora digo, por ejemplo, Reynaldo Avendaño, de inmediato, quienes lo conocieron evocan al maestro de la escuela secundaria y preparatoria que impartía la clase de Ejercicios Lexicológicos y, tal vez, lo recuerden vestido con su traje café oscuro y con su caminar calmado; tal vez lo recuerden con el libro en la mano, dictando: ¿Cómo como? ¡Como como como! Por esto dije, querida mía, que la palabra es como el aire para nuestra memoria y para nuestra inteligencia. La palabra llena los huecos que el tiempo insiste en abrir. Por esto, lo que hace doña Bety es infundir aire a nuestros pulmones y a nuestros corazones. ¿Hay algo más importante que compartir vida? Fuera bueno que el Consejo Ciudadano de Cultura de nuestro pueblo, ahora que José Antonio Aguilar Meza, nuestro presidente municipal, -¡en buena hora!- está publicando una serie de librincillos de autores comitecos, propusiera que estas piedritas brillantes, preservadas por doña Bety, se publicaran en la Serie La lectura, más cerca de ti. ¡Fuera bueno!
Doña Chonita murió hará cosa de dos o tres años (igual que la abuelita de Elena). Ya no está para trasfundir aire a las palabras. Ya no está para decirme que juegue a que me hace falta el aire.
¿En dónde, Marianita, están los jicalpextles para tomar nuestra palabra?
Pd. Fuera bueno que los directores de las escuelas primarias invitaran a los mayores. Fuera bueno que los invitaran para que en los patios de las escuelas, ellos se sentaran debajo de un árbol (si es que hay) o se recargaran en una columna para contar cuentos. Que los niños se sentaran en el suelo y rodearan al abuelo para oír leyendas. Por ahí, Mariana bonita, por ahí se colarían las palabras nuestras, las que nos dan identidad; por ahí, algunos de esos niños pepenarían algunas de esas palabras y las restregarían en su corazón para siempre. ¡Nos hace falta oírnos! Ahora oímos muchas palabras de gente ajena (que a fuerza de costumbre nos han querido decir que son nuestros). En la televisión oímos las palabras de los artistas y comediantes de estos tiempos. ¿Y cuándo, y a qué hora, oímos las palabras de los nuestros, de nuestros viejos comitecos? Fuera bueno que abriéramos nuestros corazones al agua de nuestros ríos. Sigue siendo agua limpia, sigue siendo oxígeno para nuestra imaginación, ¡aire para nuestro espíritu!