viernes, 18 de noviembre de 2011

LOS HILOS QUE NO PUEDEN AMARRARSE




Gustavo Ruiz Pascacio y Blanca Viridiana Chanona fueron testigos de lo que contaré. Debo decir que, en la vida, hay hilos que nunca logro atar; a pesar de que mi papá siempre me recomendó no dejar cabos desatados. No sé cómo le hizo él para atar todos, de manera brillante.
Ahora, a toro pasado, puedo atar los hilos de lo sucedido, pero (pido perdón) dejaré uno a la deriva.
Viri dio una conferencia en la Casa Museo, la tarde del viernes. Pasé a dejarlos en el carro. Hacía viento (la televisión dijo que era un frente frío). Llevé el carro al estacionamiento, a cuadra y media del Museo. Caminé apresurado hacia el lugar de la conferencia. Saqué el celular para ver la hora y luego saqué los lentes (ahí, ahora puedo decirlo, ¡perdí un lente!, uno que estaba flojo. No me di cuenta de ello). Seguí caminando. Llegué a la sala del Museo y escuché la conferencia, ¡magistral!, en el amplio sentido de la palabra.
Al término, prendí el celular para ver si tenía mensajes. Saqué los lentes y vi que una de las micas ya no estaba. Bromeé con una amiga, metí el dedo por el hueco del lente y le dije que no era alguna alusión sexual, sino simple constancia de que, a partir de ese instante, me podía decir “El Pirata Parchado”. Ella rió. Pensé que al día siguiente debería comprar otro par de lentes. Dos minutos después, el círculo de amigos sabía que sólo miraba con un ojo y, como siempre sucede, sugirieron iniciar una búsqueda, pero me negué. Ya había revisado mis bolsas, la banca donde estuve sentado, el corredor por donde había caminado. Ya había hecho una imagen mental de mi recorrido y no daba dónde pudo haber caído.
Viri guardó su laptop y a Gustavo le pregunté qué deseaba hacer: cenar, dijo. Sugerí panes compuestos. Aceptaron. Caminamos hacia el estacionamiento. Viri y yo, adelante; Paty y Gustavo, detrás de nosotros. Al llegar frente al parque, Viri subió el cierre de su chamarra. El viento nos pegaba de frente. Le pregunté algo acerca del trabajo presentado y ella iba a comenzar a explicar cuando Paty dijo: ¡Es el lente! Volví la mirada y ella se inclinó hacia su izquierda, en una rampa para discapacitados, y levantó ¡mi lente!
En ese instante ¡la luz se hizo! Recordé que en el camino hacia el Museo había revisado la hora en el celular. Todos reímos. Si no lo hubiese visto ¡no lo creería! “¿Qué? -a Paty le pregunté- ¿Vas por la calle buscando cosas perdidas?”.
Ahora que escribo este suceso tengo atados todos los cabos, menos el del azar. Este hilo siempre queda suelto. ¿Qué sucesos se intercalan para que el prodigio del encuentro o del desencuentro se dé? Cualquier lector podrá asegurar que esto que me ocurrió es una intrascendencia, pero si lo lleva al plano superior verá que en este ejemplo simple ¡se concentra la vida!
A lo largo de la vida, los seres humanos perdemos objetos o esencias que jamás volvemos a hallar. Pensamos que las ausencias son definitivas, que los extraviados lo serán siempre. Y así sucede, a menos que alguien, como Paty, sin buscarlo, vaya pendiente de lo que está tirado en el suelo o de lo que está colgado en el cielo. Por esto nunca me sorprendo cuando alguien me dice que estuvo a punto de abrir una puerta en el aire, una puerta que da a otros mundos.
A Paty le dije que eso era motivo para una Arenilla. Los lectores luego aseguran que mucho de lo que escribo ¡es falso! “No puede ser que te ocurra eso que contaste”, aseguran. Pero ellos son los que se equivocan. Gustavo y Viri son testigos de este acto, aparentemente arena, pero ¡nube de luz!
Nunca me río cuando Alfonso comienza a silbar, porque, asegura, silbándoles ¡aparecen los objetos! Paty no silbaba esa noche, platicaba con Gustavo. El viento era frío y los árboles del parque se movían como si fuesen olas. Estábamos en Comitán. Íbamos a donde estaba el carro, para que ellos cenaran panes compuestos. Ella no buscaba algo, pero halló.