miércoles, 23 de noviembre de 2011

LAS PAREDES DE ENFRENTE




Uno de estos días falleció Raymundo Jiménez Guillén. Dos veces, tal vez, me topé con Raymundo en la calle, pero nunca hablamos. Supongo que él fue para mí lo mismo que yo fui para él: un rostro conocido. Él y yo fuimos como esas fachadas de casas que nos son cercanas porque caminamos por sus calles, pero a las que nunca entramos. Raymundo, me cuentan, fue una casa con zaguán luminoso. Los comitecos somos casas con patios y sitios llenos de Sol. Es más, los de la generación de los cincuentas somos casas con portón abierto, porque crecimos con esa costumbre. En nuestros tiempos las casas permanecían con las puertas abiertas porque la gente era muy respetuosa y no existía la inseguridad actual. Pero, la casa de Raymundo me fue ajena. La vida nunca provocó esa causalidad que genera el encuentro; sin embargo, el destino hizo que, recientemente, entrara a la casa de su hermana Malena, quien es la Coordinadora del Consejo Ciudadano de Cultura de Comitán. Ella condicionó la aceptación del encargo, dijo que aceptaba si yo la apoyaba como Secretario Técnico. Entonces, Malena y yo coincidimos y un día me platicó que su hermano estaba enfermo, que en múltiples ocasiones lo trasladaban en ambulancia a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez porque estaba malísimo y toda la familia se preparaba para el desenlace, pero él, “muerto” de la risa, volvía a la vida y regresaba a Comitán, campante, y pedía que le celebraran su cumpleaños, con marimba, con traguito, con harta comida, para recibir dignamente al bonche de amigos. Y todos sus hermanos, generosos, le cumplían su deseo y él se hamaqueaba de la risa.
Por eso ahora, que me enteré del fallecimiento de Raymundo, miré a la ventana y lo vi como uno de esos pájaros que llegan a picotear los cristales y hacen que uno interrumpa la lectura del libro o la escritura de un cuento, un poco molesto; pero dos segundos después, cuando el pájaro ya voló, uno se queda viendo el árbol o el cielo y entiende que ese picoteo era un mensaje.
Por esto, ahora escribo de él. Si el lector ve con detenimiento la fotografía verá el río que fue su vida. El día que lo enterraron muchos de sus amigos asistieron. Yo, desde lejos, los miré apesadumbrados, pero los vi alegres, como se ven esos patos que acaban de retozar en las aguas transparentes de una poza.
Esta Arenilla, más que palabras contiene la imagen de la fotografía que comparto. Las palabras no logran extender la sonrisa como él, a manera de red, la tiraba sobre la laguna de su corazón para pepenar quién sabe cuántos peces, saltarines, plateados.
Malena me contó que él siempre fue así, con una mezcla de despreocupación ante la vida, porque qué le puede preocupar al hombre que recibe el viento confiado en que es un árbol, una montaña, un fragmento de cielo.
El día de su entierro estuvieron presentes todos sus hermanos (Raúl, quien fue mi compañero en la Preparatoria, voló de Tlaxcala para estar ahí). Estoy seguro, porque así lo advierto, Raymundo seguirá con ellos. Y seguirá con ellos porque ésta es como una ausencia falsa; como un viaje a Tuxtla. Ahí está él con su sonrisa de pescador, gozando del viento, del agua, del dulce zangoloteo que le provoca su hijo cada vez que se trepa sobre su panza, llena de tubos, y cabalga. Porque, en la vida real, también, muy cerca de nosotros, existe El Cid, que sigue ganando corazones aún después de muerto.
Un abrazo a doña Adriana, a Malena, a Raúl y a todos los hermanos y familiares; con un agradecimiento por dejarme entrar a su casa y conocer, aunque haya sido un instante, el patio generoso de Raymundo.