lunes, 28 de noviembre de 2011

COMO SI FUESE EL GUGGENHEIM




Fui al Centro Cultural Jaime Sabines, de la ciudad de Tuxtla. Esa mañana el clima estuvo condescendiente con mi aversión al calor. Estaba casi fresco. Bajé por la escalinata principal que da acceso al Centro. A mi izquierda vi un grupo de jóvenes sentados en los escalones. Ellos, con mochilas, en mangas de camisa, con playeras de colores fuertes, con pantalones de mezclilla, zapatos sin lustrar o con tenis, bromeaban. Una muchacha bonita, recargada sobre un murete me vio y sonrió. Estuve a punto de acercarme a ella para preguntar qué hacían en ese maravilloso espacio cultural, pero mi ancestral timidez lo impidió. Trastabillé tantito y seguí bajando los peldaños (me puse colorado sólo de pensar que hubiese yo trastabillado de más, caído y rodado al suelo. ¿Cómo los tímidos solucionamos una situación ridícula?). Me encaminé a la librería. Otro grupo de jóvenes (apenas doce o quince) estaba al lado de unos paneles. Entré al local. Un muchacho acomodaba libros en un estante, una muchacha anotaba algo en una libreta en el área del pago.
Mientras revisaba la mesa de novedades, pensé en los dos grupos de jóvenes. El de la escalera parecía gozar de ese ocio bendito que se comparte con los amigos; el de los paneles transmitía la misma sensación, pero algo los diferenciaba. ¿Qué?
La muchacha de la librería me dijo que no, que el libro de poemas de Hernán León, no estaba a la venta. ¿Y el de Yolanda Gómez Fuentes?, pregunté. Tampoco, me dijo, después de teclear y revisar la pantalla. Iba a preguntar por mi librincillo “Conjuros”, pero me contuve. Sabía la respuesta de antemano.
Elegí una novelilla de Isaura Contreras y un poemario de Claudia Posadas (“hay que consumir lo que Coneculta produce”, pensé y luego sonreí tantito). Pagué. Salí. No sé por qué siempre que voy al Centro lo veo oscuro. Pero, de pronto, algo sucede y la luz se hace. Esa mañana también ocurrió el prodigio. Al fondo, estaba mi amigo Gustavo Ruiz Pascacio, desmontaba una exposición de pintura. Me acerqué, lo saludé y, dos minutos después, también se acercó alguien a saludarlo (luego supe que era la Licenciada Sonia Canedo, de la Coordinación de Vinculación de la Universidad Maya). Ella comentó a Gustavo que ya habían instalado la Muestra “Mirada UM”, serie de trabajos realizados por los alumnos de la Licenciatura en Mercadotecnia y Publicidad, y que, en petit comité cortarían el listón. Ella se despidió y tres minutos después hice lo mismo. Caminé con rumbo a la salida y vi a los estudiantes de la Universidad Maya, en la ceremonia inaugural de su exposición. Eran pocos. ¿Qué trascendencia de ese instante en el tiempo del universo? Tuxtla seguía su caminar frenético. Pero ellos, los alumnos de la Maya, habían formado una pausa en el Centro, como si fuese un Mandala. Pausa que fue interrumpida por el aplauso de todos (apenas doce o catorce) a la hora del corte del listón. Y luego un bocadillo y la visita a la expo y los comentarios. Y pensé que más tarde, horas después, los frecuentadores del Centro se pararán frente a las mamparas y verán los trabajos expuestos. Un poco como si ese espacio fuese el Guggenheim y los alumnos jugaran a ser Jackson Pollock o Andi Warhol.
Quise ir por los muchachos que estaban sentados en las gradas, pero, ustedes saben, mi timidez. Ambos grupos de muchachos gozaban de ese ocio bendito que da luz al corazón, pero algo los diferenciaba. ¿Qué?
Di una vuelta por la exposición y luego subí las escaleras para salir del Centro. Busqué a la muchacha bonita del murete, estaba sentada al lado de un muchacho, él le besaba el cuello. Ella me vio, sonrió. Yo me puse colorado. Salí. Las hojas de los framboyanes apenas se movían, pero estaba fresco.