sábado, 14 de diciembre de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIAJE ES LA CUERDA DEL MUNDO

Querida Mariana: el viaje es la cuerda para que el reloj de la vida funcione. Te parecerá extraña esta declaración, porque vos sos de estos tiempos de relojes digitales. Antes, los relojes funcionaban con un sistema de engranes y era necesario darles “cuerda”. Si alguien olvidaba dar cuerda al reloj éste dejaba de funcionar y se convertía en un objeto inútil, porque la función del reloj es dar la hora y, antes, para dar la hora era preciso que las manecillas se movieran. Ahora, los relojes ya ni manecillas tienen. Es más, ahora los relojes tienden a ser objetos en extinción, porque todo mundo consulta la hora en el teléfono celular. ¿De qué viven los relojeros? ¿Qué componen?
Vos, apenas tenés veinte años y ya conocés varios países de Europa, de Centro América, Norte América y América del Sur. Y como tu sueño es Japón decís que ya andás cebando el cochinito. ¿Yo? Me conocés, no he pasado de Chacaljocom (bueno, es un decir).
Existen personas a quienes les encanta viajar, en cuanto tienen un chancecito de puente ¡lo cruzan! A mí no me sorprende esta vocación. El hombre de la antigüedad tuvo el impulso inicial del viaje. La mayoría (explicaba el maestro Luis Vila, en el salón del sexto de primaria, en la escuela Matías) era nómada. Los sedentarios somos minoría.
No hay gran diferencia entre el viajante de la antigüedad y el viajante contemporáneo. Bueno, por supuesto que no hay punto de comparación entre los medios de transporte. Antes viajaban a pie y ahora lo hacen a través de aviones supersónicos. Pero, en sentido estricto, en el ánimo imperante, el mismo asombro aparece en la mirada del hombre de estos tiempos que en la mirada del hombre de la antigüedad.
Los abuelos platican de los viajes que realizaban. Antes, para viajar a la ciudad de México, los comitecos dejaban firmado su testamento y, en compañía de una recua de mulas, viajaban a Arriaga para abordar el tren que los llevaba a la ciudad de México. Era un viaje que tardaba semanas. Ahora ¡todo es distinto! El otro día, Manolo tuvo necesidad de realizar un viaje urgente a la ciudad de México, el día miércoles. A las diez de la noche, del martes, subió a su estudio, prendió la computadora y compró, en Internet, un boleto redondo. Al otro día, muy temprano, de madrugada, se bañó, condujo su auto y llegó al aeropuerto de Chiapa de Corzo. Antes de solicitar su pase de abordar pasó a la cafetería y pidió un café. Le tocó el asiento 3A. Después de una hora de vuelo llegó a la ciudad de México, subió al Metro y bajó en la estación de Bellas Artes. Caminó, subiéndose el cuello de la chamarra, por la Alameda, porque dos cuadras más allá está la oficina que debía visitar. Entró al edificio y luego al elevador panorámico (sube y baja por el exterior, lo que permite ver la calle llena de gente que camina de acá para allá), entró a la oficina y una señorita, con traje sastre azul, le ofreció un café. Diez minutos después se abrió la puerta del despacho del Licenciado Quiroz y éste le dio un abrazo, le ofreció asiento y colocó, en el escritorio, los documentos que Manolo debía firmar. Manolo salió, pasó a la librería Gandhi, compró el libro que le pedí (“Clases de literatura”, de Julio Cortázar), subió al Metro y llegó al aeropuerto. Ahí, ya en la sala para abordar, tomó un café, leyó el periódico y cuando el sonido local anunció su vuelo, él subió al avión. Total que, a las nueve de la noche, del mismo día, ya estaba de regreso en su casa de Comitán. Al día siguiente, me llamó por teléfono y me dijo que pasara a su despacho por el libro (no aceptó que yo le pagara, me lo obsequió).
En “Cartas a Ricardo”, libro que consigna parte de la correspondencia que Rosario Castellanos le envió a Ricardo Guerra, quien fue su marido y es papá de su hijo, leemos la descripción exacta, graciosa y difícil del viaje que Rosario realiza en compañía de su amiga la poeta Dolores Castro. Rosario y Dolores parten de México y, en barco, viajan a España, donde hicieron estudios de estética y filosofía. ¡Fue un viaje de muchos días, con vómito incluido!
Ahora, la gente realiza viajes de placer en trasatlánticos, pero, difícilmente, alguien toma un barco en Veracruz para viajar a España. Quienes necesitan hacer este viaje, por placer, por negocios o por alguna inquietud del corazón, van al aeropuerto de la ciudad de México y doce horas después, más o menos, ya están en Madrid.
Y digo que no hay una gran diferencia entre el viajante de la antigüedad al de estos tiempos porque el impulso de viajar es el mismo. Viajamos porque sabemos que ahí está el motor de la vida. Recordá que todo aquello que no se mueve ¡se enmohece!
El otro día, en las gradas del lado de la fuente, me topé con David Esponda, el Director del Archivo Municipal. David, mientras como gato limpio se pasaba las manos por la cara, me dijo que viajaría a Guadalajara. “¡Voy a la Fil!”, me dijo, emocionado. Diez o doce días después me topé con él, a mitad de uno de los corredores del parque, y me platicó, igual de emocionado, cómo le había ido en su viaje. ¡Miles y miles de libros, en medio de miles y miles de visitantes a la Feria Internacional del Libro! Esta feria, me explicó, está considerada ya como la segunda feria de libro más importante del mundo. La más importante del mundo es la que se realiza en Frankfurt, Alemania. La emoción de David se debe, sin duda, a que él venció al Goliat que jode a medio México: ¡la hueva lectora! Las estadísticas revelan que los índices de lectura en México son escasos. David es un gran lector, desde siempre, y sabe que el viaje que realizó a Guadalajara, de manera especial para acudir a la Feria Internacional del Libro, fue, en realidad, un viaje doble, porque el final del viaje no fue Guadalajara. Este espacio apenas fue el inicio del gran viaje: ¡el libro! Cuando un lector toma un libro y lo abre ¡inicia el viaje! El viaje más fabuloso que alguien jamás haya realizado. Millones de viajantes han viajado a París, a través del tiempo, pero todos esos millones de viajantes tienen una sensación de vacío porque saben que tienen territorios vedados. Vos -disculpá que sea insistente- ya conocés dos o tres ciudades de Francia y algún día lograrás tu sueño de conocer algunas ciudades de Japón, pero, jamás, oilo bien, tendrás la experiencia suprema de subir a una nave para llegar a la luna. Julio Verne, en su novela “De la tierra a la luna”, nos cuenta cómo (en tiempos en que pocos creían que el hombre llegaría a la luna) se planeó un viaje hacia el satélite.
A pesar de que casi no he salido de casa ¡he viajado mucho! Lo he hecho, desde mi casa, gracias a los libros. Cada vez que abro un libro lo hago con el convencimiento de que realizaré un maravilloso viaje. No caigo en la rutina, siempre realizo el ritual del viajante experto. Cuando alguien prepara un viaje, no sólo prepara la maleta, también prepara su ánimo. Hay un cierto nerviosismo en todo viajante que no tiene comparación. El viajante hace el viaje con el convencimiento de que hallará cosas novedosas en otras tierras. Y así sucede. María Girasol dijo el otro día que el libro permite ampliar nuestro entorno. Los seres humanos no tenemos más que una vida, y, en la mayoría de los casos, ésta es limitada y sin muchas perspectivas. La lectura nos permite ser un poco “otros” y vivir otras vidas.
Para llegar a París vos tuviste que viajar horas y horas, primero en auto y luego en aviones. A mí, me ha bastado abrir un libro de Julio Cortázar para, de inmediato, instalarme frente al río Sena y mirar los paquebotes que lo recorren. Me ha bastado leer unas cuantas líneas para viajar y conocer el Pont des Arts y ver los clochards que, abrigados en medio de cartones, y con las manos adentro de las chamarras gruesas, escuchan los pasos de la gente de “arriba”. Pero la magia del libro es que me permite conocer un París que es único e irrepetible. Si, en la televisión, veo un documental que me enseñe París podré tener una visión cercana de la ciudad, pero no una tan precisa como la tuviste vos cuando caminaste esas calles con empedrados de sueño. Los viajantes viajan porque nada hay como tocar el muro para sentir el muro. Por esto, la televisión nos ofrece una imagen parcial de la realidad. Pero, el libro, ¡ah, el libro!, está más allá de la realidad. El París que yo camino cuando leo un libro es otro al que caminás vos cuando leés el mismo libro. Este París mío se formula en la medida que yo lo creo, en la medida que yo lo construyo.
Los seres humanos no somos digitales (bueno, bueno, mi prima Margot parece que sí, porque ella usa un dedito para provocarse placer). Los seres humanos somos como relojes antiguos, necesitamos “darnos cuerda” para estar en movimiento. El viaje es la cuerda con mayor fortaleza. Por esto, el hombre viaja a la menor provocación. Los jóvenes siempre están buscando pretextos para irse de reventón. Hace poco, mi primo Alfonso se tituló de médico general y el festejo fue un viaje grupal a Cancún. Parece que está en los genes del hombre el ansia del vuelo, la revelación del viaje.
Yo, gato casero, seguiré viajando a través de los cuentos y de las novelas. Me encanta esa posibilidad de vida doble. Me encanta estar sentado en una banca del parque de Comitán e ingresar a otro espacio a través de un libro. Ayer fui al parque, me senté y abrí el libro que Manolo me trajo. De inmediato, como si el libro fuese un pasaje, entré a un salón de la Universidad de Berkeley. Desde la puerta vi al hombre que, sentado ante un escritorio y con un pizarrón a su espalda, daba una charla acerca de literatura. Sí, supe, desde el principio que ese hombre era Julio Cortázar. Tenía puesta una playera con cuello mao, cabello largo, barba ochentera. Tenía la mano (enorme) sobre la barbilla, porque escuchaba la pregunta que una muchacha bonita le hacía, desde su asiento. Esta es la otra posibilidad del libro que me encanta, la posibilidad de llevarme a otros tiempos. El libro me traslada desde un espacio en tiempo presente, a un espacio que puede estar en tiempo pasado o en tiempo futuro y todo al mismo tiempo. ¡Uf, qué maravilla!

Posdata: todos somos viajantes, en tiempo y en espacio. Los espacios los decidimos nosotros, el tiempo lo decide ¡el propio tiempo! No puedo detener el avance de un segundo, pero sí puedo, en cambio, decidir qué entorno deseo. El viajante sube al tren, se sienta al lado de la ventanilla y mira a través de la ventanilla. Desde que el tren comienza a deslizarse por la vía una serie de imágenes inéditas comienza a aparecer: pueblos lejanos cuyas casas tienen las luces encendidas; nubes que se evaporan en la penumbra; montañas que son como cuerpos en reposo; y reflejos que muestran a los pasajeros dormitando en los asientos de madera. Estoy hablando de los trenes viejos, de esos trenes que aparecen en el cuento de Eloy Martínez y que son los que llegan al pueblo que se llama Ventana, y que es el lugar donde vive la mujer que Esteban (el protagonista) busca para entregarle el brazo amputado de su amado.
Los amantes auténticos, los que están más allá del mero rejuego del cuerpo; los que saben que la gloria está instalada en el erotismo, también son viajantes y viajan a través del cuerpo de sus amadas. Todos los seres humanos, desde que nacemos, no hacemos más que viajar. Algunos dicen que el viaje tiene un destino y la última estación se llama muerte; otros, más listos, creen que esta estación es apenas una más en el largo trayecto de lo infinito. Otros, los sabios verdaderos, dicen que las terminales son lo de menos. Lo importante de este viaje es ¡el trayecto! Cada instante del viaje lo debemos pepenar, como se pepenan los peshpenes, y lo debemos untar en nuestro corazón. Mentira que regresemos a Itaca, ¡mentira! La vida tiene terminales, pero no tiene retornos, todo es como el viaje de un cometa. Tal vez volvamos a pasar por acá dentro de mil millones de años, pero esto ya será otro espacio y otro tiempo.
Para dar cuerda al reloj antiguo bastaba tomar la perilla con los dedos pulgar e índice y darle vuelta. Era tan simple, tan sencillo, pero había gente que se olvidaba de hacerlo y el reloj se paraba. La vida también es simple y sencilla: basta viajar para darle cuerda, si no ¡la vida se para!