lunes, 9 de diciembre de 2013

EN TIERRA COLORADA (1)





No recordarás quién te sugirió conocer la ciudad de Zacatecas. Sí recordarás, en cambio, el día que hiciste caso a la sugerencia. Será lo único que recordarás: ¡el día! No sabrás si fue el tío Armando, con sus botas sucias de minero y su saco negro con manchas de aceite, quien dijo: ¡Sí, mi hijo, Zacatecas es un paraíso!; o si fue la tía Hermisenda, quien, moviendo sus manos como palomas desorientadas pero felices, dijo: ¡Ay, hijito, Zacatecas es un paraíso! El tío Armando lo decía porque el estado es el mayor exportador de migrantes hacia Estados Unidos y “sus mujeres se quedan solas, requieren quien les caliente el fogón”, decía con mirada de tiuca inquieta; mientras la tía decía: “caminás sus calles y la vista se te llena de gusto con esas fachadas de piedra que tienen el color del piñón o el color de las mejillas de tu prima Arturita cuando se sonroja”. Antes que la tía, ya López Velarde había dicho que era “tierra colorada”. Y cuando estuviste en Zacatecas, la primera tarde, viendo a la gente con bufanda, chamarras y guantes en las manos, llevando un café caliente o un champurrado, comprobaste que la ciudad es muy bella. Zacatecas es muy bella y si Cuco Sánchez hubiese tenido oportunidad de elegir habría hecho su cama de piedra, pero de piedra de cantera rosa, de esa piedra que pareciera salir de la carne rosada de alguna virgen.
Caminarás sus calles y entrarás a un local con sillas acojinadas de dos colores, local sin más gracia que la anunciada en el frente: “Gorditas doña Julia”. Verás que la mujer, con mandil blanco, blanquísimo, toma, con sus manos como tamalitos grasosos, una de las gordas de la parrilla de metal y, con un cuchillo, le abre la pancita para rellenarla con nopales aderezados con chile pasilla. Y entrarás al local no porque tengás hambre, sino porque desde ahí verás la fachada del frente: una casa con marcos de cantera rosa y balcones de hierro forjado. Desde ahí nadie podrá decirte algo, nadie podrá pensar que estás hurgando en vidas ajenas o que sos un delincuente midiendo los pasos de los habitantes de esa casa. Pedirás dos gordas, pero no las probarás. Sólo mirarás la casa con los marcos de cantera rosa y pensarás que esa piedra fue tallada por unas manos que hoy, segurísimo, ya no están vivas. ¿Cuántas manos para hacer este prodigio de ciudad, nombrado Patrimonio Cultural de la Humanidad? Y no comerás las gordas porque ni la gula ni la lujuria son pecados veniales. Cuando mucho, si es que la pasión (como a cualquier hombre) te gana ¡una y flaca! Por esto, sonreirás cuando entre el hombre, con sombrero y chamarra azul con cuello de borrega, y pida: “Deme dos gordas para llevar”. ¡Ah, qué maravilla! -pensarás-, los zacatecanos son bien prácticos y bien machos.
Caminarás, vos que te acostás temprano, caminarás a las ocho de la noche y llegarás a un lugar llamado “Pulgatorio”, sólo para saber, a la hora que mirés a las muchachas bonitas zacatecanas, que entran al lugar como si estuviesen ofreciendo una manda, que de esas pulgas no brincan en tu petate, porque vos ni a petate llegás y tus brincos ya son de viejo caimán en plena orilla. El purgatorio -por decreto de la Santa Sede- ya no existe. Pero a Zacatecas los viejos edictos papales les hace lo que el viento al cerro de La Bufa y acá, frente a algo como una alameda está “El Pulgatorio” que es más que una estación entre el cielo y el infierno, es (así lo aseguran los que lo conocen) un espacio donde la vida tiene aroma de aire y de viento con una temperatura de 4 grados.