miércoles, 18 de diciembre de 2013
LA COSTUMBRE
Mi mamá decía, a cada rato: “¡Cierra la puerta!”. Lo decía porque la puerta “se abría” a cada rato. Juan decía que era el viento y Rosacruz (quien en el nombre llevaba colgado el misterio) decía que no era el viento, decía que eran los fantasmas chocarreros que a cada rato cruzaban de un cuarto a otro. La cosa es que la puerta, por más que yo la cerraba volvía a abrirse. Rosendo decía que era porque no tenía chapa de seguridad, era una puerta abatible con mosquitero, hecha de madera, de madera liviana. Por esto, Rosendo decía, la puerta se abre a cada rato. ¿Por qué papá no le ponía un pasador a la puerta? Nunca lo supe, pero yo pensé que era para que mi mamá no se encerrara, era para que la puerta siempre estuviese abierta. La cosa es que yo, a cada rato, tenía que levantarme para cerrar la puerta.
La puerta era un simple marco de madera de pino, sin barnizar. Mi papá le había puesto una tela de mosquitero, de color verde. Con el tiempo el extremo inferior izquierdo se había abierto y mostraba un hueco por donde pasaba “Fedo” (que era el perrito mascota de Lupis). Yo advertía que la puerta tenía un cierto desnivel que provocaba que la puerta se abriera. Una vez, Lupis puso un cartón entre el marco de la puerta y la pared a fin de que la puerta permaneciera cerrada, pero el roce del cuerpecito de Fedo hizo que el cartón cayera. Entonces todo fue más complejo, porque la puerta siguió abriéndose y desde donde estaba sentado miraba que el cartón se movía en el suelo. Juan decía que el viento movía el cartón, pero Rosacruz insistía en que un fantasma chocarrero lo pateaba. “¡Miren, miren!”, decía y nosotros veíamos que el cartón se movía unos treinta o cuarenta centímetros. Yo quería creerle a Juan, pero advertía que en ese cuarto el viento no entraba. Tal vez Rosacruz era quien tenía la razón y algún fantasma chocarrero era quien hacía la travesura.
Cuando mi papá murió, mi mamá, al día siguiente del entierro, llamó a Emilio, el carpintero del barrio. Emilio llegó con una caja de madera con martillos, garlopas y formones. En menos de diez minutos desmontó la puerta con mosquitero y los cincuenta minutos restantes de la hora los destinó para montar una puerta de cedro con un pomo dorado maravilloso. Toda la familia presenció el cambio de puerta. Mi mamá entró a la cocina y bajó el pomo donde guardaba unos billetes. Regresó y le pagó a Emilio, quien se guardó el billete, tomó su caja de herramientas y dijo que estaba a las órdenes. Mi mamá probó la puerta, tomó el pomo con la mano derecha, le dio vuelta y jaló la puerta. ¡La puerta se abrió de manera generosa! No hizo ruido alguno (debo decir que la otra puerta, la del mosquitero verde, hacía ruido cada vez que se abría). El tío Rubisendo aplaudió y celebró el cambio. Fue a la cocina y regresó con una botella de comiteco. Repartió unos “pitutazos” servidos en pequeños dedalitos de plástico. Todos brindamos (hasta los niños). En eso oímos el ruido de la puerta (el mismo de la puerta con mosquitero verde) y vimos que la puerta nueva estaba abierta. “Es que no la cerraste bien”, dijo Juan, pero Rosacruz, sentado en el esquinero más oscuro, dijo: “No sean necios, ya se los dije, son espíritus chocarreros”. En el instante que lo dijo, el cartón se movió en el piso, se movió como treinta centímetros, como si fuese una culebrita. ¡Y no había corriente alguna de viento! Todos tomaron el trago de comiteco, de manera apresurada, mientras la tía Romelia decía: “¿Y ahora, por dónde pasará Fedo?”.