sábado, 28 de diciembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA RAMA SE DOBLA PERO NO SE QUIEBRA





Querida Mariana: los síndromes son malos. Un síndrome significa que el cuerpo o la mente andan deschavetados. El tío Ramiro murió odiando a los japoneses. No vayás a creer que era por motivos políticos, ideológicos, religiosos o por envidia tecnológica. ¡No! El tío odiaba a los japoneses porque -decía- los turistas japoneses no sabían viajar, sólo viajaban para tomar fotografías, como si el interés de viajar fuese ese nada más. Lo simpático del caso es que su odio nació a raíz de ver fotografías donde se veía a japoneses tomando fotografías. “¿No te lo dije?”, me decía, “estos pinches japoneses retratan todo. Tienen el Síndrome del No Me Acuerdo”.
Como en ese tiempo yo era joven le hacía caso a todo lo que el tío decía, y a cada rato repetía lo que el tío señalaba. A mí, también, me parecía una locura lo que los japoneses hacían. Siempre andaban con su cámara réflex colgada al cuello y al menor pretexto la subían y tomaban una foto.
Ahora que lo pienso bien, digo que el tío no andaba tan deschavetado, porque mucho antes que el mundo mencionara lo del Alzheimer, él ya había inventado lo del Síndrome del No Me Acuerdo. Y ahora que lo escribo creo que este Síndrome del No me Acuerdo no es dañino y nos pega a todos.
El otro día, mi primo César Luis Vives Bermúdez subió una fotografía de los años sesenta. Ahí se aprecia la zapatería que atiende su familia (Zapatería Nueva). Muchos recordarán que ahí distribuían el calzado Canadá. ¿Existe esta marca todavía? Esta foto no es de alguien que padeció el Síndrome, pero que sí fue aficionado a la fotografía en término moderado. Porque antes, mi niña bonita, no todo mundo tenía cámaras (como ahora). En estos tiempos todo mundo tiene cámara y tiene teléfono. En los años sesenta no existían los celulares, la comunicación telefónica se daba a través de teléfonos fijos residenciales y sólo los ricos y gente de clase media tenían línea. En la Central Telefónica trabajaban telefonistas (mujeres) cuya labor era hacer la conexión solicitada. No sé bien a bien cómo era el asunto, pero he visto algunas fotos de esos tiempos en donde las telefonistas están sentadas frente a un enorme panel con una serie de clavijas y enchufes. El trabajo de ellas consistía en colocar el plug en la terminal del número solicitado. Las telefonistas tenían una diadema con el audífono y el micrófono. Cuentan que podían enterarse de todas las conversaciones, cuentan que ¡se enteraban de los chismes de medio Comitán! Si en una fiesta una telefonista, desde el otro lado de la mesa, te miraba y sonreía de manera pícara era porque ya estaba enterada que andabas con querida. Circula la anécdota de la señora que al momento en que la telefonista le contestaba ella decía: “Enchufeme’sté con mi comadre Elena”. Bueno, de igual forma, las cámaras eran objetos que tenían muy pocos comitecos.
Si el tío Ramiro viviera no sé qué pensaría de estos tiempos. Ahora no sólo los japoneses padecen el famoso síndrome. Ahora todo mundo (es literal), todo mundo tiene teléfono y cámara y todo mundo toma millones de fotografías. Los japoneses nos contagiaron y nadie, ahora, puede resistirse a ese tsunami. Hoy, muchos bendicen estos tiempos digitales, donde todo mundo tiene la posibilidad de comunicarse con medio mundo y tiene posibilidad de tomar todas las fotografías que desee. El futuro tendrá un registro impresionante de nuestras actividades actuales. Los analistas dicen que esto provocará que, en el futuro, nadie tenga privacidad. Todo mundo estará expuesto a ser exhibido. Yo “platico” con algunos amigos y amigas a través del inbox, del Facebook. Ahí queda registrado mi juego imaginativo. Alguna tarde, alguien usará esas conversaciones como prueba de mis “perversiones” y desvaríos.
Como en los años sesenta, era escasa la toma de fotografías, ahora los comitecos (e imagino que la gente de otros lugares) aprecian ver una fotografía de esos tiempos. Para quienes vivimos los años sesenta nos devuelve una luz ya casi apagada. Una fotografía antigua es como una vela que exorciza la oscuridad de la memoria, porque nuestra memoria necesita bujías para alimentar la luz. ¡Qué bueno que ahora todo mundo lleva un registro de imágenes! La memoria del hombre (en la mayoría de casos) es endeble y tiende a olvidar, tiende a contagiarse del Síndrome del No Me Acuerdo. Por esto, digo que es bueno que ahora todo mundo tome fotografías y las conserve en álbumes digitales, aunque corramos el riesgo de que, como advierten los chamulas, cualquier tipejo nos robe “el espíritu” y luego nos anden balconeando en el youtube.
En la foto de César Luis aparecen tres edificios emblemáticos. Dos de ellos aún siguen de pie y otro “cojea”. La Zapatería Nueva sigue como en sus mejores tiempos; La Comiteca, igual, sigue oronda. Pero (ay, Dios mío, cuántos recuerdos), el edificio que está al fondo ya cambió su vocación. En esta fotografía se ve el letrero del Cine Montebello, la entrada principal y una cartelera, así como dos balcones de la planta alta. Ahora, este edificio alberga el Teatro Junchavín. La foto que César compartió, sin duda, hizo luz en la memoria de muchos comitecos. Ya te conté que en los años sesenta el cine era la principal diversión de nuestro pueblo. El otro día, don Rafa Pascacio, gerente de los Cines Comitán y Montebello, regaló a Comitán su testimonio de ese tiempo. Dicho testimonio fue publicado en la Gaceta Kujchil, gaceta oficial de la Dirección de Cultura, del Honorable Ayuntamiento Constitucional de Comitán de Domínguez 2012-2015. Don Rafa recordó lo que una vez te conté: el cine Montebello tenía los sanitarios a los lados de la pantalla. ¡Dios mío, nunca lo propusimos para el Record Guinness! ¡Hubiese ganado! ¿En dónde se ha visto que un cine tenga los sanitarios a los lados de la pantalla? ¡En Comitán! ¡En el Cine Montebello! La gente miraba la película, tranquilamente, pero de pronto cuando alguien abría la puerta del sanitario y una línea de luz iluminaba la butaquería. Todo el mundo dejaba de ver la pantalla y miraba quién entraba al baño. ¡Dios mío, qué pena! A mí me gustaría saber qué pensaban las muchachas bonitas de esos tiempos. Tal vez alguna amiga de ese tiempo pueda contarme uno de estos días.
La foto de César me iluminó. Bendigo a todos los que se contagiaron con el Síndrome de los japoneses. Hoy hago lo mismo. Me encanta que los jóvenes, los viejos y los niños jueguen con sus cámaras y compartan las fotografías. Una vez, el maestro Julio Avendaño (hijo del maestro Rey) y yo estuvimos en la casa de Marirrós, ella sacó un álbum y vimos algunas fotografías de su papá. Maestro Julio dijo: “a mí me gusta mucho ver fotografías”. Eran unas fotografías en color sepia. No creo que exista alguien en el mundo que no disfrute ver fotografías. No sólo las fotos que aluden a nuestro pueblo o a nuestra gente cercana. ¡No! A la gente le gusta ver fotos de cualquier índole. Ahora, en el Facebook vemos fotos de todo, realmente ¡de todo! El otro día vi la foto de un compa que andaba orinando, detrás de un carro. Sus amigos le tomaron la foto y la subieron al Facebook. El pie de foto decía: “Estaba tan bolo, que este perro confundió el carro con un árbol”. Ah, se volvió la botana del día.
Lo bueno del síndrome de los japoneses es que ha alentado a muchos a convertir la fotografía en arte. La mirada ha dado el salto de un mero pasatiempo a una pretensión de arte. En Comitán ha proliferado el entusiasmo de los jóvenes por hacer exposiciones de fotografías con una mirada diferente. Ya incluso, Fredy Culebro inauguró un Estudio Profesional para que los fotógrafos puedan hacer fotos con calidad.
La revolución tecnológica modificó nuestra vida cotidiana. Ahora, la gente no tiene necesidad de asistir a una sala cinematográfica, basta colocar un devedé en casa para ver el cine en una súper pantalla plana, con sonido de excelencia. Creo que hemos ganado. Ahora, cualquier cinéfilo puede elegir que ver. En tiempos del Cine Montebello nos chutábamos las películas que las distribuidoras proponían. Yo (debo confesarlo) siempre preferí el Cine Montebello al Cine Comitán, porque el Montebello exhibía películas extranjeras. No vayás a pensar que soy un malinchista. Fue cuestión de gustos. En la actualidad, en materia cinematográfica, sigo con los mismos gustos. De vez en vez veo una película mexicana, pero el noventa por ciento de las películas que veo son extranjeras: norteamericanas, inglesas, francesas, italianas. Sí, la verdad es que veo poco cine latinoamericano. No sé, algo pasa con el cine de nuestras tierras que no alcanza el grado de excelencia que sí alcanzan otras cinematografías. Hoy ¡soy feliz! Tengo la hermosa capacidad de ver el cine de los grandes autores de todos los tiempos. Pero, también debo confesarlo, extraño mucho el cine de mis años adolescentes. ¡Extraño al Cine Montebello! Por esto, cuando vi la foto de César Luis, de inmediato fui a buscar una lupa para ver los detalles. Ya sabés que tengo una memoria de corto circuito, por esto necesito alguna cinta de aislar que permita enredar los cables del pasado con mi presente (al contrario de su vocación, ella me une y no me aisla).
Recordé que mi maestro auxiliar de inglés, en secundaria, se paraba frente a esa cartelera que está en la foto y me decía que le llamaba la atención cómo los traductores cambiaban los títulos originales de las películas, y entonces ponía un dedo sobre el cartelón y leía el título en inglés (que estaba en letras pequeñas) y hacía una traducción literal. Recuerdo, por ejemplo, una maravillosa película (que volví a ver, en devedé, hace quince o veinte días) que, originalmente se llamó: “One flew over the cuckoo’s nest”, y que en traducción literal (decía él) debía ser “Alguien voló sobre el nido del cuco” se llamó “Atrapado sin salida”. Ahora sí que como dijera mi amigo Paco: “¡Que va del pulso al culo!”. Pero eso era una minucia. Lo importante era llegar a tiempo, pasar a taquilla y comprar el boleto. Subir una pequeña escalinata, abrir una cortina de color azul (del mismo color de las butacas) y sentarse, en la planta baja o en la alta. En el Cine Comitán había dos secciones: luneta y la llamada “gayola”. La gayola era más barata, en lugar de butacas individuales había planchones de madera donde la gente se sentaba. Esto provocaba (nunca lo pensamos así, pero así era) una división de clases sociales. Por esto, los de gayola aventaban olotes a los de abajo. En el Cine Montebello no existían estas divisiones clasistas. El costo de entrada era único. La sala tenía un plafón de triplay. De vez en vez se oía la carrera de los ratones. En una ocasión (es cierto, te lo juro) subí a la planta alta, cerca del fondo, al lado de uno de los balcones que daba a la calle (y que se logra ver en la foto), me senté, abrí la bolsa de cacahuates japoneses y disfruté la película de cowboys (tal vez una película con Gregory Peck o con John Wayne o con Glenn Ford o con Robert Taylor o con Juan de las esponjas). A la hora que los vaqueros iniciaron la persecución de los indios y la pantalla se llenó de polvo por el galope de los caballos, el “cielo” del cine también se cimbró con la carrera de dos o tres ratas (tal vez perseguidas por un gato) y una hoja de triplay se despegó del plafón. Mario juraba que vio una rata caer sobre la cabeza de una muchacha que estaba sentada dos o tres filas delante de nosotros. Yo esto no lo vi. Lo que sí vi es que la hoja se desgajó y nos bañó de polvo. La proyección se suspendió. Personal del cine subió para ver qué sucedía. Diez minutos después y cuando los espectadores nos habíamos pasado al otro lado o habíamos bajado, la proyección se reanudó. Cuando, dos o tres años, después, asistí a la proyección de una película, en la ciudad de México, en una sala con la novedad del “Sensorround” pensé que en Comitán, en el Cine Montebello, habíamos tenido estos dispositivos con mucha antelación.

Posdata: te pido, querida mía, que veás entre tus familiares si tienen por ahí alguna foto de la fachada del Cine Comitán. Por favor, te lo pido. Si la encontrás y me la compartís te daré un premio. ¿Qué cosa? Ah, luego te digo. ¿Sale?